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Stanley Cavell

En busca de lo ordinario
Líneas del escepticismo y romanticismo

Introducción y traducción d e D iego Ribes

r ó n e s iq
F CÁTEDRA U
U N IV E R SIT A T D E V A LEN C IA
Título original de la obra:
In Quest o f the Ordinary.
Lines o f Skepticism and Romanticism

1.a edición, 2002

Ilustración de cubierta; Jenaro Pérez Villaamil, Sevilla en tiempo de los árabes,


(detalle), 1848, Palacio de El Pardo, Madrid
© Archivo Anaya

Licensed by The University of Chicago Press, Chicago, Illinois, U.S.A.


<15 1988 by The University o f Chicago. All rights reserved
© Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S. A.), 2002
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I.S.B.N.: 84-376-1978-5
Printed in Spain
Impreso en Anzos, S. L.
Fuenlabrada (Madrid)
índice

In tro d u c c ió n (Diego R ib e s)...................................................................... 9


Observaciones sobre la escritura de Stanley Cavell .......................... 11
Bibliografía .................................................................................................. 49

E n b u s c a d e l o o r d i n a r i o . L ín e a s d e l e s c e p tic ism o y r o m a n t i­
c is m o ........................................................................................................... 51

Prefacio y reconocimientos ..................................................................... 53

1. El filósofo en la vida americana (acerca de Thoreau y Emerson) 59


2. Emerson, Coleridge, Kant (términos com o condiciones) ........ 88
3. Textos de recuperación (Coleridge, Wordsworth, Heidegger...) 115
4. Recuento de ganancias, presentando las pérdidas (una lectura
dt E l cuento de invierno) ................................................................. 147
5. Extrañados, reajustándonos (Descartes, Emerson, P o e )............. 179
Apéndice A. Escepticismo y una palabra sobre deconstrucción 209
Apéndice B. La perversidad de Poe y el imp(ulso) del escepti­
cism o ................................................................................................. 217
Apéndice C. Lo escéptico y lo metafórico .................................. 227
6. La condición siniestra de lo o rd in ario ........................................... 233
7. Lo fantástico de la filosofía ............................................................... 264

B ibliografía.................................................................................................. 275
Introducción
Observaciones sobre la escritura
de Stanley Cavell

La filosofía, y la escritura filosófica, de Stanley Cavell está siendo


considerada hoy, tras un período de incom prensión o rechazo, com o
una de las m ás originales y audaces de entre los filósofos norteamerica­
nos contem poráneos. Valga com o muestra la observación de un co­
m entador suyo aparecida en una recensión del libro cuya traducción al
castellano ofrecem os en el presente volum en: «El estilo de Stanley C a ­
vell es el m ás distintivo de la filosofía americana contem poránea. D i­
cho estilo, más que ser un mero ornam ento, transmite el mensaje de
que para él la filosofía no es sólo una profesión sino una vocación, una
form a de vida» (Charles Dove, en Comparative Literature).

El prólogo a L a reivindicación de la razón [The Claim o f Reason] em ­


pieza con un párrafo de apenas ocho líneas que puede dividirse a su
vez en dos partes. En la primera, el autor declara que el libro en cues­
tión consta de escritura perteneciente a cuatro épocas distintas, y aña­
de una somera notificación referente al período m ás antiguo y m ás re­
ciente de dicha escritura. Y nada más. En la segunda parte pasa a m en­
cionar, sólo a m encionar — y a mi entender de m odo abrupto, com o
si de un corte brusco de plano cinem atográfico se tratara— , su tesis
doctoral cuya revisión iba a constituir, aunque al final no fue del todo
así, el libro definitivo. De esta tesis nos volverá a hablar repetidas veces
a lo largo del prólogo, y del contenido efectivo de los cuatro períodos,
no m encionados hasta una docena de párrafos m ás adelante.
H ago esta observación obvia, banal si se prefiere, para darme oca­
sión de insistir en algunas características de la escritura de este autor, de
la im portancia que el m odo de escribir tiene, com o él m ism o subraya
constantemente, en su filosofía. H oy día, nos referimos a esta cuestión,
a veces, com o problem as de la textualidad: el m odo m ism o de cóm o
escribir filosofía se ha convertido en una cuestión filosófica. Voy a ocu­
parme de algunas características, al m enos tres, de esta escritura porque
pienso que si para mí han constituido una dificultad, a la hora de leer­
la y de hacerme cargo del pensam iento en ella expresado, a algún otro
lector podría ocurrirle lo m ismo.
La primera, ya sugerida más arriba, consiste en lo que cabría llamar
cierta «falta de continuidad discursiva». Su escritura, en general, o en
gran m edida, está com puesta por párrafos cuya concatenación o no
existe o resulta difícil ver a simple vista. Alguien, yo m ism o, puede leer
atentamente dos párrafos consecutivos, preguntarse qué tienen que ver
el uno con el otro, o cóm o el segundo sigue o se relaciona con el pen­
sam iento contenido en el primero, y sim plemente no poder darse res­
puesta alguna o tener dificultades para encontrar una respuesta que le
satisfaga. C o m o hace un m om ento decía, esto puede ocurrir incluso
dentro de un m ism o párrafo. C uando a lo largo de varias páginas uno
se haya encontrado enfrentándose a la m ism a experiencia, haciéndose
la m ism a pregunta con la m isma ausencia o insatisfacción de respues­
tas, puede que se sienta literalmente perdido y, caso de seguir interesado,
tenga que volver atrás y empezar de nuevo la lectura. Esta escritura, in­
trínsecamente, no está hecha para ser entendida de una vez por todas,
no, digám oslo así, con una sola lectura, y te obliga a leer con lentitud.
¡O bvio, por no decir banal, cualquiera que sepa leer y haya leído algo
ha podido tener esta experiencia! ¡N o hace falta ser tan enfáticos a pro­
pósito de esta escritura en particular! — Bueno, ¿sabem os leer? Nietz-
sche y Coleridge parecían albergar alguna sospecha al respecto; y ¿es se­
guro que tenem os o hacem os alguna experiencia — en algún sentido
razonable del término— al leer?; y, por lo que se refiere a la segunda
objeción en forma de exclamación, yo no he dicho que sólo esta escri­
tura posea esta característica. Lo que decía es que ésta la posee, y la p o ­
see de m odo específico, y que no captar esta especificidad puede consti­
tuir una dificultad a la hora de acceder a esta filosofía, y que esta carac­
terística no es una casualidad, o un simple defecto (com o le parecía, en
un principio, a Rorty), o una arbitrariedad (com o dice Cavell que no
lo es el estilo de las Investigaciones de Wittgenstein); y que no es mera­
mente una cuestión de estilo sino que está en función de una concep­
ción determinada del filosofar y, com o he dicho, de cóm o escribir filo­
sofía. Convendrá, pues, abundar un poco m ás en ella.
Para empezar, un poco de evidencia textual. Algunas veces (por
ejem plo en su libro Themes out o f School) Cavell se refiere a una especie
de m étodo que consiste en la yuxtaposición de textos, a veces de dis­
tintos autores, a veces de distinta época, que se explican (se «leen»)
unos a otros por esta m ism a yuxtaposición. Otras (com o en el primer
capítulo de En busca délo ordinario [de ahora en adelante B], titulado
«El filósofo en la vida americana», párrafo tercero), dice que lo que va
a hacer en las páginas siguientes es «proponer [...] la lectura de una se­
rie de textos [...] situándolos en una red de conceptos no m uy tupida­
mente entretejidos», y añade que uno de los m otivos para hacerlo así
es «que deseo dejar abierto [...] el m od o com o cada cual establezca las
transiciones del uno al otro» (la cursiva es mía). Pero con toda seguridad,
la región de su obra que m ás logradamente, creo, ejemplifica este ras­
go de su escritura es la Parte C uarta de L a reivindicación de la razón,
en especial después de la interpretación que al principio de dicha par­
te ofrece del fam oso argum ento sobre el lenguaje privado de W itt­
genstein. (N o creo, sin em bargo, que esta parte constituya el pasaje
más «difícil» de la obra de Cavell por lo que a la «escritura» se refiere
— en cuanto al «pensam iento» expresado en ella sería objeto de otra
consideración por mi parte. En particular m e parece que E l mundo vis­
to [The World Viewed. Reflections on the Ontology ofFilm], un libro publi­
cado antes de L a reivindicación, es de lectura tan dura al m enos. Así
m ism o, y posteriormente a la publicación de La reivindicación, algunos
escritos suyos sobre ensayos de Em erson [por ejem plo, su lectura del
ensayo «Destino», en su libro Philosophical Passages, capítulo 1, titulado
«Em erson’s Constitutional Am ending: Reading “Fate”»] pueden resul­
tar prácticamente herméticos para el lector no fam iliarizado con este
tipo de prosa filosófica.) Pero estábam os hablando, antes del último
paréntesis, de la característica de su escritura ahora entre m anos com o
queda ejemplificada, a mi entender de m od o eminente, en la parte
cuarta de su ya varias veces m encionado libro. Q uizá convenga ahora,
tras esta breve referencia a otros lugares de su obra, dejar que nos diga
él cóm o ve este rasgo de su escribir. H ablando de las perspectivas y di­
ficultades con las que se encontró para llevar a término, a una conclu­
sión, la Parte Cuarta de su libro, nos cuenta:

Lo que [...] fue emergiendo [...], mientras escribía la mayor par­


te de la Parte Cuarta, era algo que progresivamente llegué a conside­
rar, o aceptar, e incluso a depender de ello, como la tarea de llevar
un diario filosófico restringido. Escribir dicha parte era como llevar
un diario en dos aspectos principales. En primer lugar, la autonomía
de cada tramo de escritura es una meta más importante que la de ha­
cer fluidas, o como quiera que se diga, las transiciones entre los tra­
mos (donde un tramo puede ensamblar varios días efectivos, u ocu­
par menos de un día completo). Esta jerarquía de metas tiende a em­
pujar la prosa hacia lo aforístico (The Claim o f Reason, pág. xix).

Espero no haber abusado de la invitación del autor a decir de otro


m odo esta m enor importancia de la fluidez entre tram os al rebautizar­
la yo com o cierta «falta de continuidad discursiva». Q ue se trata de una
jerarquía de metas y no de la exclusión de una de ellas es lo que quie­
re sugerir la palabra «cierta» antepuesta a la frase con que he querido
caracterizar este rasgo de su escritura. Q ue este rasgo o característica no
se limita a la Parte Cuarta ahora entre m anos es lo que ha querido m os­
trar mi breve referencia anterior a otros lugares de su obra, y al hecho
de em pezar este comentario con el primer párrafo del Prólogo a L a rei­
vindicación de la razón, y no por el texto que acabo de citar. Esta obser­
vación tiene que ver con afirmaciones explícitas del autor acerca de
que su filosofía no es «argumentativa»; com o no lo es, reivindica él en
B, la m ayor parte de la Crítica de la razón pura de Kant, o las Meditacio­
nes de Descartes, o Walden de Thoreau; lo que tam poco quiere decir
que su filosofía no albergue ni una brizna de argumentación, o, para el
caso, de «teoría». Quiere decir que su filosofía no asum e el «form ato»,
por decirlo así, de una teoría perfectamente articulada cuya herramien­
ta, única, o fundamental, de articulación sea el argumento. Pero eso, se­
gún él, no debería extrañar, pues, com o he sugerido, Cavell muestra
que la tradición filosófica, en buena m edida, tam poco es así. C ó m o se
ha llegado, en ciertas concepciones predom inantes, a cifrar el todo de
la filosofía en la argumentación o la teoría, es una pregunta interesan­
te que se desvía con m ucho de la dirección que he tom ado en esta in­
troducción. Valga, por ahora, recordar algunas generalidades bien sabi­
das, y que por ello corren el peligro de ser vacías: que la intención ex­
plícita de atenerse sólo a la argumentación, o a la objetividad, no
inm uniza a nadie, y nunca lo ha hecho, contra la ideología, o, lo que
es peor (y por si a alguien le parece que «ideología» es un término ya
caduco), contra el fanatism o o la beatería. Los filósofos y sus concep­
ciones de la filosofía no constituyen la excepción.
Vuelvo ahora a lo que he descrito al principio com o un posible
efecto de esta escritura, el de «perderse» y no obstante «seguir interesa­
do». Vaya por delante decir que estas expresiones mías no son, tampo-
co, por casualidad, o meramente retóricas. «Perdidos» y estar perdidos
(uno m ism o, para los otros, en el m undo), al igual que «interés» (el in­
terés que tienes, o pones, en lo que haces y dices), son términos que
atraviesan insistentemente toda la obra de Stanley Cavell. Algunos tér­
m inos recurrentes en esta obra son términos «técnicos». Son los m enos
abundantes, cosa ésta (según mi gusto) de agradecer, y m ás artificiosos,
cosa esta última que puede ayudar a entender mi no com placencia en
ellos. Estoy pensando en términos y conceptos tales com o «objeto ge­
nérico» y un «caso mejor» de conocim iento, em pleados en su discu­
sión del escepticism o. Son objeto de definición o de una descripción
precisa y fija, y se usan con el significado así definido siempre que apa­
recen. Este m odo de proceder es com pletam ente familiar en la filoso­
fía tradicional, y para mí cualquier otra necesidad teórica que dichos
térm inos puedan satisfacer en su filosofía constituye un indicio de que
Cavell no ha roto, y no quiere romper — y cree que no es bueno, caso
de que se pudiera, romper— , con esa tradición. Y es un indicio tam ­
bién, com o he dicho antes, del interés que, «a pesar de todo» (me gus­
taría poder añadir ahora), sigue teniendo Cavell con la teoría y la argu­
m entación (cosa ésta que Richard Rorty le ha reprochado más de una
vez). Este no rom per con la tradición, con la historia de la disciplina
en cada caso bajo cuestión, es una de las ideas fundam entales — junto
con la idea de no romper tam poco con el m undo, la realidad— de la
interpretación que hace Cavell, en E l mundo visto, del «m odernism o»
(más o m enos nuestras «vanguardias») contra una de las interpretacio­
nes prevalecientes de este m ovim iento artístico: su ruptura total con el
pasado del arte.
Podríamos llamar «cuasi-técnicos» al segundo tipo de términos em ­
pleado en su filosofía. Y entre ellos el más im portante con m ucho es el
de «reconocim iento». El término es objeto de una descripción en la
Parte Cuarta de su libro L a reivindicación de la razón, pero, me gustaría
decir, no es, y no puede ser, objeto de una definición o descripción fija
técnica; y por tanto su uso no es, y no puede ser, invariable o invaria­
blemente unívoco, en todas sus instancias, no tanto porque se emplee
con distintos significados en cada una de ellas, sino porque en cada
una se acentúa o subraya, o simplemente se tiene en cuenta, un aspec­
to de su com plejo y polivalente significado. D igam os que la región
m ism a de la aplicación de este término o concepto es com pleja y poli­
valente, y depende (com o suele decirse) del contexto y circunstancias
de su uso, de cuándo y a quién lo decim os, para que se signifique o se
acentúe con él una cosa más que la otra. Que esto no implica necesa­
riamente «falta de rigor» — o algo parecido a «debilidad de pensam ien­
to»— , sino una propuesta de otro, «extraño», tipo de rigor, constituye
una reivindicación fundamental de la filosofía de Cavell, y en particu­
lar del libro cuya traducción ofrecem os aquí. Sin duda alguna, este tér­
m ino, y concepto, es una de las marcas de fábrica de la filosofía de este
autor, y por tanto será conveniente volver a él más adelante y presen­
tarlo directamente, por sí m ism o, con más detenimiento. O tro térmi­
no cuasi-técnico es el de «lo ordinario»; todavía, si cabe, m ás com plejo
que el anterior, y por las m ism as razones.
Otra de dichas marcas es su uso, o m ejor la elaboración que él
hace, de los términos corrientes del lenguaje natural. Se trata pues de
términos no técnicos y me gustaría poder decirlo así, pretendidamente
no-técnicos, términos que se reivindica no querer significar con ellos
«nada técnico», y que por tanto no se definen, y que por tanto es ocio­
so objetar que el autor no los defina. Y sin embargo, este hecho cons­
tituye un rasgo característico, omnipresente, de su filosofía. A este tipo
de términos corresponden las palabras «perdido» e «interés», pero tam ­
bién, por ejem plo «reivindicación» (que aparece en el título de su libro
arriba m encionado), y virtualmente todo término o palabra del lengua­
je ordinario. Se trata de la tarea que Cavell piensa que ha iniciado Witt­
genstein de animar, o dar vida, o volver a dar vida, al lenguaje, y que el
propio Cavell identifica con — dado el carácter «m undanal» de dicho
lenguaje, de ser un lenguaje de m undo, que dice, nom bra, cuenta
m undo, o no es lenguaje— la tarea de animar, o dar vida, o volver a
dar vida (el tema de la «recuperación») al m undo. U n a tarea inmensa
que, com o acostum bro a decir yo, casi todo está en contra en la cultu­
ra, filosofía incluida, contem poránea. Se trata de la tarea que el autor
llama a veces «derivar» una palabra (toda palabra), derivar el significa­
do o sentido de una palabra en la escritura que se esté realizando, y
que entiende com o la de llegar a captar el m om ento en que las pala­
bras nom bran el m undo, o una parte de él, ese m om ento o punto de
«poner el m undo en palabras». Gran parte del filosofar de Heidegger,
com o es bien sabido, consiste en este tipo de «derivaciones», lo que le
ha valido la acusación de hacer meramente filología. Cavell contrasta
esta necesidad de «derivar» toda y cada una de las palabra del lenguaje
a la restricción de la m isma a unos cuantos términos técnicos, en par­
ticular a la deducción, ahora derivación, de las categorías kantianas.
Pero si la tarea es tan enorme — incluiría cosas com o el «volver a casa»,
devolver el lenguaje, y el pensam iento, a su tierra natal, de Wittgens­
tein; y el «habitar» de Heidegger— m ejor será por ahora atenerse al lu­
gar más m odesto del que habíam os partido: ¿Q ué significa, pues, para
nosotros, perderse y, sin embargo, seguir interesados al leer a Cavell?
Bueno, ¿qué significa en general perderse al leer? Supongo que
algo así com o no entender, o no acabar de entender. Im aginém onos,
pues, que ya perdidos pero todavía interesados, volvem os atrás para
una nueva lectura ahora más atenta si cabe, e im aginém onos que el re­
sultado vuelve a ser el m ism o: no acabas de ver cóm o el autor pasa de
un pensam iento a otro, te parece que no explícita dicho tránsito, y te
parece que da saltos injustificados, que suelta alegremente afirmación
tras afirmación, poco m enos que com o se le van ocurriendo o le salen
al paso. Antes de haber llegado aquí habrás tenido que hacer un buen
núm ero de operaciones, tales com o preguntarte dónde te has perdido
(o dónde se ha perdido él), y preguntarte incluso por la gramática y lé­
xico del texto, y sospechar que posiblem ente el autor escribe m uy arti­
ficiosam ente e incluso decididamente mal, que se trata de una escritu­
ra desm añada e ininteligible, com o si el autor no quisiera ser entendi­
d o; y esto últim o quizá provoque el efecto no sólo de estar perdido
sino adem ás aturdido, pues no entiendes m uy bien cóm o alguien pue­
de escribir y no querer ser entendido; y al llegar aquí puede que te sien­
tas ya irritado, m uy irritado (puede verse un eco de todas estas quejas,
o críticas, en el capítulo que Richard Rorty dedica al autor en su libro
Consecuencias del pragmatismo); y m e gustaría señalar, pero no entrar
ahora en ello, que todo esto tiene algo que ver con la «auto-represión»
del autor, que Cavell ve representada m áximam ente bien en la escritu­
ra de Em erson, pero tam bién en la de los rom ánticos en general, y, ca­
bría añadir, en Wittgenstein y su figura de deshacerse de la escalera una
vez que se le ha leído. C asi con toda seguridad, a lo largo de este pro­
ceso, habrás tenido en algún m om ento alguna idea o interpretación
inicial, idea o pensam iento que la continuación de la lectura puede ha­
cer que rectifiques, o por negación y contraste, o p or am pliación y en­
riquecimiento de la misma, o definitivamente por corroboración y ase­
guramiento. Estoy dispuesto a llamar «pensar» a todas estas operacio­
nes, y supongo que algunas más, que te has visto obligado a realizar
durante la lectura o lecturas de esta escritura. Y es posible que al final
de todo el proceso tu pensam iento ocupe un lugar más am plio que la
última capa de neuronas del cerebro, que llegue por ejem plo hasta las
visceras, e incluso un poco más abajo: los temas de la pasión (la dim en­
sión pasiva del pensam iento), del deseo y el amor, y de la sexualidad,
en su obra. D igam os que esta escritura te obliga a pensar a ti, a pensar
— me atrevería a decir— tu pensam iento, dónde te encuentras tú, en
qué posición te encuentras respecto a su escritura y pensam iento, te ex­
pulsa de ella y te devuelve a ti. Puede que entonces descubras algo pa­
recido a lo siguiente. Al principio de la lectura habías pensado que lo
que a veces llam am os precisión, rigor, coherencia, claridad, etc., de la
filosofía es algo que tiene que estar com pletam ente, algo que empieza
y termina, por decirlo así, en la escritura; que un pensam iento claro y
preciso empieza y termina en la form ulación clara y precisa del m ism o,
que la filosofía termina en su form ulación precisa y clara en una escri­
tura que está ahí, en las páginas del libro, y que tu trabajo consiste en
descifrar y apropiarte ese pensam iento así form ulado sobre el papel.
Mientras que ahora ves que esto es, a lo sum o, sólo la mitad del asunto;
que el pensamiento o termina en ti o no está en ningún sitio, que pien­
sas tú «en acto» lo que el autor quiso pensar o el pensamiento no está en
ninguna parte, que la escritura es en principio «signo muerto», que,
com o dice Cavell a propósito de Walden de Thoreau, la filosofía no está
en ese libro a menos que el que lea sea ya un filósofo y «reviva» la visión
(el pensamiento) del autor. Y que la precisión y consistencia tiene que es­
tar también en lo que, por motivos de claridad pero sin estar muy satis­
fecho con la expresión, sugiero llamar la otra mitad del asunto: la parte
del lector. Y que en esa parte es donde empieza y termina, también, la fi­
losofía; que en realidad, com o también dice Cavell y también a propó­
sito de Thoreau, saber filosofía no es saber sólo, ni tan siquiera principal­
mente, libros filosóficos. Este último punto al que hem os llegado en­
tronca con la segunda característica de esta escritura que anuncié al
principio querer considerar aquí, el ser una escritura hecha rabiosamen­
te — permítaseme decirlo así, Cavell no tiene ninguna culpa de esta cali­
ficación— en primera persona. Pero antes voy a contar un par de anéc­
dotas que considero ilustrativas de esta característica primera de la escri­
tura del autor que, por ahora, vam os a dejar en este punto.
Estas son las anécdotas. En la presentación pública de mi libro Lo
humano entre áreas, que tuvo lugar en el Salón de G rados de la Facultad
de Filosofía de Valencia, el profesor de esta Facultad M . Vázquez, invi­
tado a dicha presentación, después de decir varias cosas interesantes y
buenas sobre el libro que mostraban ante todo, en mi consideración,
la seriedad con que él se había tom ado la lectura del m ism o, al llegar a
com entar el texto de Cavell que aduzco en las páginas 152-153 del
m encionado libro, introducía su comentario con la frase: «a ver si con­
sigo leerlo». Y lo consiguió. Creo, según se desprende de lo anterior,
que la intuición expresada en esta frase es la correcta. Y la profesora de
Instituto, y amiga, Carm en Gil, que había leído el libro con no menos
seriedad y, para mi agradecido asom bro, con entusiasm o, mostraba
también — en lo que sólo fue acordado y prom etía ser un encuentro
desenfadado de verano, después de algunos años de no habernos vis­
to— las dificultades que había encontrado para leer el m ism o texto
arriba m encionado, insistiendo en que debía faltar, o sobrar, algo en la
traducción. Naturalm ente no niego, no puedo negar, que la dificultad
de su lectura se deba, en parte al m enos, a mi traducción (y de la difi­
cultad de traducir al castellano a este autor me gustaría hablar en otra
ocasión. Ahora no es éste el punto en cuestión). El punto en cuestión
es que, después de realizar juntos todas — y algunas m ás— las opera­
ciones que antes decía que me gustaría nombrar, en su conjunto,
com o «pensar», conseguim os leer el texto (aunque ella seguía teniendo
algunas reservas sobre la puntuación del m ismo). Podría formular la
moraleja a extraer de estas anécdotas diciendo que conseguir leer a este
autor, su escritura, es entenderle.
¡N os hace pensar! ¡Cualquier cosa nos hace pensar! ¡El hombre es un
ser pensante! ¡Incluso en sueños se piensa! Ya lo decía Descartes y, lue­
go, Freud. Y, al parecer, si no pensam os no existimos. ¿Q ué sentido tie­
ne decir que esta escritura nos hace, nos obliga a, pensar? — Bueno, y
com o antes, ¿sabem os pensar? Heidegger (en ¿Qué significa pensar?) pare­
ce sugerir que, incluido él m ismo, no pensam os, y Emerson, guiado por
una idea similar, sugería que consiguientemente no existimos. Y sin ne­
cesidad de ir tan lejos, el filósofo español Emilio Lledó decía en una en­
trevista que nuestra época no piensa, y el literato valenciano Juan J. Mi-
llás se hacía eco de esta declaración en una columna de uno de los perió­
dicos locales, ilustrándola a propósito de una propaganda televisiva
oficial contra fumar en público; y yo m ism o he dicho alguna vez a al­
guien, y alguien me ha dicho más de una vez a mí, «¡es que no piensas!».
¿Entonces qué? ¿Pensamos o no pensam os? ¿Y en qué sentido se utili­
zan aquí los términos «pensap> y «existir» cuando se insinúa que, a lo m e­
jor, no pensam os o no existimos? Obviamente en un sentido «propia­
mente» hum ano. [No es casual, ni práctica com ún hoy día en estos
contextos epistem ológicos, que el título de la primera parte del libro
de Cavell La reivindicación de la razón sea «Wittgenstein y el Concepto de
Conocim iento Humano» (esta última cursiva es mía).] ¿Sugiere esto que
hay una manera de pensar (una forma de «conocimiento»), y de existir,
no hum ano? Obviamente, sí. Pero, otra vez, hem os desem bocado en las
vastas regiones de la epistemología y la ontología que no nos habíamos
propuesto transitar en el presente escrito. Volvamos, pues, al punto ini­
cial que nos llevó hasta aquí: las características de esta escritura.

El carácter biográfico de su escritura es la segunda de las caracterís­


ticas que me dispongo a comentar. Iba diciendo que un efecto que
produce esta escritura es expulsarte de ella y devolverte a ti, hacer que
te vuelvas hacia ti; que te preguntes, por ejem plo, no sólo si la escritu­
ra, o teoría, o argumento que estás leyendo o estudiando son sólidos,
precisos, fundam entados, sino tam bién si tu pensar (¿H um ano? ¿O rdi­
nario?), el pensar que vas logrando (obrando) a lo largo de las opera­
ciones indicadas, es sólido, preciso, fundam entado, etc. Y decía que
este extremo de la filosofía de Cavell está relacionado con su estar es­
crita en primera persona. He dicho, en otro lugar, algo sobre esta carac­
terística de la escritura y filosofía de Cavell; ahora m e interesa sobre
todo insistir en la conexión que la m ism a tiene con el llam ado «proble­
ma del otro». Y lo primero que me gustaría subrayar, com o antes a pro­
pósito de la primera característica com entada, es que esta segunda ca­
racterística también es algo om nipresente en toda su escritura, y no
sólo en los pasajes de la m isma en que el autor insiste explícitamente
en ella: que su filosofía es, y su filosofía reivindica que la filosofía de­
bería ser, escrita en primera persona; que debería ser autobiográfica.
Y esto, otra vez, no meramente com o una cuestión de estilo. Por su­
puesto, hay lugares eminentes, ya fam osos, en que el autor declara ex­
plícitamente este rasgo de su escritura, com o por ejem plo el siguiente:
«diré en primer lugar a modo de presentación de m í mismo [...] que he que­
rido entender la filosofía no com o un conjunto de problem as [dados]
sino com o un conjunto de textos [heredados]» (La reivindicación de la ra­
zón, capítulo 1, segundo párrafo; las cursivas son mías). Pero el primer
párrafo de todo el libro, del prólogo, por donde em pezaba yo el presen­
te comentario, al hablamos de los distintos textos de los distintos perío­
dos de los que consta su libro no es, para mí, menos autobiográfico, y lo
m ism o podría decirse, com o he sugerido, del resto de su obra filosófica.
Lo primero que me gustaría decir es que no se trata, enfáticamente
no, del yo o primera persona del solipsista (una versión del escéptico),
com o lo es el yo de las primeras Meditaciones de Descartes, el yo pre­
tendidamente solo al que recurre el escéptico para salir de (refutar teó­
ricamente) su duda; o el yo al que recurre el solipsista, una vez perdi­
do, para salvarse de la muerte en vida (devorándose a sí m ism o, chu­
pándose la sangre) com o hace el A nciano M arinero de Coleridge
(véanse capítulos 2 y 3 de B). Se trata, me gustaría poder decirlo así, del
yo del lenguaje ordinario, del yo gramatical. Y este lenguaje tiene, ne­
cesariamente tiene, más de una persona. En particular, tiene un tú (que
tiende a un nosotros). Es a lo que, creo, apunta la pregunta de Witt­
genstein, «¿S ó lo que a quién co m u n icam os esto?» (Investigaciones,
n. 296). Pero quizá convenga ir m ás despacio aquí. La primera persona
de la escritura de Cavell siempre se dirige a un tú, a ti (¿a tu biografía?).
Eso es lo que nos dice la constante apelación que hace al lector, a su
posible audiencia. Es a lo que a veces se refieren sus estudiosos com o
el carácter «expansivo» de la prosa de Cavell, o tam bién com o que esta
prosa constituye una ficción, imitación o reproducción en la escritura,
del habla, de la voz, ordinaria. Y eso es tam bién lo que a simple vista
declara su querer entender la filosofía com o textos más que com o pro­
blemas. Lo que ante todo te dice un texto es que se trata de algo escri­
to por alguien y dirigido a, o heredado por, otro alguien; y algo que,
ante todo, ha de ser leído por otro(s). Pero entonces, lo que quiero su­
brayar, resumiendo lo dicho, es que la escritura en primera persona de
Cavell tiene una dim ensión intrínsecamente filosófica que va más allá
de las cuestiones meramente estilísticas o textuales. O también, dicho
de otro m odo, que las cuestiones textuales y del lenguaje van más allá,
en esta filosofía, del mero «lingüisticismo» de ciertas versiones contem ­
poráneas del llam ado Giro Lingüístico. Esta dim ensión incluye dos as­
pectos indisolublem ente unidos: (1) la recuperación del ser hum ano,
del yo hum ano (que constituye el tema central del cap. 5 de B), de «lo
hum ano com o tal» (¿lo ordinario, el m undo?), que él entiende «m al­
tratado», en realidad perdido, por la filosofía m oderna; y (2) la intro­
ducción de los otros, «la otredad com o tal», tema que él entiende «no-
tratado» por esa filosofía. Así es com o entiendo yo, o em piezo a enten­
der, el texto en el que Cavell declara esta conexión entre la escritura y
el problem a del otro, texto que hasta ahora se me había resistido. Helo
aquí:

Este extremo [su asimilación de los procedimientos de Austin]


quedó confirmado cuando empecé a estudiar en serio las Investiga­
cionesfilosóficas, donde la recurrencia de voces escépticas, y de voces
que responden [a las escépticas], me impresionaba a veces como
algo extrañamente casual y a veces como extrañamente conclusivo,
a veces com o algo tortuoso y a veces definitivo. Tras lo cual, averi­
güé razonablemente pronto, y supe razonablemente bien, que mi
fascinación por las Investigaciones tenía que ver con mi reacción a
este libro en tanto que una proeza de escritura. Algunos años más
tarde llegué a entenderlo como lo que me dio por llamar el descubri­
miento del problema del otro para la filosofía; y otros tantos años
después, me pareció que estas cuestiones estaban en función la una
de la otra.
[...]
Hasta aproximadamente la mitad de la Parte Cuarta [...], no ha­
bría de sentirme seguro de que estaba diciendo algo de modo bas­
tante consecutivo y al nivel justo para poder pensar provechosamen­
te sobre la conexión entre la escritura y el problema del otro (The
Claim ofReason, págs. xii, xiii).
Desde luego, todo esto tiene que ver con el escepticism o y la posi­
bilidad de superarlo, de recuperarnos de él, o de «vivir» con él. Pero a
estas alturas de nuestro escrito, esto, com o acostum bro a decir, es una
historia dem asiado larga y com pleja para poder contarla ya, ahora. En
su defecto, permítaseme insistir en este punto de la caracterización de
su escritura con un par de observaciones más. La primera se refiere a
un tem or m ío pero que pienso es generalizable a la filosofía en su con­
junto. He em pezado a oír hablar de «la introducción de lo biográfico
en filosofía», y en un primer m om ento esto me produjo, y en buena
m edida sigue produciéndom e, una gran satisfacción. Pero igualmente
ha em pezado a parecerme que se está em pezando a hablar, y escribir,
del tema sin que yo pueda discernir ni un solo gram o de biografía por
parte del que habla o escribe. (Se trata, pienso, de, o de uno de, los pe­
ligros del academ icismo, de la profesionalización de la filosofía, contra
el que tanto insiste Cavell; y constituye, por supuesto y p or la parte
que me toca, una am onestación para mí.) A veces m e he referido a este
punto diciendo que la escritura tiene que «obrar» lo que dice que hace.
Y si tú hablas de filosofía biográfica, o de la dim ensión biográfica de la
filosofía, cabe suponer que algo de tu biografía debe estar presente en
tu escritura — el m odo cóm o deba estarlo, y cuál o qué sea la biografía
filosóficamente relevante, es otro asunto. Y esto no es, o no es sólo ni
primariamente, una cuestión moral sino una cuestión filosófica sin
más, de filosofía del lenguaje si se quiere (Heidegger podría llamarlo de
la ontología fundamental). U n a cuestión que apunta a la posibilidad
que tenemos de «negar» nuestro lenguaje, el lenguaje que em pleam os
de hecho. Y una manera de realizar esa posibilidad es «vaciando» el
lenguaje. Y este vacío (esa región blanca en la que nada queda dicho, se­
gún expresión de Foucault) no es el m ero absurdo o la sim ple dem en­
cia del «hacer locuras», sino el «sin-sentido» de Wittgenstein (hacia el
final del Tractatus), la locura radical de la que nacen, y a la que llevan,
las otras locuras y absurdos; y que para Wittgenstein equivale al suici­
dio intelectual, a ese lenguaje «de vacaciones», «ocioso», que no hace
lo que se supone ha de hacer, lo que se supone estar haciendo, obran­
do, al emplear el lenguaje. Esto, me parece, form a parte del contenido
del título del libro de Cavell M ust We Mean What We Say ? La parte que
se refiere a la idea de que podem os hablar — decir— sin querer decir
— significar— nada. La otra parte del contenido del título se refiere a la
idea de que a pesar de todo, necesariamente (necesidad gramatical), lo
dices — las palabras están ahí y significan lo que significan antes de que
tú las heredes. De no ser así, si el lenguaje hum ano no incluyera a la vez
estos dos rasgos o dimensiones, no existiría la locura en absoluto.
La segunda observación anunciada se refiere a un extremo de mi
caracterización que ha quedado sin comentario, a la idea de «seguir in­
teresados», aun cuando perdidos y, quizá, aturdidos. Podría empezar
este com entario con una opinión, de T. Khun, que ve cierta virtud, no
sólo deficiencias, en este m odo de escribir la filosofía:

El que Cavell, un filósofo interesado principalmente en la ética


y estética, haya llegado a conclusiones tan en consonancia con las
mías, ha sido una fuente continua de estímulo y aliento para mí.
Además, es la única persona con la que he podido explorar mis ideas
por medio de frases incompletas. Este modo de comunicación pone de
manifiesto una comprensión que le permitió indicarme el modo en
que debía salvar o rodear algunos obstáculos importantes que en­
contré durante la preparación de mi primer manuscrito. (Thomas S.
Khun, La estructura de las revoluciones científicas, págs. 18-19, todas las
cursivas son mías.)

D os acotaciones marginales, en las que no voy a detenerme. La pri­


mera es que pienso que esta consonancia de resultados no es de extra­
ñar. La noción central en la explicación de la ciencia y su progreso en
la obra de Khun es la noción de paradigm a (revisada y am pliada p os­
teriormente com o «matriz disciplinar»); y la noción de paradigm a está
fuertemente inspirada en el concepto wittgensteniano de juego de len­
guaje; y no hace falta insistir ahora en que W ittgenstein es uno de los
héroes de la filosofía de Cavell. La filosofía del llam ado segundo W itt­
genstein constituiría el instrumental filosófico com ún a estos dos pen­
sadores, uno preocupado principalmente en los problem as de la cien­
cia e historia de la ciencia, el otro preocupado principalmente en ética
y estética, y sin embargo los dos igualmente filósofos, y filósofos de la
m ism a orientación filosófica. Este paralelismo podría constituir una
evidencia adicional para mi idea de la posibilidad, y conveniencia, de
una filosofía fuera de áreas com o propongo en mi libro Lo humano en­
tre áreas. La segunda acotación es que lo que sí me extraña es que diga
que Cavell fue «la única persona» con la que se entendió de ese m odo.
Hubiera entendido que dijera el único filósofo, dado nuestra tenden­
cia a ser absorbidos por la parcela de nuestra especialización profesio­
nal; pero pienso que nosotros, las personas ordinarias, en nuestros con ­
textos ordin arios, h ab lam os fu ndam entalm en te así, con frases
incom pletas, y no, pongam os por caso, mediante definiciones y de­
m ostraciones. Y aquí es donde quería centrarme, en la expresión «fra­
ses incompletas». Lo que sigue, mientras hable del texto de Khun, se
propone com o un acto de lectura m uy simple del m ismo.
¿En qué consiste una com unicación por m edio de frases incom ple­
tas que pone de manifiesto una (determinada) com prensión? Desde
luego, «frases incom pletas» no quiere decir frases gramaticalmente mal
construidas, frases que, por decirlo así, carezcan de sujeto, o de predi­
cado, o en las que las preposiciones falten o no estén bien puestas, etc.
(al m odo, por ejemplo, de cierta «escritura autom ática» de algún m ovi­
m iento de vanguardia). N o hace falta, para cerciorarse de ello, más que
leer tres líneas seguidas de la escritura de Cavell. Pero entonces, ¿qué
quiere decir? Khun no nos lo dice, sólo habla de sus efectos (beneficio­
sos) para él. Pero, ¿por qué no lo dice? ¿Será porque piensa que es una
expresión clara, obvia? A mí me parece m ás bien incomprensible.
¿Será, entonces, porque piensa que ésta es una instancia de ese tipo de
cosas que no pueden «decirse» (demostrarse, probarse, explicarse), sino
tan sólo «mostrarse» (ponerse de m anifiesto, ejemplificarse)? — Bueno,
puesto que yo no soy Khun, ni Cavell, voy a aventurar algún tipo de
respuesta.
Para decirlo en pocas palabras, «incom pletas» aquí quiere decir, o
es uno de los sentidos que puede tener, «de significado incom pleto».
¿Es esto inteligible? Recurramos, para empezar, a algunas de las ideas
expuestas hasta aquí. En particular a la idea de que el «yo» de la escri­
tura biográfica de Cavell es la primera persona del lenguaje ordinario
(com o algo opuesto al «se» im personal de los lenguajes artificiales;
pero también de la metafísica, de cierta metafísica, llámese [con Put-
nam] metafísica ingenua, o realismo ingenuo; y tam bién de la objetivi­
dad ingenua, o de la universalidad ingenua, que de tan universal que
quiere ser acaba por no ser de nadie, com o el am or al prójim o de la
metafísica cristiana, que ha venido a ser algo así com o «am or al próji­
m o sin prójimo»). Pero entonces, el yo de los lenguajes naturales u or­
dinarios remite necesariamente (con necesidad gramatical) a un tú, vir­
tualmente a cualquier tú. Los verbos no se conjugan sólo en primera
persona. Esto quiere decir, para mí, que un significado de una palabra
de un lenguaje natural no está com pleto, o no puede saberse si lo está,
si no es inteligible, y por tanto hasta que no sea entendido, por algún
tú; pues si es de hecho entendido por algún tú, puede en principio ser
entendido por todos nosotros. Llámese a esto el carácter esencialmen­
te compartido, com ún (público), del lenguaje hum ano. (He puesto, en
la frase anterior, entre paréntesis el término público no sólo para sosla­
yar la polém ica sobre la posibilidad o no de un lenguaje privado, sino
también para sugerir que aquí no hace falta, para lo que estoy dicien­
do, dirimir, o tener dirimida, esta cuestión. Baste con decir que esen­
cial o necesariamente «com partido, com ún, público» no se opone o
niega la posibilidad de vida interior, intimidad, o — según la palabra
preferida por Cavell— privacidad. Obviam ente puedes compartir tu
intimidad, y, com o dirían los psicólogos, m ala cosa si no lo haces.) Se­
guramente la palabra «incom pleto» puede ser desorientadora en este
caso. En efecto, un significado no es algo que se pueda dividir en par­
tes o porciones com o un pastel, y entonces un significado incom pleto
sería un significado al que le falta una parte o porción en este sentido.
Surgirían dificultades similares si sustituyéramos com pleto por perfec­
to. (Aunque no habría que olvidar que semejantes ideales, o metas, de
com pletud y perfección se han dado hasta hace relativamente poco
tanto en ciencia com o en literatura. La com pletud de la ciencia se pen­
só bajo una concepción acum ulativa del desarrollo de la m ism a; sería
posible si es cierto que, com o parecía ser el caso para los defensores de
esta posición, sólo existe un m undo y estam os en posesión del m éto­
do adecuado para descubrirlo. Y no sería m uy difícil imaginar a al­
guien cuya meta en la vida fuera buscar una visión com pleta o perfec­
ta sobre él m ism o o sobre algún otro. Al parecer un ideal similar sobre
el am or o el m atrim onio fue lo que, bajo la sospecha escéptica de que
tal ideal no se estaba realizando, provocó la tragedia de O telo según el
estudio que de la m ism a nos ofrece Cavell.) C o m o nos recuerda el au­
tor en uno de los capítulos, el tercero, del libro que sigue, nuestra ex­
presión por ser temporal, proferida en un tiem po determinado (y m e­
jor si es el tiem po oportuno), es siempre incom pleta e imperfecta.
Pero entonces, si no, o no exactamente, en este sentido, ¿en qué
sentido son incom pletas las frases de Cavell? O , com o ha sido refor-
m ulada la cuestión por mí, ¿en que sentido es incom pleto — llámese,
si se prefiere, «am biguo»— el significado de estas frases? Cabría contes­
tar a esta pregunta de varias maneras. La escritura de Cavell no tiene, y
no pretende tener, un significado unívoco, com o la conclusión de un
argum ento; no pretende, y lo dice explícitamente y de varias maneras,
un significado cerrado por decirlo así, no pretende tener un solo signi­
ficado com pleto en sí m ism o. Pero entonces, un significado no com ­
pleto en sí m ism o, dicho o escrito, por alguien que se dirige a otro para
que lo complete, lo esclarezca, lo haga inteligible (al m enos para sí mis­
mo), una escritura de este tipo, es una escritura que fundam entalm en­
te sugiere, im plica e invita a que tú, el lector, explicites la sugerencia o
im plicación (com o diría Cavell, para que tú, el lector, «leas», o inter­
pretes). Y, en efecto, uno de los patrones que sigue el autor al contes­
tar, cuando contesta, a alguna objeción que alguien le hace o pueda ha­
cer, es explicitar él m ism o lo que cree estar im plicado en el pasaje ob­
jeto de la objeción. Otras veces se limita a hacer ver que lo que sigue a
dicho pasaje se propone com o una explicitación del m ism o. Y aun
otras, al contestar, dice que utilizó un término o expresión determina­
dos con un significado «estudiamente am biguo», explicitando enton­
ces los dos sentidos que dicho término o expresión pudiera tener, y di­
ciendo el m otivo de por qué lo hace o hizo así (véase L a búsqueda de
la felicidad, pág. 27). Esta es una de las dificultades con las que me he
encontrado en la enseñanza de la filosofía de Cavell. U na de las obje­
ciones serias, por parte del estudiante (y com prensible habida cuenta
que su estudio ha de terminar en un examen), suele consistir en decir
que su escritura puede significar varias cosas, tener varias lecturas, y
que entonces uno no sabe a qué atenerse. M i respuesta (muy, dem asia­
do, de profesor) suele ser casi siempre una pregunta, ¿y cuál es tu lec­
tura? Otras veces, m enos veces, dependiendo de cóm o perciba al inter­
locutor que tenga enfrente, mi respuesta a la objeción suele consistir
en recordar las dificultades, y críticas, que tiene el llam ado pensam ien­
to único, uniform e, etc., objeciones que recientemente se repiten casi
com o letanías (¿por tanto ya vacías?), haciendo la observación de
cóm o se puede hablar de un discurso abierto, diciendo que debe ser
abierto, mediante palabras con significados unívocos y cerrados, m e­
diante un discurso cerrado; y suelo terminar este tipo de respuesta (de
nuevo, m uy de profesor) diciendo que a veces no sabem os lo que pe­
dim os, o lo que querem os decir. Por supuesto, es posible hablar de un
discurso abierto con uno cerrado — el tirano puede hablar de liber­
tad— , pero entonces nos encontram os con otra instancia de ese len­
guaje que no hace u obra lo que dice que es el caso, con la posibilidad
de lenguaje vacío que tanto obsesionaba a Wittgenstein. Lo que la es­
critura dice que es o hace tiene que estar de algún m od o en la escritu­
ra. Podría decirse tam bién que son incom pletas porque sus frases no
son aseverativas, algo así com o una tesis que pida ser dem ostrada o re­
futada, sino más bien figurativas — ¿Acciónales, m etafóricas?— o in­
cluso «mitológicas». Pero, otra vez, a estas alturas no hem os introduci­
do o derivado el sentido que «lo m itológico» o m etafórico tiene en la
obra de Cavell. (Sólo decir a este respecto que se trata de un sentido
central en su obra, que empieza a introducirlo consecutivam ente en su
libro E l mundo visto, a propósito de la llam ada allí «la cuestión de la rea­
lidad», y sigue haciéndolo «temáticamente o sistemáticamente», me
gustaría poder decirlo así, en la Parte Cuarta de La reivindicación de la
razón, a propósito del problem a, y realidad, del otro.) Pero lo que a es­
tas alturas sí podem os hacer ya, eso espero, es «leer», en parte al m enos,
el siguiente texto, que sigue a una discusión sobre el carácter polar, an­
tagónico, del ser hum ano, en especial el antagonism o entre el destino
y la libertad, y en el que Cavell m enciona en esa conexión a Em erson,
Freud, M arx y Wittgenstein:

Por supuesto todo esto es, si se prefiere decirlo así, mitología, y


com o tal no puede constituir filosóficamente lo que Emerson reivin­
dica al respecto; a saber, «una llave, una solución para los antiguos
nudos del destino, libertad y predicción». Pero supongamos que yo
subrayo, en su nombre, que Emerson ofrece su solución meramen­
te com o una llave; y, com o dice Pascal, una llave no es un anzue­
lo — una llave tiene tan sólo lo que Pascal llama virtud aperitive,
esto es, sólo abre, no invita a, o proporciona, nada más (en B, cap. 2,
pág. 99).

D ejando de lado, pues, su concepción de lo m itológico y su cone­


xión con lo real, o con lo literal, o con lo filosófico (a veces el autor
dice que deja sus afirmaciones en un estado «psicoanalítico o literario»,
a la espera de, si es que llega alguna vez, su «form ulación filosófica»),
supongam os ahora que yo digo en nom bre de Cavell que una dim en­
sión, o característica, de su escritura es la de ser un sim ple aperitivo no
seguido de una com ida cabal, y que la com ida te la has de proporcio­
nar, la tienes que hacer o com pletar tú. N o creo, com o antes, que esta
suposición sea un abuso por mi parte, pues pienso que cuando Cavell
dice, sobre todo cuando lo dice en tono de aceptación, que un texto o
autor posee una característica determinada, hay que estar dispuestos a
pensar que posiblem ente su escritura tam bién la posee. Sin ir más le­
jos, en el m ism o escrito al que pertenece la cita anterior, dice de la es­
critura de Em erson que — según su experiencia— cuando uno deja de
pelearse con ella se hace insoportable; yo he dicho de la de Cavell que
te puede aturdir e irritar, si no consigues leerla. Pero entonces esto últi­
m o constituiría tam bién parte de lo que alcanzo a entender en la enig­
mática expresión de comunicarse con frases incom pletas. En efecto, a
lo que este m od o de com unicación llevó a Khun fue a esclarecer su
propia obra, dificultades en el primer m anuscrito de la m ism a, no, por
decirlo así, a esclarecer la obra de Cavell; dicha com unicación sólo le
sirvió al parecer, al m enos según la lectura que estoy haciendo, de «ape­
ritivo». U n o tendría que estar preparado para este tipo de com unica­
ción y com prensión a la hora de leer a Cavell. La expresión m ás extre­
ma, o radical, que recuerdo de esta característica de la escritura filosó­
fica es el siguiente texto de Heidegger:

Un autor, si lo fuera, no tendría nada que expresar ni nada que


comunicar. Ni siquiera debería querer sugerir, porque aquellos a
quienes se sugiere algojya están seguros de su saber (estas cursivas son
mías).
Un autor que ande por los caminos del pensar, lo único que
puede hacer, en el mejor de los casos, es señalar (Weisen), sin que él
mismo sea un sabio (Weiser: sabio, uno que señala) en el sentido de
sofós (Prólogo a Conferenciasy Artículos).

U na dieta m uy dura para el profesional (profesor) de filosofía que,


entre otras cosas, ha de impartir clases. Y cabría preguntarse, pregunta
bastante banal, hasta qué punto el propio Heidegger sigue esta dieta en
sus escritos; y cabría preguntarse, de m od o más interesante, en qué
sentido sí la sigue, o la im portancia filosófica que tiene la m edida en
que la sigue. Por de pronto, para nosotros ahora, tiene el interés y la
importancia de ayudarnos a entender m i expresión «y sin embargo se­
guir interesados» de antes. Subrayem os otra vez ese m odo de com uni­
cación y com prensión que consiste en el m ero (¿mero?) «señalar» — y
aquí me resulta irresistible hacer observar una afinidad con Wittgens­
tein y su uso constante de este término. En efecto, aquellos a quienes
se sugiere algo «ya están seguros de su saber». Y señalam os algo a al­
guien, sin más explicación, porque estam os seguros de que puede cap­
tar y com prender lo señalado. Se trata de lo que he dicho en otro lu­
gar concerniente a que la filosofía de Cavell sólo quiere hablar de lo
que som os y por tanto, de algún m odo, ya sabem os; por el hecho de
serlo. Imaginemos ahora que nos acercamos a un texto filosófico con
otras expectativas concernientes a lo que es la com prensión, o el saber
(expectativas com o la de que, por ejem plo, la filosofía es algo así com o
una disciplina que procede desde prem isas claras perfectam ente
— ¿com pletam ente?— formuladas, sigue con algunos pasos [v.g., adu­
cir alguna regla de inferencia, o aportar evidencia relevante]) para con­
cluir en algún tipo de aseveración igualmente clara y perfectamente
formulada. (Ya sé, ya sé, este patrón argumentativo es, suele ser, más so­
fisticado y tecnificado; pero entonces, quizá, tam bién m ás inadvertido,
o inconsciente; de todos m odos, Cavell aboga por la desofisticación y
destecnificación de la filosofía.) Y puesto que esta escritura no es así,
no sigue ese patrón, no es difícil seguir im aginando que ésta pueda ser
una de las razones de perderse y quedar aturdidos. Pero ahora conta­
m os con una indicación, al m enos, de cóm o es que seguim os o pode­
m os seguir, a pesar de todo, interesados. Si el texto en cuestión tiene
éxito en sus pretensiones — obra efectivamente lo que dice que hace o
quiere hacer— habrá tocado, m ovido, o conm ovido, algo de lo que so­
m os y por tanto de algún m odo ya sabem os. Tu fracaso «parcial»,
com o cabe decir ahora, de tu primera lectura puede que radicara en
que no completaste tú el significado del que el texto sólo era un aperi­
tivo, o un m ero señalar; y señalar significa siempre ante todo señalar,
remitir, apelar a ti, a lo que eres, a lo que sabes; al «ser ahí» que en cada
caso som os uno de nosotros (Heidegger). Todo otro señalam iento par­
ticular es posible, para esta filosofía, debido a que este señalar prim or­
dial es posible: C u ando señalas una silla, señalas una silla a alguien;
cuando dices a alguien que se siente en un silla, eso es posible porque
el otro ya sabe en qué consiste, a qué llam am os — nosotros— sentarse
en una silla. Se trata del alcance filosófico, gramatical, de la pregunta
de Wittgenstein, y de su invitación a hacernos nosotros la pregunta, de
«¿pero a quién decim os esto?» Igualmente, es posible que los hum anos
hablen de, o hayan creado, el llam ado m undo de la ficción, o del arte,
porque el ser hum ano tiene la capacidad (ordinaria) de fingir; del m is­
m o m od o que es posible que m anipulen, o hayan inventado, los orde­
nadores porque el ser hum ano tiene la capacidad de ser autóm ata, m á­
quina; y no al revés, com o em pieza a parecem os ya hoy día. Que la
cosa pueda parecem os hoy día así, no cae m uy lejos de la concepción
del escepticism o de Cavell: la capacidad (también natural, ordinaria)
que tiene el ser hum ano de negarse a sí m ism o — principalmente o,
mejor, más peligrosamente a través de sus producciones supuestam en­
te eminentes.
Esto últim o constituye uno de los com ponentes del m odelo de lec­
tura que propone Cavell: leerte tú — tu biografía— en el texto. Sólo así
la filosofía puede llegar a ser terapéutica. Y esta filosofía sólo es comple­
tamente inteligible a aquel que está dispuesto a tom ar su vida (¿ordina­
ria?, ¿hay otra?) en sus manos. Y aunque todo esto pueda tener sus va­
nas ilusiones y auras — éxtasis sería aquí su palabra preferida— hem os
de tener en cuenta tam bién otra de las am onestaciones del autor, la de
que nuestras palabras y obra escrita tienden a ser mejores que nuestras
vidas. Esto es, según lo entiendo yo, parte de lo que subyace a la obser­
vación de Heidegger, al hablar de Sócrates y de su filosofía sin escritu­
ra, de que tendríamos que preguntam os algún día por qué Occidente
se puso en absoluto a escribir; o, cabría añadir por nuestra parte, a es­
cribir tanto.
Esta im plicación de, y apelación a, otro que tiene — necesariamen­
te, con necesidad gramatical— el hablar en primera persona ayuda a
explicar tam bién otra de las características obvias de la escritura de C a ­
vell: su siempre estar junto a alguien, leyendo algún texto de otro, pero
siempre diciendo la suya; escribiendo otro, su, texto. (Texto que, en de­
finitiva, constituirá el conjunto de su proyecto filosófico, algo que al­
guien ha llam ado «la creación de Cavell» [William Rothm an, en Pur-
suits ofReason]). Y tam poco ésta es una característica arbitraria o casual,
sino intrínseca, de su escritura, de su filosofía. Siempre leyendo un tex­
to de otro que le atrae, le ha seducido, y del que se pregunta — por
ejemplo, enfáticamente de Em erson— si sabem os quién es y qué quie­
re este hombre, qué imagen tiene de sus (posibles) lectores, y cóm o
aparecen contestadas todas estas preguntas en la propia escritura del au­
tor en cuestión. (Ya sé que todo esto puede sugerir el tema, hoy m uy
controvertido, de «la intención del autor». De acuerdo, quiero sugerir­
lo, pero no dirimirlo. Aquí quiero centrarme en las características de
una escritura. Los «temas», o m ejor cuestiones, a los que aludo son eso,
sólo alusiones, quedando los temas o cuestiones propiam ente dichos
para una futura indagación.) Siempre junto a textos de los que quiere
convertirse en su lector, lo que para él significa, si el texto es bueno, ser
llevado a producir otro texto, nuevo, propio — lo que está al alcance
de todo el m undo— y, si cabe, producir otro texto que mejore el tex­
to leído. U na prueba de que un texto es bueno es que haya m otivado
la producción de otros textos. Y siempre ofreciendo su propio texto a
la consideración del otro, del lector; instándole a que considere si pue­
de ver las cosas com o las ve él; pues él no tiene más autoridad que la
de su propio pensam iento, porque en filosofía no hay m ás autoridad
que la autoridad del pensamiento. Y que buscar y explicitar los m edios
adecuados para concordar, «sintonizar», en el pensam iento es uno de
los procedim ientos de la filosofía del lenguaje ordinario; concordancia
y sintonización que luego aplicará a su estudio y com prensión de nues­
tra condición pública y social, al estudiar el concepto m ism o de con­
trato social; búsqueda de una sociedad que concuerde en el pensar, eso
es, piensa él, en lo que consiste la genuina democracia. D e lo contra­
rio, no hay nada público, com ún (Res Publica) entre nosotros. Sólo
quedan exterioridades, y poder que administra exterioridades. Y que
esto le puede ocurrir tam bién a la filosofía (a los filósofos) cuando pier­
de la única autoridad que posee, la autoridad del pensam iento libre­
mente com partido, y se convierte en administradora y gestora — en
poder— de «exterioridades culturales». Y todo esto, com o reza el estri­
billo del presente escrito, tiene que estar en la escritura (filosófica), y ser
escrita en una primera persona diciéndose, haciéndose inteligible, a
otros. Y que esta pérdida de pensam iento com partido se ha producido
ya, dicen algunos; y otros dicen que se ha producido hasta el punto de
no retorno; y ... ¿tú qué dices, qué decim os nosotros? Cavell dice que
nos han puesto m uy difícil «dar un paso hacia lo hum ano»; y en otro
(¿otro?) orden de cosas Hitchcock (en casi todas sus películas, pero qui­
zá del m odo más explícito en M arnie [Marnie, la ladrona], de 1964) se
ha convertido en el cantor del am or robado en nuestra época. ¿Pero
cóm o es que es así? ¡Si sólo es pensam iento! ¡Si sólo es amor! — ¿Sólo?
Este es el gran tema que atraviesa toda la obra de Stanley Cavell: la ne­
gación de lo hum ano, la evitación del amor, en definitiva la huida del
m undo, bajo las condiciones del escepticismo. Lo que para él equiva­
le a, o em pieza por, negar las condiciones (los criterios) en que el len­
guaje ordinario, com ún, tiene sentido y que me gustaría poder llamar
(¿introducir, derivar?) alguna vez com o el ap rioridc ésta, de toda, filo­
sofía: «yo — en el m undo— con otros». Pero entonces, esto significa
que adem ás de la historia de los «hechos» y su interpretación (la atrac­
ción que ejerce lo positivo, lo «puesto», y en consecuencia el positivis­
m o), historia contada principalmente en los libros de Historia, hay
otras historias, las historias de nuestras vidas reales que, sugiere Cavell,
la filosofía ha dejado de contar, historias que transcurren en la separa­
ción (mutua y del m undo), separación que puede o no (¿dependiendo
de qué?) convertirse en tragedia. — ¡Pero yo creo que ahora no estoy
solo! (— «¡Q uizá crees creerlo!» [Wittgenstein, Investigaciones, n. 260].)
Podem os estar solos sin saberlo. Y entonces, esto significa que pensa­
m os, hacem os filosofía, desde la oscuridad (otros dicen sobre un abis­
m o, y aún otros sobre el caos), siendo la claridad e inteligibilidad sólo
la meta. Y es casi analítico del concepto de meta en general ser algo
que se consigue o no, y es casi empírico de la meta de la filosofía en
particular — la claridad, la inteligibilidad, la verdad— ser algo que, en
el m ejor de los casos, no se consigue de una vez p or todas. Otra dieta,
o un ingrediente de la m ism a dieta, m uy dura de seguir a la hora de im ­
partir clases. N o debería extrañam os que dos de los filósofos que pasan
por ser los m ás oscuros y negativos del pasado siglo xx, Wittgenstein y
Heidegger (pero seguramente no sólo ellos), hayan sido tam bién los
m ás creadores e instructivos. Algo que da que pensar (usurpando aquí
el dicho del propio Heidegger).
En todo caso, nuestro autor justifica su, a veces, oscuridad del si­
guiente m odo: «N o hace falta, creo, que se me diga que esto es m uy
oscuro. M i excusa para esta oscuridad, quiero decir para expresar esta
idea en su oscuridad, estriba en mi intención de impugnar, o cuestio­
nar, la reivindicación de que “ el cine ha cam biado nuestro m odos de
ver el m un do” — cuestionar esto, en general, sugiriendo que semejan­
te reivindicación no es m enos oscura que cualquiera de m is reivindica­
ciones, sólo que aquélla está incuestionablemente de m oda» (El mundo
visto, pág. 224). El contexto de esta cita es una discusión sobre la onto-
logía del filme, o de m od o más general «la cuestión de la realidad»; y a
Cavell le parece que la expresión «m odos de ver el m undo» (versiones,
perspectivas) no capta bien su posición «ontológica» (quizá, pienso,
por el peligro de relativismo que suponen). Pero no voy a seguir por
este camino. Lo que ahora me im porta es señalar que la m encionada
oscuridad de estos escritores no es, tam poco, gratuita o accidental, sino
que está en función, entre otras cosas, de im pugnar nuestras «clarida­
des» establecidas (nuestra «conform idad», diría Em erson), insistiendo
en que dichas claridades y certezas (claridades y certezas, digam os, «es­
tadísticas») quizá sólo sean tales porque estem os acostum brados a
ellas, que nuestras creencias com unes, de sentido com ún, quizá sea tan
raras com o la filosofía que intenta desbaratarlas, y sugiriendo que a ve­
ces lo «ordinario estadístico» es lo más extraño, e incluso siniestro, que
nos hubiera podido ocurrir, y sugiriendo que tal vez buena parte de
todo ello nos ha ocurrido ya (el tema del cap. 6 de B); pero entonces,
tam bién aquí, en las creencias com unes establecidas, vivim os en la os­
curidad (com o dorm idos, hechizados, diría Wittgenstein), sólo que
esta última es una oscuridad filosóficamente poco productiva. En todo
caso, no es éste el sentido de lo ordinario en la obra de Cavell, sino
m ás bien el sugerido por el siguiente texto: «[...] Tenía la intención de
aprovechar la oportunidad [que le brindaba su participación en un
sim posio] para reconocer que la filosofía, tal y com o yo la entiendo, es,
de hecho, intrínsecamente irritante. Busca perturbar los cimientos de
nuestras vidas sin ofrecernos com o recom pensa nada m ejor que ella
m ism a, y esto sin partir de una base de conocim iento experto, de nada
vedado al ser hum ano ordinario, es decir, una vez este ser se deja infor­
m ar por el proceso y la am bición de la filosofía» (La búsqueda de lafe ­
licidad, pág. 19. Las cursivas, y el cam bio de un par de palabras respec­
to a la traducción castellana, son mías por exigencias del presente con­
texto o de los «tecnicismos» propios de la filosofía del autor).
He hablado varias veces de terapia y autobiografía en filosofía.
Y acabo de anunciar, guiado por la gramática del lenguaje ordinario,
que estam os condenados a vivir en la separación, que por m ucho que
me entiendas tú y te quiera yo som os dos [algo en peligro inminente
de ser olvidado en el m atrim onio (Otelo), y por madres e hijos, H am ­
let, y M ia Farrow en Rosemary’s Baby (La semilla del diablo) de Rom án
Polanski]; y he sugerido que este hecho de la separación (de la otredad)
puede convertirse en tragedia bajo las condiciones del escepticism o, es
decir, nuestras condiciones. Pero esto no ocurre p or necesidad, o m e­
jor dicho que esta necesidad es sólo histórica, la historia de cóm o he­
m os llegado a vivir bajo las condiciones del escepticism o. Cavell habla
de esta tragedia y de la posibilidad de recuperación de la m ism a a lo
largo de toda su obra. De la tragedia, de m odo directo, en su estudio
de las tragedias de Shakespeare; pero también, por ejem plo, en los ca­
pítulos 5 y 6 de B, al relacionar a Poe con H am let, donde se nos cuen­
ta cóm o esta separación puede convertirse en extrañamiento, del m un­
do y de los otros, y cóm o el extrañamiento resulta en un extrañamien­
to tam bién con uno m ism o, sentirse en deuda con uno m ism o, y
com o esto puede llevar al deseo de saldar la deuda, a la venganza, res­
pecto a los otros, pero tam bién respecto a uno m ism o. D e la recupera­
ción, directam ente, en el capítulo 3 («Textos de recuperación») del li­
bro arriba citado, donde Cavell intenta ofrecer una versión que resul­
te aceptable, o sensata hoy día, del «animismo», relegado al cajón del
olvido de la filosofía por la llamada «falacia patética», no por supuesto
volviendo a hablar del alma de los bosques o del espíritu de los ríos (lo
que él llama «animismo estúpido», o que lo sería así en nuestros días),
sino esforzándose en dar sentido a algo así com o «nuestra vida con los
objetos». Y en su estudio de E l cuento de invierno de Shakespeare (también
en B, cap. 4), nos habla de las dos cosas a la vez, de la tragedia de Leon­
tes desencadenada por su escepticismo (primera mitad del cuento) y de
su recuperación producida por la fe (segunda mitad del cuento). H e con­
feccionado esta ristra de «doctrina de Cavell» no por sí misma (lo que se­
ría quizá un abuso por mi parte y sería, con toda seguridad, ofrecer ge­
neralidades vacías, probablemente ininteligibles para el no familiarizado
con su filosofía), sino para que me sirva de cierto apoyo para introducir
otra característica de su escritura y filosofía: su carácter iniciático.

Podría entender que algunos llamaran a su escritura hermética (y


yo m ism o he dicho antes que incidentalmente puede que resulte así),
pero no acabo de ver la adecuación de esta denom inación aplicada al
conjunto de su obra. C reo que no capta del todo bien los propósitos
del autor al escribir com o lo hace. Después de todo, es una filosofía
que aspira a, y está ansiosa de, hacerse inteligible, com ún, com partida;
que aspira a la razón, que propone la reivindicación de la razón. Pre­
fiero nom brar esta característica con la palabra iniciática. Voy a tom ar
cierta distancia para introducirla, pues me gustaría hacerlo hablando
conjuntam ente de su «herencia» de la filosofía del lenguaje ordinario
(Austin y Wittgenstein) y sus procedim ientos.
Del recitado anterior de la ristra doctrinal, me interesa señalar un
aspecto que constituye uno de los m otivos principales de haberla ofre­
cido. Algo en ella parece sugerir o implicar el concepto de «conver­
sión», algo así com o la idea de que se ha de estar dispuesto a un cam ­
bio o transformación de la mente, o del yo, com o requisito para poder
acceder a esta filosofía, ya que el ejercicio de esta filosofía (de este tipo
de filosofía, no sólo de ésta) se propone com o meta conseguir semejan­
te cam bio o transformación (por ejem plo, la idea m ism a de terapia). El
autor llama a veces a esta conversión «volver a nacer», o sufrir «un nue­
vo nacimiento». Pero, por supuesto, aquí hablam os de conversión y te­
rapia filosóficas. Surge, pues, de m odo natural la pregunta por la pro­
pia «conversión filosófica» de Cavell. El autor nos habla repetidas ve­
ces de ella (por ejemplo, y del m odo más extenso, en el primer capítulo
de su libro A Pitch ofPhilosophy [Un tono de lafilosofía] que lleva por sub­
título «Ejercicios autobiográficos»). En el Prólogo a L a reivindicación de
la razón nos lo cuenta del siguiente m odo. H abla de la visita de Austin
en 1955 a Harvard para impartir unas conferencias y seminarios (sobre
las expresiones performativas — material incluido posteriormente en
Cómo hacer cosas con palabras— y sobre las excusas — material incluido
ahora en sus Ensayos filosóficos— ), y añade: «Este material, junto con
los procedim ientos que lo inspiraban — procedim ientos que algunos
de nosotros llam ábam os filosofía del lenguaje ordinario— me derriba­
ron del caballo»; y unas líneas m ás abajo, en el siguiente párrafo, nos
dice que una de las consecuencias del shock que le produjo este en­
cuentro con Austin, fue la reorientación de su estudio hacia «las im ­
plicaciones de los procedim ientos de Austin para la filosofía m oral»
(loe. cit., pág. xi). H e aquí sum ariam ente descrita una conversión filo­
sófica, en clara alusión a la caída, y posterior conversión, que sufrió de
su caballo el A póstol Santiago; sólo que ahora no es la voz de un dios
la que habla sino una voz hum ana, la de Austin. Volveré sobre el
tem a de la conversión más adelante, al hablar de la influencia («heren­
cia») de Wittgenstein en la obra de Cavell. Ahora quizá sea convenien­
te hacer un breve inciso insistiendo sobre el efecto, la m encionada
«reorientación» de su trabajo, que produjo semejante caída del caballo.
Para empezar, subrayar dos de los aspectos que marcarán toda su
producción filosófica. En primer lugar, los «procedim ientos» — ahora,
com o algo distinto de la doctrina o enseñanza— de la filosofía del len­
guaje ordinario (com o ya he dicho, centrados exclusivamente en Aus­
tin y Wittgenstein), constituirá lo que cabría llamar el aspecto «m eto­
dológico» de la escritura de Cavell. Ya he hecho referencia a alguno de
estos procedim ientos, y en lo que sigue m encionaré algún otro. Ahora
lo que me interesa es insistir en que este aspecto es el que confiere, o
ayuda a conferir de m odo principal, unidad y precisión a su obra filo­
sófica, por encima, o por debajo, de las discontinuidades, digresiones
e interrupciones constantes de su escritura. En segundo lugar, el otro
aspecto omnipresente en toda su obra, es la orientación moral de la
m ism a; no tanto que su obra constituya una «teoría moral», sino que
la m oralidad es una dim ensión que impregna todo su pensam iento fi­
losófico, aun cuando se esté ocupando de otras materias. Esto m ismo,
más o m enos, viene a decir él de las Investigaciones de Wittgenstein.
Pero hace falta ser más específicos. Las im plicaciones m encionadas en
el párrafo anterior son caracterizadas por el autor com o «implicacio­
nes, digam os, del sentido de que la voz hum ana sea devuelta a los en­
juiciam ientos morales de sí m ism a» (ídem.) ¿Q ué quiere decir esto? Me
gustaría poder decir que significa lo obvio, consciente de que no es de­
cir, en el presente contexto, gran cosa. Lo obvio, por ejem plo el carác­
ter de obvia de una afirmación, es algo que hay que «derivar», hacer
ver, en cada caso, mediante la construcción de ejemplos específicos
(com o algo distinto de ejemplos que ya están ahí listos para su uso),
norm alm ente introducidos por frases del tipo «¿podríam os imaginar
esta situación: ...?» (Investigaciones, segunda parte, pág. 525). N o hace
falta recordar que «obvio», en las Investigaciones, no es exactamente
idéntico a «fácil»; lo obvio es un tema presente en todo este libro que,
sin embargo, no es un libro precisamente fácil. Para decirlo en térmi­
nos que ya han aparecido en este escrito, me gustaría decir que lo ob­
vio form a parte de aquello que todos som os y por tanto, de algún
m odo, ya sabem os. Si añadim os que esto — lo que som os y por tanto
ya sabem os— es precisamente lo que hem os ocultado (¿reprimido?),
de lo que hem os huido, no debería resultar m uy difícil adivinar hacia
dónde señala la anterior expresión de Cavell referente a devolver, recu­
perar, «la voz hum ana», en la filosofía moral, y en realidad, com o a la
larga habrá de resultar, recuperar la voz hum ana en filosofía sin más.
La construcción de tales ejemplos, al servicio de «ser específicos», cons­
tituye otro de los procedim ientos (de los m étodos, si es que se puede
hablar aquí de m étodo) de la filosofía del lenguaje ordinario propugna­
da por Cavell en su afán, tam bién él, de escapar al vacío filosófico.
(Dicho sea de paso, mis «anécdotas», y otros recursos similares, tie­
nen este m ism o objetivo: buscar la conexión con el afuera de la filoso­
fía, en definitiva con el m undo. C abe objetar que tales anécdotas, y
alusiones a lo que ocurre, resultan inapropiadas en una Introducción a
un libro de filosofía, o inapropiadas en filosofía en general; que no es­
tán filosóficam ente bastante elaboradas, o simplemente que son super­
ficiales o poco serias. Tengo dos respuestas a esta objeción, una larga y
otra corta. La larga, en la que no voy a entrar ahora, sería cuestionar
— sin necesidad de pretender originalidad en este punto— las nocio­
nes de seriedad y profundidad académicas. La corta consiste en decir
que más vale tener una conexión que no tener ninguna. Si tienes una
[aunque no sea m uy buena] podrías mejorarla en el futuro. Si no tie­
nes ninguna, estás condenado al vacío, podrías necesitar un shock de­
m asiado fuerte para salir de él, y no sería aconsejable tentar aquí tú
suerte, hay dem asiado en juego: estar cuerdo.)
Pero creo que podem os, ya ahora, delimitar un poco más en qué
consiste semejante recuperación de la voz hum ana en filosofía. En
efecto, surge de m odo natural la pregunta de dónde es que estaba, dón ­
de se había ido, esa voz; y la pregunta de si la hem os poseído alguna
vez. ¿D ónde puede estar la voz del hom bre y no ser voz «hum ana»?
U na respuesta podría ser «en los M onstruos» (en los seres hum anos
que han dejado de, o no han llegado nunca a, serlo. Sólo el ser hum a­
no puede ser m onstruoso). Cabría responder de otro m odo a esta pre­
gunta, recurriendo al eslogan, diciendo: allí donde el lenguaje está de
vacaciones, ocioso, que es un m odo de decir que el lenguaje hum ano
puede negarse a sí m ism o (¿m onstruos cotidianos?). Pero entonces,
forma parte esencial del lenguaje tanto el lenguaje m ism o (hum ano)
com o su negación, algo que constituye la posibilidad m ism a del escep­
ticismo (y de la m onstruosidad). Esta ausencia de la voz hum ana pue­
de verse ejemplificada en algunas de las teorías que Cavell investiga, y
critica, en la tercera parte de L a reivindicación de la razón, titulada «M o­
ralidad». Y la idea general sugerida aquí es que podría ocurrir que, una
vez terminada la elaboración de una teoría perfectamente articulada,
hayam os perdido la existencia de la cosa m ism a de la que la teoría que­
ría ser teoría; lo m ism o que dice Wittgenstein sobre nuestros argumen­
tos estéticos, que una vez term inados, el objeto de arte ha desapareci­
do de nuestra vista, de nuestra consideración; produciéndose así el fe­
nóm eno (¿m onstruoso?) de una teoría y crítica estéticas sin experiencia
(del objeto, estética). Voy a com pendiar lo que acabo de decir en este
párrafo con un pensam iento m uy conocido y repetido de Wittgenstein
— pero nunca acabado de obrar, de heredar, en filosofía— contenido
en una de las cartas que le escribió a su am igo M alcolm : «¿D e qué sir­
ve estudiar filosofía si lo único para lo que le capacita es para hablar
con cierta plausibilidad acerca de algunas abstrusas cuestiones de lógi­
ca, etc., y no perfecciona su pensam iento acerca de las cuestiones im ­
portantes de la vida diaria?» (citado por Kenny en su libro Wittgenstein,
pág. 24). Tenemos aquí una manera de introducir el concepto de lo or­
dinario, cotidiano, com o objeto de la filosofía; el aspecto que Cavell
dice haber sido olvidado, o estar siempre en peligro de ser olvidado, de
la obra de Wittgenstein; y que por tanto está siempre necesitado de
volver a ser heredado: la devoción que sentía W ittgenstein por lo ordi­
nario (B, cap. 6). Esta estima de lo ordinario profesada tanto por Aus-
tin com o por Wittgenstein constituye el eje central de la interpretación
que hace Cavell de pensamiento del llamado segundo Wittgenstein, y así
m ism o es el tema central investigado sistemáticamente en B.
Me gustaría generalizar ahora esta conversión que estoy com enta­
do, de una filosofía en otra filosofía, de uno m ism o en otro (el tema
del «re nacimiento»), sacando el tema de su contexto estrictamente
moral. A m odo de paso previo para hacer esta generalización — com o
si de un argum ento se tratase— he de volver a unir pensam iento y m o­
ralidad, com o en otro lugar (mi libro ya citado antes) he unido, o in­
tentado unir, pensam iento y arte. Puedo valerme para semejante em ­
presa de otro pensam iento de Wittgenstein: «[...] desearía ser un hom ­
bre m ejor y tener una mente mejor. En realidad estas cosas son una y
la m isma» (relatado en Kenny, op. cit., pág. 17). Este pensam iento cons­
tituye otra de las im plicaciones que tuvo para la obra filosófica de C a ­
vell su adopción de los procedim ientos de la filosofía del lenguaje or­
dinario: «[...] Algo de lo que pensam os entra en el área de com peten­
cia de un agente moral com o tal [...] es lo m ism o que entra en lo que
concebim os com o competencia en conocerse a uno m ism o y que en­
tra, en consecuencia, en lo que entendem os por tener un yo (de m odo
que la m oralidad encuentra una fundam entación en el conocim iento)»
(Cavell, Prólogo a L a reivindicación de la razón, pág. xii). El capítulo 5
de B está dedicado precisamente a la reconstrucción del individuo, o
del sujeto, o del yo sin más (no a la reconstrucción de algo así com o
un sujeto o agente meramente moral). Pues bien, y pasando ya directa­
m ente a la prom etida generalización, unas cuatro páginas más adelan­
te de este m ism o Prólogo, en la página xvi, y refiriéndose a la deficien­
te recepción de la obra de Wittgenstein (y Austin) en nuestra cultura fi­
losófica, y a m odo de explicación de esta falta de recepción, diciendo
que no es de extrañar, nos encontram os con otro pasaje difícil:

Las Investigaciones filosóficas, al igual que las obras modernistas


más importantes del siglo pasado al menos, es, lógicamente hablan­
do, un libro esotérico. Es decir, tales obras buscan dividir a su au­
diencia en insiders y outsiders (y dividir a cada miembro de la mis­
ma); por eso producen el particular desagrado de los cultos (como
un remedio específico, en el mejor de los casos, contra el particu­
lar desagrado de la indiferencia o la promiscuidad intelectual, com ­
batiendo el partidismo con la parcialidad); y por eso exigen para su
sincera recepción la conmoción de una conversión. Si digo que la
base del presente libro reside en el hecho de que Wittgenstein to
davía ha de ser heredado, lo que quiero decir es que su obra, y por
supuesto no sólo la suya, es algo que esencialmente y siempre ha
de heredarse; como deben serlo las ideas que se resisten a la profesio­
nalización.

«Heredar» significa aquí, supongo que entre otras muchas cosas


más, lo opuesto a repetir, esas exégesis sin fin más o m enos escolásticas
a las que casi inevitablemente ha de sucum bir la «profesionalización»
de la filosofía. Significa ese pensar en acto, ese aspecto de «obrar» que
tiene el pensamiento, y — referido a los clásicos— ese intentar pensar lo
que ellos pensaron (esta frase, o idea, es, creo recordar, de Heidegger).
Es probable que algo de todo esto quiera testim oniar el rechazo — o
mejor, la no-herencia— p or parte de Cavell de la filosofía del lenguaje
ordinario posterior a sus fundadores Austin y Wittgenstein; una filoso­
fía que quizá se ha convertido en dem asiado tecnificada, dem asiado so­
fisticada, para la sensibilidad filosófica (¿ordinaria?) de este autor. Y sin
embargo, se dice en el texto, la filosofía de Wittgenstein posee, y preten­
de poseer, el carácter esotérico que tienen los «cultos», ya sean éstos m u­
sicales, cinematográficos (películas de culto) o literarios, amén de filosó­
ficos y naturalmente religiosos. «Esotérica» no es, hablando en general,
una palabra que pertenezca al repertorio de mis palabras preferidas, y
aplicada a la obra de Cavell me suscita las m ismas reservas, y por las
mismas razones, que la palabra «hermética» aplicada a dicha obra. Pero
por fortuna, para mis gustos lingüísticos, esta palabra no está utilizada
«en general» sino de m odo específico, especificación introducida por las
palabras «es decir, ...». Cualquier cosa o cosas que alguien piense que
significa esta palabra, el único rasgo que aquí se tiene en cuenta es que las
obras modernistas — después diré algo sobre el m odernism o— que
puedan calificarse de esotéricas tienen el propósito de dividir a sus au­
diencias, entiéndase aquí lectores, en iniciados y no-iniciados. Y puedo
atestiguar que, según mi experiencia, la obra de Cavell consigue este
propósito; y en este sentido es, también, esotérica. Basándom e en este
sentido es por lo que he dicho antes que podía entender que se califica­
se a su obra de hermética, y cabría añadir ahora que entendería que se
la calificase de esotérica. (Espero que tras la identificación que he esta­
blecido antes, pág. 25, entre Cavell y los textos que lee, identificación
— él diría seducción o atracción— que no im pide su ulterior distancia-
miento, diferencia e incluso crítica — él diría conseguir la libertad res­
pecto al texto leído— no resulte muy extraño el salto que acabo de dar
desde la escritura de Wittgenstein a la de Cavell.) ¡Una escritura «ordi­
naria» y a la vez «esotérica»! ¿N o es esto, com o m ínim o, una paradoja?
Todo depende ahora (tras haber introducido, derivado, nuestro uso de
«esotérico») del sentido que tengamos de lo ordinario.
¿Es esotérico lo obvio? Obviam ente, no. Y sin embargo, para W itt­
genstein y para Cavell, siguiendo en este punto al primero, lo obvio es
lo que más difícil nos resulta ver, cuyo acceso nos resulta m ás difícil,
com o si del Ser de Heidegger se tratase (salvando todas las diferencias
que pueda haber entre estos pensadores), quizá precisamente porque
es lo que tenemos m ás a la vista (ante las narices, dirá Cavell al leer la
Carta R obada de Poe en B, quizá precisamente porque es lo que so­
mos). El m ism o carácter difícil y elusivo tiene la noción de lo ordina­
rio de Cavell. Pero entonces se trata, creo, de un esoterism o m uy par­
ticular, que exige una iniciación no m enos particular; y el desagrado, o
antipatía, igualmente particular que producen o provocan los «cultos»,
lo producen, cuando se produce del m odo más apropiado posible,
com o un antídoto o remedio — la connotación terapéutica, incluso
farm acológica, del término no creo que sea casual— contra ese otro
desagrado de la indiferencia — llámese uniform idad— y prom iscuidad
— llámese «todo vale», o cinism o, o nihilismo, o, en últim o término,
escepticism o «chic». Todo lo cual se lleva a cabo en este tipo de obras,
com o nos dice el texto, com batiendo el partidism o [partialness] con la
parcialidad [partiality]. M e gustaría, y m ucho, detenerme ahora en esta
última oposición; pero el género literario «introducción» también tie­
ne sus límites y condiciones. M e veo obligado pues, una vez m ás, al re­
citado de una ristra de letanías al respecto, cosa que a mí me produce
un desagrado particular, el desagrado de meramente ofrecer — citar—
palabras y conceptos que no son objeto de «una derivación» en el con­
junto del texto. Entiendo por partidism o, ciñéndom e a la filosofía,
aquella actitud que parte de una posición previamente adoptada
— norm alm ente por fe, norm alm ente presupuesta— y que no se hace
explícita nunca a lo largo de la articulación y defensa de dicha posi­
ción. La defensa corre a cargo, pretendidam ente al m enos, de la argu­
m entación contra algún rival (normalmente otro argumento u otra
teoría) cuyo objetivo primordial es demostrar la falsedad de dicho ar­
gum ento o teoría, sugiriendo en consecuencia que la posición rival en
cuestión no debería existir o no debería existir por más tiem po, y sugi­
riendo que debería adoptarse, claro está, la posición así defendida.
(Soy consciente de, y me siento infeliz con, lo com prim ido de esta des­
cripción. He ilustrado con algo m ás de detalle este punto en mi escri­
to «N elson G oodm an : cuando la filosofía mira al arte», concluyendo
esa ilustración diciendo que no había visto a nadie, hasta el presente,
que abandonase su posición convencido por el argumento del rival.)
El argumento no produce esa conm oción necesaria para la conversión
de la que hem os estado hablando en estas páginas. Lo cual no quiere
decir ahora, com o ya he sugerido, que deberíam os abandonar toda ar­
gum entación y toda teoría. Pienso m ás bien que habría que devolver el
argumento — cuando éste haga falta, cuando sea argumentación y teo­
ría lo que necesitemos— al contexto m ás am plio de un pensar «hum a­
no», siguiendo el m odelo de, o tom ando com o guía, nuestro pensar
«ordinario»; que a veces, no habría que olvidarlo, también argumenta.
Y entiendo por parcialidad aquella posición que habla desde un pun ­
to de vista particular — llámese un lenguaje particular, una «versión»
particular (Goodm an), una «perspectiva» particular (Ortega)— y hace
explícito el carácter particular de dicho punto de vista — lo muestra, lo
exhibe, lo expone y se expone uno mismo (y aquí hace falta decir «uno
m ism o») con él, es decir uno se hace vulnerable. Y entonces, el cam ino
a seguir para afrontar nuestra vulnerabilidad no es el de Superm an (ni
el del Super-Hombre, según la concepción dom inante de este concep­
to, revisada por Heidegger en su ensayo «¿Q uién es el Zaratustra de
Nietzsche?», incluido en su libro Conferenciasy artículos), sino el de ha­
cernos fuertes, me gustaría poder decirlo así, en nuestra vulnerabilidad;
fuertes para poder mantenernos en pie (la «posición erguida» de la que
habla Emerson) ante las heridas recibidas. Estaría dispuesto a llamar
fundam entos, o m ejor fúndam entación, a la consecución de esta fuer­
za. Pero entonces la fúndam entación deviene ante todo fundam ento
del yo, es decir encontrarse uno m ism o. Después de todo, nos recuer­
dan Cavell y Heidegger, la naturaleza es siempre naturaleza hum ana;
accedem os siempre a la naturaleza desde una posición particular, des­
de una «versión» o «perspectiva» (las diferencias que se han adjudicado
a estas dos posiciones o términos es ahora irrelevante), desde un relato
o narrativa particulares; lo cual no im plica necesariamente que desde
esa parcialidad no toquem os nunca realidad (en este punto, puedo oír
las voces de G oodm an y Derrida levantando objeciones). «Posición»
[particular], «relato» e incluso «m ito», son los términos que, a mi
m odo de ver, sustituyen en la obra de Cavell, los de «versión», o «pers­
pectiva», para dar cuenta de la realidad en un intento de soslayar tanto
el relativismo y construccionism o exagerados por una parte, com o la
«objetividad» y «universalidad» de la filosofía m oderna por la otra. He
intentado hacerme cargo de este extremo de la posición de Cavell, en
mi ya tantas veces citado libro, introduciendo la distinción entre rela­
tivismo absoluto y relativismo robusto, con la pretensión de que este
últim o captara la posición de nuestro autor. Ya expresé allí mis reservas
sobre esta m aniobra mía. Insisto ahora en dichas reservas declarando
mi insatisfacción al respecto, pero no puedo deshacerme de la m encio­
nada distinción sin elaborar las nociones de «posición» y «parcialidad»
en la obra de Cavell, elaboración que todavía no he cum plim entado,
y no es éste el m om ento de hacerlo. Valga lo dicho en este párrafo
com o un mero apunte de dicha elaboración. Así pues no voy a conti­
nuar ahora con esta última idea, pues ya había llegado (¿había llegado
a derivar?), inm ediatamente antes de su aparición, a la otra idea ahora
objeto de nuestra atención principal: el carácter iniciático que tiene la
escritura de Cavell.
En efecto, la iniciación en cuestión, com o la entiendo yo, no es
sólo a una escritura y pensam iento más o m enos «esotéricos», sino
que, para decirlo del m od o m ás crudo, se trata de la iniciación a uno
m ism o, al auto-conocimiento. En el últim o texto aducido, la pista para
esta lectura mía se encuentra en la idea entre paréntesis que sigue a la
otra idea de dividir a la audiencia: «y dividir a cada m iem bro de la m is­
ma». Pero entonces, desde Sócrates a Freud por ejem plo, podríam os
rastrear toda una serie de autores que han hecho del auto-conocimien­
to el eje central de su pensamiento. Y entonces, espero que no resulte
meramente laudatorio si digo que la filosofía de Cavell es a la vez, lo
que puede parecer otra paradoja, clásica y original, o contemporánea.
Pero, ¿podem os estar divididos, escindidos, nosotros de nosotros mis­
m os? ¿Puede haber regiones de nosotros ocultas, m ejor «ocultadas»,
donde no ha llegado nuestro pensam iento, y por tanto que no nos per­
tenecen, no forman parte de nuestro yo? ¿Podem os ser unos extraños
(¿esotéricos?) para nosotros m ism os? N o hago todas estas preguntas
porque las considere una novedad; y estoy seguro de que la respuesta
(¿meramente intelectual?) de cualquier persona m edianam ente culta
habrá de ser afirmativa, y con un tono, cabe suponer, ligeramente ofen­
dido dada la sim plicidad o ingenuidad de las m ism as. De lo que no es­
toy tan seguro es de si nuestra filosofía y cultura actuales nos ofrecen
los m edios para poder reconocer este hecho obvio acerca de nosotros, y
los m edios para saber qué hacer con él. Quiero decir, los m edios ordi­
narios; pues los m edios profesionales, expertos, especializados, quizá
quepa encontrarlos en las terapias psicológicas sensu stricto. Pero no se
puede pretender, y no sé si sería deseable, psicoanalizar, por ejemplo, a
todo el m undo. De todos m odos, este hecho obvio de estar «extraña­
dos», de nosotros m ism os y del m undo, el tema de la «intim idad per­
dida», y la venganza que dicho extrañamiento propicia, venganza del
m undo (la muerte del Albatros a m anos del Anciano M arinero en el
poem a de Coleridge), pero venganza tam bién de, o en, los otros, y de
nosotros m ism os (la com paración que establece Cavell entre Poe
y Hamlet), es un tema que recorre todas las páginas del libro B, y de
m odo directo de los capítulos 5 y 6 del m ismo.
Pero entonces, para acceder a este tipo de culto, hace falta (tam­
bién) algo así com o la fe (fe hum ana, ordinaria), y las virtudes con ella
asociadas: intuición, im aginación, fantasía, capacidad de agradeci­
m iento, la facultad de sentir placer y dolor (Kant, en la Crítica deljui­
cio), etc. Es decir, aquellas capacidades y facultades hum anas que en­
tran (junto con la de «conocim iento») en la noción de reconocimiento de
Cavell y que habían sido dejadas de lado en la noción de conocimiento
(cierto, probado) de la epistem ología m oderna. «Fe» (hum ana) es uno
de los tópicos que se está poniendo de relieve hoy día por los estudio­
sos de Wittgenstein (véase, por ejemplo, la contribución de Jacques
Bouveresse, «Fe y saber», en M irar con cuidado); pero éste es un tema
que, por supuesto, estaba ya en la tradición, sólo que quizá lo había­
m os olvidado (ver la reciente edición de un título de Hegel, Fey saber).
Intuición es lo que exige Kripke (un filósofo poco sospechoso de deva­
neos romanticistas) para entender su Wittgenstein on Rules and Prívate
Language: «Es importante que el estudiante perciba (literalmente «sien­
ta» [feel]) el problem a intuitivamente» (pág. viii). Y fantasía es una de las
condiciones necesarias que postula Cavell para poder acceder a la reali­
dad: «Y se nos recuerda que la capacidad de permitir que los hechos y
la fantasía se interpreten mutuamente constituye la base, a la vez, de la
enfermedad del alma y de su salud» (dos últimas líneas de B).
Y a propósito de este tema de la fe, me viene a la mente otra «anéc­
dota» pertinente al punto ahora entre m anos. El profesor Sergio Sevi­
lla, después de haber leído la escritura de Cavell, m e encontró un día
por el pasillo del Departam ento de Filosofía de Valencia y me dijo:
«Hace falta tener mucha fe para leer a este autor.» Al principio no supe
si lo decía com o una objeción, com o una dificultad, o com o una mera
constatación; y contesté, para salir del paso, algo así com o que Cavell
reivindica que quiere decir la filosofía con sus propias palabras (a dife­
rencia del m odo usual de escribirla que cree ha devenido m itológico)
y que su m odo de decirla y escribirla no es una cuestión de simple es­
tilo sino intrínseco a lo que quiere decir, y que sus propios com patrio­
tas le han preguntado airados si es que no quiere hacerse entender.
Pero después pensé que la intuición que traicionaba su expresión era,
otra vez, la correcta; y que efectivamente hace falta fe para leer a este
autor (uno de los filósofos intuitivos de nuestra época en palabras de
su m entor Thom pson Clarke). Pero entonces, seguí pensando, no se
necesita mucha más fe (ni, sobre todo, fe de otra clase) para leer o en­
tender a Cavell que la que se requería por su parte para pensar que yo
entendería su observación. En nuestro em pleo del lenguaje siempre su­
ponemos algo, y se accede a ese algo, entre otras cosas, por fe.
D oy por terminada mi exposición y comentario de algunas carac­
terísticas de la escritura de Cavell que considero, aun cuando tratadas
de m od o m uy sum ario, imprescindibles tener en cuenta para poder ac­
ceder a su pensam iento filosófico. Califiqué de «m apa» la exposición
que hice del proyecto filosófico del autor en mi ya citado libro Lo hu­
mano entre áreas. Podría añadir ahora que lo que he presentado en estas
páginas no es m ás que una especie de «instrucciones» para leer ese
m apa. Naturalm ente, cabe prescindir tanto del m apa com o de las ins­
trucciones para leer la obra de Cavell, y no sería yo quien desaconseja­
se semejante iniciativa. En tal caso, lo único que me queda por obser­
var es que sería bueno que, quien así lo hiciese, supiera de antem ano
que el terreno que va a pisar se parece m ás a una selva que a los Jardi­
nes de Versalles.

H abía prom etido decir algo sobre la reconcepción del m odernis­


m o en la obra de Cavell. M odernism o es el nom bre que él da (y aquí
suelo añadir un «más o m enos» siempre que he hablado sobre este
tema) a lo que norm alm ente se entiende por Vanguardias. Lo que te­
nía en mente, pero nunca había especificado, con este «más o m enos»
añadido a m odo de precisión a la terminología, es que el autor no con­
sidera com o modernistas todas las obras que caen dentro de lo que se
entiende por Vanguardias (por ejem plo, algunas m anifestaciones del
Arte Pop, algunas obras de la llamada m úsica atonal o dodecafónica, y
algunas películas de Godard); pero tam bién que hay obras anteriores a
ese período del arte que Cavell considera m odernistas (llámense, si se
quiere, precursoras); y hay obras que no son obras de arte en sentido
estricto, com o las Investigaciones filosóficas, que Cavell considera que
son obras m odernistas, o que poseen alguno de sus rasgos esenciales.
N o se trata desde luego de una cuestión meramente terminológica, o
que los norteamericanos no conozcan o no acepten el término Van­
guardias. Se trata de que el autor no cree que este nom bre sea concep­
tualmente adecuado para designar el arte m oderno en su conjunto
(para las reservas que alberga Cavell a este respecto puede verse, por
ejemplo, E l mundo visto, págs. 216-217). N o puedo entrar ahora en la
presentación, por breve que sea, de su revisión de las Vanguardias que
le conduce a prescindir de este nom bre o título. Sólo diré que dicha re­
visión se lleva a cabo directamente en este libro, contrastando el arte
del cine, que aparentemente no parecía encajar en los parám etros del
arte m oderno o Vanguardias — según la concepción dom inante de ese
arte m oderno— siendo así que am bas m anifestaciones artísticas son
más o m enos coetáneas; y contrastándolo con algún m ovim iento artís­
tico particular de ese período, sobre todo en pintura y escultura, com o
el llam ado expresionism o abstracto de Polock y seguidores com o
Stella, Louis, N oland y Olitski. Lo que sí me interesa es insistir en dos
rasgos generales de esta revisión porque son rasgos que han quedado
incorporados de m odo central en su proyecto filosófico, en toda su fi­
losofía. El prim ero de ellos es el inm enso problem a filosófico que en
el libro arriba citado, E l mundo visto, es tratado bajo el epígrafe «La cues­
tión de la realidad», y alcanza su m ejor expresión filosófica general, a
mi m od o de ver, en la Parte Primera de L a reivindicación de la razón,
capítulo V, titulado «Natural y convencional». Este enfoque «filosófi­
co» de la cuestión constituye el tema central de mi libro Lo humano en­
tre áreas (cuya edición, dicho sea de paso, está llena de faltas), de m odo
que puedo prescindir aquí de exponerlo con m ás amplitud. En E l m un­
do visto, «la cuestión de la realidad» es tratada en el contexto de, y en
oposición a (pero para mí de m od o no m enos filosófico), uno de los
aspectos más populares de la concepción dom inante, hasta el otro día,
de las Vanguardias (de una parte significativa de las m ism as al m enos);
el aspecto que se expresa diciendo que este arte, por no ser imitativo,
no buscar el parecido con la naturaleza, es un arte irrealista, que rehu­
ye cualquier conexión con la realidad, parte de lo que a veces se entien­
de por «arte puro». El otro rasgo de la revisión de las Vanguardias de
Cavell que queda incorporado a su obra filosófica en general, es la re­
lación de este arte con su pasado. También he dicho algo, pero infini­
tamente m enos, sobre este punto en mi libro citado arriba (véase, por
ejem plo, págs. 157-159). Referido al m odernism o en arte, y en oposi­
ción a otro de los aspectos que configuran la concepción dom inante
de las vanguardias, su ruptura con el pasado del arte, con la historia del
arte; este rasgo de la revisión de Cavell reivindica lo siguiente: «He em ­
pleado el término modernista, no de m od o original, para nom brar la
obra de un artista cuyos descubrimientos y declaraciones acerca de su
m edio han de entenderse com o algo que incorpora su esfuerzo de
mantener la continuidad de su arte con el pasado de ese arte, y su es­
fuerzo de invitar a, y soportar, la com paración con los logros de dicho
pasado» (El mundo visto, pág. 216).
Para terminar, voy a hacer un par de observaciones sobre el libro
En busca de lo ordinario considerado ahora en su conjunto. La primera
concierne al término, y concepto, cuasi-técnico de reconocimiento [ack-
nowledgment], Este concepto ha venido perfilándose progresivamente
en la obra del autor, apareciendo ya incluso antes de la publicación de
L a reivindicación de la razón, pero no será hasta este libro cuando dicho
concepto adquiera su plena form ulación o descripción. En el libro En
busca de lo ordinario (págs. 65-66), que es posterior a la publicación de
L a reivindicación, el autor nos dice que ese libro es profundam ente deu­
dor de su idea de reconocim iento, idea que considera clave para enten­
der su concepción tanto del escepticism o com o de la tragedia (es decir,
prácticamente, para entender toda su filosofía); se hace eco de algunas
críticas hechas a esta idea y pasa seguidamente a responderlas. Pero en
esas páginas no ofrece la formulación misma de dicha idea: la mera «re­
petición» no es lo suyo, aunque su filosofía no rehuye la «re-formula­
ción» enriquecedora de ideas anteriores. Las dos páginas que he señala­
do arriba pueden verse com o una de estas reformulaciones, al filo de las
críticas u objeciones recibidas. Pero entonces, quizá convenga, en una
introducción, ofrecer la formulación escueta, aunque no una discusión
detallada, de dicho concepto. Hela aquí: «[...] el reconocimiento va más
allá del conocim iento no en el orden, o com o una proeza, de la cogni­
ción, sino en el requisito que me im pone de expresar el conocim iento
en su médula, de aceptar lo que sé, de hacer algo a la luz del m ismo, apar­
te de lo cual dicho conocim iento queda sin nuestra expresión, y en con­
secuencia quizá sin nuestra posesión» (La reivindicación de la razón,
pág. 428, la cursiva es mía). «Aceptar» lo entiendo aquí com o un térmi­
no que compendia todo lo que he estado sugiriendo en esta introduc­
ción que hace falta para reformular, m odular o inflexionar, la noción de
conocim iento (en el sentido de la epistemología tradicional de conoci­
miento cierto, probado), y todo lo que hace falta para que dichas prue­
bas, caso de que fueran posibles, tuvieran algún sentido en absoluto.
La segunda observación sobre el libro en su conjunto se refiere al
estudio del rom anticism o que lleva a cabo Cavell en él. En busca de lo
ordinario representa la continuación (la «salida», com o dice Cavell) in­
mediata de L a reivindicación de la razón (cosa que ya estaba im plicada
en el párrafo anterior al decir que el primer libro era deudor de la no­
ción de reconocim iento introducida y desarrollada en su obra anterior,
principalmente en la Parte Cuarta del segundo libro). Esta continua­
ción seguirá desarrollándose hasta el final de su obra, en libros y publi­
caciones posteriores. Al principio del libro ahora entre manos (pág. 61),
cuyo título hem os estado abreviando con B, el autor proclam a su ha­
ber llegado a N inguna Parte siguiendo el argumento entre el escéptico
y el antiescéptico (seguimiento que constituye la trama de La reivindi­
cación de la razón); y proclam a que no seguirá buscando una conclusión
satisfactoria a dicho argumento porque piensa que no tiene ninguna.
Esto constituye la declaración formal del autor del abandono de la ar­
gum entación com o el todo de la filosofía, lo que no supone — com o
ya he indicado— el abandono del rigor y precisión filosóficos sino el
descubrimiento de que hay otra clase de precisión, a la que se refiere
explícitamente unas páginas más adelante (págs. 72-73):

Antes de dar nombre a este extraño rigor [...] supongamos que


lo que en filosofía se entiende por argumentación es una forma de
aceptar la plena responsabilidad por el propio discurso. Entonces, la
atención que requiero depende de la idea de que hay otra forma,
otra forma filosófica (pues la poesía tendrá la suya, como la terapia
tendrá la suya propia) de aceptar dicha responsabilidad. Voy a lla­
mar lectura a esta otra forma filosófica; otros puede que la llamen in­
terpretación filosófica.

Lectura es com o denom ina Cavell a su filosofar, y ésta es la prim e­


ra vez, que yo recuerde, que lo hace formalmente. Algunos com enta­
ristas han elevado este término a la categoría de m étodo y se refieren al
«m étodo» de la filosofía de Cavell com o «lectura» [reading]. Que yo re­
cuerde, él no ha ejecutado nunca semejante elevación. (Me he ocupa­
do con cierto detalle de dicho «m étodo», yo lo llam o m odelo, en mi li­
bro Lo humano entre áreas, págs. 175-182.) Su dem arcación respecto a
otros que llaman «interpretación» a este tipo de precisión filosófica se
debe, creo, por una parte a su afán de conectar con la filosofía conti­
nental (hermenéutica), y por otra parte a su otro afán de distinguirse de
ella: su m odelo de lectura no suscribe ninguna teoría de la interpreta­
ción ya establecida, con sus principios y reglas de interpretación perfec­
tamente articulados. Hacer filosofía con estos dos afanes juntos es
com o yo entiendo su reivindicación de querer filosofar desde la bre­
cha, o abism o, que han dejado abierta las dos tradiciones filosóficas: la
continental y la anglosajona, hoy más bien angloam ericana. (Otro
tema que dejo abierto para futura investigación.)
Pues bien, esta salida de su N inguna Parte, o la continuación de su
libro L a reivindicación de la razón, la va a realizar Cavell en el presente li­
bro de m ano de la literatura, y en particular del rom anticism o. (Lo que
nos hace pensar, dicho sea de paso, en la conveniencia y urgencia de
contar con una versión al castellano de su Claim ofReason.) Sostiene el
autor que para su recuperación, tanto la filosofía com o la literatura (y
en particular la poesía) se necesitan m utuamente. Esta ultima sentencia
constituye un m odo (uno entre varios) de describir el tema de B. Pero
com o era de esperar, su tratamiento del Rom anticism o no se adhiere a
ninguna de las concepciones vigentes sobre el m ism o. Claram ente no,
a lo que se ha llam ado «rom anticism o desenfrenado» (Isaiah Berlín en
Las raíces del romanticismo). Encaja mejor en lo que se conoce com o «la
corriente principal» del rom anticismo, estudiada entre otros de m odo
eminente por H arold Bloom (puede verse una muestra de tal estudio
en la tercera parte de su libro E l canon occidental) y por M . H . Abrams
(en su libro E l espejo y la lámpara), pero con importantes reservas y dis-
tanciam ientos respecto a esta concepción de la corriente principal del
rom anticism o, com o el propio Cavell hace constar en B. El autor deli­
mita esta peculiaridad de su tratamiento del romanticismo en la pág. 63
de ese libro. Para nuestros propósitos en esta introducción, voy a seña­
lar dos aspectos relacionados, si no es que se trata del m ism o aspecto,
de su tratamiento del rom anticismo. En primer lugar, lo trata dentro
del m arco más am plio, ya sugerido, de la relación entre filosofía y lite­
ratura; y m ás en particular, ve el rom anticism o com o una respuesta al
escepticism o, y m ás en particular aún lo ve dentro de lo que se ha lla­
m ado «respuestas románticas a Kant», sólo que aquí se trata de las res­
puestas, quizá m enos conocidas para nosotros que las alemanas, de
Coleridge, Wordsworth, y Em erson (veánse principalmente capítulos 2
y 3 del presente volumen). Y la idea principal de estas respuestas — el
segundo aspecto anunciado, o concreción del prim ero— la ve nuestro
autor en el intento desesperado por parte de los rom ánticos de re-esta-
blecer la conexión yo-mundo, pensamiento-naturaleza. «Conexión»,
«sintonización», «acuerdo» son los términos que sustituyen, com o yo
lo entiendo, al término «referencia» de las teorías filosóficas modernas
con esta denom inación, ante el fracaso de dichas teorías, ahora según
lo entiende él, para volver a conectar (teóricamente, epistem ológica­
mente) con el m undo después de haberse salido de él, después de ha­
berío perdido. Pero entonces, el rom anticism o es para Cavell — com o
ocurría en su concepto del m odernism o— más un concepto que, sólo,
un m ovim iento o período histórico particular. Y esto es así a m enos
que se esté dispuesto a sostener que la única manera de perder, o salir­
se, del m undo es el escepticism o filosófico de la edad m oderna (la re­
ligión, ciertas formas de religión, son otra manera, al considerar — ne­
gar— este m undo y nuestras vidas en él com o algo sin valor, un valle
de lágrimas en espera de las risas perpetuas y obscenas de los dioses
que creamos nosotros mismos). Pero entonces, Cavell está dispuesto a
introducir y hacer funcionar su idea del rom anticism o en cualquier
m anifestación cultural m oderna o contem poránea, filosofía incluida
(desde Shakespeare hasta Hitchcock, pongam os por caso; y también,
desde luego, en Hegel y Heidegger). N o he dicho nada, o casi nada, de
Em erson y Thoreau. Valga, para paliar al menos esta om isión, decir
que el transcendentalismo de Em erson y Thoreau representa lo que
vino a ser el rom anticism o en América; y añadiría, para quien le m o­
leste el término transcendentalismo, que este transcendentalism o no es
incom patible con un sano em pirism o: «La revisión de la propia expe­
riencia es una definición que un norteamericano, o un norteamerica­
no espiritual, podría dar del em pirism o que practicaran Em erson y
Thoreau» (Cavell en L a busqueda de la felicidad, pág. 22). H oy día, a la
expresión de Cavell «nadie quiere ser escéptico», cabría decir, com ple­
tando esta expresión por nuestra parte, que todo el m undo quiere ser
rom ántico. A mí esto no m e parece del todo bueno. D ecim os a veces
que se es rom ántico a m odo de una hipótesis a d hoc, para cubrir las bre­
chas y agujeros de la propia posición (teórica o de otro tipo). Pero den­
tro de la filosofía de Cavell, esto no constituye un peligro insalvable de
degeneración filosófica. Alertados por la posibilidad inherente al len­
guaje hum ano de negarse, o falsificarse — y por tanto de negarnos, o
falsificarnos, nosotros a nosotros m ism os; de «teatralizarnos» y teatra-
lizar la sociedad y la política— , siempre podem os (según otra posibili­
dad del lenguaje hum ano) recurrir a «mirar y ver» si quien tal dice obra
en su escritura (o para el caso en su habla) lo que dice que es y hace.
Para este menester, seguramente tendremos que tener en cuenta «crite­
rios» externos, criterios que están disponibles en nuestro lenguaje co­
m ún, y son com únm ente com partidos: «Lo m ás difícil aquí es poder
expresar la indeterminación correctamente y sin adulteración» (Witt­
genstein, Investigacionesfilosóficas, Parte II, pág. 519). Pienso que la difi­
cultad no es m otivo suficiente para evitar la expresión. Este pensa­
m iento es el que, en parte al m enos, me ha alentado a la hora de escri­
bir estas páginas y, casi exclusivamente, a escribirlas com o las he
escrito.

D ie g o R ib e s
Universidad de Valencia
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En busca de lo ordinario
Líneas del escepticismoy romanticismo

a Eugene Smitb
Prefacio y reconocimientos

En la primera de las conferencias reunidas en este libro hago notar


una perplejidad cuya presencia empecé a sentir hace ahora unos diez
años. C u ando estaba intentando hacer llegar la última parte, parte 4,
de mi libro The Claim ofReason [La reivindicación de la razón] a un pun­
to final, mi progresión hacia el m ism o se veía continuam ente inte­
rrum pida por estallidos de textos rom ánticos — un cuarteto de Blake,
«El m uchacho de W inander» de Wordsworth, «O da sobre el abati­
m iento» de Coleridge, Frankenstein, una sección del «Transcendentalis­
m o» de Em erson, un pasaje de Walden. Tras haber terminado el m anus­
crito, solía preguntarme de vez en cuando por alguna explicación de
esta interferencia. ¿Q ué es la filosofía para mí, o qué ha em pezado a
manifestárseme que es, para exigir estas orientaciones o transgresiones
románticas, y exigir precisamente éstas? C ad a vez que surgía esta cues­
tión, la soslayaba a favor de otras materias apremiantes en las que mi
ignorancia parecía ser m enos vasta o m enos mortificante. D os años
después de la publicación de L a reivindicación de la razón en 1979, el
profesor Michael Fischer del Departam ento de Inglés de la Universi­
dad de N uevo M éxico me invitó a participar en una serie de conferen­
cias y discusiones académ icas que, junto con su colega Morris Eaves,
estaba organizando sobre el tema «rom anticism o y crítica contem porá­
nea». Fischer desestimó mi alegato de ignorancia diciendo que lo que
se esperaba de mí, en relación a los conferenciantes invitados, era una
discusión de cóm o entendía la aparición de textos rom ánticos en mi
propia obra, en The Senses o f Walden y especialmente en la parte 4 de La
reivindicación de la razón. Q uedándom e sin defensas, y sobre la base de
que nadie se encontraba en m ejor posición que yo para aprender sobre
dichas apariciones, acepté. Incorporo y am plío en el presente volu­
m en, bajo el título de Conferencias Beckman, el material que desarro­
llé en la serie de Nuevo México.
Quienquiera que sea tan propenso, com o al parecer lo soy yo, a
participar en aventuras intelectuales que exigen llevar a cabo en públi­
co la form ación continua de uno m ism o, ha de confiar en ocasiones
amistosas que prom etan buenos resultados. Nadie podía haber sido
más afortunado que yo en este aspecto. Los textos que siguen guardan
señales específicas de las intervenciones habidas en las discusiones de
A lbuquerque, además de las de Fischer y Eaves, de Gus Blaisdell, Rus-
sel G oodm an e Ira Jaffe; y de Paul Alpers, en Berkeley — la introduc­
ción que Alpers hizo de mí en su calidad de Director del Departam en­
to de Inglés, mi anfitrión en esta ocasión, alcanzó un tono de conside­
ración excelente— y las de sus colegas Jan et Adelm an, Joel Fineman,
Stephen Greenblatt, Steven Knapp, William Nestrick, N orm an Rabkin
y Henry N ash Smith. Es también un placer hacer constar aquí que, al­
gunos meses antes de reunir mis ideas para Albuquerque, una invita­
ción de la Universidad de Utah me brindó la ocasión de presentar por
primera vez una tosca versión de ciertos temas y que la respuesta a los
m ism os de Virgil Aldrich, Brooke H opkins y Barry Weller fue precisa
y estimulante.

Tenía claro que no quería que el conjunto de las conferencias Beck­


m an fuera publicado por separado; dem asiadas cosas parecían quedar
sin la indicación de m odos claros y fecundos para un desarrollo poste­
rior. Por ejemplo, el material sobre E l cuento de invierno, aunque conti­
núa la problem ática del escepticism o y la tragedia con la que termina
L a reivindicación de la razón, suscita nuevos problem as de m odo tan ge­
neralizado y crudo que restan atención a la interconexión entre escep­
ticismo y rom anticismo que los provoca. D os problem as en particular:
(1) D ebido a que E l cuento de invierno representa el escepticism o al filo
de la cuestión de si yo puedo saber si mis hijos son míos, que es la
cuestión de un padre y distintivamente no de una madre, ahora me pa­
rece irresistible la implicación de que el tema del escepticism o en este
texto — y por ende ¿dónde no en cualquier texto rom ántico? ¿Y dón­
de no en filosofía?— está m odulado por la cuestión del género. (2) La
problem ática del decir, relatar [telling] com o contar, empieza en este
«cuento» com o un despliegue de temas que en L a reivindicación de la ra­
zón van asociados con la cuestión de la noción de criterio wittgenstei-
niano entendido com o una forma de contar y volver a contar, en con­
traste con la noción de criterio austiniano entendido com o un m odo
de decir e identificar, en consecuencia de temas asociados con diferen­
tes aspectos o niveles de la reivindicación de conocim iento. Pero el
despliegue va tan lejos y tan rápido que debilita un tanto m i com pren­
sión de las m otivaciones del y al escepticismo. Sin embargo, aquí y en
otros lugares, se indican algunas vías de desarrollo. En la introducción
a m i reciente recopilación Disowning Knowkdge: In Six Plays o f Shake­
speare he alcanzado cierto desarrollo de la génesis del escepticism o, en­
contrándolo representado a escala histórica en los afanes de Antonio y
Cleopatra; y en el presente libro, los temas de contar y volver a contar
son llevados un paso adelante en «Extrañados, reajustándonos» donde,
al m ism o tiem po, la presencia de Poe en las conferencias Beckman lle­
ga a parecer m enos arbitraria. Cuestiones filosóficas y literarias concer­
nientes al tema del encontrarse, por decirlo de algún m odo, aparecen
unidas en la pregunta de Em erson (en el segundo párrafo de su ensayo
«Experiencia»): ¿C uántos individuos podem os contar en la sociedad?
— es decir, aparecen unidas si escuchamos la pregunta de Em erson,
com o recom iendo hacerlo en «Extrañados, reajustándonos», com o un
volverse a hacer, o volver a contar, la pregunta de Descartes: «¿Estoy
solo en el m undo?»; si escuchamos la terminación que la pregunta de
Descartes añade a la pregunta pascaliana de aislam iento cósm ico:
¿Existo únicamente yo? Sin proporcionar una respuesta a esta pregunta
del escepticism o, no se puede saber si el m undo ha devenido un ple-
num , es decir una multitud estadística, o, de otro m odo, un vacío de
otros. Las conferencias finales del presente volum en, sobre lo siniestro
y sobre lo fantástico, especifican ulteriormente esta cuestión.
M is clases en Harvard han sido las ocasiones críticas y continuas
para llevar adelante mi form ación en cada uno de estos desarrollos. De
los m iem bros de estas clases, de los últimos años, que me han insisti­
do sobre aspectos directamente relacionados con el escepticism o del
rom anticism o, he de m encioiíar a Christopher Benfey, Daniel Brud-
ney, Jam es Conant, Juliet Floyd, M arian K eane,Josh ua Leiderman, Pe-
ter de Marneffe, Richard M oran, Susan Neim an, Marya Schechtman,
Saadya Sternberg, Charles Warren, y Lilian Weissberg; y aunque de cla­
ses m enos recientes, las conversaciones y correspondencia sobre estos
temas continuaron con N orton Batkin y Tim othy G ould. C on ocasión
de las Conferencias Tanner (aquí se publica sólo una, pero hubo otra
sobre cine, que aparecerá en un contexto más apropiado) — en las que
Julius Moravcsik y sus colegas del Departam ento de Filosofía de Stan­
ford fueron m uy acogedores y para las que el Standford Humanities
Center proporcionó un lugar de trabajo totalmente adecuado— Ted
Cohén, Arnold Davidson, Karen H anson y W illiam Rothm an fueron
invitados a Standford por The Tanner Lectures on H um an Valúes para
que se reunieran conm igo en lo que resultó ser una rica discusión con
estudiosos del material que expuse públicamente.

C u ando envié el presente material, se apoderó de mí un recelo ge­


neral mientras terminaba de leer L'absolu littéraire de Philippe Lacoue-
Labarthe y Jean-Luc Nancy, publicado en 1978. D escubro en este libro
que ciertos rasgos de mis conferencias Beckman fueron precedidos,
am plia y virtualmente, en lo que a ciertos tem as y estrategias inicia­
les se refiere, por la otra parte de la m ente filosófica — la alem ana vía
Francia, opuesta a la parte inglesa vía A m érica— especialm ente, el
tem a de la apelación rom ántica a la unidad de filosofía y poesía pro­
vocada p or las secuelas de la revolución de Kant en Filosofía, tema
que es rastreado estratégicamente en conexión con un conjunto lim i­
tado de textos rom ánticos (incluidos en los seis núm eros de Athe-
naeum, la revista publicada por Friedrich and A ugust Schlegel des­
de 1798 a 1800 — años señalados por la publicación de la primera y
segunda edición de las Baladas líricas). U n a reacción com prensible
por m i parte fue ponderar una vez m ás los costes, un idos a ciertos
privilegios, de mi atraso am ericano, reacción que vuelvo a contar
con cierta am plitud en el prefacio a un libro que reúne dos extensas
conferencias m ías, sobre W ittgenstein y sobre Em erson, escritas en
1987 (el año después de que el últim o fragm ento del presente volu­
m en fuera puesto en su lugar): Tl)is N ew Yet Unapproachable America,
que aparecerá publicado p or las m ism as fechas que el presente volu­
m en. M i reacción a la reacción de dicho atraso ha sido preguntarm e
si y có m o m e hubiera servido haber leído L ’absolu littéraire antes.
¿C u án d o?
M i prefacio sobre el atraso americano versa insistentemente sobre
qué significa estar preparado para leer ciertos textos, y temer leerlos
(¿dem asiado tarde? ¿dem asiado pronto?). Al afrontar la cuestión ya su­
gerida que me suscitó la parte 4 de L a reivindicación de la razón — con­
cerniente al lugar donde yo tenía que encontrarme con la filosofía, de
acuerdo con lo que atestiguaba el florecim iento de textos rom ánti­
cos— he situado la dim ensión pertinente de las secuelas intelectuales
de Kant en el legado de la cosa en sí; mientras que Lacoue-Labarthe y
Nancy sitúan la problem ática romántica com o una respuesta que se
puso en marcha por el «debilitamiento del sujeto» por parte de Kant
(L’absolue littéraire), algo así com o el gem elo polar de la línea que sigo
yo. M e parece que no habría conseguido ningún efecto filosófico prác­
tico si hubiera intentado sopesar los méritos relativos de estas dos p o ­
siciones de partida, aparte de com probar para mi propia satisfacción
que, entre otras cosas, los escritos de Em erson están anim ados por la
presión de la exigencia de la filosofía, que Em erson constituye una cla­
ra realización del vínculo entre filosofía y poesía que tanto Coleridge
com o Friedrich Schlegel exigían. La satisfacción de esto dependerá de
suponer, por ejemplo, que la idea de fiarse, o de contar con, o de de­
pender, que incluye la palabra auto-confianza [self-reliance] de Em erson,
sabe de su conexión con la idea de ligadura o vínculo que tiene la pa­
labra religión, de m odo que la construcción (perpetua, paso a paso, cír­
culo a círculo) del yo por el yo, por ejem plo en su ensayo «Auto-con-
fianza» [«Self-Reliance»], ha de pasar por una idea de alianza con y reu­
nión de sí m ism o, sus auto-autorizaciones, com o por un cam ino o
sucesión, en las secuelas de la dom inación de la religión. Esto no im ­
plica en m od o alguno que Em erson se obstine en buscar una resustan-
ciación del yo, posibilidad arruinada, pongam os por caso, por H um e
y Kant. Tendría m ás sentido decir que Em erson busca la desustancia-
ción de Dios. D ebido, pienso, principalmente a la fatalidad que ha co­
rrido la obra de Em erson, he decidido publicar el material del m encio­
nado prefacio al principio del volum en This N ew Yet Unapprochable
America, y no en el presente volum en donde encaja igualmente bien.
El estudio que ofrezco del ensayo «Experiencia» de Em erson, en ese
volum en sobre America, es la lectura m ás ininterrumpida y com pacta
que he publicado de un solo ensayo de Em erson y, por tanto, la que
de m od o m ás resuelto cita parajes fuera de las demarcaciones filosófi­
cas que encuentro funcionando en su obra. A su vez, esa lectura no
existiría si no fuera por el conjunto de experimentos que expongo a
continuación, con la confirm ación que ofrecen de la obra The Senses o f
Walden.

U na tercera parte, la intermedia, junto con su título, del primer ca­


pítulo, «El filósofo en la vida americana», no publicado anteriormente,
pertenece a un discurso pronunciado con ocasión del ciento cincuen­
ta aniversario de la Universidad de Wesley en el otoño de 1981. Los
restantes capítulos y apéndices han aparecido en distintos contextos.
Jam es C onant hizo sugerencias sobre cuestiones de sustancia y form a­
to que he aceptado agradecido al hacer los recortes y nuevas transicio­
nes que im ponía la reunión de estas piezas en un volum en. Por ejem­
plo, una sugerencia suya, en la que el form ato im plica substancia, fue
que no sólo enumerara en la bibliografía aquellos textos de los que
cito, según las ediciones em pleadas, evitando así la necesidad de refe­
rencias en notas individuales, sino que añadiera los títulos a los que
sólo hacía referencia o alusión sin aducir citas de ellos, registrando así
el hecho de que yuxtaponer un texto al texto de otro puede ser una
respuesta tan significativa a ese texto co m o yuxtaponerlo a un texto
de mi propia producción , m ás frecuentem ente llam ado un acto de
lectura.
El capítulo 2 se im prim ió prim ero en Raritan, o toñ o de 1983,
págs. 34-61, reimpreso aquí con perm iso del editor.
El capítulo 3 y el Apéndice B al capítulo 5 se reimprimen ahora to­
m ados de Romanticism a nd Contemporary Criticism, editado por Morris
Eaves y Michel Fischer, Copyright 1986, por la Universidad de Cor-
nell, con perm iso de los editores.
El capítulo 4 fue publicado por primera vez en Disowning Knowl­
edge: In S ix Plays o f Shakespeare, Copyright Cam bridge University Press,
1987. Reimpreso aquí con perm iso de Cam bridge University Press.
El capítulo 5 y su Apéndice A se reimprimen de Reconstructing Indi-
vidualism: Autonomy, Individuality, and the Self in Western Thought, edita­
do por Thom as C . Heller, M orton Sosna, y D avid E. Welbery, con per­
m iso de la editorial, Stanford University Press, Copyright 1986 por la
Universidad de Leland Stanford Júnior.
El Apéndice C al capítulo 5 fue publicado originalmente com o
«Réplica a Robert M ankin sobre L a reivindicación de la razón», en Salma-
gundi, verano de 1985, págs. 90-96.
El capítulo 6 se reimprime con perm iso de University o f Utah Press
de las Tanner Lectures on H um an Valúes, vol. 8, Salt Lake City/Cam bridge
(U. K.), University o f Utah Press/Cam bridge University Press, C o p y ­
right 1988.
El capítulo 7, «Lo fantástico de la filosofía», fue publicado por pri­
mera vez en la American Poetiy Review 15, núm. 3 (mayo-junio de 1986),
págs. 45-47.
El filósofo en la vida americana
(acerca de Thoreau y Emerson)"'

Al aceptar la invitación para impartir una serie de las Conferencias


Beckman y preguntar qué expectativas se ponían en semejantes ocasio­
nes, mis anfitriones me aseguraron que estarían interesados en cual­
quier cosa sobre la que quisiera hablar. N o tuve claro en ese m om ento
si había conseguido una respuesta a mi pregunta o si se me estaba adu­
lando. Lo cierto es que desde mis tiem pos de estudiante en Berkeley en
la década de los cuarenta, y de profesor asistente aquí (y un aficionado
al cine) en los cincuenta y principios de los sesenta, ha habido en esta
universidad m ás m iem bros de su facultad de los que he aprendido más
sobre m ás cosas — desde el arte de la m úsica hasta Shakespeare y des­
de el escepticism o hasta el trascendentalismo— que los que haya podi­
do encontrar juntos en cualquier otro lugar. Por todo ello tengo la ex­
traña sensación de que podría decir cualquier cosa aquí y ser com ple­
tamente entendido. Pero procuraré no tentar a la suerte.
N i siquiera examinaré la urgencia del deseo de ser entendido com ­
pletamente, rastreando, por ejem plo, la fuente de este deseo en mi in­
termitente sensación de que podría ser que ninguna de mis formula­
ciones fuera aceptable simultáneamente para todos por quienes deseo
ser entendido, a saber por quienes son principalmente filósofos y por

* Lo que en el presente volumen de la versión castellana aparece como los primeros


cuatro capítulos constituye en el original en inglés el material publicado por el autor
bajo el encabezamiento «The Mrs. William Beckman Lectures», conferencias pronuncia­
das en Berkeley, en 1983 [N. dclT.].
quienes son principalmente literatos. Puede que alguien me acuse de
intentar reconciliar a mi padre y a mi madre. Pero si estos térm inos
(filosofía y literatura) designan m itades de mi m ente, quizá lo m ás in­
m ediatam ente urgente para mí sea procurar que se m antengan en
contacto.
Lo que hago en estas conferencias, deseando aprovechar la ocasión
de antiguos recuerdos y aspiraciones para establecer alguna m edida de
mi progreso, es proponer com o asunto fundam ental suyo la lectura de
una serie de textos que representan mis intereses m ás antiguos y m ás
nuevos, situándolos en una red de conceptos no m uy tupidam ente en­
tretejidos. El m otivo del carácter poco tupido del tejido es dar fe de
que estoy tan interesado en la interconexión de estos textos com o en
sus texturas individuales y que deseo dejar abierto, o mantener fecun­
damente abierto, el m od o com o cada cual establezca las transiciones
de uno a otro.
U n o de los conjuntos de estas conexiones posiblem ente constitu­
ya el pensam iento más omnipresente, y sin em bargo casi inexplícito,
de las presentes conferencias: que el sentido de lo ordinario que mi
obra deriva del ejercicio del segundo Wittgenstein y de J. L. Austin, en
su atención al lenguaje de la vida ordinaria o cotidiana, está respalda­
do por Emerson y Thoreau en su devoción al tipo de cosa que ellos lla­
m an lo com ún, lo familiar, lo cercano, lo bajo. Esta conexión significa
que yo entiendo am bos desarrollos — filosofía del lenguaje ordinario y
transcendentalismo americano— com o respuestas al escepticism o, a
esa ansiedad concerniente a nuestras capacidades hum anas en tanto
que cognoscentes que, cabe asumir, abre la filosofía m oderna con D es­
cartes, ansiedad interpretada por esta filosofía com o sujeción hum ana
a la duda. M i itinerario hacia dicha conexión consiste, a la vez, en re­
trotraer a los filósofos del lenguaje ordinario y a los transcendentalistas
americanos hasta el esclarecimiento kantiano de que es la R azón quien
dicta lo que nosotros entendem os por m undo, así com o en mi percep­
ción de que la ordinariedad en cuestión nos habla de una intim idad
con la existencia, y de una intim idad perdida, equiparable a la desespe­
ración del escepticismo acerca del m undo. Estos itinerarios, por ejem ­
plo desde Em erson hasta Wittgenstein, se encuentran anticipados en
un pensam iento que he form ulado muchas veces durante estos años,
nunca de m odo suficientemente efectivo — el pensam iento de que la
filosofía del lenguaje ordinario no es una defensa de lo que pueda pre­
sentarse com o ciertas creencias fundam entales, privilegiadas, sobre el
m undo y las criaturas que lo habitan sino, entre otras cosas, una im ­
pugnación de esa presentación en nom bre de, por decirlo así, la estima
de lo ordinario. De m od o que los epistem ólogos que piensan refutar
el escepticism o asum iendo la defensa de las creencias ordinarias, tal
vez sugiriendo que hay un sentido en el que dichas creencias son cier­
tas, o suficientemente probables para los propósitos hum anos, han su­
cum bido ya al escepticismo, están viviendo en él.
Pero este pensam iento m ío proclam a a voces que debe ser inefecti­
vo, así com o tam bién ofensivo. En efecto, veám oslo de la siguiente
manera. Nuestro pensam iento equivale a la reivindicación de que una
expresión tal com o «el m undo existe y yo y otros en él» no expresa una
creencia sobre el m undo; dicho con otras palabras, equivale a la reivin­
dicación de que creencia no es el nom bre de mi relación con la exis­
tencia del m undo y de mí m ism o y otros en él; y que insistir en que sí
lo es está en desacuerdo con nuestra palabra ordinaria «creencia». Pero
si esto es así, alguien que haya llegado a la conjetura de que quizá el
m undo y yo y otros en él no existen o de que, en cualquier caso, no
podem os saber con certeza si existen, debe pensar sim plemente: tanto
peor para nuestras palabras ordinarias, y para cualquier cosa que se
imagine podría haber sido otra relación con el m undo.
Después de bastantes repeticiones y variaciones de este patrón de
inconsecuencia o irresolución — o dicho de otra forma, después de
unas quinientas páginas de una tardía tesis doctoral sobre el tema—
concluí que el argumento entre el escéptico y el antiescéptico no tenía
ninguna conclusión satisfactoria, o que yo no buscaría ninguna. Esto
me dejó en un lugar que llamé N inguna Parte, o más específicamente
me dejó decepcionado. Quiero decir que cuando empecé a pensar y es­
cribir la salida de mi ninguna parte, descubrí que de lo que estaba es­
cribiendo era sobre la decepción, sobre las decepciones que consum en
la vida en las tragedias de Shakespeare, pero tam bién sobre las decep­
ciones con el conocim iento que consum en la filosofía com o queda ex­
presado en las Investigacionesfilosóficas de Wittgenstein. Siguiendo estos
senderos, con alguna razón para creer que sus encrucijadas eran defini­
tivas para mi dirección filosófica, fue com o llegué a la idea de que la
tarea de la filosofía no estaba tanto en derrotar el argumento escéptico
com o en protegerlo, com o si el beneficio filosófico del argumento es­
tuviera en m ostrar no cóm o podría acabarse con él sino en m ostrar por
qué tenía que em pezar y por qué no debe tener ningún final, al menos
dentro de la filosofía, o de lo que entendem os por filosofía.
En este punto, mi pensam iento era que el escepticism o es un lugar,
probablem ente el lugar secular fundam ental, donde se expresa el deseo
hum ano de negar la condición de la existencia hum ana; y en la m edi­
da en que esta negación es esencial a lo que entendem os por lo hum a­
no, el escepticism o no puede, o no debe, ser negado. Esto hace del es­
cepticism o un argumento interno a la criatura hum ana individual, o
separada; por decirlo así un argumento del yo consigo m ism o (por en­
cima de su finitud). Y llegó a parecerme que esto m ism o se expresa
com o una especie de argumento del lenguaje consigo m ism o (por en­
cima de su esencia) cuando desarrollaba la idea de que las Investigacio­
nes de Wittgenstein no están escritas — com o según m i experiencia ha­
bía sido uniform em ente asum ido— com o una refutación del escepti­
cism o (com o si el problem a del escepticism o estuviera expresado por
una tesis), sino com o una respuesta a lo que he dado en llamar la ver­
dad del escepticism o (com o si el problem a del escepticism o se expresa­
ra por su amenaza, o tentación, por el sentido que tenem os de caren­
cia de fundam entos). La forma en que desarrollo este punto en rela­
ción con las Investigaciones parte del pensam iento de que nosotros
com partim os criterios por cuyo m edio regulamos nuestra aplicación
de los conceptos, por cuyo m edio, junto con lo que Wittgenstein lla­
m a gramática, establecem os las condiciones cam biantes de la conver­
sación; en particular parte del pensam iento de que la fuerza explicati­
va de la idea de criterio de Wittgenstein depende de que se acepte que
los criterios, con todo lo necesarios que son, están abiertos a nuestro
rechazo, o insatisfacción (y en consecuencia que conducen al y provie­
nen del escepticism o); y de que se acepte que nuestra capacidad de ser
decepcionados por ellos es esencial a nuestra form a de poseer el len­
guaje, tal vez de la m isma forma en que Descartes descubrió que nues­
tra capacidad de error es esencial a la posesión de libertad por parte de
la voluntad. (Si no pudiéram os rechazarlos no serían nuestros, de la for­
m a que descubrimos que lo son; no serían responsabilidad nuestra.) El
relato de este trabajo se encuentra en la primera y especialmente en la
cuarta y última parte de L a reivindicación de la razón, las dos partes cen­
trales de ese libro contienen esencialmente la disertación doctoral que
unos veinte años antes había desem bocado en mi N inguna Parte.
La pista que quiero rastrear en estas conferencias es algo que conti­
nuó exigiendo que se le prestara atención durante la cuarta parte de ese
libro: el afloramiento de m om entos y líneas del rom anticism o. C uan ­
do al producirse cada uno de estos estallidos intentaba dar expresión a
dicha exigencia (para futuras referencias, por decirlo así), sentía que p o ­
nía en peligro el final de mi relato, aunque sólo fuera porque no sabía
m uy bien, o no sabía cóm o, hacerme cargo de ella. Pero mi ignorancia
se ha convertido en un lujo que no puede servirme com o excusa por
más tiem po, porque, después de terminar el libro, las presiones para
empezar a desvelar la conexión con el rom anticism o se hicieron írresis-
tibies. U na señal de estas presiones es mi constatación del sentido en
que la obra de Emerson y Thoreau respaldan la filosofía del lenguaje
ordinario al hablar de una intimidad, o una intim idad perdida, con la
existencia — señal que acepta la reivindicación de que el transcenden­
talism o establecido en sus páginas es lo que llegó a ser el rom anticism o
en América.
De acuerdo con lo dicho, y dado mi interés en colocar la preocu­
pación de W ittgenstein y Austin por lo ordinario y cotidiano al lado
del énfasis de Em erson y Thoreau sobre lo com ún, lo cercano y lo
bajo, resulta comprensible que finalmente deseara entender m ás de la
notoria dedicación de las facultadas poéticas de Wordsworth, en el pre­
facio a las Baladas líricas, a «[hacer] interesantes los incidentes de la
vida com ún», y su elección para llevar a cabo este propósito de la «vida
rústica y baja» junto con el lenguaje de los hom bres que llevan esa
vida, que Wordsworth considera «un lenguaje m ucho m ás filosófico
que el que los poetas frecuentemente ofrecen en sustitución». M i inte­
rés por Coleridge sigue líneas similares, pero tiene rasgos especiales que
aparecerán cuando le lea con cierto detalle en los capítulos que siguen.
Lo que yo entiendo por rom ántico pretende encontrar su evidencia
— fuera de los escritos de Em erson y Thorau— en los textos de Word­
sworth y Coleridge que explícitamente considero. Si lo que digo del
rom anticism o es falso de estos textos, entonces, para mis propósitos
aquí, es falso del rom anticism o, y punto. Si lo que digo es verdadero
pero confinado sólo a los textos bajo consideración, me sentiría sor­
prendido pero no abatido; sé m uy bien que, en cualquier caso, tengo
mucho trabajo por delante. Me he decidido a hablar sobre temas y tex­
tos veteranos no sólo porque quiero que la evidencia que presento,
aunque escasa, sea com partida lo más am pliam ente posible, sino tam ­
bién porque ahora no estoy interesado en sutilezas de definición o his­
tóricas. Lo que digo sobre mis ejemplificaciones románticas sólo pue­
de ser provechoso si es obvio — tan obvio com o los otros ejemplos
que utilizan los filósofos. (En este punto m e p on go del lado de los fi­
lósofos para quienes lo obvio es el tema de la filosofía, com o por ejem­
plo Wittgenstein y, en parte, Heidegger.)
Pero fijém onos por un m om ento, antes de volver a América, en la
magnitud de la reivindicación que hay en querer hacer interesantes los
incidentes de la vida com ún. Adem ás de la palabra «com ún», conside­
remos las palabras «hacer» e «interesante». La m odesta form ulación de
Wordsworth transmite ante todo su rivalidad con otras concepciones
de la poesía, puesto que el verbo «hacer» se cita siempre com o la tarea
que la palabra poesía declara asumir com o suya. Es de presumir que
con ello se pretende llamar la atención sobre el hecho de que los poe­
mas son algo hecho, inventado, algo creado, en consecuencia, por
creadores; esto vendría confirm ado en una observación com o la de
Auden, acerca de que «la poesía no hace que ocurra nada». Lo que las
palabras «hacer interesante» dicen es que la poesía ha de hacer que ocu­
rra algo — en cierto m odo— a aquel a quien le hable; algo interno, si
se prefiere decirlo así. El hecho de que lo que ha de ocurrir a ese quien
es que él o ella llegue a interesarse en algo, se alinea con la meta que
yo he asum ido ser la am bición rectora explícita de Walden, y con las
empresas de filósofos tales com o W ittgenstein y Austin. Todos ellos
nos perciben com o no interesados, en una condición de aburrimiento,
lo que consideran com o, entre otras cosas, un signo de suicidio intelec­
tual. (Así, la metafísica sería vista com o una m ás de las falsas o fantás­
ticas excitaciones que el aburrimiento anhela. Y así puede que ocurra
con las actividades a las que se apela para refutar o sustituir la metafísi­
ca, por ejem plo las apelaciones a la lógica y al juego.) Esto es lo que
Wittgenstein tiene contra la metafísica, no sólo que produce proposi­
ciones sin significado — lo que, incluso en el sentido en que esta afir­
mación es verdadera, sólo sería un derivado de sus preocupaciones.
M ás bien, su diagnóstico es que la metafísica es algo vacío, vacío de in­
terés, com o si la filosofía estuviera m otivada en este caso por una vo­
luntad de vacío. C uando Austin dice de los ejem plos filosóficos que
son «insípidos» (Sense and Sensibdia, pág. 3), está utilizando una palabra
de sala de profesores para nombrar, con todas las debidas diferencias
de sensibilidad, la nada de Nietzsche. ¿Q ué término peor de crítica tie­
ne Austin a su alcance? (Es com o s i j. P. M organ dijera de la garantía
de un negocio que es nula.)
M e doy cuenta de que las conexiones del tipo que propongo aquí
no son precisamente naturales para la filosofía profesional: leer textos
de Wordsworth y Coleridge, por ejem plo, com o si respondieran a los
m ism os problem as que tienen los filósofos, y respondieran incluso de
form a similar (forma que no puede disociarse del pensam iento), no es
el m odo com o cabe esperar que proceda un filósofo perteneciente a la
tradición y profesión de la filosofía de habla inglesa. M i interés al m en­
cionar esto estriba en hacer constar que los procedim ientos y conexio­
nes que ofrezco aquí tam poco son exactamente extraños a esa profe­
sión, que dichos procedim ientos y conexiones representan más bien,
en mi pensam iento, una disputa con ella, lo que en consecuencia reco­
noce una afinidad con la misma. Pero entonces debería abordar cuan­
to antes el tema principal de este primer capítulo introductorio, dicien­
do algo sobre cóm o veo yo las diferencias de mis procedim ientos y co­
nexiones con los de esa profesión, lo que habrá de significar decir algo
sobre la filosofía com o profesión, algo que para mí significa decir algo
acerca de por qué Em erson y Thoreau no son considerados m iem bros
de ella.
Pero antes, un par de palabras para indicar mi itinerario desde La
reivindicación de la razón hasta la pista del Romanticismo.
Ese libro es profundam ente deudor de una idea que llam o recono­
cimiento, y que constituye una clave para la manera de ver tanto la
problem ática del escepticismo com o de la tragedia. Esta idea ha sido
criticada, en general, sobre la base de que al ofrecer una alternativa a la
meta hum ana del conocim iento, o bien abandona la aspiración a la ra­
zón por parte de la filosofía o, de otro m odo, está sujeta a las m ismas
dudas que el conocim iento. Tal vez semejante crítica asume que mi
idea ofrece algo así com o una m odalidad del sentimiento en sustitu­
ción del conocim iento, y es probable que se practicaran m aniobras de
este tipo en teología y filosofía moral cuando las pruebas de la existen­
cia de D ios fueron repudiadas y se hizo increíble la base racional de los
juicios morales. Estos resultados pueden parecerse al deseo de un ro­
m anticism o sentimental; si dichos resultados fueran aquellos hacia los
que yo me había m ovido, tendría la firme impresión de poseer una
com prensión de la em oción o sentimiento m ejor que la que yo m ism o
hubiera podido extraer de semejantes filosofías. O quizá la crítica al re­
conocim iento considera que mi idea ofrece una alternativa al conoci­
m iento en una dirección diferente, por ejem plo com o la que se expre­
sa en el título Skepticism and A n im a l Faith de Santayana. Pero en Santa-
yana las nociones de escepticism o y fe se refieren a un reino de cosas
(a saber, de esencias) que él define com o establecidas m ás allá del co­
nocim iento, una tendencia que es casi com pletam ente hostil a mi for­
m a de pensar. Aun cuando se supone que la palabra «animal» m odifi­
ca la palabra «fe» en el título de Santayana, la fe queda situada fuera del
alcance de nuestra palabra ordinaria. C uando apareció este extremo en
mi disertación, formulé la siguiente sugerencia, a m odo de cuestión fi­
nal de sus páginas sobre el escepticism o, declarando mi ninguna parte:
«¿C ó m o se consigue esa fe [la supuesta fe de que existen las cosas de
nuestro m undo], cóm o se expresa, com o se profundiza, cóm o se pone
en peligro, cóm o se pierde?» (La reivindicación déla razón, pág. 243).
Pero yo no propongo la idea de reconocim iento com o una alter­
nativa al conocim iento, sino más bien com o una interpretación del
m ism o, que es lo que considero que la palabra «reconocim iento», al in­
cluir la palabra «conocim iento», sugiere por sí m ism a (o quizá sugiera
que conocer es un interpretación de reconocer). En un ensayo sobre
la tragedia de E l rey Lear digo: «Pues la finalidad de renunciar al co ­
nocim iento es, p or supuesto, conocer» («The A voidance o f Love»,
pág. 325), com o si lo que obstaculizase el cam ino hacia un conoci­
m iento ulterior fuera el conocim iento m ism o, tal y com o éste está es­
tablecido, tal y com o se concibe a sí m ism o; algo no extraño a la his­
toria del conocim iento com o se manifiesta en la historia de la ciencia.
Si no fuera así, el concepto de reconocim iento no tendría ninguna fun­
ción en el progreso de la tragedia.
Pero mi concepto de reconocim iento no ha producido las princi­
pales sospechas en esta dirección, ni en la reivindicación de que la tra­
gedia es el despliegue del escepticism o; sino, cabe decir, en la dirección
opuesta de que el escepticism o es la representación de una tragedia, y
en consecuencia que nuestras vidas ordinarias participan de la tragedia
al participar del escepticism o (Chéjov llama com edias a esas vidas, sin
duda com o una concesión a lo lim itado de nuestras circunstancias).
Esto significa que una región irreducible de nuestra infelicidad es natu­
ral en nosotros pero al m ism o tiem po no natural. D e m odo que el es­
cepticism o está tan vivo en nosotros com o, digam os, el niño.
Thoreau denom ina tranquila desesperación a esta condición cotidia­
na; Emerson la llama melancolía silenciosa; Coleridge y Wordsworth
son propensos a decir abatim iento o desaliento; Heidegger habla de
ella com o el som brío término m edio; W ittgenstein com o de nuestro
hechizam iento; Austin com o la profundidad del beodo (de la que sa­
bía m ás de lo que deja traslucir) y com o falta de seriedad. Descubrir los
grados de libertad que tenemos en esa condición, m ostrar que es a la
vez innecesaria pero de algún m odo, precisamente por ello, casi nece­
saria, casi inescapable, som eter a diagnóstico su presentación com o
una necesidad, en orden a encontrar necesidades m ás verdaderas, es la
búsqueda romántica a la que me uno gustosam ente. Escribiendo sobre
Final de Partida de Sam uel Beckett expreso esta percepción de lo coti­
diano com o «lo extraordinario de lo ordinario», una percepción de la
extrañeza, o surrealismo, de lo que llam am os, y a lo que nos adapta­
m os, com o lo usual, lo real; una visión captada en las primeras páginas
de Walden cuando su autor al hablar de sus habitantes los ve inmersos
en fantásticos rituales de penitencia, una percepción de arbitrariedad
en lo que dichos ciudadanos llaman necesidades. En este aspecto Wal­
den enlaza con aquellas obras de nuestra cultura característicamente de­
dicadas a un ataque de las falsas necesidades, por ejem plo con la visión
de Platón de los hum anos m irando fijamente a la pared de una cueva,
o con la idea que tiene Lutero de nosotros com o cautivos, o la opinión
que sobre nosotros tienen Rousseau y Thoreau com o seres encadena­
dos, o en la percepción de nuestra autosubyugación en las historias de
casos aducidas por M arx y Freud.
Esta historia de la dedicación al descubrimiento de la falsa necesi­
dad es lo que me llevó a la am bigüedad del título del libro, En busca de
lo ordinario; me llevó al sentido de que lo ordinario está sujeto a la vez
a autopsia y a presagio, enfrentando a la vez su final y su anticipación.
L o cotidiano es ordinario porque, después de todo, es nuestro hábito,
o hábitat; pero puesto que esa m ism a inhabitación se nos hace percep­
tible de vez en cuando — a nosotros que la hem os construido— com o
extraordinaria, cabe concebir que algún otro lugar, o este lugar construi­
do de otro m odo, ha de ser lo que es ordinario para nosotros, ha de ser
lo que los románticos — incluyendo por supuesto tanto a E. T. com o a
Smike, el alterego de Nicholas Nickelby— llaman «hogar».

Probablemente el texto m ás fam oso que pueda aducirse sobre la


cuestión de la profesionalización de la filosofía es el que nos ofrece
Thoreau en los primeros párrafos de Walden: «H oy día hay profesores
de filosofía, pero no filósofos» (cap. 1, parágrafo 19 [de ahora en adelan­
te citado com o 1.19]). Siempre que lo oigo, esta sensación es invocada
com o una burla de los académ icos, y, en parte al m enos, seguramente
es así. Pero suponer que la burla sea todo, o principalmente, el blanco
de esa sensación es subestimar la com plejidad de Thoreau, por no
m encionar la am plitud de sus esperanzas y decepciones; y ciertamente
es subestim ar la atención que presta Thoreau a lo que nosotros llama­
m os profesores de filosofía. Lo que dice acerca de «hoy día» — la desa­
parición de la filosofía— no es algo que haya sido producido, o pueda
hacerse revertir, por un grupo particular de gente, llámense profesores
de filosofía. Tal vez ayude a nivelar la balanza si citam os la sentencia,
m ucho m enos fam osa, que sigue a la que acabam os de mencionar:
«Sin embargo es admirable profesarla [la filosofía] porque en otro
tiem po fue admirable vivirla.» Pero puesto que Thoreau dirá más tarde
en ese primer capítulo que por filosofía entiende una econom ía de
vida (1.72), y puesto que «una econom ía de vida» es una breve descrip­
ción perfectamente precisa de la totalidad de Walden, debería concluir­
se que Thoreau quiere reivindicar lo que dice en Walden com o filóso­
fo. Pero entonces, ¿por qué dice que no hay filósofos hoy día?
Se me ocurren varias razones. En primer lugar, la franqueza de la
confesión de su aspiración a la filosofía le convierte, literalmente, en
un profesor de filosofía, en alguien que la reconoce; y si eso es distin­
to a ser filósofo, entonces Thoreau no es filósofo. En segundo lugar, si
ser admirable es esencial al m od o de vida de la filosofía entonces T ho­
reau tam poco es un filósofo, porque su vida ni es declarada admirable
(por el contrario, Thoreau describe sus efectos sobre otros com o una
vida susceptible de ser cuestionada) ni debería ser declarada así (lo que
debería, si atrae a alguien, es ser vivida). La tercera razón es que cuan­
do este autor emplea una expresión com o «hoy día» deberíam os p o ­
nernos en alerta respecto a los m odos en que el tiem po es uno de sus
juguetes favoritos: en el tercer capítulo se identifica con el «antiguo fi­
lósofo egipcio o hindú [cuando éstos] levantaron el velo de la estatua
de la divinidad», diciendo que «no ha transcurrido ningún tiem po»
— «era yo en él lo que entonces era tan audaz y es él en mí lo que aho­
ra revive la visión»— ; y en el segundo capítulo describe un sitio en el
que se ha sentado com o un lugar en el que ha vivido. («¿Q ué es una
casa sino una sedes, un asiento? — m ejor si se trata de un asiento en el
cam po. Descubrí varios lugares para una casa... Ahí podría vivir, me
dije; y allí viví, durante una hora, la vida de un verano y de un invier­
no.») En consecuencia, Thoreau podría em plear «hoy día» para signifi­
car el período total de la filosofía desde Platón, o los Presocráticos, es
decir, desde lo que nosotros llam am os el establecimiento de la filoso­
fía; o podría querer decir tam bién que precisamente ahora, desde que
se ha puesto a escribir su libro, está profesando y no viviendo la filoso­
fía, y que esto es admirable (sólo) porque la vida anterior, que su libro
describe, era admirable. Sin embargo, y en cuarto lugar, puesto que yo
v considero que Thoreau reivindica adem ás que su escritura constituye
una parte de su m odo de vida, una instancia de la vida de la filosofía,
creo que lo que dice, o implica, es que el lector no podrá entender su
reivindicación de ser filósofo hasta que no entienda qué significa ser su
lector, qué es lo que él, Thoreau, pide de la com prensión. «H oy día»
inscribe el hecho de que el lector llega a sus palabras después de que el
escritor las ha abandonado, en consecuencia — y ésta es una reivindi­
cación central de mi libro sobre Walden— que se reafirma en identifi­
car su libro com o un testam ento; com o una prom esa, para decirlo con
palabras de Lutero, a la vista de la muerte del testador; de m odo que la
vida descrita en el libro de Thoreau se declara term inada cuando el lec­
tor llega a sus páginas. Por tanto no hay ahí ningún filósofo hoy día, a
m enos que el lector sea uno de ellos, es decir, a m enos que acepte la
prom esa com o suya, lo que significaría identificarse com o alguien que
«revive su visión».
C uando escribía The Senses o f Walden, llegué a un punto donde me
sorprendí haciéndom e la siguiente pregunta: «¿C ó m o es que América
no se ha expresado nunca ella m ism a filosóficam ente? ¿O sí que lo ha
hecho...?» (pág. 33) — tipo de pregunta ésta que im plica que si nos hu­
biéram os expresado filosóficam ente, no podríam os reconocer que lo
hem os hecho; com o si continuásem os careciendo de autoridad para
asum ir la autoridad de nuestras mentes. Y el contexto de la pregunta
im plicaba que considero que la pregunta por la expresión filosófica
americana va unida a la de si Thoreau (y Em erson) han de ser acepta­
dos com o filósofos. N o se trata de que yo no supiera en 1970 que
América estaba asum iendo bastante bien el liderazgo de lo que se lla­
m a filosofía analítica angloamericana, que es la mitad de lo que en el
m undo Occidental se llama filosofía. Tam poco es el caso de que yo
perciba esta m itad com o extraña al genio americano, com o si todavía
se estuviera traficando, por decirlo así, con im portaciones procedentes
de la Viena y el Berlín de la década de 1930. El positivism o lógico en­
contró una genuina camaradería intelectual en, por ejemplo, ciertas
tendencias del pragm atism o americano. Para mí era y sigue siendo tan
sólo una pregunta, si el pragm atism o, citado a m enudo com o la con­
tribución americana a la filosofía m undial, es expresivo del pensam ien­
to americano — de la forma que yo entendía que ese pensam iento p o ­
día ser o había sido expresado. ¿Es ésta una pregunta razonable?
Tal vez pueda entenderse algo de lo que tenía in mente si recorda­
m os el fam oso discurso de M ax Weber, «La ciencia com o vocación»,
pronunciado en 1918, casi a m itad de cam ino entre el presente escrito
y el año que Thoreau terminaba Walden. En su discurso, el término
ciencia incluiría la filosofía com o una disciplina separada. Weber em ­
pieza identificando «práctica y esencialmente» la cuestión respecto a
las condiciones materiales de la ciencia com o vocación con la siguien­
te pregunta: «¿Cuáles son las perspectivas de un estudiante graduado
que haya resuelto dedicarse profesionalmente a la ciencia en la vida
universitaria?» En cualquier caso, esta identificación todavía es válida,
prácticamente hablando, en América: las condiciones para que alguien
se dedique a la filosofía son esencialmente las perspectivas de tener un
puesto en el departam ento de filosofía de alguna Universidad. Sin em ­
bargo, deberíam os sentir cierta incom odidad al conceder este extremo,
incom odidad que Weber difícilmente podía haber sentido. Weber con­
taba con un par de seguridades que creo nos faltan a nosotros. Tenía la
seguridad de que en su cultura los filósofos podían alcanzar la filosofía
autorizada (cabe asumir que la m isión de Kant y Hegel fue haber de­
m ostrado esto, en cierto m odo para nuestra confusión); y, simultánea­
mente, tenía la seguridad de que dicho logro form aba parte de la he­
rencia literaria com ún que había p rolon gad o y aum entado, por
ejem plo, el propio Weber. Por el contrario puede afirmarse que los in­
telectuales americanos no tienen nada en com ún, es decir, nada de la
cultura superior. (Tal vez de esto se siga que ninguna filosofía america­
na podía, por sí m ism a, dar expresión a América.)
Puedo im aginar varias respuestas, unas m ás burdas que otras, a lo
que podría parecer un deseo m ío de que filosofía y literatura partici­
pen la una en la otra. U na de estas respuestas sería que la naturaleza de
la filosofía profesional — tanto del análisis angloam ericano com o de la
sistematización continental— consiste precisam ente en abandonar, e
incluso rehuir, los placeres y seducciones de la literatura. ¿Y no consti­
tuye esto una fidelidad a los orígenes de la filosofía en Platón, quien ex­
cluyó la poesía de su república filosófica? Pero esto difícilmente servi­
rá com o una respuesta hasta que sepam os por qué la desterró; y no po­
dem os saber por qué, creo, hasta que sepam os qué significa que la
filosofía está en competición con la poesía, com o si rivalizara por el m is­
m o galardón. Además, algo de lo que Platón incluyó en su filosofía es
lo que cabría llamar la exigencia de terapia, y la filosofía profesional, en
general, no sigue servilmente a Platón en este punto. Se entendió que
la filosofía, com o la poesía, tenía el poder de cam biar a la gente, de li­
berar el alma de la esclavitud. En los dos últimos m ilenios han apare­
cido otros contrincantes, adem ás de la filosofía y la poesía, en el cam ­
po de la terapia; lo ha hecho la religión y, m ás recientem ente, la psi­
coterapia (aunque aquí necesitam os un térm ino distinto que cubra el
asalto directo a la mente por sus practicantes desde M esm er hasta
Freud). Ciertam ente, hay buenas razones para alegrarse de que la fi­
losofía haya rehuido el oficio de terapeuta; me atrevo a decir que
son, en general, las m ism as razones por las que alegrarse de que la fi­
losofía se haya hecho profesional. Tengo la im presión de que aque­
llos profesionales que consideran p oco serio a W ittgenstein co m o fi­
lósofo, no consideran nada en serio su vinculación de los procedi­
m ientos filosóficos a las prácticas terapéuticas. Claro que yo no deseo
ver que la filosofía, com o profesión, vuelva al oficio de terapeuta, en
to d o caso no com o la filosofía está establecida, y no a lo que proba­
blem ente todos nosotros entendem os p o r terapia; pero confieso que
la idea es m ás dolorosam ente ridicula de lo que m e gustaría que fue­
se, porque soy de la opinión de que la filosofía está, o debería estar­
lo, obsesion ada por el éxito de su huida de esta exigencia. Podría ex­
presar mi punto de vista diciendo que si la filosofía, la literatura y la
terapia se concibieran de form a tal que se im pidiera llegar a apreciar
su rivalidad m utua, entonces se habría perdido algo que yo conside­
ro parte de la aventura filosófica, quiero decir, una parte de su aventu­
ra intelectual.
Que nada de la cultura superior nos es com ún significa que para
nosotros ningún texto es sagrado, que ninguna obra con semejante
am bición ha de ser preservada a cualquier precio. Pero entonces esto es
una conclusión, o m ejor una prem isa, a la que Em erson y Thoreau
desean que lleguem os. En palabras de Em erson: «alrededor de todo
círculo puede trazarse otro distinto» y «todo lo que consideram os es­
tablecido se conm ueve y tam balea; y la literatura, ciudades, clim as y
religiones abandonan sus fundam entos y danzan ante nuestros ojos»
(«Círculos»).
Todo esto tiene sus éxtasis de expectativa e igualdad, lo que pesa en
el lado positivo de la balanza. Pero piénsese lo que significa para nuestra
vida intelectual cotidiana. Si Emerson y Thoreau son los pensadores fun­
dadores de la cultura americana, pero el conocim iento de los mismos,
aunque poseído por grupos fluctuantes de individuos, no es poseído en
com ún por esa cultura, ¿qué cam ino nos queda entonces para llegar a
entendem os sobre las cuestiones que más nos importan, com o podrían
im portam os, por ejemplo, las cuestiones de filosofía y arte?
U na amnesia cultural tan extraordinaria ha de tener múltiples orí­
genes. C o m o pábulo para la reflexión cito tres sentencias del reciente
libro de Bruce Kuklick titulado The Rise o f American Philosophy. Cam­
bridge, Massachusets, 1860-1930 [El surgimiento de la filosofía americana:
Cambridge, Massachusetts, 1860-1930]. El libro presenta la historia de la
filosofía americana propiam ente dicha com o algo que em pieza con el
conflicto engendrado por el ataque del Transcendentalism o al Unita-
rianismo, el cristianismo de la alta burguesía de Boston. Kuklic descri­
be la situación de la siguiente manera: «C uan do el Transcendentalismo
atacó los fundam entos de la fe aceptada, los seglares unitarios se vol­
vieron a la filosofía [especialmente a los filósofos de Harvard] para que
apoyase la religión establecida. El laicado no fue decepcionado... Los
pensadores de Harvard, eruditos y expertos en argumentación, de
m od o consistente desbordaron filosóficam ente al Transcendentalis­
m o. A unque Em erson y su fam oso circulo conquistaron a un grupo de
conversos, las bases filosóficas del Unitarianism o siguieron inam ovi­
bles» (pág. 10). Kuklick piensa, colijo, que ése fue un gran día para la fi­
losofía americana; pero sin cuestionar esto com o el inicio de la filoso­
fía americana en tanto que disciplina ni contestar directamente a la
evaluación positiva del m ism o, considérese qué origen tan extraordina­
rio es éste, extraordinario aunque fuera plausible considerado com o tal
inicio. El período en cuestión es la m itad del siglo xix, época en que
M arx (en la introducción a su libro pretendidam ente sobre la Filosofía
del derecho de Hegel) podía proclam ar que «la crítica de la religión había
sido com pletada en su m ayor parte. Aunque pensadores com o Nietz-
sche y Heidegger conseguirían mostrar cuán poco com pleta era dicha
crítica, la observación de M arx nos recuerda los siglos durante los que
la filosofía europea había estado estableciendo sus bases m odernas en
lucha con la religión, constituyendo una am enaza para la religión ya
sea en forma de ataque (com o, por ejem plo, en H um e) o bajo la forma
de una defensa (com o, por ejem plo, en Kant), porque el precio que la
religión paga por la defensa de la filosofía es su dependencia ulterior
de los términos filosóficos; y lo filosófico es tan celoso de su autono­
mía (llámese a esto Razón) com o lo religioso lo es de la suya (llámese
a esto Fe).
Por consiguiente, aun cuando se interpretara la defensa de una re­
ligión establecida por parte de los filósofos de Harvard, a m itad del si­
glo xix, no com o el inicio de la historia de la disciplina americana de
la filosofía sino com o un signo de que dicha disciplina todavía no ha­
bía em pezado a ser independiente, la moraleja sólo puede ser que el
desarrollo intelectual americano está desfasado respecto de los desarro­
llos europeos, algo que quizá ya sabíam os. Pero lo que nos cuenta la
otra m itad del relato de Kuklick es que la defensa filosófica fue asum i­
da precisamente contra Em erson y el Transcendentalismo, y en este
punto la defensa parece haber sido m ucho más duradera. H asta donde
yo sé, no ha existido ningún m ovim iento serio, dentro de la disciplina
de la filosofía americana resultante, que aceptase a Em erson com o filó­
sofo. Ahora la moraleja probablem ente sea, naturalmente, la que ex­
trae el propio Kuklick, a saber, que Em erson y Thoreau han de ser re­
putados com o filósofos amateurs, hacia quienes, tal sería la im plica­
ción, no existe ninguna obligación profesional. Pero supongam os que
una moraleja más acertada es que Em erson y Thoreau son amenazas,
o digam os estorbos, tanto para lo que hem os aprendido a llamar filo­
sofía com o para lo que llam am os religión, com o si la filosofía tuviera
entonces, y siguiera teniendo ahora, un interés por su propia parte en
considerarlos amateurs, un interés, creo que puedo decirlo así, en repri­
mirlos. Esto implicaría que dichos pensadores proponen, y encam an,
un m odo de pensam iento, un m odo de precisión conceptual, tan es­
merado com o cualquier otro que pueda imaginarse dentro de la filoso­
fía establecida, pero imperceptible para esa filosofía porque se basa en
una idea de rigor extraña a su sistema.
Antes de dar nom bre a este extraño rigor, he de indicar al m enos
alguna forma de evitar, o posponer, una arraigada y decisiva considera­
ción que los filósofos profesionales aducirán para negarse a escuchar
hasta el final una articulación de la intuición de que la obra de Emer-
son y Thoreau merece justificadamente el nom bre de Filosofía — la
consideración de que, sin tener en cuenta lo que cada cual entienda
por, digam os, precisión conceptual, una obra com o Walden no tiene
nada que quepa llamar argumentos. Y mientras que es posible que al­
guien quede impertérrito ante la perspectiva de una filosofía que pres­
cinde de su dim ensión terapéutica, nadie habrá de sentirse cóm odo
ante la idea de una filosofía que abandone la tarea argumentativa. Pero
supongam os que lo que en filosofía se entiende por argumentación es
una form a de aceptar la plena responsabilidad por el propio discurso.
Entonces, la atención que requiero depende de la idea de que hay otra
forma, otra forma filosófica (pues la poesía tendrá la suya, com o la te­
rapia tendrá la suya propia) de aceptar dicha responsabilidad.
Voy a llam ar lectur^ a esta otra forma filosófica; otros puede que la
llamen interpretación filosófica. Esto asocia a Em erson y Thoreau con
la tradición filosófica continental y, a la vez, los distingue de ella. Los
asocia de acuerdo con la idea, com o digo al principio de L a reivindica­
ción de la razón, de que la filosofía puede heredarse o bien com o un
conjunto de problem as a resolver (com o hace el análisis angloamerica­
no) o bien com o un conjunto de textos a leer (com o hace Europa
— excepto, claro está, donde se haya aceptado, o vuelto a aceptar, el
análisis). Cabe imaginar cuán diferentes imperativos de aprendizaje, di­
ferentes pautas de crítica y conversación, diferentes géneros de com po­
sición, diferente personalidad de los autores, habrán de surgir de esta
diferenciación en los m odos de herencia.
Puede reforzarse semejante labor imaginativa viendo cóm o la dedi­
cación a la lectura distingue a la vez a Em erson y Thoreau de la tradi­
ción continental. Para decir este cóm o, he de describir primero lo que
a veces he llam ado los dos m itos del filosofar, o los dos m itos del pa­
pel de la lectura en la escritura filosófica.
En uno de los dos mitos, el procedim iento del filósofo parte de ha­
berlo leído todo, en el otro de no haber leído nada. Tal vez semejante
dualidad se encuentre prefigurada en la división que existe entre la es­
critura de Platón y la conversación de Sócrates. Pero en nuestro siglo
está ilustrada de forma bastante nítida por el contraste entre la obra de
Heidegger, que asume el desfile de los grandes nom bres a lo largo de
toda la historia de la filosofía occidental, y la de Wittgenstein, quien
puede agenciárselas m encionando media docena de nom bres, y eso
sólo para identificar una observación que le sale al paso y que parece
conseguir su importancia filosófica sólo por el hecho de que él está
pensando sobre ella. Es com ún a los dos m itos la idea de que la filoso­
fía empieza sólo cuando ya no hay más textos que leer, cuando la ver­
dad que se busca se da ya por perdida, com o si se encontrara detrás de
ti. En el m ito de la totalidad, la filosofía todavía no se ha encontrado
a sí m ism a — y seguirá así hasta, al m enos, que ella te haya encontrado
a ti. En el m ito de la nada, la filosofía se ha perdido en sus primeras ex­
presiones.
Ahora puedo formular mi idea sobre una diferencia, dentro de su
afinidad, entre los Transcendentalistas y los Continentales del siguien­
te m odo: Aunque Em erson y Thoreau proceden con las tareas de la fi­
losofía — por ejem plo con la tarea de la responsabilidad sin fin por el
propio discurso— mediante algo que describen com o lectura, y no
com o argumentación, sin embargo no están m ás interesados en lo que
probablem ente nosotros llamaríamos textos filosóficos de lo que lo es­
tán en otros textos, y en realidad no hay nada más insistente en su m i­
sión filosófica que amonestar a los estudiantes contra la lectura sin más
de m uchos libros. N o es de extrañar que sean un estorbo para un cu­
rrículum universitario.
¿Entonces qué, o cóm o, recom iendan leer estos pensadores? Ini­
ciaré una respuesta a esta pregunta dedicando el resto del presente ca­
pítulo a leer algunas sentencias más de Walden sobre el tema, y luego
de «Auto-confianza» de Emerson.
H abiendo valorado la escritura por encim a de la palabra hablada y
tras descubrir que «los libros heroicos... serán siempre un lenguaje
m uerto en tiem pos degenerados», el autor de Walden interpreta «las pa­
labras escritas más nobles» sirviéndose de una sorprendente identifica­
ción: «existen las estrellas y quienes tal vez puedan leerlas» (3.4). Por su­
puesto, tenemos aquí una interpretación de la naturaleza com o texto,
pero se trata de una de las interpretaciones m ás claras que hace Tho­
reau de qué sea la lectura misma. Interpreta la lectura (invocando peli­
grosamente, para revisarla, la idea de la astrología) com o un proceso de
ser leído, com o algo que descubre tu destino en tu capacidad de inter­
pretación. «¿Querrás ser un lector, un sim ple estudiante, o un vidente?
Lee tu destino, com prende lo que hay ante ti y sigue adentrándote en
el tiem po futuro» (4.1). Si se capta el tono de Thoreau, se verá que lo
que hay ante ti no es precisamente algo en el futuro; lo que hay ante
ti, si por ejem plo estás leyendo, es un texto. Lo que pide a su lector es
que lo vea, que se convierta con él en un vidente. Sólo entonces pue­
des ir más allá de donde estás. A lo largo de Walden, Thoreau se descri­
be leyendo dos o tres libros en particular, y cada vez que lo hace es in­
terrumpido. U na vez, al principio de «Vecinos animales», la interrup­
ción está alegorizada abiertamente com o la personificación del Poeta
invitando a la personificación del Erm itaño a suspender su m editación
sobre unas sentencias de C onfucio para ir a pescar. El Erm itaño se re­
siste por un m om ento, pero luego accede a ese otro placer y necesidad.
Puesto que Thoreau emplea de m odo típico el estilo abierto y franco
para ocultar algo, cabe presumir que este intercam bio de personifica­
ciones se da en él m ism o, en consecuencia para declarar que su propio
deseo de escribir (de pescar con el poeta que hay en él) interrumpe su
deseo de leer; lo que de acuerdo con su forma de pensar significaría
que su escribir es una cuestión de escritura continuam ente interrumpi­
da, que la genuina escritura es una cuestión de detenerse a propósito
de algo que irrumpe, llámese a este algo m editación, o silencio, o llá­
mese lenguaje, o el presente. (Si «el presente», en este contexto, puede
entenderse com o «presencia» metafísica, y ésta a su vez com o «auto»-
presencia narcisista, entonces en esta alegoría la escritura acontece
com o la expresión o creación del deseo, algo que está m ás allá, algo
que se busca, que falta, algo que irrumpe. La escritura, com o tal, repre­
senta la recepción del lenguaje, de los otros. Entonces, cuando T ho­
reau insiste en escribir solo, en solam ente escribir, com o opuesto a ha­
blar [«un trabajo solamente de mis m anos», com o en el párrafo inicial
de Walden — aquí, no un trabajo de mi boca; pero esto se ofrecerá so­
bre el trasfondo de la dedicación de su boca a las palabras de D ios], lo
que está haciendo es retirar su inversión en los otros, devolviendo la
voz a sí m ism a, proclam ando un «regreso» a lo presocial [que entraña­
ría un «avance» a lo postsocial]; y entonces, su escritura representa, por
decirlo así, los estados previos a escribir, previos a su contraste con ha­
blar en público, previos a su irrupción [Thoreau llama a esto «hacer lo­
curas contra él m ism o»]. Todo lo cual sugiere el grado en que lo que
Thoreau llama «desobediencia», negarse a escuchar, pone ansiosos a
sus vecinos: com o si, si la sociedad persiste en sus trayectorias erróneas,
no hubiera ninguna seguridad de que esa sociedad sea capaz en el fu­
turo de introducirse en la soledad metafísica, es decir, que será una so­
ciedad pretendida, y consentirá en serlo)1.

1 En la introducción de 1972 a Los sentidos de Walden, en respuesta a una pregunta


anterior sobre si yo había leído a Derrida y a Lévi-Strauss, y a m odo de explicación, no
sin cierto embarazo incluso entonces, de por qué pensaba que mi ignorancia de la obra
de otros no hacía peligrar mi propio esfuerzo, dije: «Mis consideraciones sobre la escri­
tura como tal no pretenden ser generalidades concernientes a toda la literatura sino re­
conocimientos específicos de la intención del autor de este libro, en particular de dos fa­
ses de esa intención: hacer descansar su logro de la condición de la escritura como tal es­
pecíficamente sobre su logro de una genuina Escritura; y alarmar a su cultura negándole
su voz, i.e. retirándole su consentimiento...» Esta respuesta ha sido entendida, creo, por
algunos lectores de Los sentidos de Walden como una declaración de que mi libro no tie­
Otra interrupción de la lectura, en «Sonidos», sucede del siguiente
m odo. El escritor se describe «levantando la vista de mi libro» al oír pa­
sar un tren, y tarda un m om ento en darse cuenta de que lo que llama
«mi libro» es el que está escribiendo ahora. Y cuando mira en dirección
al tren, he aquí lo que ocurre. «Este cargam ento de velas rasgadas es
más legible e interesante ahora que si estuviera esculpido en papel y en
libros impresos. ¿Q uién puede escribir tan gráficamente la historia de
las tormentas que ellas han arrostrado com o lo hacen estos jirones?»
(4.12). Lo que ocurrió cuando levantó la vista de su libro es que conti­
nuó leyendo (y escribiendo). C ontinuó viendo lo que había ante él,
descubrió que el tren era legible, y se adentró en el tiem po futuro, por
ejem plo en su libro. Así que, después de todo, su lectura y escritura no
fueron interrumpidas. Q ue la lectura es una forma, o una meta, de la
visión, es algo atestiguado — com o descubrí en La reivindicación de la
razón— por la historia de la palabra lectura, que participa en una pala­
bra que significa aconsejar, la que a su vez contiene una palabra que

ne ambiciones teóricas. Lo que mi respuesta quería decir es que ninguna teoría de la que
yo fuera sabedor podía explicar la práctica de Walden y la teoría de la escritura que for
ma parte de esa práctica; y que el libro, a mi entender, contiene una teoría de sí mismo,
y por tanto de cualquier texto — en la medida que su relación con otro texto, llámese su
diferencia, sea específicamente apreciada. Espero que resulte comprensible, al menos en
parte, que al revisar el presente capítulo, en 1987, haya añadido esta nota a pie de pági­
na y la observación entre paréntesis a la que va unida. N o deseo que parezca que no
quiero que me enseñen los demás, o que no quiero responder al requerimiento de rela­
cionar lo que yo hago con la práctica y teoría de la deconstrucción. Pero quienes desean
lo mejor para mí, y espero que alguien más, comprenderán que 1972 (y los años prece­
dentes durante los que se fue gestando la obra incluida en Los sentidos de Walden) resul­
ta todavía una distancia inconmensurable estimada en tiempo americano. Soy conscien­
te, naturalmente, de la posibilidad de que los acontecimientos intelectuales de las dos úl­
timas décadas hayan hecho avanzar los campos dentro de los que me encuentro; pero
tengo la suerte, buena o mala, de imaginarme la cosa de otra manera. Estaba lo suficien­
temente adelantado corno para que resultara demasiado tarde para emprender rápida­
mente un nuevo comienzo. Si esto fuera una carrera, apostaría siempre por la liebre.
Pero si no lo es, si no hay una sola pista de competición, y si en realidad no estamos en
tierra firme sino en el mar, puede que la tortuga tenga un sentido'".
* Podría ayudar a esclarecer este pasaje si se consulta el mencionado «Prefacio»,
pág. xiv, donde el autor aduce tres razones para soslayar, com o creo que vuelve a hacer
aquí en buena medida, una respuesta directa a la pregunta que se le ha hecho repetidas
veces sobre la conexión de su escritura con la Deconstrucción, pregunta que concierne
a su «tratamiento de la disociación entre escritura y habla» (loe. cit., ídem). La supuesta
preeminencia de la voz sobre la escritura en Cavell constituye hoy uno de los tópicos en
los comentarios que contrastan su posición filosófica con la de Derrida. Lo dicho en la
presente nota de Cavell se refiere sólo a la tercera de esas razones, y sólo a una parte de
la misma. /N . 71/
significa ver. Volviendo a su libro Walden, lo que el escritor estaba le­
yendo entonces está ahora ante nosotros, y no sólo en una narración
co m o podría ser la de un periódico, p or ejem plo; sino en un dar
cuenta de lo que ocurrió (una cuenta es el térm ino econ óm ico habi­
tual de Thoreau para referirse a lo que es su escritura), lo que signifi­
ca hacer un cálculo de su valor. El autor ha esculpido (escrito, y,
puesto que ya contenían escritura, ha traducido) las velas rasgadas en
un libro de páginas im presas, y en sem ejante operación se conserva
en los rasgones de esos lienzos la evidencia de lo que les ha ocurrido,
en la angustia que produjo tales rasgones y la angustia y satisfacción
que habrán de producir, la evidencia de que las velas rasgadas siguen
escribiendo la historia de las torm entas que tuvieron que arrostrar. La
operación que convierte las velas en páginas reduce su interés, afirma
el escritor; p or tanto escribir es aparentem ente para Thoreau una pér­
dida de capital. Y en su traducción, esos «rasgones» van a reafirmar
tam bién sus reivindicaciones de econom ista, o contable, convirtién­
dose en la rem uneración que ofrece Thoreau a cam bio de arrostrar él
su historia.
Estas dos sentencias de Thoreau sobre el tren legible m e movieron
a com pletar qué entiende él por lectura según las siguientes líneas. La
lectura es una variante de la escritura, donde am bas operaciones se en­
cuentran en la m editación y consiguen cuentas de sus respectivas opor­
tunidades; y la escritura es una variante de la lectura, puesto que escri­
bir es ensartar palabras que uno m ism o no ha creado, a fin de dar o to­
m ar lecturas. Puesto que semejantes cuentas lo son de lo que Thoreau
llama econom ía, que es su vida filosófica, se sigue que su econom ía
dom éstica, resultante de la interrelación entre leer y escribir, es lo que
él reivindica com o filosofía. U n a im plicación de esta línea de interpre­
tación es que aunque filosofar sea un producto de leer, la lectura en
cuestión no es especialmente de libros, no es especialmente de lo que
entendem os por libros de filosofía. La lectura lo es de cualquier cosa
que esté ante ti. C u ando se da la circunstancia de que la cosa en cues­
tión es un asunto verbal, lo que lees son palabras y sentencias, a lo
sum o páginas. N o se leen libros enteros, no más de lo que se escriben,
de una sentada; no exacta o sim plemente porque son dem asiado ex­
tensos sino porque los libros dictarían la duración de una sesión de lec­
tura, mientras que la m editación o ha de ser interrumpida o llega por
sí m ism a a un punto final. (En este punto, el tema es el del final de la
filosofía com o una de las tareas inconm ovibles de la filosofía.) N o ha­
bría que leer especialmente libros de filosofía, me im agino, por dos ra­
zones: (1) Los libros de filosofía están posponiendo continuamente
sus conclusiones (tal es, grosso modo, la crítica a Hegel por parte de Kier-
kegaard). Siendo aparentemente sistemáticos, todo en ellos se hace de
pender de cuál sea su elaboración o desarrollo; es decir, son narrativa;
— en este caso, narrativas de conceptos— y en consecuencia basadas
en el suspense. En este aspecto, los libros de filosofía no son de m ayor
utilidad filosófica que las novelas. U n libro de filosofía conveniente
para lo que Thoreau se imagina com o «estudiantes» estaría escrito casi
sin ninguna progresión, sería un libro que culm inase en cada senten­
cia. Esto suena com o una prescripción para una nueva música, diga­
m os para un nuevo discurso, y en consecuencia com o una negación
de la poesía tanto com o de la narrativa, dado que implícitamente nie­
ga, en una obra de originalidad literaria, el papel del verso; la sentencia
lo es todo. C o m o es natural, espero que suene tam bién com o una des­
cripción de Walden. (2) Los americanos no son, en todo caso todavía
no, lo que cabe llamar profesores de filosofía, obligados a leer todos y
cada uno de los textos que se proclam an com o filosofía y a encontrar­
les un lugar en nuestros pensam ientos. N o som os poseedores de nin­
gún discurso estable donde encajar todas y cada una de las cosas que
han dicho los filósofos. O bien som os filósofos o no som os nada; no
tenem os nada que profesar. O bien som os capaces de repensar un
pensam iento que nos salga al paso, de hacerlo nuestro y evaluarlo se­
gún se nos presente, o tenem os que dejarlo pasar de largo, no es
nuestro.
El discurso que Thoreau inventa para proceder a semejante evalua­
ción, sus cuentas económ icas, consiste en llevam os, com o se ha suge­
rido, y a falta de un vocabulario filosófico, a través de una red enorm e­
mente elaborada de términos de evaluación — términos de econo­
mía— que nuestro lenguaje posee naturalmente, evaluando palabras
tal y com o son empleadas, lo que a m enudo y críticamente resulta en
dar la vuelta a la superficie de una palabra para m ostrar un valor de la
m ism a que nosotros no constataríam os ordinariamente com o econó­
m ico — por ejemplo, las superficies de palabras tales com o dar cuenta,
ajustar, redención, modo de vida, interés, términos. La aceptación de T ho­
reau com o filósofo depende de que se acepte su invención de un dis­
curso com o inicio, junto con otros inicios suyos, de un discurso filosó­
fico. La im plicación de semejante invención puede parecer la m ayor
bravata de este libro de bravatas. Su autor reivindica estar escribiendo
el primer libro de filosofía. ¿Pero es esto realmente una bravata tan ex­
cepcional? Es una reivindicación de autoridad, de que él tiene derecho
a sus palabras; de que dichas palabras, según sus propios términos, han
sido ganadas con su trabajo, un trabajo solamente de sus m anos. Pero
no dice que él sea el único de tales escritores o ganadores. N o piensa, y
lo subraya enfáticamente, que llegue a su trabajo antes que los filóso­
fos «m ás antiguos» (egipcios o hindúes) que le hem os oído invocar;
sino simplemente que es coetáneo de ellos: no hay filosofía presente
hasta que el filósofo sea leído (al m enos, necesariamente, por él m is­
m o, por ella misma). Tam poco reivindica que sea el único hoy día; Tho­
reau enfáticamente lo niega. M ás bien la inconfortable im plicación es
que la autoridad filosófica no es transferible, que toda reivindicación
de hablar en nom bre de la filosofía tiene que ganarse la autoridad por
sí m ism a, tiene que dar cuenta, digám oslo así, de ella misma.
H ablé antes de la filosofía com o un legado; ahora estoy hablando
de ella com o una herencia. En mi ansiedad por no ser m al entendido
al subrayar la nacionalidad de la filosofía, la exigencia con la que una
filosofía apela a su nación, obligándola a llevar a juicio a su filosofía, a
reprimirla, a fin de que pueda producirse su retorno (en el capítulo 8
de Walden: «Es cierto, podría haber... “hecho locuras” contra la socie­
dad; pero preferí que la sociedad “hiciera locuras” contra mí, siendo
ella la parte desesperada»), no quiero dar la im presión de que Thoreau
rechaza la influencia de la filosofía extranjera. Su invocación de los an­
tiguos filósofos egipcios e hindúes debería asegurárnoslo, junto con su
im plicación de que América no debería heredar la filosofía — ¿o no
sólo, no primariamente?— de Europa, sino tam bién de donde Europa
la heredó, de dondequiera que la heredase Platón (cosa que sólo la fi­
losofía sabrá). He aquí otra versión de la mítica bravata filosófica de
Walden, proclam ando específicamente, con toda m odestia, que para
heredar la filosofía se ha de estar ya cam ino de la filosofía.
C o m o he dicho, Walden empieza con la declaración de su autor de
que cuando escribía sus páginas se ganaba la vida «con el trabajo de
[sus] m anos solamente», y sea cual sea la deuda o culpa que esté negan­
do aquí, Thoreau prosigue elaborando una cadena de términos econó­
m icos que representan su deuda con la filosofía. M i libro Los sentidos
de Walden dice más o m enos que semejante deuda puede derivarse de
dos axiom as: que la casa que el escritor está construyendo en Walden es
Walden (que tam bién significa América, la construcción espiritual, o
descubrimiento, o constitución, nos dice Thoreau, de waüed-in [cerca­
do, cerrado], que puede ser la imagen de una prisión, pero que es lo
que significa Paraíso); y que, consecuentem ente, todo acto de su escri­
tor es una alegoría, o escenificación, de su escritura. Por tanto, cuando
en el primer capítulo dice: «Es difícil empezar sin pedir prestado» y nos
informa de que el día que bajó a los bosques pidió prestada un hacha,
añadiendo que «la devolví m ás afilada de lo que la recibiera», hay que
entender que Thoreau está describiendo su préstam o literario-filosófi-
co, lo que entraña su com petición con él. Semejante confesión queda
reforzada por reivindicaciones tales com o: «N ada m e fue dado de lo
que no haya rendido alguna cuenta», que sugiere (no que se siga de
ello) que su rendir cuentas sólo es de aquello que le fue dado y nada
más. Tal vez más inequívoca, o sumaria, sea la escena en que Thoreau
«desm onta» una choza que com pró con el fin de aprovechar los tablo­
nes para la casa que tiene previsto construir, escena donde la descrip­
ción del desm antelam iento y m udanza a otro lugar, y la figuración
de com prar com o creer y de negociar co m o llegar a un acuerdo en
los térm inos, está incluido, todo ello, en la figura del có m pu to de sus
cuentas.
Decir que Em erson y Thoreau «descubrieron» la filosofía para
América es decir, entre otras cosas, que al enseñar a la nación que la fi­
losofía es, y cóm o es que es, nacer al pensam iento, demuestran cóm o
ha de ser traído el pensam iento a estas tierras (desde Europa, desde el
pasado, desde donde quiera que el pensam iento descubra la filosofía),
lo que en el libro de Thoreau significa cóm o ha de convertirse en dar
cuenta.
He subrayado que el escribir y el leer o ver que ejemplifica Thoreau
no son una ejemplificación de otra cosa distinta, algo pasado o futuro,
que quepa llamar su m odo de vida; o bien son en sí m ism as ejemplifi-
caciones, m odos, de vida filosófica o, si no, no tienen ningún valor.
Decir que la narración central de Walden es la construcción del hogar
es decir que el libro trata de lo que podríam os llamar edificación. Edi­
ficación podría ser también un término razonable para lo que venim os
llam ando terapia. Se trata exactamente, según esta descripción, del tipo
de cosa que los buenos profesionales, com o Hegel, se esfuerzan en ne­
gar a la filosofía. N o estoy diciendo que Thoreau entienda por edifica­
ción lo m ism o que entiende Hegel. La cuestión sigue viva en obras
com o Ser y tiempo y las Investigaciones filosóficas, en las que uno siente
que se está proponiendo al lector alguna exigencia espiritual (por decir­
lo de algún m odo) y que esa exigencia no puede, o no debe, interpre­
tarse com o una exigencia específicamente moral. Es posible que en
una época determinada la edificación a la que podría aspirar la filoso­
fía sólo pueda llevarse a acabo cuando la filosofía es profesional, o está
en contacto con la profesional. Probablemente la nuestra sea una de
esas épocas. Podemos considerar com o edificación de algún tipo lo
que M ax Weber deplora en las aulas universitarias; describe el intento
que deplora, convirtiendo la ciencia en algo que ésta no puede ser,
com o el deseo de una redención sustitutoria. (Vi en la televisión, se­
sión de noche, que un profesor de filosofía y teología, arguyendo con­
tra un hum anista secular, co m o él lo llam aba, recurría a la ciencia
para probar que el universo es algo creado y, por tanto, que tenía su
origen en alguna inteligencia. C reo que Weber no estaría de acuerdo.
T am poco lo estaba el hum anista secular. Así es, tam bién, nuestra
época.)
Y el caso de Thoreau es peor, desde un punto de vista profesional,
de lo que hasta ahora ha ido apareciendo, pues él no habrá de aceptar
ningún sustituto de la redención. U na de sus sentencias m ás inocuas,
y por tanto más sospechosas, reza así: «Sólo necesitas sentarte callado
el suficiente tiem po en algún atractivo lugar de los bosques para que
todos sus habitantes se te exhiban por turnos» (12.11). Todo Walden
está condensado en estas pocas gotas. C onvengam os por ahora en que
esta actitud de sentarse alegoriza el escribir y leer que ya hem os obser­
vado. Sólo añadiré que, entre otras muchas cosas, «por turnos» signifi­
ca por versos y conversiones. (Cabe imaginar que tam bién significa
«por tropos». Pero éste sólo sería el caso si las figuras de Thoreau [algo
que viene subrayado por los núm eros de su «cuenta»] se interpretan
com o figuraciones de, o refiguraciones, recuentos de, la figuración, se­
gún lo cual «por turnos» tendría que significar «dándole la vuelta a la
idea m ism a de tropo».) Entonces, lo que Thoreau está diciendo es que
él — es decir su libro— posee una tranquilidad potencial, llámese silen­
cio, que lo hace suficientemente atractivo com o para que sea conside­
rado redentor. Esto debería colocarse junto con la interpretación de es­
tar sentado que hem os citado anteriormente, interpretación que iden­
tifica una casa con un asiento; en consecuencia, identifica cualquier
lugar en el que se esté sentado com o una forma y un tiem po en que se
podría estar viviendo, en una palabra, ocupando una residencia. En el
contexto de semejante observación (los primeros párrafos del capítu­
lo 2), Thoreau llega a extremos extravagantes — es decir, sus extremos
habituales— para mostrar que este estar sentado o residencia forma
parte, com o la palabra misma dice, de poseer el paisaje que le rodea, y
de poseer las granjas y los árboles y, en suma, de todo lo que se encuen­
tra a una docena de millas alrededor de donde, sentado, está viviendo;
el cam po tiene su origen en él. La razón de por qué debiera percibirse
de este m odo la ecuación entre la posición de escribir y leer con la de
apropiación es algo sobre lo que tendremos ocasión de especular.
Me gustaría considerar la reivindicación de la sentencia de Thoreau
que concierne (y muestra) al escritor sentado callado el tiem po sufi­
ciente (atraído) com o cum plim iento de una de las tareas o predicados,
así las he llam ado, de la filosofía — ahora la tarea de invitar a hacer pre­
guntas por su silencio, o de buscar la confrontación mediante el recur­
so de no decir la primera palabra. (Sócrates es abordado de im proviso
en la calle; las Investigaciones de Wittgenstein se abren con una cita que
son palabras de otro; lo m ism o ocurre con Sery tiempo de Heidegger;
el autor de Walden, tras un breve párrafo en el que se presenta a sí m is­
m o, empieza diciendo que va a contestar algunas preguntas m uy par­
ticulares hechas por sus conciudadanos sobre su m odo de vida.) Pero
servirse de un silencio atractivo o seductor, que induzca en los otros la
revelación de sí m ism os, sugiere procedim ientos y capacidades para las
que, aun cuando fuera correcto considerarlas pedagógicas, las universi­
dades no poseen ninguna credencial.
Al volverme a Em erson en busca de su testim onio sobre la lectura,
me doy cuenta de que el relato de su, y de Thoreau, descuido cultural
necesita hacerse m ás com plicado. En el caso de Em erson, dicho relato
ha de incluir una explicación de la enorme fama que le acom pañó
mientras estuvo vivo, fama que persistió durante algunas décadas des­
pués de su muerte y para cuya recuperación, tras algunas décadas más
en las que Emerson parecía ser ilegible, hubo repetidos esfuerzos, es­
fuerzos que invariablemente producían otros en contra para conseguir
de nuevo su destrucción. El m odo de explicarse estos cam bios de repu­
tación parece ir generalmente unido a cóm o cada cual se tom e su escri­
tura, com o si escritura y reputación constituyeran sólo un caso para
nosotros, caso que queda siempre sin decidir, com o si todavía no su­
piéram os quién es este hom bre y qué es lo que quiere.
U na manera de considerar qué hay en su escritura para que pro­
duzca tales oscilaciones, este no saber cóm o hay que tomarla, consiste
en considerar que Em erson convierte la cuestión de cóm o tomarla
(cuán seriamente, me gustaría decir, tom a él la cuestión de autentificar
su propia seriedad) en una cuestión prim ordial que él m ism o se plan­
tea, acerca de sí m ismo.
He citado m ás de una vez el siguiente pasaje de «Auto-confianza»
com o un pasaje en el que Em erson dramatiza su m isión com o escritor,
presentando las credenciales de su vocación: «Yo abandono padre y
madre, mujer y hermano, cuando mi genio m e llama. Me gustaría es­
cribir en los dinteles de las puertas, Capricho. Espero que al final sea
algo m ejor que un capricho, pero no podem os pasarnos el día en ex­
plicaciones.» N o recordaré de nuevo los contextos bíblicos que hacen
que Emerson se muestre aquí especificando la llamada a escribir com o
una prosecución de la nueva prom esa de redención, y especificando el
acto de escribir com o algo que señala su antigua m orada con un me-
zuzah, o con sangre, com o en la pascua de los judíos. Todo lo cual nos
plantea esta apremiante cuestión: ¿con cuánta seriedad propone estas
especificaciones? ¿Existe algún interés filosófico en ellas adem ás del li­
terario, cualquiera que éste sea?
C o n tin ú o ahora haciendo notar que todo el ensayo «Auto-con­
fianza», a pesar de la fama que tiene de predicar el individualism o (lo
cual no es incorrecto ciertamente, pero ciertamente tam poco es claro),
constituye un estudio de la escritura, co m o si el deseo de escribir sim ­
plem ente Capricho cargara ya sobre uno to d o el peso de la escritura.
N uestro autor escribe Capricho en el lugar donde otros colocan la pa­
labra de D ios, com o para hacer burla del hábito m ucho m ás com ún
de poner el nom bre de D ios en lugar de Capricho. C o m o si no exis­
tiera m ayor autoridad establecida para emplear la palabra Capricho — o
cualquier otra palabra por p oco im portante que sea— que para em­
plear la palabra Dios; ninguna justificación del lenguaje fuera del len-
guaje.
Q ue «A uto-confianza» es un estudio de la escritura (filosófica, y
en consecuencia de la lectura y del pensam iento) queda establecido in­
sistentemente en este ensayo por la explotación que hace Em erson del
alcance de las palabras «expresión», «carácter» y «com unicación», utili­
zándolas continuam ente para llamar la atención, a la vez, sobre la ex­
terioridad de la escritura y sobre la interioridad de quien practica la es­
critura, de quien la respalda, de quien la afronta, y en consecuencia
para aseverar que am bos, escritura y escritor, han de ser leídos, lo que
casi equivale a decir que am bos son textos, posiblem ente en contraste
m utuo, contestándose uno al otro. (Las citas que aduzco a continua­
ción son de este ensayo de Em erson, a m enos que especifique lo con­
trario.) Em erson dice, por ejem plo, que «un carácter es com o una es­
trofa acróstica o alejandrina — léase hacia adelante, hacia atrás o al tra­
vés y siempre significa lo m ism o.» Y después de advertir casi al
principio que «sólo expresam os la m itad de nosotros m ism os» y de
proclam ar hacia la mitad que aunque «podam os errar en la expresión»
de nuestras intuiciones, sabem os que son así (que son así, de esa m ane­
ra) y no han «de ser discutidas», habla hacia el final del hom bre sabio
com o de alguien que «[hace] a los hom bres conscientes [de algo] m e­
diante la expresión de su semblante». A quello de lo que el hom bre sa­
bio nos hace conscientes, dice Em erson en el presente caso, es que el
alm a está en su hogar, que incluso cuando es llam ado fuera de casa, di­
gan lo que digan los otros, él sigue estando en su hogar. Pero pues­
to que ser llam ado, para el hom bre sabio, es evidentem ente ser lla­
m ad o por su genio, y puesto que para Em erson eso es una llam ada
a escribir, lo que está haciendo Em erson aquí es som eter su escritu­
ra a la situación de adquirir cualquier autoridad y convicción que le
sea debida m ediante el procedim iento de m irar su sem blante, o su­
perficie.
Nuestros hábitos filosóficos nos moverán a interpretar la superficie
de la escritura com o su forma, su estilo, su retórica, un ornam ento de
lo que se dice más que su sustancia, pero lo que Em erson pretende im ­
plicar es que esto no es m enos un prejuicio filosófico que las otras con­
form idades que su ensayo censura; que, por decirlo así, las palabras no
son más ornam ento de los pensam ientos de lo que las lágrimas lo son
de la tristeza o alegría. Por supuesto, las palabras pueden entenderse
así, y en un caso determinado puede que no equivalgan a nada m ás;
pero esto sólo significa que las expresiones son lo últim o que hay que
tom ar en su valor de superficie.
¿Q ué semblante habrá de contar com o escritura del sabio? Emer­
son descubre en la com unicación de quienes «se con form an a los
usos establecidos», es decir, de quienes carecen de auto-confianza, que
«cada palabra que dicen nos disgusta y no sabem os por dónde em pe­
zar a tom arlos en serio». Si cada una de nuestras palabras se im plica en
la conform idad al uso establecido, entonces, evidentemente, ninguna
palabra nos garantiza ningún com ienzo seguro; el que una palabra de­
terminada nos garantice un tal com ienzo debe depender, en conse­
cuencia, de cóm o ella m ism a acepte ser dicha, el semblante que hace
asumir al que la profiere, de que pueda proferirse de m odo que no nos
disguste, que es lo m ism o que decir que no nos entristezca sino más
bien, para decirlo con una frase favorita de Em erson, de m odo que nos
eleve y dé alegría. C o m o si éstas fueran las alternativas disponibles a la
práctica de la filosofía.
En este punto nos encontram os con la recriminación m ás com ún
que se ha hecho a Em erson, la recriminación que, m ás que ninguna
otra, ha ensom brecido su reputación entre los intelectuales del presen­
te siglo: la de ser temerariamente positivo, de carecer del sentido de la
tragedia.
Cualquier cosa que semejante recriminación pueda significar, y
por m uy a m enudo que haya sido negada sin efecto alguno, es obliga­
do que surja una pregunta previa en los labios de un filósofo, sim ple­
mente la pregunta de qué diferencia establece, qué diferencia filosófi­
ca, el que el semblante del habla nos entristezca o alegre, cosas éstas
que son cuestiones psicológicas acerca de los efectos de las palabras,
mientras que lo filosóficamente im portante es si lo que se dice es ver­
dad. Pero entonces nos incum be a nosotros situar, al m enos, correcta­
mente la psicología. En un ensayo («Círculos») de tema afín dice Emer-
son: «Las palabras más simples, — no sabem os lo que significan excep­
to cuando am am os y aspiram os.» Cualesquiera que sean los estados
que estas palabras pretendan designar, esta observación no dice que di­
chos estados sean efectos de las palabras sino más bien lo opuesto: que
ellos son sus causas, o, mejor, condiciones de la com prensión de las pa­
labras. A unque no sea algo sin precedentes que un filósofo nos diga
que las palabras que em pleam os cada día son imprecisas y provocan
ilusiones, no es usual, ni siquiera normal, en filosofía decir que el acce­
so a su significado pasa por un cam bio del corazón.
Sea lo que fuere lo que esto últim o pudiera significar, dependerá,
cabe presumir, de la precisión con que esta observación describa la
propia práctica de escribir y pensar de Em erson, es decir del sem blan­
te particular que sus palabras asumen. Considerem os finalmente otras
dos sentencias que ejemplifican su práctica de describir su práctica.
C u ando afirma «Aquel que tiene m ás obediencia que yo me dom ina»,
hay que entenderle en conexión con su discurso sobre la escritura
com o algo a lo que uno es llam ado, algo a lo que uno presta oídos y
muestra obediencia. Entonces «dominarle» no significa exactamente
vencerle, com o si se tratara de un im pulso desbocado o un esclavo in­
subordinado, sino tener dom inio de él com o de un texto difícil o del
lenguaje. Y por m uy difícil que pueda resultar el texto que versa sobre
el tema de ser llam ado, no lo considero más difícil de dominar, y sí
más provechoso, que m uchos de los textos que han producido estetas
m enos positivos sobre el tema de la intención.
Tanto la idea de aprehender la intención de un texto com o la idea
de compartir, o prestar oídos a, lo que lo ha llam ado, son interpretacio­
nes de la lectura, de entender un texto. Pero la idea de intencional pue­
de dejar fuera lo que la idea de ser llam ado y de obediencia, de escu­
char, abre a la investigación: cóm o se explica que alguien escriba m e­
jor (o peor) de lo que es sabedor, y que alguien pueda ser entendido
m ejor (o peor) por otro alguien distinto. Estas son cuestiones que vale
la pena examinar. Emerson las exam ina cuando observa: «El carácter
nos enseña por encima de nuestras voluntades. Los hom bres se im agi­
nan que com unican su virtud o vicio sólo mediante su acción eviden­
te, y no com prenden que la virtud y el vicio emiten un aliento en todo
m om ento.» Me parece que estas palabras constituyen una anotación
aterradora de una ansiedad inherente a la escritura; el reconocim iento
de que se debe abandonar el control de las apropiaciones que uno m is­
m o hace para poder aprender qué sean esas apropiaciones.
Escribir sabiendo que las palabras emiten un aliento de virtud o vi­
cio en todo m om ento, que com unican el m edio por el que uno expre­
sa sus deseos, se sea sabedor de ellos o no, es dejar el propio carácter
sin defensas. Dejar lo que digo sin defensas ha sido una cuestión de
honor para mí, aunque sé que hay riesgos que no vale la pena asumir.
Si no se pudiera escribir m ejor de lo que se es, y no se pudiera enten­
der a un escritor m ejor de lo que él o ella puede entenderse a sí m ism o,
si no fuéramos capaces de una m ejor obediencia que la que ya hem os
m ostrado, una obediencia a algo mejor, entonces el caso de la escritu­
ra sería m ás digno de lástima de lo que es, porque entonces no se p o ­
dría pensar en ninguna m edida para rechazarla, en ningún desahogo
para el escritor o lector. D e lo que se sigue que estoy sujeto en cual­
quier m om ento al juicio severo de lo que he puesto por escrito, de otro
m od o lo escrito no vale para nada.
N o he querido disfrazar cierto pathos en el sentido que le doy a
la contienda por la escritura filosófica, ni en la p osición y lugar que
yo m ism o me encuentro, por ejem plo com o profesor de Filosofía en
Am érica, ni en cualquier otro lugar. Al m ism o tiem po no he querido
hacer dicha contienda excesivam ente personal, porque las contien­
das que se dan cita en la escritura filosófica no son nada si no son co­
m unes — las luchas entre filosofía y poesía, entre escritor y lector, en­
tre el escritor o lector y el lenguaje, del lenguaje consigo m ism o, en­
tre el edificio de fantasía am ericano y el edificio de filosofía europeo,
entre la esperanza y la desesperación de una escritura y lectura reden­
toras.
¿Pero qué pensar acerca del propio pathos de proponer estas cues­
tiones com o luchas? ¿N o es eso rom antizar lo que meramente son pro­
blemas intelectuales? ¿La filosofía com o tal — ¿hoy día? ¿todavía?—
ha de revestirse de tarea romántica? Supongo que mi descubrimiento
del respaldo que Em erson y Thoreau prestan a Wittgenstein y Austin
sugiere cierta infección romántica en lo que, a mi parecer, constituye
una parte del pensam iento más avanzado de nuestro tiem po; y la re­
lación de Heidegger con la literatura rom ántica, especialmente con
H ólderlin por supuesto, sugiere que se trata de una infección que
Heidegger asume de buena gana. Tal vez la exigencia sobre el lector
que he señalado en la obra de Wittgenstein y Heidegger, la exigencia
que dije no tenía que entenderse estrictamente com o moral, pueda
concebirse com o una exigencia rom ántica, o prom esa, de redención,
digam os de auto-recuperación. Pero con toda seriedad filosófica, ¿una
recuperación de qué? La filosofía no puede hablar de pecado. D iga­
m os que se trata de una recuperación del escepticism o. Lo cual signifi­
ca, según lo dicho, una recuperación de la deriva hacia lo inhum ano.
Pero entonces, ¿por qué se presenta esto com o una recuperación del
yo? Y de m odo m ás particular, ¿por qué se presenta com o la recupera­
ción de la voz (de la mía) (humana) (ordinaria)? ¿Q ué hay de rom ánti­
co en la recuperación, o búsqueda, de lo ordinario o cotidiano? ¿Cuál
es su incum bencia para la filosofía?
Emerson, Coleridge, Kant
(términos como condiciones)

En este segundo capítulo voy a desarrollar algunas intuiciones del


primero — que la ocupación esencial de la filosofía ha devenido la res­
puesta al escepticismo, com o si la ocupación de la filosofía se hubiera
convertido esencialmente en la cuestión de su propia existencia; que la
recuperación de lo ordinario (de mi voz ordinaria) respecto al escepti­
cism o, puesto que es una tarea dictada ella m ism a por el escepticism o,
requiere la im pugnación de la descripción que hace el escepticism o de
esa tarea; que en filosofía dicha tarea va asociada con la derrota, léase
crítica, de la metafísica, y en literatura con la dom esticación de lo fan­
tástico y la transcendentalización de lo dom éstico, piénsese en todas
estas m aniobras com o la internalización, o subjetivización, o dem ocra­
tización, de la filosofía; y que esta com unicación entre filosofía y lite­
ratura, o el rechazo de la com unicación, es algo que provoca el rom an­
ticismo, en cualquier caso provoca mis presentes experimentos con
textos rom ánticos, experimentos provocados por el descubrim iento de
estos textos entre los efectos de La reivindicación de la razón.
M oviéndom e dentro de una aspiración a la filosofía que alimenta,
y es alimentada por, un deseo de heredar a Em erson y Thoreau com o
pensadores, doy por supuesto que su pensam iento es desconocido por
la cultura cuyo pensam iento ellos se esforzaron por fundar (quiero de­
cir, no poseído culturalmente, inasumible, por quienes tratan con li­
bros, aunque sea poseído por grupos fluctuantes de individuos), de
una forma tal que sería im pensable que Kant, Schiller y Goethe fueran
desconocidos en la cultura alemana, o Descartes y Rousseau en la de
Francia, o Locke, Hum e y Jo h n Stuart Mili en la de Inglaterra. Aunque
se m e ha preguntado repetidas veces qué significa todo esto, y dónde
va a parar, no estoy todavía preparado para describir los m ecanism os
que lo han hecho posible y necesario. Pero puesto que hago la impli­
cación de que la represión de Em erson y Thoreau com o pensadores va
unida a la de su autoridad com o fundadores, debería hacer notar, al
m enos, la preparación de semejante represión por su auto-represión.
Por lo general, los fundadores sacrifican algo (llámese a esto Isaac,
o D ido), y nos enseñan a sacrificar o reprimir algo. Y ellos m ism os pue­
den convertirse en víctimas de lo que han originado. Pienso que estas
cuestiones están en juego en la forma en que Thoreau y Em erson escri­
ben en y desde la oscuridad; com o si oscurecerse fuera el m odo de
conseguir la clase de existencia que exigen de sus conciudadanos.
C o m o si manifestar su auto-represión, y en consecuencia sus recursos
para desm ontar esta represión, fuera educarnos a nosotros en la auto-
liberación, y ante todo enseñarnos que auto-liberación es lo que reque­
rim os de nosotros m ism os. Que esto se encuentre a nuestro alcance
(americano) significa que para conseguirlo hem os de, sobre todo, de­
searlo suficientemente. El logro de este deseo es, por igual, un ejercicio
intelectual y espiritual, o, digam os, apasionado. En «Recordando a
Em erson» (ensayo añadido a la reimpresión de Los sentidos de Walden)
caracterizaba yo el pensam iento que Em erson predica y practica en tér­
m inos de abandono, abandono de algo, por algo, y a algo. Aquellos
que se quedan en las gentilezas introductorias de la prosa de Em erson,
naturalmente tomarán su fam oso optim ism o com o signo de superfi­
cialidad y acom odam iento; es una actitud comprensible, porque se­
guir sus afirmaciones hasta el surgimiento del m encionado deseo en
nosotros es quedar expuesto a las intransigentes exigencias que tales
afirmaciones im ponen a sus lectores, a su sociedad. (C om o ejercicio de
estas exigencias, de oscuridades que equivalen a auto-represión, de la
incesante im plicación de que no existe el lenguaje en el que hacer rei­
vindicaciones de m odo cabalmente filosófico, o, digam os, nacional,
puede proponerse una m editación sobre la pregunta que abre el gran
ensayo de Em erson «Experiencia»: «¿D ónde nos encontram os?»: U na
pista [com o solía decirse, después de un ejercicio difícil, en los m anua­
les americanos de m atemáticas de enseñanza m edia]: considérese ésta
com o una pregunta propuesta a los pensadores americanos por el pen­
sam iento y práctica de C olón [es decir, por el hecho de que los nativos
americanos se llaman indios], com o si la m ism a dirección hacia A m é­
rica, el hecho bruto de su em plazam iento, y el que digam os que fue
descubierta, es decir encontrada, amenazara el firme edificio de la m e­
tafísica. Y luego considérese que la pregunta dónde nos encontram os
de Em erson lo que pregunta es por cóm o nos estam os fundando, pues­
to que no existe un solo viaje a América. C o m o si la auto-represión de
Em erson consistiera en prom ulgar el deseo de fundar una tradición de
pensam iento sin fundadores, sin fundam entación; com o si tuviéramos
que ratificarnos, quizás, con Padres D esconocidos.)
La idea de Heidegger de que el pensam iento es algo a cuya atrac­
ción estam os expuestos, no es exactamente una idea que él espere atrai­
ga a sus conciudadanos, sino a lo sum o que extraiga nuevos, escasos,
pensadores. Un pensador es alguien ganado, vale decir seducido, por
la autoridad del pensam iento, esto es, llevado al origen del pensam ien­
to (por ejemplo en Parménides) que la filosofía ha oscurecido, o repri­
m ido, al establecerse, o sea fundarse, a sí misma. Pero según yo entien­
do a Em erson y Thoreau es co m o si ellos representasen el papel de
Parménides en su propio Platón, de D ido en su propio Eneas, de H ól­
derlin en su propio Heidegger. (N o hablo ahora de calidad com parati­
va sino de estructura comparativa, aunque sin mi convencim iento de
la solvencia de la calidad de los americanos no sé si estaría interesado
en su estructura.) Incluso careciendo de la com prensión de cóm o pue­
de el reprimido perpetrar su propia represión, cabe suponer que un
pensador deseara adquirir de esta forma la autoridad del pensam iento
en orden a enseñarnos la autoridad cuya adquisición consiste en su re­
nuncia. Pienso que tal es la autoridad filosófica. Si algo así pudiera
constituir una base inteligible y práctica para recuperar a Em erson y
Thoreau, la ventaja, de ello y de ellos, es que puede ser investigado, por
decirlo de algún m odo, con las propias m anos y al aire libre; com o si
los orígenes de la filosofía apenas fueran diferentes en edad a los oríge­
nes del cine. Alguien de mi edad habrá tenido un profesor cuyo profe­
sor podría haber conocido a Em erson. De m odo que el vals filosófico
de obviedad y oscuridad — m ás obviam ente cuanto m ás oscuram en­
te— forma parte de la vocación propia de uno.
Se dice normalmente, y supongo que es correcto, que lo que en­
tendem os por rom anticism o depende (sin prejuicio de otras considera­
ciones) de cóm o concibam os el reajuste filosófico propuesto en los lo­
gros de Kant. Pero esto no constituye una reivindicación m uy específi­
ca, puesto que lo que pensam os sobre cualquier concepción de la
relación entre lo material y lo mental, por decirlo así, es obligado que
constituya alguna dependencia de este tipo (es decir, puesto que los lo­
gros de Kant forman parte de cóm o pensam os). En el presente ensayo
especifico lo que entiendo ser una fuerza determinada de esa depen­
dencia de Kant. El que para llevar a cabo semejante especificación me
limite a la lectura de un sólo ensayo de Em erson — «D estino», pertene­
ciente a L a conducta de la vida— , y a unos pocos pasajes de la prosa au­
tobiográfica de Coleridge, requiere naturalmente algunas justificacio­
nes, por no decir excusas. El hecho de que dichos textos no se m oles­
ten en citar y refutar pasajes particulares de los escritos de Kant no se­
ría suficiente en mi opinión para m ostrar que no entran en
argumentación con su filosofía, según una concepción razonable de
argumentación. También esto depende de cuál sea la com prensión que
se tenga de lo que Kant ha conseguido (de lo que se crea que significa
el nom bre Kant) y de cuál se entienda que es la causa de la clase de es­
critura en la que los rom ánticos se han expresado. Que tal escritura no
sea lo que probablem ente nosotros esperemos de la prosa filosófica
apenas sorprendería a estos escritores, com o si hubieran escrito com o
lo hicieron inadvertidamente, o por ignorancia del son de la filosofía.
Considérese que atacaban la filosofía para redimirla. ¿Por qué tendrían
que ocuparse de eso, ahora o jam ás, los filósofos profesionales? Es cier­
to que la filosofía se presenta habitualmente com o redim iéndose a sí
m ism a, en consecuencia luchando por su nom bre, notoriamente en el
periodo m oderno, desde Bacon, Locke y Descartes. ¿Pero puede la fi­
losofía ser redimida de esta forma, de esta forma rom ántica? U n m otivo
para escoger los textos en cuestión es considerar m ás a fondo en qué
consiste esta forma.
Para preparar la presentación de dichos textos debería explicitar al­
guna versión de qué cabe decir que fue el logro de Kant. O dejemos
que lo diga Kant por nosotros, en dos sumarios párrafo de sus Prolegó­
menos a cualquier metafísicafutura (sección 32).

Desde los días más antiguos de la filosofía, los investigadores de


la razón pura han concebido, además de las cosas de la sensación, o
apariencias (fenómenos), que constituyen el mundo sensible, ciertas
creaciones del entendimiento, llamadas noúmenos, que constituirían
un mundo inteligible. Y debido a que las apariencias fueron identi­
ficadas con la ilusión por aquellos hombres (algo que bien podemos
excusar en una época subdesarrollada), la realidad era sólo concedi­
da a las creaciones del pensamiento.
Y en verdad, nosotros, considerando los objetos de la sensación
com o meras apariencias, confesamos por ello que dichos objetos es­
tán basados en una cosa en sí misma, aunque 1 1 0 conozcamos esta
cosa en su constitución interna, sino que sólo conocemos sus apa­
riencias, v. gr. la forma en que nuestros sentidos son afectados por
este algo desconocido. El entendimiento por tanto, al asumir las
apariencias, garantiza también la existencia de las cosas en sí mis­
mas, y hasta donde podemos decir, que la representación de tales co­
sas como formando la base de los fenómenos, consecuentemente de
meras creaciones del entendimiento, no es sólo admisible sino ine
vitable.

C abe considerar que estos párrafos contienen el argum ento com ­


pleto de la Critica de la razón pura en cuatro o cinco líneas: (1) La expe­
riencia está constituida por apariencias. (2) Las apariencias lo son de
algo distinto que en consecuencia no puede, ello m ism o, aparecer. (3)
Todas, y sólo, las funciones de la experiencia pueden ser conocidas; ta­
les son las categorías del entendimiento. (4) Se sigue que el algo distin­
to — aquello de lo que las apariencias son apariencias, cuya existencia
hem os de dar por supuesta— no puede ser conocido. Al descubrir esta
limitación de la razón, la razón se prueba su poder a sí m ism a, sobre sí
m isma. (5) Adem ás, puesto que es inevitable que la razón sea llevada a
pensar sobre esta base incognoscible de la apariencia, la razón se reve­
la a sí m ism a tam bién en esta necesidad.
¿Q ué necesidad tenem os entonces del resto de m ás de ochocien­
tas páginas de la Crítica de la razón pura ? Puede decirse que dichas pá­
ginas se dividen entre aquellas que establecen o com pletan las im áge­
nes o estructuras necesarias para hacer este argum ento irresistible­
m ente claro (claro, cabría decir, en relación a los vehículos invitados
a circular p or él), y aquellas páginas que establecen las im plicaciones
del argum ento para la naturaleza hum ana, y en consecuencia para
nuestras aspiraciones m orales y estéticas, científicas y religiosas. Es­
toy dispuesto a llamar páginas de filosofía a todas estas páginas. Lo
que reivindico es que si en alguna etapa de su lectura no se está atra­
pad o por un argum ento corto m uy sim ilar al que acabo de explicitar,
el interés que se tenga en esas m ás de ochocientas páginas será, per­
m ítasem e decirlo así, literario. Q ueda en pie la pregunta de si es p o ­
sible interesarse seriamente en dicho argum ento — interesarse en él
m ás que, perm ítasem e decir, académ icam ente— si no se está interesa­
do en esas ochocientas páginas. U n a buena respuesta, creo, y sufi­
ciente para mis propósitos, es sí y no. A quí voy a centrarme en la par­
te de la respuesta que dice sí.
¿Cuál sería el resultado del argumento, suponiendo que sea con­
vincente? Kant ha descrito su reajuste filosófico com o una limitación
del conocim iento para hacerle un lugar a la fe. Ésta es una form a algo
unilateral de describir sus resultados respecto al conocim iento, puesto
que lo que Kant quería decir con tal «lim itación» del conocim iento es
algo que también lo aseguraba contra la am enaza del escepticism o y la
fuerza del dogm atism o. Por tanto, el logro de Kant puede verse com o
un esfuerzo en la antigua y poderosa línea de los esfuerzos filosóficos
en pos de un ajuste de cuentas entre las respectivas reivindicaciones so­
bre la naturaleza hum ana del conocim iento o la ciencia y de la m ora­
lidad y la religión. El de Kant parece ser el ajuste filosófico más estable
del período m oderno; ajustes posteriores no lo han desplazado, o, m e­
jor dicho, sólo lo han desplazado. Considero que esta estabilidad de­
pende, para los propósitos de la historia que voy a contar, del equili­
brio que Kant otorga a las reivindicaciones del conocim iento del m un­
do, concibiéndolo com o, cabría decir, subjetivo y objetivo; o sea a las
reivindicaciones de conocer que conciben el conocim iento com o de­
pendiente o independiente de las dotaciones específicas — sensibles e
intelectuales— del ser hum ano. Entiendo los textos que voy a utilizar
com o ejemplos de rom anticism o com o textos que supervisan la estabi­
lidad de semejante reajuste — tanto nuestra satisfacción en la justicia
del m ism o com o nuestra insatisfacción con esa justicia.
Resulta relativamente fácil formular la insatisfacción con un reajus­
te com o el de Kant. Para liquidar el escepticism o (y el dogm atism o o
fanatismo, pero no seguiré incluyendo esto últim o en la balanza), y
asegurarnos de que efectivamente conocem os la existencia del m undo,
o mejor, de que lo que entendem os por conocim iento lo es del m un­
do, el precio que Kant nos pide pagar es la renuncia a cualquier reivin­
dicación de conocer la cosa en sí, y que dem os por supuesto que el co­
nocim iento hum ano no es conocim iento de cosas com o ellas son en
sí m ism as (cosas com o cosas, llegará a decir Heidegger). N o hace falta
ser un rom ántico — ¿o sí?— para sentir a veces ante semejante reajus­
te: gracias por nada.
La satisfacción que acom paña al reajuste es m ás difícil de enunciar.
Viene expresada en la descripción que hace Kant del ser hum ano
com o habitante de dos m undos, en uno de ellos determ inado, libre en
el otro; uno de los cuales, necesario para la satisfacción del Entendi­
m iento hum ano, el otro para la satisfacción de la razón hum ana. U na
de las explotaciones que hace el rom anticism o de esta idea de los dos
m undos radica en su explicación de, por decirlo así, la insatisfacción
del ser hum ano consigo m ism o. El rom anticism o aprecia la am biva­
lencia que tiene la idea fundam ental kantiana de lim itación; a saber,
que simultáneamente anhelam os su consuelo y anhelam os escapar de
ese consuelo, que necesitamos irresistiblemente estar casados legal­
mente con el m undo y al m ism o tiem po tener relaciones íntimas ilíci­
tas con él, com o si una de las posturas produjera el deseo de la otra,
com o si la m ejor prueba de la existencia hum ana fuera su capacidad de
anhelar com o propia una existencia mejor o diferente. Otra explota­
ción romántica de esta idea de los dos m undos es su ofrecimiento de
una formulación de nuestra ambivalencia hacia el reajuste ambivalen­
te de Kant, o un esclarecimiento ulterior de sea lo que fuere aquello de
lo que el reajuste de Kant fue un reajuste — un esclarecimiento de que
el ser hum ano no vive ahora en ninguno de los dos m undos, de que es­
tam os, com o se dice, entre m undos.
Em erson y Thoreau se burlan de eso de vez en cuando. «Nuestros
talantes no se creen el uno al otro», dice Em erson en «C írculos»; «Soy
D ios en la naturaleza; soy una mala hierba junto al m uro». Y Thoreau
identifica a sus lectores com o, por ejemplo, aquellos «de quienes se
dice viven en Nueva Inglaterra». El hecho de que podam os entender
que Wittgenstein y Heidegger com parten esta percepción romántica
de la duplicidad hum ana ayuda, me atrevo a decir, a explicar que yo
considere inevitable esta problem ática — Wittgenstein percibiendo
nuestro anhelo de escapar a nuestro nexo com ún con los otros, aun
cuando reconozcam os lo com ún de semejante anhelo; Heidegger per­
cibiendo nuestra tendencia a permanecer absorbidos en lo com ún, tal
vez del m ism o m od o que hacem os esfuerzos por escapar de él.
Sobre nuestra carencia de un m undo u hogar, la falta de vida para
nosotros de los m undos que todavía vem os pero que, por decirlo así,
no recordam os (com o si no pudiéram os situar m uy bien el m undo)
— de todo esto Wordsworth y Coleridge no hacen burla (aunque pue­
den resultar divertidos), com o si no tuvieran la m ism a confianza ame­
ricana de que el cam bio del m undo cam biante habrá de producirse, o
de que ellos pudieran ayudar a que ocurra dicho cam bio. C uando
Wordsworth dedicó su poesía, en su prefacio a las Baladas líricas, a des­
pertar de una forma particular a los hom bres de su «letargo», la forma
que divisó fue «hacer interesantes los incidentes de la vida com ún»,
com o si nos viera com o alguien que ha retirado su interés, o inversión,
de cualesquiera m undos que tengam os en com ún, ya sea este m undo
o el siguiente. Esto me parece una descripción razonable a la vez del
escepticismo y de la melancolía, com o si la especie hum ana hubiese
sufrido alguna calam idad y estuviera entrando ahora, a lo sum o, en un
período de convalecencia. La interpretación m ás conocida de esta ca­
lam idad la ha visto Wordsworth en las secuelas de la Revolución Fran­
cesa; Nietzsche la llamará la muerte de D ios. D e cualquier form a que
se conciba esta ruptura calam itosa con el pasado, su curación habrá de
exigir una revolución del espíritu, o, com o dice Em erson al final de «El
intelectual americano», la conversión del m undo. Wittgenstein dio
cuenta de esta emergencia diciendo que la historia tiene un pliegue en
ella. N o estoy interesado ahora en com parar a los escritores rom ánticos
respecto a la cuestión de si vislumbraron las posibilidades redentoras
en la política, en la religión o en la poesía. M i tema es, más bien, ver
cóm o semejante idea puede presionar a la filosofía a pensar sobre su
propia redención.
Puesto que aquellos de quienes se dice viven en N ueva Inglaterra,
o para el caso en Inglaterra, después de todo están vivos, cabe entender
que una visión com o la que tom a expresión en «El anciano marinero»
se sirva de la idea de los m uertos vivientes, o m ejor de la muerte-en-
vida, por ejem plo de cuerpos reanimados. En este punto, la relación a
los m undos de Kant es, a mi entender, casi explícita, com o lo es la idea
de que el lugar que habitam os, en el que no som os ni libres ni natura­
les, constituye un m undo por sí m ismo, por decirlo así un Tercer M un­
do del espíritu, de m odo que nuestra conciencia no es doble sino triple.
Desde luego, todas estas nociones de m undos, y de estar entre ellos,
muertos para ellos y viviendo en ellos, viéndolos pero no conociéndo­
los, com o si ya no los conociéramos, no recordándolos por decirlo así,
obsesionados por ellos, son a lo sum o un puñado de imágenes. La serie­
dad con que se las tome es un asunto de lo impresionado que se esté por
la precisión y comprensión de su expresión. Examinar este punto es uno
de los propósitos de los textos sometidos a discusión.

La fluctuante reputación de Em erson es una llamativa expresión de


la tendencia de la escritura romántica a desaparecer para uno periódi­
camente, quizá permanentemente, com o si obedeciese a su percepción
tanto de nuestra capacidad de reabsorber nuestra inversión en el m un­
do com o de nuestra capacidad, o valor, de pedir, y a veces alcanzar,
una exageración m elodram ática de la propia vida en respuesta a su in­
versión. Ya he tenido ocasión de decir lo m ucho que me costó perdo­
nar a Em erson, digám oslo así, por su valor, y perseguir mi enten­
dim iento de su precisión y profundidad. El ensayo «D estino» es par­
ticularmente provechoso en este contexto por su considerablemente
explícita asociación con perplejidades kantianas. «La m ayor parte de la
hum anidad cree en dos Dioses», declara tras haber establecido que los
dos D ioses, o polos, del ensayo son la Libertad y el Destino (es decir,
determinismo o naturaleza). Tal vez sea la reputación de Em erson tan­
to com o su sonoridad estilística lo que hace difícil hacerle acreedor del
vigor filosófico suficiente para habérselas con Kant y sus m undos, y yo
me detengo en este ensayo en parte para convertir esa reputación en
una característica más del problem a que plantea Em erson a quien le re­
conozca com o pensador.
De todos los m om entos en la historia de lo que he llam ado la re­
presión de Em erson en la filosofía americana, ninguno me parece más
decisivo, aparte de la profesionalización m ism a de la filosofía, que la
observación de Santayana calificándole de pilar de la tradición gentil.
(El m om ento de la profesionalización de la filosofía está tratado con
mayor extensión en un ensayo m ío titulado «Politics as O pposed to
What? [“ ¿Política com o opuesto a qué?” ])». Viniendo del Departam en­
to de Filosofía de Harvard, me resulta difícil dar una conferencia en
Berkeley sobre rom anticism o y escepticism o, y soslayar en ella una dis­
cusión del enormemente influyente ensayo de Santayana con el nom ­
bre de, y que da nom bre a, «La tradición gentil en la filosofía america­
na», ensayo leído en Berkeley hace ahora poco m ás de setenta años, es­
crito por un hombre que vivía en Boston durante los diez últimos
años de la vida de Em erson, y que en Harvard había sido el profesor
más seductor de alguien que habría de ser mi seductor profesor de Wal­
den cuando yo era estudiante en Berkeley hace ahora la m itad de esos
setenta y tantos años. Particularmente difícil porque Santayana sigue
siendo, me parece, la figura que más probablem ente vendrá a la m en­
te de un intelectual americano que oiga a alguien proponiendo, o re­
cordando, algún tipo de confrontación entre filosofía y poesía. Para
unos, Santayana representará el últim o escritor serio de América en
cuya obra se lleva a cabo semejante confrontación, para otros una
am onestación de que semejante empresa está predestinada a no ser
m ás que una pose: aun cuando contagiosa por un m om ento, inútil al
fin y al cabo. Creo que am bas representaciones son equivocadas, pero
no voy a argüir ahora contra ellas. Lo que aquí me interesa es que
cuando, en «La tradición gentil», Santayana describe a Em erson com o
«un alma entusiasta e infantil, insensible a la evidencia del mal», no
muestra (en este ensayo ni en ningún otro lugar que yo conozca en el
que nom bre a Emerson) una m ejor com prensión del llam ado optim is­
m o de Em erson, de la que, por ejem plo, muestra su contem poráneo
H. L. Mencken del llam ado pesim ism o de Nietzsche — Santayana no
hace más que repetir, desde luego de m od o m uy bello, pero esencial­
mente sin m atización alguna, la opinión m ás ampliam ente extendida
que existe de Emerson.
En los últim os años, esta acusación de optim ism o encantador
ha sid o m uy discutida por, entre otros, Stephen W hicher y H arold
Bloom , dando lugar a una imagen más sofisticada, según la cual el pri­
mer optim ism o de Em erson queda m itigado por una aceptación m a­
dura o más realista de los límites y estragos de la vida, m itigación que
es m ás cabalmente notable en «Destino», el primer ensayo de L a con­
ducta de la vida, publicado dos décadas después de su prim er volum en
de ensayos. ¿Pero dónde se supone que reside la nueva madurez de
«D estino»? M e sorprende que la gente que habla sobre Em erson en
general, le cita (si es que lo hacen — Santayana, hasta donde sé, habla
ininterrum pidam ente de él sin citar una sola línea de su prosa— )
com o si citara a un escritor de incesantes conm em oraciones públicas,
com o si la escritura de Emerson se prestara a decir de esa forma todo lo
que quiere decir. Por el contrario, me parece atrozmente difícil entender
un ensayo com o «Destino», que ofrece un tipo de escritura tan indirecto
y sinuoso com o, digamos, el de Thoreau, pero mucho más traicionero
por su preocupación de mantener un semblante más gentil.
M e parece que se supone que la nueva m adurez viene anunciada
en sentencias com o las siguientes:

El libro de la Naturaleza es el libro del Destino... Naturaleza es


lo que puedes hacer. Hay mucho que no puedes hacer. Tenemos
dos cosas — la circunstancia, y la vida. En otro tiempo pensábamos
que la fuerza positiva lo era todo. Ahora aprendemos que la fuerza
negativa, o circunstancia, es la mitad. La Naturaleza es la circunstan­
cia tirana, la dura calavera, la serpiente envainada, la mordaza pesa­
da como una roca; actividad necesaria; dirección violenta; las condi­
ciones de un utensilio, como la locomotora, bastante fuerte en su ca­
rril, pero que por sí misma no puede hacer otra cosa que descarrilar
y producir estragos...

¿Viene indicado el m encionado cam bio por «En otro tiem po pen­
sábam os... ahora aprendem os»? ¿Pero por qué interpretar estas frases
com o pura autobiografía? Sería m ás probable que Em erson estuviera
hablando de la especie hum ana, de la m aduración hum ana, en gene­
ral. Respecto a su propia persona, Em erson dice en algún lugar, me pa­
rece recordar, que nació viejo.
En cualquier caso, si es éste el tipo de cosa que se supone muestra
una nueva madurez, nuestro nuevo respeto hacia ella está condenado
a desvanecerse otra vez. En 1930, el historiador Jam es Truslow Adam s
p u b licó en A tla n tic M ontbly un artículo titu lado «E m erson releído»
(Stephen Whicher lo cita com o posiblem ente uno de los dos más inte­
ligentes pronunciam ientos contra Em erson), en el que Adam s nos des­
cubre que Em erson, que había sido una fuente de inspiración para él,
com o para m uchos otros, cuando era joven, no era capaz de seguir ali­
m entando al hom bre de cincuenta años. A dam s tiene la gracia de pre­
guntarse si ello es culpa suya o de Em erson; pero no por mucho tiem­
p o; A dam s sabe la respuesta. Em erson resulta deficiente porque no co­
noce la m aldad — guerras, enfermedades, desastres de todo tipo. En la
m edida que lo entiendo, tales males son el m ism ísim o tipo de circuns­
tancias que Em erson resume cuando dice, hacia la m itad de «Destino»,
tom ando aliento para una nueva respuesta: «N inguna imagen de la
vida puede tener alguna veracidad si no incluye los hechos odiosos.»
Em erson ha enum erado algunos de estos hechos al principio del ensa­
yo en un par de sentencias m uy celebradas: «Los cam inos de la Provi­
dencia son algo rudos. Los hábitos de la serpiente y de la araña, el zar­
pazo del tigre y otros saltadores y sangrientos brincadores, el crujido de
los huesos de la presa en los anillos de la anaconda — todos ellos están
en el sistema, y nuestros hábitos son com o los suyos.» Pero se trata de
listas de cosas no m enos obvias que «el dolor del corazón y las miles
conm ociones naturales / De las que la carne es heredera..». ¿Q ué sen­
tido tiene suponer que Emerson no sabía de su existencia en los prim e­
ros escritos? Que no los m encione con todo detalle, pronto o tarde, ha
de atribuirse, seguramente de m odo más plausible, a que Em erson los
considera dem asiado obvios para m encionarlos más bien que dem asia­
do obscuros para haberlos percibido.
Pero a estas alturas creo saber qué es lo que el hom bre de cincuen­
ta encuentra desagradable y que hacía extasiarse al m uchacho de dieci­
séis o diecisiete años. Se trata de la idea, sin la que Em erson y cualquier
otro rom ántico estarían perdidos, de que el m undo, o yo en él, podía
rehacerse — o podía haberlo sido— de tal m odo que yo lo pudiera de­
sear, com o sería él entonces, o com o sería yo en él. Eventualm ente, la
idea tiende a hacerse enloquecedora si se mantiene fresca (y ciertamen­
te impacienta a las amistades adultas que uno pueda tener), una censu­
ra continua de la forma en que vivim os, com parada con la cual, o en
reacción a la cual, una asentada desesperación del m undo, o cinism o,
constituye un lujo. Esta perspectiva dual, de esperanza y desespera­
ción, resulta interna al argumento del ensayo sobre el destino, que po­
dría resumirse com o la superación de los dos m undos de Kant al diag­
nosticarlos, o resolverlos, com o perspectivas, com o una función de lo
que Em erson llama «polaridad». Es com o si Em erson, en el ensayo que
estam os com entando, profetizara el destino de su propia reputación
cuando dice: «En la juventud nos vestim os de arco iris y vam os tan bi­
zarros com o el zodiaco. C o n la edad nos sale otro su d o r— gota, fiebre,
reum atismo, arbitrariedad, duda, irritación y avaricia.»
Sin embargo existe, convengo en ello, una inflexión en el ensayo
«Destino», una conciencia firme que puede entenderse com o una nue­
va madurez o realismo. Yo la veo incorporada en el enunciado «En la
historia del individuo existe siempre un balance de su condición, y se
sabe a sí m ism o cómplice de su estado presente» — com o si fuéramos
conspiradores a favor o en contra de nosotros m ism os. La inflexión, o
avance, aparece al com parar este enunciado con una observación de
«Auto-confianza»: «En todas partes, la sociedad conspira contra la m a­
yoría de edad de cada uno de sus m iem bros.» C abe ver ahora, en «D es­
tino», que nosotros al asumir nuestro lugar en el m undo, por decirlo
así, nos unim os a la conspiración, y nos podem os unir a ella en detri­
m ento o en beneficio nuestro. «Si el Destino sigue su curso y limita el
Poder (llamado en otro lugar voluntad), el Poder acom paña a y antago-
niza con el Destino... [El hombre] es un asom broso antagonism o, una
conexión que une los dos polos del Universo.»
Viviendo este antagonism o (tan inexorablemente com o la electrici­
dad), nosotros, seres polares, som os o víctimas o vencedores del Desti­
no (una observación tanto sobre el D estino com o sobre nosotros m is­
m os, el tipo de cosa que Wittgenstein llama observación gramatical);
la observación significa, ante todo, que el Destino no es una esclavitud
externa; la vida hum ana no está invadida ni por el azar ni por necesi­
dades que no sean de propia confección. «El secreto del m undo está en
el vínculo entre persona y evento... Se piensa que el destino es ajeno
porque la cópula está oculta.» Freud y M arx no dicen m enos. (Me
acuerdo en este punto de una observación de las Investigaciones: «En el
lenguaje es donde una expectativa y su cum plim iento hacen contacto»
[§ 445].)
Por supuesto que todo esto es, si se prefiere decirlo así, m itología,
y com o tal no puede constituir filosóficam ente lo que Em erson reivin­
dica al respecto; a saber, «una llave, una solución para los antiguos nu­
dos del destino, libertad y predicción». Pero supongam os que yo subra­
yo, en su nom bre, que Em erson ofrece su solución meramente com o
una llave; y, com o dice Pascal, una llave no es un anzuelo — una llave
tiene tan sólo lo que Pascal llama virtud aperitive, esto es, sólo abre, no
invita a, o proporciona, nada más. Que se convenga que Em erson es
acreedor de una glosa semejante dependerá de quién se piense que es
Em erson, algo que intento dejar abierto, o conseguir abrir. A mi pare­
cer, dicha solución constituiría una llave suficiente si el pensam iento
de Em erson en este punto, nos abriera el pensam iento, o nos abriera a
nosotros al pensam iento, de que nuestras soluciones anteriores a estos
misterios, por m uy filosófico que sea su aspecto, son ellas m ismas mi­
tología, o com o estaríamos más prestos a decir hoy día, productos de
nuestras intuiciones, y por tanto no pueden progresar más hasta que
hayam os evaluado cuáles de nuestras intuiciones quedan satisfechas, y
cuáles frustradas, por los distintos dramas de conceptos o figuras tales
com o destino, libertad, predicción y voluntad. Los desacuerdos sobre
tales asuntos no surgen (com o no surgen en el escepticismo) porque al­
guien de nosotros conozca hechos que otro no conozca, sino, com o
dice Em erson, por el m od o cóm o se aderezan los hechos, hechos que
cualquiera de nosotros debe tener a su disposición, con ideas de victi­
m ación, junto con cualesquiera que sean sus opuestos. (Una de las pa­
labras favoritas de Em erson para estos opuestos es señorío.) A lgo que
cabría llam ar filosofía consistiría en averiguar la fuente del sentido
que tenem os de nuestras vidas com o algo ajeno a nosotros m ism os,
pues sólo entonces existe el problema del D estino. Esto se parece va­
gam ente al proyecto de descubrir la fuente del sentido del m undo
co m o independiente de nosotros, pues sólo entonces el escepticism o
es un problema.
Incluso alguien dispuesto a suspender la incredulidad hasta aquí,
podría seguir insistiendo en que la escritura de Em erson se mantiene
sólo a nivel de lo que he llam ado m itología. Por tanto, he de tener la
esperanza de poder indicar el nivel en que, a mi entender, se produce
el despegue de la filosofía.
Una llave para el ensayo «Destino» de Em erson es la frase «Los m is­
terios de condición humana». La pista me la da la violencia de la frase.
Es decir, asum o que no se trata de un error por relación a «los miste­
rios de la condición hum ana», com o si Em erson estuviera llam ando la
atención sobre los misterios de algo que tiene por sí m ism o atributos
bien conocidos. Puede decirse que un atributo de lo que se llama la
condición hum ana es que el hom bre ha de ganarse el pan con el sudor
de su frente, otro que el espíritu está pronto pero que la carne es débil,
otro que estam os som etidos al Destino. Tales cosas no constituyen el
pan de Em erson, sino su grano. La pista que nos da la frase «los miste­
rios de condición hum ana» es que no existe nada a lo que Em erson lla­
maría la condición hum ana, sino que existe algo misterioso en la con­
dición com o tal de la vida hum ana, algo que nos retrotrae a la idea de
que «en la historia del individuo existe siempre un balance de su con­
dición», y que esto tiene que ver con su «[saberse] él m ism o cóm plice
de su estado presente». «C ondición» es una palabra clave del ensayo
«Destino» de Em erson, com o lo es de la Crítica de la razón pura, ya que
am bos textos se ocupan fundam entalm ente de la limitación. En la Crí­
tica: «Los conceptos de objetos en general subyacen, pues, a todo co­
nocim iento empírico com o sus condiciones a priori» (A93; B126). Mi
suposición es que Em erson le está dando la vuelta a la Crítica, invinién­
dola, y preguntándose: ¿cuáles son las condiciones del pensam iento
hum ano que subyacen al concepto de condición, el sentido de que
nuestra existencia se lleva a cabo, por decirlo así, con condiciones?
(Descartes interpretó la intuición de condicionalidad, o lim itación, o
finitud, fundam entalm ente com o la dependencia de la naturaleza hu­
m ana del hecho y de la idea de D ios, de lo que se seguía una prueba
de la existencia de Dios. Nietzsche reinterpretó semejante interpreta­
ción de dependencia com o una excusa para nuestra pasividad, o com o
auto-castigo, com o nuestro m iedo a la autonom ía, en consecuencia
com o un pretexto para nuestra venganza, de lo que se sigue el asesina­
to de Dios.)
Es com o si en la escritura de Em erson (no sólo en la suya, pero sí
en la suya por primera vez en América), el orgullo de Kant en lo que
llam aba su Revolución Copernicana en filosofía, com prender el com ­
portam iento del m undo mediante la com prensión del com portam ien­
to de nuestros conceptos del m undo, tuviera que radicalizarse de
m odo que no hay que deducir sólo doce categorías del entendim ien­
to sino cada una de las palabras del lenguaje — no com o una cues­
tión de hecho psicológico, sino co m o una cuestión, digam os, de ne­
cesidad psicológica. D on de K ant habla de reglas o leyes extraídas de
la R azón para el conocim iento del m undo, un filósofo co m o W itt­
genstein habla de sacar a la luz nuestros criterios, nuestros acuerdos
(que a veces parecerán conspiraciones). Al inicio de mi vida filosófi­
ca, hace ahora un cuarto de siglo, reivindicaba en «La vigencia de la
segunda filosofía de W ittgenstein» que lo que W ittgenstein entiende
por gram ática en sus investigaciones gram aticales — co m o se descu­
bre en nuestro sistem a del lenguaje ordinario— es una herencia de lo
que Kant entiende p or lógica trascendental; y que, de m od o m ás par­
ticular, cuando W ittgenstein dice «nuestra investigación... va dirigida
no hacia los fenóm enos sino, com o podríam os decir, hacia las “posi­
bilidades” de los fenóm enos» (§90) ha de entenderse que está citan­
do el concepto de posibilidad com o lo form ula Kant al decir: «El tér­
m ino “ trascendental”... significa [sólo] un conocim iento tal co m o el
que concierne a la posibilidad a priori del conocim iento, o a su uso
a priori» (A56, B80-81). A estas alturas, todavía estoy de acuerdo con
ello.
Cualesquiera que sean las condiciones del pensam iento hum ano
que controlen el concepto de condición, habrán de ser las condiciones
de «los antiguos nudos del destino, libertad y predicción», de m odo in­
m ediato porque estas palabras, com o cualesquiera otras del lenguaje,
son nudos de acuerdo (o conspiración) que la filosofía ha de desenre­
dar; pero más particularmente porque la idea de condición es interna
a la idea de limitación, y constituye una expresión fundam ental de una
intuición que Em erson encuentra anudada al concepto de Destino. Su
primera forma de expresar el Destino es hablar de «dictado irresistible»
— hacem os con nuestras vidas lo que algún poder que las dom ina sabe
o nos revela que son, siguiendo antiguos guiones escritos. El proble­
ma se ha planteado sobre todo respecto a D ios, y respecto a las leyes
de D ios y la naturaleza. Em erson añade la nueva ciencia de la estadís­
tica a las fuentes de nuestro sentido de sujeción al dictado, co m o si
leer tablas sobre las tendencias de quienes son co m o yo en circuns­
tancias com o las mías — Em erson hablaba de las circunstancias
com o «tiranas»— fuera leer mi futuro; co m o si la nueva ciencia apor­
tara una nueva constatación de la antigua idea de que el D estino es
un libro, un texto, idea que Em erson invoca repetidas veces. Luego,
otras expresiones del concepto de condición quedan delineadas en el
resto del inventario de form as en que Em erson describe con gran
acierto y precisión las som bras de nuestra intuición del D estino,
com o por ejem plo predeterm inación, providencia, cálculo, predispo­
sición, fortuna, leyes del m undo, necesidad; y en el poem a introduc­
torio del ensayo, lo expresa con las nociones de previsión, precau­
ción y presagio.
La reivindicación inicial de Emerson sobre el tema (que igualmente
podría ser la final) es ésta: «Pero si hay dictado irresistible, este dictado se
sobrentiende. Si hemos de aceptar el Destino, no estamos menos obliga­
dos a afirmar la libertad, la importancia del individuo, la grandeza del
deber, la fuerza del carácter.» Esto suena com o un delicado alijo de sen­
timientos gentiles. Tal vez podam os ahora empezar a abrirlo.
Dictado, com o condición, tiene algo que ver con el lenguaje — el dic­
tado tiene que ver con hablar, especialmente con m andar o prescribir
(que a su vez tiene que ver con escribir), condición tiene que ver con
hablar juntos, con lo público, lo objetivo. «H ablar juntos» es lo que
dice la palabra condición o sus derivados. Añádase a esto que las condi­
ciones tam bién son términos, estipulaciones que definen la naturaleza
y límites de un acuerdo, o las relaciones entre las partes, personas o
grupos, y que el término término es otra repetición en el ensayo de
Em erson. Entonces, esto suena com o si el irresistible dictado que cons­
tituye el Destino, que establece las condiciones sobre nuestro conoci­
m iento y nuestra conducta, fuera nuestro lenguaje, cada palabra que
proferimos. ¿Es este son atribuible al azar? Q uiero decir, ¿se capta el
entramado del lenguaje, en este punto, mediante (las condiciones, o
criterios de) nuestro concepto de azar?
«Este dictado se sobrentiende», dice Em erson; pero el ensayo esta­
blece sem ejante entendim iento com o tarea nuestra. Y dice: «la fortu­
na de un hom bre es el fruto de su carácter». La consabida versión gen­
til de esta frase reza así: «El carácter es el Destino», y, de m odo consa­
bido, dicha versión no deja ningún lugar a una conform idad con nues­
tras flaquezas que puede ser desde trágica a lamentable. Pero hablar del
fruto del carácter es sugerir que nuestro carácter está bajo cultivo por
nuestra parte, y Em erson dice de él, en línea con una línea suya de
«Auto-confianza», que constantem ente «está emitiendo» algo, que es
«traicionado», que se traiciona a sí m ism o, a todo aquel que sepa «leer
[su] posibilidad». (En ese tem prano ensayo, que en el primer capítulo
afirmé que trataba de la com unicación, y particularmente de la escritu­
ra, Em erson decía, de m odo desconcertante: «El carácter nos enseña
por encim a de nuestras voluntades. Los hom bres se imaginan que co­
m unican su virtud o vicio sólo mediante su acción evidente, y no com ­
prenden que la virtud o el vicio emiten un aliento en todo m om ento.»)
Em erson subraya que semejante lectura es un asunto trivial, de cada
día: «las líneas gruesas son legibles para el lerdo». Y ahora añádase que
a través del «carácter», junto con las ideas de ser leído, y de com unicar­
se a sí m ism o, Em erson de nuevo, com o en «Auto-confianza», nos está
proponiendo a nosotros m ism os com o textos; que lo que som os está
todo escrito, o m arcado, sobre nosotros; pero aquí lo hace indicando
especialmente la otra dirección, la dirección de que nuestro lenguaje
contiene nuestro carácter, de que nosotros m arcam os el m undo, por
ejem plo con el concepto de Destino; y luego escúchese de nuevo una
idea tal com o la de que el carácter de uno es su propio destino.
Ahora, lo que esta idea abiertamente dice es que el lenguaje es
nuestro destino. Y en consecuencia significa que no exactamente la
predicción, sino la dicción, es lo que nos im pone vínculos, que con
cada palabra que proferim os, em itim os estipulaciones, acuerdos que
no sabem os y no querem os saber que hem os consentido en ellos,
acuerdos en los que siempre hem os estado, que efectivamente estaban
antes de nuestra participación en ellos. Nuestra relación con nuestro
lenguaje — con el hecho de que estam os sujetos a la expresión y com ­
prensión, víctimas del significado— es por tanto una llave para el sen­
tido que tenemos de la distancia de nuestras vidas, de nuestro sentido
de extrañeza, de nosotros com o ajenos a nosotros m ism os, por tanto,
de enajenados.
«El intelecto anula el Destino. En la m edida que un hom bre pien­
sa, es libre.» Esta idea aparentemente gentil viene a significar ahora que
nosotros tenemos voz y voto en lo que decim os o significamos, que
nuestro antagonism o con el destino, al que estam os destinados, y en el
que reside nuestra libertad, es com o una lucha con el lenguaje que emi­
tim os, de nuestro carácter consigo m ism o. Dicho sea de paso, «anular»
alude, estoy seguro, al término hegeliano para la antítesis rectificadora
(aujheben), o lo que Em erson llama nuestra polaridad, nuestra capaci­
dad de pensar mediante opuestos, poniendo frente a frente la Libertad
y el Destino. Adem ás, «anular» se sum a a un círculo de términos eco­
nóm icos del ensayo de Em erson, por ejemplo, interés, fortuna, balance,
pertenencias, así com o tam bién los propios términos y condiciones; y res­
pecto a la legislación, en la idea de anular una ley, se relaciona con el
tema del ensayo de que nosotros «som os legisladores». Los términos
de nuestro lenguaje son fuerzas económ icas y políticas, y han de ser
asentados en la cancelación de deudas y penas im puestas a nosotros
por nosotros m ism os; y en primer lugar, enfrentándonos a nuestras
condiciones de polaridad, de antagonismo.
Al dejar de lado por el m om ento el ensayo de Em erson, me doy
cuenta de que esta última idea de nosotros com o legisladores sugiere
que el ensayo está construido sobre una especie de brom a filosófica,
una brom a terrible. La filosofía, tanto en Kant com o en Rousseau, ha
concebido la libertad hum ana com o nuestra capacidad de darnos la
ley a nosotros m ism os, de ser autónom os. El ensayo de Em erson
muestra que el destino es el ejercicio de esta m ism a capacidad, de
m odo que el destino es a la vez prom esa y negación de la libertad. ¿De
qué depende entonces una decisión entre am bas cosas? C reo que esta
pregunta se entrelaza con otra que debe presentarse a los lectores de
Em erson: Si lo que hem os dicho aquí nos descubre lo que Em erson
quiere decir o insinúa, ¿por qué escribe de esa manera? Q ue Em erson
se muestre a sí m ism o arruinando o anulando un dictado, mostraría de
m odo claramente suficiente que su escritura es una ejecución de su
tema, que su escritura es una lucha contra sí m ism a, en consecuencia
del lenguaje consigo m ism o, por su libertad. Así es com o escribir es
pensar, o abandono. Q ueda todavía en pie la pregunta de por qué se
esfuerza en ofrecer y arruinar, a la vez, un sem blante gentil.

Me vuelvo ahora hacia Coleridge, la figura de la que los transcen-


dentalistas americanos habrían de aprender gran parte de lo que sabían
de Kant y de la filosofía alemana en general, figura que precedió a
Em erson en su énfasis sobre la polaridad del pensam iento hum ano.
He abierto muchas veces la Biografía literaria, cada vez m ás en los
últimos años, reconociendo en la m odalidad de su obsesión tanto con
la existencia del m undo exterior com o con la filosofía alem ana, un pre­
cursor de mi propio apasionam iento por vincular el transcendentalis-
m o, tanto el de Kant com o posteriormente el de Em erson y Thoreau,
con la confrontación del escepticism o que lleva a cabo la filosofía del
lenguaje ordinario. Pero nunca había sido capaz de seguir leyendo más
de un capítulo, y tal vez la m itad del siguiente, sin cerrar el libro con
aprensión y frustración — tanto por el carácter desesperado de sus am ­
biciones de reconstruir la historia del pensam iento mediante, por
ejem plo, sus eufóricas oscuridades cuando interpreta el em peño de
Shelling en algo llam ado unificación del sujeto y objeto; com o por la
oscilación que hay en el libro entre una com prensión y generosidad
sorprendentes para con Wordsworth, y un torpe y negativo tratamien­
to del sentido que este ultim o otorga a su reivindicación para la poesía
del lenguaje rústico y bajo. N o sé si algo com o mi sentido creciente de
las amplias im plicaciones que tiene esta obra para las cuestiones con
las que yo m ism o me encontraba interesado últimamente habría sido
suficiente para hacerme pasar por todo ello. La dureza del esfuerzo au­
m enta cuanto más se percibe el odio de Coleridge en su ambivalente
com portam iento hacia Wordsworth, alabando su fuerza y la prom esa
que hay en él en términos sólo reservados a los héroes del lenguaje,
pero m aldiciéndole, sin duda del m odo más profundam ente amigable,
por no hacer lo que le era dado hacer, por m algastar su fuerza y rom ­
per su promesa.
N o alcanzo a ver cóm o se puede dejar de percibir que en todo esto
hay una proyección; pero, naturalmente, la reivindicación de Colerid­
ge podría ser verdadera — ¿no es así? Pero entonces, ¿se ha considera­
do que tam bién podría ser falsa, o peor, que sea lo que fuere lo que es­
tuviera pensando Coleridge al exigir de Wordsworth «el primer poem a
genuinamente filosófico» (Biografía, cap. 22), era algo que Wordsworth
había producido ya, y no sólo de m odo general en E l Preludio sino ple­
namente en, por ejemplo, la «O da de las Insinuaciones» — que, por de­
cirlo así, tales resultados era todo lo que Coleridge podía haber preten­
dido en sus profecías? Q ue fuese crucial para Coleridge negar estos re­
sultados a esta luz, retroproyectando los logros en prom esas, queda
probado para mí en la m ism a persistencia de su deslum bram iento por
ellos.
Puesto que fue él quien definió lo que m uchos de nosotros enten­
dem os por crítica literaria, Coleridge está, asum o, por encim a de toda
alabanza a este respecto. Pero lo que de hecho dice, en la Biografía,
cuando llega por fin a m encionar el vigor intelectual de una obra
com o la «O da de las Insinuaciones», aunque sea tan brillante com o sus
discusiones técnicas de poem as y de lo que debería ser la poesía, resul­
ta tan descalificador y desdeñoso com o lo que él m ism o percibía en
los venenosos críticos de los que tan valiente e incansablem ente defen­
día a sus amigos. Coleridge desdeña pensar sobre lo que Wordsworth
pudo haber querido decir al invocar la noción platónica de Recuerdo,
excepto para proclamar que no pudo haber querido emplearla de
m odo literal (¿por qué insinúa, entonces, que quizá pudo emplearla
así?), y concluye que al describir al niño com o filósofo, Wordsworth
no pudo haber querido decir nada razonable. Hay aquí un salto brus­
co e inesperado — cuando Wordsworth enarbola sus colores filosófi­
cos, entonces la aparentemente ilimitada capacidad de Coleridge para
la com prensión benévola hacia otros escritores que creía genuinos, se
desm orona; su tolerancia para con el m isticism o y su desprecio por el
empirism o reduccionista quedan olvidados, y em pieza a disparar a dis­
creción. N o niego que Wordsworth se mete en apuros cuando habla de
filosofía. Pero estamos hablando de lo que cabía esperar de Coleridge.
Anuncio ahora mi proyecto — aun estando alertado del disparate
que supone hacer prom esas, o quedar com prom etido— de escribir al­
gún día algo sobre este libro basado en el supuesto de que ha sido con­
feccionado sin ninguna digresión. M e perm ito recordarles cuán perver­
sa debe de parecer semejante reivindicación, com o si entrara en con­
tienda con la perversidad del propio libro, que no puede ser ajena a su
continuidad. El capítulo cuarto se abre con la observación «M e he ale­
jado mucho del objeto en cuestión», siendo así que no se ha descrito
tal objeto; una nota preliminar al capítulo décim o lo resume de m odo
explícito com o «U n capítulo de digresiones y anécdotas, algo así com o
un interludio que precede al capítulo sobre la naturaleza y génesis de
la imaginación...». Sin embargo, el capítulo siguiente, el undécim o, no
trata de la im aginación, sino que, según la descripción de su nota pre­
liminar, constituye «una exhortación afectuosa a quienes desde una
edad temprana se sienten inclinados a hacerse autores», y el capítulo
propiamente dicho empieza con una sentencia totalmente m erecedo­
ra de ser candidata al título de un ensayo de M ontaigne: «U na de las
consideraciones favoritas del señor Withbread era que nadie hace nada
por un solo m otivo.» El siguiente capítulo, el duodécim o, se describe
com o «Un capítulo de súplicas y presentimientos concernientes a la
lectura cuidadosa u om isión del capítulo que sigue», y el capítulo si­
guiente, el decimotercero, que efectivamente se titula «Sobre la im agi­
nación», consiste principalmente en su ausencia; de m odo más especí­
fico, consiste en su mayor parte en la impresión de una carta que el au­
tor dice haber recibido — una carta en prosa, evidentemente idéntica a
Ja prosa con la que hem os sido obsequiados desde el principio del li­
bro la cual, afirma, le persuadió a no imprimir el capítulo, basándo-
se en que dicho capítulo encaja realmente mejor con esa gran obra que
ha prom etido (y seguirá prom etiendo por siempre jamás). La última
sentencia del capítulo remite al lector, para más explicaciones, a un en­
sayo que será añadido al principio de una nueva edición de «El ancia­
no marinero», ensayo que también resulta ser inexistente. Y así termi­
na el primer volum en de la Biografía literaria.
Decir que el libro está com puesto sin digresión significa, por tanto,
que si tiene algún fin, el acercamiento al m ism o transcurre por un sen­
dero tan directo com o permite el terreno. Esto sugiere que el fin es, o
requiere, continua auto-interrupción. Pero entonces esto sería una m a­
nera de sacar la consecuencia consistente en una auto-descripción de la
filosofía com o un discurso que conlleva una responsabilidad sin fin
respecto a sí m ism o. Y esto podría interpretarse ulteriormente com o
un asunto de su capacidad de responderse sin fin a sí m ism o — lo que
podría parecer exactamente irresponsable.
El fin viene indicado por el interés de superficie del libro en prote­
ger o redimir la poesía genuina de sus detractores y de sus imitaciones,
en un m undo que, com o demuestra Coleridge, no sabe leer; y por el
interés en demostrar que semejante protección va unida a la protec­
ción o redención de la filosofía genuina, donde la protección de la
poesía y la filosofía, la una por la otra, se presenta com o la necesidad
de recuperar o resituar la religión. Tal es la contienda de la filosofía,
poesía y religión (y, supongo, de la política), una con la otra, una por
la otra, junto con el escandaloso sentido de que el destino de la con­
tienda se derime en la propia escritura de cada una de ellas, y, además,
con la convicción de que lo autobiográfico es un m étodo de pensa­
m iento en el que semejante contienda puede encontrar un cam po
fructífero, y en el que los distintos intereses en litigio aparecen a veces
com o la pérdida o ganancia de nuestra com ún naturaleza hum ana, a
veces com o la pérdida o ganancia de la naturaleza m ism a, com o si el
m undo no fuera más que el m undo propio — alguna form ulación de
esta guisa representa la idea general que tengo de lo que constituye la
m isión auto-asignada del rom anticism o serio, la idea con la que cotizo
sus figuras. Nuestras corrientes apelaciones hum anistas a la interdisci-
plinaridad serían indicios de tales contiendas.
¿D ónde conseguir respaldo para semejante am bición intelectual?
H abiendo repudiado las tradiciones filosóficas francesa e inglesa por
estar fundam entadas en la existencia en la mente de ideas entendidas
com o representaciones y som etidas a leyes, Coleridge se vuelve en bus­
ca de inspiración — y recom ienda que nos volvam os nosotros— a la fi­
losofía alemana, tanto a los místicos y religiosos alemanes que prece­
dieron a Kant com o a los idealistas, de m odo preeminente Shelling,
que concibieron superar las limitaciones de Kant. Y una preparación
esencial para el éxito de esta am bición es el diagnóstico del m iedo y
odio de quienes se oponen a una escritura com o la que él acomete
y defiende, com o si la com prensión del odio y m iedo entre poesía y fi­
losofía fuera algo intrínseco a (gramaticalmente relacionado con) la
com prensión de qué sean esas ambiciones. N o hay que extrañarse,
pues, de la observación de Coleridge: «Grandes son en verdad los obs­
táculos con los que ha de tropezar un m etafisico inglés» (Biografía, casi
al final del capítulo 12). Considero que acredita el valor filosófico de
Coleridge, su descubrimiento de que el obstáculo inicial — p or tanto
quizá el mayor, la imagen de los restantes— es encontrar un lugar para
empezar, sin ninguna digresión. Tal es el precio de negarse a identificar
la vocación a la filosofía con la vocación a la ciencia, por envidiable e
im ponente que esta última pueda ser.
La influencia kantiana en la Biografía se m ide convenientem ente
tom an do el libro co m o una clave para una lectura kantiana de E l an­
ciano marinero. Para este p rop ósito p o d em o s exponer la cuestión
irrum piendo en un m om ento de la Biografía en el que Coleridge
está luchando con dos de sus principales obsesion es: su particular,
vertiginoso, sentido de deuda para con la obra de otros, y su tenden­
cia a la negociación en las regiones del saber que se encuentran a la
som bra.
Dicho m om ento está ocupado por dos sentencias (del cap. 9, párra­
fo 6) en las que Coleridge expresa su gratitud, su deuda, con los escri­
tos de los místicos, el provecho que ha sacado de ellos al «[im pedir que
mi] mente quedara encerrada en el contorno de un sistema dogm ático
único. Ellos contribuyeron a mantener vivo el corazón en la cabeza; me
dieron un presentimiento indistinto, pero inspirador y orientador, de
que todos los productos de la mera facultad reflexiva participan de la
Muerte». Son ellos, sigue diciendo, los que «durante mis vagabundeos
por el yermo de la duda... me permitieron bordear, sin cruzarlos, los
arenosos desiertos de la incredulidad». Ahora bien, puesto que es de
objetos, o de lo que Coleridge llama «objetos com o objetos», de los
que habla, refiriéndolos de otro m odo, com o «m uertos, fijados» en
contraste con la voluntad o la im aginación, y puesto que habla de los
escritos del ilustre sabio de Konigsberg «com o de alguien que ha “ [to­
m ado] posesión de m í com o si fuera la m ano de un gigante”», yo in­
terpreto la muerte, de la que participa la facultad reflexiva, com o
la muerte del m undo hecho a nuestra imagen, o m ejor por m edio
de nuestras categorías, por la facultad kantiana del entendimiento, es
decir, ese m ism o m undo que fue propuesto para eliminar las ansieda­
des escépticas referentes a la existencia de objetos fuera de nosotros.
Tenemos aquí un testim onio extremo de la percepción de que
aquello de lo que tanto el m undo com o la facultad del m undo necesi­
tan redimirse es, a la vez, del escepticism o y de la respuesta al escepti­
cism o proporcionada por la Crítica de la razón pura. Pienso que seme­
jante percepción o intuición pueden expresarse diciendo: puesto que
las categorías del entendimiento son nuestras, nosotros m ism os pode­
m os ser entendidos com o que llevamos la muerte del m undo en n oso­
tros, en nuestro m ism o requisito de crearlo, com o si el m undo no exis­
tiera todavía.
Naturalm ente cabe imaginarse que alguien confiese no entender
có m o podría morir el m undo. Pero entonces, habrá también quien
confesará no entender cóm o puede dudarse de la existencia del m un­
do. U n a diferencia entre estos dos casos es que un filósofo podría asu­
mir la tarea de proporcionar algunas consideraciones escépticas que
conduzcan a la posibilidad en la que él o ella están pensando, mientras
que lo que un rom ántico quiere es que se com prenda que su visión ex­
presa la forma en que ahora estam os viviendo. A m bos pueden fracasar
en sus pretensiones. Nadie quiere ser escéptico; estar atrapado por su
am enaza es desear superarlo. Y por cada uno que quiere ser rom ánti­
co, hay algún otro que espera que este últim o se cure con la edad.
Considerando que va contra una visión de la muerte del m undo,
es com o podría resultar razonable la apelación romántica a la poesía, o
la búsqueda de la m ism a, o su urgencia; y podría resultar comprensible
el sentido en que la redención de la filosofía va unida a la redención
de la poesía: la apelación de la poesía es la de hacer volver el m undo,
traerlo de nuevo, a la vida. En consecuencia, los rom ánticos parecen
estar im plicados en lo que a nosotros nos parecen misterios desacredi­
tados o supersticiosos del anim ism o, a veces bajo la form a de lo que se
llama la falacia patética.
Ahora bien, esta búsqueda por parte de la poesía de la recupera­
ción del m undo (que yo interpreto com o recuperación de, o por, la
cosa en sí), esta forma de unir, o equiparar, el esfuerzo filosófico por re­
cuperarse del escepticism o, habrá de parecer a la poesía algo m uy simi­
lar a la búsqueda de la poesía, corno si la causa de la poesía fuera aho­
ra su propia sobrevivencia. En efecto, ¿qué es la poesía sin un m undo
— quiero decir, qué constituye una expresión más plena del sentido ro­
m ántico de la muerte del m undo que su sentido de la muerte de la
poesía del m undo? Pero, a su vez, ¿cóm o puede hacerse duelo por
la pérdida de la poesía en la poesía? (Si ha muerto, muerta está.) C ues­
tión ésta que considero gemela de esta otra: ¿C ó m o puede ponerse fin
a la filosofía en lafilosofía? (Si está aquí, aquí la tenemos.) Sin embargo,
poner fin a la filosofía es algo por lo que una filosofía creativa se afana
habitualmente.
Reconozco que algunas de estas últimas formulaciones concernien­
tes al romanticismo están bajo la influencia de una deuda decisiva con
lo que he leído hasta el presente sobre estos temas en M. H . Abrams, Ha-
rold Bloom , Geoffrey Hartman y Paul de M an; y, al m ism o tiempo, bajo
la influencia de una incom odidad con tales lecturas. A pesar de todas sus
diferencias, los mencionados autores parecen compartir (en los escritos
en cuestión) el supuesto, expresado por Bloom en Romanticismo y Cons­
ciencia, «de que el problema espiritual fundamental del Rom anticism o es
la difícil relación entre naturaleza y consciencia». N o se trata, desde lue­
go, que yo piense que este supuesto sea erróneo, y sus bonificaciones
han sido ricas; pero me encuentro con que no sé estimar el precio de
una apuesta tan fundamental por el concepto de consciencia. Por su pre­
cio me refiero principalmente a dos cuestiones: que el concepto se suma
a la comitiva de un instrumental filosófico a base de auto-conciencia,
subjetividad, e imaginación, del post-kantismo en general que se escapa
a mi control; y que excluye un posible cuestionamiento de si lo que se
considera esencial en el romanticismo, particularmente respecto a lo que
cualquiera de sus críticos percibirá com o su sentido de extrañamiento, es
ante todo la relación entre consciencia y naturaleza o ante todo, diga­
m os, la relación entre conocimiento y m undo; de si, por tanto, la auto-
conciencia es causa o efecto del escepticismo, o si son simultáneos, o si
una u otra de estas posibilidades se sigue de, o lleva a, una u otra versión
o noción de romanticismo.
Considerando provisionalmente fundamental el escepticismo, o en
todo caso más bajo mi control, voy a proponer «El anciano marinero»
com o un estudio de la problemática de los dos m undos de Kant, de la
siguiente manera. Em piezo con el argumento en prosa que hace de pre­
facio en su primera edición de 1798, y que fue sustituido, para ser am ­
pliado por glosas marginales en prosa, el año de la Biografía, 1817.

Com o una nave que habiendo cruzado la línea fue empujada


por las Tormentas al País helado que se encuentra hacia el Polo Sur;
... y de las cosas extrañas que ocurrieron; y de qué manera el Ancia­
no Marinero regresó a su País.

(N os vemos obligados, supongo, a escuchar estas palabras com o


una invitación que se nos hace a pasar, y m ediante una advertencia de
que no pasem os, más allá y por debajo las líneas de la poesía y la pro­
sa. Yo las entiendo com o que nos piden ir m ás allá de esta forma de en­
tenderlas.) H ago notar la imagen implícita de una línea mental a cru­
zar, interpretada com o una línea fronteriza territorial o geográfica, casi
al principio del capítulo 12 de la Biografía.

Un sistema [filosófico], cuyo primer principio es dar cuenta de


la inteligencia intuitiva de lo espiritual en el hombre (v.gr. de aquello
que se encuentra al otro lado de nuestra conciencia natural), ha de te­
ner forzosamente una mayor oscuridad para aquellos que nunca
han disciplinado y fortalecido esta conciencia ulterior. En verdad,
ha de ser una tierra de tinieblas, un perfecto Antí-Gosben, para quie­
nes los más nobles tesoros de su propio ser sólo les son presentados
a través de la traducción imperfecta de nociones inertes y ciegas [v.gr.
para nosotros, seres a la deriva]... N o hay que extrañarse, pues, de
que el hombre siga siendo incomprensible para sí mismo así como
para los otros. N o hay que extrañarse de que, en el pavoroso desier­
to de su conciencia, se hastíe profiriendo palabras vacías a las que no
responde ningún eco amigo.

Antes, en ese m ism o párrafo, Coleridge dice de esta «conciencia


com ún» que «habrá de proporcionar pruebas mediante su propia direc­
ción, que está conectada a corrientes dom inantes por debajo de la su­
perficie». Yo relacionaré esto con el regreso del M arinero que «Lenta y
suavemente / Se movía hacia delante im pulsado por abajo» de vuelta
hacia la línea, m ovido hacia delante en particular por lo que la glosa
marginal llama «El Espíritu Polar».
M ás adelante, en este m ism o capítulo de la Biografía, cuando C o ­
leridge anuncia sus tesis filosóficas, se nos ofrece el nom bre geográfico
o civil de lo que las glosas del M arinero sólo llaman «la línea», y sitúa
ese rasgo de la tierra en el centro del pensam iento:

Pues debe recordarse que todas estas tesis se refieren solamente


a una de las dos Ciencias Polares, a saber, a aquella que comienza
con, y rígidamente se confina dentro de, lo subjetivo, dejando lo ob­
jetivo (en la medida que es exclusivamente objetivo) a la filosofía na­
tural, que es su polo opuesto... El resultado de las dos ciencias, o su
punto ecuatorial, sería el principio de una filosofía total e indivisa.

Q ue Coleridge forma parte de una tradición obsesionada por la


polaridad del pensam iento hum ano, no necesita ninguna confirm a­
ción por mi parte. (Véase, por ejemplo, Tilom as McFarland, «La doc­
trina de Coleridge sobre la polaridad y sus contextos europeos».) En
el pasaje que acabo de citar, entiendo que la m ism a im posibilidad de
la idea de un «punto ecuatorial», tom ada com o una imagen o figura,
expresa su diagnóstico de la m aldición del M arinero — que consiste en
que al ser arrastrado hacia un polo se aleja del otro, es decir, que el ma­
rinero está hechizado por una forma de pensam iento, una Ciencia Po­
lar aislada en la que, permítaseme decir, un diagram a de la mente
(com o trazado por una línea por debajo de la cual el conocim iento no
puede llegar) no constituye una alegoría sino una representación,
com o si fuera una representación de una sustancia equiparable. Por
tanto, el «Espíritu Polar» con el que regresa el M arinero todavía no está
constituido por las «dos Ciencias Polares», que en la visión de la Bio­
grafía habrá de instituir una filosofía indivisa.
Termino el presente capítulo con dos observaciones sobre esta pro­
puesta de lectura de «El anciano marinero».
1. Antes de 1798 Coleridge sabía algo sobre Kant, pero los estudio­
sos coinciden en que la m ano del gigante no hizo presa en él hasta su
regreso de Alemania, unos años más tarde. Por tanto, yo no afirm o que
cuando Coleridge escribió su poem a pretendiera ejemplificar la Crítica
de la razón pura de Kant, sino simplemente que el poem a la ejemplifica
de hecho, y que hay pasajes en la Biografía en los que el autor resume
sus expectativas de una filosofía del tipo del idealism o post-kantiano,
principalmente de Schelling, pasajes en los que Coleridge afirma vir­
tualmente otro tanto. La convicción de esta idea obviam ente depende
de cuán fuertemente, o naturalmente, se considere que la primera Crí­
tica proyecta una línea por debajo de la cual, o un círculo fuera del cual,
la experiencia, y por tanto el conocim iento, no puede penetrar y no ha
de presumirse que lo haga. Aquí debo apelar a la experiencia de aque­
llos que han intentado explicar la obra de Kant, aunque sólo sea a sí
m ism os; me estoy refiriendo a ese m om ento en el que el lector, de
m odo inevitable, se representa su arquitectónica trazando efectiva­
mente una línea o círculo, dejando encerrada fuera la región de la cosa
en sí. M e doy cuenta de que con semejante apelación sugiero no sólo
que un gesto de este tipo no es accidental, sino tam bién que un esque­
ma aparentemente tan trivial puede controlar, o expresar, el pensa­
m iento de alguien durante toda su vida, com o un Destino. Entonces,
una ventaja de examinar el viaje del M arinero a través del poem a con­
siste en evaluar ese Destino, sugiriendo, p or ejemplo, que si la expe­
riencia del Marinero ha de ser im aginada o concebida com o una ex­
periencia de la región que se encuentra por debajo de la línea, m ostran­
do con ello que es posible hacer un m apa de su estructura, entonces lo
que prohíbe su penetración por el conocim iento no es una limitación
a priori de la razón, sino alguna otra fuerza m enos gentil; llámese re­
presión.
Esto últim o me aconseja hacer explícito que la región de la cosa en
sí, por debajo de la línea, subyace tanto a los horizontes internos com o
a los horizontes externos del conocim iento (para emplear la distinción
de Kant), tanto respecto al yo o la mente com o respecto al m undo o la
naturaleza. Así es com o entiendo en parte el desprecio y temor de
Freud hacia la filosofía vigente. U na de las razones que aduce Freud
para dar la espalda a la filosofía es que ésta identifica lo mental con la
consciencia, pero esto parece ser más cierto de Platón que de Kant.
C asi lo opuesto sería un m otivo para temer a Kant. Si lo inconsciente
de Freud es lo que no está disponible al conocim iento (en, digám oslo
así, circunstancias normales), entonces la Razón de Kant delimita una
esfera completa del yo o mente que está incluso más firmemente indis­
ponible al conocim iento; pero que, en tanto que parte de la razón, ¡es
algo ciertamente mental! Lo que, no obstante, Freud debe objetar es la
base de Kant para excluir dicha esfera del conocim iento, a saber que
esta esfera no puede ser experimentada, y en consecuencia que hay algo
en el yo que lógicamente no puede aflorar al conocim iento. Si tal es el
saber de la razón, Freud debe intentar rebasarlo, lo que equivale a decir
que debe intentar cam biar la configuración de la razón. He aquí un
sentido en el que Freud fue precedido por el romanticismo.
2. N o propongo este esbozo de lectura de «El anciano marinero»
en com petición con la lectura familiar del m ism o com o una alegoría
de la Caída. Sino que, por el contrario, considero que mi lectura pro­
porciona una explicación de por qué el poem a encaja con la Caída, es
decir, una explicación de que es la C aída m ism a una alegoría. En con­
secuencia, considero que la historia que nos cuenta el poem a es una
alegoría de cualquier transgresión espiritual en la que el primer paso
sea casual, com o si fuera un paso, para decirlo con frase prestada, dado
desde siempre, y la mitad del viaje hacia abajo — al País helado— se
realiza «Em pujado por Tormentas», com o si se debiera a consecuencias
naturales, o, cabe concebir, lógicas. Según esta interpretación, la trans­
gresión encaja con lo que a mi entender viene a decir la idea de la ten­
dencia a hablar, en palabras de Wittgenstein, «fuera de los juegos de
lenguaje». (N o sería descabellado que encajara, puesto que yo entien­
do dicha idea com o una interpretación de la Crítica kantiana.) En efec­
to, la descripción («fuera de los juegos de lenguaje») en las Investigacio­
nesfilosóficas (§ 47) apenas es algo más que una alegoría o mito. En La
reivindicación de la razón me sirvo de esta descripción para consignar el
pensam iento, omnipresente en el libro de Wittgenstein, de que un in­
dicio de lo natural en el lenguaje natural es su capacidad de negarse a
sí m ism o, de encontrar arbitrarias, o meramente convencionales, las lí­
neas trazadas a sus palabras por nuestro acuerdo en los criterios, nues­
tra sintonización m utua (lo que equivale a decir, en mi jerga, que la
amenaza del escepticismo es un presentimiento natural o inevitable de
la mente humana), junto con el descubrimiento de que lo que aparece
tras la negación escéptica de semejante sintonización es otra estructura
categórica, congelada, si se me permite llamarla así — una estructura,
com o acostum bro a decir (y ahora constato de nuevo), a la que som os
«forzados» o «arrastrados».
Pero si la Caída ha de ser leída tam bién com o una interpretación
de esa condición, no es extraño que se vea com o un patrim onio ro­
m ántico, por no decir una obligación, emprender en algún m om ento
una interpretación del relato del Edén. U na interpretación dom inante,
com o la de Hegel, si la entiendo, es que el nacim iento del conocim ien­
to constituye el nacimiento de la consciencia, por tanto de la auto-con-
ciencia, por tanto de la culpa y de la vergüenza, por tanto de la vida
hum ana com o escindida y extrañada de la naturaleza, de los otros, de
sí misma. En consecuencia, la tarea de la vida hum ana es una tarea de
recuperación, com o la tarea de recuperar el propio país, o la salud. Me
parece que mi conclusión es ligeramente diferente.
La tentación explícita del Edén es la del conocim iento, lo que ante
todo significa la tentación a negar que, tal y com o nos encontramos, co­
nocemos. Por tanto no hubo desde el principio ningún Edén, ningún lu­
gar donde los nombres fueran inmunes al escepticismo. Me permito ob­
servar que, tal y com o es contada la historia en la Biblia, no se equipara
el conocim iento de la desnudez con estar avergonzado, o con la auto-
conciencia (por muy secuenciales que estas cosas puedan ser), sino con
el m iedo: «Temeroso porque estaba desnudo, me escondí», dice Adán.
Y cuando acto seguido Dios le pregunta «¿Q uién te ha hecho saber
que estabas desnudo?» el talante tan fantástico de esta pregunta natu­
ralmente nos empuja a preguntarnos de qué desnudez se trata, y en
qué consiste descubrir la desnudez de uno m ism o. El rasgo de la situa­
ción que subrayo es que el sentido que hay en ella de quedar expuesto
tras el nacim iento del conocim iento, no atañe sólo a la vulnerabilidad
de uno m ism o al conocim iento, a ser conocido, al trauma de la sepa­
ración, sino también a la vulnerabilidad del propio conocim iento, a la
constatación de que el Edén no es el m undo, sino que uno ha estado
viviendo com o dentro de un círculo o detrás de una línea; porque
cuando D ios «expulsó al hombre», el hom bre no se sorprendió de que
hubiese otro lugar.
Textos de recuperación
(Coleridge, Wordsworth, Heidegger...)

Al considerar algunos pasajes de la Biografía literaria de Coleridge y


declarar que su «Anciano marinero» puede entenderse com o una res­
puesta a la Crítica déla razón pura, lo que quería era especificar un ejem ­
plo de la relación interna del rom anticism o con el reajuste filosófico
llevado a cabo por la Filosofía Crítica de Kant. En particular, cuando
la «glosa en prosa» de Coleridge, en los márgenes del poem a, habla de
la nave del M arinero cruzando una línea y siendo dirigida de vuelta ha­
cia la línea, entiendo que la línea en cuestión es (entre otras cosas, sin
duda alguna) la línea implícita en la Crítica «por debajo» de la cual o
«más allá» de la cual el conocim iento no puede penetrar. Según la con­
cepción de Kant, los intentos de quebrantarla producen, por ejemplo,
escepticism o y fanatism o, y son intentos de experimentar lo que no
puede experimentarse hum anam ente. El poem a de Coleridge dem ues­
tra que la región dejada fuera de la línea por Kant puede ser experimen­
tada y que la región que se encuentra debajo de la línea tiene una es­
tructura definida, llámese una estructura helada. Esta form a de inter­
pretar el poem a (a saber, com o un anhelo rom ántico de experiencia,
com o si se dudara de que ahora tengam os alguna experiencia que que­
pa llamar experiencia propia de uno m ism o) no es incom patible con
las interpretaciones del poem a com o una alegoría de la C aída; en rea­
lidad, la mía proporciona una interpretación de esa interpretación.
Así pues, la m isma Filosofía Crítica de Kant puede considerarse
com o una interpretación filosófica de la Caída. Semejante declaración
supone una manera de entender el docum ento, extraordinariamente
interesante, que Kant produjo con el título de «Presunto inicio de la
historia humana». En este docum ento, Kant habla (del origen) de la ra­
zón com o (o en) una especie de «rechazo», com o una fuerza de oposi­
ción. C abe considerar que la ideología del «presunto inicio» de Kant
estriba en proclamar que dicha oposición no es a la ley de D ios sino a
la de la naturaleza, es decir, a la regla del instinto. (Sin em bargo, esto
parecería hacer de lo que ocurrió en el Edén una Ascensión, no una
Caída. Kant no hace ningún com entario sobre semejante cuestión en
este punto. La cuestión de la dirección en la que se concibe que apare­
ce lo hum ano, si desde arriba o desde abajo, es tratada brevemente en
La reivindicación déla razón en una observación concerniente al concep­
to kantiano de lo hum ano no com o el ser animal que es racional sino
com o el ser racional que es animal [pág. 399].)
Me gustaría insistir ahora en una implicación análoga de mi idea
(como la expreso, por ejemplo, en las primeras páginas del capítulo 1) de
que reconocer no es una alternativa a conocer, sino una interpretación
de ello. Al incorporar, o modular, el concepto de conocim iento, el con­
cepto de reconocimiento pretende, en mi uso, declarar que lo que hay
que conocer filosóficamente sigue siendo desconocido no por ignoran­
cia (pues no podem os no conocer sin más lo que hay que conocer filo­
sóficamente, por ejemplo, que hay un m undo y yo y otros en él) sino
por un rechazo del conocimiento, una negación o represión del conoci­
miento, incluso, digamos, por un darle muerte. El inicio del escepticis­
m o está en la insinuación de cierta ausencia, de una línea, o limitación,
por tanto en la creación de cierta necesidad, o deseo; la creación, según
mi formulación, de la interpretación de la finitud metafísica com o una
carencia intelectual. (Así habla la infinitud serpentina.)
En conexión con esto, me place citar algo que podría tom arse m e­
ramente com o una curiosidad, una observación de paso en el ensayo
«Otras mentes» de Austin, que constituye quizá su versión m ás im por­
tante de un ataque del lenguaje ordinario al escepticism o. D icho ata­
que entraña, com o era de esperar de Austin, un recuento porm enoriza­
do de los errores, gramaticales y sem ánticos, de la idea, entre otras co­
sas, de que existe una clase especial de enunciados em píricos (distintos
de todas las otras clases de tales enunciados) sobre los que podem os te­
ner certeza, estar libres de toda duda; a saber, los supuestos enunciados
sensoriales, es decir, enunciados que se limitan a lo que nos viene dado
en nuestras sensaciones, com o algo opuesto, por ejem plo, a los enun­
ciados sobre objetos materiales. En la observación de paso a la que me
he referido, Austin se desvía m om entáneam ente de la tarea entre m a­
nos para observar: «Esto [v.gr., la concepción de una clase epistem oló­
gicamente privilegiada de enunciados sensoriales] es acaso el pecado
original... por el que el filósofo se arroja a sí m ism o del jardín del m un­
do en que vivimos» (pág. 98).
A unque Austin estaría escasamente interesado en llevar m uy lejos
la interpretación de su pequeña alegoría (por no creer realmente, pre­
sum o, en el pecado original, literal o alegóricamente), su manifestación
de em ociones, sin precedente y que no se vuelve a repetir (hasta don­
de me es dado recordar), hacia este m undo, constituye una reivindica­
ción de su herencia — tam bién suya— del rom anticism o inglés. C on
esto quiero decir que, com o la leo yo, semejante m anifestación de
em ociones hacia el jardín del m undo no es, en realidad se ofrece para
declarar que no lo es, una reivindicación de su herencia del sentido co­
m ún inglés, por ejem plo según la formulación que del m ism o hace
G. E. M oore en «U na defensa del sentido com ún»; no se trata de una
reivindicación que le erija en defensor de las creencias com unes o co­
nocim iento com ún sobre el m undo, com o si el m undo en que vivi­
m os fuera un Edén porque no pudiera derrumbar nuestras certezas.
Austin es capaz de conceder que el m undo es más de lo que nosotros
jam ás podrem os estipular. M ás bien, la idea es que a pesar de toda la
propensión hum ana al error, el m undo tiene bastante de Edén, todo el
Edén que puede haber, y lo que es más, que es todo el m undo que
hay: riesgo y errores son inherentes a lo hum ano, forman parte de lo
que concebim os que es la vida hum ana, parte de nuestras inconm en­
surables responsabilidades para con el habla y la m aldad (para con, en
palabras de Descartes, nuestra dotación de libre albedrío); y esta con­
dena a una libertad inconmensurable no se describe bien diciendo que
nunca podem os tener certeza, o que sólo podem os tenerla en una cla­
se determ inada de casos. Si se abriera la tierra y me tragara, no que­
daría necesariam ente p rob ado que m e equivoqué al depositar mi
co n fian za en ella. ¿Q ué lugar m ejor p o d ía haber para depositar
mi confianza? (El m undo era mi certeza. Ahora mi certeza ha muerto.)
Naturalmente, hay un espíritu según el que uno se siente inclinado a de­
cir: «¡N o te fies de nada!» ¿Pero sería una expresión de ese espíritu decir:
«¡N o des un paso más sobre la tierra!»? Por tanto cabe plantear la cues­
tión de si podem os vivir nuestro escepticismo, y si no podem os, enton­
ces la de qué clase de amenaza supone el escepticismo. Lo que equivale
a decir que debería cuestionarse si la filosofía es el mejor lugar, o el úni­
co, para considerar este asunto (la filosofía tal y com o está establecida).
El principal defecto que encuentro en la parábola de Austin del
m undo com o Edén está en la cláusula «el filósofo se arroja a sí m ism o
del jardín del m undo en que vivimos». D ejando aparte la cuestión de
la identidad de género, Austin considera evidente qué tiene de especial
la filosofía para perpetrar esta autoexclusión, com o si se pudiera saber
sólo con mirar, por decirlo así, quién de nosotros está filosofando y
quién no; com o si estuviera claro cóm o terminar, dejar, de hacer filo­
sofía (llevar la filosofía al descanso, ha dicho Wittgenstein [§ 133]), y
por tanto com o si estuviera claro cóm o saber de quién es la vida en­
contrada y de quién la perdida por la filosofía.

En este capítulo sigo con la idea directriz de que el rom anticism o


constituye la elaboración de una crisis del conocim iento, crisis que he
considerado com o (interpretable com o) una respuesta a la amenaza
del escepticism o y, a la vez, com o una decepción con la respuesta de
la filosofía a esa amenaza, de m odo particular com o dicha respuesta
tom a cuerpo en el logro de la filosofía kantiana — y de m odo más par­
ticular aún, una decepción con la forma en que Kant equilibra las rei­
vindicaciones del conocim iento del m undo en lo que cabe llamar sub­
jetivo y objetivo, o, digám oslo así, en reivindicaciones del conocim ien­
to dependientes e independientes de las dotes específicas — sensuales
e intelectuales— del ser hum ano. Y quizá esto signifique, a su vez, una
decepción con la idea de tom ar el éxito de la ciencia, o lo que hace p o ­
sible a la ciencia, com o una respuesta a la am enaza del escepticism o,
en lugar de tomarla com o una expresión más del m ism o. En este pun­
to, el rom anticism o interpreta su propia obra, así lo he sugerido, com o
la tarea de devolver el m undo a la vida, por decirlo así. Lo que a su vez
podría presentarse com o la búsqueda de una vuelta a lo ordinario, o de
lo ordinario, una nueva creación de nuestro habitat; o bien, a falta de
eso, com o la búsqueda de la creación de un nuevo m odo de habitarlo,
de una nueva habitación: Wordsworth y Coleridge representarían la
primera alternativa; Blake y Shelley, creo, la segunda. (La noción de
Thoreau de «revisar la m itología» sugiere que estas alternativas quizá
no sean tan diferentes.) Pero el rom anticism o, en cualquiera de las dos
direcciones, hace su propia negociación entre el concepto de conoci­
miento y la amenaza del escepticism o, negociación que a un filósofo
podría parecerle que da por perdido el juego, y que acepta algo similar
al anim ismo, representado por lo que al parecer sigue llam ándose,
cuando se la nom bra, falacia patética.
Semejante negociación simplemente parece ignorar el esfuerzo adi­
cional de Kant, tan decidido com o su esfuerzo por acabar con el escep­
ticismo, por conjurar el dogm atism o, o superstición, o fanatism o: su
esfuerzo por hacer un lugar a la fe lim itando la fe, por decirlo así; el es­
fuerzo por negar que se puede experimentar el m undo com o m undo,
las cosas com o cosas; cara a cara, com o si dijéram os; llámese a esto la
vida de las cosas. Casi al principio del capítulo anterior hacía notar
que, en relación a la victoria sobre el escepticism o proclam ada por
Kant pactando dejar fuera la posibilidad de conocer la cosa en sí,
alguien podría pensar a veces, gracias por nada. Sin embargo, otro al­
guien con su, de él o de ella, conciencia kantiana íntegra, si no inmo-
dificada — por ejem plo una conciencia de la Ilustración— podría pen­
sar exactamente con la m ism a firmeza, a propósito del m encionado re­
torno de la cosa en sí pactando a favor del anim ism o, gracias por nada
(o m ás estrictamente: N o, gracias por todo).
H ago una pausa para hacer constar una dificultad característica del
m odo en que me encuentro dispuesto a pensar. Algún filósofo podría
preguntarme qué quiero decir exactamente con «experimentar las co­
sas com o cosas cara a cara», y algún otro cóm o defino «la vida de las
cosas». La respuesta a la primera pregunta es N ada técnico; la respues­
ta a la segunda es N o la defino. Tales palabras no significan nada en ab­
soluto, o yo no tengo ningún interés en lo que significan, aparte de su
precisión para poner en palabras o expresar una intuición — aquí mis
intuiciones concernientes a algo parecido a una prohibición del cono­
cimiento, una limitación del m ism o, com o si dijéramos, desde fuera.
Este poner en palabras las intuiciones es esencial a lo que quiero decir
con expresiones tales com o «dejarse leer por un texto». El texto en
cuestión es ahora algún fragmento del tipo «la cosa en sí está fuera de
los límites del conocim iento hum ano». Esta constatación no dice
nada, desde luego, sobre por qué uno desea ser leído, o sobre por qué lo
considera una virtud intelectual, o un comienzo, y no dice nada sobre
dónde acabará. (Si experimentar la vida de las cosas es otra expresión del
sentimiento de lo que Kant llama incondicionado, entonces, en térmi­
nos de Kant, es una experiencia de lo sublime. Y entonces, otra cuestión
abierta para mí — compañera de la cuestión de si el énfasis más funda­
mental o provechoso para comprender el romanticismo es el del cono­
cimiento o el de la consciencia— es la cuestión de si el énfasis más fun­
damental es el animismo o la sublimidad. Aunque aquí estoy siguiendo
el hilo del énfasis sobre el conocimiento, llevado por la problemática de
lo que entiendo por escepticismo, doy por descontado que en cada una
de estas dos cuestiones las alternativas son inseparables.)
El precio del anim ism o constituye un aspecto del reajuste rom án­
tico en cuyos términos paso a tratar el asunto principal del presente ca­
pítulo, la lectura de cuatro textos, el primero y el último («El anciano
marinero» y la «O da de las insinuaciones» de Wordsworth) más am plia­
mente, pues ellos son los principales caballos de batalla — además de
Em erson y Thoreau— en cuyos términos, o a cuyo paso, deben encon­
trar o perder apoyo mis formulaciones sobre el rom anticism o. Los dos
textos intermedios, a los que sólo doy una ojeada general, son escritos
filosóficos, uno de cada una de las dos tradiciones filosóficas, la alema­
na y la inglesa, cuya ignorancia mutua — desde el reajuste de Kant y cada
vez más durante el presente siglo (hasta, quizá, cierto deshielo en los úl­
timos años, al menos en algunos círculos)— ha servido para hacer poco
menos que imprescindible una discusión pública satisfactoria de las
cuestiones que más me preocupan. El primero de los escritos filosóficos
es Das Ding («La Cosa») de Heidegger; el segundo, titulado «Dioses», es
de John W isdom, uno de los primeros discípulos de Wittgenstein.
N o va a ser fácil formular la cuestión del anim ism o, porque parece
haber sido gravemente mal entendido (aunque quizá ya no lo sea)
com o algo que los rom ánticos adoptan — mientras que las infinita­
mente discutidas observaciones de Wordsworth sobre la dicción poéti­
ca van en la práctica tanto contra la falacia patética, contra cierto m odo
de acceder a ella, com o van en teoría afavor de la im itación de lo rús­
tico y bajo, y probablem ente una cosa debida a la otra. Y, en «El ancia­
no marinero», interpreto las imágenes de los cuerpos anim ados, o m e­
jor reanimados, com o el equivalente en el reino de la mente de lo que,
en el reino de la materia o naturaleza, pueda llevar a cabo la falacia pa­
tética. Para un intelecto com o el de Coleridge, para el que los objetos
están muertos ahora, éstos no tendrían que reavivarse por una infusión
de cualquier tipo de anim ación desde el exterior. (Creo adem ás que la
descripción que hace Coleridge de los cuerpos anim ados, que en su
poem a es obra de la figura de la Vida-en-Muerte, figura que en esta eta­
pa ha tom ado posesión del M arinero, constituye una parodia de lo
que cierta clase de filósofos, personas con cierto dom inio del pensa­
m iento, consideran que es el ser hum ano, por tanto la sociedad hum a­
na. El Marinero dice de los habitantes de la nave: «C om o tripulación
espectral allí estábam os.» Y eso me recuerda que en E l concepto de lo
mental, libro m enos fam oso ahora que cuando yo era un estudiante
graduado, tiem po aquel en el que representaba lo que m uchos consi­
deraban ser la filosofía del lenguaje ordinario, Gilbert Ryle llamaba a
algo m uy similar a esto el m ito del Espectro [Ghost] en la M áquina,
atribuyendo el m ito a Descartes. Ryle no explicó su m ito de m odo que
se parezca remotamente a los detalles que ofrece Coleridge, pero está
bastante claro que se refiere a algo similar al m ito que Descartes se es­
fuerza por superar cuando, por ejem plo en su Sexta M editación, niega
que el alma esté en el cuerpo com o lo está el piloto en la nave.)
La cuestión, espectro o fantasma, del anim ism o hace una aparición
m om entánea, algo disim ulada o asustadiza, en una tardía especulación
de la parte final de L a reivindicación de la razón. Esta parte se atiene a ex­
plorar vías según las que el escepticism o respecto a los así llam ados ob­
jetos materiales o m undo exterior, y el escepticism o respecto a las así
llamadas otras mentes — o, com o para abreviar podría decirse, escepti­
cism o y solipsism o— son recíprocos o contrarios, oponiéndose uno al
otro en un conjunto progresivamente creciente de características: por
ejem plo en la construcción para cada uno de ellos de «un caso mejor»
de conocim iento, en las consecuencias que me sobrevienen cuando
me falla un caso mejor, en el ideal de conocim iento que cada uno de
ellos proyecta, en el papel que desem peña la figura que llam o el outsi-
der, o si más bien estos destinos escépticos han de vivirse del m ism o
m odo, si son igualmente evitables, y así sucesivamente. La especula­
ción tardía en la que ahora estoy pensando concierne a si una de las
dos rutas del escepticism o es más fundam ental que la otra; y surge al
considerar la relación de O telo con D esdém ona (relación tipo otras-
mentes) com o una alegoría (llam ém oslo así) del escepticism o tipo ob-
jetos-materiales. La consiguiente especulación es que la m ism a posibi­
lidad de hacerlo así muestra que el escepticism o respecto a los objetos
materiales es derivable del escepticism o respecto a las otras mentes, y
en consecuencia, según esta línea, quizá m enos fundam ental. Pero el
m otor de esta especulación ha sido la idea de que posiblem ente el so­
lipsism o no es un genuino escepticism o debido a su carácter de vivi-
ble: mi capacidad de dudar de la existencia de los otros parece ser, se­
gún esta línea, m enos fundam ental que mi duda de la existencia del
m undo material — en realidad, parece im posible vivir con la duda de
la existencia de las cosas, mientras que la duda acerca de los otros pue­
de parecer un rasgo de la forma en que vivo. U na moraleja razonable
que cabe sacar de estas líneas opuestas es que no sabem os en qué con­
siste vivir nuestro escepticismo.
En el pasaje sobre O telo digo que la especulación acerca de la fun-
dam entalidad de las dos direcciones anticipa más de lo que mi libro
realmente llega a considerar. Es comprensible que me retrajera vacilan­
te ante esa anticipación. Dicha anticipación invita a la idea de que la
duda escéptica ha de ser interpretada com o celos y que la relación re­
sultante que tenemos con el m undo ha de interpretarse com o una re­
lación con algo que ha muerto a nuestras m anos. M i nueva vacilación
proviene inicialmente de la conjetura consiguiente a la conjetura de los
celos: que nosotros hem os m atado al m undo, y específicamente por
venganza.
En este punto, la sensación de que he transform ado la cuestión del
escepticism o en la cuestión del anim ism o, que he cam biado una for­
m a de locura por otra, no parece ser desconcertante. (C o m o si esta res­
puesta al escepticism o hubiera ido más lejos de lo que pretendía; cosa
que probablem ente le ocurrió al propio escepticism o.) ¿Puede dicho
cam bio tener algún beneficio intelectual? Podría tener bastante benefi­
cio intelectual si llegásemos a entender que la idea de los celos del
m undo saca a la luz un anim ism o ya implícito en la idea de dudar de
su existencia — en la m edida que la incertidumbre producida por esta
duda se describa no tanto en términos de si el conocim iento que se p o ­
see del m undo está bien fundam entado (si, por ejem plo, podem os
conseguir conocim iento seguro del m undo solamente sobre la base de
nuestros sentidos) com o en términos de si la confianza de uno está
bien em plazada (si estam os bien seguros, por ejem plo, de que ahora
no estam os soñando que estam os despiertos).
Volviendo a mi primer texto, «La rima del anciano marinero»,
tom o com o cam ino a seguir para recorrer el poem a la muerte del Al-
batros a m anos del Marinero, en parte porque ese incidente es, en cual­
quier caso, algo cuya interpretación sería obligado aventurar en una
lectura más detallada del poem a, y en parte porque, com o yo lo entien­
do, nos enfrenta casi directamente con la cuestión del anim ism o; y eso
del siguiente m odo. Los candidatos im portantes que los críticos han
propuesto com o la m otivación del M arinero para perpetrar dicha
muerte, han sido una especie de m alignidad sin m otivo alguno y un
tipo de violencia gratuita destinada a establecer la identidad propia, se­
parada. Me parece que el foco de la búsqueda de m otivos debería diri­
girse al enunciado del poem a de que «el pájaro... am aba al hom bre /
Que le m ató con su arco». Entonces, quizá la idea sea que el asesinato
ha de entenderse com o la negación de alguna reivindicación hecha al
Marinero. En tal caso, el sentido moral del poem a no se entiende bien
com o queda form ulado por el propio M arinero: «Reza m ejor quien
am a m ejor / todas las cosas grandes y pequeñas», form ulación que ge­
neralmente deja algo insatisfechos a sus lectores. ¿Pero por qué habría
de poseer el M arinero — que sigue deam bulando en penitencia al fi­
nal— el sentido moral correcto, o pleno? C onsidero que lo que podría
llamarse la moraleja del poem a se encuentra en algo parecido a la di­
rección opuesta de esta form ulación: dejarse amar por todas las cosas
grandes y pequeñas. Por supuesto, esto no significa rechazar la form u­
lación del M arinero; se propone com o una interpretación práctica o,
digam os, romántica de la misma.
¿Podem os tom ar mi moraleja com o un consejo com prensible? Su­
pongo que la respuesta dependerá de qué se considere que nos está di­
ciendo el poem a. Me parece que lo que yo entiendo que dice el poe­
m a prueba dicha com prensibilidad aludiendo a la cuestión de la fuen­
te de un falso anim ism o, algún tipo de estúpida anim ación (com o una
especie de aberración de la verdadera poesía, o de la verdadera religión,
practicada en un lugar al que deriva uno m ism o y que Coleridge llama,
en el capítulo 9 de la Biografía literaria, un yermo de duda, «bordeando
los arenosos desiertos de la incredulidad»); m ostrando que esto es un
enem igo tanto de la genuina poesía (que se opone a ello) com o de la
ciencia (que no se opone, porque para la ciencia la diferencia entre una
falsa anim ación y la vida de las cosas probablem ente sea irrelevante).
En la exposición que voy a hacer, el carácter central de la muerte
del Albatros es m ás bien puesto en cuestión, com o si fuera aseverado
y negado a la vez, com o si a la vez fuera fundam ental y derivado. N o
conozco ninguna discusión m ejor de este acto, y su m otivación, que la
de Robert Penn Warren hace ahora unas cuatro décadas.
Considerando «la fábula, en los términos más am plios y simples,
[como] una historia de crimen y castigo, de arrepentimiento y recon­
ciliación», Warren, oportunam ente, se propone caracterizar la naturale­
za del crimen («la transgresión del Marinero») que lo provoca todo, y
especialmente le parece (y aquí me siento m uy directamente precedido
por él) que el rasgo m ism o de la muerte del Albatros que otros críticos
del poem a consideran m alogrado (cosa que expresan describiendo el
asesinato com o caprichoso, trivial o irreflexivo) es, por el contrario,
una clave de la trama del poem a: «La falta de m otivación, la perversi­
dad..., es precisamente lo significativo en el acto del Marinero. Dicho
acto constituye una nueva representación de la Caída, y ahora la C aí­
da tiene dos características importantes: es una condición de la volun­
tad ‘fuera de tiem po’, com o dice Coleridge, y no es el resultado de un
solo m otivo hum ano.» Si se recuerda la idea de que el paisaje marino
que describe el M arinero es una imagen de la tentación del escéptico y
de su progreso m ás allá de (lo que a él se le presenta com o) los límites
meramente convencionales del conocim iento, entonces las observa­
ciones de Warren encajan con mi visión de la cuestión del escepticis­
m o com o una cuestión que concierne a la negación humana de las
condiciones de hum anidad para la que no existe un (solo) motivo.
Esto sugiere una interpretación del m otivo com o el horror m ism o a ser
hum ano — pero entonces el destino de negar esta condición, y negar
en consecuencia la posesión de semejante m otivo, sería el quid de este
m otivo. Por tanto, al igual que el imperativo categórico de Kant y su
base en el respeto, respeto por lo hum ano (es decir, por los poseedores
de razón, de la que el horror a lo hum ano es un opuesto, una negación
o parodia), la negación de lo hum ano indica no la ausencia de motivo
sino la presencia de una especie particular de m otivo; Kant lo llama
formal.
Pero el concepto de «perversidad» no nos llevará m uy lejos en la
evaluación del estado del M arinero; o exigiría tanta investigación, qui­
zá la m ism a, que el estado propio del Marinero. La perversidad hace
pensar, junto con la sugerencia de falta de m otivación, en la caracteri­
zación que hace Coleridge de Yago; aunque O telo se encuentra igual­
mente en el m ism o punto. De la manera que he establecido mi cam i­
no inicial para recorrer el poem a, el acto iniciático de la transgresión
— el que para mí evoca la C aída— es el acto de «cruzar la línea». Po­
dría ser — y eso es lo que sugiero— que la muerte del ave fuera un acto
derivado de la consiguiente deriva por el país helado, junto con los
otros eventos acaecidos en ese reino; derivado tanto en el sentido de
ser una consecuencia de la transgresión más que una transgresión ori­
ginal por sí m ism o, com o en que su interpretación se determina, o es
determinable, en términos de la interpretación del acto de cruzar la lí­
nea. En el capítulo anterior sugería su interpretación en términos de la
idea de Wittgenstein de hablar, o intentar hablar, «fuera de los juegos
de lenguaje», idea de la que se sirve L a reivindicación de la razón para
m odificar la intuición de la «línea» crítica de Kant. ¿C uál es la signifi­
cación de atribuir este cruzar la línea a la perversidad? — cualesquiera
que sean los hechos que esa figura alegórica resulte aprehender con fi­
delidad. En un m om ento determinado de su evolución, el escéptico
puede llegar a afirmar algo así com o que no vem os nunca todo el obje­
to material. Alguien que encontrara paradójica esta reivindicación p o ­
dría llamarla perversa. Pero quien la considere verdadera podría llamar
perversa a su negación. C abe esperar que en esta contienda una de las
dos partes perciba com o tozuda a la otra. ¿Pero está cualquiera de
las dos m ás en contacto con los hechos que la otra? (En La reivindica­
ción de la razón, págs. 194-199, ofrezco una serie de ejem plos encam ina­
dos a mostrar que ambas partes han perdido dicho contacto — porque,
brevemente dicho, la palabra «todo» ha sido sacada fuera de su[s] jue­
go [s] de lenguaje ordinario, y por ello sus ocurrencias están fuera de
nuestro control o, mejor, nos controlan a nosotros.) D ad o el uso que
hago de la problem ática escéptica com o mi vía de acceso al rom anti­
cism o (y a la inversa), estoy consecuentem ente predispuesto a sospe­
char de la acusación de perversidad. Aplicada al M arinero, me parece
que dicha acusación tiene dem asiada prisa en declararle incom prensi­
ble. ¿O es que, por el contrario, la reivindicación estriba en que dicho
concepto se propone precisamente para hacer com prensible su con­
ducta? (Los contendientes sobre la cuestión de verlo todo del objeto
tam bién piensan que están explicando algo.) Pero entonces quizá de­
bería decir: aquellos que acusan al M arinero de perversidad tienen de­
m asiada prisa en declarar que es de algún m odo diferente, que está
atrapado por algo especial, un Jonás. Es decir, la acusación sería más
natural si proviniera de sus cam aradas, los m iem bros de la tripulación,
en cierto estado de desesperación.
La desazón que siento respecto a esta aplicación del concepto po­
dría aclararse aún más si tenemos en cuenta que algunos críticos han
objetado considerar «El anciano marinero» com o una interpretación
de la C aída, sobre la base de que en el poem a no aparece nada que
pueda llamarse desobediencia. Esta objeción sería rotundamente eficaz
si fuera obligado concebir la C aída com o, por ejemplo, la concibe Mil-
ton. Pero, ¿y si el poem a ofreciera una descripción alternativa de la ex­
pulsión hum ana del Edén, junto con una interpretación alternativa de
qué sea sucum bir a la tentación, interpretación según la cual una sen­
sación de ir dem asiado lejos es lo que produce una sensación de pro­
hibición y no a la inversa?
En una sección del ensayo «Excusas», titulada «Pequeñas distincio­
nes, y grandes también», Austin cita com o resultado de que no acerte­
m os a imaginar casos ordinarios (una consecuencia, según dice él, de
«estar atrapados por el pensam iento») nuestra sujeción a una confusión
que, supone Austin, Platón y después Aristóteles «nos transmitieron»,
la confusión entre sucum bir a la tentación y perder el control de n oso­
tros m ism os. (Los «juegos de lenguaje» de Wittgenstein y los «casos or­
dinarios» de Austin, no coinciden, pero se solapan. Wittgenstein in­
venta juegos que, en un sentido, van m ás allá de «lo que se dice»; y éste
es un sentido en que Wittgenstein no es un filósofo del lenguaje ordi­
nario, o no un filósofo ordinario del lenguaje ordinario. Pero dichos
juegos, en un sentido, no van m ás allá de lo que «puede decirse» [con
el lenguaje ordinario].) Me parece que sin captar las conexiones inter­
nas que hay aquí, no se puede saber de qué son casos los casos de Aus­
tin. En la presente instancia el ejem plo de Austin reza así:

Me gusta mucho el helado, y sirven una tarta dividida en por­


ciones correspondiendo una a cada una de las persona de la mesa de
profesores; siento la tentación de servirme dos porciones y lo hago,
sucumbiendo así a la tentación... ¿Pero pierdo el control de mí mis
mo? ¿Las rebano afanosamente? ¿Arrebato los bocados del plato y
me los como con voracidad, indiferente a la consternación de mis
colegas? Nada de eso. A menudo sucumbimos a la tentación con
calma e incluso con delicadeza («Un alegato en pro de las excusas»,
pág. 187).
D igam os que som os casuales. Interpretando que la trama de «El
anciano marinero», en el punto de «haber pasado la línea», ilustra una
transgresión espiritual en la que el primer paso es casual, com o si ya
dado desde siempre, lo entendería com o m anifestación de la idea del
deseo de salirse de los juegos de lenguaje, y en consecuencia de perse­
guir lo que Kant llama «ilusiones dialécticas» (que podrían considerar­
se com o formas de trastornos espirituales — Kant las llama fanatism o,
hechicería, superstición, y engaño). La idea de perversidad no atañe, en
mi opinión, a la condición de la casualidad. Pero al margen de esa con­
dición, no estamos considerando la ordinariedad de la idea (funda­
mental en mi exploración del escepticismo) de que es natural a lo hu­
m ano desear escapar de lo hum ano, ya sea por arriba o por abajo, ha­
cia lo inhum ano. La idea de perversidad sugiere aquí infracción. Es
una idea que, por decirlo así, rom antiza al escepticismo. Esto no es m e­
jor, no es una explicación más pura, y posiblem ente no sea peor, que
el auto-retrato que nos ofrece el escepticism o, auto-retrato que tiende a
presentar al escepticismo com o sobrio, respetable o científico, reivindi­
cando, por ejemplo, mayor rigor, precisión o escrúpulo intelectual del
que, por propósitos prácticos, nos vem os obligados a ejercer en nues­
tras vidas ordinarias. (Para ver con cierto detalle cóm o puede evaluarse
en esta conexión la reivindicación de perversidad considero, en el
Apéndice B al capítulo 5, algunos de sus lugares clásicos en la obra de
Edgar Alian Poe, que es de donde Warren la ha sacado.)
Algunas veces he puesto el esfuerzo hum ano por escapar a lo hu­
m ano junto a lo que llam o m iedo a la inexpresividad (algo que em ­
prende la discusión que hace Wittgenstein de la privacidad): «El deseo
subyacente a esta fantasía [de una inexpresividad necesaria] cubre un
deseo que subyace al escepticism o, un deseo de que la conexión entre
mis reivindicaciones de conocim iento y los objetos sobre los que han
de caer dichas reivindicaciones ocurra sin mi intervención, aparte de
mis acuerdos» (La reivindicación de la razón, págs. 351-352). M e parece
que esta idea resulta pertinente para la concepción familiar de que el
Marinero de algún m odo representa tam bién al poete maudit: la m aldi­
ción de Coleridge, com o la del Marinero, no consistía sólo en saber
que su sufrimiento no podía ser com unicado, com o si de hecho fuera
incomprensible para los otros (en todo caso, hasta el presente), sino en
saber que él m ism o estaba más radicalmente incom unicado, estado
que en su «O da al abatimiento» describe o identifica com o inexpresi­
vidad. A mí se me presenta com o un estado de incom prensibilidad, el
estado que pretende captar la fantasía de un lenguaje privado de Witt­
genstein. Pero si el Marinero es un poeta, entonces sus acciones deben
ser las de un poeta. ¿Q ué tiene que ver, pues, matar un pájaro con lo
que hace un poeta?
¿En qué consiste su acto? El M arinero dice: «C on mi ballesta /
maté al ave.» Sabe que la consecuencia fue mortal, pero tal vez no era
eso lo que pretendía. Podría haber querido silenciar la reivindicación
del ave sobre él y, a la vez, establecer con el ave una conexión m ás es­
trecha que, digam os, cuidarla: una conexión más allá de la com peten­
cia de sus responsabilidades hum anas, o convencionales o personales,
que en am bos casos pueden parecer arbitrarias. Al soñar su solución,
atravesar al pájaro con su flecha, deja aparte el conocim iento de que la
consecuencia de su acto sería la muerte de la naturaleza, de esta pieza
de la naturaleza.
La insatisfacción con nuestras capacidades hum anas de expresión
produce un sentido de que las palabras, para revelar el m undo, deben
alcanzar m ás profundam ente de lo que negociarían nuestros acuerdos
o sintonizaciones en los criterios. El m odo com o privam os primero las
palabras de su posesión com unal, y com o luego intentam os mágica y
tem erosam ente superar por nosotros m ism os semejante privación de
nosotros m ism os por nosotros m ism os, es una forma de contar la his­
toria del escepticism o que cuento en L a reivindicación de la razón. A ho­
ra lo único que hago es constatar que «ser llevado a negar mi acuerdo
o sintonización con los criterios» es mi jerga para decir: ser llevado a
negar mi conexión interna, o natural, con los otros, con lo social com o
tal. C o m o si mi reacción al descubrimiento de mi condición de sepa­
rado fuera perpetuarla, radicalizarla, interpretando la finitud com o un
castigo, y convirtiendo el castigo en auto-castigo.
Los camaradas de a bordo del Marinero, que nos hacen recordar la
población de la nave del estado, están muertos para él antes de disparar,
com o si sólo fuera posible traerlos a la vida con disparos. Si el poema-sue­
ño de Coleridge fuera mío, si yo tuviera ese sueño, interpretaría el dispa­
ro de la flecha com o una figuración del acto de emplear originalmente las
palabras para nombrar el m undo — palabras aladas. Por tanto puede que
el poeta tenga motivo para temer que su arte sea tan fatal com o el de la
ciencia; más fatal, porque él había esperado superar (lo que a los que eran
com o él les había parecido como) un asesinato con fines de disección a
manos de la ciencia y del intelecto; mientras que ahora descubre que él
ha matado para conectar, para embutir la naturaleza dentro de sus pala­
bras, para hacer poemas a su costa, cosa que ninguna otra capacidad pue­
de superar, o ninguna otra cosa a título de capacidad.
¿C uál es, pues, el crimen perpetrado en el acto de matar al pájaro?
En un determinado m om ento Warren dice que «la criminalidad se es­
tablece» de tal forma — a saber, desde «una concepción sacramental
del universo»— que «al final tenemos... en el crimen contra la natura­
leza un crimen contra Dios». Sin negar los descubrimientos de Warren
a este respecto, vam os a tom ar en consideración que los actos del M a­
rinero en el país helado son actos de ensim ism am iento, narcisistas,
com o si parodiasen la supuesta auto-reflexión que algunos filósofos
consideran constitutiva del hecho de poseer mente. D e otro m odo no
sería una alegoría del escepticismo, del que cualquier recuperación
debe hacerse — aparentemente— en solitario, en ausencia del supues­
to de los otros. De otro m odo, no es del escepticism o de lo que uno se
está recuperando. Por tanto, el acto del M arinero no es otra cosa que
un acto ensim ism ado. Del m odo más m em orable posible, el Marinero
chupa su sangre para dar rienda suelta a su sed de habla y poder llamar
a un barco para que lo rescate. Y pienso que es igualm ente claro que
el M arinero se identifica con las serpientes m arinas, cuyo am or y
bendición p or parte del M arinero precipita su liberación del Alba-
tros. Esta preparación depende de tom ar co m o señal de identifica­
ción los versos:

¡Tantos hombres tan hermosos!


Y todos yacían muertos:
Y mil y mil seres viscosos
Siguieron vivos; com o yo

La glosa (indicando una disputa con, y en, la poesía) glosa así: «El
M arinero desprecia las criaturas de la calma, y envidia que estén vivas
y tantos otros muertos.» Entonces esto, para mí, significa que el M ari­
nero desprecia y envidia que él m ism o esté vivo, com o es posible que
les ocurra a los sobrevivientes. Y cuando acto seguido ve las serpientes
a una nueva luz, a la luz de la luna, acepta su participación com o ser
viviente en cualquier cosa que esté viva — acepta los anim ales de la cié­
naga com o tam bién sus otros— , es decir, acepta el hecho o, com o p o ­
dría decirse, el don de la vida. Esto da com ienzo a su recuperación de
la muerte-en-vida que produce la culpa inexpresable. (En este punto,
mis palabras implican que creo que Warren ha establecido con éxito su
punto de las relaciones entre la luz de la luna y la del sol en el poem a,
caso sustancialm ente establecido unos años antes, m e parece, por
Kenneth Burke.)
De m odo similar, cualquier otra cosa que pueda significar el Alba-
tros, al Marinero debe presentársele com o una m anifestación de sí m is­
m o. La glosa, de nuevo, glosa así: «Los tripulantes, en su doliente des­
gracia, de buena gana echarían toda la culpa al anciano M arinero; en
señal de lo cual cuelgan el ave marina muerta alrededor de su cuello.»
Pero sus cam aradas del barco no son mejores (si es que no son peores)
en el uso de los signos de lo que puedan serlo los marineros y otros cul-
padores. Su acto de colgarle la culpa constata tam bién una idea de la
intim idad del M arinero con el pájaro que mi explicación del disparo
quería establecer, y sirve (en especial si consideram os físicamente im ­
posible colgar en ese lugar un pájaro tan grande) simplemente para
identificar el uno con el otro — el ave (cuyo nom bre m odifica, en con­
secuencia alude a, un nom bre de pelícano) con el hombre (que lleva
su propia clase de cruz, o ballesta). A m bos dos dan su sangre para la li­
beración de los otros. Entonces, matar al Albatros fue una forma de
suicidio, com o lo fue la crucifixión.
Adem ás, la idea del suicidio se com bina con la idea de cortar la sin­
tonización, matar la conexión de uno con los otros, el ansia de ser exi­
m ido de la naturaleza hum ana, perpetrar el crimen de matar la hum a­
nidad en uno m ism o. Eso parecería constituir su propio castigo. En
consecuencia, no veo en el poem a, com o algunos quieren ver, una re­
conciliación del M arinero con la sociedad. Warren dice que «por la
m ediación del Ermitaño... el M arinero es recibido de nuevo en el
m undo de los hombres. ¿Pero en qué términos? N o se le capacita para
participar en ese m undo en los m ism os términos que los otros. En la
m edida que el M arinero no está recuperado para el m undo de los
hom bres, el país al que vuelve (nuestro m undo) continúa estando dra­
m atizado, diagram atizado, por el país helado al que ha sobrevivido.
¿Por qué si no habría de ser su penitencia proclam ar a sus habitantes,
de tanto en tanto y de parte a parte de la tierra, la m ism a moraleja que
él tuvo que aprender para poder sobrevivir a su vida-en-muerte? La di­
ferencia entre los dos países es que en el de arriba de la línea los habi­
tantes son capaces de ocultar su rechazo del m undo, y durante la m a­
yor parte del tiem po o, digam os, por propósitos prácticos, adaptarse a
su condición com o si fuera la condición ordinaria del m undo. Por tan­
to, para rescatarlos de su encubierta vida-en-muerte, el M arinero ha de
irrumpir en sus adaptaciones, convertirse en perturbador de su paz,
que no es paz (N os reconoce com o seres que viven su escepticism o, o
da un sentido a esa suposición.)
El M arinero suplica al Erm itaño que le «absuelva», lo que equivale
a decir que oiga su confesión y le prescriba la penitencia. El Ermitaño
le pide que diga qué clase de hom bre es él, tras lo cual una agonía le
obliga a empezar su relato, del que el M arinero com enta: «Y después
quedé yo libre de pena.» El oportuno relato de su historia le produce
alivio. Y la penitencia prescrita por el Erm itaño (que la glosa m aravillo­
samente glosa com o «la penitencia de la vida [cayendo] sobre él») pa­
rece ser exactamente repetir este encuentro una y otra vez — contar su
relato espectral obedeciendo a su agonía, que por tanto habrá de vol­
ver una y otra vez, y «a hora incierta», lo que le hace seguir su cam ino
errante, m irando los rostros de los extranjeros para saber quién debe
oírle.
Q ue el poeta maldito, el escéptico convertido en creyente, sea ab-
suelto por el Erm itaño, la otra figura del aislamiento en el poem a, lo
considero una brom a de Coleridge: absolver es prescribir algo, esto es,
escribir algo (por adelantado); por tanto el poeta es absuelto, prepara­
do para la redención, por un escritor, llámese un legislador desconoci­
do. En consecuencia, escribir es una especie de auto-redención, lo que
se ajusta al hecho de que la prescripción del Erm itaño sea la de una
confesión cuya m ismísima narración constituye la penitencia.
Todo lo cual no es suficiente para explicar el castigo que hay en
esta narración. Lo que estoy pensando ahora concierne a las diferen­
cias entre las personas a las que el Marinero, según se nos describe,
cuenta su historia al principio y al final del poem a; al principio al Invi­
tado de la Boda, al final al Ermitaño. Lo que voy a hacer es imitar al
Marinero, quiero decir obedecerle, sacando mi propia moraleja de su
historia. (Dejo abierta la cuestión de si esto debería contar com o con­
tinuar leyéndola. Q uiero decir, continuar ofreciendo una lectura de la
misma.)
Coleridge deja dramáticamente claro la im portancia decisiva que
tiene la cuestión de quién habla primero. En ninguno de los dos casos
en que cuenta su historia, el M arinero habla exactamente el primero;
me refiero a que no cuenta lo que tiene que decir hasta que se le hace
una pregunta. En consecuencia, com o en la sentencia de Walden acer­
ca de atraer a sus habitantes sentándose callado, siendo dueño del si­
lencio, el poeta reivindica, hasta aquí, la postura de cierta clase de filó­
sofo, de cierta clase de maestro, llam ém osle terapeuta. Pero en cada
una de las narraciones del M arinero hay una am bigüedad sobre quién
es el primero. En efecto, el M arinero ruega al Erm itaño que le pida ha­
blar; por tanto, que el M arinero hable primero es sólo para pedir auto­
rización para hablar. El Erm itaño obedece a la perfección, respondien­
do a su ruego con una pregunta que permite al M arinero contar com ­
pletamente su historia; hasta aquí es el Erm itaño quien se com porta
com o filósofo. O mejor, puesto que su pregunta prescribe una peniten­
cia, obliga al M arinero a contar su historia. A partir de aquí el Ermita­
ño está ausente, presumiblemente porque no tiene más instrucciones
que dar a su interlocutor y porque el relato que sigue no tenía ningu­
na instrucción para él. De lo que se sigue que el Erm itaño no es, des­
pués de todo, un filósofo. El M arinero tiene m ucho cuidado en no ha­
blar prim ero a su interlocutor inicial, el Invitado a la Boda. Le saca del
ruedo de la vida propiciando así una pregunta por parte del Invitado,
pero no es una pregunta ni sobre él m ism o ni sobre quién o qué sea
el M arinero, sino sólo sobre por qué se le ha interrum pido. Por tan­
to, de nuevo, no es una invitación al diálogo y por tanto, de nuevo
tam bién, la filosofía no está presente; tam poco el M arinero es esa cla­
se de m aestro.
El A póstol, por el contrario, según la concepción de Kierkegaard
(en De la autoridad y la revelación), se ve em pu jado fuera del ruedo de
la vida para hablar primero, pero no habla de sí m ism o, com o lo hace
un viejo marinero. Así pues, el M arinero se encuentra perdido entre el
A postolado y el oficio de M aestro Sabio, com o si fuera dem asiado tar­
de para la religión, porque ya no hay nada de com ún en nuestros dio­
ses, y dem asiado pronto para la filosofía, porque los seres hum anos no
están interesados en sus nuevas vidas. (N o es de extrañar que la auto­
biografía explícita del escritor haya de ser escrita con continuas digre­
siones.) Sabe qué tiene que decir y com prende a quién tiene que decir­
lo. Pero no sabe por qué habla, y no sabe por qué su interlocutor ne­
cesita oírle. Sin conocer el provecho de su enseñanza no puede darle
fin en ningún lugar. La glosa describe al M arinero com o que «im puso
su voluntad» al Invitado a la Boda. Así no es com o enseñan ni los
apóstoles ni los filósofos. El M arinero es un paciente m ás que un m é­
dico, más un síntom a que un remedio.
La glosa dicta que el anciano M arinero «enseñe, con su propio
ejemplo, am or y veneración a todas las cosas que D ios hizo y ama».
¿Pero com o podría su ejem plo m ostrar tal cosa, a no ser que tenga su
vida pasada por un mal ejem plo? ¿O es que el M arinero constituye un
ejem plo que enseña que nadie es incapaz de redención? ¿C óm o m an­
tiene su ejem plo la prom esa de redención? Los ejem plos con los que
enseña el Marinero, aparte de la narración de su historia, son, colijo,
estos dos: primero, mostrar que «entrar juntos a la iglesia / Y rezar to­
dos juntos / Mientras cada cual ante su Padre celestial se inclina» es
con mucho «más dulce que el festín de la Boda»; y de m odo más espe­
cífico, segundo, reforzar esta lección abordando a los invitados a la
Boda, preferentemente al más allegado, dejándolos aturdidos, de
m odo que también ellos «[se apartan] de la puerta del novio». ¿Por
qué? Aun cuando una ceremonia fuera más dulce que la otra, de ello
no se sigue todavía que sean incom patibles, que debam os elegir entre
ellas. ¿Por qué se abandona el m atrim onio? Es decir, ¿por qué se en­
cuentra un lugar para todos y cada uno mientras que no hay lugar para
un p ar o una pareja? D ios, entre todas las cosas que hizo y ama, ¿no
ama, o no hace ya, los m atrim onios? Y ¿no tendría que haber ya más
m atrim onios? ¿C ó m o es que el relato del M arinero com pite con el
m atrim onio?
Es evidente que se trata de un relato de soledad tan absoluta «que
el m ism o D ios / apenas parecía estar allí». Adem ás, la caracterización
del invitado a la boda después del relato com o «aquel que queda atur­
dido», relaciona al invitado con el estado del M arinero cuando éste úl­
tim o soñaba felizmente en la salvación, cuando «el barco se fue a pi­
que», y el M arinero quedó «aturdido ... com o quien lleva ahogado sie­
te días». Q uedar aturdidos es el estado que, describe Platón, producía
Sócrates en quienes buscaban confrontación con él; pero el M arinero
deja al Invitado a la Boda en ese estado, hasta donde yo alcanzo a ver,
sin ulterior salvación; cabría decir, esperando perm anentem ente la re­
dención. Sin duda, esto puede justificarse — com o preparación a la fi­
losofía, por ejemplo. Pero no es la evolución que propicia la filosofía,
ni tam poco, creo, la poesía o la religión. Así que pregunto de nuevo:
¿Por qué es esto preferible al m atrim onio?
El m od o de representarme esta m oraleja se sigue de la form a en
que he alineado las cuestiones, form a según la cual el M arinero en­
tiende que su relato com pite con la perspectiva de un m atrim onio,
que favorece la soledad o la sociedad en su con jun to a la división o
em parejam iento por contrato en el m atrim onio, y que tiene el poder
de aturdir pero no el de salvar posteriormente a su interlocutor. Y pues­
to que, adem ás, no soy de los que interpretan el rom anticism o com o
el logro de las m ayores celebraciones de la privacidad, sino m ás bien,
para decirlo en los m ism os térm inos, com o el logro de la decidida
aceptación de la privacidad, me represento la sobrevivencia de dicha
privacidad hasta que, si es que alguna vez, sea reconociblem ente es­
tablecido, o restablecido, el carácter genuino de lo público, de la si­
guiente m anera:
Por m uy atractivo que pueda resultar el alegre estruendo del matri­
m onio, por m uy esencial que sea para la esperanza de lo social, ya no
constituye un sacramento, ni está patrocinado por D ios ni es ratifica-
ble por la sociedad tal y com o ésta se encuentra, sino que constituye
un nuevo misterio para el que los outsiders, por m uy parientes que
sean, son irrelevantes. Tam poco es el caso de que los nuevos vínculos
que han de reconstruir un público legítimo, lo que significa superar las
tendencias que nos empujan a la privacidad, estén asegurados por el
m atrim onio tal y com o éste se encuentra. Casarse ahora es estar dis­
puesto a tener una aventura más de aislamiento, sin soledad pero tam ­
bién sin sociedad; com o si el m atrim onio fuera una inversión m ás de
nuestro narcisismo, com o tan típicamente lo son los hijos. Si el matri­
m onio es el nom bre de nuestra única alternativa actual al mar-desierto
del escepticism o, entonces, por esta m ism a razón, semejante intimidad
no puede ser celebrada o santificada; no hay ningún exterior a ella.
C abe describirla com o que le falta su poesía; com o si la m ism a intimi­
dad, o la nueva insistencia sobre ella, careciese de expresión. N o es de
extrañar que no pueda decirse quién se casa.
Entonces, visto de esta form a, puede que el M arinero sea un
m ensaje del rom anticism o com o tal; el m ensaje de que existe una in­
tim idad en general, y que la poesía es responsable de darle expresión.
(Entonces surgiría la pregunta: ¿C ó m o se ha esfum ado, com o si hu­
biera sido desinvertida? ¿Y p or qué no la exige la am istad, com o lo
hace el m atrim onio? ¿O es que sí la exige?) C o n toda seguridad, las
nuevas del M arinero al Invitado de la B od a no sólo hacen a su rela­
to m ás im portante que la asistencia de un outsider al festín de bodas,
sino que sus nuevas son singularm ente pertinentes en esa situación:
a saber, hacen ver que sem ejante situación es innecesaria, incluso va­
cía; que la expresión de nuestras intim idades sólo existe ahora en la
búsqueda de expresión, no en seguridades de la m ism a. (Si el matri­
m on io es el em blem a de la intim idad, igualm ente lo es de las institu­
ciones. Por tanto, la am istad posee cierto grado de institución, si tie­
ne lugar dentro del m atrim onio.) Si el m atrim onio así concebido, di­
gam os com o dejarse am ar devotam ente y devolver recíprocam ente la
devoción (com o si el am or fuese un anillo), es la esperanza que ali­
m enta el poem a contra una falsa anim ación; si ésta es la esperanza y
recom endación del poem a respecto a la intim idad con el m undo que
busca la poesía (o lo que la poesía ha de llegar a ser); entonces no
cabe esperar que pod am os decir todavía si éste proyecta un nuevo
anim ism o, un anim ism o m ás genuino, o si el concepto de anim ism o
caducará, de puro viejo. Yo no diría que es un poem a Antitálam o,
pero constituye una advertencia bastante clara sobre las apuestas que
hay en juego.
Puesto que dichas apuestas se parecen enorm em ente a aquellas que
encuentro en los misteriosos m atrim onios, y la ausencia de festines en
ellos, que están bajo observación en las mejores com edias de la época
del sonoro de Hollywood, así com o a las apuestas que me preocupan
concernientes al escepticismo, uno puede sentir a veces que tales con­
clusiones sobre el poem a son, más bien, dem asiado buenas para ser
verdaderas. Semejante sentimiento puede indicar exactamente resisten­
cia, de la que la convicción sólo se encuentra a un paso.

El segundo de la serie de cuatro textos en los que propongo estu­


diar la negociación kantiana con el escepticism o (volviendo a adqui­
rir el conocim iento de objetos a cam bio de las cosas en sí m ismas) y
la negociación del rom anticism o con la kantiana (volviendo a adqui­
rir la cosa en sí cargando con el anim ism o) es «La C o sa» [«Das Ding»]
de Heidegger, que considero otro esfuerzo, com pañero del de C o le­
ridge, en la superación de la línea del pensam iento, la línea de Kant
para empezar.
El ensayo de Heidegger nos lleva a la pregunta kantiana casi sin
darnos cuenta, por un sendero heideggeriano de preguntas que hacen
que la de Kant parezca simple en su familiaridad. La sentencia que
abre el ensayo es: «Todas las distancias, en el tiem po y en el espacio, se
encogen»; y más abajo, en la primera página: «Ahora bien, esta apresu­
rada supresión de las distancias no trae ninguna cercanía; porque la
cercanía no consiste en la pequeñez de la distancia»; y luego, en la pá­
gina siguiente: «¿C ó m o podem os experienciar la esencia [de la cerca­
nía]? ... En la cercanía está aquello que acostum bram os a llamar cosas.
¿Pero qué es una cosa?»; y en la tercera página: «¿Q ué es lo cósico de
la cosa? ¿Q ué es la cosa en sí m ism a? S ólo llegarem os a la cosa en sí
si antes nuestro pensam iento ha llegado a la cosa com o cosa». Y esto
resulta exigir «un paso atrás» de la forma en que pensam os hacia otra
forma distinta (tal vez esto sea lo que Thoreau llama «mirar de otra for­
ma»). Y casi al final del ensayo tenem os: «Al pensar de esta forma, es­
tam os bajo la llamada de la cosa com o cosa. En el sentido estricto de
la palabra alemana bedingt, som os seres condicionados (concernidos
por las cosas [Be-Dingten]). H em os dejado tras nosotros la presunción
de toda incondicionalidad.»
Lo que el ensayo persigue es volver a darle la vuelta al pensam ien­
to hum ano respecto al giro com pleto del m ism o practicado por Kant
en su orgullosa Revolución Copernicana en filosofía: en lugar de decir
que para que pueda haber un m undo de objetos de conocim iento para
nosotros, una cosa debe satisfacer las condiciones — cualesquiera que
éstas resulten ser bajo la investigación filosófica— del conocim iento
hum ano, lo que Heidegger dice es que para que nosotros podam os re­
conocernos com o mortales, en participación con la tierra y el cielo, no­
sotros debem os satisfacer las condiciones de ser cosas ahí del m undo
cualesquiera que éstas, recíprocamente, resulten ser dentro del pen­
sam iento filosófico. Y lo que esto aparentemente quiere decir es: la re­
dención de las cosas del m undo es la redención de la naturaleza hum a­
na, y principalmente respecto a la destrucción de sus propias condicio­
nes de existencia.
¿Es esto una filosofía del rom anticism o? Si sistematiza algo similar
a la tarea del rom anticism o en poesía, es decir, si el rom anticism o cree,
y está acertado en su creencia, que las cosas necesitan redención res­
pecto a la forma en que nosotros, seres hum anos, hem os llegado a pen­
sar, y que esta redención puede ocurrir sólo poéticam ente; entonces se­
gún el ensayo de Heidegger el rom anticism o estaría acertado en creer
que se trata, por esa m ism a razón, de una redención de la naturaleza
hum ana respecto a su propio atrapamiento. Y en ese caso, la actividad
de la poesía es la posibilidad de vida hum ana; de este m odo resulta
com prensible que la poesía se tome a sí m ism a, su m ism a posibilidad,
com o tema propio.
Lo anterior, dicho sea de paso, constituye el esbozo de una respues­
ta a una de las más tempranas y m ás últimas acusaciones contra los ro­
m ánticos, en el sentido de que prefieren las cosas a las personas. A un
nivel superior, dicha acusación viene expresada en el golpe fatal que
D ’Alem bert dirige a Rousseau al significar que este últim o no necesita­
ría tanto estar solo si no tuviera nada que ocultar. En un plano inferior,
tenemos la observación del Pastor M andersish de Irvin Babbits acerca
de que «la vacuidad de la com unión rousseauniana con la naturaleza»
es uno de «los sustitutos de la genuina com unión» que ofrece el ro­
m anticism o (Rousseauy el romanticismo, pág. 235).
(H ago observar que los años en que Heidegger em pezó a escribir
sus últimos ensayos, después de su supuesto giro respecto a Sery tiem­
po, eran los m ism os años en que Jo h n Crowe Ransom estaba escribien­
do E l cuerpo del mundo, que representa otro esfuerzo en unir el destino
de la poesía y el de la experiencia del m undo. De vez en cuando me
pregunto [o me pregunto si tiene sentido preguntarse] qué habría teni­
do que ser la vida intelectual americana para que Ransom hubiera dis­
puesto de una cultura literario-filosófica com parable a la de Heidegger
dentro de la que escribir. En Europa, el positivism o lógico se había
constituido para com batir esa cultura. C u an do el positivism o lógico se
vió obligado a entrar en América, encontró ciertas afinidades con el
pragm atism o así com o ciertas enemistades m ás íntimas con él; y la cul­
tura intelectual nativa tuvo que asumir el positivism o unidireccional­
mente, por decirlo así, sin saber apenas cuáles eran sus objetivos, com o
era el caso de Ransom . N o acredito a Heidegger de más familiaridad
con la literatura que a Ransom o Kenneth Burke, R. P. Blackmur o Paul
G oodm an, pero los americanos com pusieron sus obras teóricas en una
especie de bono, válido para intercambiarlo en el alm acén de la empre­
sa pero casi de ningún valor en el m ercado internacional. Puede que su
trabajo se parezca a un lenguaje privado. [Decir que los New Critics
com pusieron su teoría privada o localmente, me parece m ás correcto
que decir, com o he oído decir, que no com pusieron ninguna, o poca,
teoría. Y entonces se podrían buscar con m ás provecho los m otivos de
la teoría que produjeron.] En los m alos m om entos parece que sólo ha­
yam os tenido oportunidad de elegir entre este destino de la privacidad
o el de la m oda. Pero quizá una m ejor moraleja sea una m odificación
de la del Marinero: no todo es expresable en todo país. [El caso de In­
glaterra, desde luego, se parecería m ás al de América, aunque todavía
sigue siendo m uy distinto.])
Sin levantar un solo dedo ahora para hacer una exposición cabal e
intentar justificar el argumento de Heidegger (en breve, el argumento
de que la llamada de las cosas es la llamada, o vocación, de lo hum a­
no), señalo un aspecto del m ism o que levanta en mi mente, o permí­
taseme decir en mi mente ilustrada, el obstáculo más difícil ante esta
obra filosófica, un obstáculo para aceptar esta obra com o filosofía — su
descolgarse con proposiciones tales com o la siguiente:

La cosa hace permanecer — colija y reúne— la cuaternidad. La


cosa hace cosa al mundo.

Esto se publicaba en 1950, cuando todavía habría sido de buen tono


que un filósofo analítico, si es que él (o ya posiblemente, entonces, ella)
se hubiera encontrado tales proposiciones reseñadas en un lugar u otro
fuera de contexto, las llamara proposiciones sin sentido. M ás serio o sig­
nificativo, para nosotros ahora, creo, es que podam os entender que se­
mejante término de crítica habría sido proferido con, o com o, una espe­
cie de risa nerviosa. Estoy bastante seguro de que la antigua acusación de
sin sentido, dirigida contra semejantes proposiciones, ha devenido ente­
ramente pintoresca en su aislamiento intelectual: pues no sólo puede ex­
plicarse fácilmente el significado de estas proposiciones en los términos
que el ensayo, y otros afines, establece, sino que el hecho de que esas
proposiciones aparte de esos términos — por ejemplo, en lo que podría­
m os llamar términos cognitivos— serían un sinsentido, no sólo no cons­
tituye una acusación contra ellas sino que constituye el núcleo mismo
de la enseñanza de la que dichas proposiciones forman parte. Quienes
las enseñan, o en todo caso las dicen, puede que se engañen; puede que
sean unos farsantes; pero no hablan sin sentido.
N o obstante, me encuentro con que tales proposiciones represen­
tan de hecho un obstáculo para mí. Y ello se debe a que sigo sin com ­
prender la risa nerviosa que todavía pueden provocar, en cualquier
tiem po — en la mente post-ilustrada. Interpreto que esta nerviosidad se
debe a otro canje aparente de conocim iento por anim ismo. Pero si la
idea de Heidegger de la cosa com o cosa, coligando y reuniendo algu­
na cosa con alguna otra, debe verse com o expresión de anim ism o’ en­
tonces lo que se presentaba com o una filosofía del rom anticism o sería
una mera petición, no una clarificación, de la cuestionable idea que
emerge constantemente a la superficie de los textos románticos, la idea
de que hay una vida y una muerte del m undo dependiendo de lo que
nosotros hagam os de él.
¿N os encontram os aquí ante el cierre de un círculo hermenéutico
que deberíamos com prom etem os o bien a disfrutarlo o bien a salir del
m ism o? Veamos si podem os ampliar sus horizontes dando una ojeada
al tercero de mi serie de cuatro textos, el único escrito que conozco
dentro de la tradición analítica anglo americana que ofrece, aunque sea
de paso, algo similar a una justificación racional de la idea de anim is­
m o, el ensayo «D ioses» de Jo h n W isdom , publicado cinco o seis años
antes de «La cosa». C o m o la de Heidegger, la justificación de W isdom
lleva a proponer una nueva concepción, por decirlo así, de justifica­
ción racional.
W isdom investiga la idea de anim ism o, o lo que él llama la hipóte­
sis de mentes en las flores y los árboles, considerando la cuestión «¿Las
flores sienten?». Y describe un contexto en el que el trato de alguien
con las flores (de alguien que las cuida, por ejemplo) hace decir a un
observador esta aseveración: «Tú crees que las flores sienten.» U n año
o dos después Austin, en su ensayo, m ucho m ás influyente, «Otras
mentes» alude al creyente en los sentimientos de las flores de W isdom
com o alguien que «profesa cierta creencia insensata» (pág. 114); se tra­
ta de uno de los pocos m om entos grises en una pieza de escritura so­
berbiamente rica. La reivindicación de W isdom es que cuando el es­
céptico dice a un hom bre «tú crees que las flores sienten», lo que está
pensando es que el trato que dicho hom bre otorga a las flores sugiere
una actitud inapropiada hacia ellas (aunque tal vez no si se tratara de
mariposas), incluso que sugiere en cierto m odo la actitud de un chifla­
do, y de esta forma introduce la cuestión, estoy seguro que deliberada­
mente, de quién es el chiflado. ¿Pero por qué la introduce de esta for­
ma, im aginando que constituye la descripción de un escéptico liberal?
Tal vez sea precisamente por esa razón por lo que el trato de nuestro
hombre con las flores se describa de una forma destinada a invitar, o
incitar, la sospecha de la falacia patética, porque un escéptico sólo puede
concebir que haya en juego algo similar a la proyección de una emoción,
y en consecuencia una emoción sospechosa, puesto que él sabe, por de­
cirlo así, que las flores no sienten, o en todo caso que no son seres ani­
m ados, al menos no com o lo son los animales, o algo por el estilo.
Así pues, vam os a dejar de lado la hipótesis explicativa sobre la
creencia de que las flores sienten (explicativa de qué haría razonable, o
en todo caso comprensible, cierta forma de tratarlas), e im aginem os en
su lugar, si podem os, que alguien se sorprende a sí m ism o tratando a
las flores (tocándolas de m odo particularmente turbador, o sintiendo
un especial decoro en su presencia, negándose a cortarlas, o quizá te­
niendo horror de cortarlas, o pánico de que se caigan al suelo) de for­
ma tal que es llevado a considerar qué son las flores, qué es lo que cree
él que sabe sobre lo que hay de apropiado o no en nuestro m odo de
tratarlas. Y llega a considerar, por ejem plo, que por regla general es nor­
mal que al encontrarnos con flores procurem os su olor; pero no así,
con excepciones especiales, en el caso de nuestros encuentros con ani­
males y personas; y tam poco, vale la pena añadir, al encontrarnos con
piedras y metales.
Wittgenstein, en un fam oso pasaje, dice que si un león pudiera ha­
blar no lo podríam os entender (Investigaciones, pág. 511). Cualquier
cosa que alguien esté dispuesto a imaginarse lo que podría decir un
león, es un suponer, si hablara, considero que lo que el enunciado de
Wittgenstein significa es que forma parte de nuestra com prensión de
los seres hum anos el que éstos hablen (con explicables excepciones) y
que forma parte de la com prensión que tenemos de los leones que no
lo hagan (sin excepción alguna), de m od o que un león que hablara en
vez de rugir no nos aclararía por qué, por ejem plo, se siente mal.
(C om o m ínim o, nos dejaría extremadamente perplejos; y en todo caso
nos impediría atender a su sufrimiento en tales circunstancias.) Hace
poco, una entrenadora de animales y poeta, Vicki Hearne, publicó un
notable relato de una parte de su vida con animales, «H ablando con
perros, chimpancés, y otros» en el que la escritora hace alusión a una
frase mía, que se encuentra hacia el principio de La reivindicación de la
razón, y que dice que no podem os hablar de todo con todos, y que no
tenemos que hacerlo, pero que hay algunas cosas de las que sí tenemos
que hablar con todos, si es que hemos de hablarles en absoluto. Luego
Vicki Hearne sigue diciendo: «H em os de hablar con los perros sobre
morder si es que hemos de hablarles en absoluto.» ¿D iríam os que no
hablam os realmente con el perro porque el perro no puede devolver­
nos la charla? (¿O sí que puede? Supongam os por el m om ento que no
puede.) ¿Q ué otra cosa cabría esperar? Si las flores sintieran por noso­
tros lo que nosotros sentim os por ellas, no las trataríamos com o trata­
m os a las flores, por ejem plo disponiéndolas en un ramillete; ni siquie­
ra cariñosamente.
En «Insinuaciones de inm ortalidad por recuerdos de la temprana
niñez» — volviéndom e a mi últim o texto— Wordsworth aparentemen­
te reivindica que las flores no sólo sienten, sino que adem ás hablan.
A m o d o de prefacio a lo que pueda decir sobre este poem a, ocu­
pándom e tan brevem ente de una parte tan breve del m ism o, voy a ci­
tar tres pasajes de Freud com o una especie de epígrafe interno a mi
escrito. N o diré nada de la relación de estos pasajes con la trama del
poem a, porque o bien parecerá que es un material extraño al m ism o,
en cuyo caso una elaboración detallada em peoraría las cosas, o bien
parecerá que se trata de un material tan congénito y pertinente que
podríam os estar hablando de él toda la noche. Los pasajes pertene­
cen a la historia de un caso, «Análisis de la fobia de un niño de cin­
co años».

Seguramente, debe haber una posibilidad de observar en los ni­


ños, de primera mano y en toda la frescura de la vida, los impulsos
y deseos sexuales que con tanto trabajo sacamos a la luz en los adul­
tos de entre sus propios escombros — especialmente así, porque
también es creencia nuestra que dichos deseos e impulsos son pro­
piedad común de todos los hombres, una parte de la constitución
humana, y que en los neuróticos están meramente intensificados o
distorsionados [S. Freud, Obras Completas, Madrid, Biblioteca Nue­
va, vol. II, pág. 1.365],
Aquellos a quienes los análisis de sujetos adultos han convenci­
do de la existencia general e ineludible del complejo de castración se
resistirán, naturalmente, referir su origen a una amenaza casual..., y
habrán de admitir que el niño construye por sí mismo, imaginativa­
mente, dicho peligro a partir de alusiones levísimas, que nunca ha­
brán de faltar [ídem., págs. 1.366-1.377, n. 755].
Hace unos cuantos años — en la primavera de 1922— se me
presentó un joven declarando ser aquel Juanito cuya neurosis infan­
til había yo descrito en 1909... Me comunicó algo especialmente sin­
gular; tanto que no me atrevo a arriesgar explicación alguna. Cuan­
do leyó su historial, me dijo, le había parecido totalmente ajeno a él;
no se reconocía ni recordaba nada. Sólo cuando llegó al viaje de
Gmunden le sobrevino una especie de tenue recuerdo que le hizo
sospechar que aquel niño pudiera ser él. Así pues, el análisis no ha­
bía preservado los sucesos de la amnesia, sino que habían sucumbi­
do también a ella [ídem., pág. 1.440J.
Pero de lo que iba a hablar es de Wordsworth escuchando a las flo­
res. La estrofa 4 de la O da termina así:

Pero hay un árbol, entre muchos, uno,


Sólo un campo que he mirado tanto,
Ambos me hablan de algo que se fue:
La flor del pensamiento ante mis pies
Repite el mismo cuento:
¿A dónde huyó aquel brillo visionario?
¿Dónde están hoy las glorias y los sueños?

(El hablar del árbol, del cam po y de la flor del pensam iento tiene
que ver, claro está, con que éstos han sido singularizados de entre sus
respectivas especies. Que los individuos no se pueden conocer al mar­
gen del límite de las especies a las que pertenecen es una observación
de Aristóteles que resultaría pertinente aquí; no voy a centrarme en
este punto.) Y en la última estrofa, la 11, el poeta asiste de nuevo a su
charla. Em pieza así:

¡Vosotros, fuentes, prados, colinas, y arboledas,


N o presagiéis separación alguna de nuestros amores!

«Presagiar» significa predecir, o augurar; por tanto aquí hablar se in­


terpreta com o, digam os, anunciar, formular un agüero acerca de algo.
Y de este m odo el poeta proporciona una base filosófica más firme de
lo que nosotros podríam os haber im aginado: es más fácil que nosotros
— metafísicos de habla inglesa (para adaptar la frase que Coleridge dice
de sí m ism o)— aceptem os la idea de la tierra com o un presagio, abier­
ta a la interpretación por nosotros, que la idea, com o en la estrofa 4, de
la tierra adornándose ella m ism a o, com o en la estrofa 6, llenando su
regazo de sus propios placeres. M ás fácil tam bién para un poeta de ha­
bla inglesa, porque este poem a, en su conjunto, puede tomarse com o
un proceso explicativo y superador de la descarada falacia patética que
aparecía en sus primeras estrofas, donde la luna mira a su alrededor
con deleite, y tierra y m ar se entregan al regocijo, y todo animal está de
vacaciones. ¿Pero a favor de qué se produce esta superación, y por qué
resulta tan difícil? Quiero decir, ¿por qué es, o lo era cuando éramos
niños, natural para nosotros; una condición ordinaria que debe ser sus­
tituida por una nueva condición ordinaria? (¿O p or qué se presenta de
esa forma cuando m iramos atrás?) H ago notar que la estrofa final em ­
pieza («Vosotros, fuentes... arboledas...»), hablando, por primera vez en
el poem a, a una naturaleza preanimada.
¿Es este hablar a la naturaleza el sustituto de considerar que la na­
turaleza habla (responde)? La idea debiera parecem os m ás firme filosó­
ficamente, quiero decir más firme para que nos interesemos por ella;
pero no com pletam ente firme, porque nuestro hablar a la naturaleza
debería chocarnos com o algo casi tan chiflado co m o el que ella nos
hable. Sin em bargo, me parece que vale la pena intentar com prender
bien filosóficam ente, y que sea parte de esa com prensión lo que
W ordsworth quiere decir, en el prefacio a las Baladas líricas, con la ex­
presión «com unicarse con los objetos».
Coleridge no concedería m ucho significado coherente, si es que
concede alguno, a esta frase de Wordsworth. En el volum en 2, capítu­
lo 17, de la Biografía dice, criticando el prefacio de Wordsworth: «Si co­
municarse con un objeto im plica un conocim iento por familiaridad
con él tal que resulte susceptible de reflejarse discriminativamente en
él, entonces el inequívoco conocim iento de un rústico inculto propor­
cionaría un vocabulario m uy escaso.» Aquí Coleridge interpreta delibe­
radamente que Wordsworth ensalza el conocim iento del rústico, por
ejem plo el conocim iento de los cam inos que recorren sus bosques,
com o superior a, y en la misma línea que, el conocim iento que los agri­
m ensores y cartógrafos pudieran adquirir de ellos. Esto no sólo consti­
tuye una negación a interpretar la preposición «con», haciendo creer
que lo que a Wordsworth le gusta en sus rústicos es la habilidad que és­
tos tienen de platicar en interminables m onólogos sobre sus pertenen­
cias y entorno inm ediato, com o si fueran verdaderos y aburridos Cole-
ridges; sino que perversamente hace oídos sordos al evidente deseo de
Wordsworth de hablar de una clase de conocim iento que es, digam os,
sin palabras. Coleridge podría haber criticado a Wordsworth por con­
ceder dem asiado crédito a semejante conocim iento, o por estetizarlo,
o, podríam os decir, por rom antizarlo; pero no es eso lo que hace.
C u an do en su trem endo capítulo 22 enumera las «características exce­
lencias» de la obra de Wordsworth, cita una «Cuarta: la perfecta verdad
de la naturaleza, com o se extrae inm ediatamente de la naturaleza, y
que proporciona una fuerte y genial intimidad con el m ism o espíritu
que otorga expresión fisionóm ica a todas las obras de la naturaleza».
En este pasaje, Coleridge ha glosado más o m enos, hasta donde me es
dado entender, lo que Wordsworth quiere decir con «comunicarse con
los objetos», pero en vez de reconocerlo así, insiste en el punto de vis­
ta de considerar a W ordsworth, aún cuando dotado por D ios con la
capacidad de los ángeles para el canto, no con m ás atributos para teo­
rizar que, digam os, la capacidad de un rústico. Y de este m od o C o le­
ridge rom antiza a su amigo.
A estas alturas tendríamos que ser capaces de concebir la cuestión
de nuestra com unicación con los objetos com o la cuestión de si noso­
tros y los objetos tenemos acceso m utuo; de si, quizá com o las habita­
ciones (o tal vez com o las cuevas) que se com unican entre sí, nosotros
y los objetos estam os mutuamente cerca, si uno de estos extremos lleva
al otro, si se apoyan entre sí.
Se nos presenta una cuestión: ¿hay algo que tengam os que decir a
la naturaleza si es que hem os de decirle cosa alguna en absoluto, decir­
le, por ejemplo, algunos poem as? Presumo que Wordsworth sabe tan­
to sobre este asunto com o cualquier otro que haya escrito sobre él y,
para terminar, indico la forma en que yo me acerco a su escritura, pi­
diéndole que hable de nuevo a esta form ulación de la cuestión.
En el verso que he citado, donde el poeta habla a las cosas, aque­
llo de lo que les habla es de su hablar, de su presagiar. El poeta les or­
dena, o suplica, que no sean presagios de separación, presum iblem en­
te porque sabe que la separación es algo que ellas pueden razonable­
mente predecir; pero el niño (¡poderoso profeta! ¡venturoso vidente!)
puede prever de otro m odo. En el últim o par de versos, el poeta lleva
la com unicación aún más lejos:

La menor flor, al abrirse, puede otrecerme


Pensamientos a veces demasiado hondos para las lágrimas

«Ofrecer pensam ientos» es otra form ulación de anunciar, y ahora


lo que se predice es algo am biguo sobre lo que puede expresarse, o so­
bre aquello por lo que cabe hacer duelo: ¿son los pensam ientos a m e­
nudo más profundos que el dolor? ¿Y podría significar esto tan pro­
fundos com o la alegría? ¿O se trata de que dolor y alegría tienen una
profundidad que es inexpresable, o no del todo expresable?
Propondré com o evidencia principalmente un solo verso: «N ues­
tro nacer sólo es un dorm ir y olvidar.» Puesto que olvidar ha de guar­
dar relación con la idea de recordar del título que, coincidirem os to­
dos, retrotrae a la idea o parábola de Platón de la preexistencia, por tan­
to de la inm ortalidad, del alma, vam os a tom ar el enunciado de este
verso filosóficamente y no (en todo caso no meramente) com o una
descripción de un evento pasado, en realidad el primer evento de nues­
tras biografías; sino igualmente com o un enunciado sobre las condi­
ciones del nacimiento hum ano, del nacim iento de lo hum ano, naci­
m iento que, tal y com o nos encontram os, podríam os tener que sufrir
todavía, llam ado a veces segundo nacim iento; un enunciado sobre el
desarrollo de la mente hum ana después de la niñez. Y junto a esto, co-
loquem os la propuesta de que el niño puede que experimente su vida
en términos de otro importante concepto platónico, enterrado en la
sentimental estrofa 7:

Ese pequeño Actor formará un papel nuevo

C om o si su completa vocación
Fuera la imitación interminable

En Platón, la imitación se refiere a la participación de las cosas en


sus formas o, digam os, del tiem po en la eternidad, com o im agino es el
caso cuando se nos pide que imitemos a Cristo. Según este poem a,
que versa sobre la recuperación de la pérdida de la niñez recuperando
algo de, o en, la niñez (en particular, recuperando sus formas de recu­
peración), nosotros hem os de recuperarla participando en ella, imitán­
dola, com o ella nos imitaba a nosotros (por tanto, im itando su inter­
m inable disposición a la imitación). Esto tendrá que significar partici­
par en ella participando en aquello de lo que ella participaba, por
ejem plo en recordar lo que ella recordaba y olvidar lo que ella olvida
(incluso, tal vez, en permitir que olvide); por tanto, im itándonos a no­
sotros m ism os, o lo que podríam os llegar a ser. Según el verso en cues­
tión, hem os de participar en el nacim iento de la niñez; lo que signifi­
ca participar en nuestro nacim iento, en el hecho, m e gustaría poder
decirlo así, de que som os natales, de que «[seguim os] atentos a la m or­
talidad del hom bre» recordando su natalidad. Si llam o oda a la natali­
dad al poem a de Wordsworth, es para que nos recuerde, aceptando el
consejo de Francés Ferguson en Wordsworth: Language as Counter-Spirit,
volver a la «O da a la natividad» de M ilton. En mi opinión, la relación
entre am bos poem as subyace en la idea del nacim iento de lo hum ano:
que consiste en el nacim iento a un m undo, y que en el proceso se
abandonan los antiguos oráculos.
Considero un despropósito que Coleridge se niegue a intentar de­
terminar por qué Wordsworth llama filósofo al niño. («Tú, filósofo m e­
jor, que aún conservas / Tu herencia..., / Siempre acosado por la m en­
te eterna.») A mí me gustaría responder del siguiente m odo. El niño es
un filósofo porque nosotros hem os de aprender del hecho de la niñez,
del hecho de que som os portadores de nuestra niñez, participación y
recuerdo; y recordando y participando, inicialmente, de nuestra niñez.
Todas estas cosas tendrían que ser formas filosóficas de dejar que se
vaya la niñez, de ser portadores de la niñez com o ida, com o seres que
han llegado a ser lo que son, formas de tom ar parte en nuestro desti­
no. Ir dejando de lado cosas infantiles, es la conquista del intelecto. Es
la única salida del cerco de la nostalgia, que podríam os concebir, en
oposición a recordar la niñez, com o la eterna reactualización del pasa­
do (lo que Freud llama «representar o dar vida» [acting-out])*. C onside­
ro que una de las tareas del poem a de Wordsworth es abrirse paso a tra­
vés de esta diferencia entre recordar y reactualizar, llámese una tarea
psicológica. Es una pista, o un cam po, de instrucción.
Lo que se nos enseña a recordar, a evocar y rejuntar, es un dorm ir
y un olvidar. «Dormir» es caracterizado primeramente com o la región
de los cam pos de donde proceden los Vientos, que yo interpreto com o
el código rom ántico casi directo de la inspiración creadora. Y después,
el juego del niño se describe com o algo que construye «un trozo de su
sueño de vida humana». Por tanto, en este aspecto, participar en la
obra del niño, en su inspiración para la vida, es recordar el sueño de
la vida, com o por fragmentos, com o si toda la vocación de hacerse hu­
m ano, de sufrir el nacimiento, fuera una participación interminable en
semejante sueño, que la vida hum ana vendrá a disipar. Sólo así pode­
m os recordar que tal y com o som os no som os todavía la realización de
este sueño.
«Nuestro nacimiento» m e ocurre a m í com o una especie de aban­
dono: las nubes son de gloria, pero nosotros sólo rastreamos su estela;
no venim os del todo desnudos, pero tam poco com pletam ente prote­
gidos. En cuyo contexto, «N o en un entero olvido», adem ás de sugerir
un asentam iento pasado que constituía un hogar, a m í me sugiere, algo
que otros lectores aparentemente no com parten, un rencor, ira, por ha­
ber sido privado de ese hogar a cam bio de una estancia en esta tierra.
Supongo que todos nuestros sentimientos para con la niñez perdida
son sentimientos que hay que encontrar insinuados en la niñez m isma
(«todo lo enem igo de la dicha»), las iras al igual que los dolores. Así
pues, añorar la niñez, sin m ás, es ignorar de dónde proceden las dichas
de la niñez, sus separaciones, sus ansiedades. Hacerse con esa dicha
m ás valiente, nacer de nuevo, requiere un nuevo dormir, un nuevo ol­
vidar.
«U n olvidar» no designa un algo olvidado sino una actividad, un
proceso de alguna clase; no un lapso de la m em oria sino un triunfo de
la renuncia, un triunfo en desprenderse de algo. Esto es espiritualmen­
te peligroso. Las cosas infantiles pueden desecharse vengativamente, y
esto no es desprenderse de algo. El m od o de hacerlo que a mi enten-

Véase más adelante cap. 5, pág. 222, n. 3. [N. delT.¡


der se recom ienda en la idea de un olvido que constituye un nacim ien­
to, consiste en renunciar al dolor y la ira del abandono, el abandono
por el Padre D ios y el abandono por el H ijo[-Niño] que es padre para
el Hom bre. (N o pretendo dar por supuesto que este m odo recom enda­
do sea aceptable, tal y com o se encuentra, para el H ijo [ Niña] que es
madre para la M ujer; ciertamente no lo es cuando se intenta entender
un poem a sobre el nacimiento.) Y el antedicho m odo consiste en acep­
tar el alivio que pueden ofrecer las palabras proferidas a tiem po, que
carecen de plena profundidad, y de expresión com pleta, com o habrán
de carecer las cosas temporales; y en estar sin embargo dispuesto a de­
cir que se es fuerte de nuevo, com o recuperado de una enfermedad. En
la estrofa 10:

N o me voy a afligir, sino más bien a hallar


Fuerza en lo que queda atrás.

Aflicción sugiere, entre otras cosas, agravio; al igual que alivio su­
giere un remedio lícito. Conseguir remedio para un agravio es recibir
alguna com pensación. Esto tiene cierta fuerza, pero no la fuerza del
nacimiento. Conseguir alivio del pensam iento de la aflicción es saber
que nada puede «devolver las horas / De esplendor en la hierba», dejar
pasar el tiem po a fin de que pueda existir un «Recién nacido D ía», y en
consecuencia «hallar / Fuerza en lo que queda atrás». Lo que queda p o­
dría no compensar, pero puede que ya sea suficiente. Suficiente quizá
para m ás iras presentes. El gem elo de la aflicción que acabo de llamar
agravio no acierta a traer alivio, liberación; nos ata a lo ya pasado por­
que es una m odificación de la venganza: convierte el reajuste o saldo
de la cuenta en una condición de ser el extraño que uno es, teniendo
que recordar e imitar lo que se posee; y de ese m odo siempre libra
nuestras batallas en suelo ajeno.
N osotros, m odernos, probablem ente im aginem os que abandonar
el suelo de la venganza es el efecto que tiene la terapia. Por el contrario,
considero que la «O da de las insinuaciones» dice que este renunciar es
la causa, o digam os la condición, del cam bio. N o sabem os de dónde
procede la inspiración para abandonar la venganza. Gran parte de la
energía del poeta ha de gastarse en una especie de reseducción (com o
ocurre con gran parte de las energías de Heidegger y de Wittgenstein,
por no nom brar a Freud), porque nuestra capacidad de salir del otro
lugar («llegamos de m uy lejos»), de interesarnos, por el cielo o por la
tierra, está mortecina. De otro m odo no necesitaríamos nacimiento, o
poesía, o filosofía.
Lo que queda de la «espléndida visión» es que «se extingue en la
luz del com ún día». Tal es la interpretación de Wordsworth de lo ordi­
nario. ¿Tendríamos que tom ar esto com o un apagarse, com o supongo
que se tom a corrientemente? Pero «se extingue en» [fades intoj no dice
«se extingue de» [fades out]. Se podría estar proponiendo algún otro
m od o de llegada, una desilusión más venturosa, de m odo que la visión
se conservara en la forma m isma en que se renuncia a ella. La interpre­
tación de Wordsworth consiste en sustituir lo ordinario a la luz que lo
vivimos, con sus som bras de la casa-prisión cerrándose sobre nosotros,
jóvenes; y con su costum bre arraigada en nosotros casi tan profunda­
mente com o la vida, un m undo de muerte, para el que nosotros esta­
m os m uertos — sustituirlo, correspondientem ente, por libertad («liber­
tad celestial»); y por un originarse vivo, o llámese nacim iento; con in­
terés. ¿Hasta que punto podem os conservar y vivir esta visión? ¿Qué
queda que nos interese? ¿Qué son estos restos para nosotros? H em os
de volver a todo esto.
Recuento de ganancias,
presentando las pérdidas
(una lectura de E l cuento de invierno)

Aparte de cualquier deuda m ás general de los rom ánticos con Sha­


kespeare, E l cuento de invierno es particularmente pertinente en relación
a los temas rom ánticos del despertar o reanimación que he subrayado,
em pezando con la figura del niño de seis años de la «O da de las Insi­
nuaciones» de Wordsworth y su idea de com o «queda» el m undo de
los adultos, com o un m undo de cadáveres. En mi conferencia anterior
he asociado esta figura, particularmente a la vista de sus dificultades
por recordar, con el informe de Freud sobre una fobia en un niño de
cinco años, y lo he hecho, en parte, simplemente para conm em orar el
reconocim iento de Freud de haber sido precedido en sus percepciones
por los poetas, y más específicamente por la consiguiente percepción
de Freud, en este caso, de la vida hum ana adulta luchando por la feli­
cidad desde sus propias «ruinas». Ahora, al final de E l cuento de invierno,
la muerte de un niño de cinco o seis años queda sin que se dé cuenta
de la misma.
¿O es esto un prejuicio? ¿Tendríamos que decir que el hecho de la
ausencia del niño posee la intencionalidad de arrojar la som bra de la fi-
nitud o de la duda sobre el aire general que prevalece al final de la obra
de reunión tras la separación, y de servir de emblem a de que ninguna
reconciliación hum ana se realiza sin concesiones, ni siquiera una re­
conciliación a realizar por los poderes de Shakespeare? ¿O tendríamos
que decir que la adquisición de un yerno com pensa la pérdida del
hijo? ¿Sería ése el punto de vista de Herm iona — la madre del niño—
sobre el asunto? ¿O tendríamos que tom ar la muerte del niño de un
m od o sim bólico m ás simple, com o representando la inevitable pérdi­
da de la infancia? Entonces, ¿el que Perdita sea encontrada significa
que, después de todo, existe una forma en que puede recuperarse la in­
fancia? Pero los dieciséis años que Perdita estuvo perdida, por decirlo
así, no se recuperan. El tiem po puede presentarse com o un anciano
con sentido del humor, pero cuando en esta obra aparece com o Coro
de lo que habla es de su deslizarse, de su pasar, com o si quedara detrás
de nuestras espaldas. Entonces, ¿la moraleja es que todos necesitamos
olvidar y que el olvido es siempre un milagro, que requiere tiem po
pero que está más allá del tiem po? Es posible decir todas estas cosas,
¿pero cóm o podríam os establecer o distribuir el peso o gravedad de
cada una de estas respuestas?
¿Por qué muere el niño? El padre del niño, Leontes, dice en una
ocasión que el niño languidece por

nobleza!
Al concebir el deshonor de su madre,
Se abatió inmediatamente, quedóse postrado, lo tomó muy a pecho,
La vergüenza de esta acción le ha encadenado y paralizado com o si fuera suya
(2.3.11-14)

Pero esto suena más a algo que le ha acontecido al propio Leontes, y


sugiere así una identificación que Leontes ha proyectado entre él y su
hijo. A la vez, estos versos proyectan una identificación con su mujer,
en la m edida que se acepte que «concebir», en la presente ocurrencia,
conlleva las ideas de esta obra acerca del em barazo, dado el énfasis del
verso sobre quedarse postrado, com o bajo un peso. Pero me estoy ade­
lantando a mi historia. El criado que trae la noticia de la muerte de
M am ilio la atribuye a la ansiedad producida por la situación crítica de

* Aunque la edición en castellano que utilizo del cuento de Shakespeare (la de Agui-
lar) no conserva la estructura del verso shakespeareano, me ha parecido conveniente re­
poner dicha estructura porque el estudio y comentario de Cavell así lo exige algunas ve­
ces, y otras lo hace muy conveniente. Espero que esto no se vea ni de lejos como una
pretensión por mi parte de ofrecer una traducción en verso de los textos de Shakespeare
citados en este escrito. Por otra parte, existen, com o es bien sabido, distintas ediciones
en inglés de las obras de Shakespeare, y al parecer la que utiliza Cavell y la que utilizan
los traductores españoles no es la misma. Es posible, pues, que si alguien consulta algu­
na de estas ediciones en inglés, se encuentre con ciertas discrepancias respecto a la tra­
ducción en castellano, discrepancias en algunas palabras e incluso frases enteras, así
como en la división de los actos en distintas escenas (por ejemplo, el texto que Cavell
cita más adelante en págs. 170 171, como acto 4, escena 3, en la versión castellana se en­
cuentra en el mismo acto pero escena 2). ¡N . del T.J
su madre. N o obstante, el ritmo de la obra sugiere otra cosa. M am ilio
desaparece para siempre de nuestra vista cuando su enfurecido padre
ordena que se le separe de su madre. «Llevaos de aquí al niño, no per­
manecerá junto a ella» (2.1.59). Y teatralmente, o visualmente, la furia
del padre aparece en escena, com o irrumpiendo, inm ediatamente jun­
to a la escena de M am ilio sentado en el regazo de su madre susurrán­
dole al oído. Lo que niño y madre interpretan estar haciendo es con­
tar y escuchar un cuento de invierno. Lo que Leontes interpreta que
hacen hem os de conjeturarlo por dos hechos: primero, que madre e
hijo han ido entrando en esta situación íntima a resultas de gestos m u­
tuamente seductores, aunque com pletam ente dentro de los límites,
por todo lo que sabem os, de un desarrollo mental y sexual norm ales;
segundo, que la idea de los susurros, o cuchicheos, ya ha aparecido dos
veces en la mente de Leontes al ir precipitándose en la locura, una vez
cuando se imagina que la gente murmura sobre su condición de cor­
nudo, y la otra cuando aduce evidencia a favor de tal condición ante
el cortesano C am ilo en el asom broso discurso que empieza con «¿Los
cuchicheos no son nada?» (1.2.284).
Naturalmente, no reivindico saber que Leontes se imagina que el
hijo esté repitiendo semejantes rumores a su madre, en el sentido de
que él no es hijo de su propio padre, por decirlo así. A estas alturas, es­
tam os tan acostum brados a entender la insistencia o la declaración ve­
hemente, quizá bajo forma de ira, com o m odos de negación, que al
m enos estaremos dispuestos a tom ar en consideración que la negación
de este cuento es el objeto del m iedo de Leontes, a saber, el m iedo a
ser él el padre. C o m o si diga lo que diga el hijo, la fuerza m ism a de su
hablar, de lo que sugiere, hiera pavoroso; com o si fuese su m ism a exis­
tencia lo que confundiera la mente del padre.
¿Por qué habría de temer el padre ser el verdadero padre de sus hi­
jos? U na razón podría ser que tuviera algún problem a con la idea de
haber fecundado a la madre, me refiero por supuesto a la madre del
hijo. Otra razón posible es que esto le desplazara del afecto de esta m a­
dre, y adem ás que él m ism o tuviera que alimentar ese desplazam iento.
Y aún otra podría ser que todo esto ratificara el desplazam iento del
am or m utuo que se tienen él y su am igo Polixenes, cuya separación
original, que significa el paso de la juventud y la inocencia, estuvo mar­
cada, según cuenta Polixenes a Herm iona, por la aparición de las m u­
jeres con las que se casaron. Pero por cualquier razón que fuese, la idea
de su m iedo a ser padre haría sospechosos sus celos de Polixenes — no
meramente porque semejante idea deja los celos sin base empírica,
sino porque los hace psicológicam ente derivados. Vale la pena decir
esto porque hay puntos de vista propensos a considerar los celos entre
herm anos com o suelo firme de la m otivación hum ana. Considerán­
dolos com o algo derivado, no tengo por qué negar que Leontes esté
celoso de Polixenes, sólo quiero dejar abierto qué significa eso y qué re­
lación hum ana tan especial ofrecen los celos.
Para favorecer la idea de que el repudio de su descendencia es más
fundam ental que, o es lo que produce, los celos de su am igo y herma­
no, m ás que al revés, preguntém onos cóm o lo que en el texto se llama
«opinión enfermiza» de Leontes (1.2.297) deja de ser una enfermedad.
Precisamente desaparece al enterarse de que su hijo ha muerto. La
secuencia es así: Leontes se niega a aceptar la verdad del oráculo de
A polo. U n criado entra en escena llam ando a gritos al Rey. Leontes
pregunta «¿Qué sucede?» y se le contesta que el Príncipe ha partido.
Leontes interroga por esa palabra y se le dice que significa «ha muer­
to». La respuesta inmediata de Leontes es ablandarse: «La cólera de
A polo, y los cielos m ism os / castigan m i injusticia»; tras lo cual, Her-
m iona se desmaya. Desde luego, puede decirse que las consecuencias
de la insensatez de Leontes han ido dem asiado lejos para que pueda
soportarlas por más tiem po, y que llega a la verdad por la conm oción
del golpe. En general, esto es innegable; pero difícilmente explica por
qué Leontes cede en este momento, por qué deja que le conm ocione este
golpe. N o sería forzar dem asiado las cosas imaginarse que Leontes pro­
palara primero su aseveración de la postración de M am ilio por ver­
güenza y acusara a Herm iona de asesinar a M am ilio, o imaginarse al
m enos que Shakespeare siguiera su fuente principal, el cuento de celos
relatado en el libro Pandosto de Robert Green, perm itiendo que Leon­
tes creyera inmediatamente el oráculo, aunque ya dem asiado tarde; de
m odo que la noticia de la muerte de su hijo y de la muerte de Her­
m iona a consecuencia de esa noticia llegaran durante su retracción,
com o un doble castigo por su negativa a creer. O también, Shakespea­
re podría haber persistido en su idea de que Leontes creyera el oráculo
sólo después de constatar que su incredulidad había sido mortífera, y
seguir m anteniendo la idea de la conm oción por la muerte de su hijo
y de su mujer. Por el contrario, la elección de E l cuento de invierno es ha­
cer que la curación coincida exactamente sólo con la muerte del hijo.
¿C ó m o hemos de entender semejante reordenación, o recuento, por
parte de Shakespeare?
Im aginém onos al niño susurrando al oído de su madre y pense­
m os, volviendo atrás, que ella ha m anifestado la fantasía de que le hace
sentirse llena que le digan cosas al oído (1.2.91-92); es decir, que el em ­
barazo, por sí m ism o, es para ella causa de un fuerte sentimiento eró­
tico (algo que alimenta la confusión y la estrategia de su marido). En­
tonces, la escena del niño contando un cuento es, explícitamente, una
escena que produce celos (com o lo era, correspondientemente, la an­
terior escena de la conversación entre H erm iona y Polixenes, que la
presente escena repite en la m ente de Leontes); en consecuencia,
la muerte del hijo se entiende com o la satisfacción del deseo del padre.
La im plicación ulterior es que A polo no, o no sólo, está colérico por­
que Leontes no cree su oráculo, sino porque el dios ha sido burlado
por Leontes, o m ejor por su teatro de los celos; porque ha sido indu­
cido fraudulentamente a tom ar la venganza de Leontes p o ré 1; com o si
Leontes fuera castigado por creer que también un dios podría detener
el progreso de los celos librándolos de la causa. (La familiaridad de
Leontes con los acertijos y profecías no estaría, pues, en su habilidad
en resolverlos, sino en anticiparlos.)
Así pues, exam inemos de nuevo el «reposo», el alivio de la agita­
ción de su cerebro, que alcanza Leontes en esta escena de muerte y des­
vanecimiento. C u ando pide a Paulina y dam as del séquito que se lle­
ven y cuiden de la abatida Hermiona, Leontes dice: «He dado dem a­
siado crédito a mis propias sospechas» (3.2.148) — una declaración
m uy sospechosa, quiero decir que es una declaración hecha desde den­
tro de su sospecha, no desde la posición de haberse librado de ella. D i­
cha declaración simplemente expresa el sentimiento de haber dado de­
m asiado crédito a sus sospechas. ¿C uánto hubiese sido haberles dado
sólo bastante crédito? ¿Y qué evitaría en el futuro semejante exceso de
crédito? La situación sigue siendo inestable. ¿Y cóm o podría no serlo,
dado lo que sabem os de la condición de la que necesita recuperarse?
Leontes ha descrito esta condición de la siguiente manera, en el
discurso tras haber descubierto juntos a la madre y el hijo:

Una araña puede caer y ahogarse en el fondo de una copa y un


buen hombre bebería, abandonarla, y, sin embargo, no participar
del veneno, pues su conocimiento no está infectado; pero si se pre­
senta a sus ojos el horrible ingrediente, si se le hace saber lo que ha
bebido, rompe su garganta y sus costados con violentos esfuerzos.
¡Yo he bebido y visto la araña! (2.1.39-45).

De todo el fabuloso significado de estos versos hago notar sólo su


sentido escéptico, com o por ejem plo fue expresado por David Hume,
de estar m aldito, o haber enfermado, por saber más que sus com pañe­
ros sobre el hecho m ism o del conocim iento, por haber mirado furti­
vamente entre los bastidores, entiéndase condiciones, del conocim ien­
to. (Aunque cuáles sean estas condiciones, com o nos las descubre Sha­
kespeare, es algo de lo que H um e, y Descartes, se hubieran sorprendi­
do, caso de haber tenido noticia de ellas.) Y Leontes ha m anifestado ya
el colapso de la capacidad de conocim iento hum ano en el discurso
«¿Los cuchicheos no son nada?», que termina así:

¡Bien! Entonces el mundo y todo lo que hay en él no es nada.


El cielo que nos cobija no es nada, Bohemia no es nada,
Mi mujer no es nada, ni nada son estos nadas,
Si lo que he dicho no es nada (1.2.293-96).

El caos parece haberse presentado de nuevo; y el caos se parece a


la incapacidad de decir qué es lo que existe; la incapacidad de decir si,
por decirlo de algún m odo, el lenguaje se aplica a cosa alguna.
Estas experiencias de Leontes van bastante m ás allá de lo que me
parece podría querer decir yo si hablara de creerme dem asiado mis sos­
pechas. Hasta aquí, lo que he sugerido es sim plemente que semejante
insuficiencia en su recuperación es lo que cabría esperar si seguimos la
evolución de Leontes sirviéndonos del m apa del escepticism o. Pues
aquí es donde se revela el carácter precipitado del paso que va desde
casi nada (digam os desde la mera conjetura de que alguien podría estar
soñando, una conjetura que se repite en el caso de Leontes) hasta nada.
H um e se recupera de su conocim iento del conocim iento, o, permíta­
seme decir, aprende a vivir con él, pero lo que el propio H um e llama
la «enfermedad» de éste no se cura nunca; y Descartes se recupera sólo
por la dependencia (de una forma que supongo ya no resulta natural
al repertorio espiritual hum ano) de su porm enorizada confianza en
Dios. Me parece que no está claro en qué m edida hem os inventado
nosotros ulteriores versiones de estas recuperaciones. Si E l cuento de in­
vierno resulta comprensible com o un estudio del escepticism o — esto
es, com o una respuesta a aquello que el escepticism o está dando res­
puesta— entonces, la segunda parte de esta obra ha de ser com prensi­
ble co m o un estudio de su bú squ eda de recuperación (después que
Leontes, y antes que él Otelo, hayan hecho lo peor que podían hacer).
Q ue el escepticismo — el escepticism o cartesiano, el escepticism o de
H um e, lo que Kant llama el escándalo de la filosofía— requiera es­
fuerzos de recuperación, es algo interno al m ism o: el escepticism o es
intrínsecamente inestable, simplemente nadie quiere ser (esta clase de)
escéptico. El propio sentido que tiene el escepticism o de qué consti­
tuiría una recuperación, dicta los esfuerzos por refutarlo; sin embargo,
la refutación sólo puede prolongarlo y ampliar su alcance, com o nota­
blemente descubrió Otelo. La verdadera recuperación radica en recon-
cebirlo, en descubrir la fuente del escepticism o (su origen, digám oslo
así; si es que se puede hablar de él sin suponer que su origen es algo del
pasado).
En vistas a descubrir cóm o concibe E l cuento de invierno esta bús­
queda de recuperación, preguntém onos más a fondo por su título. En
la obra, varios pasajes son llam ados cuentos o se dice que se parecen a
cuentos, pero de lo único que se dice ser un cuento de invierno es el
cuento introducido por el niño M am ilio. He oído decir, com o si fue­
ra doctrina aceptada, que el resto de la obra, habida cuenta de que no
oím os en ningún m om ento lo que M am ilio dice, o habría dicho, es el
despliegue del cuento. Suponiendo que sea así, ¿cuál sería el punto en
cuestión? Según lo que hasta ahora he encontrado que se ciñe fiel­
mente al despliegue de esa narración, lo que se nos ofrece son eventos
m otivados por seducción, contados en un susurro, que provocan la
venganza de un m arido y padre que, por lo tanto, ha interpretado que
el cuento revela algo sobre él, algo que específicamente tiene que ver
con el hecho de que su m ujer le haya sido fiel o no, y que su fidelidad
sería al m enos tan nociva com o su infidelidad. (Éste es el nexo que es­
tablezco en mi examen de O telo al final de L a reivindicación de la ra­
zón.) Aunque me parece que éstas son líneas prom etedoras a seguir
para indagar las características de nuestra obra, la relevancia de cual­
quiera de ellas dependerá de algún sentido operativo de por qué se da
a una obra el título de cuento. ¿Es simplemente porque la obra versa
sobre un cuento, o la narración de un cuento, com o por ejem plo el fil­
me The Philadelphia Stoiy [Historias de Filadelfia] versa, en cierto sentido,
sobre una historia-reportaje de revista, o sobre la consecución y supre­
sión de una historia? ¿Tiene alguna im portancia que no sepam os cuál
sea el cuento sobre el que versaría la obra según esta interpretación? En
tres ocasiones se hace una aseveración que se parece a un viejo cuento
— que la hija del rey ha sido hallada, que A ntigono fue despedazado
por un oso, y que Herm iona vive— y en cada ocasión se hace con el
propósito de decir que será difícil creer tales cosas sin haberlas visto,
que la experiencia de las m ismas «hace im potente el relato», «desafía la
descripción», y que está más allá de la capacidad de «los copleros... ex­
presarlas» (5.2.61-62, 26-27). Es indiscutible que las últimas obras de
Shakespeare intensifican su recurrente estudio del teatro, de m odo que
podem os asumir que estos pasajes aseveran la rivalidad, en tanto que
m odalidades narrativas, del teatro poético con las historias de am or
que no son obras de teatro, y que reivindican especialmente la supe­
rioridad del teatro (sobre una obra com o su propia «fuente» Pandosto)
para afianzar la fe y crédito plenos en la ficción. ¿Pero qué hay en jue­
go en semejante rivalidad, si es que va m ás allá de los celos que una
profesión o arte pueda sentir de otra? H agam os la consideración de
que la interrupción por Leontes del cuento de M am ilio sugiere una ri­
validad respecto a la cuestión de a quién se refiere el cuento que sigue,
si al hijo o al padre, o de algún m odo a am bos, uno de ellos contado
entre susurros y gestos, en voz baja, el otro contado, al m ism o tiem po,
a voz en grito, entre órdenes y acusaciones.
A unque espero, claro está, un acuerdo considerable respecto a que
en la intrusión de Leontes nos encontram os ante un conflicto edípico,
no doy por supuesto que, por ello, sepam os cóm o abrirnos cam ino a
través de este conflicto. Freud, supongo que com o Sófocles, parece
considerar que el conflicto se origina en el deseo del hijo por eliminar
o sustituir al padre, mientras que en E l cuento de invierno, por el contra­
rio, el conflicto parece generarse primariamente por el deseo del padre
de sustituir o eliminar al hijo. Tal vez esto nos hable de una diferencia
entre tragedia y novela de am or — y por tanto de su íntima relación—
pero en cualquier caso no quiero prejuzgar esta cuestión.
Por el m om ento, vam os a distinguir dos regiones principales de
ideas en esta obra que se entrecruzan en el cuento generacional susu­
rrado por M am ilio, a saber, las ideas concernientes al contar o relatar y
las ideas concernientes a la reproducción y descendencia. Estas son las
ideas que voy a desarrollar ahora en la m edida que me sea posible, y
de las que deduzco la cuestión de que esta obra se titule un cuento,
algo que se cuenta. Para hacerse cargo inicialm ente de cuán vastas
son dichas regiones, considérese que contar [teíling] atañe, en la obra,
no sólo al tema de relatar o recontar, sino al tem a de contar o sacar
cuentas en general [count], y en consecuencia a su preocupación con
la contabilidad, los negocios y el intercam bio de dinero. Y considé­
rese que el tem a de la reproducción o ram ificación, el tem a de la des­
cendencia o generación, atañe, en la obra, a los tem as de dividir o se­
paración.
Estas regiones pueden verse com o los polos o caras opuestas de un
m undo de partidas, o de la doble valencia que tiene partir, com o se su­
giere con las ideas emparejadas de participación y separación, o dicho
con otras palabras de la obra, las ideas de ser socio de y rom per con. La
obra puntualiza su lenguaje con palabras que incluyen literalmente el
vocablo «parte» [part^words], com o si fueran palabras de aviso, tales
com o marcharse [parting], partida, aparte, compartir, compañero [partner],
y por supuesto ejecutar o hacer una parte. Esta última frase, al decir que
las partes se originan o se hacen, sugiere el nivel en que el teatro (aquí
con una frase tom ada de la música) está siendo investigado en esta
obra, y sugieren en consecuencia por qué el teatro es para Shakespeare
un tema de estudio interminable; y se nos hace saber que no habrá de
tenerse por com pleta ninguna form ulación de las ideas de partici­
pación y separación de esta obra que no acierte a dar cuenta de su co­
nexión con los papeles [parts] teatrales, o dicho de otro m odo, que no
acierte a decir por qué los cuentos de partida producen obras de ven­
ganza, y a veces de superación de la venganza.
Puesto que la región del contar [telling] o hacer cuentas [counting]
(entiéndase dicha región en el sentido de relatar [relating]; yo la estoy
llam ando participación) es tan ramificada, y corre el riesgo de quedar
incom pletam ente apercibida, permítaseme recordar su alcance. Al leer
E l cuento de invierno con el propósito de estudiarlo, de descubrir mi in­
terés en él, me encontré por segunda vez en mi experiencia literaria su­
m ergido en términos económ icos, quiero decir que me encontré con
un texto sum ergido en tales términos. La primera vez fue estudiando
Walden, otra obra que versa insistentemente sobre temas económ icos
pastorales y m undos que desaparecen. En E l cuento de invierno, además
de los términos contar y hacer cuentas, y adem ás de cuenta y pérdida, pér­
dida y ganancia, pagar y deber, deuda y devolver, nos encontram os con di­
nero, moneda, tesoro, compra, fraude, ventas, mercancía, intercambio, limos­
na, pagos, recompensas, trabajo, transacciones, comerciantes, préstamo, ahorro,
crédito, amortización o rescate, y — posiblem ente el término económ ico
m ás frecuentemente repetido en la obra— negocio. Pero la simple enu­
meración de semejantes términos no transmitirá la densa saturación
del lenguaje de esta obra — quizá, podría parecer, del lenguaje com o
tal, o de alguna perspectiva sobre el lenguaje, o representación del m is­
m o— de términos procedentes de este reino; ni siquiera conseguirá
trasmitir la ocurrencia dentro de este reino de lo que cabría considerar
intercam bios temáticos dom inantes de la acción, desde perderse hasta
ser rescatado pasando por pagar y saldar la cuenta. La m encionada sa­
turación parece que se expresa más profundam ente en las intercone­
xiones de las palabras con la am plitud de los contextos — o, digam os,
de sus intereses— dentro de los que dichas palabras se alinean. Si nos
preguntáram os por una conjetura inicial que explique semejante satu­
ración o m atización del lenguaje por lo económ ico, o lo computacio-
nal, cabría decir que tiene que ver con la idea de que el auténtico pro­
pósito del lenguaje es comunicar, informar, lo que equivale a contar
[telling],
Y siempre se cuenta más y se cuenta m enos de lo que se sabe. Las
Investigaciones de Wittgenstein hacen entrar en filosofía esta difícil con­
dición, m áximam ente hum ana, volviendo sin cesar a, permítaseme 11a­
marlo así, la ambivalencia de la filosofía com o algo que oscila entre
querer contar más de lo que las palabras pueden decir y querer eludir
contar todo lo que pueden decir — ambivalencia que se com pendia en
la idea de desear hablar «fuera de los juegos de lenguaje», un deseo de
(que el lenguaje haga, y la mente sea) todo y nada. En este punto me
vuelvo a acordar del m agnífico dicho de Em erson en el que detecta el
aliento de virtud y vicio que nuestro carácter «emite» en todo m o­
mento, de m odo que las palabras hablan siempre por delante y más
allá de sí m ism as, esencial e im predeciblem ente recurrentes, digam os
rítmicas, con m ás significado del que puede consumirse. De m odo que
casi puede decirse de toda palabra y frase del lenguaje lo que ha dicho
W illiam Em pson de las metáforas, a saber que están preñadas, que son
pregnantes (¿o son más bien, o al m ism o tiem po, seminales?).
Estaba hablando de la idea de que cabe decir que el auténtico pro­
pósito del lenguaje es contar. Por tanto, apenas resulta sorprendente,
por decirlo de algún m odo, que una respuesta a la pregunta de «C óm o
lo sabes» sea proporcionada especificando cóm o podem os contarlo, y
ello de dos maneras. Si se nos pregunta cóm o sabem os que hay un jil­
guero en el jardín, podem os hacer notar, por ejem plo, alguna caracte­
rística del jilguero, tal com o las m anchas de sus ojos o el color de su ca­
beza; o bien, podem os explicar cóm o estam os en posición de saberlo,
cuáles son nuestras credenciales, o si alguien nos lo ha dicho. (Tomo
este ejemplo, con el propósito de rendirle hom enaje, del inagotable­
m ente provechoso estudio «Otras mentes» de J. L. Austin.) En el pri­
m er caso, iniciam os una narración de las diferencias del objeto respec­
to a otros objetos pertinentes; en el segundo, una narración de las di­
ferencias de nuestra posición respecto de otras posiciones. (Cabe
vislumbrar que de ejemplos tan triviales com o éstos surge ya la si­
guiente especulación: si una narración es algo dicho, algo contado, y
contar es una respuesta a una reivindicación de conocim iento, enton­
ces quizá cualquier narrativa, por m uy elaborada que sea, pueda en­
tenderse com o una respuesta a alguna cuestión tácita acerca del cono­
cimiento, tal vez en forma de algún rechazo del conocim iento, o una
evitación del m ismo.)
Pero hay otra manera de contestar la pregunta de cóm o lo sabes (li­
m itando todavía nuestra atención a lo que se llama conocim iento em ­
pírico), a saber una reivindicación de haber experim entado la cosa, y
de m odo particular en la historia de la filosofía, la reivindicación de ha­
berla visto. Esta respuesta, tal y com o aparece en las investigaciones
clásicas del conocim iento hum ano, es más fundam ental que, o subes­
tima, las respuestas que consisten en contar o relatar. Lo que la hace
m ás fundam ental viene sugerido por dos consideraciones. Primera, la
reivindicación de haberlo visto equivale a reivindicar, por decirlo así,
haberlo visto por uno m ism o, a arriesgar la capacidad general de uno
en tanto que sujeto cognoscente. Mientras que no se reivindica con­
tarlo, en base a las manchas de los ojos, por uno m ism o sino por al­
guien interesado en tal inform ación; en consecuencia lo que aquí hay
en juego es un área más o m enos especializada de pericia que, por ra­
zones obvias, puede ser deficiente o puede necesitar ser m ejorada en
muchos aspectos. Segunda, saber por contar o relatar, com o he sugeri­
do, procede por diferencias, es decir, nom brando marcas o rasgos iden-
tificadores: se puede distinguir un jilguero de un reyezuelo, por ejem ­
plo, por diferencias en las manchas de los ojos. Mientras que saber por
haberlo visto no requiere, y no puede hacer uso de, diferencias. (A m e­
nos que la cuestión sea una cuestión referente a la diferencia del m odo
o naturaleza del ver m ism o, llámese a esto la estética de la visión. La
epistem ología está obligada a mantener la estética bajo control, com o
si tuviera que defenderse de la idea de que hay algo más [y mejor] de
lo que pueda ser, o proporcionar, el ver; algo m ás y m ejor que ser,
o proporcionar, evidencia a favor de reivindicaciones de conocim ien­
to, especialmente las reivindicaciones de que existen objetos particula­
res.) En circunstancias ordinarias (una estipulación a determinar), no se
puede distinguir ftellfrom ] — no tiene un sentido claro hablar de dis­
tinguir— un jilguero de un pavo real, o cualquiera de los dos de un te­
léfono, o todos ellos de una llamada telefónica. Para saber qué es un
halcón distinguiéndolo de una sierra de m ano — o una m esa distin­
guiéndola de una silla— simplemente se tiene que ser capaz, digám os­
lo así, de decir lo que está delante de los ojos. C onfundir una cosa por
la otra sería indicio de una carencia (no de habilidad pericial sino) de
com petencia mental (por ejemplo, indicio de locura). C o m o si el pro­
blem a del conocim iento fuera ahora solam ente el de cóm o es que tú,
o cualquiera, tiene en absoluto conocim iento de la mera existencia de
una cosa. Esta es la razón de por qué los epistem ólogos, tales com o
Descartes, al enjuiciar nuestras reivindicaciones de conocim iento han
tenido que considerar, por lo que a ellos les parece un com prom iso
con la pureza y seriedad intelectual, posibilidades que en m uchos res­
pectos pueden parecer frívolas o inverosímiles, tales com o la de que
podían estar soñando que ahora estaban despiertos — una posibilidad
que (a m enos que pueda descartarse, explícitamente) desacreditaría de
un solo golpe cualquier reivindicación de conocer el m undo sobre la
base de nuestros sentidos. (La diferencia entre sueño y realidad es una
de las grandes coyunturas, o articulaciones, filosóficas que no depen­
de de diferencias: no se establece constatando marcas y rasgos caracte­
rísticos, llámense predicados. M i reivindicación del pensam iento de
Wittgenstein es que sus criterios no pretenden establecer el cam po de
la existencia [en sus disputas con los sueños, alucinaciones, im agina­
ciones, errores] sino delimitar su aplicación, es decir su espacio con­
ceptual.) Ésta es una larga historia, que no a todo el m undo le agrada
discutir detenidamente, y que no a todo el m undo agrada o le aprove­
cha discutir en absoluto (com o Descartes se cuida de avisar). Lo que
ahora me interesa es escudriñar la intersección de la pregunta del epis-
tem ólogo sobre la existencia, entiéndase la existencia del m undo exte­
rior, y de lo que la filosofía analítica llama otras mentes, con la perple­
jidad de Leontes respecto al conocim iento de si su hijo es suyo.
La primera pregunta de Leontes a su hijo es: «¿Eres tú mi niño?»
Y luego sigue intentando reconocer al niño com o suyo por su pared
do con él en ciertas marcas y rasgos, com parando en primer lugar sus
narices. El discurso, alocado, termina con la repetición de la anterior
duda: «¿Eres tú mi ternero?» Ya aquí vislum bram os el pathos shake-
speareano: que se puede tener la sensación de que la mera tristeza es
suficiente para llenar un m undo vacío. Tras la repetición, Leontes com ­
para sus cabezas. Naturalmente estos esfuerzos resultan inútiles. Des­
pués excluye el testim onio de cualquier otro, com o testificando que él
debe saberlo por sí m ism o; y al proseguir, insiste en que sus dudas son
razonables, y es llevado a considerar sus sueños. Todo lo cual constitu­
ye virtualmente un ejercicio en el espíritu de las Meditaciones de D es­
cartes. Pero aunque Descartes sugiere que sus dudas podrían clasificar­
le con los dementes, consigue (para algunos de sus lectores) neutralizar
esta acusación, es decir, consigue establecer suficientemente el carácter
razonable de sus dudas, al m en os provisionalm ente. M ientras que
Leontes, aunque duda, está ciertamente loco. ¿C uál es la diferencia en­
tre los dos?
La dolencia de Leontes tiene cura, a saber, reconocer al niño com o
suyo, aceptarlo, algo que todo padre normal haría, o parece hacer, algo
que es la primera obligación de los padres (aunque, puestos a pensar­
lo, la mayoría de nosotros carecemos de la evidencia contundente que
creemos poseer, en este caso com o en el caso de aceptar que el m undo
existe). Sin embargo es suficiente, es la esencia del asunto, saberlo por
nosotros m ism os, llámese a esto reconocer al niño. En el caso de D es­
cartes, la cura no resulta tan fácil de describir; y quizá no sea asequible.
Quiero decir que no es un proceso tan claro reconocer que el m undo
existe, que uno sabe por sí m ism o que es suyo. El descubrimiento por
Descartes del escepticismo muestra, cabría decir, qué es lo que hace po­
sible la locura de Leontes, o qué hace a su locura representativa de la
necesidad hum ana de reconocimiento.
En E l cuento de invierno se nos descubre la profundidad de esta lo­
cura, o de su posibilidad, para m edir a su vez la profundidad del dra­
m a, o del espectáculo, de la representación m ism a, en su rivalidad con
el relato o narrativa, porque, co m o he sugerido, incluso después de
creer la verdad proclam ada por un oráculo, Leontes no es devuelto al
m undo (suponiendo que lo sea alguna vez) excepto por el drama de re­
velación y resurrección del final de esta obra de teatro; por ver algo,
m ás allá de que se le cuente, o se le informe de, algo.
Esto viene confirm ado com o un asunto de la rivalidad de este dra­
ma con la narrativa de historias de amor, al hacer que el encuentro de
una niña que ha sido empíricamente perdida, rechazada y abandona­
da de hecho, esté tratado rápidamente mediante simple narración: los
N obles encargados del relato de la historia de la hija encontrada, dicen
que es difícil de creer, pero tal y com o transcurren las cosas (especial­
mente dado el uso que dichos N obles hacen de la convención de au­
mentar la propia credibilidad declarando que lo que se va a decir pa­
recerá increíble), nada resulta más fácil. Por contraste, en el drama el
asunto reside en investigar el encuentro de una esposa no perdida
com o una cuestión de hecho empírico, sino, permítaseme decirlo así,
trascendentalmente perdida, perdida sólo porque se es ciego para ella
— com o si no se estuviera conceptualm ente preparado para ella— y
debido a esto se está ciego para uno m ism o, perdido para uno m ism o.
Esto es en lo que se convierte, al final de cierto estadio de su desarro­
llo, la gran problem ática shakespeareana de la sucesión legítima: vista
siempre com o un asunto esencial para el florecimiento del estado, re­
conocer (legitimar) al propio hijo aparece ahora com o una cuestión
esencial para la cordura individual, un descubrimiento que posible­
mente se inicia en Ham let, y se desarrolla en Lear.
M e parece que en algún m om ento nos vem os obligados a pensar
que este teatro está im pugnando la distinción entre decir y mostrar. Si
la escena final de esta obra de teatro cuenta algo, no es algo previa­
mente conocido; más bien está instituyendo conocim iento, reconci-
biendo, reconstituyendo el conocim iento, juntamente con el m undo.
Pero entonces debe haber un uso del concepto de contar [telling] más
fundamental que, o que explique o fúndam ente, su uso de contar o re­
latar diferencias; un uso de este concepto de contar tan fundamental
com o el concepto de ver por uno m ism o. Q ue existe semejante uso es
una manera de formular los resultados de mi trabajo sobre la idea de
criterio en Wittgenstein. El autor de las Investigaciones emplea esa idea,
en conexión con su idea de gramática, para describir, en cierto sentido
para explicar, cóm o el lenguaje relata (se relaciona con) las cosas, cóm o
las cosas caen bajo nuestros conceptos, cóm o individuam os las cosas y
dam os nom bres, asignam os algo a cosas designables, por qué llama­
m os a las cosas com o lo hacem os — cuestiones todas ellas referentes a
cóm o determinam os qué cuenta [counts] com o instancias de nuestros
conceptos, esta cosa com o una silla, aquella com o una mesa, esta otra
com o un hum ano, aquella otra com o un dios. H ablar es decir qué
cuenta [counts].
N o es éste el m om ento de intentar interesar a nadie en por qué sur­
ge el concepto de contar [counting] en este espacio intelectual — quie­
ro decir, intentar convencer a alguien que no lo esté de que su ocu­
rrencia no es arbitraria y que es el m ism o concepto de contar que ar­
m oniza con el concepto de contar en el sentido de relatar [telling].
(Algo cuenta porque conviene o importa. Entiendo este concepto, en
esta ocurrencia criterial, en el sentido de su uso no num érico— no se
trata, según dicho uso, de decir cuánto o cuántos sea el total, sino de
establecer la membrecia o pertenencia. Este es un asunto que concier­
ne tanto a la cuestión de qué es lo que entiende W ittgenstein por una
clase de objeto gramatical com o a la cuestión de atribuir cierto valor o
interés al objeto.) Pero antes de dejar esta región del partir para pasar a
la otra — es decir, antes de pasar desde la esfera del contar o impartir,
o relacionar y aceptar, que llam o la región de la participación, a la es­
fera del partir o dividirse, que llamo la región de la separación— quie­
ro hacer notar dos formas m ás de considerar la cuestión.
La primera forma consiste en preguntarse si es una pura casualidad
que el concepto de contar se emplee tanto para nom brar el proceso de
relatar una historia com o el proceso de hacer cuentas, o numerar,
com o si contar núm eros fuera el m odelo original de cualquier otra na­
rración. Considérese que contar por núm eros incluye ya la diferencia
entre ficción y hecho, puesto que aprendem os tanto a contar los nú­
meros, es decir a recitarlos, intransitivamente, com o a contar cosas, es
decir a relacionar, o coordinar, numerales con ítems, transitivamente;
y contar por números contiene la idea de que las recitaciones siguen
un orden, y tienen pesos y ritmos, es decir tiem pos significativos y vo­
lúmenes de ítems, y distancias significativas entre ellos. Al contar por
núm eros, transitiva o intransitivamente, cuestiones com o las de orden,
m agnitud y ritmo de los eventos están fijadas de antem ano, mientras
que al contar un cuento el placer del cuento estriba en determinar to­
das estas cosas com o parte de la narración, o com o parte de un m odo
o género de narración — tal es la razón de por qué lo que hace el na­
rrador de una historia es recontar, contar de nuevo— de m odo que si se
suprime un espacio de dieciséis años en la exposición de cierta clase de
cosas, eso no significa necesariamente un error.
La segunda forma que hago notar de considerar la conexión entre
contar por criterios y contar com o narrar (o com o hacer cuentas) con­
cierne a lo que supongo es la reivindicación más im portante que hago
en L a reivindicación de la razón sobre la idea wittgensteiniana de criterio,
a saber, que aunque los criterios proporcionan las condiciones del ha­
bla (compartida), no proporcionan ninguna respuesta a la duda escép­
tica. Expreso esto diciendo que los criterios son decepcionantes, inter­
pretándolos com o algo que expresa, incluso com o algo que empieza a
explicar, la decepción hum ana con el conocim iento hum ano. Volvien­
do al caso que nos ocupa, cuando Leontes no puede convencerse de
que M am ilio es su hijo sobre la base de criterios tales com o el pare­
cido de sus narices y cabezas, y luego, en lugar de reconocer que los
criterios son insuficientes para este conocim iento, concluye que pue­
de repudiar a su hijo, no con tán dolo co m o suyo, el castigo de Leon­
tes es perder la capacidad de contar [count], de hablar (consecutiva­
m ente), de dar cuenta del orden, m agnitud y ritm o de sus experien­
cias, de relatar nada. Tal es mi prim era aproxim ación al discurso
«¿Los cuchicheos no son nada?». Sin intentar profundizar ahora en el
significado de esa «nada» shakespeareana, intentando m ás bien m an­
tener la cabeza erguida ante este golpe de significación, considero
que a prim era vista el discurso se pregunta si hay algo que cuenta:
¿Los cuchicheos cuentan? ¿Q ué im portancia tienen? ¿Constituyen
un criterio de qué sea el m un do? ¿Son algo? Y en sem ejante estado
nadie puede contestarle, porque se trata exactamente del estado en
que se ha llegado a repudiar esa sintonización con los otros en nues­
tros criterios de los que depende el lenguaje. Por tanto, pienso que
aquí se nos ofrece un retrato del escéptico en el m om ento de la reti­
rada del m undo del alcance de su m ano, de su aprehensión, que en­
caja con el retrato de O telo balbuceando y perdiendo el conoci­
m iento, en com paración con el cual el retrato que hace el filósofo del
escéptico co m o alguien que no conoce nada, en el sentido de no tener
certeza de nada, se nos presenta co m o una intelectualización de al­
guna sugestión previa.
Y el retrato de Shakespeare indica cuál sea esta sugestión, de la que
el retrato del filósofo es una intelectualización. Se trata de una suges­
tión o insinuación, para volver a otra form ulación mía anterior, del fra­
caso del conocim iento com o un fracaso de reconocim iento, lo que sig­
nifica, sin prejuicio de cualquier otra cosa que pueda significar, que el
resultado de dicho fracaso no es la ignorancia sino un ignorar, no una
duda que quepa combatir, sino un negación inapelable, una voluntad
de incertidumbre que constituye una aniquilación. Estas form ulacio­
nes sugieren que cabe considerar que E l cuento de invierno pinta el re­
trato del escéptico com o un fanático. La íntima conexión entre escep­
ticism o y fanatism o es otro de los descubrim ientos de L a crítica de la
razón pura, que considera a am bos com o productos de la ilusión dia­
léctica (el escepticismo desesperado por la ausencia de lo incondicio-
nado, el fanatism o reivindicando su presencia), divididos por una
completa enemistad, unidos en sus respectivas enem istades con la ra­
zón humana.
El retrato de Shakespeare nos permite ver que el escéptico quiere la
aniquilación por la que es castigado, ésta es su forma de afirmar el ca­
rácter hum ano del conocim iento, puesto que la negación de lo hum a­
no por parte del escéptico, su negativa de la satisfacción que hay en lo
hum ano (aquí en las condiciones hum anas del conocim iento), es un
rasgo esencial de lo hum ano, algo así com o su derecho de nacim iento.
Es el rasgo (llámese el rasgo cristiano) que Nietzsche quería superar con
sus afirmaciones de lo hum ano, que, dado nuestro estado, se nos m os­
trarían com o la superación o supresión de lo hum ano. He dicho que
Leontes pierde la capacidad de contar, de relatar, de recontar sus expe­
riencias, y ahora estoy asum iendo que eso constituye su punto en cues­
tión, su estrategia — convertir este castigo en una victoria. Antes de su
recuperación, Leontes no quiere contar, no quiere aceptar com o suyo lo
que le está ocurriendo, quiere que no haya nada que contar, lo que
equivale a decir que no haya nada. ¿Por qué?
Esto nos lleva a la otra región del partir, la región de la partida,
de dividir, ramificar, injertar, florecer, esquilar, engendrar, repartir,
reproducir: separación, parto. En esta región, sin particiones no hay
nada; si es cierto que de la nada nada viene, y si es cierto que sólo
viene algo de las sem illas de la tierra. Es com pletam ente lógico que
Leontes, queriendo que no haya nada, no quiera que haya ninguna
separación.
La acción de la obra se construye sobre dos partidas literales, en la
primera mitad de la obra (después de una breve escena introductoria)
una partida de Sicilia, y en la segunda (después de la escena introduc­
toria del soliloquio del Tiem po) una partida de Bohem ia de regreso a
Sicilia. Y el prólogo, por decirlo así, de la obra, la primera escena del
acto 1, es, entre algunas otras cosas, un recuento de la separación de
Leontes y Polixenes. Sobre este fondo es com o hem os de entender el
alcance de las palabras finales de Leontes y de la obra:
Buena Paulina
Condúcenos fuera, a un lugar donde a satisfacción
Podamos interrogarnos y respondernos cada cual sobre la parte
Ejecutada en este largo espacio de tiempo desde que por primera vez
Nos separamos. Pronto, guíanos fuera.

¿C uán do nos separamos por primera vez? ¿Q uién es ese nosotros?


En un primer m om ento tal vez pensem os en Leontes y Herm iona;
pero Herm iona piensa en primer lugar en Perdita (Herm iona no habla
a Leontes en su único discurso después de revivir, sino que dice que se
ha «conservado / en la vida para ver el desenlace» (5.3.127-28); y si
Leontes está pensando en Polixenes cuando dice «nos separamos por
primera vez», ¿quiere decir hace dieciséis años o se refiere a la época de
sus respectivas infancias? Y si está pensando en Perdita, debe referirse
a cuando se deshizo de ella; pero quizá nosotros pensaríam os en su en­
trega por la madre en prisión; y quizá pensaríam os en Paulina desper­
tando a H erm iona diciendo «m oveos», hablando de la redención de la
vida de Hermiona, y de «legar a la muerte (su) entum ecim iento», com o
un abandonar la muerte, saliendo de ella, com o un (nuevo) nacim ien­
to. C o m o si todas las separaciones fueran evocadas por cada una de
ellas; com o si se nos dijera que la vida, no m enos que la muerte, es una
condición y un proceso de separación; com o si vernos «preguntando
y contestando cada cual sobre su parte» significara vernos com o apar­
te de todo aquello de lo que som os parte, ya separados desde siempre,
lo que aquí significa ante todo — y en consecuencia, lo que ante todo
significa la idea de teatro en este teatro— que cada uno de nosotros es
parte, sólo parte, que nadie es todo, que aparte de esa parte que uno
tiene, nunca hay nada, sino siempre otros. ¿C ó m o se puede fracasar en
saber esto? Digo que todas estas ideas son evocadas por las palabras fi­
nales de Leontes, ¿pero en qué m edida, cabe preguntarse, al decir
«Pronto, guíanos fuera» está Leontes ansioso de apartar tam bién dichas
ideas?
Volvamos a mi reivindicación anterior de que el deseo de Leontes
de que no haya nada — el escéptico com o nihilista— acom paña a su
esfuerzo por no contar, al precio de la locura. La idea general de seme­
jante relación es que contar im plica m ultiplicidad, diferenciación. Po­
dríamos decir, pues, que lo que Leontes quiere es que no haya nada se­
parado, por tanto nada excepto plenitud. Pero podría no querer tam ­
poco precisamente esto, porque la plenitud, com o la nada, significaría
el fin de su existencia (individual). Pudiera ser que cada una de estas
fantasías equivalga al deseo de no haber nacido nunca. M as allá de su­
gerir un deseo de no ser natal, por tanto de no ser mortal, lo que a pri­
mera vista dice este deseo es que el suicidio no constituye ninguna so­
lución al problem a que se contempla. Aunque algunos filósofos han
considerado la idea de no haber nacido más clara que la idea de estar
muerto, y que disipa el m iedo a la muerte, por el m om ento a mí no
me afecta de ese m odo, si más no porque el suicidio acarrea el fin de
la vida pero no la aniquilación de su principio. La nada de Leontes per­
seguía, por decirlo así, hacer lugar a su sola existencia dentro de la ple­
nitud, pero hace dem asiado lugar; deja a los otros dentro y fuera al
m ism o tiempo. Por tanto, pienso, Leontes no quiere ni existir ni no
existir, ni que haya un Leontes separado de Polixenes, de Herm iona y
de M am ilio, ni que no lo haya; ni que Polixenes parta ni que deje de
partir.
Este dilema es lo que me lleva a entender que Leontes descubre
algo más específico a no contar. Lo que específicamente no quiere con­
tar es la otra cara de lo que no quiere aceptar, el tiem po de la repro­
ducción, el hecho de la vida de que el tiem po es padre, que tiene des­
cendencia, sucesión; incluso, com o dice el Tiem po, el C oro en esta
obra, el hecho de que él «engendra» su propia descendencia, lo que su­
giere que el tiempo, com o la naturaleza, puede ser tam bién madre. De
todas las razones que pueda haber para no desear contar el tiem po,
¿C uál es la razón de Leontes?
La última palabra del prólogo es la palabra «uno» (que en ese con­
texto es un pronom bre que va en lugar de «hijo»); y la primera palabra
de la obra propiam ente dicha, por decirlo así, es «nueve». Es el perío­
do de em barazo de Hermiona, que, com o a estas alturas resulta ya pre­
visible, es lo que estoy considerando el hecho dom inante de la obra.
Pongam os ante nosotros el discurso de apertura de Polixenes

Nueve cambios del húmedo planeta ha visto el pastor


Desde que dejamos nuestro trono libre de carga.
Las gracias que os debemos, hermano mío, bastarían
Para llenar otro tiempo tan largo; y no obstante,
Estaríamos aún obligados a partir de aquí deudores a perpetuidad;
Por consiguiente, com o cifra ocupando de continuo un rico lugar
Multiplicaré con un solo «Os lo agradecemos»
Los miles y miles de agradecimientos
Que la preceden
(1.2.1-9).

(Me divierte hacer notar que se trata de un discurso de nueve versos, el


últim o [todavía] no com pleto, y que de los siete discursos de Polixenes
antes de acceder a la petición real de quedarse, todos excepto uno son
de nueve versos o de un solo verso.) Este primer discurso de Polixenes
expresa la mente de Leontes, contiene todo lo que la mente de Leon­
tes necesita (que para mí ahora significa, puesto que se trata de una
mente que todavía rige, una mente que conserva el dom inio del len­
guaje, una mente que simplemente no puede no contar), todo lo que
necesita contar mal, o descontar, im putar mal, todo lo que le resulta in­
soportable contar: el discurso contiene el núm ero nueve com o indica­
dor tanto del período del em barazo com o de la estancia de Polixenes
en Sicilia; contiene el contraste entre estar ausente o vacío (su trono li­
bre de carga) y estar presente y lleno («ocupando un rico lugar», y es­
pecialm ente el tiempo com o lleno, casi a punto de que suceda algo); y
contiene la idea de nada com o reproducción, es decir com o una cifra
m ultiplicadora, fructuosa, la nada de Shakespeare — com o anotación,
com o cifra, com o carencia o deficiencia, com o origen— de la que vie­
ne todo (com o aprendió Lear para su confusión).
O bservo, incidentalmente, que la cláusula «com o cifra / ocupando
de continuo un rico lugar, multiplicaré» es una imagen latente de co­
mercio sexual, con lo cual quiero decir que no es necesario que se haga
explícita sino que acecha a la mente en un estado determinado, en el
caso de Leontes, el estado de la mente en que la tierra es vista com o, o
bajo la dom inancia de, en frase de Leontes, «un astro alcahuete». La
frase aparece posteriormente, en la escena en que Leontes concluye:
«N o hay barricada para una barriga; creedlo; / dejará entrar y salir al
enem igo / con armas y bagajes» (1.2.204-6), otra fantasía latente de co­
mercio sexual y eyaculación. La visión de nuestro planeta com o al­
cahuete es com partida por Ham let y Lear dependiendo de su disgusto
con él, y constituye una instancia de la forma en que, según frase de
Em erson, pedim os al m undo que se vista de nuestro color: la visión se-
xualizada del m undo que tiene Leontes es una posibilidad realizada en
A ntonio y Cleopatra, confrontándose en esa obra a la visión politizada
del m undo, obra en la que dichos m undos se intersectan o intercam­
bian m utuamente. En E l cuento de invierno, la intersección de la sexua-
lización se efectúa, me gustaría decir, con el m undo econom izado.
En el primer discurso de Polixenes, dicha econom ización se expre­
sa en la idea de su voluntad m ultiplicadora, que en ese contexto signi­
fica tanto que él es reproductor com o que los núm eros y las palabras
en general, com o la gran naturaleza y el tiem po, son reproductores fue­
ra de todo control; y se expresa, la econom ización, en esa frase que
emplea sobre llenar otros nueve meses, fecundando el tiem po dando
las gracias, es decir, que se sentiría todavía obligado «a partir de aquí /
deudores a perpetuidad». El cálculo por m ultiplicación que sigue (aña­
diendo una cifra inseminadora) no pretende zanjar sino anotar la deu­
da. C uál sea esta deuda im pagable, queda esbozado en la primera es­
cena, el prólogo. En este diálogo, civilizado y hum orístico (en prosa,
faera de lo com ún) entre cortesanos que representan a cada uno de los
dos reyes, cada cortesano expresa el deseo de su rey de pagar algo que
debe al otro rey. La deuda se discute com o una visita y un recibimien­
to, pero en el discurso central de la escena, C am ilo describe lo que hay
entre los reyes com o un afecto que, arraigado entre ellos en sus infan­
cias, se ha ramificado, es decir, ha continuado pero dividido. «Desde
que las dignidades de su edad más m adura y las exigencias de la reale­
za les ha separado el uno del otro, su com ercio de amistad, aunque no
hayan podido continuarlo en persona, se ha m antenido por un inter­
cam bio de presentes, de cartas, de em bajadas am istosas, a tal punto
que parecían reunidos aún estando ausentes; se daban las m anos, por
así decirlo, a través de la distancia.» Según avanza la obra, la distancia
se hace más grande, y la deuda parece que sea p or el hecho de la sepa­
ración misma, por tener una vida propia, unas m anos propias, por ha­
ber o tener que haber sustitutos de lo personal, por el hecho de que las
visitas son necesarias, o posibles; una deuda contraída, cabría decir,
por gratitud, por la relación misma, en cuanto tal, deuda cuyo pago
sólo podría aumentarla, tener ulterior descendencia.
Así pues, tenemos ya el esbozo de una respuesta a la pregunta de por
qué una obra sobre la superación de la venganza es una obra de cálculo
e intercambio económico: las ideas literales, es decir económicas, de pa­
gar y saldar la cuenta, nos permiten entender y formular la venganza que
exige Leontes y sugieren las transformaciones requeridas para que la ven­
ganza sea reemplazada por la justicia. Leontes desea un saldo, o liquida­
ción, de la deuda que tuviera lugar en un m undo donde no se cuente,
aparte de cualquier evaluación de las cosas, o conmensuración de las mis­
mas, aparte por ejemplo de cualquier estimación o tasación de visitas, de
presentes, de intercambios, com o, sea por caso, de dinero por cosas, o
castigos por ofensas, o hermanas o hijas por esposas. En tales circunstan­
cias, el pago tendría el efecto opuesto de lo que quiere Leontes, incre­
mentaría lo que quiere que cese; implicaría el concepto de gratitud, y en
consecuencia de otredad. Y este sentido de lo impagable, del carácter im­
perdonable de deberse uno mismo, com o si la deuda fuera por ser quien
uno es, por, digámoslo así, el don de la vida, produce el deseo de vengar­
se de la existencia, del hecho, o hechos, de la vida com o tal.
Nietzsche nos ve com o alguien que se venga del Tiem po, del Tiem ­
po y su «Así fue» ('Zaratustra, «De la Redención»), com o si estuviéra­
m os atrapados en una lucha a muerte con la nostalgia. Por el contrario,
Leontes parece querer vengarse del Tiem po y su «Así será», no por la
am enaza de m utabilidad, la amenaza de que cam bie la presente felici­
dad, sino por algo que se parece a la razón inversa, a saber, que el cam ­
bio del tiem po perpetúe la pesadilla del presente, que perpetúe sus
cam bios, su sucederse, el hecho m ism o de que haya m ás tiempo. Esto
podría significar que el caso de Leontes es desesperado, mientras que
Nietzsche es llevado a proponer una reconcepción del tiem po; pero
entonces esto significa también una reconcepción de la existencia hu­
m ana. Las formulaciones de Nietzsche habrían ayudado así a producir
alguna de las m ías; pero una cuestión más interesante sería com pren­
der qué ayudó a producir alguna de las suyas — sin duda alguna su tra­
bajo sobre la tragedia tuvo que ver en ello. Esta consideración deja
abierta la cuestión de la relación entre relato y revancha, la cuestión de
si se propone la narración en cuanto tal com o el vástago de la vengan­
za, que por vengarse del hecho de la gratitud perdurable e im pagable
es por lo que las palabras se reproducen en cuentos donde se busca sal­
dar la cuenta, donde recontar, contar de nuevo, resulta imperativo, ya
sea com o retribución o com o la superación de la retribución que co­
nocem os com o perdón y amor.
La primera escena propiam ente dicha de E l cuento de invierno, plan­
tea la cuestión de por qué Polixenes, tras una visita de nueve meses,
decide ahora marcharse; lo que nos pone sobre aviso para que consi­
derem os que no da una buena respuesta a esta cuestión. Polixenes ex­
presa un tem or a lo que pudiera «suceder» en su ausencia (1.2.12); y
cuando H erm iona afirma que si «dijera que está impaciente por ver a
su hijo» no sólo le dejaría ir sino que «le arrojaríamos de aquí con nues­
tras ruecas» — es decir, que atender a su prole es una razón que cual­
quier mujer respetaría— , Polixenes no hace esa declaración. Además,
la victoria del argumento aducido por ella se produce cuando dice que,
puesto que Polixenes no ofrece ninguna razón, com o si dejara algo sin
decir, se verá obligada a retenerlo «com o prisionero, / no com o hués­
ped». C uando en el siguiente acto se nos informa que Hermiona, en
prisión, se consuela con la niña, lo que se nos cuenta que le dice es
«Pobre prisionera mía, soy tan inocente com o tú» (2.2.27-28). Y Polixe­
nes cede a su invitación con las palabras «vuestro huésped, entonces,
señora: / ser vuestro prisionero implicaría una ofensa» (1.2.54-55).
Considérese esto com o algo que Leontes oye, o sabe, por sí m ism o,
algo que casi llega a decir por sí m ism o en su identificación con Poli­
xenes. La ofensa que habría para él en ser prisionero de ella, su bebé,
sería una cuestión de horror, si ella tuviera el bebé de él. D e nuevo, su ló­
gica al negar esta consecuencia es, pues, impecable. N o es ésta la única
vez, al hacer notar la identificación de Leontes con Polixenes, que
hago alusión a las com plejidades psíquicas que semejante identifica­
ción supone para Leontes. Valga la siguiente consideración adicional.
Si Polixenes es su hermano, y en consecuencia H erm iona es hermana
de Polixenes (hermana según la ley, cuñada), entonces imaginarse que
los dos últimos son adúlteros puede equivaler a imaginarse que tam ­
bién son incestuosos. Si consideram os que Leontes está o bien horro­
rizado o celoso por eso, y en consecuencia o bien que lo niega o que
lo desea, entonces la im plicación sería que él se percibe a sí mismo, so­
bre esta base, com o el herm ano ilegítimo e incestuoso. (Esta idea ven­
dría apoyada, tal vez señalada, p or el hecho de que en la presente si­
tuación, se deja enfáticamente sin m encionar la propia mujer de Poli­
xenes.)
M e sigo preguntando por qué Polixenes ha decidido partir ahora.
A la evidencia que he estado presentando, extraída de su primer dis­
curso concerniente a la reproducción y al tiem po llenándose y su
m ultiplicarse, y posteriorm ente a no querer ser su prisionero, añado
la repetida explicación con la que term ina cada un o de sus dos im ­
portantes discursos subsiguientes: «A dem ás, he perm anecido tiem po
suficiente / Para fatigar a vuestra m ajestad» (1.2.14) y «M i estancia
( e s ) ... una carga y un enojo» (1.2.25-26). Estas excusas tom adas com o
protocolarias y civilizadas deben recibir negativas protocolarias y ci­
vilizadas de parte de sus huéspedes; y durante m ucho tiem po me pa­
reció que Polixenes estaba diciendo precisam ente el tipo de cosas que
moverían a su anfitrión y anfitriona a urgirle que dijera él de m odo ci­
vilizado. Después, dicha urgencia queda sin efecto, y la partida se hace
no m enos sospechosa que la urgencia misma. M i m ejor sugerencia es
por ahora bastante clara, y está contenida en la palabra «nueve» de Po­
lixenes.
Polixenes parte porque el llenarse de H erm iona y el acercamiento
del término de semejante llenarse parecen no dejarle m ás sitio ni más
tiem po en Sicilia. Es esto, la im plicación del hecho de su em barazo,
lo que el discurso de Polixenes deja sin decir; y esto es lo que a su vez
Leontes se esfuerza en negar, me parece, p or todo tipo de razones. En
primer lugar, por su am or a Polixenes, para tranquilizarle. Además,
porque siente de igual m od o que su sitio y tiem po em piezan a esfu­
marse por la plenitud de H erm iona; y tam bién, con la intensificación
de su identificación con Polixenes, su insistencia en partir, en mar­
charse, le hace sentirse abandonado, com o lo hace el inminente parto,
salida, o división, de Hermiona.
Considero que constituye una recom endación para examinar de
esta form a el principio propiam ente dicho de la obra, el que este prin­
cipio deje abierta la cuestión de la división, o econom ía, del am or (y
pérdida) de Leontes entre su inversión en Polixenes y en Hermiona,
y que no niegue la implicación sexual del núm ero nueve, im plicación
que el relato de Shakespeare refuerza cuidadosam ente al hacer coinci­
dir el principio de la visita de Polixenes con la concepción de H erm io­
na. Por m uy fantástico que nos parezca que Leontes se imagine que la
primera cosa que ocurre tras la llegada de Polixenes a sus dom inios es
que éste deje em barazada a su mujer, a él no le resulta fantástico rela­
cionar dicha llegada con un acceso de su propio deseo; en realidad, te­
nem os la evidencia más amplia de semejante acceso. Otra recom enda­
ción para considerar las cosas de este m od o es que así no hace falta ele­
gir entre situar el com ienzo de los celos de Leontes com o algo que
aparece sólo con el aparte «¡D em asiado ardor, dem asiado ardor!» del
verso 108 de la escena que estam os com entando, y situarlos com o algo
que se introduce en escena con él. Esto constituye ahora un asunto de
una performance particular, el asunto de determinar cóm o se quiere con­
cebir el advenim iento de Leontes a la conjunción de los eventos rela­
tados en el primer discurso de Polixenes: Leontes no tendría por qué
oírlos de la boca de Polixenes, pues lo que Polixenes sabe no son nue­
vas para él. Lo que importa es la conjunción en sí m ism a, y su carácter
precipitado. Al considerar los celos com o algo derivado del sentido de
venganza por la vida, por su sucesión, o separación, o reproducción, lo
que hago es considerarlos, por decirlo así, com o la solución de un pro­
blem a de cóm puto o econom ía, solución que resuelve de golpe una ca­
dena de ecuaciones, en la que hijos y herm anos son amantes, los
amantes son padres e hijos, y las esposas y las madres se convierten
unas en otras. Se trata de un lugar — parejo al de O telo y Desdémo-
na— en el que cabe investigar la violencia psíquica, o tortura, com o
una función tanto de la aniquilación escéptica del m undo com o de los
esfuerzos del intelecto herido por aniquilar el escepticismo. La reco­
m en dación de H um e de distraerse de la enferm edad de la filoso­
fía constituye un lugar crucial de este tipo. Posiciones com petidoras,
por decirlo así, con la recom endación de H um e, sería el pleito de Hei­
degger contra la violencia del pensam iento representativo y, com o se
verá después en el capítulo sexto, la aceptación del duelo por parte de
Thoreau y Freud. Otros m ovim ientos contra la invitación del escepti­
cism o son, com o aparece en mi tercer capítulo, el tropism o del asesi­
nato del pájaro que aparece en «El anciano marinero»; y en el capítulo
siguiente a éste, las proyecciones más elaboradas del narrador de Poe
sobre su lector, y las contraindicaciones de Em erson al suyo. Parece ser
que el lugar del intercambio de violencia por escepticism o habrá de
manifestarse de algún m odo siempre que el rom anticism o introduce lo
que en el segundo capítulo llamaba yo su negociación con el escepti­
cism o, ofreciendo volver a comprar la cosa en sí m ism a — un ofreci­
miento que he considerado más o m enos com o una alegoría filosófica
de la búsqueda de una m ejor relación con las cosas del m undo, es de­
cir una m ejor vida con las cosas— al precio de que filosofía y poesía se
vuelvan la una hacia la otra, una sobre la otra, arriesgando sus respec­
tivas autonom ías. Esta cuestión vuelve a aparecer algo m ás detallada en
el sexto capítulo, sobre lo siniestro.
Encontrándonos todavía al principio de la obra de Shakespeare, se
acerca la hora ya de ir atajando su estudio. He de llegar a la escena fi­
nal, puesto que ella nos ofrecerá la visión que tiene la obra de un ca­
m ino de recuperación, cuya búsqueda, com o reivindiqué antes, viene
impuesta por la naturaleza del propio escepticismo. Para preparar lo
que he de decir sobre esta visión de la recuperación — y com o señal de
mi intención de adentrarme algún día con más detalle en la segunda
parte de la obra, la parte de Bohem ia, que después de todo transforma
una tragedia en una historia de am or— voy a entresacar dos elementos
de esa parte que necesito para hacer una descripción de los aconteci­
m ientos finales. Dichos elementos son el de A utolico y el del oso fa­
buloso.
En la figura de Autolico, las preocupaciones de la obra por el ca­
rácter turbio (tanto del dinero com o de las palabras — su padre o abue­
lo fue Hermes) y por la criminalidad, la econom ía, la sexualidad, la fer­
tilidad y el arte, se presentan conviviendo con la alegría, no con la fa­
talidad. Todas estas preocupaciones aparecen juntas en uno de los
primeros versos de Autolico, «trafico en sábanas» (4.3.23), que quiere
decir que su oficio es robar y ser alcahuete; que vende baladas y octa­
villas; que vende baladas sobre, digam os, pájaros que roban sábanas;
que roba las baladas con las que se gana la vida; y que todos estos in­
tercambios tienen algo que ver con procurarse satisfacción sexual
— todo lo cual, parece razonable suponer, Shakespeare accedería a de­
cir gustosam ente de su propio arte. Pongo el acento en Autolico com o
una figura del artista, en contraste con la solem nidad de la maestría ar­
tística de Giulio R om ano al final de la obra, para que sirva com o ilus­
tración de una de las contribuciones que Bohem ia hace a Sicilia: vol­
ver a contar la existencia. En este juego que presenta la obra entre arte
y naturaleza, entre el artificio y el producto, vem os, precisamente en la
figura de Autolico, que el festival de la esquila de los corderos es tam ­
bién un asunto de negocios; no constituye por sí m ism o, com o podría
haberse im aginado, la recuperación del escepticismo, o de la civili­
zación; el festival no celebra el desarrollo de la naturaleza más de lo
que celebra el intercam bio de dinero y de costum bres, com o la misma
obra a la que presta su im agen principal. El B obo (y es la primera vez
que lo vem os después de que desapareciera de escena para ir a realizar
su «buena acción» de enterrar los restos de Antígono tras haber sido co­
m ido por el oso) entra y se dirige a Autolico del siguiente m odo:

Veamos; cada once corderos dan veintiocho libras de lana;


cada veintiocho libras hacen una libra esterlina y algunos chelines;
mil quinientos corderos trasquilados, ¿qué suma hacen de lana?...
Es un cálculo que no puedo hacer sin calculador.
Veamos, ¿qué es lo que tengo que comprar para nuestra fiesta de la esquila de
los corderos?
(4.3.32-38).

El penoso cálculo del B o b o [Clown] nos recuerda que todas las


operaciones aritméticas — no sólo multiplicar, sino también dividir, su­
m ar y restar— son figuras de la reproducción, o de su recíproco, el m o­
rir. Si fuera Thoreau quien hiciera la pregunta, ¿qué suma hacen de
lana?, estoy seguro que al m ism o tiem po se estaría preguntando, ¿qué
significa la lana?, ¿qué im portancia tiene?, ¿para qué cuenta? — com o
proclam ando que este fragmento del producto de la naturaleza es por
sí m ism o dinero y que el proceso de determinar el significado es un
proceso de contar (que las palabras son ya «calculadores»); com o si la
plenitud del lenguaje que se muestra en la figuración tuviera una base
tan sólida com o la producción de lenguaje que se demuestra al hacer
la figuración. (Cabe m encionar a m odo de curiosidad que la idea de es­
quilar o podar, al igual que la de sum ar o calcular, está contenida en la
idea de computar.)
U na de las baladas de A utolico que él declara haberla conseguido
de una com adrona llamada doña C hism osa, evidentemente una pro­
pagadora de cuentos, versa sobre «cóm o la mujer de un usurero parió
veinte sacos de dinero a la vez» (4.4.263-65). Se está generalmente de
acuerdo en que Autolico se burla aquí de las baladas contemporáneas
sobre nacim ientos m onstruosos, y espero que se convenga igualmente
que este pasaje, aun cuando com pleta las ideas de la obra con la de un
dinero que es engendrado, en consecuencia con la idea del arte y la na­
turaleza creándose m utuamente, se burla de la idea de Leontes de que
el nacim iento com o tal es m onstruoso; lo que se busca aquí es pers­
pectiva sobre esta idea. Se busca una perspectiva más amplia en la si­
guiente escena, de la esquila m ism a, en el notable debate entre Perdita
y Polixenes sobre bastardos, que expresa los entresijos de la mente de
Leontes: Perdita, del m ism o m odo que su convencional padre natural,
que la había llam ado bastarda y la había rechazado, quiere rechazar a
los bastardos; Polixenes, negando la chata distinción entre la naturale­
za y el arte que corrige la naturaleza, concluye benignamente que to­
dos los injertos son legítim os, tan legítim os co m o la naturaleza;
de m odo típico, Polixenes ha m ostrado así una posibilidad de la que
Leontes extrae una maligna conclusión: que ningún nacim iento es le­
gítimo, que el m undo es un m undo de bastardos, algo que hay que re­
chazar y mandar al garete.
Esto me lleva al oso, en quien la naturaleza parece haber reabsor­
bido a una civilización culpable. Su acción de comerse al vociferante
noble, burlándose de él, está m inuciosam ente coordinada, en el infor­
me que hace el Bobo, con la furibunda y burlona tem pestad, que es
vista com o habiéndose «engullido» o «tragado» las vociferantes almas
de la nave. Pero si el oso es la respuesta inicial de la naturaleza a las ne­
gaciones que de ella hace Leontes, ¿hay alguna sugerencia acerca de si
la negación de la naturaleza es tam bién obra de la naturaleza? C on si­
dero que esta obra de teatro no saca esa conclusión, o no siempre (en
cualquier caso no explícitamente), y que cuando la obra nom bra «un
arte / Que corrige la naturaleza, o más bien que la transform a; pero /
El arte m ism o es la Naturaleza» (4.4.95-96), la im plicación es que exis­
te también un arte que no corrige la naturaleza, sino que en lugar de
eso la transforma en otra cosa, en algo no natural, o, digam os, legal, o
m ejor social, un arte no nacido de la naturaleza sino, en consecuencia,
de lo hum ano o de algo más allá.
Este es uno de los argumentos que está en función de la escena fi­
nal, resum ido en el grito de Leontes

ÍOh! ¡Siento su calor!


Si es cosa de magia, que sea un arte
Lícito como el comer
(5.3.109-11).

Al proponer que existe una magia lícita lo m ism o que una ilícita,
lo que quizá equivalga a la idea de que la religión es m agia lícita (in-
virtiendo de ese m odo una idea m ás antigua), las palabras de Leontes
sugieren que existe un comer ilícito lo m ism o que uno lícito. U na obra
com o Coriolano, escrita unos años antes, estaba construida en parte
desde la idea de que hay un comer ilícito, o prelícito, el canibalism o,
que Shakespeare nom bra en otro lugar tam bién com o la relación de
los padres para con los hijos. (Coriolano, a mi m od o de ver, llega a su­
gerir que existe incluso un canibalism o lícito, un canibalism o necesa­
rio, en cualquier caso, para la constitución de lo lícito, esto es, de lo
social.) Así m ism o hago notar que E l cuento de invierno presenta de
m odo similar versiones ilícitas y lícitas de su ramificada idea de «pa­
gar», idea con la que empiezan las dos primeras escenas del acto 1 y la
prim era y últim a del acto 5, siendo la ven gan za la versión ilícita y
la justicia la lícita. (H ago notar tam bién que en el acto 1 se hacía la su­
gerencia de que la amistad tiene una contraparte ilícita: «M ezclar la
amistad tanto es mezclar las sangres» [1.2.109].) Propongo que se tome
la escena final, entre otras cosas, com o una ceremonia nupcial. Lo que
significa tom ar la advertencia de Paulina a su audiencia, de que los su­
yos pueden parecer negocios ilícitos y la invitación a salir que hace a
dicha audiencia, com o una declaración de que va a ratificar un matri­
m onio que puede parecer ilícito, donde la única cosa ilícita en cues­
tión sería, al parecer, algún grado prohibido de consanguinidad. En las
palabras que Polixenes dirige a Perdita

Así veis, dulce doncella que casamos


El tallo más gentil con el esqueje más salvaje,
Y hacemos concebir de la corteza más común
Un brote de la más noble especie
(4.4.92-95).

(palabras éstas que m encionan la convención del injerto para decir qué
sea el m atrim onio, m atrim onio de tallos y esquejes diferentes), el ma­
trimonio queda situado com o el arte, la invención hum ana, que trans­
form a la naturaleza, que da nacimiento a la legitimidad, a la legalidad,
por tanto tam bién a sus negaciones. N o es de extrañar que la investi­
gación de Shakespeare del m atrim onio no tenga fin.
Puesto que aquí no trato de m od o m uy consecutivo de la proble­
m ática shakespeariana del incesto, que ronda obsesivamente esta obra,
y puesto que no propongo ninguna teoría del incesto — deseando más
bien m antener los eventos de la obra a nivel de los datos que cualquier
teoría de este tipo tendría que explicar— permítaseme dejar constancia
de mi sentido de que en la actualidad difícilmente podem os evitar la
idea de que una obra en la que la línea entre naturaleza y ley queda bo­
rrosa y es cuestionada, es una obra preocupada con el incesto, consi­
derando el tabú del incesto, con Freud y Lévi-Strauss, com o el evento
que creó lo social fuera de los vínculos naturales. U na razón para no
entrar precipitadamente en este terreno es que el papel atribuido al
tabú del incesto es atribuido en la filosofía tradicional, aun cuando de
m odo am biguo, al contrato social, lo que puede ayudar a explicar por
qué la existencia de este contrato, y los nuevos vínculos cuya creación
se le atribuye, han sido tema de confusión y m ofa en la historia de la
teoría política. Todo lo cual sugiere que la tiranía de los reyes, de la que
el contrato tenía que liberarnos, constituía ella m ism a una expresión
o proyección de algo que se encuentra al m argen del derecho divino,
a saber, que necesitam os divorciarnos de un contrato ya en vigencia,
una especie de vínculo m atrim onial; divorciarnos de la tiranía de los
padres o, digam os, de la novela familiar, algo que constituye una sub­
yugación no p or la fuerza sino por el amor. Leontes estaba loco, pero
el problem a en el que estaba atrapado es real, y sigue sin una justa so­
lución.
He dicho que la comilona del oso, a costa del noble caballero, es la
imagen que ofrece la obra de un com er legítimo, pues, com o observa
el Bobo, «ellos [a saber, los osos] no son nunca temibles [v.gr. m alhu­
m orados (ed. de Arden) o viciosos (ed. de Signet]) sino cuando están
hambrientos» (3.3.129-130), de m odo que, a diferencia de la hum ani­
dad, las cosas de la naturaleza no son insaciables. Esta es la razón de
por qué dicha com ilona pueda tomarse cóm icam ente, de por qué su
expresión de la violencia de la naturaleza parece ser el principio de la
redención, o rescate, del naufragio de la violencia hum ana, con sus
deudas im pagables. Casi al final del capítulo titulado «Primavera» de
Walden, precisamente antes del capítulo «C onclusión», Thoreau pinta
la violencia de la naturaleza con frases com o las siguientes:

Necesitamos ver superadas nuestras propias limitaciones, ver


criaturas que viven libremente donde nosotros no osamos aventu­
rarnos. Nos gusta ver a los buitres alimentándose y obteniendo fuer­
za y salud de la carroña que nos disgusta y horroriza... Me compla­
ce ver que la Naturaleza es tan rica en vida que puedan ser sacrifica­
das miríadas de animales para servir de comida a otros... La impresión
que todo esto deja en el hombre sabio es la de una inocencia uni­
versal.

Habiendo descrito ya la escena final com o un estudio del teatro y


habiéndola propuesto com o una ceremonia nupcial, no me satisface,
com o quedará claro, entenderla — cosa que era más com ún en otros
tiem pos— com o la transposición de un episodio de resurrección reli­
giosa, con Paulina com o la figura que representa a San Pablo, figura
justificada por la ocurrencia en la escena de las palabras gracia, mercedes,
fe, redimir. Sin embargo, tengo igualmente claro que una interpretación
de la escena tendría que encontrar un lugar a dicha transposición. Yo
busco ese lugar en el sentido que encuentro en este teatro de ser un
com petidor de la religión, com o si se declarara sucesor de la religión.
Puede que esté dem asiado influido en esta cuestión por ciertas cosas
que he dicho recientemente sobre Coriolano, pero me sorprende que la
razón por la que un lector com o Santayana declarara que en Shake­
speare encontraba cualquier cosa excepto religión fuese que la religión
es un tema omnipresente en Shakespeare, y en consecuencia invisible.
La resurrección de la mujer constituye, teatralmente, una reivindica­
ción de que el com positor de esta obra dom ina un arte que devuelve
las palabras a la vida, o viceversa, y puesto que la condición de esta
vida es que sus espectadores despierten su fe, n osotros, al igual que
Leontes, despertam os junto con ella, por decirlo de algún m odo. Lo
que se está pidiendo es una transform ación de nuestra concepción de
la audiencia de una obra de teatro, tal vez una reivindicación de que
no seam os espectadores por más tiem po, sino algo diferente, algo más,
digam os participantes. ¿Pero participantes en qué? ¿Q uién es esta m u­
jer? ¿En qué términos es devuelta a la vida?
La m ujer dice haberse conservado «para ver el desenlace» (5.3.128),
refiriéndose al desenlace del oráculo que había dado esperanzas de que
Perdita estaba viva, y refiriéndose a Perdita com o su desenlace, su des­
cendencia o hija; a quien sólo, com o se ha dicho, habla la mujer al vol­
ver a la vida (excepción hecha de los dioses). ¿Significa esto que Her­
m iona no perdona a Leontes? Perdita es igualmente el desenlace de
Leontes, ¿y es esto rechazado o aceptado al llamarla de este m odo ex­
traño, «el desenlace»? Igualmente, Perdita encontrada es el desenlace
de esta obra, llamada E l cuento de invierno, com o lo es Herm iona des­
pertada. M ás allá de esto, en una escena general de desenlace, de res­
cate, me da la impresión de que en el despertar de Hermiona, la obra
m ism a está siendo dada a luz, com o por sí m ism a; que Herm iona es la
obra, algo que sentí por primera vez a propósito de Cleopatra y su
obra, en la que sus entrelazados actos finales de teatro constituyen
tam bién la escenificación de una ceremonia nupcial. ¿Q uién sabe qué
es el m atrim onio, o en qué tendría que consistir una ceremonia nup­
cial después de la andadura de Lutero y Enrique VIII? Y si nosotros
m ism os som os creados con Hermiona, entonces som os igualmente,
en tanto audiencia, el desenlace de ella, y de la obra.
A Paulina (con su resonancia a San Pablo, exponente tanto del m a­
trimonio com o de la salvación sólo por la fe) la considero com o la
m usa de esta ceremonia, o director de escena; ella conoce los hechos;
la fe de Leontes es lo que está en juego. Y la cerem onia tiene lugar a
petición de Leontes y bajo su autoridad:

Paulina. Aquellos que crean ilícita la obra que emprendo,


que se retiren.

Leontes. Hacedlo.
Nadie se moverá

(5.3.96-98).

Por tanto nosotros, la eventual audiencia, nos encontram os tam ­


bién bajo su autoridad. Lo que ocurra de ahora en adelante es también
un desenlace suyo, una producción suya. Para entender lo que ocurre
en esta escena concebida com o creación de Leontes, y la culm inación
de sus creaciones, la voy a situar junto a otros dos m om entos autoria-
les suyos de las primeras escenas transcurridas en Sicilia. El primero,
junto a su aparte después de despedir a H erm iona y Polixenes para que
dispongan de acuerdo con sus propias inclinaciones:

Estoy ahora de pesca de anzuelo,


Aunque no advertís como arrojo el sedal
(1.2.180-81).

Tom ados estos versos com o la revelación de un autor a su audien­


cia, Leontes nos está advirtiendo que lo que no percibam os en ellos
servirá para traicionarnos a nosotros m ism os. Y coloco su autoridad
— con com prom isos, com o se muestra que es la autoridad en esta
obra— también junto con mi m od o de ver a Leontes interrumpien­
do el cuento generacional de su hijo, otra auto-identificación autorial.
Leontes ha encontrado la voz en la que completarla, la voz de un hijo,
por decirlo así; com o si Leontes aceptara en sí m ism o las voces de pa­
dre e hijo, dando órdenes y susurrando, y en consecuencia com o si
aceptara la m ultiplicidad, aceptándose com o teniendo, y siendo, de­
senlace. ¿Cuál es el desenlace?
He dicho que no solam ente la obra es el desenlace o descendencia
del cuento de amor, com o si de una fuente se tratara, sino Herm iona
com o la obra. ¿Puede Herm iona ser entendida com o desenlace o des­
cendencia de Leontes? Pero tal es el sentido — ¿o no lo es?— del pasa­
je del Génesis donde la teología ha visto legitim ado el m atrim onio,
donde el origen del m atrim onio se presenta com o la creación de la
mujer a partir del hombre. Tal es la razón de que sean una m ism a car­
ne. Enfaticem os, pues, que esta cerem onia de unión tom a la form a de
una ceremonia de separación, declarando así que la cuestión de dos ha­
ciéndose uno solo es la m itad del problem a; la otra m itad es el m odo
cóm o uno se hace dos. La separación es lo que garantiza la partici­
pación de Leontes en el parto — que H erm iona tiene, que hay, una
vida adem ás de la suya, y que ella puede crear una vida diferente de la
de él y la de ella, y m ás allá de la plenitud y la nada. La escena final
de E l cuento de invierno, interpreta esta creación com o creación de ellos,
del un o por el otro. Los dos despiertan, los dos eran piedra, queda por
saber quién se mueve primero, quién da el primer paso atrás. El primer
paso de la venganza parece fácil de determinar; el primer paso para de­
jar de lado la venganza, im posible. Algunos buenos lectores de la obra,
a quienes gustaría dar más crédito a la obra del que creen poder darle,
se declaran poco convencidos de que esta escena final «funcione»
(com o típicamente se dice). Pero m e parece que alguna m odalidad de
incertidumbre pertenece precisamente en este punto a la lógica de la
escena, incertidumbre tan esencial a su metafísica com o al funciona­
m iento de la escena en tanto que teatro. Su funcionam iento no es más
causa que resultado de nuestra convicción o participación; y nuestra
capacidad de participación es precisamente una forma de caracterizar
el m étodo no m enos que el tema de esta pieza de teatro.
¿Constituye la escena final un acto de perdón, el perdón de Leon­
tes por H erm iona? Al principio del acto 5, uno de sus fieles Caballeros
aconseja a Leontes diciéndole que ya ha «redim ido», «pagado», más pe­
nitencia de lo que exige la culpa, y que lo que debería hacer es «com o
han hecho los cielos, olvidad vuestras faltas / Perdonaos com o os han
perdonado». Este misterioso consejo implica en primer lugar que para
ser perdonado, uno ha de dejarse perdonar, aceptar el perdón. ¿H a
cum plido Leontes esta condición? Parece ser que dicha condición es la
form a en que se renuncia a, se olvida, la venganza contra la vida (com o
Nietzsche casi llega a decir), el haberse casado con la nada. Los ro­
m ánticos vieron esta venganza, com o por ejem plo en «El anciano m a­
rinero», com o que llevamos la muerte del m undo en nosotros, en
nuestras construcciones del m ismo. La escena final de desenlace y su­
cesión de E l cuento de invierno muestra lo que podría ser encontrar la
vida del m undo en uno m ismo.

¿Es la vida del m undo, suponiendo que el m undo sobreviva, una


gran responsabilidad? Su carga no es su tam año sino su especificidad.
N o es una carga m ayor que la responsabilidad de lo que Emerson y
Thoreau llamarían la vida de nuestras palabras. Podríam os concebir di­
cha carga com o la acción de sostener, por decirlo así, el espejo diri­
giéndolo hacia la naturaleza. ¿Por qué asum im os que la imagen de
Ham let nos apremia a nosotros, actores, a imitar, esto es, a copiar o re­
producir la naturaleza (humana)? Su preocupación por aquellos que
«imitaron la hum anidad de m odo tan abom inable», no estriba sólo en
que no im item os de mala manera a los seres hum anos, sino en que no
llegam os a ser m iembros imitativos de la especie hum ana, abom ina­
ciones; com o si imitar o representar — esto es, participar en— bien la
especie, fuera una condición para ser hum ano. Tal es la apuesta que
hace el teatro de Shakespeare en la representación, o interpretación de
los hum anos. Entonces, la imagen de H am let del espejo dirigido hacia
la naturaleza, nos está pidiendo que veam os si el espejo se em paña, por
decirlo así; que determinemos si la naturaleza respira (todavía, de nue­
vo) — nos pide que seam os cosas afectadas por esta cuestión.
Extrañados, reajustándonos
(Descartes, Emerson, Poe)*

En el vestíbulo del William Jam es Hall de Harvard, en m edio de la


extensión de horm igón con lemas y proverbios, encim a de la fila de as­
censores que hay frente a la puerta de entrada, unas palabras en letras
de latón amarillo perfilan nítidamente el siguiente par de sentencias,
atribuidas a William Jam es por otras letras adicionales del m ism o tipo:

LA COMUNIDAD SE ESTANCA SIN EL IMPULSO


DEL INDIVIDUO

EL IMPULSO SE EXTINGUE SIN LA SIMPATÍA


DE LA COMUNIDAD

El mensaje puede tomarse com o empíricamente dirigido a cual­


quiera que se encuentre debajo y lo lea, y, de ese m odo, o com o una
advertencia, exhortación o descripción del estado de cosas — o puede
tomarse, de otro m odo, com o una declaración de la relación trascen­
dental entre los conceptos de com unidad e individuo tal y com o éstos
se han m anifestado hasta el presente. ¿Produce esta m ultiplicidad lo
que ciertos teóricos de la literatura denom inan hoy con la palabra in-

En el original inglés, este capítulo (junto con los tres Apéndices al mismo) apare
ce bajo el encabezamiento: «At Stanford. Conference: “Reconstructing Individualism”
(1984)» [N. del T.j.
decidible? ¿O se trata, más bien, de que la indiferencia del latón de es­
tas palabras sobre la pared constituye una adecuada expresión de nues­
tra evitación de las decisiones, un rechazo a aplicar nuestras palabras a
nosotros m ism os, a asumirlas?
Este capítulo es una especie de informe del progreso realizado, a lo
largo de mi trayecto filosófico, en el establecimiento de la herencia de
W ittgenstein y Heidegger, y anteriormente de Em erson y Thoreau,
para todos los cuales parece darse algún tipo de cuestionam iento acer­
ca de si el individuo o la com unidad todavía, o ya, existen. Semejante
cuestión (o, cabe decir, fantasía) constituye por igual un m otivo de de­
sesperación y de esperanza en lo hum ano tal y com o se encuentra aho­
ra. Se trata también de la cuestión o fantasía sobre la que he buscado
instrucción en ciertas com edias «del volverse a casar» de H ollyw ood y,
anteriormente, en las com edias románticas y tragedias de Shakespeare.
En este estado de ánim o, no quiero proponer ninguna solución al
enigma de si la sociedad es la ruina de, o un beneficio para, el indivi­
duo; tam poco quiero dar consejo alguno sobre si un m ejor estado del
m undo debe empezar por la reforma de las instituciones o de las per­
sonas, consejo que naturalmente me exigiría definir las instituciones
y los individuos, y sus m odos de interpenetración. Lo que voy a ha­
cer, por tanto, es retomar el punto de inflexión en la historia del des­
cubrimiento del individuo donde lo situó Descartes en sus Meditacio­
nes — antes, por decirlo así, de que las diferencias individuales o insti­
tucionales entren en juego. Sem ejante punto de inflexión estriba en
el descubrim iento hecho p or Descartes de que m i existencia exige, y
en consecuencia perm ite, prueba (cabe decir, autentificación) — de
m od o m ás particular, exige que, para existir, debo dar nom bre a mi
existencia, reconocerla. Este im perativo entraña que yo soy una cosa
con dos focos o, según la im agen de Em erson, con dos polos m agné­
ticos — a saber un p olo positivo y otro negativo, o uno activo y otro
pasivo.
Puede parecer que esta descripción no capta de m odo adecuado el
argumento del cogito de Descartes. Pero que algo similar a ella capta
efectivamente dicho argumento es, a mi entender, el significado que
reivindican tener las palabras quizá inaudiblem ente familiares de
Em erson en su ensayo «Auto-confianza». M i primera tarea consistirá,
pues, en establecer este extremo sobre el ensayo de Em erson. La segun­
da, será decir por qué pienso que la de Em erson es una interpretación
correcta, una interpretación y herencia de Descartes tan legítimas
com o la de cualquier otro descendiente filosófico que conozco. Segui­
damente, a m odo de una tercera tarea principal, me ocuparé de un par
de cuentos de Edgar Alian Poe, fundam entalm ente de «El dem onio de
la perversidad» y, de m odo subordinado, de «El gato negro». M e pare­
ce que estos relatos conectan con el m ism o imperativo de la existencia
hum ana: la necesidad de probarse o declararse a sí misma. Y puesto
que «El dem onio de la perversidad» de Poe alude más de una vez a
Ham let, este cuento nos llevará a mi título: la idea de pensar la indivi­
dualidad (o la pérdida de la misma) bajo el hechizo de la venganza, la
idea de ajustar cuentas por el extrañamiento"'.

La incorporación de Descartes por Em erson en «Auto-confianza»


[«Self-Reliance»] es cualquier cosa m enos velada. H acia la mitad del
ensayo hay un párrafo que empieza así: «El hom bre es apocado y se
deshace en disculpas; ya no se mantiene erguido; no se atreve a decir
“yo pienso”, “yo existo”, sino que cita a algún santo o sabio.» Tengo la
im presión de que los lectores de Em erson no se han sentido impresio­
nados por esta alusión, o repetición, tal vez porque han incurrido en el
antiguo hábito de ser condescendientes con Em erson (com o si tuvie­
ran que pagar por la estima en que tienen sus escritos concediendo que
Em erson apenas era capaz de pensam iento consecutivo, m ucho me­
nos de hacerse cargo de Descartes), tal vez porque recuerdan o asumen
que el cogito siempre ha sido expresado con las palabras que lo tradu­
cen com o «Pienso, luego existo». Pero en la Segunda M editación de
Descartes, donde, supongo, se encuentra realmente con más frecuen­
cia, este esclarecimiento queda expresado del siguiente m odo: «Yo soy,
y o existo, es necesariamente [una proposición] verdadera cada vez que
la pronuncio o la concibo en mi mente.» El énfasis que pone Emerson
en decir «Yo» es exactamente fiel a esta expresión del esclarecimiento de
Descartes.
Este rasgo del cogito viene subrayado p or una parte de la m ás
fecunda reflexión sobre Descartes en la filosofía analítica reciente,
donde esta cuestión, asociada a los nom bres de Jaakko Hintikka y
Bernard W illiam s, se form ula com o la cuestión de si la certeza de la
existencia exigida y reivindicada p or el cogito es el resultado de con­
siderar la reivindicación «yo pienso» com o base (v.gr. prem isa) de
una inferencia, o co m o expresión de alguna especie de ejecución
[performance]. W illiam s no se queda del todo tranquilo con decir, jun­
to con Hintikka, que el cogito sim plem ente no es una inferencia, ni

En inglés, el título en cuestión es «Being Odd, Getting Even» [N. del T.J.
con decir que sim plem ente es la expresión de una ejecución de algún
tipo, sino que insiste en que no es una inferencia ordinaria, o silogís­
tica, así com o insiste, al final de su intrincada discusión, en que la
ejecución en cuestión no es m enos peculiar en su especie, estando
necesitada de m ás reflexión. Según W illiam s, la peculiaridad del co­
gito puede resumirse del siguiente m odo. Por una parte, la fuerza del
pronom bre de primera persona estriba en que no puede dejar de re­
ferirse a quien lo utilice, y en consecuencia quien diga «Yo existo»
debe existir; o puesto de form a negativa, «Yo existo» es innegable, lo
que equivale a afirmar que «Yo no existo» no puede decirse coheren­
temente. Por otra parte, para que se diga de m o d o inteligible, «yo»
debe distinguir a quien lo dice, respecto al cual la referencia no pue­
de fracasar, de los otros a quienes, en ese decirlo, no hace referencia.
Pero el uso que hace Descartes del m ism o aparece precisam ente en
un contexto donde (por decirlo así) no hay otros que distinguir del
propio Descartes. Por tanto, la fuerza del pronom bre está en aparen­
te conflicto con su sentido.
Com parada con semejantes consideraciones, la observación de
Em erson sobre que no nos atrevemos a decir «yo pienso», «yo existo»,
parece ser ligeramente literaria. ¿Pero p or qué? Em erson indaga una
cuestión, o un aspecto de la cuestión, que sigue al aspecto inferencial
o performativo del cogito — a saber, la cuestión de qué ocurre si de he­
cho no digo (y por supuesto si no digo su negación) «yo soy», «yo exis­
to» o «lo concibo en mi mente». Un filósofo analítico difícilmente se
tomará m ucho interés en este aspecto de la cuestión, puesto que ape­
nas le parecerá de algún valor argumentar, a favor o en contra, la infe­
rencia de que si no digo o ejecuto las palabras «Yo existo» o su equiva­
lente (en voz alta o en silencio), entonces es posible que no exista. C o n
toda seguridad, podem os considerar que decir o pensar unas palabras
afecta a la cuestión de si el que las dice o piensa existe a lo sum o en el
sentido de determinar si un tal hablante o pensante sabe de su existen­
cia; pero con toda seguridad no, en el sentido de que decirlas o pensar­
las pueda crear esa existencia.
Pero esta seguridad parece contraria a los descubrim ientos de D es­
cartes. U nos párrafos después de anunciar el cogito, hace la siguiente
especulación: «Yo soy, yo existo — eso es cierto; pero ¿cuánto tiem po
existo? Todo el tiem po que estoy pensando; pues quizá ocurriese que,
si yo cesara totalmente de pensar, al m ism o tiem po cesaría com pleta­
mente de existir.» Esto no dice exactamente que mi dejar de pensar
produciría, o sería, mi dejar de existir. Podría equivaler a decirlo si yo
hubiera de concebirme com o algo que tiene un creador (y en conse­
cuencia, según Descartes, un conservador) y si estuvieran eliminados
todos los candidatos, excepto yo m ismo, para desempeñar ese papel.
Estas presunciones parecen ser fieles al texto de Descartes, de m odo tal
que estoy dispuesto a considerar que el cogito sólo es la mitad de la lu­
cha concerniente a la relación de mi pensar con mi existir, o tal vez que
«pienso, luego existo» sólo expresa la mitad de la lucha del cogito: Des­
cartes establece a su satisfacción que yo existo sólo mientras, o sijy sólo
si, pienso. Al parecer, esto es lo que le lleva a afirmar que la mente
piensa siempre, una idea que Nietzsche y Freud habrían de aplicar a
otros menesteres.
Em erson acepta com pletam ente el esclarecim iento de Descartes
— que yo existo sólo si pienso— , pero acto seguido niega que yo
(por lo general) de hecho piense, niega que el «yo» logre entrar por
lo general en mi pensam iento, por decirlo así. De lo que se sigue
que la posibilidad escéptica se cum ple — que yo no existo, que yo,
por decirlo así, habito el m undo com o un espectro, cum plim iento
éste que tal vez quede expresado diciendo que la vida que vivo es la
vida del escepticism o. Poco antes del final de la Segunda M edita­
ción observa D escartes: «Si juzgo que [cualquier cosa, digam os el
m un d o exterior] existe porque la veo, con m ucha m ás evidencia se
sigue, del hecho de verla, que existo yo m ism o.» Puesto que la exis­
tencia del m un do es más dudosa que mi propia existencia, si yo no
sé que existo, entonces no sé incluso de m odo m ás evidente, por de­
cirlo así, que las cosas del m undo existen. Por tanto, si hem os de en­
tender que Em erson está describiendo la vida que hem os heredado
bajo las condiciones del escepticism o — lo que im plica que yo no
existo entre las cosas del m undo, que habito el m undo com o un es­
pectro— y si por esta razón Em erson ha de ser considerado un lite­
rato y no un filósofo, podríam os concluir perfectam ente: tanto peor
para la filosofía. La filosofía retrocede am edrentada ante una des­
cripción de la m ism a posibilidad que se esfuerza en refutar, y así
nunca puede saber por sus propios m edios que no haya dejado en­
trar, victorioso, a su rival.
Pero me parece que cabe entender cóm o llega Em erson a su con­
clusión mediante una ininterrumpida fidelidad a los procedim ientos
de Descartes, al hecho de que, com o podría decirse, los procedim ien­
tos de Descartes son tan esencialmente literarios com o filosóficos y
que incluso puede haber llegado a ser esencial que la filosofía muestre
otro tanto. Tras haber llegado al cogito, Descartes plantea inmediata­
mente la cuestión de su identidad metafísica: «Ya sé con certeza que
soy, pero aún no sé con claridad qué soy.» Esta cuestión se plantea seis
o siete veces en los siete u ocho párrafos siguientes, rechazando a lo lar­
go del trayecto respuestas com o la de que él es un animal racional, o
que es un cuerpo, o que su alma es «algo extremadamente raro y sutil,
com o un viento, una llama o un delicado éter, difundido por mis otras
partes más groseras», antes de llegar a establecer la respuesta de que él
es esencialmente una cosa que piensa. N o hay nada en estas considera­
ciones que quepa llamar argumento o inferencia; en realidad, la des­
cripción más obvia de estos pasajes es decir que constituyen una narra­
ción autobiográfica de algún tipo. Si Descartes está filosofando, y si es­
tos pasajes son esenciales a su filosofar, se sigue que la filosofía no se
agota en la argumentación. Y si la fuerza de estos pasajes es literaria,
entonces lo literario es esencial a la fuerza de la filosofía; en cierto es­
tadio lo filosófico deviene, o se transforma en, lo literario.
C reo que ahora podem os describir el desarrollo de Em erson del si­
guiente m odo. Em erson se ha planteado por sí m ism o la cuestión de
Descartes y ha proporcionado una nueva línea de respuesta, línea que
podríam os llamar de respuesta gramatical: Yo soy un ser que para exis­
tir debo decir yo existo, o debo reconocer mi existencia — reivindicar­
la, afianzarla, realizarla.
La belleza de la respuesta radica en su debilidad (en su vacuidad,
podríam os decir) — en realidad, en dos debilidades. Primera, no pre­
juzga qué podría resultar que fuera yo, o el yo o la mente o el alma,
sino que, cualquier cosa que sea, sólo especifica que debe cum plir una
condición. Segunda, la prueba sólo es válida en el m om ento de darse,
pues lo que pruebo sólo es la existencia de una criatura que puede rea­
lizar su existencia, com o se ejemplifica al dar efectivamente la prueba,
y no de una criatura que la está realizando de hecho todo el tiempo. El
carácter transitorio de la existencia probada y el carácter transitorio de
este m odo de prueba parece estar en el espíritu de las Meditaciones, in­
cluyendo las pruebas de D ios que ofrece Descartes; esta transitoriedad
sería el m otivo de la insistencia de Descartes en la presencia de ideas
claras y distintas com o algo esencial, permítaseme decirlo así, al cono­
cimiento filosófico. La prueba tiene efecto sólo en la presencia fugaz
de tales ideas — com o si no hubiera nada en que confiar excepto la
confianza misma. Tal vez sea ésta la razón por la que Em erson dice:
«H ablar de confianza es una pobre form a externa de expresión».
Q ue lo que soy es algo que para existir realiza su existencia, es una
respuesta que casi podría haber dado el propio Descartes, puesto que
apenas constituye algo más que una transcripción literal de lo que he
propuesto com o la otra mitad de la lucha del cogito. Se trata de una
forma de representarse de m odo aproxim ado la concepción de la su­
puesta existencia hum ana que ofrece Heidegger en Sery tiempo: que el
ser del Dasein es tal que su ser constituye una cuestión para él (pág. 65).
Pero, para Descartes, dar semejante respuesta habría puesto en peligro
el primer propósito declarado de sus Meditaciones, que era ofrecer una
prueba de la existencia de Dios. Si yo soy algo que puedo realizar mi
existencia, queda com prom etido el papel de D ios en esta realización.
El térm ino de Descartes para lo que yo llam o «realizar» — o «reivindi­
car», o «afianzar», o «reconocer»— es «ser autor». En la Tercera M edita­
ción:

Por ello pasaré adelante, y consideraré si yo mismo, que tengo


esa idea de Dios, podría existir en el caso de que no hubiera Dios.
Y me pregunto: ¿De quién habría recibido mi existencia? Pudiera ser
que de mí mismo, o bien de mis padres... Ahora bien, si yo mismo
fuese... el autor de mi ser, entonces no dudaría de nada, nada desea­
ría, y por último ninguna perfección me faltaría... yo sería Dios (mis­
mo)... Aun cuando pudiera suponer la posibilidad de que he sido
siempre tal cual soy ahora... no se seguiría de ello que no tengo por
qué buscarle autor alguno a mi existencia y tendría que reconocer
aún que es necesario que Dios sea el autor de mi existencia.

Al parecer, el sentido m ism o de la necesidad que tengo de una


prueba hum ana de mi existencia hum ana — de cierta autentifica-
ción— es lo que constituye la fuente de la idea de que necesito un au­
tor. («Necesidad de prueba» será el resultado de la intuición de mi tran-
sitoriedad, o dependencia, o incom pletud, de mi condición de no-aca-
bado, o de mi carencia de garantías — de la intuición de que no estoy
autorizado.)
Pero seguramente la idea de auto-autorización sólo es metafórica,
tan sólo la explotación de la coincidencia de que la palabra Latina para
autor es tam bién la palabra para crear, no m ás que la ahora com pleta­
mente desacreditada imagen romántica del autor o artista com o in­
comprensiblem ente original, com o un genio creador de m undos y
auto-creador. Es cierto que la problem ática de realizar la propia existen­
cia ronda el borde del sinsentido metafísico. Dicha problem ática nos
pide, en efecto, pasar desde la consideración de que podem os negar ra­
zonablem ente ciertas acciones com o nuestras (acciones hechas, podría­
m os decir, contra nuestra voluntad), y en consecuencia desde la consi­
deración de que podem os negar algunos de nuestros pensam ientos
com o nuestros (pensamientos que tal vez ni siquiera soñaríam os llevar
a cabo, aunque aquí el terreno se hace filosófica y psicológicam ente
m ás peligroso), a la posibilidad de que ninguna de mis acciones y pen­
sam ientos sean m íos — com o si, caso de no ser un espectro, se me hi­
ciese funcionar, m e gustaría decirlo así, desde dentro o desde fuera. Este
paso a lo m etafísico sería com o decir que puesto que tiene sentido su­
poner que yo podría carecer de uno, o todos, de mis m iem bros, podría
carecer totalmente de cuerpo; o com o decir que puesto que yo no veo
nunca todas las partes de un objeto juntas y en consecuencia podría no
saber si un objeto determinado existe, podría no saber si el m undo ex­
terno com o tal existe. La filosofía del lenguaje ordinario, más notoria­
mente en la enseñanza de Austin y Wittgenstein, ha desacreditado ta­
les saltos a lo metafísico, com o una forma de desacreditar las conclu­
siones del escepticismo. Pero en mi interpretación de Wittgenstein, lo
que se desacredita no es la apelación o am enaza del escepticism o
com o tal, sino sólo las descripciones que el propio escepticism o ofrece
de sus logros. De m odo similar, lo que está desacreditado en el con o­
cimiento rom ántico de la auto-autoría sólo es una imagen parcial de
autoría y creación, una imagen de la creación hum ana com o un antro­
pom orfism o literal de la creación de D ios — com o si para crearme a mí
m ism o se me exigiera empezar con el polvo de la tierra y el soplo m á­
gico, m ás que con, digam os, un ser hum ano increado y la capacidad
de pensar.
De todos m odos, considero que lo que el ensayo «Auto-confianza»
de Emerson reivindica, en tanto lectura del argum ento del cogito de
Descartes, es que el barro h um ano y la capacidad hum ana de pensa­
m iento son suficientes para inspirar la autoría de m í m ism o. Y consi­
dero que el giro fundam ental que da a Descartes consiste en algo pa­
recido a esto: hay un sentido de ser autor de uno m ism o que no re­
quiere que me imagine que yo soy D ios (cosa ésta que quizá sólo sea
el nom bre de la im agen particular del yo co m o una sustancia auto-
presente), un sentido según el que la ausencia de duda y deseo de la
que habla Descartes para probar que D ios, y no él, es el autor de sí
m ism o constituye una tarea continua, no una propiedad, una tarea
cuya meta, o el resultado del proceso, no es un estado del ser sino un
m om ento de cam bio, digam os del hacerse, una transitoriedad del
ser, un ser de la transitoriedad. (O bserva Em erson: «Este es el hecho
que el m undo odia; que el alm a se hace.») Para dar sentido a este giro,
Em erson necesita una concepción del m undo, una perspectiva de su
condición de caído, donde se m anifieste p or sí m ism a la condición
de increado del individuo, donde la vida hum ana aparezca co m o el
fracaso del individuo en auto-crearse, com o una pérdida continua de
las posibilidades individuales frente a un rival superpoderoso. Todo
lo cual equivale a decir, si mi glosa de la lectura que hace Em erson
de Descartes es correcta, que la necesidad del cogito surge en m o­
m entos históricos particulares de la vida del individuo y de la vida de
la cultura.
Em erson llama «conform idad» a este m odo de vida increada. Pero
parece ser que todos los profetas m odernos se han sentido im pulsados
a descubrir alguna forma de caracterizar semejante am enaza a la exis­
tencia individual, a la individuación, perpetrada por la vida a la que su
sociedad se veía arrastrada. Jo h n Stuart Mili (en Sobre la libertad) la de­
nom ina despotism o de la opinión, y caracteriza al ser hum ano de su
época en términos de deform idad; Mili habla de nosotros com o seres
marchitos y famélicos, y com o enanos (págs. 134-135). Nietzsche llama
a dicha amenaza el m undo del últim o hom bre («Prólogo de Zarathus-
tra», § 5), el m undo de los asesinos de D ios (La gaya ciencia, § 125).
M arx la concibe com o la preexistencia de lo hum ano. El descubri­
m iento de Freud de la significación incom prendida de la expresión hu­
m ana va en la línea de semejantes profecías. Lo que distingue filosófi­
camente a Em erson en este punto es su diagnóstico de este m om ento
y la terapia que recomienda.
D ebido a su diagnóstico de este estado del m undo, Em erson pro­
clam a que la prueba por Descartes de la auto-existencia (la fundamen-
tación, com o la llama Descartes, del edificio de sus opiniones anterio­
res, el fulcro fijo e inam ovible sobre el que resituar la tierra) no puede,
o ya no puede, ser dada, invitándonos de este m odo a concluir (tal es
la naturaleza de esta peculiar prueba) que el hom bre, lo hum ano, no,
o ya no, existe. He aquí de nuevo la sentencia de Em erson, junto con
una sentencia y media más que la siguen: «El hom bre es apocado y se
deshace en disculpas; ya no se mantiene erguido; no se atreve a decir
“yo pienso”, “yo existo”, sino que cita algún santo o sabio. Se siente
avergonzado ante la brizna de hierba y el abrirse de la rosa... ellas son
por lo que son; y existen hoy junto a D ios.» Podem os localizar la tera­
pia propuesta por Em erson en esta visión de la supuesta pérdida de la
existencia por parte del hom bre si tom am os en contraposición las su­
cesivas anotaciones que hace de dicha visión, com o si una fuera inter­
pretación de la otra: ser apocado; no mantenerse ya erguido: no atre­
verse a decir, sino sólo citar; estar avergonzado, com o si lo estuviera
por no existir hoy. C o m o Wittgenstein se siente inclinado a decir en
cierto m om ento (§ 525), hay una multitud de senderos familiares que
arrancan de estas palabras en todas direcciones. Vamos a considerar, o
indicar al m enos, dos o tres de estos senderos.
Para empezar, la idea de que algo en nuestro m odo de existencia
nos aparta de la naturaleza, y que esto tiene que ver con sentirse aver­
gonzado, alude, desde luego, a la problem ática rom ántica de la auto-
conciencia (o a la interpretación post-kantiana de esa problemática),
que constituye una interpretación particular de la C aída del Hombre.
Pero póngase la invocación de la vergüenza que hace Em erson en
contraposición a su invocación de nuestra pérdida de la capacidad
de m antenernos erguidos, y entonces cabe interpretar que Em erson
está desafiando, no p asan d o p or alto, la interpretación rom ántica de
la C aíd a com o auto-conciencia, negándose a considerar nuestra ver­
güenza com o una pérdida m etafísicam ente irrevocable de la inocen­
cia, viéndola por el contrario co m o una aquiescencia innecesaria (o
sólo necesaria com o es necesaria la historia) a, perm ítasem e decir,
una postura m iserable, postura que Em erson llam a de apocad o y de
deshacerse en disculpas. S ólo reivindicaré, sin citar evidencia textual
(principalm ente los contextos del ensayo de Em erson en los que
aparece la palabra «vergüenza» y sus inflexiones), que la terapia pro­
puesta estriba en llegar a sentirse avergonzados de nuestra vergüen­
za; en encontrar nuestra postura de avergonzados m ás vergonzosa
que cualquier otra cosa a la que dicha postura pudiera estar reaccio­
nando. Podríam os decir que Em erson pide m ás, no m enos, auto-
conciencia; pero sería m ás acertado decir que lo que Em erson m ues­
tra es que la auto-conciencia no es el problem a que aparenta ser. Ella
m ism a (o nuestra concepción de la m ism a) depende de nuestra p o s­
tura miserable.
Pero en realidad todo lo dicho hasta aquí sobre la existencia, pree­
xistencia y cosas sim ilares podría depender de la postura m iserable
— incluyendo, claro está, nuestra concepción de postura miserable. En
un pasaje, Em erson denom ina de varios m odos esta m ala postura: m i­
rar furtivamente, o de soslayo, o a escondidas «con el aire de un niño
de la beneficiencia, un bastardo, o un intruso, en el m undo que existe
por sí m ism o»; en otro pasaje, caracteriza la conducta de los hombres
com o si sus actos fueran multas que pagan «en expiación por no pasar
revista cada día», conducta realizada «com o pidiendo disculpas por, o
dism inuyendo la importancia de, sus vidas en el m undo — com o los
inválidos y dementes pagan por una residencia cara. Sus virtudes son
penitencias». Esta visión de los seres hum anos en posturas de perpetua
penitencia y autom ortificación recordará a los lectores de Walden las
primeras páginas de este libro (por no m encionar La genealogía déla mo­
ral de Nietzsche).
La postura buena tiene, en «Auto-confianza» dos nom bres o m o­
dos principales: estar erguido y estar sentado. La idea que se esconde
detrás de am bos m odos es la de encontrar, tom ar posesión y quedarse
en un lugar. Lo que hay de bueno en estas posturas es cualquier cosa
que las haga necesarias para el reconocim iento, o apropiación, de la
existencia individual, necesarias para la capacidad de decir «yo». Que
para esto se necesita atrevimiento es lo que representa estar de pie er­
guido; que para esto se necesita reivindicar lo que pertenece a uno
y negar lo que no le pertenece, es lo que representa estar sentado. Es­
tar sentado es, pues, la postura de estar en el m undo com o en casa (no
mirar furtivamente, de soslayo, a escondidas, o, com o tam bién dice
Em erson, haciendo inclinaciones), la postura de ser dueño o de tom ar
posesión. Este perfil de la postura de estar sentado se traza tam bién en
Walden, al principio del segundo capítulo («D onde viví y para qué»),
donde lo que Thoreau llama adquirir propiedades es lo que la mayoría
consideraría pasar de largo. Resistiéndome a la tentación de seguir los
recodos de estos senderos, los contrapongo sin m ás dilación a la obser­
vación de que al no atrevernos a decir algo lo que en su lugar hacem os
es citar.
En todo esto hay una especie de brom a que apela de m od o es­
pecial a las sensibilidades contem poráneas. Escribe Em erson: «El
hom bre no se atreve a decir... sino que cita.» Pero puesto que en ese
m om en to cita a Descartes, ¿no está con fesan do que tam bién él no
puede decir sino sólo citar? ¿H em os de concluir, pues, que Em erson
se retracta de, o desbarata (o algo similar), toda la idea directriz de
«A uto-confianza»? ¿O está sugiriendo m ás bien que hem os de supe­
rar la distinción binaria entre decir y citar, reconociendo que cada
uno de estos dos extrem os es siem pre las dos cosas a la vez, o que su
diferencia es indecidible? Esta diferencia me parece que es, grosso
modo, la diferencia que existe entre lo que Thoreau llam a la lengua
m aterna y la lengua paterna, y p or tanto quizá equivalga a la diferen­
cia entre el lenguaje y lo literario. Y siendo así que yo considero la
diferencia entre decir y citar co m o una diferencia de postura, la pro­
puesta de indecidibilidad m e produce la im presión de estar asu­
m iendo una postura, y una postura m iserable. Im agino que alguien
me dirá que la diferencia entre posturas participa de la m ism a inde­
cidibilidad. M i respuesta es que cabe decidir decirlo así. M i decisión
es la otra. (Y me veo asistido en mi decisión p or la intuición de que
cabe entender una observación m uy influyente de Freud del siguien­
te m od o : D on de quiera que el pensam ien to arraigue en mí, allí
arraigaré yo m ism o.)
La brom a de Em erson, al sugerir que decir es citar, condensa va­
rias ideas. Primera, el lenguaje es una herencia. Las palabras existen
antes de que exista yo; son com unes. Segunda, la cuestión de si yo
las digo o las cito — si las digo de primera m ano o de segunda m ano,
p on gám oslo así— que significa la cuestión de si estoy pensan do o
im itando, es la m ism a que la de si yo existo o no co m o ser h um ano
y constituye un asunto que exige prueba. Tercera, el escrito, del que
form a parte la brom a, es una expresión de la prueba de decir «yo», en
consecuencia de la reivindicación de que la escritura es un asunto,
llámese decisión, de vida o m uerte, y de que esto es lo que viene a ser
la herencia del lenguaje, una posesión de las palabras, que no las re­
tira de la circulación sino que por el contrario las restituye, co m o si
dijéram os, a la vida.
Q ue la reivindicación de la existencia requiere devolver las palabras
al lenguaje haciéndolas, por decirlo así, com unes a todos nosotros, vie­
ne sugerido en la cuarta sentencia de «Auto-confianza»: «Creer tu pro­
pio pensamiento, creer que lo que es verdad para ti en tu corazón pri­
vado es verdad para todos los hombres — eso es el genio.» (U no de los
senderos que se originan en estas palabras conduce a la transform ación
de la idea romántica de genio: el genio no es un talento especial, com o
el virtuosismo, sino una actitud firmemente sostenida hacia cualquier
talento que uno descubra ser suyo, com o si la vida m isma fuera un
don, y un don extraordinario.) En consecuencia, genio es el nom bre
de la prom esa de que lo privado y lo social habrán de conseguirse con­
juntamente, y por tanto el nom bre de la percepción de que nuestras vi­
das transcurren ahora en ausencia de ambos.
Así pues, Em erson dedica su escritura a esa prom esa cuando dice:
«A bandono padre y madre, m ujer y herm ano cuando mi genio me lla­
ma. M e gustaría escribir en los dinteles de las puertas, Capricho.» (No
voy a repetir lo que he dicho en otro lugar sobre la marca Capricho
que Emerson inscribe en lugar de D ios, reivindicando así para su escri­
tura, en general, el poder de alejar al ángel de la muerte.) El punto que
quiero subrayar ahora es, tan sólo, que el poder de dar vida que tienen
las palabras, la capacidad de decir «yo», es la disposición a som eter el
propio deseo a las palabras (llámese a esto Capricho), la disposición a
hacerte inteligible, sin garantía alguna de que serás entendido. («Espe­
ro que, al final, sea algo mejor que un Capricho, pero no podem os pa­
sar el día dando explicaciones.») Esta dedicación de Em erson estriba
en la fantasía de descubrir la voz propia, de m o d o que los otros, en­
tre ellos padres y m adres, puedan abandonarte. Sem ejante dedica­
ción efectúa una tom a de postura hacia, o constituye una respuesta
a, el lenguaje com o tal; com o si las palabras, en general, de la m ayo­
ría de los hom bres clamaran por su redención: «La conform idad los
hace falsos no en algunos casos particulares, autores de algunas men­
tiras, sino falsos en todos los casos particulares... de m odo que cada
palabra que dicen nos m ortifica y no sabem os por dónde em pezar a
corregirlas.»
C itar la autoría com o oficio de todos los usuarios del lenguaje,
algo tan com únm ente distribuido com o el genio, constituye la justi­
ficación m ás clara para entender la realización o reconocim iento de
la propia existencia com o algo de lo que som os autores, y en particu­
lar para entender lo que cabría considerar las principales reivindica­
ciones que hace Em erson de su escritura: prim era, que dicha escritu­
ra prueba su existencia hum ana (v.gr., establece su derecho a decir
«yo», a hablar de sí m ism o a, y distinguirse de, los otros); segunda,
que lo que él ha p robado por su parte, los otros son capaces de ha­
cerlo por la suya.
Estas reivindicaciones coinciden en un enunciado tal com o «H abla­
ré por la humanidad», que, habremos de reconocer, indica cierto núme­
ro de senderos: que la escritura de Emerson constituye una postura er­
guida; que lo que dicha escritura dice representa lo hum ano, significan­
do con ello tanto que el perfil que ofrece de sí m ism o es acertado sólo
en la medida que sea el perfil de sus camaradas com o que él escribe en
nom bre de ellos (tanto com o se encuentran ahora com o lo que represen­
tan para el futuro, lo que la humanidad puede llegar a ser); que en el pre­
sente soportará la humanidad, cargará con ella, tal y com o es; y que se
mantendrá de pie por ella, que la protegerá, la defenderá, presumible­
mente contra sí misma. Pero proteger y defender a alguien escribiendo
por y para ese alguien significa proporcionarles enseñanza, instrucción.
En este punto, un sendero que no voy a seguir arranca de la frase
de Em erson «La sabiduría primordial com o intuición», a la que añade
«Todas las enseñanzas posteriores son instrucciones». H ago notar este
sendero para recordar la irritación que me produce tener que soportar
la repetida y conform ista descripción de Em erson com o un filósofo de
la intuición, descripción que uniform em ente deja de añadir que al m is­
m o tiem po es un maestro de la instrucción, com o si hablar de todas las
enseñanzas posteriores com o instrucciones fuera una devaluación de
dichas enseñanzas en lugar de una dirección para derivar su necesario
valor. Considérese la llamada de su genio com o un nom bre de la intui­
ción. Marcar su puerta con Capricho era la instrucción de la intuición;
el cum plim iento de la obligación de hacer constar la llamada, o acce­
so, del genio; de la obligación de correr el riesgo (o, com o lo dice T ho­
reau, de incubar el riesgo) de anotar qué te ocurre a ti, de hacer esa ocu­
rrencia notable, observable, pensable — de someterse uno m ism o,
com o he dicho, a la inteligibilidad.
¿C ó m o podríam os probar la reivindicación que hace la escritura
de Em erson de constituir una realización sem ejante, su reivindica­
ción de realizarse o reconocerse, de cargar con su existencia, o en pa­
labras de Nietzsche, o m ejor de Zarathustra (que supongo son m ás o
m enos una cita de las de Em erson), m ostrar que Em erson «n o dice
“y o”, sino que ejecuta “y o”» («De los detractores del cuerpo», pág. 369)?
(La mera com plicación de la auto-referencia, que constituye to d o el
repertorio de ciertos m odernizadores, tal vez no sea m ás que el ru­
m or de m i existencia.) ¿D e qué otro m od o podríam os probarlo sino
dejando que la propia escritura nos enseñe có m o hacerlo, palabra
por palabra?
El ensayo «A uto-confianza», en su con jun to, ofrece una teoría
— m e gustaría que supiéramos cóm o poder llamarla una estética— de
la lectura. Sus primeras palabras son «Leí el otro día», y cuatro párrafos
antes de citar el cogito Em erson hace la siguiente observación, «N ues­
tra lectura es mendicante y servil», lo que viene a decir que nos ve le­
yendo del m ism o m odo que nos ve haciendo cualquier otra cosa.
¿C ó m o leer su teoría de la lectura para aprender a leerle a él? Tendría­
m os que comprenderla ya para llegar a comprenderla. En otro lugar
me he referido a este extremo com o la paradoja (aparente) de la lectu­
ra; del m ism o m od o podría llamarse la paradoja de la escritura, pues­
to que de una escritura propuesta con tales am biciones cabe decir
que sólo después que haya cum plido su función de crear un escritor
(lo que puede equivaler a desechar o librarse de voces) sabrem os qué
sea escribir. Pero nunca se sabe. Q uiero decir que nunca se sabe cuán­
do alguien aprenderá la postura, por y para sí m ism o, que dé sentido
a un cam po de actividad, sea éste la escritura o la danza, pasar el ba­
lón, sentarse ante un teclado, o hacer asociaciones libres. Así pues, el
sentido que la paradoja expresa es que no com pren dem os có m o se
produce sem ejante aprendizaje. Lo que ahora querem os aprender es
nada m enos que si Em erson existe, y en consecuencia si podría exis­
tir para nosotros; si, para empezar, su escritura ejecuta el cogito que él
predica.
Em erson reivindica explícitam ente que su escritura lo hace,
co m o ha de hacerlo él. Pero antes de constatar sem ejante extremo,
perm ítasem e detenerme un p oco más en este nuevo e im portante
sendero, o ram ificación de senderos: la teoría de la lectura que ofre­
ce el ensayo, por tanto de la escritura o del habla, por tanto del ver y
oír. La teoría, cosa que no resulta extraña, es una teoría de la com u­
nicación, por tanto de la expresión, p or tanto del carácter — carácter
concebido, com o siempre lo concibe Em erson, com o algo que desig­
na a la vez al individuo hum ano y al lenguaje h um ano, co m o si és­
tos fueran caras el uno del otro. El aspecto de la teoría que se refiere
a la escritura se com pendia en la siguiente observación: «El carácter
nos enseña por encim a de nuestras voluntades. Los hom bres se im a­
ginan que com unican su virtud o vicio sólo m ediante su acción evi­
dente, y no com prenden que la virtud o el vicio em iten un aliento en
todo m om ento.» El aspecto de la teoría que se refiere a la lectura se
com pendia en: «H ablar de confianza es una form a externa y pobre
de hablar. Aquel que tiene más obediencia que yo m e dom ina, aun­
que no levante su dedo.»
Por lo que al aspecto de la lectura se refiere, la idea de dom inar
a Em erson no significa exactam ente controlarle (aunque habría que
relacionarla con la idea de supervisarle), sino que m ás bien tiene que
ver con llegar a dom inarle co m o se dom in a un texto difícil, o un
instrum ento o una práctica. Q ue este dom in io se consigue m edian­
te la obediencia, es decir, m ediante una m anera de escuchar, relacio­
na este proceso con la dedicación de Em erson a su escritura com o
algo que delim ita la llam ada de su genio, lo que, para em pezar, es ca­
paz de anotar co m o Capricho. D e lo que se sigue que dom inar su
texto es una cuestión de discernir el capricho del que surge palabra
p or palabra dicho texto. Por lo que se refiere al aspecto de la escritu­
ra, la idea de com unicar entendida co m o transm itir un aliento en
to d o m om en to (com o si un riesgo natural de escribir fuera transm i­
tir enferm edades) significa que con cada palabra que un o profiere se
dice m ás de lo que un o sabe que dice (la idea gentil de Em erson
aquí es que un o no puede oler su p rop io aliento), lo que en parte
significa que un o no sabe en ese m om en to hasta qué p un to su decir
es citar.
(Permítaseme atraer la atención sobre otro sendero que no voy
a tom ar ahora, sendero p o r el que un o se hace exquisitam ente co n s­
ciente de los m otivos de la estim a en que tenía N ietzsche la escritu­
ra de Em erson. E stoy pen san d o ahora en el Ecce H om o de N ietz­
sche, un libro sobre la escritura que lleva el subtítu lo de Cómo se lle­
ga a ser lo que se es. El prefacio del libro se abre con la declaración
del autor de que le parece in dispen sable decir quién es él, porque
en su con versación con la gente culta ha llegado a convencerse de
que no está vivo; el prefacio con tin ua reivindicando, o am o n están ­
d on o s, que leerle es respirar un aire recio. Y la prim era parte de este
libro, «Por qué soy tan sabio», se cierra diciendo que uno de los ras­
gos de su autor que le crea dificultades en el trato con los otros es
la extraña irritabilidad de su instinto de lim pieza: huele lo m ás re­
cón dito, las entrañas, de las alm as [principio de la § 8 de la parte
prim era].)
A sí pues, la pregunta que pretende contestar la teoría de Em er­
son sobre la lectura y escritura no es «¿Q ué significa un texto?» (y
en consecuencia, es posible que no se desee llam arla una teoría de
la interpretación), sino m ás bien «¿C ó m o se explica que un texto en
el que estam os interesados de cierta form a (interés que quizá se ex­
prese en nuestra atracción a leerlo con esa obediencia que produce
dom in io) invariablem ente dice m ás de lo que sabe su escritor, de
m o d o que escritores y lectores escriben y leen m ás allá de sí m is­
m os?», lo que cabría resum ir del siguiente m o d o : «¿Q ué es lo que
sabe un texto?» o en térm inos de E m erson «¿C u ál es el genio del
texto?».
Al llegar aquí, hago observar lo que m e sorprende co m o un
pun to de contacto positivo y fecun do con lo que m e parece haber
entendido, por ahora, de las prácticas de D errida y Lacan. Es p o si­
ble que a otros les parezca que m i p un to de con tacto con estas prác­
ticas no es positivo si, p or ejem plo, entienden que dicho contacto
im plica que lo que he llam ado el genio del texto, tal vez debería de­
cir la m otivación de su p roducción , es fatal para, o incom patible
con, la idea m ism a de autor y de la intención del autor. Esta in com ­
patibilidad debería parecer p oco verosím il, puesto que tanto el ge­
nio co m o la intencionalidad tienen que ver con la inclinación, y
p or tanto con el interés en algo y con la postura. A ustin, durante
una discusión de sem inario que tuvo lugar en H arvard en 1955,
com paraba el papel de la intencionalidad con la función que cum ­
plían las luces delanteras (¿del casco de un m inero?, ¿de un au tom ó­
vil?). (Este m aterial se publicó bajo el título «Tres m aneras de derra­
m ar tinta».) U na de las im plicaciones en la que A ustin p od ía estar
pensan do es que dirigirse a cierto lugar (hacer algo in ten cion ada­
m ente) no sucede, p or lo general, colgándose un par de faros de los
hom bros, sentándose en un sillón, asiendo con las m anos un volan ­
te suelto, e im aginándose un pun to de destino. (A unque ésta no es
una situación m uy diferente a las situaciones en las que se encuen­
tra W. C . Fields.) H acen falta m uchas m ás cosas — otros m ecanis­
m os y sistem as (de transm isión, gasolineras, eléctricos, carreteras,
las industrias que producen y son producidas p or cada una de estas
cosas, etc.)— para que los faros delanteros y el m ecanism o de direc­
ción hagan su trabajo, incluso para ser lo que son. A unque algunos
teóricos hablen com o si la intención fuera to d o lo que hay en el sig­
n ificado, ¿constituye eso una razón plausible para que otros teóri-
eos rivales afirm en que la intención no es nada, que no cuenta para
nada en el significado? ¿Es W. C . Fields nuestra única alternativa a
H u m pty D u m p ty ?1.
Pero lo que yo quería era establecer el enunciado explícito, o ejecu­
ción, de su cogito por parte de Emerson. En el párrafo octavo escribe:
«Por escasos y humildes que puedan ser mis dones, yo realmente soy,
y no necesito de ningún testim onio secundario para mi propia seguri­
dad o la seguridad de mis cam aradas.» Y al principio del m ism o párra­
fo había dicho: «M i vida es p or sí m ism a y no para el espectáculo...
Busco la evidencia prim aria de que alguien es un hom bre, y rechazo
la apelación a sus actos p or parte del hom bre.» Y dos párrafos más
adelante hará la siguiente prom esa: «Pero haz tu trabajo, y yo te co­
noceré.»
Al rechazar la evidencia de las acciones, o digam os de la conducta,
Em erson está rechazando de antem ano, por decirlo así, la inutilidad de
la filosofía empirista para probar la existencia de otras mentes por ana­
logía con el caso de la mente propia, analogía que esencialmente im ­
plica la apelación a la conducta de los otros (y su sem ejanza con la
nuestra) com o todo lo que podem os conocer de ellos con certeza.
¿Pero cóm o evita e im pugna Em erson la figura contra la que se estrella
una y otra vez semejante im pulso filosófico, a saber la figura según la
cual no podem os tener directa o literalmente las experiencias de los
otros, no podem os tener lo que Em erson aparentemente llama «evi­
dencia primaria» de la existencia de los otros? La respuesta de Em erson
a esta pregunta está contenida en lo que he llam ado su prom esa: «Pero
haz tu trabajo, y yo te conoceré.» Tu trabajo, lo que tú tienes que ha­
cer por tu parte, queda ejemplificado, cuando te enfrentas a las pala­
bras de Em erson, en la lectura de esas palabras — lo que significa do­
minarlas, obedecerlas y en consecuencia seguir su ejem plo: someterte
a ellas com o lo ha hecho el escritor en la tarea de realizar su existencia

1 Al unir la tolerancia de las convenciones por parte de W. C. Fields con la reivindi­


cación de Humpty Dumpty de ser dueño, mediante sus deseos, de lo que signifiquen las
palabras (y de concebir su destino), descubro que no he olvidado un suceso que tuvo lu-
gar durante las discusiones de mi «Must We Mean What We Say?» el día de su lectura
en 1957 (se da la coincidencia de que fue en Standford). Contra una determinada reivin­
dicación de mi escrito, cierto filósofo mencionó la concepción del significado (por de­
signación) de Humpty Dumpty como obviamente, dicho esto con toda solemnidad, la
concepción correcta. Esta fue la primera vez, creo, que constaté la posibilidad de que la
parodia ya no sea un tono intelectual distinguible, puesto que ya no podemos confiar en
que nada nos sorprenda en común como vergonzoso.
al decirlas. La prueba de que las has seguido, de acuerdo con la prom e­
sa de Em erson, es que tú m ism o te descubrirás conocido por ellas, te
aceptarás en ellas. Se trata de lo que Thoreau llama condena: ser con­
denado por sus palabras, leído por ellas, sentenciado. Reconocer que
soy conocido por lo que este texto sabe no significa asentir a él, en el
sentido de creer en él, com o si se tratara de un puñado de asertos o
com o si contuviese una doctrina. Ser conocido por el texto es encon­
trar en él un pensam iento que se te enfrenta. Eso probaría que en él
hay la autoría de una existencia hum ana. ¿Pero cóm o probar que uno
está pensando? ¿C ó m o mostrar tu condena?
U na de las posibilidades que ofrece Em erson es la siguiente: «La
virtud de pedir m ucho es conform idad. La auto-confianza es su aver­
sión.» Esto casi dice, y casi viene a significar, que la existencia se descu­
bre en la conversión, convirtiéndose a ella, que pensar es una especie
de transform ación completa de uno m ism o. Pero lo que directamente
dice es que el m undo de la conform idad debe transformarse por lo que
Em erson dice com o el propio Em erson debe transformarse por ello y
que debido a que, mientras vivam os, este proceso no tiene fin — es de­
cir, debido a que nunca som os en últim o término m utuamente li­
bres— la vida de su lector con él será una transform ación, y un volver
a transformarse, por sus palabras, un avance desde y por ellas. En «D es­
tino» Em erson llamará «antagonism o» a semejante aversión: «El hom ­
bre es un asom broso antagonism o», dice en este ensayo. Y puedo dar
testim onio de que cuando se deja de luchar con las palabras de Em er­
son se hacen insoportables.
¿Pero por qué insiste la auto-confianza en que conocerá a su otro,
incluso en que creará a su otro, lo que significa ser el autor de la auto-
autorización del otro? Porque resulta que conseguir la seguridad, com o
lo ha form ulado Descartes, de que yo no estoy solo en el m undo ha
venido a requerir que yo permita ser conocido. (He llam ado a este re­
quisito someterse uno m ism o a la inteligibilidad, o, digam os, legibili­
dad.) ¿Pero no equivale todo esto a pedir la cuestión de si existen otros
ahí que lleven a cabo semejante conocim iento?
Yo diría que lo que hace es m ás bien ordenar la cuestión. Puede en­
tenderse que lo que dice la fantasía de estar solo en el m undo es que la
salida de la soledad, o auto-absorción, ha de producirse sin la seguridad
de los otros. (No, quizá, sin su ayuda.) «N o viene nadie» constituye
una tragedia para un niño. Para un adulto, significa que ha llegado el
m om ento de que uno m ism o sea quien vaya prim ero (ofrecerse, per­
mitir que uno m ism o sea, digam os, conocido). Según esta manera de
pensar, la política debía haber proporcionado las condiciones para la
com pañía, llámese fraternidad; pero el precio de la compañía ha sido
la supresión, no la afirmación, de la otredad, es decir de la diferencia y
m ism idad, llámese a estas últimas libertad e igualdad. U na de las mi­
siones del pensam iento de Em erson es no dejar que la política olvide
esto.
Al declarar que su vida no es para el espectáculo sino por sí misma,
Em erson no niega que su vida sea un espectáculo, m odulando y entre­
tejiendo de este m odo sus temas recurrentes de ser visto, de la vergüen­
za y de la conciencia. U na última cita sobre estos temas nos servirá
para relacionar «Auto-confianza» con «El dem onio de la perversidad»
de Poe.
En su quinto párrafo Em erson dice: «Es com o si el hombre estu­
viera encarcelado por su conciencia. Tan pronto com o ha actuado o
hablado una vez brillantemente se convierte en una persona com pro­
metida, m irado por la simpatía o el odio de cientos, cuyos afectos debe
ahora tener en cuenta. N o existe ningún Leteo para esto.» La idea es
que nos hem os convertido en seres permanente e inolvidablemente vi­
sibles los unos para los otros, en un estado de teatro perpetuo. Prescin­
dir de la conciencia, suponiendo que fuera posible, sólo serviría por
tanto para distraernos del hecho de nuestro confinam iento m utuo
bajo nuestra recíproca vigilancia. La solución debe estar, pues, en cam ­
biar lo que m ostram os, lo cual exige volverse aún más vigilantes res­
pecto a aquello de lo que som os conscientes y cam biar nuestra postu­
ra hacia ello.
Por ejem plo: «U n hom bre debería aprender a detectar y mirar ese
destello de luz que atraviesa su mente desde dentro, más que el brillo
del firm am ento de los bardos y sabios. Sin embargo, el hom bre recha­
za sin advertirlo su propio pensam iento, porque es suyo. En cada obra
del genio reconocem os nuestros propios pensam ientos rechazados; di­
chos pensam ientos regresan a nosotros con cierta majestad enajenada.»
Descubro aquí una especificación de encontrarme yo m ism o conoci­
d o en este texto; en él, ciertos pensam ientos míos rechazados parecen
efectivamente regresar con lo que estoy dispuesto a llamar una majes­
tad enajenada (incluyendo la idea m ism a de m is pensam ientos re­
chazados). C ab e presum ir, pues, que este escritor ha conseguido no
rechazar sus propios pensam ientos sino ponerlos juntos, m antener­
los en exhibición para pasarles revista, bajo la atención. («La instruc­
ción» habla de m odo diferente acerca del vigilarse; y del no vigilarse.)
Sin embargo, Em erson habla de ser adulto dentro de las circuns­
tancias de la obediencia civilizada (o incivilizada) descritas por él, de
m odo que dice todo lo que dice encarcelado por su conciencia — una
década antes, Thoreau había sido encerrado en prisión, y por la m isma
razón, por obedecer a cosas rechazadas. ¿C ó m o es liberado de esta cár­
cel? Si, para seguir con las palabras de Em erson, hubiera Leteo para
nuestra esclavitud de la atención de los otros, de su sim patía u odio, ex­
presaríamos opiniones que serían «vistas no com o privadas sino com o
necesarias, penetrarían com o dardos en los oídos de los hom bres y les
darían m iedo» — es decir, mi visibilidad aterrorizaría entonces a quie­
nes me miran, y no al revés, y mi privacidad ya no mostraría confina­
miento sino, por el contrario, las condiciones necesarias de la libertad.
Pero mientras no sepam os que se han alcanzado estas condiciones, el
escritor no puede saber si yo soy conocido en sus expresiones, y en
consecuencia no puede saber si él y yo hem os asum ido nuestras exis­
tencias separadas. Por tanto, el escritor, al ofrecer la seguridad de su
prom esa de conocer mi existencia, no puede dejar de saber que él sólo
está asum iendo mi existencia y su papel en la afirm ación de la misma,
y en consecuencia quizá quitándose de encima la carga de la prueba y
seguir esperando que yo le libere a él de la prisión de su conciencia, la
conciencia de la conciencia de los otros. ¿C uán do se puede dar por ter­
minada la escritura?

Que podam os interpretar, según lo dicho, que «Auto-confianza»


presenta la escritura com o un mensaje desde la prisión, es lo que cons­
tituye su íntima conexión con el «El demonio/Zm/'/ de la perversidad»
de Poe. (La idea de semejante mensaje tiene, desde luego, más conexio­
nes — p or ejem plo, con E l contrato social de R ousseau, cuya prim era
línea, «El hom bre nace libre y en todas partes se encuentra encade­
nado», alude a una condición de la que el escritor no puede eximir su
escritura, particularmente si la interpretación que hace del encadena­
miento de su escritura es que ésta constituye un paso hacia la libertad
que, por su intuición de las cadenas, se ve obligada a imaginar.) Ahora
apenas puedo hacer algo más que ofrecer algunas directrices sobre
cóm o entiendo que debería, o en todo caso podría, leerse el cuento de
Poe. Esto es así porque la validación de tal lectura exige, desde el prin­
cipio hasta el final, tomarse el tiem po necesario para medirse uno mis­
m o con sus reivindicaciones. Dichas reivindicaciones tienen que ver,
en general, con el sonido de la prosa de Poe, con lo que Em erson y
Nietzsche llamarían su aire o su olor. El cuento de Poe consiste esen­
cialmente en el aliento que despide.
El sonido de la prosa de Poe, de su inagotable y perversa brillantez,
es extrañamente similar al sonido de la filosofía com o queda estableci­
da en Descartes, com o si la prosa de Poe fuera una parodia de la prosa
filosófica. Lo que me sorprende de los cuentos de Poe es que en ellos
se encuentra elaborada la idea de que la filosofía, si más no en el pre­
sente, existe sólo com o una parodia de la filosofía o m ejor com o algo
indistinguible de la perversión de la filosofía, com o si el derrocamien­
to del reino de la razón, la razón para cuyo establecimiento nació la fi­
losofía, no fuera sólo la tarea de, digam os, la poesía sino que ahora
constituye abiertamente el genio o la m isión de la propia filosofía.
C o m o si la tarea de desmantelar la razón fuera la tarea de reconcebir-
la, de practicar una transformación o inversión de lo que entendem os
por pensam iento y por tanto de lo que entendem os por el estableci­
m iento del reino del pensamiento. U n efecto natural de leer semejan­
te escritura es sentirse inseguro sobre si el escritor es completamente se­
rio. M e atrevo a decir que el propio escritor podría no sentirse seguro,
lo que quizá constituya una buena señal de que la escritura está hacien­
do su trabajo, siguiendo su propio curso. Entonces, la brillantez pecu­
liar de Poe estriba en haber descubierto un sonido, o la condición, de
la inteligencia en el que ni lector ni escritor saben si están filosofando,
si están pensando con alguna finalidad. Esto constituye un esclareci­
m iento, un esclarecimiento filosófico, sobre la filosofía: a saber, que es
tan difícil dejar de filosofar com o lo es empezar. (En palabras de Witt­
genstein, tan difícil com o llevar la filosofía al descanso [§ 133]. La m a­
yor parte de la gente que conozco preocupada por la filosofía o bien
no ven esto com o un problem a filosófico o bien no creen que tenga
solución.)
U n a forma conveniente de establecer el sonido de los cuentos de
Poe es yuxtaponer las primeras sentencias de «El gato negro» a algunas
de las primeras sentencias de las Meditaciones de Descartes. Aquí están
las de Descartes:

He advertido hace ya algún tiempo que, desde mi más tempra­


na edad, había admitido como verdaderas muchas opiniones falsas,
y que lo edificado después sobre cimientos tan poco sólidos tenía
que ser por fuerza muy dudoso e incierto... Habiéndome procurado
reposo seguro en una apacible soledad, me aplicaré seriamente y con
libertad a destruir en general todas mis antiguas opiniones... Todo lo
que he admitido hasta el presente como más seguro y verdadero,
lo he aprendido de los sentidos o por los sentidos; ahora bien, he ex­
perimentado a veces que tales sentidos me engañaban, y es pruden­
te no fiarse nunca por entero de quienes nos han engañado una
vez... Pero aún dado que los sentidos nos engañan a veces... acaso
hallemos otras muchas cosas de las que no podemos razonablemen­
te dudar... como, por ejemplo, que estoy, sentado junto al fuego,
con una bata puesta y este papel en mis manos, o cosas por el estilo.
Y ¿cómo negar que estas manos y este cuerpo sean míos, si'no es po­
niéndome a la altura de esos lunáticos... que se imaginan que su ca­
beza está hecha de barro, o que son calabazas, o tener el cuerpo de
vidrio?... Con todo, debo considerar aquí que soy hombre y, por
consiguiente, que tengo costumbre de dormir y de representarme en
sueños las mismas cosas que esos lunáticos se imaginan cuando es­
tán despiertos... Veo de un m odo tan manifiesto que no hay indi­
cios concluyentes ni señales que basten a distinguir con claridad el
sueño de la vigilia, que acabo atónito, y mi estupor es tal que casi
puede persuadirme de que estoy durmiendo.

Escuchem os ahora a Poe:

N o espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple


relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuan­
do mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco, y
sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisie­
ra aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de
manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de epi­
sodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han ate­
rrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no
intentaré explicarlos.

La yuxtaposición funciona en am bas direcciones: haciendo paten­


te tanto la brillantez de Poe (y lo que es m ás, su son argumentativo)
com o la calma escalofriante, perversa, de Descartes (habida cuenta de
los temas que la luz de su razón examina), el aire de un demente escri­
biendo su diario.
Adem ás, las Meditaciones aparecen en el contenido de «El dem onio
de la perversidad» de m odo tan indeleble, según mi opinión, com o en
«Auto-confianza». Antes de hacer notar cóm o, voy a describir breve­
mente este cuento m enos fam oso. El cuento se divide en dos partes,
cada una de las cuales consta aproxim adam ente de ocho párrafos. La
prim era m itad, com o dice Poe refiriéndose a ciertos cuentos de
H aw thorne, no es un cuento en absoluto, sino un ensayo. El ensa­
yo arguye a favor de la existencia de la perversidad com o una facultad
o sentimiento del alma que es radical, prim itivo e irreductible, la ten­
dencia a hacer el mal por el m al m ism o, incitándonos a actuar por la
razón de que no deberíam os hacerlo — algo que le parece haber sido
pasado por alto por los frenólogos, moralistas, y en gran m edida «por
toda la metafísica», debido a la pura arrogancia de la razón. Esta frase,
«la pura arrogancia de la razón», indica, así me suena, que Poe está es­
cribiendo una Crítica de la arrogancia de la razón pura — com o si esta
tarea, incluso después de Kant, estuviera esencialmente incom pleta,
incluso por empezar. (Esta caracterización no es incom patible con la
interpretación de Poe com o psicólogo, sino sólo con cierta idea de qué
sea la psicología.) La segunda m itad de «El dem onio de la perversidad»,
que nos cuenta el cuento propiam ente dicho, empieza así:

He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a vues­


tra pregunta, puedo explicaros por qué estoy aquí, puedo mostraros
algo que tendrá, por lo menos, una débil apariencia de justificación
de estos grillos y esta celda de condenado que ocupo. Si no hubiera
sido tan prolijo, o bien no me hubierais comprendido, o, como la
chusma, me hubierais considerado loco. Ahora advertiréis fácilmen­
te que soy una de las innumerables víctimas del demonio de la per­
versidad.

Puesto que nosotros no hem os sido descritos com o alguien que


hace una pregunta, o tiene una por hacer, la explicación del narrador
insinúa que deberíamos preguntarnos sobre su presencia allí; de este
m odo, plantea más preguntas de las que formula.
El cuento resulta ser un tema de Poe sobre el asesinato de alguien
deliberadamente perpetrado por el m otivo aparente de heredar su for­
tuna, una hazaña que pasa inadvertida hasta que algunos años más tar­
de el escritor perversamente se traiciona. Respecto a los m edios del ase­
sinato: «Sabía que mi víctima tenía la costum bre de leer en la cama...
Sustituí, en el candelero de su dorm itorio, la vela que allí encontré por
otra [envenenada] de fabricación propia.» La autotraición se produce
cuando, com o dice él, «me arresté yo m ism o en el m om ento». El m o­
m ento en cuestión es el acto de murmurar, casi en voz alta, «estoy a sal­
vo», añadiendo luego «si no soy lo bastante tonto para confesar abier­
tamente». Pero «sentía un deseo enloquecedor de gritar con todas mis
fuerzas... pues, ay, yo sabía bien, dem asiado bien, que pensar, en mi si­
tuación, era estar perdido... Salté com o un loco por las calles atestadas.
Al fin, el populacho se alarmó y me persiguió».
H oy día, cabe esperar poca resistencia por lo que respecta a la pri­
mera de mis indicaciones para leer «El dem onio» [«The Im p»]: tanto la
ficción del autoarresto del escritor, los grillos que lleva y la celda de los
condenados que ocupa, así com o la ficción de suministrar una bujía
envenenada para leer, son descripciones o fantasías de la escritura, m o­
deladas por la escritura que tenemos delante. N o existe, o al menos no
hace falta imaginar que exista, ningún encierro ni ningún crimen real
excepto el acto m ism o de la escritura. ¿Qué significado tiene fantasear
que las palabras son grillos y celdas y que leerlas, estar despierto a su
significado, o efecto, es envenenarse? ¿Se nos está diciendo que escri­
tor y lector son víctimas el uno del otro? ¿O se trata de la sugerencia
de que para llegar a la verdad debe m orir algo tanto en el escritor com o
en el lector? ¿Rechaza o invita la escritura al ángel de la muerte?
Espero m ayor resistencia, o perplejidad, hacia la ulterior propuesta
de que la ficción de palabras por sí m ismas poco notables («estoy a sal­
vo»), pero que decirlas aniquila a quien las dice, especifica la reivindi­
cación «sabía bien, dem asiado bien, que pensar, en mi situación, era es­
tar perdido» — reivindicación que constituye una especie de negación
o perversión del cogito. En lugar de probarm e o conservarme, com o
ocurría en Descartes, pensar precipita mi destrucción. Un poco antes,
el narrador de Poe deja esto incluso m ás claro: «N o hay en la naturale­
za pasión de una impaciencia tan dem oníaca com o la de aquel que, es­
tremecido al borde de un precipicio, medita así arrojarse en él. Aceptar
por un instante cualquier atisbo de pensamiento significa la perdición
segura, pues la reflexión no hace sino apremiarnos a que lo evitemos,
y justamente por eso, digo, no podemos... nos arrojam os, nos destruimos.»
Si el Capricho que pone en juego «Auto-confianza» de Em erson con­
siste en decir «no pienso, luego no existo», el del dem onio de Poe con­
siste en decir «pienso, por tanto me destruyo». Esta conexión viene re­
forzada, en este breve pasaje, por las palabras «m edita» y «dem oníaca».
La inadvertida bujía de cera envenenada puede incluso estar en sustitu­
ción de, o aludir a, el ejem plo (de materialidad) más fam oso de las M e­
ditaciones, el pedazo de cera derritiéndose cuya identidad no puede de­
terminarse empíricamente, sino sólo por una concepción innata del
entendimiento. (El hecho de que en el cuento de Poe el acto de pensar
destruya alarm ando al populacho y volviéndolo contra el pensador, y
el hecho de que la perversidad se observe en la confesión de un cri­
men, y no en su ejecución — com o si confesión y ejecución fueran fi­
guraciones la una de la otra— , indican senderos de parodia y perversi­
dad que no puedo rastrear ahora. Q ue pensar nos delatará, que pensar
intrínsecamente traiciona al pensador — [thjinker— es uno de los te­
mas fundamentales de Walden. En el primer capítulo, «Econom ía», su
autor declara que lo que escribe debe «publicar alegremente mi culpa»
en cada carácter impreso. Dice esto después de im prim ir la lista de los
costes de lo que ha com ido durante un año. Es com o si su culpa fuera
precisamente mantenerse vivo [«ganarse la vida», dice Thoreau] en su
existir, tal y com o él existe, y conservarse, por ejem plo, escribiendo.)
Mi tercera sugerencia para leer el cuento de Poe es que la imagen
rectora que reúne las ideas que he citado y las pone en juego viene
dada en su título. El título indica e ilustra un hecho com ún sobre el
lenguaje, incluso invoca lo que cabría concebir com o una teoría emer-
soniana del lenguaje: la posesión del lenguaje com o sujeción de uno
m ism o a lo inteligible. El hecho del lenguaje que el título ilustra se re­
gistra en la serie de palabras con el prefijo «im p» que aparecen a lo lar­
go de los dieciséis parágrafos del cuento: impulso (varias veces), impeler
(varias veces), impaciente (dos veces), importante, impertinente, impercepti­
ble, imposible, no impresionante, encarcelado [imprisoned] y por supuesto la
palabra Imp (demonio). Adem ás, en inglés Imp. es una abreviatura de
imperativo, imperfecto, imperial, importe, imprimátur, impersonal, implemen­
tos, impropio y mejora [improvement]. Y también, Imp. es una abreviatura
de em perador y emperatriz. Ahora bien, si hablar del dem onio [imp]
de la perversidad es nom brar al dem onio en inglés, a saber en tanto
que sonidos iniciales de una serie de términos característicamente de
Poe, entonces hablar de algo llam ado perversidad que contiene sem e­
jante dem onio es hablar del lenguaje m ism o, en particular del inglés,
com o perverso. Pero ¿qué hay de perverso en el dem onio del inglés y
que en consecuencia presumiblemente sirve para hacernos dem onios,
en tanto que usuarios del lenguaje?
Bien pudiera ser que fuera el prefijo ini- lo que en principio se perci­
ba com o perverso, puesto que, al igual que el prefijo in-, tiene significa­
dos opuestos. C on adjetivos, el significado es el de negación o de un pri­
vativo, com o en immediate (inmediato), immaculate (inmaculado), imper-
fect (imperfecto), imprecise (impreciso), improper (impropio), implacable
(implacable), impious (impío), impecunious (indigente); con verbos, consti­
tuye una afirmación o intensificativo, com o en imprison (encarcelar) im-
pinge (afectar), imbue (imbuir), implant (implantar), impulse (impulsar),
implícate (implicar), impersonate (imitar). (No es imposible que per-verso,
aplicado al lenguaje, debiera interpretarse siempre con el significado de
poético.) En los casos ordinarios distinguimos bastante bien los aspectos
privativos e intensivos, pero en ciertas circunstancias (por ejemplo en los
sueños, donde según Freud las operaciones lógicas com o la negación no
pueden figurarse o registrarse sino que han de ser proporcionadas poste­
riormente por la interpretación del que sueña) podríamos confundim os
sobre si, por ejemplo, immuring (emparedar) significa poner algo dentro
de un muro o dejarlo fuera de uno, librarse de ello; o si impotencia signi­
fica falta de poder o un poder especial referente a algo especial, o si im­
plantar es dar o quitar vida a algo, o si impersonate (imitar) significa asumir
la personalidad de otro o no tener uno m ism o ninguna personalidad.
Pero el hecho o idea de las palabras con dem onio no es sólo una
función de esa secuencia de siete letras. «Los dem onios de las palabras»
es una expresión que podría designar cualquiera de las combinaciones
recurrentes de letras que com ponen las palabras de un lenguaje. For­
man parte de la manera en que las palabras tienen sus aspectos y soni­
dos familiares, y esta familiaridad depende mayormente de que no nos
percatamos de las partículas (o celdas) y sus leyes, que constituyen las
palabras y sus dem onios — depende de que no nos percatamos de sus
recurrencias necesarias, lo que quizá sólo quiera decir que la recurrencia
constituye la familiaridad. Semejante necesidad, la propiedad más fami­
liar del lenguaje que pueda haber — el que, para que haya lenguaje, las
palabras y sus celdas deben repetirse, com o si estuvieran engarzadas con
grillos a sus órbitas, el que el lenguaje es gramatical (para decir lo míni­
mo)— asegura la auto-referencialidad del lenguaje. C uando caemos en
la cuenta de estas celdas o moléculas, estas pequeñas moles de lenguaje
(quizá al pensar, quizá cuando estamos trastornados), lo que descubri­
m os son los dem onios de las palabras, los m ovim ientos iniciales, o tal
vez intermedios o finales, de las palabras, los orígenes o constituyentes
implantados de las palabras, viviendo sus propias vidas, m irándonos de
soslayo, invocándose mutuamente, abandonándonos, alarm ándonos
— porque darse cuenta de ellas es comprender que se encuentran ante
nuestros ojos, al alcance del oído, en todo m om ento.
Pero la perversidad del lenguaje, agenciándoselas sin, e incluso con­
tra, nuestro pensamiento y su autonomía, no es sólo una función de los
demonios necesariamente recurrentes de las palabras sino de la necesi­
dad que nosotros, hablantes del lenguaje (sus autores, o dem onios, o sus
emperadores y emperatrices), tenemos de significar algo en y por nues­
tras palabras, de desear decir algo, ciertas cosas en lugar de otras, de cier­
ta manera en lugar de otra, o también de esforzam os en evitar significar­
las. Llámense a todas estas necesidades los impulsos y las implicaciones
que hay cuando decimos nuestras palabras. C o m o en el caso de decir
«estoy seguro», que destruye la seguridad y desmiente lo que se dice, exis­
te un interrogante sobre si al hablar uno afirma o niega algo. En particu­
lar, en una escritura tal com o la de Poe, ¿el im pulso a la auto-destrucción,
a entregarse o traicionarse uno m ism o, aparece com o la única forma que
tiene el individuo de conservarse? ¿Y tiene éxito semejante procedimien­
to? ¿Ser autor consiste en la eliminación o en la apoteosis del escritor?
En el pasaje antes citado de «El gato negro», el escritor no habla de
hallarse sujeto con grillos en una celda, sino que llama escribir a su ac­
tividad; y puesto que la actividad que tiene entre m anos es la autobio­
grafía, se está escribiendo a sí m ismo. ¿Constituye esto una liberación
o un encarcelamiento? Esta cuestión queda reforzada cuando Poe con­
tinúa diciendo que no va explicar [expound] nada — es decir que no res­
catará nada (a sí m ism o, cabe presumir) de ningún lugar de encierro
[pound] o de la plum a. Pero esto puede querer decir que el escritor es­
pera ser explicado por el lector. ¿Significaría esto quitarse de encima la
carga de su existencia traspasándola a algún otro? ¿Y quiénes tendría­
m os que ser nosotros para poder llevar tal carga? ¿N o deberíamos tam ­
bién procurar libram os de ella? C oncediendo que tenemos necesidad
de reconocernos un os a otros, ¿no hay en esta m ism ísim a necesi­
dad una victimación m utua, victimación que nuestras capacidades de
m utua redención no pueden superar? ¿Es esto indecidible? ¿O decidir
esta cuestión es exactamente tan urgente com o decidir existir?

Intentaré acercarme a un final form ulando tres cuestiones sugeri­


das por los textos que he yuxtapuesto anteriormente.
Primera, ¿qué pronostica sobre las relaciones entre filosofía y litera­
tura que una pieza de escritura pueda verse com o algo que consiste en
lo que a todas luces es un ensayo filosófico precediendo, e incluso con­
virtiéndose en, un cuento ficcional — com o resulta ser el caso, en una
confesión ficcional desde la celda de una prisión? Para contestar esta
cuestión, sería necesario meditar sobre el párrafo, citado antes, en el
que Poe se desliza desde el ensayo al cuento, insinuando que hemos
dejado de hacernos una pregunta sobre el origen de la escritura y rei­
vindicando que sin el prefacio filosófico — es decir, sin engoznar ensa­
yo y cuento, filosofía y ficción— el lector podría, «com o la chusma,
haberme considerado loco», no advirtiendo que el escritor es «una de
las incontables víctimas del dem onio de la perversidad». Esta medita­
ción empezaría pues, o se centraría, en la idea de contar y, de hecho,
he em prendido semejante m editación, en circunstancias algo diferen­
tes, en la parte primera de L a reivindicación de la razón.
En ese libro interpreto las Investigacionesfilosóficas de Wittgenstein,
o su idea rectora de criterio, por tanto de gramática, com o algo que en
su calidad de respuesta al escepticism o proporciona los m edios por los
que los conceptos de nuestro lenguaje son conceptos de algo, y que
muestra qué significa tener conceptos, cóm o som os capaces de poner
juntos el m undo en palabras. La idea de criterio que subrayo es la de
que un criterio constituye una forma de contar algo com o algo, y jun­
to a esto coloco la idea de dar cuenta de y volver a contar, proyectan­
do así una conexión entre decir cóm o numerar o computar, y decir
com o relatar o narrar. La voz de Poe (o, si se prefiere, del narrador de
Poe) al hablarnos de m odo tan fundamental de ser una víctima no con­
tada, me sugiere por tanto que filosofía y literatura se han reunido (para
él, pero ¿quién es él?) en la necesidad de volver a contar, de contar de
nuevo, y en primer lugar de contar los seres hum anos que hay, de recon-
cebirlos — un recuento que empieza por la circunstancia de ser yo, un
yo u otro, quien cuenta, quien es capaz de hacer esa cosa de contar, de
concebir un m undo, de ser yo quien, teniendo en cuenta a los otros, es­
tablezco los criterios de lo que merece ser dicho, y en consecuencia de
lo inteligible. Pero esto sólo es así bajo la condición de que yo cuento,
que importo, que importa que yo cuente en mi acuerdo o sintonización
con aquellos con quienes sigo manteniendo mi lenguaje, con aquellos
de quienes proviene esta herencia — el lenguaje com o la condición de
contar— de m odo que no sólo importa lo que un yo u otro diga, sino
que sea algún yo particular quien desea decirlo en un lugar específico. Si
mi contar no llega a importar, estoy loco. N o ser contado — ser dejado
fuera, com o si mi historia fuera indecible— es lo que hace que lo que yo
digo sea (parezca) perverso, lo que me hace extraño. La suposición de
que nos hem os vuelto incapaces de contarnos unos a otros, de contar
unos para otros, equivale filosóficam ente a la suposición de que he­
m os perdido la capacidad de pensar, de que estam os em brutecidos2.
Llam o a esta condición, la condición de vivir nuestro escepticismo.
Segunda, ¿qué pronostica sobre las relaciones entre hecho y ficción
que la escritura de Poe sobre el D em onio cuente sim ultáneam ente dos
cuentos de encarcelamiento — en uno de los cuales Poe está ausente,
en el otro presente— com o si fueran fábulas el uno del otro? ¿Pode­
m os saber cuál es más fundam ental? A quí es donde veo la relevancia
que tiene la invocación que hace el cuento de Poe de la situación de
Ham let, la figura más fam osa de nuestra cultura que representa una
cuestión de indecibilidad, en particular una indecidibilidad sobre la
cuestión de si creerse un cuento de envenenamiento. (Dicho sea de
paso, H am let al final, com o el espectro de su padre al principio, pro­
clama tener un cuento que es indecible — eso es lo que convierte a am ­
bos en espectros.) En el cuento de Poe, la invocación a H am let se oye,
por ejemplo, en las dos apariciones del espectro, que desaparece la pri­
mera vez después del canto de un gallo. Y está perfectamente indicada
en el segundo de los tres ejemplos filosóficos de perversidad que adu­
ce el narrador de Poe a fin de convencer a cualquier lector, según sus

2 Me resulta difícil dejar de pensar que esta suposición no tenga nada que ver con la
historia de la frenética colección de tablas de estadísticas citadas en «Making Up People»,
y «Prussian Statistics» de lan Hacking. El ensayo «Destino» de Emerson, invoca cons­
cientemente la nueva ciencia de la estadística com o una nueva imagen del destino hu
mano — una nueva forma, según unos, de haber sido conquistados por el conocimien­
to pero que Emerson considera otra ocasión más para la ignorancia.
propias palabras, «que consulta con sinceridad su alm a y la somete a
todas las preguntas» de que «esta tendencia es absolutam ente radical»:

La crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces,


energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansie­
dad por comenzar la tarea. Debe, tiene que ser emprendida hoy y,
sin embargo, la dejamos para mañana; y ¿por qué? N o hay respues­
ta, salvo que sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin
comprensión del principio. El día siguiente llega, y con él una ansie­
dad más impaciente por cumplir con nuestro deber, pero con este
mismo aumento de ansiedad llega también un indecible anhelo de
postergación realmente espantosa por lo insondable.

Estas palabras invocan a Harrílet de m odo sospechosam ente simi­


lar al m od o en que he estado reflexionando recientemente sobre lo
que llamo el peso de la prueba de H am let — pero con toda seguridad
no de m odo m ás sospechoso que el hecho de que empecé a estudiar a
Poe mientras reflexionaba sobre Hamlet.
Ham let medita el impulso de vengarse, que le usurpa el pensamien­
to, en respuesta a que se le pide que asuma el peso de la existencia de
otro, com o si ése fuera el peso, o precio, de asumir la propia existencia,
un peso que niega la propia existencia. A Ham let se le pide que resuelva
satisfactoriamente la vida de un padre, que salde su cuenta, tom ando
venganza por él. El énfasis de la cuestión «ser o no ser» no parece recaer
en morir sino en nacer, en afirmar o negar el hecho de la natalidad,
com o una forma de realizar, o no, la propia existencia. Aceptar el naci­
miento es participar en un m undo de venganza, de m utua victimación,
de astucias y sucedáneos. Pero negarse a tom ar parte en él es envenenar
a todo el que se te acerque, com o si tomaras tu propia venganza. Por esta
razón, si dicha elección fuera inaceptable, su causa no es la metafísica
sino la historia — a saber, una postura hacia el descubrimiento de que no
hay m odo alguno de ajustar cuentas por la rareza de haber nacido, y en
consecuencia de ser y devenir esa pobre criatura que te es dado ser. La al­
ternativa a afirmar esta condición es, com o muestran las Meditaciones de
Descartes, la duda que consume el m undo, duda que en consecuencia
constituye una amenaza constante a, o digam os la condición de, la exis­
tencia humana. (Me imagino que la aparición del cogito en el m om en­
to histórico que lo hizo constituye una señal de que algunas condiciones
se estaban transformando de m odo tal que alcanzar semejante ajuste, o
en todo caso superarse, empezaba a parecer estar en regla: por ejemplo,
la creencia en Dios y el gobierno de los reyes.) Que existe algo así com o
una elección o decisión sobre nuestra natalidad es lo que creo muestra
la idea de Freud (en Tres ensayos) de la estructura bifásica del desarrollo se­
xual hum ano — una provisión, por decirlo así, de la condición de posi­
bilidad de semejante decisión. Esta condición es la adolescencia conside­
rada com o el período en el que, a m odo de preparación para hacerse
adulto, se recapitula, com o sufriendo un nuevo nacimiento, el propio
conocim iento de las satisfacciones. Me parece que ésta es la razón de
que se especule sobre la edad de Ham let pero se le tenga por un adoles­
cente. En el pensamiento político, estos temas se representan en térmi­
nos de consentimiento, sobre el que comprensiblemente ha habido des­
de el principio una cuestión de prueba.
Por último, ¿qué pronostica sobre la filosofía americana que poda­
m os entender a Em erson y Poe com o escritores que asum en la proble­
m ática del cogito (Em erson rechazándola o negándola, Poe pervirtién­
dola o subvirtiéndola) y que comparten la percepción de que ser autor
— en todo caso la escritura filosófica, escribir com o pensar— es algo
que para existir debe asumir, o reconocer, la prueba de su propia exis­
tencia? He dicho que efectivamente, en mi opinión, esto pronostica su
reivindicación de estar descubriendo o redescubriendo el origen de la
filosofía m oderna, com o queda esbozado en las Meditaciones de Des­
cartes; com o si en América la literatura estuviera olvidando a la filoso­
fía, no sin castigarla, por haber pensado que sólo podría vivir deste­
rrando a la literatura. ¿Q ué significa que polos aparentemente tan
opuestos com o Em erson y Poe introduzcan semejante reivindicación
llevándose seis años entre sí?
Preguntémonos por la relación que existe entre los éxtasis de Emer­
son (junto con los de Thoreau) y los horrores de Poe (junto con los de
Hawthorne). La relación debe estar en función del hecho de que los
m undos, o casas o habitaciones, de Poe y Hawthorne tienen otra gen­
te dentro, sobre todo m atrim onios, y muestran típicamente el abando­
no violento de esas gentes, mientras que los m undos de Em erson y
Thoreau empiezan con o después del abandono de los otros («Yo aban­
don o padre y madre, mujer y hermano cuando mi genio me llama») y
típicamente describen el «Yo» junto a sí. El interés de la relación estri­
ba en que todos ellos se esfuerzan en im aginarse la dom esticación o
habitación de un lugar — lo m ejor que, siendo am ericanos, podrían
hacerlo. Para Em erson y Thoreau hay que aprender a sentarse en
casa, o sentarse en silencio en algún lugar atractivo de los bosques,
com o si de casarse con el m undo se tratara, antes de asumir, si hay
que hacerlo alguna vez, el peso de los otros; para Poe y Haw thorne,
incluso Am érica llega dem asiado tarde, o tal vez dem asiado justo,
para esa prioridad.
Tengo un interés m ás particular en la relación entre estos escritores
americanos, interés que está en función de considerar sus conceptos o
descripciones de habitación y dom esticación (con su aire de éxtasis y
horror que acabam os de poner de relieve) com o desarrollos exigidos
por los conceptos de lo ordinario y cotidiano, tal y com o dichos con­
ceptos se introducen en la tarea del filósofo del lenguaje ordinario en
su afán de soslayar el escepticism o, en las molestias que se tom an Aus­
tin y Wittgenstein por establecer qué es aquello que el escepticismo
am enaza. En la obra de estos filósofos, en su testaruda y precisa super­
ficialidad, y posiblem ente por primera vez en una filosofía reconocible
com o tal, la am enaza de la duda que consum e el m undo viene inter­
pretada en toda su insólita dom esticidad, no meramente en ejemplos
aislados sino, en palabras de Poe, com o «una serie de episodios dom és­
ticos».
Termino con la siguiente perspectiva. Si cierta imagen del m atrim o­
nio, com o interpretación de la dom esticación, constituye en estos es­
critores el equivalente ficcional de lo que estos filósofos entienden por
lo ordinario o cotidiano, entonces la amenaza a lo ordinario llamada
escepticism o debería aparecer en la amenaza favorita por parte de la
ficción a las formas de m atrim onio, a saber en las formas del m elodra­
ma. En consecuencia, el m elodram a puede verse com o una interpreta­
ción del cogito de Descartes, y, a la inversa, el cogito puede verse com o
una interpretación del advenim iento del m elodram a — del m om ento
(privado y público) en que la teatralización del yo deviene la única
prueba de su libertad y existencia. Todo esto está dicho de puntillas.

A P É N D IC E A
E s c e p t ic is m o y u n a pa labra so b r e d e c o n s t r u c c ió n

Durante la discusión habida en Stanford, el profesor D avid Well-


bery me preguntó cóm o entendía yo la relación de lo que había esta­
d o haciendo durante estos años con lo que hacían los deconstruccio-
nistas. N o es la primera vez que se me preguntaba algo similar. En rea­
lidad, esta cuestión surgió por primera vez en 1969, durante los meses
que siguieron a la publicación de mi M ust We M ean W hat We Say ?
[¿D ebem os querer decir lo que decim os?] cuando un am igo que había
pasado una década y gran parte de sus años sabáticos y vacaciones de
verano en Alem ania y Francia estudiando Filosofía, me com unicó que
lo que yo escribía tenía semejanzas específicas y sorprendentes con los
escritos de Jacques Derrida, nom bre que oía entonces por primera vez.
M e parece, hablando en términos generales, que rastrear y situar tales
semejanzas, junto con sus respectivas diferencias, no es asunto mío,
que si semejante tarea de contrastación tuviera alguna utilidad, otros se
encuentran en mejor posición que yo para llevarla a cabo. Pero la cues­
tión, en su conjunto y detalles, del profesor Wellbery era tan cortés, tan
clara y específica, que la he recordado en varias ocasiones durante los
meses que siguieron a la conferencia, lam entándom e en cada ocasión
de lo poco que fui capaz de responder. Aprovecho la ocasión de la pre­
sente publicación para reconocer el hecho y ofrecer al m enos una m e­
jor explicación de la pobreza de mi respuesta.
Tom ando todas las precauciones para no negar la enorm e, quizá
inconm ensurable, distancia de procedencia y estilo de una obra
co m o la de Derrida y una obra co m o mi presente ensayo, Wellbery
h izo notar ciertas afinidades entre am bas: p or ejem plo, co m o las re­
cuerdo ahora, afinidades en volver la filosofía contra la filosofía, re­
chazando especialm ente favorecer lo filosófico sobre lo literario o
viceversa, ya sea en contenido o en su form a; afinidades en atender
a la inagotable capacidad de respuesta del lenguaje para con (inclu­
so su origen en) el lenguaje, capacidad de respuesta que im pregna
fragm entos y piezas enteras de escritura; y no m enos im portantes,
afinidades en m i m od o de incorporar a Poe, a quien, m e inform ó
Wellbery, Derrida había tom ado tam bién filosóficam ente en serio.
A la luz de éstas y otras afinidades, Wellbery me preguntó sobre la
im paciencia para con la idea de lo «indecidible» que m uestro en va­
rios puntos de mi escrito.
C aso de que se trate de im paciencia, no va dirigida a Derrida sino
a un conjunto de escritos de quienes adoptan sus términos, y cuyos ar­
tículos y libros me siento característicamente incapaz de terminar. N o
me siento orgulloso de ello, no más que de lo difícil que m e resulta es­
tudiar a Derrida. Com pleta mi desconcierto el hecho de que aquellos
que le siguen encuentran aparentemente fácil de entender, resumir y
evaluar lo que Derrida escribe. Me encuentro som etido a una discu­
sión de familia que no es la mía, y sin em bargo mía, impertinente y
pertinente (casi com o Thoreau caracteriza a sus vecinos al principio de
Walden), cuyas cuestiones más relevantes, m uchas de sus voces, no se
encuentran entre los rumores de mi pasado, y no está en mis m anos
volverme hacia ellas; alguien niega, y alguien acepta, satisfacciones de
las que no soy consciente. Esta convicción es suficiente por sí sola para
impacientar a cualquiera y hacer que busque una salida. En la m encio­
nada discusión, mi respuesta fue que el uso deconstruccionista del tér­
m ino «indecidible», las veces que me he tropezado con él, tiende a so­
nar com o una blanda pretensión literaria de filosofía dura, invocando
la prueba histórico-univeral de la no susceptibilidad de prueba por par­
te de G ódel sólo para (mal) describir cuestiones referentes a disconti­
nuidades o cuasi-continuidades entre gramática y retórica, o sobre-con-
tinuidades entre narraciones de un hecho y narraciones de una ficción,
o de la realidad y de los sueños. («El café está caliente» puede ser una
observación, una indirecta, una sugerencia, una explicación, una excu­
sa, una advertencia — o una alucinación. Por tanto— en cada caso—
¿qué?).
Este tipo de objeción — a lo blando vistiéndose de duro— podría
formularse de otro m od o en términos de las diferencias entre lo que he
dicho sobre la acusación de citar que hace Em erson y lo que sé, o debo
suponer que sé, de la explicación que da el deconstruccionista del
asunto. Tal vez, esto sea para otra ocasión. Pero la cuestión, si la entien­
do bien, prom ete ser una buena cuestión. Está conectada con un sen­
tido com partido de la fatalidad del hecho de que el lenguaje es algo he­
redado, aprendido, siempre a disposición de todo ser hum ano. Este
sentido puede inspirar respuestas o énfasis divergentes. U n o de ellos
(que considero ser el énfasis deconstruccionista) vería el hecho de la
herencia com o algo que socava la distinción entre palabras citadas y
sus originales: puesto que todas las palabras se aprenden, cabe decir
que todas son imitaciones o citas; pero entonces no hay ninguna que
sea cita, puesto que no hay originales con que poder contrastarlas. El
otro énfasis (representado por Wittgenstein, pero también, asum o, por
Em erson y Thoreau) no se inclinaría a negar la verdad que hay en el
prim er énfasis, pero lo vería com o algo que desvía la atención, com o
si pasara de largo con dem asiada precipitación, del acto o encuentro
que entraña el proceso histórico e individual de la herencia. Este se­
gundo énfasis, práctico, no cae sobre la adquisición de la gramática o
estructura de un lenguaje sino sobre la escena de la instrucción en las
palabras. Las Investigaciones filosóficas se abren con una escena (citada)
de sem ejante aprendizaje tom ad a de las Confesiones de A gustín, y
las 693 secciones siguientes que constituyen la primera parte de las In­
vestigaciones pueden entenderse com o la elaboración de las im plicacio­
nes de esa escena. En las Investigaciones, se invoca explícitamente dicha
escena cada vez que aparece la figura del niño. A veces me parece que
esta figura del niño representa la m ás distintiva de todas las rupturas
filosóficas practicadas por Wittgenstein. Algo de lo que me dice esta fi­
gura recurrente es que la herencia del lenguaje no se termina ni agota
esencialmente nunca — aunque cierto núm ero de accidentes, digam os
fijaciones, internas o externas, pueden ponerle punto final. El juego de
lo literario es un cam po donde se muestra que la contienda por esta he­
rencia es continua, o susceptible de serlo, en cada corazón, en cada tex­
to; el juego de la filosofía, com o en el caso de la frivolidad o hum or de
Austin y Wittgenstein, es otro cam po— , com o si la herencia del len­
guaje consistiera en la disposición a jugar, y continuase mientras conti­
núe esta disposición. (Lo que busco en Wittgenstein y Austin es una
pieza esencial de dicha herencia.) Por contraste, el juego en los vuelos
deconstruccionistas las más de las veces parece, a mis oídos o para mi
gusto, algo forzado, voluntarista, com o si fuera una reacción a la im a­
gen de una herencia consum ada, com o si se tratara de superar el trau­
m a de semejante herencia. (Por com paración, un texto que no resulta
forzado, con el que se podría trabajar en este contexto, es el enorm e­
mente interesante «Entrando en un m ism o» de Derrida que contiene
un estudio de la escena «Fort/D a» de la segunda sección de M ás allá del
principio del placer de Freud, que a su vez es otra escena de instrucción,
de herencia del lenguaje, y un juego.)
C u ando en «Auto-confianza» observa Em erson que «cada palabra
que dicen nos mortifica» esta respondiendo al sonido de la cita, de la
imitación, de la repetición (conform idad, confinam iento, etc.), pero
para él este sonido establece una tarea de la práctica, no (meramente)
una rutina para la metafísica — más bien, critica la metafísica no com o
una derrota necesaria del pensam iento sino com o una derrota históri­
ca de la práctica. (Esto suena familiar. Pero Em erson podría llamar
«abandono» a la práctica no derrotada, com o llama abandono al pen­
sam iento no derrotado, lo que no debiera sonar tan familiar; abando­
no com bina la pérdida dolorosa y el éxtasis.) Y cuando Wittgenstein
descubre que la tarea de la filosofía estriba en volver a traer nuestras pa­
labras a la vida (cotidiana), está distinguiendo, en efecto, dos grados de
cita, de imitación, de repetición. En uno de ellos declaramos imitativa­
mente nuestra condición única (el tema del escepticism o); en el otro,
declaramos originalmente nuestra condición com ún (el tema del reco­
nocimiento). (La individualidad, siempre algo a encontrar, está siem­
pre en peligro de perderse.) Lo que cabe llamar filosofía puede estar al
servicio de cualquiera de las dos posibilidades; en consecuencia, la fi­
losofía nunca está en paz consigo misma. C o n dem asiada frecuencia,
los procedim ientos deconstruccionistas (com o los procedim ientos
analíticos) me parecen aplicados con toda presteza para llevar la filoso­
fía a una paz falsa, lo que es perfectamente com patible con que se pre­
senten bajo la forma de bulliciosa actividad.
De todos m odos, este sentido de las posibilidades opuestas de la fi­
losofía es la razón que me im pulsa (y creo que es lo que im pulsa las afi­
nidades de Em erson y Wittgenstein) no a socavar sino a subrayar dis­
tinciones tales com o la que hay entre citar y decir. Puedo imaginar que
lo m ism o podría decirse tam bién de la deconstrucción. Entonces, la
cuestión se convierte en la cuestión del estilo y sus com prom isos — lo
que podría llamarse el tratamiento que se le dé al lenguaje, o la apro­
piación del m ism o, quizá la inversión que se haga en él. D onde más
consecutivam ente he perseguido las consecuencias de (algo similar a)
la distinción entre decir y citar, es en mi libro Los sentidos de Walden
que, en su conjunto, puede considerarse una m editación sobre la dis­
tinción de Thoreau entre lo que él llama la lengua materna y la lengua
paterna (véase Sentidos, págs. 14-16). (Esto es algo similar — y nada si­
milar— a la distinción entre hablar y escribir. En L a reivindicación de la
razón esta distinción viene señalada, en una ocasión puntual, com o la
diferencia entre lo que llam o primera y segunda herencia del lenguaje
[pág. 189]. Pero en la-cuarta y última parte del libro, la presión ejerci­
da por esta cuestión adquiere precedencia sobre el tema que preside las
partes anteriores del m ism o; dicho tema es, dentro de la primera heren­
cia, cóm o y cuándo se habla dentro y fuera de los juegos de lenguaje.)
D ebido a que la lengua materna y paterna no son dos lenguas sino que
designan dos tratamientos o apropiaciones o inversiones concernien­
tes a cualquier lenguaje que se posea, y debido a que Thoreau dice que
la lengua del padre es una «expresión reservada y selecta», que consti­
tuye la «m adurez y experiencia» de la lengua de la madre, se sigue que
la lengua del padre es posterior y al m ism o tiem po más original que la
lengua de la madre. En consecuencia, hay un escenario donde la cita
deviene más original que su original. ¿Constituye esto una deconstruc­
ción de la distinción entre palabras citadas y palabras originalmente di­
chas? M e parece (¿por el contrario?) que lo que hace es sugerir la cues­
tión de si palabras tales com o «cita» y «original» se están usando en la
lengua paterna o materna; en consecuencia, y por supuesto, sugiere
la ulterior cuestión de si las diferencias (en nosotros) del padre y de la
madre han de ser borradas o prom ovidas.
Volvamos una vez m ás a mi sentido de la blandura literaria adop­
tando la postura de dureza filosófica. Podem os posponer la cuestión
de si esa distinción es ella m isma blanda o dura considerando ahora ca­
sos particulares. ¿Q ué perjuicio habría en que alguien quisiera caracte­
rizar el fluctuante pato-conejo com o indecidiblemente o bien un pato
o bien un conejo? Ningún perjuicio; incluso podría ser atractivo, siem ­
pre que con ello no se excluyera el deseo de describir (con claridad y
precisión) la m ism a figura com o decidiblemente un pato o un conejo.
Pero si este concepto no excluye nada, ¿qué m otivo hay para aplicar­
lo? ¿Q ué perjuicio habría, para tom ar un cliché todavía m ás estereoti­
pado, si alguien deseara caracterizar el urinario de m useo de Ducham p,
titulado «Fuente», com o indecidiblemente o bien una obra de arte o
bien no una obra de arte? Aunque esto pudiera producir m enos perjui­
cio que los argumentos inspirados hasta el presente por la grosera bri­
llantez de D ucham p, tal vez el perjuicio fuera peor, puesto que incul­
caría la idea de que el idolatrado orinal es decidiblemente arte o lo con­
trario. (N o reivindico que sea im posible pensar así para algunas
mentes, pero esperaría que fueran mentes a quienes gustara decidir si
las otras son humanas o no.) ¿Pero la caracterización «indecidible» no
es, por lo m enos, un antídoto eficaz contra el ansia filosófica de esen­
cias? En este punto querría asumir la sugerencia de Wittgenstein de
que «la esencia se expresa en la gramática» (Investigaciones, § 371), en
otras palabras, la sugerencia de que el ansia filosófica de esencias no es
tanto algo que haya estado dirigido hacia la meta equivocada (avistan­
do una explicación de su término en alguna parte) com o algo que se
ha dirigido de m odo equivocado a la meta (avistando esa alguna parte
donde terminan todas las explicaciones) ¿Acabo de decidir algo?
Así pues, ¿dónde situar, en una constelación de objetos que se du­
plican y de intenciones estratificadas, «El dem onio de la perversidad de
Poe»? En mi ensayo digo que las dos lecturas, centrada una en el narra­
dor, la otra en el escritor, no están al m ism o nivel: el prisionero ficcio-
nal es inconfundible, el escritor real no; el narrador de esta historia
puede que no exista fuera de esta historia, mientras que el escritor debe
existir. Por tanto, ¿qué sentido tiene decir que nos encontram os aquí,
en absoluto, con algún tipo de duplicidad? ¿En qué sentido hay dos
prisioneros, dos envenenadores, dos confesiones, dos desapariciones?
¿Sería una respuesta si dijéramos que uno es una alegoría del otro?
¿Zanjaría esto la cuestión? Me im agino que alguien podría querer de­
cir que la diferencia entre un o y dos es indecidible. A lguien podría
decirme igualmente que la existencia del m atrim onio es indecidible
(que, aproxim adam ente sobre las m ism as bases, resulta indecidible que
dos se hayan convertido en uno). Yo no estaría dispuesto a negar esta
conclusión, pero me daría la im presión de que se está teorizando en el
lugar equivocado. ¿Y cóm o puedo yo, com o lector del escritor de Wal­
den, al recordarle describiéndose com o «enjaulado en los bosques»
— lo que equivale a decir encerrado en América— asumir el punto de
vista de que es indecidible que esto sea ficción o hecho, alegoría
o evento? Me parece que semejante reivindicación constituye el lugar
de decidir lo que haya que decidir. Si es una alegoría, entonces él
(¿quién?) está encerrado; es decir, él es cualquier (otra) cosa que sea
que su estar enjaulado alegorice. Aquí debo llegar a una decisión so­
bre qué es lo que esto hace de mí, su lector. ¿Soy un visitante o un
espectador? ¿Su vigilante? ¿Es él mi adorno? ¿Q uién le dom estica?
¿Puedo am enazarle con dejarle libre? ¿D e quién? ¿C uál es la diferen­
cia entre él y yo?
M e sirvo de la duplicidad de las historias de Poe, en tanto que in­
terpretaciones de la estructura del escepticism o, para plantear, para ini­
ciar, investigaciones: de la m edida en que la escritura com o narración
alegoriza nuestro aparente destino de proyectarnos nosotros m ism os
com o ficciones, de dirigirnos a los otros teatralizándonos, de m odo
que nunca puedo estar convencido de que su respuesta sea a m í (el
m undo de Poe ha ido más allá que el de Descartes al verse obligado a
considerar que el autor de mí m ism o y el narrador de mí m ism o po­
drían no ser ya dos personas diferentes, aunque sigan siendo dos yos
diferentes);-en consecuencia, de la medida en que la falta de convic­
ción resultante podría ser una función, o el precio, de la convicción de
proyectar com o reales personajes ficticios; y p or último, investigacio­
nes de qué sea la escritura com o encierro, qué hay en ella que es sus­
ceptible de ser representado com o encarcelamiento, com o merecedor
de confinam iento, incluso com o que lo consiente (tal vez con dem a­
siada facilidad).
Termino este apéndice relacionando de m odo más general sus
cuestiones con la obra que mi ensayo pretende ampliar.
C u ando dices las palabras «te veré en casa», que las signifiques
com o una predicción, un acuerdo, una prom esa, una aspiración o una
decisión, no es una cuestión de decisión sino una cuestión de la res­
ponsabilidad que tienes (o tom as, o descubres, o niegas) para con tus
palabras. Llamar indecidible a esta cuestión, quizá sólo sea un m odo
de afirmar que las palabras «pueden» tomarse de todas estas maneras
(lo que es importante, pero no una novedad) o un m odo de negar que
tengas esta responsabilidad (lo cual no es un hecho; puede ser ceguera,
o una postura, o quizá una decisión). En un talante más radical, «ahí
está mi casa» podría decirse mientras señalas tu casa o en un sueño en
el que señalas tu casa (que puede parecerse o no a lo que ahora llamas
casa). N o hay nada en esas palabras que distinga la situación real (¿re-
ferencial?) de la situación soñada (¿no referencial?); y esta diferencia,
de nuevo, no es materia de decisión. (Si lo fuera, se seguiría que la vida
es com o cuestión de hecho un sueño, porque sólo en un sueño se pue­
de decidir si se está soñando o despierto.)
Q ue semejante cosa no es un asunto de decisión constituye el eje
central sobre el que gira el escepticismo. En La reivindicación de la ra­
zón describo dicho eje com o el límite de los criterios, com o que los cri­
terios llegan a un final (dem asiado pronto, por decirlo así), com o que
no hay criterios (digamos señales o rasgos) para distinguir los sueños de
la realidad (o lo anim ado de lo inanim ado, o lo natural de lo artificial).
Discernir una cosa de la otra no es una cuestión de decir diferencias en­
tre ambas. Concluir que semejantes cuestiones son indecidibles sería
decidir que la conclusión del escepticism o es verdadera, que nunca co­
nocem os con tanta certeza que no podam os dudar. A mi parecer, esto
trivializa la reivindicación del escéptico, cuya fuerza radica no en algún
tipo de decisión sino en su aparente descubrimiento del hecho inelu­
dible de que no podem os conocer; al m ism o tiem po teatraliza la ame­
naza, o la verdad, del escepticism o: designar nuestro deseo (y la posi­
bilidad de nuestro deseo) de despojarnos de la responsabilidad que te­
nem os en querer decir o significar (o dejar de significar) una cosa, o de
una forma, en lugar de otra. Tal vez, nuestros m odos más prácticos
de proceder contra las im posiciones de la filosofía sean, realmente, tri-
vializarlas o teatralizarlas. Pero a mí me parece que dichos m odos de
proceder abandonan el juego; en ellos no se alcanza la libertad, la idea
provechosa de mí m ism o, que pueda haber para mí, sino que parecen
tan auto-impuestos com o la m ás im ponente de las filosofías — o tan
impuestos-sin mí, com o Heidegger casi podría haber dicho.
Para indicar cuán lejos podría llevarnos, siguiendo este cam ino,
una disposición satisfactoria de estas materias, m e gustaría citar el últi­
m o párrafo de la parte 2 («El escepticism o y la existencia del m undo»)
de L a reivindicación de la razón. Dicho párrafo evoca la abusiva idea, o
prejuicio, de decisión que tiene el positivism o lógico, idea que había
tem atizado en una sección de «La vigencia de la segunda filosofía de
Wittgenstein», ensayo escrito aproxim adam ente por las m ism as fechas.
Sugiero, por tanto, que el uso literario propuesto en nuestros días de la
idea de lo indecidible se produce debido a la m ism a distorsión o pre­
juicio que el uso filosófico de lo decidible propuesto en tiem pos ante­
riores. En consecuencia, me parece que estoy haciendo la m ism a gue­
rra, pero ahora contra un flanco opuesto.

Si la existencia del mundo, y nuestro conocimiento de su exis­


tencia, deviene un problema real, un problema sentido, ¿es suficien­
te decir, con Carnap: «Aceptar el mundo de cosas no significa nada
más que aceptar una forma determinada de lenguaje, en otras pa­
labras, aceptar reglas para formar enunciados y para contrastar­
los, aceptarlos o rechazarlos»? («Empirismo, Semántica y Ontolo-
gía», pág. 211.) Podríamos pensar: Aceptar el «mundo de cosas» es
aceptar el mundo sin más, ¿y qué clase de elección tenemos al res­
pecto? (No digo que no haya ninguna.) ¿Y qué clase de elección te­
nemos respecto a la aceptación de una forma de lenguaje? Podemos
aceptar o rechazar cualquier cosa en el lenguaje que nosotros poda­
m os construir... Si no podem os decidir (hemos de decirlo así) que
las cosas de nuestro m undo existen, ¿diríamos que creemos que exis­
ten? Eso es algo que un filósofo tendrá que decir en el transcurso
de ese ensayo de nuestras creencias con las que empieza su investi­
gación de la validez de las mismas en general. Pero dicho ensayo
no expresa creencia en cosa alguna; no contiene ninguna reivindi­
cación. ¿O diríamos que tenemos fe en que existen las cosas de
nuestro m undo? ¿Pero cóm o se consigue esa fe, cóm o se expresa,
cóm o se mantiene, cóm o se profundiza, cóm o se pone en peligro,
cóm o se pierde?

He llegado a la convicción de que aunque L a reivindicación de la ra­


zón es un libro extenso, sigue siendo un libro com prim ido. Permítase­
me, pues, descom prim ir la última sentencia que del m ism o acabo de
citar. Dicha sentencia no es vagamente retórica o vagamente psicológi­
ca, sino que se pregunta por fragmentos particulares introductorios de
la gramática (en el sentido wittgensteiniano) de «fe». (Forma parte de la
gramática de «fe» que esto es lo que llam am os «perder la fe», etc.) La im ­
plicación es la siguiente: si estos fragmentos de gramática no tienen
ninguna aplicación clara en el caso de la existencia de las cosas del
m undo, entonces el concepto de fe no tiene ninguna aplicación clara
en este caso. ¿C uál es entonces nuestra relación con el caso de la exis­
tencia del m undo? ¿O deberíam os entender ahora que no hay nada
que constituya esta relación? ¿O entender que no hay un solo algo que
la constituye? ¿Q ué sería entender tales cosas?

A P É N D IC E B
La p e r v e r s i d a d d e P o e y e l im p ( u ls o ) d e l e s c e p t i c i s m o

Volviendo al ensayo de Robert Penn Warren sobre E l anciano m a­


rinero, me doy cuenta de que había olvidado que Warren aduce el si­
guiente párrafo de «El gato negro» de Poe:

El gato, entre tanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita


donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal
no parecía sufrir ya. Se paseaba, com o de costumbre, por la casa,
aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me que­
daba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agra­
viado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me ha­
bía querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la
irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó
el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a dicho
espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe
como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del
corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno
de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no
se ha sorprendido a [sí mismo cien veces en momentos en que co­
metía una acción tonta o malvada por la simple razón de que sabía
que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia perma­
nente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia
a transgredir lo que constituye la Ley, por el solo hecho de serlo?
Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caí­
da final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a [sí
misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal
mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio
que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a san­
gre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorque en la rama de
un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el
más amargo remordimiento me apretaba el corazón; le ahorqué por­
que sabía que me había querido y porque estaba seguro de que no me
había dado motivo para matarlo; le ahorqué porque sabía que, al ha­
cerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi
alma inmortal hasta llevarla — si ello fuera posible— más allá del al­
cance de la infinita misericordia del dios más misericordioso y más
terrible.

Ciertamente, algo en este texto suena, debería sonar, parecido al


punto de vista que he asum ido del asesinato del ave por el Marinero.
Tanto el punto de vista de Poe com o el m ío establecen algún tipo de
relación entre el deseo de ser querido y el m iedo de serlo; y algún tipo
de relación entre este conflicto y la sensación de que la existencia indi­
vidual se encuentra bajo algún tipo de sospecha metafísica. A su vez,
am bos puntos de vista parecen opuestos, puesto que el m ío asume que
la moraleja que se sigue exige aceptar la reivindicación o afirmación de
los otros com o el precio a pagar para conocer, o poseer, la propia exis­
tencia, mientras que Poe — más bien el narrador de Poe— establece
com o precio la negación o aniquilación del otro. Podría intentar deter­
minar la distancia entre estos puntos de vista haciendo notar lo que he
dicho sobre Otelo (en las últimas páginas de L a reivindicación de la ra­
zón), a saber, que O telo mata a D esdém ona no porque ésta sea infiel y
disperse su amor, sino por el contrario porque es fiel, porque la reci­
procidad m ism a de lo que Otelo ha conseguido sacar de D esdém ona
le hace sentirse m anchado. Las palabras de Poe son, «le ahorqué por­
que sabía que m e había querido (la cursiva es m ía), lo que, si estas
palabras significan que ahora el am or le había sido retirado, por m uy
comprensible que sea la causa, constituiría un caso razonablemente
com prensible de cólera y venganza.
Pero entonces, insisto, ¿son tan diferentes estos puntos de vista?
Poe (el narrador) todavía se tomaría la venganza porque fue am ado, tal
vez porque le parezca que ese am or era poca cosa, o porque el am or es
poca cosa. Mientras que asesinar y abandonar, com o lo hace Otelo,
porque el am or de alguien persiste, difícilmente es un m odo aceptable
de corresponder al amor, pareciéndole tal vez que ese am or era algo de­
m asiado grande, o porque el am or es algo dem asiado grande. Los dos
puntos de vista parecen estar más cerca y más lejos de lo que todo esto
consigue decir.
He reivindicado que el escepticism o constituye nuestro acceso filo­
sófico al deseo hum ano de negar las condiciones de hum anidad, rela­
cionando esta idea, además de hacerlo con la visión de Kant, con las
esperanzas de superación de lo hum ano tanto por parte del Cristianis­
m o com o por parte de Nietzsche. En esta m ism a línea, podríam os en­
tender que lo que Poe está afirm ando es que el escepticism o constitu­
ye la garantía m ás segura de la existencia, com o si la m ism a voluntad
de vacío del escepticism o fuera lo que nos llevara a ella. Esta explica­
ción aparentemente perversa del escepticism o (al convertir su efecto en
su causa) introduce en las explicaciones filosóficas familiares del escep­
ticism o algo similar a la relación que introduce el párrafo citado de «El
gato negro» de Poe, en su alineamiento de pecado y ley, y el dios más
m isericordioso y más terrible, con la explicación que da San Pablo de
estas cosas. C o m o si Poe entendiera que lo que Pablo dice es que no
hay pecado sino por la ley, y entendiera que el consejo es: viola la ley.
C abe considerar esto o bien com o un esclarecimiento del Cristianism o
o com o una parodia del m ismo.
Lo que he llam ado la explicación perversa del escepticism o por
parte de Poe creo que capta una perversidad esencial presente en el es­
cepticism o, perversidad que supone un esclarecimiento del escepticis­
m o a la vez que ejecuta una parodia del m ism o. El esclarecimiento
consiste en que el escepticism o, lo que yo entiendo por escepticismo,
es, o deviene, necesariamente paradójico, la aparente negación de lo
que para todo el m undo es innegable. Considero que el escepticismo
no es la moraleja de una ciencia cautelosa que se esfuerza por iluminar
un m undo supersticioso y fanático, sino el resultado reactivo de una
razón dem oníaca que piensa irracionalmente para dom inar la tierra.
C onsidero que el escepticismo no empieza com o un deseo de rechazar
el m undo sino, por el contrario, de establecerlo. La parodia está en ne­
gar esto, en ocultar el ansia de seguridad bajo un deseo supuestamente
m ás original de autovejación. Semejante ocultación se revela al final de
los relatos confesionales, cuando los m uros (interiores o exteriores) se
derrum ban y retorna lo reprimido. Pero aunque se descubra el asesina­
to del m undo (o del alma), el final de estos relatos es tan perverso
com o el principio, o mejor la perversidad sigue sin ser erradicada, sigue
siendo lo original, y la tragedia y su reconocim iento siguen siendo des­
viados por una m ultiplicidad inescrutable de ironías. (G. R. T hom p­
son, en la introducción a su selección de relatos cortos de Poe, habla
de la escritura de Poe com o «la obra de uno de los escritores más iróni­
cos de la literatura mundial».)
El punto de vista de Poe, así caracterizado, constituye una materia­
lización, sin duda irónica, de la explicación más familiar del escepticis­
m o filosófico que yo solía oír en las clases, explicación que creo m an­
tiene todavía cierta vigencia. Se trata, grosso modo, del punto de vista de
que el rechazo del conocim iento por parte del escepticism o es el resul­
tado de haber puesto dem asiado altas las miras del conocim iento: des­
de luego, si se im pone al conocim iento la idea de certeza absoluta se
descubrirá que no conocem os nada (excepto quizá la matem ática, jun­
to con lo que, si es que alguna cosa, nos viene dado por los sentidos);
desde luego, si se pretende convertir la inducción en deducción, la in­
ducción parecerá ser deficiente; desde luego, si se exige que para ver un
objeto hay que ver todas las partes de ese objeto, entonces nunca p o ­
dremos ver realmente, o directamente, o inm ediatamente, un objeto.
(Aduzco otros ejemplos de este m ism o patrón, particularmente respec­
to a la cuestión de si una paráfrasis crítica, digam os de una metáfora,
constituye realmente una paráfrasis, en «Aesthetic Problems o f M o­
dera Philosophy», págs. 76-77.) Por tanto, el escepticism o es precisa­
mente la causa de las decepciones de que se lamenta. H ay gente que
ha dicho esto de la filosofía en general. Y anteriormente he aludido a
una explicación similar del rom anticism o, com o si éste deseara en sus
decepciones (llámense melancolía o abandono) exactamente lo que no
puede existir.
N o entendía cóm o un filósofo podía darse por satisfecho con se­
mejante explicación del escepticismo sin una explicación de cóm o, y
por qué, un ser hum ano, llámese filósofo o filósofa, habría de ser lle­
vado a «poner sus miras» de ese m odo, llevado precisamente a esa for­
m a de autoderrota. Sin embargo, ahora, entendido com o una versión
del discernimiento de la perversidad que hace Poe, empieza a tener
sentido para mí. Lo que llego a vislumbrar es que el punto en cuestión
del escepticism o está precisamente en dicha autoderrota. ¿Pero es éste
su sentido últim o para mí? ¿O se trata m ás bien de que lo que debería
considerar acto seguido com o precisamente su punto en cuestión es
que el escepticism o no tiene exactamente sentido?
C o m o he dicho, no me opon go a la idea de perversidad en tanto
descripción de la conclusión del escéptico; la acepto com o una especie
de versión del carácter paradójico que constituye un rasgo esencial del
escepticism o tal y com o yo lo entiendo. Se trata, com o en otras partes,
de la actitud que me suena falsa o forzada. (¿Pero importa mucho la ac­
titud cuando lo que está en cuestión es la verdad?) Así com o no creo
que el dueño de Plutón — pues tal era el nom bre del gato— sienta por
la esposa en cuya cabeza hunde el hacha lo m ism o que siente Otelo
por la esposa que ha asfixiado, tam poco creo que el narrador que per­
petra y confiesa sus negaciones sea el pensador cartesiano, hum eano o
kantiano volviendo a sí m ism o desde, o renunciando a, sus hazañas
con la duda; volviendo a los aledaños del m undo común.
La actitud a la que estoy apuntando aparece típicamente tras la
prom ulgación de una paradoja. C u ando Pitágoras dem ostró lo que se
ha llam ado la inconmensurabilidad de la hipotenusa de un triángulo
rectángulo con los otros dos lados (iguales) y denom inó su medición
con un núm ero irracional, algunos se asustaron, otros intentaron m an­
tener el secreto confinándolo a una institución de intelectuales, y aún
otros lo consideraron, me atrevo a decir desde el m ism ísim o principio,
una brom a cósm ica que se hacia a la hum anidad. Algo similar habría
de suceder en este siglo cuando se llegó a conocer la prueba por parte
de G ódel de las proposiciones formalmente indecidibles. Del m ism o
m od o les pareció a algunos que estas actitudes encajaban con el descu­
brimiento de que no hay señales o rasgos por los que distinguir los sue­
ños de la vigilia, o la ficción de los hechos, o la literatura de la vida,
com o si esta clase de indiscemibilidad convirtiera en idénticas todas es­
tas cosa — com o si literatura y vida fueran objetos familiares bien cono­
cidos y la cuestión pendiente fuera decidir si hay que contarlos com o
una sola cosa o dos. Bueno, si descartamos el sentido del absurdo, o el
de placer o dolor irónicos, para con las fraudulentas esperanzas de la hu­
m anidad, ¿qué otra actitud cabe recomendar? Ninguna.
Podría describir la actitud que estoy com batiendo, la postura que
me gustaría m odificar hacia los eventos horrorosos de las historias de
Poe, com o una actitud en la que el narrador está «dando vida a, o re­
presentando» [acting-out], una fantasía o un im pulso inconsciente,
com o algo opuesto a recordar algo (del m ism o m od o que Freud típi­
camente opone semejante «dar vida», definiéndolo así parcialmente),
com o una forma opuesta de traer el pasado al presente, form a ésta que
trae la prom esa de una liberación de la violencia y alienación de la pul­
sión que se repite*.
Puesto que recordar es el órgano del m od o de filosofar que me
atrae, es normal que desconfíe de lo que se le pueda oponer. Algunas
veces, cabría referirse a esto com o lo meramente literario, o desenfado
im pulsivo, que puede asumir a veces la forma de un discurso técnico
aparentemente riguroso. Lejos de mí dar por supuesto o bien que el
psicoanálisis ha aclarado suficientemente la distinción de Freud entre
repetir y recordar (en «Recuerdo, repetición y elaboración»), o bien
que el escritor Poe sea suficientemente similar a su narrador com o para
que am bos resulten indistinguibles intelectualmente. Pero el que Poe
sea suficientemente distinto de su narrador com o para atraer nuestro
(quiero decir, por supuesto, mi) interés filosófico, depende de lo inte­
resante y convincente que resulte la explicación que proporciona su
discurso para amarrar la noción de perversidad; es decir, para dar cuen­
ta de la tentación hum ana de negar las condiciones de hum anidad o,
en otras palabras, dar cuenta de la voluntad de ser m onstruoso.
La cuestión concerniente a la existencia de mí m ism o, o a la crea­
ción de mí m ism o, se m odela en Poe com o la existencia de un escritor,
que existe simultáneamente con la escritura, sólo mientras ésta está
siendo escrita, expresada. Los usuarios del lenguaje, los hum anos, son
criaturas de lenguaje, existen sólo por él, del m ism o m odo que él exis­
te sólo por nosotros. Si uno de los dos es perverso, tam bién lo es el
otro. Si no hablam os (v.gr., si tenemos algo tan terrible que decir que
no puede ser dicho o creído) entonces som os inhum anos. Si la respon­
sabilidad del habla es asfixiante, alguien podría concebir llevar a cabo
una acción tan horrible que el habla parecería im posible; alguien p o ­
dría decidir convertirse en un m onstruo. (Aquí podría ser interesante
hacer la com paración con la especulación de Wittgenstein sobre lo
que sería un lenguaje privado.)
C u ando el narrador de «El dem onio de la perversidad» nos pide
que interroguemos nuestra alma a fin de descubrir que es innegable
que «esta tendencia [a saber, la perversidad] es absolutam ente radical»,
el ejemplo al que apela a continuación es el torm ento de «un deseo ve­

* Véase la entrada Acting-out en J. Laplanche y J. B. Pontalis, Diccionario de psicoaná­


lisis, Barcelona, Paidós, págs. 5-8. \N. delT.j
hemente de torturar a su interlocutor con circunloquios», es decir, el
torm ento del deseo de contar historias, incluso (com o este cuento
pone de manifiesto) el torm ento del deseo de escribir cierta clase de fi­
losofía — utilizándose de ese m od o a sí m ism o (¿a quién más estaría
dispuesto a invocar un escéptico?) com o imagen o víctima propiciato­
ria de la hum anidad. M enciono ahora otra región de lo indecible en el
cuento de Poe, región que no depende de los dem onios del lenguaje,
sino de nosotros m ism os com o su dem onio e imagen: nuestra capaci­
dad de afirm ación (sin la que no hay aseveración alguna), y por tanto
de negación.
A ños después de que el narrador hubiera com etido el crimen per­
fecto, im posible de descubrir, se presenta el dem onio del narrador y
hace posible el descubrimiento.

Me descubría permanentemente pensando en mi seguridad y re­


pitiendo en voz baja la frase «Estoy a salvo». Un día, mientras vaga­
bundeaba por las calles, me sorprendí en el momento de murmurar,
casi en voz alta, las palabras acostumbradas. En un acceso de petu­
lancia les di esta nueva forma: «Estoy a salvo, estoy a salvo si no soy
lo bastante tonto para confesar abiertamente.»

Es decir, la frase «estoy a salvo» es verdadera mientras no se diga;


decirla la refuta. Otras frases m ás fam osas que al decirse se refutan
son «Este enunciado no es verdadero» y «yo no existo». (Por ello,
puede que se te ocurra pensar que [luego] «existo» es necesariam en­
te verdadera, o innegablem ente verdadera, cada vez que se dice.)
Pero, del m ism o m od o , seguram ente no se puede decir, en las cir­
cunstancias que describe Poe, «N o estoy a salvo». (En consecuencia,
este ejem plo es diferente de otros indecibles, com o «no estoy aquí» y
«estoy dorm ido». Estos últim os son chistes graciosos, y su negación
es, en ciertas circunstancias, inform ativa.) La seguridad de uno, o la
falta de la m ism a, es incognoscible. Lo que puede conocerse es el he­
cho de la propia existencia, y cualquier cosa que de aquí se siga. Filó­
sofos co m o Descartes, Kant, Heidegger y W ittgenstein pueden con­
venir en este punto y discrepar por com pleto en lo que, a su parecer,
se sigue del m ism o. C abría ensayar ulteriorm ente la idea de que el
conocim iento del que parten filósofos tales com o M arx, Kierkegaard
y Nietzsche (y tal vez quepa añadir Freud) es el conocim iento de que
no existim os, y la discrepancia que, en cada uno de ellos, se sigue de
aquí.
Parece estar razonablemente claro que la búsqueda por parte de
Poe (del narrador) de una prueba de su (¿de él o de ella?) existencia (en
los cuentos confesionales que he citado), es la búsqueda de una prue­
ba de que respira, es decir, de que está vivo. «N o estoy más seguro de
que respiro com o de que en la seguridad de la equivocación o error de
una acción cualquiera reside con frecuencia la fuerza irresistible, la úni­
ca que nos impele a su prosecución.» Vamos a asumir que Poe delata
aquí una incertidumbre acerca de si respira; y luego dem os la vuelta a
la com paración de certezas que establece. Aparentemente, el dem onio
de Poe le lleva a pensar en este punto que no está m enos seguro de que
respira com o de que existe el im pulso en cuestión. Por tanto, su certe­
za de respirar se hace depender de su im pulso a obrar erróneamente.
En Descartes, la capacidad de «equivocación o error en cualquier ac­
ción» constituye la prueba de la posesión de libre albedrío. D e lo que
se sigue, para Descartes, que som os responsables de nuestro error por­
que som os libres de no abstenernos de él (en particular, libres de juz­
gar más allá de lo cognoscible). Para Poe, som os responsables metafísi-
cam ente de nuestros errores precisam ente porque no som os m o­
ralmente responsables de ellos. Yo soy el que no puede abstenerse. Al­
gunos m oralistas son del parecer de que cu an do hago lo que estoy
im pulsado a hacer, la acción no es exactam ente mía. La opinión de
Poe parece ser que en este caso la responsabilidad no queda nunca
depuesta — se adhiere siem pre a mí. Por supuesto, no todas las accio­
nes son de este tipo, sino sólo aquellas que exhiben lo que he llam a­
do lo inhum ano en lo hum ano, su m onstruosidad, acciones que,
querría decir, están antes y después de la m oralidad: U n ejem plo que
aduce Poe de las primeras es el deseo de torturar contando una bue­
na historia; ejem plos de las segundas son los otros com portam ientos
m ás grotescos de Poe, tales com o arrancarle el ojo al gato, dar un ha­
chazo a su mujer, casi sin provocación. La im plicación es que la m o­
ralidad queda desconcertada en ciertos m om entos a la hora de juzgar
la naturaleza hum ana, un hecho que debería ilum inar tanto los m o­
m entos «anteriores» com o los m om entos «posteriores» a la m orali­
dad. Si hay un blanco de sátira en este punto, dicho blan co lo cons­
tituyen aquellos que dicen creer en el determ inism o, quienes no
aprecian cuán libres som os (capaces de cosas que resulta difícil im a­
ginar) y cuán lejos estam os de ser libres (incapaces de resistirnos a
esta im aginación).
«El dem onio de la perversidad» em pieza con una explicación de
que hayam os pasado por alto la perversidad com o un prim um mobile
del alma hum ana — todos nosotros, los «frenólogos» y «todos los m o­
ralistas que los precedieron». Esta explicación es: «no creimos que esa
tendencia tuviera necesidad de un im pulso. N o podíam os percibir su
necesidad. N o podíam os entender, es decir, aunque la noción de este
prim um mobile se hubiese introducido por sí misma, no podíam os en­
tender de qué m odo era capaz de actuar para mover las cosas huma­
nas». Y un p oco m ás adelante:

Se dirá, lo sé, que cuando persistimos en nuestros actos porque


sabemos que no deberíamos hacerlo, nuestra conducta procede de
la combatividad de los frenólogos. Pero la combatividad es nuestra
salvaguardia contra todo daño. Su principio concierne a nuestro bie­
nestar.... Se sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado al mis­
mo tiempo por algún principio que será una modificación de la
combatividad, pero en el caso de esto que llamamos perversidadel
deseo de estar bien no sólo no se manifiesta, sino que existe un sen­
timiento fuertemente antagónico.

¿Es este sentimiento antagónico el sentimiento de malestar, que


aquí debe significar un deseo de hacerse daño? Digam os, si se prefiere
(G. R. T hom pson lo dice en la introducción a su edición de Poe cita­
da antes), que «“El dem onio de la perversidad” muestra con todo de­
talle la concepción fundam ental de Poe de que el destino fatal del
hom bre es actuar contra sus m áxim os intereses». Pero yo no veo en el
cuento ningún deseo primigenio de hacerse daño a uno m ismo, por
m ucho daño propio que resulte de los eventos. Es cierto que el dem o­
nio tiene que perder perversidad com o una «salvaguardia contra todo
daño»; no es éste el tipo de necesidad a cuyo servicio cabe entender
que está la evolución de la perversidad. Pero puede que se trate de una
salvaguardia contra alguna otra cosa, contra algo más originario, inclu­
so hum anam ente más necesario — una salvaguardia contra la aniquila­
ción, la pérdida com pleta de (la prueba de) la identidad o existencia.
(Es posible que esté disim ulando cautelosamente la cuestión de a qué
debería dirigirse primariamente la prueba de la vida hum ana, si a su
existencia o a su identidad. Resulta fácil decir que las dos están en cues­
tión, aunque sin duda es verdad. Se trata de una cuestión de priorida­
des.) Se ha dicho que la existencia de D ios se sigue de su identidad. La
existencia hum ana no se sigue más de su identidad de lo que la existen­
cia de una piedra está asegurada por una descripción de la piedra. Pero
a diferencia de la piedra, la identidad hum ana no está asegurada, com o
ciertos existencialistas gustaban decir, por el hecho de que exista un ser
hum ano. Los rom ánticos no se amedrentan al hacer notar la posibili­
dad de vida-en-muerte y de lo que cabría llam ar muerte-en-vida. M is
rom ánticos favoritos son aquellos (los m ás valerosos, creo) que no
intentan escapar a estas con dicion es vengándose de la existencia.
Pero esto significa seguir queriendo haber nacido, ser natal, por tanto
mortal.
H ay que averiguar qué se supone que prueban, o qué prueban de
hecho, las pruebas de mi existencia; qué pregunta es la que se ha
de contestar. La prueba de Descartes prueba m i existencia com o m en­
te, contesta a la pregunta «¿Soy yo una mente o un cuerpo?». El psi­
coanálisis ha averiguado la distinción entre la pregunta «¿Soy yo una
m ujer o un hom bre?» y la pregunta «¿Estoy vivo o m uerto?» — la pri­
mera com o la cuestión histérica, la segunda com o la obsesiva. O bvia­
mente, considero que la segunda es la cuestión de Poe. Pero anterior­
mente he com plicado lo que podría significar semejante cuestión atri­
buyéndole tam bién esta otra cuestión: «¿Soy un ser hum ano o un
m onstruo?» (He dicho unas pocas palabras sobre estas cuestiones en
«O n M akavejev O n Bergman», en conexión con L a reivindicación de la
razón.)
El deseo de estar bien viene precedido por el deseo de ser. Y con­
tra la aniquilación, dejar de existir com o aquel que soy, no hay ningu­
na salvaguardia, ninguna que pueda proporcionar el individuo, ni tan
siquiera la m ano de D ios en nuestra creación; su salvaguardia es el re­
conocim iento de y por los otros. (Por tanto, después de todo, decir «es­
toy a salvo» puede en cierto sentido salvarte.) Si al m ism o tiem po este
reconocim iento de y por los otros te afecta com o algo que am enaza tu
vida, te encontrarás com pletamente confundido. C reo que todos no­
sotros conocem os, más o m enos, semejante confusión. Pero es com pa­
rativamente trivial luchar contra ella proponiendo, im pulsiva u obsesi­
vamente, que para conseguir la prueba uno ha de crear (ser el autor de)
lo que haya que confesar, com o si no hubiera nada que reconocer fue­
ra de semejante confesión. Es trivial en com paración con el esfuerzo
de reconocer la no auto-autoría de la propia vida, tal y com o ella es, to­
m ándose interés en ella. Algunos desearían decir, creo, que no hay nin­
guna forma de vida propia tal y com o ella es; para mí, eso hace entre­
ver una negativa a intentar ponerla en palabras (provisionales) (un re­
chazo a luchar por su autoría).
La perversidad de Poe puede verse com o una parodia de la vulne­
rabilidad, la renuncia a salvaguardias, en el em plazam iento de nuestro
interés, en el caso de los ejemplos que aduce Poe, en la inversión que
se haga del amor, los inevitables riesgos de sus im probabilidades. La
verdad de la parodia está en su indicación del dolor que esos riesgos
conllevan, la indicación de la medida en que nuestras vidas asum en y
mantienen sus formatos por la necesidad de salvaguardarse del aban­
dono.
A P É N D IC E C
L O E S C É P T IC O Y LO M E T A F Ó R IC O

M e sentí complacido por el estudio de Robert M ankin «U na Intro­


ducción a L a reivindicación de la razón» desde el prim er m om ento que
lo leí, hace algunos años, cuando estaba preparando «Em erson, Cole-
ridge, Kant», que constituye el capítulo 2 del presente volumen. Revi­
sando ahora este capítulo, me sorprende su correspondencia con lo
que decía Mankin, y aprovecho la ocasión para decírselo y darle las gra­
cias. Ese ensayo mío está m odulado especialmente por dos líneas de la
indagación de Mankin, que podría formular grosso modo al filo de las
siguientes cuestiones: (1) ¿Q ué presagia sobre lo que yo quiero decir
cuando digo «literatura» que mis instancias de ese concepto sean tan a
m enudo obras de Shakespeare o de lo que se llama rom anticism o; y en
particular, qué tienen que ver dichas instancias con el tema más o m e­
nos implícito de la relación (si ésa es la palabra) entre filosofía y litera­
tura, tema que se repite, e incluso se elabora, en La reivindicación de la
razón? (2) ¿Q ué es lo que produce las repetidas confesiones o acusacio­
nes del libro, tal vez no todas igualmente im portantes o precisas, acer­
ca de que uno se ve «forzado» o «em pujado» a ciertos (¿ciertas m odifi­
caciones de?) conceptos?
Sobre (1). En «Em erson, Coleridge, Kant», tom o el rom anticism o
para señalar la lucha (moderna) de la filosofía y la poesía a favor y en
contra la una de la otra, a favor y en contra de la continuación de su
propia existencia. Por qué se da, o llega a darse, semejante lucha es una
cuestión, com o queda im plicado en dicho escrito, tanto filosófica y
poética com o histórica. La causa es algo a lo que yo asigno, o hago ex­
tensivo, el nom bre de escepticism o. M i últim o capítulo «Extrañados,
reajustándonos», del que esta nota es un apéndice, abunda en esta m a­
nera de ver las cosas. Este capítulo descubre en Poe (y sugiere que pue­
de encontrarse en Hawthorne), en otro lado de la mente romántica
americana distinto del de Em erson y Thoreau, que la filosofía experi­
m enta un proceso que describo com o «convertirse en literatura». (En­
tonces, ¿en qué se convierte la literatura?) Aunque unas incursiones
tan limitadas com o las expuestas apenas habrán de contar com o res­
puestas a cuestiones referentes a la relación entre filosofía y literatura,
espero que cuenten com o preparación para semejantes respuestas.
Sobre (2). «Em erson, Coleridge, Kant» ofrece adem ás una discu­
sión del verse «forzado» o «em pujado», a lo largo de sus discusiones del
ensayo «Destino» de Em erson y de las historias de Kant y Coleridge en
las que se transgrede una «línea». «Extrañados, reajustándonos» amplía
la discusión alineando esta cuestión de la transgresión con ciertas pala­
bras de Poe sobre la «perversidad», palabras interpretadas mediante un
concepto que construyo desde la práctica de Poe y que llam o los de­
m onios de las palabras. Lo que tal vez m e interese m ás del material de
Poe, visto a esta luz, y aparte de la alineación m ism a, es mi sugerencia
de que interpretar a Poe psicológicam ente por decirlo así (que supon­
go el m odo más familiar de interpretarlo), equivale a eclipsar su inter­
pretación filosófica, por decirlo así. Psicológicamente hablando, pare­
ce ser que Poe escoge ciertos tipos hum anos bastante extremos, siendo
su primera persona el primero de ellos, que son víctimas de brotes re­
pentinos de violencia que les coloca aparte de la estirpe de almas hu­
m anas ordinarias; mientras que filosóficam ente, Poe escoge su prime­
ra persona com o representativa de una innaturalidad natural en el
alma hum ana, algo cuya violencia es tan casual com o inevitable. De lo
contrario, Poe no pertenecería al escepticism o, com o yo lo entiendo.
Por otra parte, no quiero hacer la im plicación de que yo piense que
estas extensiones (a m odo de sugerencias) de mis intereses sean res­
puestas suficientes a las preguntas de Mankin. Su ensayo plantea m u­
chas cuestiones con una seriedad que aprecio enorm em ente. M e pare­
ce que algunas de sus formulaciones no las entiendo todavía suficien­
temente bien para ocuparme m ucho de ellas directamente, com o por
ejem plo su observación de que «las experiencias m ás profundam ente
sociales pueden, pues, trascender nuestras formas hum anas de vida y
merecer otros nom bres tales com o m ito, literatura o psicosis». Hay
otras contribuciones suyas que acepto com placido por encontrarse di­
rectamente en el espíritu, y abriendo su rango, de una cuestión que yo
he abordado, com o por ejem plo la indicación que hace de la discusión
por Laplanche del concepto de Freud «acción diferida» en relación con
lo que yo tenía que decir sobre «la visión (aprendizaje y enseñanza) del
lenguaje» de Wittgenstein.
Me gustaría m encionar en este contexto, para futuras referencias,
un posible punto de discrepancia que tal vez valga la pena desarrollar
con cierto detalle. En cierto m om ento de su exposición, M ankin se
pregunta: «¿Es la metáfora m enos esencial al lenguaje que la generali­
dad del m ism o?», com o si yo hubiera sugerido que la metáfora es, efec­
tivamente, m enos esencial. Su cuestión viene suscitada por mi discu­
sión de lo que llamo la proyección de una palabra, en el capítulo 7
(«Excursus sobre la visión del lenguaje de Wittgenstein») de L a reivin­
dicación de la razón. N o me parece que mi discusión devalúe la esencia-
lidad de la metáfora. Esta discusión se propone glosar el ataque implí­
cito de Wittgenstein a las «explicaciones» filosóficas tradicionales de la
generalidad del lenguaje que invocan lo que se llamaba «universales».
De esta discusión dice M ankin: «La metáfora no tiene ningún lugar en
esta consideración de Cavell, porque se la concibe siempre como... no
natural.» Pero al terminar mi capítulo con la idea de que la «transferen­
cia» metafórica es susceptible de ser descrita adecuadamente com o in­
natural, en contraste con la «proyección» no metafórica, creía por el
contrario que lo que estaba haciendo era precisamente hacer, o m os­
trar, un «lugar» para la metáfora en el lenguaje. Es cierto que la mora­
leja del m encionado pasaje es que lo metafórico queda implícitamen­
te excluido com o una explicación de la generalidad del lenguaje; pero
esto difícilmente constituye un m enosprecio de lo metafórico, puesto
que mi reivindicación es que nada (filosófico) habrá de constituir se­
mejante explicación. De esto tam poco se sigue que lo metafórico no
sea «esencial» a lo que entendemos por lenguaje.
Tal vez mi uso de «innatural» en este contexto, y en otros, no sea
intuitivo o, en todo caso, resulte confuso en conexión con lo que cons­
tantemente estoy diciendo sobre la naturalidad del lenguaje natural, es­
pecialmente sobre la forma en que se hace apelación a esta naturali­
dad, a la vez que se repudia, en el ataque del escéptico a nuestro «co­
nocim iento» de la existencia de las cosas. Es esta conexión lo que lleva
a M ankin a especular que «es posible que Cavell tenga reservas en dis­
cutir el lenguaje figurativo precisamente en la m edida que dicho len­
guaje indica el elemento violento (y la generalidad) que hay en toda
convención». N o estoy seguro de reconocerme bajo esta descripción.
Si tengo reservas en discutir el lenguaje figurativo en La reivindicación
de la razón, la causa es, me gustaría decirlo así, más inmediata, a saber
mi insatisfacción con las identificaciones y teorías del lenguaje figura­
tivo con las que me he encontrado y sobre todo, quizá, mi insatisfac­
ción con la sensación de que en estas teorías la importancia de lo figu­
rativo parece presuponerse de algún m odo, com o si lo figurativo estu­
viera en posesión de la clave del lenguaje, de lo literario, de las
am biciones (destructivas) de la filosofía, etc. Es posible que la im por­
tancia de lo figurativo no me impresione m ás que cualquier otra cosa
que suponem os existe en contraste con, digam os, lo literal. Ahora
bien, cabe considerar, desde luego, que la cuestión de lo literal tiene
que ver con las letras del lenguaje de forma tal que no se diferencia,
sino que posiblem ente se convierte en una instancia, de lo figurativo.
¿Pero cóm o averiguar que esto simplemente no desplaza el problem a?
En cualquier caso, aunque mi ánim o en el pasaje sobre la innaturali­
dad de la transferencia metafórica era constatar que había dado cuenta
de la «generalidad», o digam os conceptualidad, del lenguaje de forma
tal que su carácter m etafórico podía verse com o algo derivado, la cues­
tión evidentemente sigue siendo a la vez permanente y cam biante, re­
clam ando más estudio.
A falta de este estudio voy a concluir estas palabras introductorias
em pezando a clarificar la am bigüedad, caso de que haya sido nociva,
que pueda haber en mi invocación del concepto de lo (in)natural al
considerar tanto el cam ino del escepticism o com o el cam ino de lo m e­
tafórico.
Lo que hace innatural al escepticismo es la oportunidad que se le
ofrece de llegar a rechazar nuestros criterios para aplicar los conceptos
de nuestro lenguaje a una cosa cualquiera; rechazando, com o lo llamo
yo, la sintonización de unos con otros, un rechazo que Wittgenstein
llama (ser llevado a) hablar fuera de los juegos de lenguaje. Esto em pie­
za de m od o casual, pero continúa a m od o de un im pulso y obsesión,
encontrando reposo (tal y com o suele ocurrir) en una estructura parti­
cular (de «perceptibles» absolutos, perspectivas fijadas, «significados»
descontextualizados o despersonalizados) desde cuyo interior el len­
guaje parece una prisión, o un yermo. N o es éste el reposo, o m ejor la
paz, que Wittgenstein declara querer llevar a la filosofía. El reposo del
escepticismo se parece m ás a una parodia que a una renuncia de las
am biciones dementes de la filosofía. Es m uy probable que la reivindi­
cación que hace Wittgenstein de traer paz puede que provoque una
sonrisa m aliciosa — com o si ésta fuera, en nuestros días, la manera de
hablar de un provocador superficial. Pero podría afectarnos también
com o una sana indicación para leer la obra de las Investigaciones, una
indicación de que el deseo de traer la paz ha de verse en todos los tiem­
pos com o una búsqueda del silencio de la filosofía, un silencio filosó­
fico de la clase que sea capaz de conseguir una criatura inaplacable y
en pie de guerra, por ejem plo un final de las guerras sin significado, o
de las guerras acerca del sin significado. La idea sería la idea de lo tera­
péutico no com o un lugar sino com o un cam ino. Tal es el espíritu en
el que he subrayado la «inestabilidad» inherente del escepticismo
— tanto en sus m om entos iniciales com o en sus m om entos finales.
Lo que hace innatural a la metáfora es la oportunidad que se le
ofrece de trascender nuestros criterios; no para rechazarlos, com o si
fueran arbitrarios; sino para ampliarlos, com o si estuvieran contraídos.
(La gramática ordinaria [o wittgensteiniana] de «sol» ha de mantenerse
para llevar a cabo su aplicación metafórica a Julieta; por ejem plo, los
criterios para su salida y puesta, para su oscurecerse o eclipsarse, y para
el hecho de que produce crecimiento y sed; criterios para su brillo
com o algo que, al crear el día, y por tanto la noche, ilumina la luna así
com o la tierra.) Y la metáfora trasciende nuestros criterios no para re­
chazar nuestra sintonización m utua sino para influir en ella urgiéndo-
la (bajo cuya urgencia fracasarán algunas de nuestras sintonizaciones
con alguna gente; pero con otra se intensificará y refinará dicha sinto­
nización). En el reino de lo figurativo nuestras palabras no se perciben
com o enclaustradoras sino com o liberadoras, o no com o obligatorias
sino com o vinculantes. (Este reino no está ni dentro ni fuera de los jue­
gos de lenguaje.)
En respuesta a estas descripciones podría pensarse, y quizá sea ver­
dad, que lo que yo entiendo por «innatural» referido a lo metafórico es
lo que capta, digam os, el término «personal». De m odo similar, podría
ser que lo que entiendo por «innatural» referido a lo escéptico sea, di­
gam os, lo «privado». Yo no negaría estas posibilidades, pero, por sí so­
las, no me llevarían a abandonar la idea de innatural en am bos casos,
y ello por dos razones: (1) emplear la m ism a palabra en los dos casos
señala una conexión entre ellos, e incluso una dirección para investigar
dicha conexión, que de otro m odo se perdería; (2) las ideas de lo per­
sonal y de lo privado no están m enos necesitadas de investigación que
la idea de lo (in)natural — y en particular de una investigación de su
tendencia a insinuarse com o la condición dada de nuestra existencia,
cabría decir com o nuestra condición natural.
Al perfilar direcciones opuestas de innaturalidad en las rutas hacia
las situaciones escépticas y metafóricas del lenguaje, no niego la perti­
nencia de la especulación de M ankin sobre algún tipo de reserva que
yo pueda albergar hacia el lenguaje figurativo, reserva hacia lo figurati­
vo en tanto que «[indica] el elemento violento (y la generalidad) que
hay en toda convención». Ahora bien, «perfilar una dirección opuesta
desde», puede considerarse conceptualm ente com o una «indicación
de» (com o ocurre con un síntom a psicológico). Esto sugeriría que yo
considero que el sentido de liberación que se da en la figuración va li­
gado al sentido de enclaustramiento o cautiverio que se da en el escep­
ticismo, y que busco la liberación de am bos dos, o de la oposición de
los dos. Podría ser así.
Am bas rutas de lo innatural — com o acostum bro a formular esta
cuestión— son naturales al ser hum ano; son com ponentes de la natu­
raleza o destino de una criatura suficientemente com pleja para, o
condenada a, el lenguaje. Las dos son formas de intentar describir ade­
cuadam ente la experiencia de la aspiración hum ana al conocim iento
de la existencia com o esencialmente no susceptible de satisfacción
— una aspiración al conocim iento respecto a la que ni la reivindica­
ción de certeza ni la negación de certeza son estables. (Me he referido
a veces a esta aspiración com o el deseo h um ano de poseer el conoci­
m iento de D ios, y en consecuencia, sin duda, a ser D ios.) Esta perpe­
tua inestabilidad es lo que llam o la am enaza del escepticism o, am e­
naza que L a reivindicación de la razón reivindica ser hum anam ente de­
finitiva.
La am bigüedad de la idea de lo innatural encaja con una am bigüe­
dad de la idea de lo ordinario com o aquello que revela lo natural (en
el lenguaje). La am bigüedad se refiere a si lo ordinario, o digam os el ha­
bitat hum ano, es algo a lo que el pensam iento ha de hacernos volver
(com o al parecer se imagina Wittgenstein) o algo hacia lo que el pen­
sam iento nos ha de llevar (com o parece que se imagina Heidegger).
Tengo la sensación de que el pensam iento de Em erson y Thoreau, en
una de sus etapas, descubre que estas alternativas son interpretaciones
la una de la otra.
Forma parte del sentido de la inevitabilidad de am bas rutas de lo
innatural (hacia arriba en la metáfora, hacia abajo en el escepticismo)
que ninguna de las dos exige ser experto. Y esto form a parte del senti­
do de que ambas rutas son naturales a lo hum ano, casi ineludibles para
unas criaturas con capacidad de conversar, de someterse a la inteligibi­
lidad, de hacerse ellas m ismas legibles. Pero existe una aparente dife­
rencia entre estas dos rutas: que uno puede vérselas con el m undo ordi­
nario sin ejercer la capacidad de lo figurativo, mientras que sólo cabe
vérselas con ese m undo (sólo se puede «poseer» ese m undo) si no se
ejerce la capacidad de escepticismo. Esta última ausencia impedirá el
acceso a ciertos temores y am biciones filosóficos; la primera, excluirá
algunas otras familiaridades. Si el m undo cotidiano está som etido in­
herentemente, inpredeciblemente, a la presencia de am bas capacida­
des, entonces dicho m undo está som etido inherentemente, impredeci-
blemente, a concebirse com o lim itado, concepción que sugiere un
m undo en otro lugar, com o existente m ás allá de una línea, en com ­
paración con el cual el m un do cotidiano es inferior en profundidad
o en intim idad de existencia; otro lugar u otra m anera, que, para bien
o para mal, sus habitantes se sienten em pujados a ocupar. Por tanto,
lo ordinario es siempre una cuestión de búsqueda y un objeto de in­
dagación.
La condición siniestra de lo ordinario*

La perspectiva de pronunciar la Conferencia Tanner me predispu­


so y anim ó a intentar encerrar en un círculo razonable, o digam os con-
vivencial, un puñado de las principales fieras salvajes que pululan por
la jungla o yermo de mis intereses. U na de las primeras de tales fieras,
y obviam ente una fiera piloto, es el concepto de lo ordinario, puesto
que el primer ensayo que publiqué y del que todavía me sirvo (ensayo
cuyo título da nom bre a la colección de ensayos M ust We M ean W hat
We Say?) se puso en marcha com o una defensa de la obra de mi maes­
tro J. L. Austin, el representante más puro de la llamada filosofía del
lenguaje ordinario. C o m o un anticipo de este intento, programé el año
pasado una serie de cursos, a ser im partidos en Harvard, que tenían el
propósito de situarme yo m ism o ante m í m ism o. En el otoño de ese
año ofrecí un curso titulado «La filosofía de lo ordinario», en el que ha­
blé, por primera vez desde hacía seis o siete años, sobre algunos textos
de Austin y sobre las Investigacionesfilosóficas de Wittgenstein, con una
progresiva sensación de mi continua deuda para con este cuerpo de
pensam iento y práctica y, a la vez, con una sensación de su relativo ol­
vido en la vida intelectual contem poránea — olvido, en todo caso, del
aspecto que m ás atrae mi interés de dicho pensam iento y práctica, a sa­
ber, la devoción a la así llamada ordinariedad o cotidianidad del len­
guaje. En el semestre de primavera del m ism o año empecé un semina­
rio sobre la reciente crítica literaria psicoanalítica y otro sobre algunos

* En el original inglés, el presente capítulo va precedido del epígrafe «At Stanford:


The Tanner Lecture (1986)» [N. del T.j.
de los últimos ensayos de Heidegger. En la obra de estos dos cuerpos
de pensam iento, violentos antagonism os de nuevo cuño parecen eri­
girse contra las ideas de la filosofía del lenguaje ordinario. En el presen­
te capítulo, en su mayor parte, me propongo esbozar una topografía de
algunos textos y conceptos vistos durante el m encionado año de cur­
sos, en los que dichos antagonism os de nuevo cuño pueden servir para
poner a prueba los recursos de los puntos de vista en cuestión.
Antes de empezar con la topografía, debo decir algo sobre el título
que he dado a este material — la condición siniestra [tbe uncanniness] de
lo ordinario. C uando se me ocurrió esta frase, creí recordar que se en­
contraba en el ensayo de Freud «Lo siniestro», pero cuando acudí al
texto para com probarlo, descubrí que no era así. A su vez, había olvi­
dado que la frase aparece, más o m enos, en «El origen de la obra de
arte» de Heidegger. La ocurrencia de la frase en Heidegger resulta per­
tinente, pero mi intuición de la ordinariedad de la vida hum ana, y de
la evitación por parte de la vida hum ana de lo ordinario, no es la de
Heidegger. Para él, el carácter extraordinario de lo ordinario tiene que
ver con fuerzas que entran en juego en la constitución de nuestro
m undo habitual com ún; se trata de una constitución que Heidegger
describe com o parte de su explicación de lo tecnológico, de lo cual lo
que aceptam os com o ordinario es, por decirlo así, una consecuencia.
Así pues, este carácter extraordinario ha de verse com o un síntom a de
lo que Nietzsche profetizó, o diagnosticó, al declarar que «la tierra bal­
día crece» entre nosotros, frase ésta que Heidegger invoca varias veces
en éQué significa pensar? Mientras que para mí, lo insólito o siniestro de
lo ordinario se com pendia en la posibilidad o am enaza de lo que la fi­
losofía ha dado en llamar escepticismo, entendido (com o lo he llega­
do a entender a través de mis estudios de Austin y del segundo W itt­
genstein) com o la capacidad, e incluso el deseo, del lenguaje ordinario
de negarse a sí m ism o, en particular de negar su capacidad de poner el
m undo en palabras, la capacidad de aplicarse a las cosas que tenemos
en com ún, o de pasarlas por alto. (Entiendo por «el deseo del lengua­
je ordinario de negarse a sí m ism o» — si es que hace falta decirlo— un
deseo por parte de los hablantes nativos o con dom inio de una lengua,
que desean afirmarse a sí m ism os y desesperan de ello.) U na de las afi­
nidades entre estos puntos de vista sobre lo ordinario, sugiriéndose así
una posibilidad de mutua derivación, es que tanto el de Heidegger
com o el mío constituyen una respuesta a lo fantástico que hay en
aquello a lo que los seres hum anos llegan a acostumbrarse, llámese a
esto el surrealismo de lo habitual — com o si ser hum ano consistiese en
ser constantemente víctima de la obligación de transformar, para bien
o para mal, el rincón de la raza hum ana que nos ha tocado en suerte,
por tanto de transformar probablem ente a toda ella, en alguna especie
nueva del género hum ano. Podría describir mi tarea filosófica com o la
tarea de perfilar la necesidad, y la falta de necesidad, que entraña el sen­
tido de lo hum ano com o inherentemente extraño, digam os inestable,
su cotidianidad com o siempre fantástica. En lo que sigue, me esfuerzo
en presentar algunas variaciones de este sentido de lo hum ano en escri­
tores que no son tenidos normal o habitualmente, digam os institucio­
nalmente, com o filósofos. Aquello a lo que todo esto conduce, y de lo
que proviene, es en gran m edida el tema sobre el que versan las qui­
nientas páginas de La reivindicación de la razón. Espero que, a lo largo de
este capítulo, aparezca la parte de dicho tema que es suficiente y rele­
vante para captar el sentido de lo que creo está en cuestión.
U na advertencia general. M i intención aquí no es derivar la amena­
za escéptica filosóficamente. M i idea es que lo que en filosofía se co­
noce com o escepticismo (por ejemplo, en Descartes, H um e y Kant)
constituye una relación con el m undo, con los otros, con uno m ism o,
y con el lenguaje, que se conoce de otras incontables maneras en lo
que cabría llamar literatura, o en todo caso a lo que se está respondien­
do en literatura — en los héroes trágicos de Shakespeare, en la «melanco­
lía silenciosa» y «tranquila desesperación» de Emerson y Thoreau, en la
percepción que de nosotros tiene Wordsworth com o carentes de «inte­
rés», en la «perversidad» de Poe. Por qué la filosofía y la literatura no se
conocen mutuamente en este extremo compartido, y en qué medida si­
gue sin serles conocido, me parece que ha sido desde siempre mi tema.
Puede que sirva para dar una sensación de lo que para mí está en
cuestión, si explico un poco la respuesta que tuve al descubrir que la
frase «la condición siniestra de lo ordinario» no estaba en el texto de
Freud. M i respuesta, algo extraña y burda, fue: «no es culpa mía, sino
de Freud; Freud no ha captado su propio tema». U no de los m otivos
de mi respuesta tiene que ver con un par de negaciones, o m ejor con
una negación y un error, que hay en la lectura que hace Freud del rela­
to de E. T. A. H offm ann llam ado «El hom bre de la arena», del que se
ocupa su ensayo sobre lo siniestro. Freud introduce el relato de H off­
mann citando un estudio sobre el m ism o que se ha encontrado, que
trata el tema de lo siniestro, y que constituye la única discusión que
existe en la literatura «médico-psicológica» alemana sobre dicho tema:
un artículo de 1906 escrito por un tal Jentsch. El autor del artículo atri­
buye la sensación de lo siniestro al reconocim iento de una incertidum-
bre en nuestra capacidad de distinguir lo anim ado de lo inanim ado. El
relato de H offm ann cuenta la historia de la bella autóm ata O lim pia, de
la que se enam ora el héroe (enam oram iento que se produce cuando di­
cho héroe ve la imagen de O lim pia por un anteojo m ágico construido
por uno de los artífices del autómata). Al principio, su am or sirve para
hacer reír a los otros, que están seguros de mirar de m od o correcto por
la m áquina inanim ada; pero luego, el recuerdo de ese am or sirve para
alimentar la ansiedad de que ellos podrían estar com etiendo el m ism o
error con sus propias amadas — com o si semejante ansiedad acerca de
otras mentes, o cuerpos, fuera un acontecim iento cabalmente datable
de la historia humana. (Tal com o se dice en el relato de H offm ann: «Se
produjo una horrible desconfianza de las figuras hum anas en gene­
ral.») El héroe, Nathaniel, enloquece cuando ve desm ontar el autóm a­
ta por sus dos padres, o constructores; y antes de la catástrofe final, es
cuidado hasta su curación por el am or de su infancia, Clara, a quien
había abandonado por Olimpia.
Ahora bien, Freud niega, por lo m enos cuatro veces, que la incapa­
cidad de distinguir entre lo anim ado y lo inanim ado sea lo que pro­
duzca la sensación de lo siniestro, insistiendo por el contrario que el
indudable sentimiento de lo siniestro presente en el cuento de H off­
m ann se debe a la amenaza de castración. Me parece que en este con­
texto la negación de Freud resulta ella m ism a siniestra, quiero decir
que huele a mecánica o com pulsiva y al retorno de lo familiar reprimi­
do, ya que no existe ninguna incom patibilidad intelectual entre la ex­
plicación de Freud y la de Jentsch. Cabría haber esperado que Freud,
quien por otra parte reivindica su herencia de los poetas y escritores
creativos de su cultura, invocara el com plejo de castración precisam en­
te com o una nueva explicación o interpretación de la singular incerti-
dumbre en cuestión, sugiriendo que el esclarecimiento de H offm ann
estriba en señalar que no se resuelve esta incertidumbre, o no se alcan­
za una distinción clara, entre lo anim ado y lo inanim ado hasta que no
se resuelva el drama edípico bajo la amenaza de castración. Dicho de
otra manera: hasta que la resolución que se alcance no vea a los otros
com o otros, conozca y reconozca su existencia hum ana (separada, ani­
mada, opuesta). Visto así, la cuestión de la autom aticidad del otro apa­
rece com o una de las formas del problem a escéptico concerniente a la
existencia (com o lo llama la filosofía angloamericana) de otras mentes.
Y esta apertura a la filosofía en el relato de H offm ann sugiere una for­
ma de entender la negación, digám oslo así, instintiva por parte de
Freud del problem a de la anim ación com o la clave de dicho relato.
N os encontram os aquí con una sorprendente y provechosa instancia
de la disociación entre filosofía y psicoanálisis que Freud proclam a re­
petidas veces: una disociación en la que me parece, com o he argüido
en otro lugar, que Freud ha puesto demasiadas protestas, com o si co­
nociera su propia incertidumbre sobre cóm o, o incluso sobre si, puede
distinguirse la filosofía del psicoanálisis sin que se produzca un daño
fatal en cada uno de estos cam pos. (Este punto constituye un tema
principal de mi ensayo «Psicoanálisis y cinem a»)1.
El insistente desm entim iento de Freud de que lo siniestro sea in­
superable (esto es, su negación de que constituya una am enaza filo­
sófica perm anente) tal vez sea lo que produce (o es produ cido por)
el evidente error que hace al leer (o recordar) los m om entos finales
del cuento de H o ffm an n 2. Freud los vuelve a contar del siguiente
m odo :

Desde lo alto [de la torre] la atención de Clara es atraída por un


curioso objeto que se mueve por la calle. Nathaniel mira el objeto
por el anteojo de Coppola, que encuentra en su bolsillo, y es presa
de un nuevo ataque de locura... Entre la gente que ha empezado a
congregarse abajo avanza la figura del abogado Coppelius, que ha­
bía regresado repentinamente. Podemos suponer que es este acerca­
miento, visto a través del anteojo, lo que precipita a Nathaniel en su
acceso de locura.

Es cierto que lo que se espera es que Nathaniel — y sin duda así lo


hace— al sacar la lente, la dirija hacia lo que ha captado la atención de
Clara, y el final sugiere que tal objeto de atención habría sido su padre.
Pero de hecho (es decir, en el cuento de H offm ann) lo que ocurre es
algo distinto: «Nathaniel... encontró el anteojo de C oppola y miró ha­
cia un lado. Clara estaba de pie delante de la lente. Su pulso latía con­
vulsivamente...» En consecuencia, sobre lo que se nos invita a pensar
en el m om ento culminante de la obra, no es por qué la silueta de C o p ­
pelius en la cercanía (a quien Nathaniel nunca encuentra con su lente)
sino, m ás bien, la visión casual de Clara, produce la recaída de N atha­
niel en la locura. (En realidad, se nos invita a pensar en la significación
de que la m ujer se haya interpuesto entre Nathaniel y el objeto busca­
do, llamém osle su padre; más que, com o reivindica Freud, en el signi­
ficado del padre interponiéndose entre el hom bre y su deseo. Los pa­

1 En mi ensayo «Psicoanálisis y cinema: el melodrama de la mujer desconocida» ex­


pongo otros casos específicos de negaciones (implícitas o ambivalentes) hechas por
Freud referentes a la evolución de la filosofía en psicoanálisis.
2 Samuel Weber, en «The Sideshow, or: Remarks on a Canny Moment», hace notar
este error, pero lo interpreta de modo diferente.
res divididos de padres significarían entonces no el poder del padre
sino su impotencia, o resignación.) Entonces, el salto desde la torre es
un salto hacia el padre, a m odo de acusación y apelación. Freud se des­
preocupa fatalmente del poder del regalo (o m aldición) de la visión
que hace el padre: lo que sabem os de la lente del padre hasta el m o­
m ento culminante de la torre es que O lim pia, inanim ada, construida,
adquiere para Nathaniel anim ación en la lente. C ontinuem os, pues,
concediendo ese poder a la lente en la escena final. ¿Pero cóm o hacer­
lo? Siendo así que Clara es — ¿o no es así?— un ser anim ado, ¿tendría­
m os que invertir la dirección del poder de la lente y decir que transfor­
ma a Clara en un autóm ata? Esto no sería inimaginable, pero la ironía
de la inversión parece dem asiado oportunista, dem asiado insulsa, para
evocar la com plejidad de las cuestiones puestas de relieve por el texto
de Hoffm ann.
Recuerdo que Nathaniel, en un insulto anterior dirigido a Clara
por el rechazo de su poesía por parte de ella, la había llam ado «m aldi­
to autóm ata sin vida», y que desde el principio del cuento Nathaniel se
muestra impaciente ante la negativa de Clara a reconocer la existencia de
regiones inferiores del ser, y en consecuencia de regiones superiores
— impaciente, permítaseme decir, con su ordinariedad. (Nathaniel com ­
parte el sentido heideggeriano de lo ordinario, sentido que está presen­
te en una de las formas del rom anticismo.) Después, cuando Nathaniel
entrevé a Clara en su lente, nosotros podríam os entrever que algo vuel­
ve a cobrar vida para él — Clara tal y com o es, por decirlo así, en su or­
dinariedad, junto con el conocim iento de que él no podía soportar se­
mejante ordinariedad, su carnalidad y sanguinidad, puesto que eso sig­
nifica soportar su separación, su existencia com o otro que él, que es
precisamente de lo que su deseo vehemente hacia el autóm ata le per­
mitía escapar, de una manera u otra (o bien por no exigirle ninguna res­
puesta a lo hum ano, o bien convirtiéndole a él m ism o en un autóm a­
ta). El párrafo con el que termina el cuento ofrece la inform ación de
que, m uchos años después, Clara «había sido vista en un rem oto distri­
to, sentada junto a un apuesto hom bre delante de la puerta de una es­
pléndida casa de cam po, con dos alegres niños jugando a su alrede­
dor... esa tranquila, dom éstica felicidad... que Nathaniel, con su lacera­
da alma, nunca hubiera podido proporcionarle». M i lectura es, en
efecto, que esta descripción es la descripción de la imagen que N atha­
niel descubre en la torre por el anteojo.
La lente es una m áquina retórica que pacta con la muerte, produ­
ciendo o expresando la conciencia de vida en un caso (el de Olim pia)
por figuración, y en el otro (el de Clara) por literalización, o digam os
p or des figuración. C abría concebirla tam bién co m o una m áquina
de anim ación perpetua, la parodia de cierta escritura rom ántica; y
seguram ente, no de m od o descabellado, com o una siniestra antici­
pación de la cám ara cinem atográfica. Sacaría provisionalm ente la
m oraleja de la m áquina así: H ay una repetición necesaria en lo que
llam am os vida, o lo anim ado, necesaria p or ejem plo para lo hum a­
no; y una repetición necesaria en lo que llam am os m uerte, o lo ina­
nim ado, necesaria por ejem plo para lo m ecánico; y no hay señales,
características, criterios o retórica, p or cuyo m edio decir la diferen­
cia que hay entre am bas cosas. D e lo que, perm ítasem e sim plem en­
te reivindicar, no se sigue que la diferencia sea incognoscible o inde-
cidible. Por el contrario, esta diferencia constituye la base de todo lo
que hay que conocer por parte de los seres hum anos, o, digam os,
to d o lo que hay que decidir (com o decidir vivir), y decidirlo no so­
bre bases que se encuentren por encim a, al lado, o por debajo, de
n osotros m ism os. Dentro del proceder filosófico del escepticism o
radical, el rasgo específicam ente alegorizado por la m áquina del an­
teojo es el carácter de suceso repentino que tiene el escepticism o, el
desvanecerse del m undo al roce, tal vez, de la idea de que se podría
estar dorm ido soñando estar despierto, que es el rasgo que D escar­
tes expresa en su «asom bro».
El ensayo m ío que he m encionado hace un m om ento, en el que su­
brayo el caso de la herencia filosófica de Freud contraponiéndolo a la ve­
hemente disociación que postula su obra respecto a la filosofía, se estruc­
tura alrededor de una lectura del filme de M ax Ophüls Letter from an
Unknown Woman [Carta de una desconocida/. El filme se centra en el m e­
lodramático gesto de horror provocado en el hombre que ha recibido la
carta caligráfica, según éste va com pletando su lectura. M i lectura de su
visión del pacto con la muerte va mucho en la línea de lo que acabo de
decir del horror de Nathaniel al mirar por (o al leer las imágenes ofreci­
das por) el anteojo — una visión terrorífica de la ordinariedad, del otro
corriente visto precisamente com o ese otro corriente. Se podría pensar,
por tanto, que quiero forzar las cosas para que todo melodrama román­
tico produzca el mismo efecto. O podría pensarse, eso espero, que he
descubierto honestamente una cuestión que los cuentos románticos de
horror, y algunos filmes que los incorporan, han asum ido de hecho y
com o género entre sus principales temas de investigación; la cuestión,
digamos, del reconocimiento de la otredad, específicamente com o una
tarea espiritual, tarea que exige estar dispuesto a experimentar horror, y
com o un acontecimiento datable en el despliegue del escepticismo filo­
sófico occidental.
Volvamos ahora a los m encionados cursos y su topografía, relacio­
nados con las ideas de Wittgenstein y Austin sobre lo ordinario, con el
nom bre de Heidegger y con la crítica literaria psicoanalítica.
Dice Wittgenstein en las Investigaciones: «C uan do hablo de lengua­
je (palabra, oración, etc.), tengo que hablar el lenguaje de cada día. ¿Es
este lenguaje acaso dem asiado basto, material, para lo que querem os
decir? ¿ Y cómo ha de construirse entonces otro? — ¡Y qué extraño [Merk-
würdig] que podam os efectuar con el nuestro algo en absoluto!» (§ 120).
Es extraño, supongo que Wittgenstein quiere directamente sugerir, que
podam os formular una acusación tan precisa y sofisticada desde den­
tro y contra nuestro lenguaje, com o la de encontrarlo «basto» y «m ate­
rial». ¿Son bastos y materiales estos m ism os términos de crítica?
Escuchem os ahora las palabras de dos textos de Heidegger, del en­
sayo «D as Ding» [«La cosa»] y del conjunto de conferencias Was Heisst
Denken? (traducido com o ¿Que' significa pensar?), publicados am bos du­
rante los tres años anteriores a la p u b licació n de las Investigaciones
en 1953. Tomadas de «La cosa»: «H oy día, todo lo presente está igual­
mente cerca e igualmente lejos. D om in a lo in-distante.» Y también...
«¿Este juntarse [o amontonarse] de todo [en la uniform idad de lo que
carece de distancia] no es aún más terrible que una explosión que lo
hiciera todo añicos? El hom bre tiene la m irada fija en lo que podría
ocurrir si hiciera explosión la bom ba atómica. El hom bre no ve que la
bom ba atómica y su explosión no es m ás que la mera deyección final
de lo que hace tiem po está ahí, de lo que ya ha ocurrido»"'. Según Hei­
degger, lo que ya ha ocurrido es el encogim iento o desintegración de
lo hum ano en el progresivo dom inio de una clase particular de pensa­
miento, una progresiva violencia en nuestra exigencia de apoderarnos
de o explicar el m undo. (Dejo de lado p or el m om ento mi recelo, casi
desdén, hacia el tono de la observación de Heidegger, su actitud de pa­
recer excluirse ella m isma de la necesidad com ún de funcionar bajo
una amenaza cuyo carácter absoluto la hace [aparecer ante nosotros]
diferente a cualquier otra anterior.) En ¿Qué significa pensar? encontra­
m os una conexión con el lenguaje ordinario de este destino del pensa­
m iento violento y la ausencia de distancias; dice Heidegger aquí:

Un síntoma, a primera vista cabalmente superficial, del poder


progresivo del pensamiento unilateral, es la proliferación por do­
quier de designaciones consistentes en abreviaturas de palabras o en
combinaciones de sus letras iniciales. Presumiblemente, nadie se ha

Pág. 144 de la versión castellana /N . de\ T.j.


detenido nunca a pensar seriamente en lo que ha ocurrido ya cuan­
do alguien, en lugar de Universidad, dice simplemente «Uni» — eso
es com o decir «Kino» [«cine»]. Ciertamente, la sala de proyeccio­
nes cinematográficas sigue siendo diferente de la academia de las
ciencias. [¿Se sugiere con esto que algún día no serán diferentes?
¿Qué importancia tendría esto? ¿Qué importancia tendría para
Heidegger?] Sin embargo, la designación «Uni» no es accidental,
mucho menos inofensiva [pág. 34].

Leyendo esto, me pregunto: ¿C uan do em pleo la palabra «cine»


(¿En lugar de cinem atógrafo o cinema?) estoy realmente ejemplifican­
do, o siquiera fom entando, la aniquilación del habla hum ana, y por
tanto de lo hum ano? Y entonces pienso: Heidegger no puede oír la di­
ferencia entre la utilidad práctica de la supresión de letras o de palabras
extravagantes en las siglas (U N E S C O , N A TO , MIRV, SID A ) y la inti­
m idad (llámese cercanía) de los coloquialism os populares y de las abre­
viaturas cultas (cine, película, v.g., ed.). Pero luego pienso: N o se trata
de esto, debe ser que la fuerza del pensam iento de Heidegger no se m a­
nifiesta en la elección de ejemplos, no más de lo que se manifiesta en
sus pobres esfuerzos por describir el estado actual de la sociedad indus­
trial (com o si nuestro conocim iento de los aspectos más superficial­
mente visibles de tales cuestiones tuviera que darse por supuesto, su­
puesto o bien com o sofisticado o bien com o irrecuperablemente inge­
nuo). Por lo que respecta a las descripciones del estado actual de la
sociedad occidental, la pasión y precisión de, por ejemplo, la prosa de
Stuart Mili eclipsa por com pleto a la de Heidegger. Y respecto a su in­
vocación del lenguaje y cultura populares, simplemente Heidegger ca­
rece de tacto, o de oído. Estas materias se perciben con m ás profundi­
dad en, por ejemplo, una película de Alfred Hitchcock.
Para desechar de mí m ism o, en esta región, el aire de superioridad
de Heidegger, voy a echar una ojeada a una frase del filme North by
Northwest [Con la muerte en los talones], (Filme en el que Cary Grant es
atacado por una avioneta fum igadora en un maizal del M edio Oeste
americano y rescata a una m ujer del m onum ento M ount Rushmore
form ado por las cuatro cabezas de cuatro presidentes americanos.) La
frase la dice alguien en respuesta a una pregunta de Grant acerca de si
pertenece al F.B.I.: «F.B.I., C.I.A ., todos estam os en la m isma sopa de
letras»; dicho lo cual, la conversación queda ahogada por el rugido de
un avión hacia el que se dirigen los personajes. A primera vista, la fra­
se en cuestión dice que no importa lo que uno diga; pero en una se­
gunda mirada, o atendiendo al gruñido del m otor invisible, la línea su­
giere que lo importante es que esto no importe. Esa frase evoca (1) el
nom bre de una com ida de niños, algo con lo que se em pieza; (2) un
coloquialism o que significa que todos estam os en un peligro com ún;
y (3) se trata de una sentencia cuyas seis primeras letras (las iniciales) in­
dican que hem os olvidado, para nuestro peligro, el abecé de la com u­
nicación, a saber la capacidad de hablar juntos de nuestros intereses co­
munes. ¿Pero lo hemos olvidado porque carezcam os de palabras largas
o antiguas? Parece más interesante preguntarse por qué «F.B.I.» es la
abreviatura de un nom bre que contiene la m ism a palabra que las Inves­
tigacionesfilosóficas de Wittgenstein, así com o preguntarse en qué con­
siste el concepto de inteligencia para que los militares tengan agencias
o sociedades de inteligencia mientras que las universidades no las tie­
nen. Pero estando dispuesto a disculpar provisionalm ente a Heidegger
por su falta de oído en estas regiones, habré de esperar hasta mi acerca­
miento a las m ism as más tarde en el presente capítulo, cuando invo­
que los escritos de Ralph Waldo Em erson y de su discípulo Henry D a­
vid Thoreau, para los cuales tam bién resulta decisiva la idea de cerca­
nía o (com o dice Thoreau) de proxim idad (con la que explícitamente
afirma Thoreau querer decir lo más cercano), y cuyos conceptos creo que
puedo seguir holgadamente.
Por el m om ento, me vuelvo al otro material del que he hecho m en­
ción y que es aparentemente antagónico al lenguaje ordinario y su fi­
losofía. Me refiero al material presentado en mi seminario sobre la re­
ciente crítica literaria de corte psicoanalítico, que em pezaba — en mi
esfuerzo por empezar a estudiar el reciente pensam iento francés de
una manera algo sistemática— con una lectura de algunos pasajes del
controvertido y quizá dem asiado fam oso estudio de Jaques Lacan
del cuento «La carta robada» de Edgar Alian Poe. El m otivo declarado
de Lacan por el que emprendió el estudio del relato de Poe es su ido­
neidad para servir de ilustración a las especulaciones de Freud sobre la
com pulsión de repetición expuestas en M ás allá del principio del placer,
ilustración sugerida por el rasgo narrativo del cuento de Poe de que
una carta com prom etedora, robada por una persona que deja en susti­
tución otra carta en lugar de la primera, es robada de nuevo y devuel­
ta a su posición original por otra persona que a su vez deja otro sus­
tituto (o sucedáneo) en su lugar. C iñ én dose a los cam bios de iden­
tificación establecidos p or esta estructura repetitiva de robos o
desplazam ientos de la carta, Lacan trata en efecto el cuento de Poe
com o una alegoría de lo que, a su entender, exige la interpretación psi-
coanalítica — la localización y retorno de significantes desplazados.
Esta interpretación, junto con el particular arte con el que se oculta la
carta, erige también al cuento en una alegoría de la escritura. Suplico a
todos aquellos para quienes esta interpretación, y las secuelas que ha
inspirado, sea com pletam ente familiar, tengan paciencia conm igo
mientras reviso de nuevo el cuento, sólo lo suficiente com o para poder
señalar (algo que me ha sorprendido e incluso alarmado) que el relato
constituye tam bién una alegoría, tan exacta y desarrollada al m enos, de
la filosofía del lenguaje ordinario. El sentido de esta aplicación viene
dado en el cuento de Poe poco m enos que identificándose él m ism o
com o un estudio — y por tanto probablem ente com o un acto— de
lectura de la mente.
C reo que parte de la irritación producida por la filosofía del len­
guaje ordinario (desde sus com ienzos en Austin y Wittgenstein hasta el
presente) depende de algún tipo de sensación concerniente a la reivin­
dicación que para sí hace dicha filosofía de la capacidad de leer las
mentes: efectivamente, ¿qué otra cosa podría ser el origen del feroz co­
nocim iento que los filósofos del lenguaje ordinario reivindican adivi­
nar exam inando palabras estúpidam ente familiares que nosotros dom i­
n am os p or com pleto tanto co m o dichos filósofos? Por ejem plo,
A ustin reivindica en «Otras mentes» que cuando digo «yo sé», no rei­
vindico una penetración m ás profunda o indudable de la realidad que
cuando digo «yo creo»; más bien, lo que hago es tom ar una postura di­
ferente hacia lo que com unico: doy mi palabra, arriesgo mi pensa­
m iento, de m odo diferente — la m ayor penetración tal vez se dé en la
dirección de mi honestidad o fiabilidad (pág. 78). Y a mí me parece
que uno de los resultados filosóficos inm ediatos que Austin desea ob­
tener de esta observación (y posiblem ente otros resultados similares de
miles de observaciones similares) es cuestionar, quizá repudiar, la anti­
gua imagen platónica de una serie ascendente de grados en el conoci­
miento, imagen que Platón especifica en su alegoría de la «línea diviso­
ria» del conocim iento, una idea, si no una imagen, que es probable
que sigan sosteniendo los filósofos sin ser capaces de cuestionar. De
este cuestionam iento o repudio de Austin se sigue otra consecuencia:
cuestionar si existe, o debería existir, o en qué consiste la fantasía de
que existe, una clase especial de personas a quienes llamar filósofos
que poseen, y son celebrados por, una clase o grado especial de cono­
cimiento. La idea de Austin parece ser que la diferencia filosófica deci­
siva entre las mentes no radica en la posesión de hechos y en la agili­
dad de su m anipulación — estas diferencias son razonablemente ob­
vias— sino en, digam os, su escrupulosidad intelectual, en el sentido
que se tenga de lo que uno está o pudiera estar en posición de decir,
en su reivindicación de autoridad para impartir saber, dentro de nues­
tra finitud com ún, a nuestros prójim os hum anos.
¿M i elaboración de la im plicación de Austin, a partir de la diferen­
cia descubierta por él entre decir «yo creo» y «yo sé» (es decir, la dife­
rencia entre creencia y conocim iento), sugiere el tipo de ofensa o irri­
tación que Austin puede producir y, en realidad, fomentar? Supongo
que yo m ism o estoy fom entando ahora, o provocando, irritación con
mi uso casual, entre paréntesis, de ese «es decir» que produce una tran­
sición desde el uso de nuestras palabras «creencia» y «conocim iento» a,
quizá pueda decirlo así, la naturaleza de la creencia y del conocim ien­
to. Esta transición casual (o accidental, com o diría Em erson) viene ex­
presada en el lema de Wittgenstein «Q ué clase de objeto es algo, lo
dice la gramática» (§ 373). Pienso que esto no es sim plemente una
ofensa más. Sin este sentido de descubrimiento (de la naturaleza de las
cosas) los ejemplos de la filosofía del lenguaje ordinario fracasarían
completamente, según creo, en su inventiva. Si lo anterior es correcto,
entonces su persistente oscuridad está en función de que la produc­
ción de tales ejemplos es m uy difícil, tal vez im posible, de enseñar.
Cuando en los primeros ensayos de M ust We M ean W hat We Soy ■[éDe­
bemos querer decir lo que decimos?] buscaba yo caracterizar y defender esta
transición (desde lo que hay que decir a lo que hay que poner en pala­
bras), y lo buscaba alineando la m otivación de las Investigaciones con la
de la Crítica de la razón pura en tanto que exploración de la lógica tras­
cendental, no sólo no se me concedió crédito alguno sino que mi tra­
bajo fue acusado de ser un descrédito para la filosofía empíricamente
sólida. (Véase, en particular, mi «Availibity», pág. 65.) Aunque esta acu­
sación sea bastante comprensible vista com o una primera reacción, y
aunque no voy a intentar añadir nada ahora a las defensas expuestas en
dicho libro, sino más bien a ocuparm e de lo que al principio del pre­
sente ensayo llamaba «antagonism os de nuevo cuño» respecto de lo or­
dinario, quiero no obstante derivar una consecuencia práctica de la
transición que he descrito toscamente com o una transición desde el
lenguaje a la naturaleza (transición que pide a gritos m ucha más des­
cripción, y en particular pide descripciones que den cuenta del sentido
de que haya una «transición» en cuestión), a saber, la consecuencia
práctica de que no se puede conocer por adelantado si, o cuando, un
ejem plo de apelación al lenguaje ordinario avivará la im aginación filo­
sófica, motivará filosóficamente la conversación. C o m o si el proceder
del lenguaje ordinario exigiera en cada momento la experiencia de la con ­
versión, transformarse completamente. H ablem os de ofensas.
Tom em os otro ejemplo, esta vez de Wittgenstein: «N o puede decir­
se que los demás saben de mi sensación sólo por mi conducta — pues
de mí no puede decirse que sepa de ella. Yo la tengo» (Investigaciones,
§ 246). Sin embargo, y para empezar, todo filósofo que virtualmente
haya sido atrapado por la pregunta escéptica de si y cóm o podem os sa­
ber de la existencia de las así llamadas otras mentes, se ha sorprendido
a sí m ism o diciendo algo de este tipo, que los otros saben de mí a lo
sum o por mi conducta (como si se plantearan los siguientes interro­
gantes: ¿D e qué otra manera si no? ¿A través de la lectura de la mente
o de algún otro tipo de telepatía?). Y cabría imaginar la brom a que una
sensibilidad parisina m oderna se inclinaría a hacer ante semejante ape­
lación cursi a lo que «no puede» decirse, com o si Wittgenstein apelara
a nuestro sentido del decoro o, digamos, pulcritud del lenguaje. ¿D e­
beríamos, especialmente nosotros filósofos serios, descender a tales
consideraciones de decoro o de simples m odales? ¿Se trata siquiera de
una crítica nueva? Ciertamente, se parece a la crítica que Bertrand Rus-
sell y otros representantes de la filosofía de habla inglesa elevaron ini­
cialmente contra las Investigaciones tras su primera aparición («Som e Re-
plies to Criticism», pág. 161) y contra la obra de Austin publicada en
años precedentes («The C ult o f C om m on Usage»), crítica que viene a
decir que semejante obra equivalía a una serie de exhortaciones sobre
cóm o deberíam os hablar, que lo que buscaba era corregir, por decirlo
así, nuestro rudo porte. Seguramente esto no es del todo falso, o no es
falso en toda explicación. Constituye algo de lo que Wittgenstein que­
ría decir al com parar con «los primitivos» la raza hum ana actual filosó­
ficamente avanzada. Sin embargo, en cualquier m om ento puede suce­
dem os, a nosotros que som os el verdadero caso, que no podam os, por
decirlo así, hablar de que alguien sabe de nuestras sensaciones sólo por
nuestra conducta, sin insistiré.n que las palabras dicen la verdad obvia;
y sin otra base aparente para esta insistencia que la necesidad filosófi­
ca: ¿Y debería ser satisfecha esta necesidad? ¿Pero por qué debería la fi­
losofía insistir en la importancia del m encionado «sólo»? «Sólo», en
este contexto, sugiere cierta decepción con mi conducta considerada
com o vía de acceso al conocim iento de lo que ocurre en mí, nuestra
vía jante de mieux — no una decepción con este o aquel fragmento de
mi conducta, sino con la conducta com o tal, com o si mi cuerpo se in­
terpusiera en el cam ino del conocim iento por los otros de mi mente.
Todo esto com ienza ahora a m ostrar su demencia, com o si la filo­
sofía estuviera insistiendo en, o fuera em pujada a, algún estado de va­
cuidad. Y un diagnóstico de este tipo es en realidad la conclusión filo­
sófica de Wittgenstein, o su convicción sobre la filosofía. Cabría decir
que su idea es que semejante uso filosófico de «sólo» — esa palabra casi
imperceptible en su aparentemente trivial reivindicación sobre lo que
no puede decirse (una trivialidad entre otras mil)— no constituye sim ­
plemente una señal de que, digam os, infravaloramos el papel del cuer­
po y su com portam iento, sino que falseam os dicho papel, incluso ca­
bría decir que falseam os el cuerpo: al filosofar convertim os el cuerpo,
por decirlo así, en una cubierta impenetrable. Es com o si, al filosofar,
quisiéramos esta m etam orfosis, quisiéramos colocar la mente fuera de
alcance, quisiéramos hacer inexpresivo el cuerpo, y descubriéram os al
m ism o tiem po que no podem os querer cabalmente eso, que no pode­
m os quererlo sin reservas. Wittgenstein está interesado en esa peculiar
tensión deform adora de la filosofía (que tal vez constituya el crimen
peculiar de la filosofía) de querer exactamente lo im posible, del pensa­
m iento que se tortura a sí m ism o, del lenguaje que se niega a sí m ismo.
En el filosofar de Wittgenstein se busca el origen de esta tortura y
negación del lenguaje — qué hay en el lenguaje que hace que esto pa­
rezca necesario, y qué p asa con el lenguaje que lo hace posible.
W ittgenstein dice que estam os hechizados por el lenguaje; en conse­
cuencia, sus procedim ientos terapéuticos van dirigidos a sacarnos del
hechizo. D e forma comparable, creo, Lacan habla de su terapia com o
de una lectura de lo ilegible. (O Shoshana Felman habla así por él de
dicha terapia, en «O n Reading Poetry», con quien estoy en deuda en
ésta com o en otras materias.)
Sirva esto para indicar el tipo de ofensas que las reivindicaciones
de la filosofía del lenguaje ordinario pueden, y deberían, producir. De
todos m odos, es la actitud o nivel en que me parece que «La carta ro­
bada» de Poe sirve de alegoría suya.
El cuento empieza, hago recordar, con la visita que el prefecto de
la policía parisina hace al detective D upin a fin de pedirle su opinión
sobre un caso oficial m uy difícil. Estas son las primeras palabras del
diálogo:

— Si se trata de algo que requiere reflexión — observó Dupin,


absteniéndose de dar fuego a la mecha— será mejor examinarlo en
la oscuridad.
— He aquí una de sus ideas raras — dijo el prefecto, para quien
todo lo que excedía su comprensión era «raro», por lo cual vivía ro­
deado de una verdadera legión de «rarezas»— ... Por cierto que es un
asunto muy sencillo..., de todos modos pensé que a Dupin le gusta­
ría conocer los detalles, puesto que es un caso muy raro.
— Sencillo y raro — dijo Dupin— ... Quizá lo que induce a error
sea precisamente la sencillez del asunto.
— ¡Qué absurdos dice usted! — repuso el prefecto, riendo a car­
cajadas.
— Quizá el misterio es un poco demasiado sencillo — dijo Dupin.
— ¡Oh, Dios mío! ¿Cóm o se le puede ocurrir semejante idea?
— Un poco demasiado evidente.
— ¡Ja, ja! ¡Oh, oh! — reía el prefecto, divertido hasta más no po­
der— . Dupin, usted acabará por hacerme morir de risa.

La narración prosigue, en suma, contándonos el hecho de que una


carta robada fue escondida mediante el procedim iento de dejarla en
un lugar plenamente visible, casi dem asiado evidente, casi demasiado
fácil de ver, com o cuando no se repara en algo que está ante las nari­
ces; para pasar luego, la narración, a una discusión de las teorías alter­
nativas de la forma de descubrir la verdad de las cosas ocultas. Natural­
mente, resulta comprensible que el lector de las Investigaciones de Witt­
genstein aguce el oído ante la mera noticia de un cuento en el que algo
se pasa por alto precisamente por ser obvio. Cabe recordar observacio­
nes tan características de las Investigaciones com o éstas;

— Los aspectos de las cosas que para nosotros son más impor­
tantes están ocultos por su simplicidad y [cotidianidad, ordinarie­
dad]. (Se puede no reparar en algo — porque se tiene siempre ante
los ojos) [§ 129].
— La filosofía simplemente lo pone todo ante nosotros, y no ex­
plica ni concluye nada— . Puesto que todo yace abiertamente, no
hay nada que explicar. Pues, lo que acaso esté oculto, no nos intere­
sa [§ 126],

Pero otro filósofo que no sea un filósofo del lenguaje ordinario po­
dría hacer reivindicaciones comparables, por ejem plo el Heidegger de
Ser y tiempo, cuyo m étodo, cabe decir, pretende desvelar lo obvio, lo
siempre presente. El eje alegórico, que nos permite pasar específica­
mente del cuento de Poe a la filosofía del lenguaje ordinario, es la re­
petición en el cuento de la idea de lo raro o extraño, y en particular la
asociación que se establece entre esta idea de lo raro y las consiguien­
tes carcajadas. En efecto, construir ejemplos cuya rareza provoque car­
cajadas (por supuesto, silenciosas las más de la veces) es una caracterís­
tica de los m étodos de Austin y Wittgenstein, característica que es a la
vez filosóficamente indispensable y (hasta donde yo sé) filosóficam en­
te única de ellos. Tal vez Austin sea el más divertido, pero ahora voy a
recordaros cóm o retumba ese ruido en las Investigaciones'.

— Imagínate que alguien dijese: «¡Pero yo sé cuán alto soy!» y a


la vez llevara la mano a su coronilla para probarlo 1§ 279].
— El sillón piensa para sus adentros:... ¿dónde? ¿En una de sus
partes? ¿O bien fuera de su cuerpo, en el aire a su alrededor? ¿O en
ninguna parte en absoluto? Pero, entonces, ¿cuál es la diferencia en­
tre el hablar interno de este sillón y el de otro que esté a su lado?
— Pero, entonces, ¿cómo es la cosa con el hombre: dónde habla
él consigo mismo? [§361],
— Uno podría imaginarse que alguien se quejara: «¡alguien tiene
dolor — ¡no sé quién!»— por lo que acudiríamos en auxilio del que
se está quejando [§ 407],

Pero tales ejemplos apenas arañan la superficie de la dim ensión de


la rareza en las Investigaciones. Tenemos además el frecuente uso que
hace Wittgenstein de la palabra seltsam, característicamente traducida
al castellano por «raro», palabra ésta que tam bién traduce el frecuente
uso de Wittgenstein de la palabra alemana merkwüdig, com o también
lo hace la palabra castellana «extraño». Es natural que estas palabras
sean frecuentes en Wittgenstein porque contrastan exactamente con lo
que es alltáglich, ordinario, cotidiano, cuya apelación constituye el m é­
todo y meta continuos de Wittgenstein. Este se esfuerza, explícitamen­
te a veces, en instruirnos sobre dónde encontrar algo extraño («N o con­
sideres evidente, sino com o un hecho notable, el que los cuadros y na­
rraciones Acciónales nos den placer, ocupen nuestro espíritu» [§ 524]);
así m ism o, otras veces, nos indica cóm o superar un sentido autoim-
puesto de extrañeza. («A veces, una oración sólo parece extraña cuan­
do nos im aginam os para ella un juego de lenguaje distinto de aquel en
el que la em pleam os efectivamente» [§ 195].) Wittgenstein nos habla
com o si hubiésem os alcanzado un estado de com pleta infamiliaridad
con el m undo, com o si nuestro m ecanism o de ansiedad, que debería
señalar peligro, se hubiese estropeado, trabajando dem asiado y dem a­
siado poco.
El retorno de lo que aceptemos com o m undo habrá de presentar­
se, pues, com o un retorno de lo familiar, o lo que es lo m ism o, exacta­
mente bajo el concepto de lo que Freud denom ina lo siniestro. Que lo
familiar sea el producto de un sentido de lo no-familiar y del sentido
de un retorno significa que lo que retorna después del escepticismo
nunca es (meramente) lo m ism o. (En este contexto, una imagen tenta­
dora podría ser la expresada por el sentimiento de que «no hay cam i­
no hacia atrás». ¿Implicaría esto que hay un cam ino hacia adelante?
Q uizá haya algunos «atrás» o «antes» o pasados cuya presencia no re­
quiera ningún «camino». Entonces, eso podría significar que no hemos
encontrado el cam ino de salida, que nunca hem os salido, que no he­
m os entrado en la historia. Lo que en este punto habría que desarro­
llar es la idea de una diferencia tan perfecta que no existe ninguna for­
m a o característica según la que decir en qué consista la diferencia
[cosa que yo describo diciendo que en tales casos no existe diferencia
alguna en los criterios] — com o es el caso de la diferencia entre el m un­
do de la vigilia y el m undo de los sueños, o entre las cosas naturales y
las cosas mecánicas, o entre lo masculino y lo femenino, o entre el pa­
sado y el presente. Una diferencia en la que todo y nada difiere es si­
niestra.)
Pero el ángel de lo extraño sobrevuela las Investigaciones de m odo
todavía m ás persistente. Todo el libro puede verse ya contenido al prin­
cipio del m ism o, en la cita introductoria de las Confesiones de San Agus­
tín, cita cuyo tema consiste en la descripción que hace el propio santo
de su aprendizaje del lenguaje. Esta posibilidad depende de que se vea
que dicha cita contiene las raíces de todo el florecer de conceptos en el
resto de las Investigaciones. Pero depende igualmente de que se vea que
el hecho m ás notable en esta cita de Agustín es que nadie tendría por
qué considerarla notable, extraña, rara, digna de ser citada: «Cuando
ellos (los mayores) nom braban alguna cosa y consecuentemente con
esa apelación se movían hacia algo, yo veía y comprendía que con los
sonidos que pronunciaban llamaban ellos a aquella cosa cuando pre­
tendían señalarla. Pues lo que ellos pretendían se entresacaba de su
m ovim iento corporal... y una vez adiestrada la lengua en esos signos,
expresaba yo con ellos mis deseos.» (Para entrever el carácter extraño
de la cita, imagínese que la sentencia final fuera de Samuel Beckett.) Te­
nem os aquí el primer segmento de los incontables m om entos del libro
en los que se nos lleva a estar inseguros de si una expresión es impor­
tante o casual, lo cual resulta estar en función de si abandonam os la ex­
presión ordinaria o la elevamos al rango de filosofía, elevación que de­
pende de la evitación de nuestro sentido, digám oslo así, del ridículo,
un sentido que Wittgenstein se esfuerza en despertar. La filosofía en
W ittgenstein acaba por exigirnos una com prensión de qué es eso de la
seriedad de las preocupaciones filosóficas (por el significado, referen­
cia, intención, designación, comprensión, pensamiento, explicación,
por la existencia del m undo, por si mi conducta consiste sólo en m o­
vimientos), de qué y cuáles son sus requisitos de satisfacción, su recha­
zo de semejante satisfacción — así com o también una comprensión
del m odo cóm o esta seriedad depende de desactivar nuestro sentido
de lo extraño y de lo no-extraño, para entender luego por qué esta filo­
sofía se encuentra siempre oscilando alrededor de lo superficial, o tri­
vial; com o si se tratara de una danza misteriosa. (El sentido de esta mis­
teriosa oscilación fue lo que me llevó, al principio de mi interés por
W ittgenstein, a comparar su escritura con la escritura de Beckett [para
quien lo extraordinario es ordinario] y con la de C héjov [para quien lo
ordinario es extraordinario], quienes por tanto cortejan ineludiblemen­
te lo siniestro.)
Me encantaría seguir ahora con una elaboración m inuciosa de la
alegoría de la filosofía del lenguaje ordinario que se encuentra en el
cuento de Poe, pero lo m ás que puedo hacer aquí es proponer llana­
mente unas cuantas reivindicaciones sobre esta cuestión. La segunda
m itad del cuento consta de una narración de la narración y explicación
que hace D upin de sus habilidades de adivinación. D upin empieza
describiendo un juego infantil de «pares y nones» [even and odd], en el
que uno de los jugadores oculta en su m ano cerrada cierto núm ero de
bolitas y pregunta al otro si el núm ero es par o impar. U n cam peón de
ocho años en este juego, explicó a D upin que su m étodo para ganar
consistía en determinar si su oponente era listo o tonto; y D upin cita
el m étodo em pleado por el niño com o la base del éxito de, entre otros,
Tom m aso Cam panella (cuyo sistema para leer las mentes había descri­
to el niño) y de M aquiavelo, nada m enos. En mi opinión, Lacan infra­
valora la relación de esta historieta de D upin con la contienda que éste
últim o se lleva, al principio del cuento, con el Prefecto y su visión de
la rareza universal. Esta relación depende de que se tom e en serio el
juego que hace Poe con, o la fuerza que pone en, la palabra inglesa odd
[raro, extraño]. En su traducción, Baudelaire no intenta conservar, o
no se m olesta en hacer notar, esta incidencia. El traductor francés uti­
liza bizarre para la palabra odd del Prefecto, y para even or odd emplea
pairou im pair— ¿Q ué otra cosa podría haber hecho? Naturalm ente La-
can sabe todo esto, pero me parece que se despreocupa del asunto con
decidir (ciertamente de m odo correcto) que una «mejor» traducción de
odd en este relato sería una palabra que signifique «singular». Singular
es una palabra m uy sutil en otros lugares de la escritura de Poe, pero en
el texto de «La carta robada» los diferentes usos de odd para nom brar
lo que es divertidamente obvio y para nombrar, a la vez, lo que cons­
tituye una posibilidad de lectura de la mente en una contienda de cál­
culos ocultos — esto es, la coincidencia intraducibie que hay en las pa­
labras de Poe— no deberían limarse sino mantenerse en fricción. Li­
marlos, podría ayudar al aparente olvido por Lacan de la contienda
por la lectura de la mente que hay en el juego de even and odd (en el que
es maestro un niño de ocho años) com o una especie de figura de la co­
m unicación, llámese de la escritura y de la lectura; y en particular una
figura para la lectura de este texto de Poe, que nos vuelve a contar se­
mejante contienda. La divertida obviedad de esta figura, su banalidad,
su profundo ocultamiento a plena vista, no debería ser m otivo para
que no veam os en qué consiste.
La fructífera percepción de Lacan de que el cuento de Poe está
construido según una repetición de estructuras triangulares en el robo
de la carta, constituye la base de las subsiguientes controversias sobre
el cuento, y lo único que suscita mi presente reserva es la forma en que
Lacan lee dicha repetición, o la forma en que interrumpe su lectura.
He aquí lo que logro sacar al detenerme un poco en la tematización de
la lectura par o impar de las mentes. Siendo así que en el segundo
triángulo D upin asume la posición que ocupaba el ministro en el pri­
m ero (la posición del ladrón, el que ve lo que los otros ven, a saber que
el rey no ve la carta y que la reina ve que el rey no la ve, sintiéndose
por ello falsamente segura), y que el ministro asume en este segundo
triángulo la posición que la reina ocupaba en el primero (la posición
del que es robado ante sus propios ojos, o narices), entonces a Lacan le
parece que la posición del rey en el primer triángulo (la de quien es cie­
go) es ocupada por la policía en el segundo (que es ciega ante la cosa
oculta a plena luz). Sin negar todo esto, deberíamos hacer notar tam ­
bién que en la segunda entrevista (en la que D upin roba al ladrón), el
tercer lado del triángulo (la policía) está presente sólo por implicación
(Dupin y el ministro se encuentran ficcionalmente solos); y entonces ha­
cer notar además que otro lado está igualmente presente aquí, específica­
mente presente (sólo) por implicación, a saber el lector, yo m ismo, para
quien la carta ficcional también es invisible. Por tanto yo soy, en esa mis­
ma medida, tanto el rey com o la policía de la carta(s) de Poe. Pero pues­
to que a mí (quienquiera que sea) se me muestra después de todo el con­
tenido de ese objeto literal llamado «La carta robada» (es decir, el cuen­
to de Poe), y puesto que dicho contenido es pensado realmente, o en el
arte, para mí, incluso privadamente por decirlo así, yo soy la reina a
quien se roba la carta, así com o también el par de ladrones que me la sus­
traen y devuelven terapéuticamente (pues, ¿quién más sino yo mismo
podría haberme robado esto a mí?) Y si he de leer la mente de aquel en
cuyas m anos está la carta (es decir, las mías, por tanto mi mente) pero
también la mente que acom paña la m ano que la escribe (es decir, la del
autor — pero, ¿qué autor, el de la «Carta» literal o el de la carta ficcio­
nal?), entonces la carta ha de leerse también com o la obra de alguien que
se me opone, que me desafia a conjeturar si cada uno de sus eventos es
raro o extraño /odd/, ecuánime o ajustado [even], cotidiano o notable, or­
dinario o extraordinario. (No estoy invocando ahora lo que entiendo
por una teoría de la respuesta del lector, sino algo que me gustaría poder
entender com o una teoría de la identificación del lector.)
Así pues, este texto del «cuento» de Poe ofrece la siguiente repre­
sentación de la textualidad, o constitución de un texto. El texto es un
artefacto, dentro de una actividad cuya contienda es la lectura de la
mente, que está abiertamente oculto en y por las m anos. Lo robo a mí
m ism o y me lo devuelvo — lo robo cuando soy listo o estúpido (con­
siento en practicar la actividad com o si se tratara de un juego de ocul-
tamiento) y lo devuelvo cuando soy capaz de relacionar ocultam iento
y revelación, o digam os represión y capacidad (cuando soy capaz de
saber a quién oculta la m ano algo cerrándose). Sin embargo, he de sa­
ber que ninguna com petición de mentes tam poco puede ser excesiva­
mente dadivosa, que el artefacto del texto es la escena de un crimen,
porque constituye una expresión de culpa, porque de lo que debe
hacerse una interpretación, de lo que el texto debe confesarse, es del
conocim iento; conocim iento es lo que debe exigirse de él. ¿C onstitu­
ye esto una representación? ¿Y qué crimen revela la m ano com o tal?
Sin duda alguna, junto con otras cuestiones im portantes (todavía con­
signadas típicamente en los armarios psicoanalíticos), dicho crimen
tendrá que ver con la circunstancia de que sólo los hum anos tienen
m anos (con esos pulgares), y la consiguiente fascinación de los filóso­
fos con las m anos. El autor de Walden confiesa al principio del libro
que las páginas que siguen constituyen sólo el trabajo de sus m anos; y
m ás adelante, en el primer capítulo, al enumerar las deudas contraídas
en el proceso de asentar su propia vida — diciendo que «de ese m odo
publica alegremente [su] culpa»— los cálculos aritméticos que ofrece
son de com ida, delatando la necesidad que tiene de comer, de conser­
varse. C o m o si su deuda fuera por su existencia com o tal, por pedir re­
conocim iento (¿de qué m odo pagable?, ¿a quién?, ¿o se trata de una
deuda condonable?, ¿por quién?)
U na cuestión m etodológica urgente de la filosofía del lenguaje or­
dinario — y la cuestión en la que esta form a de pensam iento es filosó­
ficamente más débil— es la de dar cuenta del hecho de que som os víc­
timas de las m ismas palabras de las que a la vez som os dueños; vícti­
mas y dueños del hecho de las palabras. Ya he m encionado que uno de
los términos de crítica favoritos de Wittgenstein, o una de sus maneras
favoritas de dar cuenta de este recurrente fracaso en nuestra posesión
por o del lenguaje (si es que se trata de un fracaso), consiste en hablar
de que estam os hechizados p or el lenguaje. Pero esta m anera de ha­
blar apenas da cuenta de encrucijadas tales com o la vacuidad de la pa­
labra «sólo» en la expresión «saber sólo por la conducta». Tal vez, mi
sugerencia de «vacuidad» y de «voluntad de vacío» resulten ser un paso
adelante tom ados com o términos de crítica (si, por ejem plo, la evoca­
ción que estos términos hacen de la percepción del nihilismo que tie­
ne Nietzsche pudiera esclarecerse de m odo provechosos). Y lo m ismo,
tal vez, resulte ser la idea de lo ilegible, en la sugerencia que semejante
idea parece contener, de que la filosofía del lenguaje ordinario no ha
explicado por qué lo raro o extraño es risible, qué es de lo que nos reí­
m os filosóficamente aquí, con ansiedad. «La carta robada» de Poe
aporta un concreto y elaborado entramado de formas para conceptua-
lizar estos hechos. Me place dejar abierto lo que pueda presagiar el que
el cuento de Poe alegorice, al m ism o tiem po, el psicoanálisis lacaniano
y los actos de la escritura y la lectura.
Para completar la pequeña topografía que me he propuesto en esta
ocasión, y recuperar así de nuevo a Heidegger explícitamente por lo
que se refiere a lo ordinario y extraño, tendría que retomar, com o indi­
qué antes al dejarle de lado, ciertas tareas que incum ben al transcen-
dentalism o americano, dos en particular. La primera, dar cuenta del li­
bro Walden de Thoreau, el texto filosófico más importante de mi vida
— adem ás de las Investigaciones Filosófica— , libro que se ocupa de la re-
petitividad sin fin, que empieza con una visión de la extrema rareza del
m un d o cotidiano, y que describe su m eta co m o el descubrim iento
del día, su día, com o uno entre otros. La visión predom inante que tie­
ne Thoreau de la rareza de nuestro cada día (su cercanía, sus arreboles,
junto con otras maneras) produce una respuesta, esto es, una textura de
prosa, que bordea el límite entre la com edia y la tragedia. La segunda
tarea consiste en que tendría que decir lo que pretendía significar al ex­
presar mi intuición de que Thoreau, junto con Em erson (habiendo in­
sistido ya en su relación con Heidegger), respalda los procedim ientos
de la filosofía del lenguaje ordinario, una intuición que he expresado
al hablar de am bos autores com o herederos del transcendentalismo
kantiano y com o autores que escriben desde un sentido de la intimi­
dad de las palabras con el m undo, o de una intim idad perdida. En este
punto, tam poco disponem os de más tiem po que para unas cuantas
aseveraciones.
El fondo de dicha intuición se encuentra en mi trabajo, citado an­
teriormente, en el que confiaba mostrar que tanto las Investigaciones
com o Walden comparten una de las aspiraciones de la Crítica de la razón
pura, a saber, demostrar la necesidad que hay en la satisfacción por par­
te del m undo de las condiciones hum anas del conocim iento. La forma
en que Walden recapitula la primera Crítica, puede oírse en la procla­
m ación de que «el universo constante y obedientem ente responde a
nuestras concepciones». Y cuando en las Investigaciones Wittgenstein
llama a su trabajo «una investigación gramatical», y dice: «Nuestra in­
vestigación no se dirige hacia los fenóm enos sino, com o podría decir­
se, hacia las «posibilidades de los fenóm enos» (§ 907), cabe interpretar
que lo que Wittgenstein está diciendo es que lo que él entiende por
gramática, o por investigación gramatical, desem peña el papel de la de­
ducción trascendental de los conceptos hum anos. Para mí, la diferen­
cia relevante estriba en que lo que requiere deducción en la práctica de
Wittgenstein es toda y cada una de las palabras de nuestro lenguaje, y
esto significa que hay que rastrear cada una de nuestras palabras, en su
aplicación al m undo, en términos de lo que él llama los criterios que
gobiernan esta aplicación; y que nuestra gramática ha de entenderse,
en cierto sentido, com o a priori3. (Tal es el sentido en que los seres hu­
m anos «concuerdan» en sus juicios.)
Esta m utua relación con Kant es lo que he llam ado el fondo de mi
intuición de que el transcendentalismo americano respalda la filosofía
del lenguaje ordinario. El primer plano de esta intuición sería el reco­
nocim iento de que las Investigaciones, al igual que la obra de Em erson
y Thoreau, están escritas com o una respuesta continua a la amenaza
del escepticismo. Soy de la opinión de que la originalidad de las Inves­
tigaciones es una función de la originalidad de su respuesta al escepticis­
m o, respuesta que se esfuerza no en negar el poder del escepticism o
sino (por el contrario) en diagnosticar el origen (o digam os la posibili­
dad) de ese poder — una respuesta que se pregunta, com o he dicho
hace un m om ento, qué hay en el lenguaje hum ano que nos permite, e
incluso nos invita, en su propio nom bre, a repudiar su funcionam ien­
to cotidiano, a encontrarlo deficiente. («En su propio nom bre»: n oso­
tros seres finitos com partim os, por decirlo así, el sentido de auto-insa-
tisfacción del lenguaje, encontrándolo deficiente.) Podría com pendiar
la originalidad de Wittgenstein en este aspecto diciendo que entiende
el im pulso hacia el escepticismo com o el descubrimiento de lo cotidia­
no, el descubrimiento de lo que, exactamente, el escepticism o estaría
negando. Y esto resulta ser algo que el m ism o im pulso a la filosofía, el
im pulso a pensar sobre nuestras vidas, busca inherentemente negar,
com o si lo cotidiano fuera aquello de lo que la filosofía estuviera inhe­
rentemente insatisfecha.
Lo cotidiano no es, pues, meramente un tema entre otros por el
que podrían interesarse los filósofos, sino un tema en el que un filóso­
fo está destinado a tener interés en la m edida que busque algún tipo de
respuesta a la amenaza del escepticismo. (Se trata de una respuesta que

■’ Esta es una manera de formular el tema principal de los capítulos 1 y 4 de mi La


reivindicación de la razón: Wittgenstein, escepticismo, moralidad y tragedia. Esta generaliza­
ción, por decirlo así, de Kant es algo que reivindico para Emerson en el capítulo 2 del
presente volumen.
no consideraría que la ciencia constituye una solución al escepticismo
sino m ás bien, tom ada com o solución, la consideraría como una con­
tinuación del escepticismo — com o si el científico demente que hay en
nosotros fuera el doble del escéptico demente.) Lo cotidiano es aque­
llo a lo que no podem os dejar de aspirar, porque es lo que se nos apa­
rece com o perdido para nosotros. Esto es lo que Thoreau quiere decir
cuando afirma, después de describir varias de lo que él llama sus aven­
turas (algunas de las cuales tienen lugar mientras se describe a sí mismo
com o estando sentado): «El presente fue mi siguiente experimento de
este tipo, que m e propongo describir más ampliamente.» Con «el pre­
sente experimento» quiere decir, desde luego, el libro que tenemos en
las m anos, pero al m ism o tiem po quiere decir que el experimento es el
presente, esto es, que el libro se pone a tentar vías para llegar al presen­
te, no simplemente a lo que la gente llama «eventos corrientes», que
para él no son corrientes, sino antiguas nuevas, y no son eventos, sino
fantasías. Thoreau repite la m isma idea cuando dice: «Los fenómenos
del año tienen lugar, a pequeña escala, cada día en una laguna.» Es de­
cir, no hay nada más allá de la sucesión de todos y cada uno de los
días; y hacerse con un día, aceptar lo cotidiano, lo ordinario, no es algo
dado sino una tarea. Que es también por lo que Emerson dice: «Revé­
lam e el día de hoy, y puedes quedarte con los m undos pasados y futu­
ros.» Sus palabras poseen la retórica de un trato, o de una plegaria,
com o «El pan nuestro de cada día dánosle hoy»; no es algo que pueda
darse por supuesto.
Las im plicaciones de esta manera de ver el escepticismo como un
indicador de lo cotidiano se extraen con minuciosidad torturante en
L a reivindicación de la razón y no intentaré abundar más ahora en esta
caracterización. En su lugar, intentaré ir acercándome a una conclu­
sión preguntándom e dónde ven Emerson y Thoreau la respuesta al es­
cepticismo.
Sigo centrándom e en Walden para citar dos focos más de su elabo­
ración conceptual. El primer foco es el tema del duelo (o aflicción)
que, en conjunción con la m añana (com o amanecer), forma un juego
de palabras dom inante en todo Walden; el libro propone la existencia
hum ana com o el descubrimiento del éxtasis en el conocim iento de la
pérdida. Llam o a Walden, un libro de pérdidas, diciendo de la creación
por parte del m ism o de esa región de Walden Pond, el m undo com o
una imagen del Paraíso (Walled In), que allí se encuentra todo lo que
hay que perder, y el libro empieza con todo ello desaparecido, sustraí­
do. H um e había dicho en el Tratado de la naturaleza humana que el es­
cepticism o es una enfermedad que no tiene cura (libro 1, parte 4, § 2).
Pero la escena que acto seguido nos describe H um e es una escena en
la que vuelve desde el aislamiento de su estudio filosófico a la com pa­
ñía de sus amigos, donde encuentra una agradable distracción de las
nuevas enfermizas que le habían revelado sus capacidades filosóficas.
Enfermedad incurable, com o metáfora de alguna condición hum ana
afligida, sugiere una alternativa imaginable, aunque no disponible para
nosotros. Al parecer, tendría que ser una alternativa a la aflicción de la
condición de ser hum ano. (Los filósofos han sugerido a veces que la
posesión hum ana de, por ejemplo, los cinco sentidos es un hecho de­
safortunado en nosotros. Desde dentro y contra una tal sugerencia de
la contingencia de la existencia hum ana, el personaje H am m de Final
de partida de Beckett protesta gritando «¡Estás en la tierra, estás en la tie­
rra, no hay cura para eso»!)
La distracción (com o aparece en el Tratado de H um e, libro 1, par­
te 4, §§ 2 y 7) constituye una reacción a estas noticias. Pero, y dependien­
do de cóm o se vea la alternativa a la enfermedad del escepticismo, una
respuesta más directa, quizá a un nivel más agudo, sea la del duelo,
com o aparece en Walden — el camino de aceptar la pérdida del m undo
(cabe decir, aceptar su pérdida de presencia), aceptarlo com o algo que
existe para nosotros sólo en su pérdida (cabe decir, en su ausencia), o lo
que se presenta com o una pérdida. L a reivindicación de la razón sugiere
que la moraleja a sacar del escepticismo es que la existencia del m undo,
y la de otros en él, no es un asunto a conocer, sino un asunto a recono­
cer. Y ahora lo que emerge es que lo que hay que reconocer es esta exis­
tencia com o separada de mí, com o si hubiera desaparecido de mí. Pues­
to que pierdo el m undo en cada im pulso a la filosofía, a saber en cada
una de las incontables maneras en que los filósofos del lenguaje ordina­
rio descubren que hago ilegibles mis expresiones, el m undo ha de volver­
se a ganar cada día, de forma repetitiva, volverse a ganar en tanto que de­
saparecido. Ésta es una forma de entender el significado de que Freud
también conciba el duelo com o un ejercicio esencialmente repetitivo.
Así m ismo, puede constatarse que Freud, en su breve ensayo «Lo pere­
cedero», considera el duelo com o la condición que hace posible la acep­
tación de la belleza del m undo, condición que consiste en aceptar su in­
dependencia respecto a mí, su objetividad. Aprender a hacer duelo pue­
de constituir la proeza de toda una vida. («Estoy de luto por mi vida.»
Esta segunda línea de Chéjov en La gaviota adquiere, digámoslo así, su
aspecto cómico por las anteriores citas de Thoreau y Freud.)
Adem ás de la distracción y el duelo, entiendo la percepción que
tiene Heidegger de la violencia del pensam iento filosófico, su impera­
tivo de dom inar la tierra, com o algo parecido a una respuesta rival, o
consecuencia, del escepticismo. Cabría considerar esta violencia com o
la respuesta que sobreviene cuando la distracción y el duelo ya no
constituyen opciones hum anas disponibles. H ace veinte años, en un
ensayo sobre E l rey Lear («La evitación del amop>), form ulaba yo esta
cuestión, o hacía una sugerencia dejándola abierta para formular esta
cuestión, de m odo ligeramente distinto que debo interpolar aquí (mi
sugerencia anterior aparece originalmente en una interpolación al en­
sayo sobre E l rey Lear [págs. 322-326], Su reaparición aquí sugiere, de
manera más o menos im posible, que todo el presente escrito podría o
debería haber sido esa interpolación anterior.)

A lo largo de toda la tradición de la epistemología desde Descar­


tes y Locke (sólo cuestionada radicalmente desde dentro de ella mis­
ma en nuestra época), el concepto de conocimiento (del mundo) se
desentiende de sus conexiones con cuestiones de información, habi­
lidad y aprendizaje, para quedar fijado sólo al concepto de certeza,
y en particular a una certeza proporcionada por los (por mis) senti­
dos. En alguno de los primeros momentos de las investigaciones
epistemológicas, el mundo que normalmente nos es presente (el
mundo en cuya existencia, como se dice típicamente, «creemos») es
puesto en cuestión y se desvanece, y a partir de aquí toda conexión
con un mundo parece depender de aquello que pueda decirse estar
«presente a nuestros sentidos»; y resulta, sorprendentemente, que
eso no es el mundo. En este momento es cuando el que duda se ve
arrojado al escepticismo, convirtiendo la existencia del mundo exter­
no en un problema. Kant llamó a esto un escándalo para la filosofía
y dedicó su genio a ponerle punto final, pero el problema sigue ac­
tivo en los conflictos entre los filósofos tradicionales y sus críticos
partidarios del lenguaje ordinario, y ocupa el vacío de comprensión
entre la ontología continental y el análisis angloamericano en su
conjunto. Su relevancia para nosotros en este momento es sólo esta:
el escéptico no prescinde alegre y tontamente del mundo que com­
partimos, o creemos compartir; no es ni el bribón que Austin pen­
saba que era, ni el imbécil que les parecía a los pragmatistas, ni el
inocentón que creen los hombres cultos y de mundo. Prescinde del
mundo precisamente porque el mundo es importante, porque el
mundo constituye la escena y plataforma de nuestra conexión con
el presente: se encuentra con que el mundo se desvanece precisa­
mente con el esfuerzo de hacerlo presente. Si el escéptico no tiene
éxito en su empresa es porque la presencia conseguida por la certeza
de los sentidos no puede compensar por la presencia que había sido
elaborada a través de nuestra antigua absorción en el mundo. Pero el
deseo de conexión genuina está ahí, y hubo un tiempo en que el es­
fuerzo, por muy histérico que pueda parecer, de asegurar la presen­
cia epistemológica constituía la mejor expresión de seriedad sobre
nuestra relación con el mundo, la expresión de la conciencia de que
dicha presencia estaba amenazada, había desaparecido. Si la episte­
mología quiso hacer del conocimiento un sustituto de este hecho, es
difícil creer que esa pretensión fuera una tontería o una bribonada,
o simplemente un error. En realidad, se trata de una manera de des­
cribir la tragedia que nos cuenta El rey Lear.

Pasó m ucho tiem po hasta que llegara a ver cóm o podría desplegar
las im plicaciones de esta yuxtaposición, hasta llegar a ver cóm o la tra­
gedia es una proyección o representación de la problem ática escéptica
y, al m ism o tiem po, cóm o el escepticism o avanza, o profetiza, una es­
tructura trágica, una estructura de venganza, por ejemplo. En conse­
cuencia, lo que el pasaje que acabo de citar me dice ahora es que la pér­
dida de presencia (en y del m undo) es algo que la violencia del escep­
ticismo aumenta precisamente en su desesperación por corregirla, una
violencia asegurada en la desesperación de la filosofía por contestar o
refutar al escepticismo, por negar el descubrimiento que hace el escep­
ticismo de la ausencia o retirada del m undo, es decir, la retirada de mi
presencia en él; lo que para mí significa la retirada de mi presencia en
el lenguaje (la negación de nuestra herencia del lenguaje).
También ahora (com o en mi primer apéndice al capítulo 5, sobre
deconstrucción) me siento tentado a evaluar las afinidades de mi obra
con la de Derrida. Las más de las veces he contestado a esta exigencia
sugiriendo que realmente siempre era, para m í, o dem asiado tarde o
dem asiado pronto para semejante evaluación. Pero a veces, hay trechos
específicos de perspectiva que podría valer la pena señalar. Por tanto,
permítaseme decir aquí que las diferencias entre lo que yo hago y lo
que hace la deconstrucción se manifiestan, a m i parecer, cuando hablo
de la condición de presente (que es algo acerca de m í y de mi m undo)
en lugar de (¿significando qué?) presencia"' (que es algo acerca del Ser,
algo que yo no estaré nunca en posición, en la m edida que ahora me
es dado juzgar, de juzgar); y se manifiestan tam bién en mi crítica de la
«filosofía» (que yo entiendo com o una forma en que los seres hum a­
nos son llevados a pensar sobre sí m ism os, en lugar de algo que podría
llamarse «metafísica occidental»), «filosofía» que no es algo, en todo
caso no desde el principio, que se origine en una construcción tirana

C.avell distingue aquí entre presentness (traducido como «condición de presente») y


presence (traducido «presencia»). En los contextos que el autor no señala esta oposición
he traducido presentness, la mayoría de veces y por razones de fluidez en el texto de la tra­
ducción, también por «presencia» [N. del T.J.
de (falsa) presencia, sino que instituye una (falsa) ausencia por la que
ofrece, falsamente, compensaciones. Aun cuando pudiera mostrarse, y
valiera la pena que alguien dedicara su tiempo a mostrar, que estas ins­
tituciones no son tan diferentes entre sí, de todos m odos mis reivindi­
caciones no surgen de un estudio del período de la filosofía clásica,
sino que se limitan a ciertos hitos del período de la filosofía que em ­
pieza con la emergencia del escepticismo moderno. Mientras conside­
ro que esta sospecha escéptica radical del m undo «externo» en su con­
junto, y de los otros en él, no es una especulación que fuera conocida
por los filósofos clásicos, también pienso que el escepticismo m oder­
no constituye una expresión o interpretación por parte de la filosofía
de algo que es conocido por la literatura en el melodram a y en la tra­
gedia (entre otros lugares). (Con ese algo conocido en el m elodram a y
la tragedia quiero decir, grosso modo, la dependencia del yo hum ano res­
pecto de la sociedad para su definición, pero al mismo tiempo su tras­
cendencia de esa definición, su infinita inseguridad en mantener su exis­
tencia; lo que parece significar, según esta descripción, la inseguridad en
determinar y mantener qué le «pertenece» a él. «El».) Algo similar a lo
que nosotros entendemos por melodrama y tragedia ayudó a la forma­
ción de los filósofos clásicos, y en consecuencia habría estado implicado
siempre en el impulso «Occidental» a la epistemología y metafísica. Tal
vez sea esta relación con la tragedia lo que me permite tener la paciencia
de dejar de lado el m odo metafísico, en el cual toda falsa presencia ha de
ser llevada a un fin ante su propio principio imposible, y hablar en su lu­
gar dentro del sentido de que cada impulso a la presencia metafísica ha
de ser llevado a su propio fin diagnosticando su propio principio. En la
herencia de Derrida «no podem os» escapar realmente de la tradición de
la filosofía; en la mía, no podem os escapar realmente a la filosofía. Para
él, la filosofía aparentemente es tan primordial com o el lenguaje, o en
cualquier caso com o la prosa; para mí, lo que resulta tan primordial, y
del m ism o m odo, es el escepticismo (o su posibilidad).
El otro foco de Walden, además del duelo, a cuyo alrededor el es­
cepticism o rastrea su respuesta, lo constituye la intrincada narrativa del
libro, la construcción de una casa, es decir el descubrimiento de una
habitación propia, el descubrimiento de dónde se encuentra uno en su
hogar; llámese a esto la edificación de uno m ismo. La idea dom inante
del ensayo de Heidegger «Construir, habitar, pensar», com pañero de su
otro ensayo «La cosa», es la idea de que el habitar va antes que el cons­
truir, y no al revés; y cabe tom ar esta idea com o la moraleja de Walden.
Pero en Walden, la prueba de que has hecho tuyo lo que has encontra­
do, que has hecho de ello tu hogar, es que eres libre de abandonarlo.
Walden empieza y termina con anuncios de despedida de Walden. El
com plejo concepto de Em erson que estructura semejante despedida es
el de abandono, abandono de y en el lenguaje y el m undo. La significa­
ción que Heidegger encuentra en sus palabras, y Emerson y Thoreau en
las suyas, resulta bastante notoria; pero a la vista de esta significación, el
descubrimiento de que sus pensamientos están íntimamente, intermina­
blemente, relacionados, se ha convertido para mí en algo inolvidable­
mente interesante. La conexión histórica directa (de Emerson con Hei­
degger) pasa por Nietzsche, pero su conjunción intelectual ha sido para
mí, desde hace algunos años, una piedra de toque para explorar la idea
de que el romanticismo, en general, ha de entenderse com o una lucha
con el escepticismo, y al m ism o tiempo com o una lucha con las respues­
tas de la filosofía al escepticismo. (El grado de generalidad en que esta
idea resulte aplicable no es, sin embargo, importante. Viene indicada por
las figuras de Coleridge y Wordsworth que se encuentran detrás de
Emerson y Thoreau, y por la sombra de Hólderlin en Heidegger.)
C on otro rincón más de la topografía de lo cotidiano que estoy es­
bozan do estaré listo para hacerme cargo de un punto de mi inacabado
tratamiento de «La cosa» de Heidegger y luego les contaré una historia
de despedida. (Me ocupé por primera vez de este rincón en los dos úl­
tim os párrafos del capítulo anterior «Extrañados, reajustándonos». Lo
que sigue en el presente párrafo es lo m ism o y diferente.) La reformula­
ción sin fin parece ser un elem ento esencial de m i em presa intelec­
tual. Si consideramos que Edgar Alian Poe (junto con Nathaniel Haw-
thom e), situados en algún lado opuesto de la mente americana que
ocupan Em erson y Thoreau, escriben tam bién en respuesta al escepti­
cism o, entonces adquiere importancia el hecho de que tam bién ellos
escriban continuam ente sobre habitar, establecerse, sobre casas; sobre,
digam os, la dom esticación. Puesto que sus cuentos, a diferencia de las
escenas de Em erson y Thoreau, están poblados de otras gentes distin­
tas de ellos, concebirán habitualmente semejante dom esticidad en tér­
m inos de m atrim onio y desposorios. Y habitualmente no piensan
acerca de sus éxtasis sino sobre sus horrores, sobre casas que se caen o
se cierran, que no se pueden abandonar y que en consecuencia son in-
vivibles. Dije que el nuevo paso filosófico en la crítica del escepticismo
desarrollada por la filosofía del lenguaje ordinario es su descubrimien­
to del descubrimiento que hace el escepticism o, por desplazam iento,
de lo cotidiano; en consecuencia, su descubrim iento de que la respues­
ta al escepticism o no debe tom ar la form a de una construcción filosó­
fica sino la de una reconstrucción o restablecimiento de lo cotidiano.
Esto se manifiesta en su tratamiento de la amenaza escéptica de la duda
que consume al m undo mediante su propia extraña llaneza, cobijándo­
se tercamente en su implacable superficialidad; y no, com o otros filóso­
fos se han sentido obligados a hacer, por m edio de ejemplos m uy refina­
dos, especializados, aislados (el trozo de cera de Descartes [final de la Se­
gunda Meditación], la casa de Kant [Crítica de la razón pura, A l 90, B235],
la señal de giro del automóvil de Heidegger [Sery tiempo, págs. 108-109],
el sobre de M oore [Some M ain Probkms, pág. 30]). Tal es el nivel al que
oigo la declaración de Poe, al principio de uno de sus más fam osos cuen­
tos de terror, «El gato negro», acerca de su determinación de «poner de
manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episo­
dios domésticos». Resulta obvio que si cierta imagen de la intimidad hu­
mana, llámese matrimonio, o domesticidad, constituye el equivalente
ficcional de lo que la filosofía del lenguaje ordinario entiende por lo or­
dinario, llámese la imagen de lo cotidiano com o lo doméstico, entonces
la amenaza a lo ordinario que la filosofía denom ina escepticismo debe­
ría aparecer en las amenazas favoritas de la ficción a las distintas formas
del matrimonio, a saber, en las formas del melodrama y la tragedia.
Esto me hace volver a «La cosa» de Heidegger, donde la superación
de nuestra indistancia, de nuestra pérdida de conexión, o m ejor nues­
tra condición de desconectados, con las cosas, con la cosa, das D ing
nuestro estar descosificados, unbedingt, que es la palabra alemana para
incondicionado (en consecuencia inhum ano, m onstruoso, figuras de
una historia de terror), es expresada por Heidegger en términos de «las
nupcias de cielo y tierra», de los «esponsales» de «el elem ento nutritivo
de la tierra y del sol del cielo». Cabría pensar que esta imagen del en­
sayo de Heidegger es meramente accidental; sin embargo es lo que for­
m a parte esencialmente de su extraordinaria explicación del hacerse
cosa del m undo, algo que requiere la unidad de tierra, cielo, dioses y
mortales, en lo que Heidegger llama «la danza en corro que apropia»
(der Reigen des Ereignens); y cuando sigue diciendo «la danza en corro
es el anillo» que coliga jugando, resulta difícil creer que no estuviera
pensando en la m úsica nupcial (una imagen que, en este contexto, Hei­
degger habría tom ado del Zaratustra de Nietzsche [«Los siete sellos», § 7
pág. 552]), observación ésta que viene confirm ada cuando Heidegger
habla del «anillo que hace anillo» (das Gering des Ringes), donde lo que
Heidegger parece requerir de la palabra Gering es la intensificación de
la idea de estar ensam blados conjuntam ente y, al m ism o tiem po, la
idea de esta actividad com o algo frágil, trivial, m odesto: se trata de
la idea de la leal dedicación diurna. De este m odo, la idea de lo coti­
diano, que Heidegger aparentemente ha desdeñado, reaparece, se repi­
te, transformada, com o la respuesta metafísica a ese desdén empírico.
La idea heideggeriana de lo m odesto, con su sugerencia de brillo
cósm ico, tal vez no parezca estar m uy relacionada con lo que Witt­
genstein quiere decir cuando insiste en buscar el uso m odesto, humil­
de, de palabras filosóficas grandiosas (tales com o «lenguaje», «experien­
cia» y «m undo»). Pero esta conexión sirve para registrar nuestro senti­
do de que ninguno de estos escritores es tan claro com o a sus
admiradores les gustaría que fuesen a la hora de dar cuenta filosófica­
mente de sus respectivas prácticas filosóficas. A m bos filósofos luchan
contra la voluntad hum ana de explicar, pero cuando Wittgenstein dice
«las explicaciones terminan en alguna parte», lo que quiere decir es que
la filosofía debe mostrar, en cada uno de los esfuerzos de explicación
filosófica, el m ero (simple u obvio) lugar donde termina. M ientras que
lo que Heidegger quiere decir es que ha de describir el resplandeciente
lugar ante el que todas las explicaciones terminan. C o n todo, hem os de
recordar que tanto Wittgenstein com o Heidegger han leído a Kierke-
gaard, y que el Caballero de la Fe de Kierkegaard m ostraba lo que en
castellano se traduce com o «lo sublime en lo pedestre» (Temory temblor,
pág- 52).
Para la historia de despedida que quiero contarles apuntaré hacia
una de mis regiones favoritas que aparecía al principio del presente es­
crito, a propósito de la breve ojeada que dim os a la alusión que a ella
hacía Heidegger en tanto que sintomática de nuestro pensam iento co­
m ún, unilateral, aniquilador: la región del cinema. M e vuelvo, para
concluir, a un pasaje de una película com o tam bién sintom ático del
pensam iento cotidiano, pero esta vez com o sintom ático del reconoci­
m iento cotidiano de que nuestros m odos habituales de pensam iento
son destructivos, y com o un esfuerzo cotidiano por dar un paso atrás
respecto de ellos. El pasaje en cuestión pertenece a la secuencia final
del filme Woman o f the Year (La mujer del año, dirigido por George Ste-
vens en 1942, con Katharine Hepburn y Spencer Tracy), un digno aun­
que imperfecto m iembro del género de películas que he denom inado
(en [La búsqueda de lafelicidad]) «la com edia del volverse a casar» y que
defino basándom e en algunas películas del H ollyw ood de las décadas
de los treinta y cuarenta. La m ujer de L a mujer del año es una m undial­
mente fam osa periodista políticamente com prom etida; el hom bre un
reportero deportivo de clase baja que trabaja en el m ism o periódico
que ella. Tras cumplir una serie de características propias del género (se­
paración y amenaza de divorcio; el singular entendim iento de la m u­
jer con su padre y la ausencia de su m adre; una solem ne discusión acer­
ca de qué sea el m atrim onio y una escena de instrucción a la m ujer por
parte del hombre que después es dinam itada [en este caso se trata de
una instrucción sobre las reglas del béisbol]; una renuncia explícita a
tener hijos y la constatación del sentido de que aunque es probable
que estos dos no se las apañen para vivir juntos, está claro que no es­
tán preparados para compartir sus vidas con nadie m ás; y el propósito
de volverlo a intentar de m odo m ás m odesto de com o empezaron),
hay una secuencia final en la que la mujer aparece de buena m añana
en el apartam ento al que se ha m udado su m arido tras enemistarse e
intenta, mientras éste duerme, hacerle el desayuno con desesperada in­
com petencia. El hom bre se despierta con el ruido producido por se­
mejante incom petencia, interrumpe sus lamentables esfuerzos, y es ob­
sequiado por ella con una hum ilde declaración que empieza, de m odo
significativo en este género del volverse a casar, «Te quiero, Sam.
¿Quieres casarte conm igo?» El hom bre responde al estallido de su m u­
jer con una diatriba burlona de incredulidad, a lo que ella replica: «N o
crees que pueda hacer las cosas ordinarias que cualquier idiota puede
hacer, ¿verdad?» El hom bre contesta que n o; ella pregunta por qué no;
tras lo cual, él pronuncia una larga y notable conferencia que empieza,
«porque eres incapaz de hacerlas», y termina diciendo que ella está pre­
parada para hacer cosas incom patibles con la preparación que se nece­
sita para hacer tales cosas ordinarias. Lo único sobre lo que ahora lla­
m o la atención es que esto constituye la prueba de que todo está en or­
den p or su parte, por parte de los dos; que, por ejem plo, en este género
de películas si se ve cocinar a alguien es al hom bre, nunca a la mujer
(o nunca sin él); que, sólo en este género de com edia, hasta donde yo
sé, la felicidad del m atrim onio no va asociada a ningún concepto a
priori de qué sea la dom esticidad (podría decirse tam bién que en estos
film es el m atrim onio es el darse placer m utuam ente sin un concepto
— que dos personas se casen no depende necesariamente de qué edad
tengan, o de qué sexo sean, o de que lo hagan legalmente). Aquí, el
m atrim onio no es presentado com o un estado que se busca com o dis­
tracción del penoso esfuerzo de construir la felicidad desde un m undo
desesperadam ente ausente, sino com o el escenario en el que la oportu­
nidad de la felicidad aparece bajo la forma del m utuo reconocim iento
de la separación, donde la expectativa no es la de pasar los años (hasta
que la muerte nos separe) sino la de la repetición consentida de los
días, el consentim iento de lo cotidiano (hasta que nuestras verdaderas
mentes se hagan ilegibles la una para la otra).
Lo fantástico de la filosofía*

Es estupendo estar aquí — en esta casa que Wittgenstein diseñó, y


en esta ciudad que forjó a Wittgenstein. Hace casi siete años que em ­
pecé a visitar el Instituto Filosófico de la Universidad de Viena y me
encontré por primera vez con los jóvenes filósofos cuyas concepciones
y publicaciones celebram os hoy. Nuestra camaradería intelectual ha
constituido durante estos años una inspiración para mí. M e alegra pen­
sar que nuestros intercambios hayan desem peñado algún papel en la
historia que ha desem bocado en el presente evento, evento que consi­
dero una prom esa de continuos y prósperos intercam bios entre filóso­
fos austríacos y americanos.
Esta camaradería ha otorgado, desde luego, cierta perspectiva a mi
tem peram ento y tendencias en filosofía; pero adem ás, ha fortalecido
mi sentido de que el com etido de una perspectiva cultural no es sólo
privadamente provechoso sino filosóficam ente creativo. Los intereses
de los filósofos que comparten la riqueza del pensam iento específica­
mente austríaco ha nutrido m i propia preocupación por la riqueza, y
pobreza, del pensam iento específicamente americano, sobre todo mi
preocupación por el extraordinario hecho de que aquellos a quienes
considero los fundadores del pensam iento am ericano — Ralph Waldo
Em erson y Henry David Thoreau— están filosóficam ente reprimidos
en la cultura que ellos fundaron. M is esfuerzos por librarlos de esta re-

En el original inglés, este capítulo va precedido del encabezado «At Vienna. Cele­
braron Lecture (1986)» [N. delT.].
presión no son interesados, del m ism o m odo que a mi entender, qui­
zá deba decirlo explícitamente, no es interesada la atención que se
presta aquí al pensam iento austríaco a fin de m antenerlo libre de la in­
fluencia y participación extranjera. Por el contrario, m i deseo por here­
dar a Em erson y Thoreau com o filósofos, mi reivindicación de ellos
com o fundadores del pensam iento americano, es una reivindicación
de que América posee una corriente de pensam iento no reconocida,y,
a la vez, de que este pensam iento se consolida mediante la enseñanza
de su herencia de la filosofía europea — herencia que no m e converti­
ría a mí en el dueño de esta filosofía europea, pero tam poco en su es­
clavo.
Algo aparentemente com ún a la filosofía entre las culturas de O c­
cidente es, en los últimos siglos, la atención prestada por la filosofía a
las reivindicaciones por parte de la ciencia de constituir el acceso privi­
legiado, o único, al conocim iento. U na manera de prestar atención al
carácter distintivo del pensam iento de una cultura es meditar sobre la
relación que existe en ella entre las instituciones de la filosofía y la lite­
ratura. Resulta imaginable pensar que un filósofo inspirado por la tra­
dición filosófica de habla alem ana no se sienta satisfecho con los resul­
tados que dejen de englobar, o digam os desenterrar, el conocim iento
incorporado en la historia de la literatura de su tradición; mientras que
para un filósofo inspirado por la tradición de habla inglesa, la invoca­
ción de Shakespeare o M ilton, Wordsworth o Dickens, sólo ha sido
aceptable desde siempre a lo sum o com o una cuestión de gusto o ador­
no personal y ocasional, que no tenía esencialmente ningún interés
profesional. El pensam iento americano, según m i punto de vista, se
desliza entre estas dos inspiraciones. Reivindicar que Em erson y T ho­
reau constituyen, en América, el origen no sólo de lo que se llama lite­
ratura sino de lo que cabe llamar filosofía, equivale a reivindicar que la
literatura no es ni el adorno arbitrario ni el otro necesario de la filoso­
fía. Cabría decir o bien que en el Nuevo M un do la filosofía y la litera­
tura que le son propias no existen por separado, o bien que la tarea
americana es crear la una desde la otra, com o si el N uevo M undo tu­
viera que seguir recordando, si no exactamente recapitulando, los es­
fuerzos culturales del Viejo M undo.
A m odo de em blem a de semejantes intercam bios dentro de las cul­
turas, y entre culturas y entre generaciones, he elegido ofrecerles, en
este día de conm em oración, mi intervención presentada en respuesta
a la invitación que recibí hace doce meses de parte de la asociación de
estudiantes graduados de una cultura literario-filosófica tan extraña a la
cultura americana com o a la austríaca — a saber los estudiantes de doc­
torado del Instituto Japon és de la Universidad de Harvard— y que era
una invitación a participar en una de las m esas redondas incluidas en
un sim posio de un día de duración que dichos estudiantes estaban or­
ganizando sobre el tópico de lo fantástico en la literatura japonesa, y,
en particular, para com entar dos artículos académ icos escritos por
m iem bros de la asociación1. El hecho de que la m encionada asociación
estuviera compuesta por jóvenes al principio de sus carreras académicas
ayudó a sentirme seguro de que el propósito de su invitación no era co­
rroborar mi ignorancia sobre literatura japonesa, sino que había sido cur­
sada con la esperanza de que pudiera interesarme aprender algo sobre
ella y responder, si es que tenía alguna respuesta, desde el rincón de mi
m undo americano — incluso, posiblemente, aprender algo m ás sobre
cóm o conseguí yo meterme en ese rincón.
La m esa redonda de nuestro sim posio se titulaba «N o estam os so­
los», y una vez leídos los artículos que iba a com entar se produjo en mí
un efecto similar a la obsesionante experiencia de lo fantástico, lláme­
se extraordinario o siniestro, puesto que la literatura que dichos artícu­
los describían me era com pletamente infamiliar, pero las descripciones
que hacían de esa literatura me parecían tan familiares que tenía la sen­
sación de conocer desde siempre aquello de lo que hablaban. Los ar­
tículos invocaban ideas tales com o las de viaje imaginario, especial­
mente en busca del yo; e ideas tales com o las de encontrarse en algún
límite o umbral, com o entre lo im posible y lo posible; e ideas de la
confrontación de la otredad; y de algún tipo de relación adversa a la
sensibilidad científica moderna.
En el presente contexto, mi sentido de lo familiar no queda sufi­
cientemente aclarado, creo, con decir que nuestra literatura occidental
contiene su propio filón literario de lo fantástico, filón representado,
por ejemplo, en las obras que Tzvetan Todorov aduce com o evidencia
de su teoría de lo fantástico, ejemplificada por los cuentos de E. T. A.
Hoffm an. M i sensación parece tener que ver más particularmente con
el sentido de que la literatura americana com o tal es excéntrica en rela­
ción a la europea, una desviación que suele expresarse diciendo (casi
inevitablemente con cierto prejuicio) que mientras los europeos han
escrito novelas, los americanos han com puesto algo distinto, llamé­
m oslo cuentos [«romances»]. Si consideram os que el propio Nathaniel
Hawthorne se sirve de esta distinción para permitirse apelar a «lo M a­

1 «Some Contours o f thc Fantastic in Modern Japanese Fiction», por Joel Colín;
«Fantastic Voyage: Refractions o f the Real, Re-Visions of tlie Imagined», por Regine
Johnson.
ravilloso» y recordam os que A nthony Trollope, al hacer la recensión
de The Marhle Faun de Hawthorne, habla de la «sobrenatural imagina­
ción» de Hawthorne com parándole con M onk Lewis; y si considera­
m os adem ás la im aginación de Poe, y luego la rareza de una ballena
blanca, todo ello sugiere que en contraste con el interés definido pero
marginal de Europa en lo fantástico, America ha estado centralmente
preocupada por ese tema. En consecuencia, aceptando un punto sobre
el que insistían los dos artículos que iba a comentar, a saber que la li­
teratura de lo fantástico ha encontrado por lo general, ya sea de hecho
o en principio, muchas dificultades para su aceptación, siendo atrin­
cherada en el reino de lo no serio o en la zona gris dentro del centro
lum inoso de la literatura, m e vi llevado a plantear la siguiente cuestión
complem entaria para su consideración: ¿Q ué podría presagiar sobre la
literatura de una cultura el que sus obras fundacionales sean obras de lo
fantástico?
Para em pezar a concretar esta cuestión, perm ítasem e colocar den­
tro del círculo de nuestro interés un texto fundacional de la escritura
am ericana que no creo que haya sido propuesto antes co m o una ins­
tancia de lo fantástico, el libro Walden de Thoreau. Esta obra presen­
ta claram ente dos de las principales características de lo fantástico
que acabo de enumerar, puesto que Walden puede caracterizarse bien
y con precisión com o un viaje im aginario, según líneas que se ofre­
cen co m o límites o um brales. Q ue el propio libro se sitúe dentro de
una serie de dualidades ha sorprendido, creo, a m uchos de sus lecto­
res — la dualidad entre la civilización y la soledad, entre el futuro y
el pasado, entre lo hum ano y lo anim al, entre el cielo y la tierra, en­
tre el sueño y la vigilia, y, m e gustaría decir, entre la filosofía y la lite­
ratura. Tal vez lo m enos notorio sea que se trata de un libro sobre un
viaje im aginario, pero tal hecho es lo que proclam a el tercer párrafo
del m ism o:

He viajado mucho por Concord; y siempre, donde quiera que


me haya encontrado, en talleres, oficinas y campos me ha parecido
que sus habitantes hacían penitencia de mil maneras extraordinarias.
Lo que he oído de los brahmanes que, sentados, se exponían al ca
Ior de cuatro fuegos y miraban al sol o que se suspendían cabeza
abajo sobre las llamas...; o de aquellos que se encadenaban de por
vida al pie de un árbol o que, cual orugas, medían a rastras el ancho
de vastos imperios, o aquellos otros que permanecían de pie a la
pata coja en lo alto de los pilares, incluso todas estas formas de pe­
nitencia deliberada son, pues, apenas más increíbles y sorprendentes
que las escenas de las que soy testigo cada día.
Cabe llamar literaria, com o un m od o de descalificarla, a semejante
descripción; pero no es ni más ni m enos literaria que, por ejemplo, la
visión rousseauniana de los hum anos con la que se abre E l contrato so­
cial, presentándolos com o nacidos libres y encadenados en todas par­
tes. Es una visión, com o lo es la de Thoreau, esencial para la teoriza­
ción que la sigue, que identifica a la audiencia de la escritura (así com o
a su autor) y que define el entuerto que pretende corregir. En Thoreau,
el sentido de lo que a él le parece «increíble y sorprendente» es lo que
más explícitamente identifica su obra com o un m iem bro de lo fantás­
tico; y la implicación es que lo que resulta fantástico no es otra cosa
que nuestras vidas ordinarias, y que nada prueba esto m ás persistente­
mente, cabe decir siniestramente, que el hecho de que sus lectores le
encuentren fantástico a él— que es el alm a de lo práctico. De todos los
escritores que han sugerido algo similar a esta idea, a saber que el lec­
tor del libro, y no los personajes excepcionales que figuran en él, es (el
otro que habita el reino de) lo fantástico, ninguno sobrepuja la anota­
ción sistemática que hace Thoreau de semejante idea, ni (lo que resul­
ta m ás pertinente para mí) sobrepuja su seriedad en reivindicar la vi­
sión siniestra com o algo esencial para la filosofía— en la m edida que
la filosofía es lo que arremete contra las falsas necesidades y las ideas
falsas sobre lo necesario, com o en Rousseau, pero no m enos en Platón
y Descartes, Hum e, Kant, Marx, Nietzsche, Heidegger y Wittgenstein.
Pero esta aspiración de la filosofía a lo siniestro (y viceversa) exige una
ulterior m odulación de lo que significa ver al lector com o fantástico,
una cuestión que tendremos que tratar.
Para prepararla, preguntém onos si la visión de Walden satisface real­
mente otra característica esencial de lo fantástico, a saber la confronta­
ción de la otredad (y en consecuencia de la yoidad), subrayada por To-
dorov. C o n toda seguridad, el punto en cuestión del viaje descrito por
Thoreau es separarse de los otros, no enfrentarse a ellos; Thoreau sabe
desde el principio que los otros son la m aldición de la existencia hu­
mana. Seguramente, esto constituye hum anam ente su m ayor limita­
ción. Y, con toda seguridad, ninguna criatura sobrenatural, o hábitat
encantado, se le aparece repentinamente en sus bosques. ¿O es que
esto no es así?
Al llegar a este punto, hem os de guardarnos de la tentación de con­
siderar el encuentro con la otredad o la extrañeza de m odo dem asiado
estrecho. Si dicho encuentro constituye un deseo de descubrir tanto
com o de escapar a la soledad, de escapar de los aislam ientos innecesa­
rios del yo, llámese a esto narcisismo; y si lo fantástico (com o también
sugiere Todorov) mantiene una relación hostil con la sensibilidad cien­
tífica m oderna, entonces veam os qué ocurre con la fam osa observa­
ción de Freud (en «U na dificultad del psicoanálisis») de que «el narci­
sism o universal de los hom bres, su am or propio, ha sufrido hasta el
presente tres severos golpes por parte de las investigaciones científicas».
Freud nom bra el golpe cosm ológico de Copérnico, al reconocer que la
hum anidad no es el centro y señora del universo; el golpe biológico de
Darwin, que termina con la presunción de que el hom bre es diferente
de y superior a los animales; y el golpe propinado por el psicoanálisis,
descubriendo que «el ego no es dueño en su propia casa», en su propia
mente. Todos estos golpes son com prensibles com o descubrimientos
de la otredad o el extrañamiento: cosm ológicam ente, extrañamiento
del universo com o nuestro hogar; biológicam ente, de la idea de n oso­
tros m ism os com o superiores a nuestros orígenes; psicológicam ente,
extrañamiento de nuestra propia alma. Pero, precisamente, estos tristes
extrañamientos son para Thoreau oportunidades fantásticas, o de éxta­
sis: el sol no es más que una estrella de la mañana (hay lugar para la es­
peranza); ciertamente som os animales, y adem ás todavía en estado de
larvas, esperando la m etam orfosis; cada uno de nosotros es doble, y
cada uno ha de aprender «a estar junto a sí m ism o en sano juicio»
(com o algo opuesto a nuestra presente locura). (En otro contexto, ten­
dríamos que m encionar una cuarta dim ensión de la otredad en Wal­
den, dim ensión que se encuentra actualmente m ás en el punto de mira,
concerniente al llam ado descubrimiento de América y sus otros. El li­
bro de Thoreau está dom inado por el sentido del fracaso desventura­
do, fantástico, de América en reconocer esa nativa otredad; lo que para
él equivale al fracaso de que América esté todavía por descubrir.)
Ahora bien, Freud tendría sus razones para no m encionar el golpe
dado por lafibsofia, dentro de la era científica, al narcisismo hum ano
— el descubrimiento por la filosofía de la lim itación del conocim iento
hum ano, a pesar, por decirlo así, del advenim iento de la ciencia m oder­
na y su propio narcisismo; particularmente, la limitación bajo la forma
radical de la am enaza del escepticism o, la am enaza de que el m undo,
y los otros en él, podría, por todo lo que yo sé, no existir. Tal es la idea
traumática de la que buscan recuperarse las Meditaciones de Descartes,
y es pertinente señalar que en un determinado m om ento Descartes de­
clara que su propósito filosófico es ponderar la posibilidad de que esté
sólo en el m undo, anticipando así el título de la mesa redonda del sim ­
posio en la que participé y de la que estoy inform ando ahora. La prue­
ba de que Descartes no está sólo le exige nada m enos que la prueba on-
tológica de la existencia de D ios, una prueba de que la existencia de
D ios es necesaria. Se sigue que si semejante prueba no es creíble para
nosotros, o ya no lo es — com o no ha sido creíble para la filosofía res­
petable a partir de su aparente aniquilación en los Diálogos sobre la reli­
gión natural de H um e, y en la Crítica de la razón pura de Kant— , enton­
ces la cuestión del aislamiento m etafisico reaparece por principio en
carne viva, y la literatura de lo fantástico se manifiesta com o un sub-
m undo filosófico de conatos de respuesta al escepticism o. (He de de­
cir aquí que no puedo imaginar que yo hubiera llegado por mí m ism o
a semejante percepción de los datos de esta literatura al margen de mi
com prensión de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein com o un
proyecto de acom odar el papel permanente del escepticism o en la
m ente hum ana, papel que no hay que negar sino otorgarle un lugar
[dentro de sus diferentes disfraces y econom ías históricas]. Lo que esto
exige, com o entiendo yo a Wittgenstein, es aprender a resistir, y apren­
de a volver al hogar, bajo los inevitables estallidos o saltos de locura
que aparecen constantemente en el acto de filosofar y m erodean obse­
sivamente la construcción del m undo — hacer volver la locura a nues­
tro hogar com partido del lenguaje, y hacerla volver no de una vez por
todas [pues no hay una vez por todas en la vida] sino cada día, en cada
lugar específico y cotidiano que haga erupción.)
Lo anterior me indica un buen lugar para empezar, y en conse­
cuencia un lugar apropiado para detenerme por un m om ento, a pen­
sar sobre la experiencia de lo fantástico: a saber, el estudio de Freud de
un ejem plo importante de la literatura de lo fantástico en su ensayo
«Lo Siniestro». Es un buen lugar para mí porque (com o examiné con
m ás detalle en el capítulo anterior, «La condición siniestra de lo ordi­
nario») Freud, al ocuparse del cuento rom ántico «El hom bre de la are­
na» de E. T. A. H offm ann, empieza negando que la dim ensión sinies­
tra del cuento sea im putable a la cuestión, presente en el relato, de «la
incertidumbre acerca de si un determinado objeto es un objeto vivo o
inanim ado», es decir, precisamente a la cuestión reconocible com o
una cuestión del escepticismo filosófico — escepticism o respecto a la
experiencia de otros semejantes a mí, esas cosas que la filosofía, en su
m anifestación de habla inglesa, llama otras mentes. Freud insiste, por
el contrario, en que lo siniestro en el cuento de H offm an está directa­
mente relacionado con la idea de que a uno le roben los ojos, y en con­
secuencia, dados los anteriores descubrimientos de Freud, con el com ­
plejo de castración. Pero, puesto que no hace falta hacer ninguna nega­
ción (el com plejo de castración puede constituir exactamente una
nueva explicación o interpretación de la incertidumbre particular a la
que nos referimos), la negación por Freud de que el reconocim iento de
la existencia de los otros esté en cuestión, se parece sospechosam ente a
una confesión freudiana de que la filosofía y su constitución de la otre­
dad (en su existencia y com o su tema) es tan temible para él com o la
castración. Algo que debería darnos qué pensar.
Esta cuestión del escepticism o hacia, y el reconocimiento de, la
existencia de los otros, la cuestión de si vem os su hum anidad, resulta
ser la cuestión dom inante del fantástico lenguaje de Walden, y en con­
secuencia de su propia existencia. En su párrafo decimotercero se nos
dice:

¡Qué de seres más diferentes y distantes entre sí contemplan lo


mismo, en el mismo momento, desde las numerosas mansiones del
Universo!... ¿Quién se atrevería a decir qué perspectiva ofrece la vida
a otro? ¿Podría ocurrir milagro mayor que el de que nos íuera dado
ver con los ojos de otro por un instante?

Mirar con los ojos de otro sería una manera de formular una solu­
ción al problem a escéptico de los otros, una manera más allá de mirar
a los otros con sólo nuestros despiadados ojos, ante los que su existen­
cia no puede probarse, ya sea en el m undo de Descartes o de H off­
m ann, en el de Freud o el de Wittgenstein. Pero el milagro de ver cada
uno de nosotros con los ojos del otro constituye también una descrip­
ción thoreauniana de lo que el autor de Walden entiende por escritura:
anticiparse a los ojos de su lector, y ofrecerle a éste los suyos. De m odo
que el hecho de escribir, de la posibilidad del lenguaje com o tal, es el
milagro, lo fantástico. En consecuencia, el peso de la prueba de que los
otros existen cae sobre la escritura y la lectura (cualquier cosa que éstas
puedan ser) o, digam os, sobre lo literario, sobre el hecho de su existen­
cia entre nosotros, constituyéndonos — es decir, mientras dure lo ge-
nuinam ente literario, la conversación, el intercam bio, de palabras
genuinas.
La m odulación de la idea del lector com o fantástico, exigida por la
reivindicación que hace Thoreau de lo siniestro para la filosofía, es
pues la idea de la disposición del lector a acceder a tom ar los ojos del
escritor, lo que equivale efectivamente a ofrecer los suyos propios, un
intercam bio interpretable com o sacrificio m utuo, com o un sacrificio
de lo que creemos saber el uno del otro, que puede presentarse com o
castración mutua, al servicio de nuestra m utua victimación o de nues­
tra liberación. El hecho de que imaginar la renuncia a un narcisismo
primario requiera una imagen tan primaria de la violencia com o am e­
naza de castración — o bien: el hecho de que apropiarse de los ojos aje­
nos sea una imagen cuyo horror hay que afrontar para apreciar su be­
lleza; llámese a esto lo sublime de la otredad— nos previene de no sen-
timentalizar nuestras intervenciones. (Un sentim entalismo sería decir
que la escritura, el arte en general, tiene el propósito de entretener
— com o si el entretenimiento fuera en sí m ism o m enos violento y ávi­
do que, digam os, la instrucción.) A sum ir unos los ojos de los otros es
la oportunidad que existe fuera de la ciencia de aprender algo nuevo;
es decir, de aprender algo, fuera de la ciencia. Esto me parece una res­
puesta decente a mi cuestión inicial concerniente a la tarea pronostica­
da por la literatura (y filosofía) de una cultura que considere lo fantás­
tico no m enos que central. Tal vez sea lo que cabría esperar de una li­
teratura que intentara inventarse a sí m ism a, convencerse de que
existe; com o seguramente es algo que cabría esperar de una literatura
que intentase conservar lo literario com o tal, que intentase impedir
que pereciera, lo que constituye una manera de definir la extraordina­
ria tarea del romanticismo.
N o seria propio de un filósofo con mis intereses abandonar mi
contribución a este sim posio sin m encionar un reino de lo fantástico
en el que la distinción y cuestión entre arte bajo versus gran arte, o en­
tre arte marginal versus arte central, precisamente desaparece; me refie­
ro al reino del cinema. Estoy pensando ahora particularmente, no en
filmes de magia o fantasía explícita, el tipo de cosas al que se adaptan
perfectamente los efectos especiales. Pienso más bien en la perfecta y
nuda fuerza que tienen ciertos filmes para yuxtaponer fantasía y reali­
dad, para m ostrar el entramado de am bas com o algo no precisamente
especial. U na vez tuve la ocasión de reunir algunos filmes construidos
según el principio fantástico de que el m undo de los inflexibles hechos
y el m undo de los deseos satisfechos parecen el m ism o, se yuxtaponen
sin ninguna indicación o recurso cinem atográfico que distinga un
m undo del otro, creando en el público m om entos, creo que se p o ­
drían llamar así, de siniestra desorientación. (Esto se encuentra en mi
«What Becom es o f Things on Film?».) Los filmes más im portantes con
los que empecé fueron Persona de Bergman, Belle de jo u r [Bella de día],
de Buñuel, Deux ou trois choses que je sais d ’elle [Dos o tres cosas que sé de
ella], de G odard, y Vértigo de Hitchcock. A éstos añadí Ugetsui [Cuentos
de la luna pálida de agosto] de M izoguchi, cuya imagen final es la de un
marido que vuelve de un m aravilloso viaje a lo erótico para encontrar
su pobre y vieja casa com o la había dejado, pero vacía. El hom bre yace
en el suelo acurrucado com o un niño, y su mujer da vueltas por la ha­
bitación bajo una luz gris. Anhelam os con el hom bre que ella sea real,
que a lo herm oso infamiliar suceda, o vuelva a suceder, lo herm osa­
mente familiar; pero el seco e intermitente golpeteo de un tarugo de
m adera queda suspendido entre el tiem po y la eternidad, y la m ujer
desaparece desvaneciéndose. Es la imagen m ás grandiosa de lo sinies­
tro que conozco en el cine. Su experiencia hace estallar nuestras dudas,
en constante reorganización, acerca de si ya no som os capaces de esa
incertidumbre entre lo empírico y lo sobrenatural de la que depende la
experiencia de lo fantástico (o, habiendo invocado a Thoreau, perm í­
taseme decir en lugar de sobrenatural, trascendental). Y se nos recuer­
da que la capacidad de permitir que hechos y fantasía se interpreten
m utuamente constituye la base, a la vez, de la enfermedad del alm a y
de su salud.
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