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En busca de lo ordinario
Líneas del escepticismo y romanticismo
r ó n e s iq
F CÁTEDRA U
U N IV E R SIT A T D E V A LEN C IA
Título original de la obra:
In Quest o f the Ordinary.
Lines o f Skepticism and Romanticism
E n b u s c a d e l o o r d i n a r i o . L ín e a s d e l e s c e p tic ism o y r o m a n t i
c is m o ........................................................................................................... 51
B ibliografía.................................................................................................. 275
Introducción
Observaciones sobre la escritura
de Stanley Cavell
D ie g o R ib e s
Universidad de Valencia
Bibliografía
a Eugene Smitb
Prefacio y reconocimientos
ne ambiciones teóricas. Lo que mi respuesta quería decir es que ninguna teoría de la que
yo fuera sabedor podía explicar la práctica de Walden y la teoría de la escritura que for
ma parte de esa práctica; y que el libro, a mi entender, contiene una teoría de sí mismo,
y por tanto de cualquier texto — en la medida que su relación con otro texto, llámese su
diferencia, sea específicamente apreciada. Espero que resulte comprensible, al menos en
parte, que al revisar el presente capítulo, en 1987, haya añadido esta nota a pie de pági
na y la observación entre paréntesis a la que va unida. N o deseo que parezca que no
quiero que me enseñen los demás, o que no quiero responder al requerimiento de rela
cionar lo que yo hago con la práctica y teoría de la deconstrucción. Pero quienes desean
lo mejor para mí, y espero que alguien más, comprenderán que 1972 (y los años prece
dentes durante los que se fue gestando la obra incluida en Los sentidos de Walden) resul
ta todavía una distancia inconmensurable estimada en tiempo americano. Soy conscien
te, naturalmente, de la posibilidad de que los acontecimientos intelectuales de las dos úl
timas décadas hayan hecho avanzar los campos dentro de los que me encuentro; pero
tengo la suerte, buena o mala, de imaginarme la cosa de otra manera. Estaba lo suficien
temente adelantado corno para que resultara demasiado tarde para emprender rápida
mente un nuevo comienzo. Si esto fuera una carrera, apostaría siempre por la liebre.
Pero si no lo es, si no hay una sola pista de competición, y si en realidad no estamos en
tierra firme sino en el mar, puede que la tortuga tenga un sentido'".
* Podría ayudar a esclarecer este pasaje si se consulta el mencionado «Prefacio»,
pág. xiv, donde el autor aduce tres razones para soslayar, com o creo que vuelve a hacer
aquí en buena medida, una respuesta directa a la pregunta que se le ha hecho repetidas
veces sobre la conexión de su escritura con la Deconstrucción, pregunta que concierne
a su «tratamiento de la disociación entre escritura y habla» (loe. cit., ídem). La supuesta
preeminencia de la voz sobre la escritura en Cavell constituye hoy uno de los tópicos en
los comentarios que contrastan su posición filosófica con la de Derrida. Lo dicho en la
presente nota de Cavell se refiere sólo a la tercera de esas razones, y sólo a una parte de
la misma. /N . 71/
significa ver. Volviendo a su libro Walden, lo que el escritor estaba le
yendo entonces está ahora ante nosotros, y no sólo en una narración
co m o podría ser la de un periódico, p or ejem plo; sino en un dar
cuenta de lo que ocurrió (una cuenta es el térm ino econ óm ico habi
tual de Thoreau para referirse a lo que es su escritura), lo que signifi
ca hacer un cálculo de su valor. El autor ha esculpido (escrito, y,
puesto que ya contenían escritura, ha traducido) las velas rasgadas en
un libro de páginas im presas, y en sem ejante operación se conserva
en los rasgones de esos lienzos la evidencia de lo que les ha ocurrido,
en la angustia que produjo tales rasgones y la angustia y satisfacción
que habrán de producir, la evidencia de que las velas rasgadas siguen
escribiendo la historia de las torm entas que tuvieron que arrostrar. La
operación que convierte las velas en páginas reduce su interés, afirma
el escritor; p or tanto escribir es aparentem ente para Thoreau una pér
dida de capital. Y en su traducción, esos «rasgones» van a reafirmar
tam bién sus reivindicaciones de econom ista, o contable, convirtién
dose en la rem uneración que ofrece Thoreau a cam bio de arrostrar él
su historia.
Estas dos sentencias de Thoreau sobre el tren legible m e movieron
a com pletar qué entiende él por lectura según las siguientes líneas. La
lectura es una variante de la escritura, donde am bas operaciones se en
cuentran en la m editación y consiguen cuentas de sus respectivas opor
tunidades; y la escritura es una variante de la lectura, puesto que escri
bir es ensartar palabras que uno m ism o no ha creado, a fin de dar o to
m ar lecturas. Puesto que semejantes cuentas lo son de lo que Thoreau
llama econom ía, que es su vida filosófica, se sigue que su econom ía
dom éstica, resultante de la interrelación entre leer y escribir, es lo que
él reivindica com o filosofía. U n a im plicación de esta línea de interpre
tación es que aunque filosofar sea un producto de leer, la lectura en
cuestión no es especialmente de libros, no es especialmente de lo que
entendem os por libros de filosofía. La lectura lo es de cualquier cosa
que esté ante ti. C u ando se da la circunstancia de que la cosa en cues
tión es un asunto verbal, lo que lees son palabras y sentencias, a lo
sum o páginas. N o se leen libros enteros, no más de lo que se escriben,
de una sentada; no exacta o sim plemente porque son dem asiado ex
tensos sino porque los libros dictarían la duración de una sesión de lec
tura, mientras que la m editación o ha de ser interrumpida o llega por
sí m ism a a un punto final. (En este punto, el tema es el del final de la
filosofía com o una de las tareas inconm ovibles de la filosofía.) N o ha
bría que leer especialmente libros de filosofía, me im agino, por dos ra
zones: (1) Los libros de filosofía están posponiendo continuamente
sus conclusiones (tal es, grosso modo, la crítica a Hegel por parte de Kier-
kegaard). Siendo aparentemente sistemáticos, todo en ellos se hace de
pender de cuál sea su elaboración o desarrollo; es decir, son narrativa;
— en este caso, narrativas de conceptos— y en consecuencia basadas
en el suspense. En este aspecto, los libros de filosofía no son de m ayor
utilidad filosófica que las novelas. U n libro de filosofía conveniente
para lo que Thoreau se imagina com o «estudiantes» estaría escrito casi
sin ninguna progresión, sería un libro que culm inase en cada senten
cia. Esto suena com o una prescripción para una nueva música, diga
m os para un nuevo discurso, y en consecuencia com o una negación
de la poesía tanto com o de la narrativa, dado que implícitamente nie
ga, en una obra de originalidad literaria, el papel del verso; la sentencia
lo es todo. C o m o es natural, espero que suene tam bién com o una des
cripción de Walden. (2) Los americanos no son, en todo caso todavía
no, lo que cabe llamar profesores de filosofía, obligados a leer todos y
cada uno de los textos que se proclam an com o filosofía y a encontrar
les un lugar en nuestros pensam ientos. N o som os poseedores de nin
gún discurso estable donde encajar todas y cada una de las cosas que
han dicho los filósofos. O bien som os filósofos o no som os nada; no
tenem os nada que profesar. O bien som os capaces de repensar un
pensam iento que nos salga al paso, de hacerlo nuestro y evaluarlo se
gún se nos presente, o tenem os que dejarlo pasar de largo, no es
nuestro.
El discurso que Thoreau inventa para proceder a semejante evalua
ción, sus cuentas económ icas, consiste en llevam os, com o se ha suge
rido, y a falta de un vocabulario filosófico, a través de una red enorm e
mente elaborada de términos de evaluación — términos de econo
mía— que nuestro lenguaje posee naturalmente, evaluando palabras
tal y com o son empleadas, lo que a m enudo y críticamente resulta en
dar la vuelta a la superficie de una palabra para m ostrar un valor de la
m ism a que nosotros no constataríam os ordinariamente com o econó
m ico — por ejemplo, las superficies de palabras tales com o dar cuenta,
ajustar, redención, modo de vida, interés, términos. La aceptación de T ho
reau com o filósofo depende de que se acepte su invención de un dis
curso com o inicio, junto con otros inicios suyos, de un discurso filosó
fico. La im plicación de semejante invención puede parecer la m ayor
bravata de este libro de bravatas. Su autor reivindica estar escribiendo
el primer libro de filosofía. ¿Pero es esto realmente una bravata tan ex
cepcional? Es una reivindicación de autoridad, de que él tiene derecho
a sus palabras; de que dichas palabras, según sus propios términos, han
sido ganadas con su trabajo, un trabajo solamente de sus m anos. Pero
no dice que él sea el único de tales escritores o ganadores. N o piensa, y
lo subraya enfáticamente, que llegue a su trabajo antes que los filóso
fos «m ás antiguos» (egipcios o hindúes) que le hem os oído invocar;
sino simplemente que es coetáneo de ellos: no hay filosofía presente
hasta que el filósofo sea leído (al m enos, necesariamente, por él m is
m o, por ella misma). Tam poco reivindica que sea el único hoy día; Tho
reau enfáticamente lo niega. M ás bien la inconfortable im plicación es
que la autoridad filosófica no es transferible, que toda reivindicación
de hablar en nom bre de la filosofía tiene que ganarse la autoridad por
sí m ism a, tiene que dar cuenta, digám oslo así, de ella misma.
H ablé antes de la filosofía com o un legado; ahora estoy hablando
de ella com o una herencia. En mi ansiedad por no ser m al entendido
al subrayar la nacionalidad de la filosofía, la exigencia con la que una
filosofía apela a su nación, obligándola a llevar a juicio a su filosofía, a
reprimirla, a fin de que pueda producirse su retorno (en el capítulo 8
de Walden: «Es cierto, podría haber... “hecho locuras” contra la socie
dad; pero preferí que la sociedad “hiciera locuras” contra mí, siendo
ella la parte desesperada»), no quiero dar la im presión de que Thoreau
rechaza la influencia de la filosofía extranjera. Su invocación de los an
tiguos filósofos egipcios e hindúes debería asegurárnoslo, junto con su
im plicación de que América no debería heredar la filosofía — ¿o no
sólo, no primariamente?— de Europa, sino tam bién de donde Europa
la heredó, de dondequiera que la heredase Platón (cosa que sólo la fi
losofía sabrá). He aquí otra versión de la mítica bravata filosófica de
Walden, proclam ando específicamente, con toda m odestia, que para
heredar la filosofía se ha de estar ya cam ino de la filosofía.
C o m o he dicho, Walden empieza con la declaración de su autor de
que cuando escribía sus páginas se ganaba la vida «con el trabajo de
[sus] m anos solamente», y sea cual sea la deuda o culpa que esté negan
do aquí, Thoreau prosigue elaborando una cadena de términos econó
m icos que representan su deuda con la filosofía. M i libro Los sentidos
de Walden dice más o m enos que semejante deuda puede derivarse de
dos axiom as: que la casa que el escritor está construyendo en Walden es
Walden (que tam bién significa América, la construcción espiritual, o
descubrimiento, o constitución, nos dice Thoreau, de waüed-in [cerca
do, cerrado], que puede ser la imagen de una prisión, pero que es lo
que significa Paraíso); y que, consecuentem ente, todo acto de su escri
tor es una alegoría, o escenificación, de su escritura. Por tanto, cuando
en el primer capítulo dice: «Es difícil empezar sin pedir prestado» y nos
informa de que el día que bajó a los bosques pidió prestada un hacha,
añadiendo que «la devolví m ás afilada de lo que la recibiera», hay que
entender que Thoreau está describiendo su préstam o literario-filosófi-
co, lo que entraña su com petición con él. Semejante confesión queda
reforzada por reivindicaciones tales com o: «N ada m e fue dado de lo
que no haya rendido alguna cuenta», que sugiere (no que se siga de
ello) que su rendir cuentas sólo es de aquello que le fue dado y nada
más. Tal vez más inequívoca, o sumaria, sea la escena en que Thoreau
«desm onta» una choza que com pró con el fin de aprovechar los tablo
nes para la casa que tiene previsto construir, escena donde la descrip
ción del desm antelam iento y m udanza a otro lugar, y la figuración
de com prar com o creer y de negociar co m o llegar a un acuerdo en
los térm inos, está incluido, todo ello, en la figura del có m pu to de sus
cuentas.
Decir que Em erson y Thoreau «descubrieron» la filosofía para
América es decir, entre otras cosas, que al enseñar a la nación que la fi
losofía es, y cóm o es que es, nacer al pensam iento, demuestran cóm o
ha de ser traído el pensam iento a estas tierras (desde Europa, desde el
pasado, desde donde quiera que el pensam iento descubra la filosofía),
lo que en el libro de Thoreau significa cóm o ha de convertirse en dar
cuenta.
He subrayado que el escribir y el leer o ver que ejemplifica Thoreau
no son una ejemplificación de otra cosa distinta, algo pasado o futuro,
que quepa llamar su m odo de vida; o bien son en sí m ism as ejemplifi-
caciones, m odos, de vida filosófica o, si no, no tienen ningún valor.
Decir que la narración central de Walden es la construcción del hogar
es decir que el libro trata de lo que podríam os llamar edificación. Edi
ficación podría ser también un término razonable para lo que venim os
llam ando terapia. Se trata exactamente, según esta descripción, del tipo
de cosa que los buenos profesionales, com o Hegel, se esfuerzan en ne
gar a la filosofía. N o estoy diciendo que Thoreau entienda por edifica
ción lo m ism o que entiende Hegel. La cuestión sigue viva en obras
com o Ser y tiempo y las Investigaciones filosóficas, en las que uno siente
que se está proponiendo al lector alguna exigencia espiritual (por decir
lo de algún m odo) y que esa exigencia no puede, o no debe, interpre
tarse com o una exigencia específicamente moral. Es posible que en
una época determinada la edificación a la que podría aspirar la filoso
fía sólo pueda llevarse a acabo cuando la filosofía es profesional, o está
en contacto con la profesional. Probablemente la nuestra sea una de
esas épocas. Podemos considerar com o edificación de algún tipo lo
que M ax Weber deplora en las aulas universitarias; describe el intento
que deplora, convirtiendo la ciencia en algo que ésta no puede ser,
com o el deseo de una redención sustitutoria. (Vi en la televisión, se
sión de noche, que un profesor de filosofía y teología, arguyendo con
tra un hum anista secular, co m o él lo llam aba, recurría a la ciencia
para probar que el universo es algo creado y, por tanto, que tenía su
origen en alguna inteligencia. C reo que Weber no estaría de acuerdo.
T am poco lo estaba el hum anista secular. Así es, tam bién, nuestra
época.)
Y el caso de Thoreau es peor, desde un punto de vista profesional,
de lo que hasta ahora ha ido apareciendo, pues él no habrá de aceptar
ningún sustituto de la redención. U na de sus sentencias m ás inocuas,
y por tanto más sospechosas, reza así: «Sólo necesitas sentarte callado
el suficiente tiem po en algún atractivo lugar de los bosques para que
todos sus habitantes se te exhiban por turnos» (12.11). Todo Walden
está condensado en estas pocas gotas. C onvengam os por ahora en que
esta actitud de sentarse alegoriza el escribir y leer que ya hem os obser
vado. Sólo añadiré que, entre otras muchas cosas, «por turnos» signifi
ca por versos y conversiones. (Cabe imaginar que tam bién significa
«por tropos». Pero éste sólo sería el caso si las figuras de Thoreau [algo
que viene subrayado por los núm eros de su «cuenta»] se interpretan
com o figuraciones de, o refiguraciones, recuentos de, la figuración, se
gún lo cual «por turnos» tendría que significar «dándole la vuelta a la
idea m ism a de tropo».) Entonces, lo que Thoreau está diciendo es que
él — es decir su libro— posee una tranquilidad potencial, llámese silen
cio, que lo hace suficientemente atractivo com o para que sea conside
rado redentor. Esto debería colocarse junto con la interpretación de es
tar sentado que hem os citado anteriormente, interpretación que iden
tifica una casa con un asiento; en consecuencia, identifica cualquier
lugar en el que se esté sentado com o una forma y un tiem po en que se
podría estar viviendo, en una palabra, ocupando una residencia. En el
contexto de semejante observación (los primeros párrafos del capítu
lo 2), Thoreau llega a extremos extravagantes — es decir, sus extremos
habituales— para mostrar que este estar sentado o residencia forma
parte, com o la palabra misma dice, de poseer el paisaje que le rodea, y
de poseer las granjas y los árboles y, en suma, de todo lo que se encuen
tra a una docena de millas alrededor de donde, sentado, está viviendo;
el cam po tiene su origen en él. La razón de por qué debiera percibirse
de este m odo la ecuación entre la posición de escribir y leer con la de
apropiación es algo sobre lo que tendremos ocasión de especular.
Me gustaría considerar la reivindicación de la sentencia de Thoreau
que concierne (y muestra) al escritor sentado callado el tiem po sufi
ciente (atraído) com o cum plim iento de una de las tareas o predicados,
así las he llam ado, de la filosofía — ahora la tarea de invitar a hacer pre
guntas por su silencio, o de buscar la confrontación mediante el recur
so de no decir la primera palabra. (Sócrates es abordado de im proviso
en la calle; las Investigaciones de Wittgenstein se abren con una cita que
son palabras de otro; lo m ism o ocurre con Sery tiempo de Heidegger;
el autor de Walden, tras un breve párrafo en el que se presenta a sí m is
m o, empieza diciendo que va a contestar algunas preguntas m uy par
ticulares hechas por sus conciudadanos sobre su m odo de vida.) Pero
servirse de un silencio atractivo o seductor, que induzca en los otros la
revelación de sí m ism os, sugiere procedim ientos y capacidades para las
que, aun cuando fuera correcto considerarlas pedagógicas, las universi
dades no poseen ninguna credencial.
Al volverme a Em erson en busca de su testim onio sobre la lectura,
me doy cuenta de que el relato de su, y de Thoreau, descuido cultural
necesita hacerse m ás com plicado. En el caso de Em erson, dicho relato
ha de incluir una explicación de la enorme fama que le acom pañó
mientras estuvo vivo, fama que persistió durante algunas décadas des
pués de su muerte y para cuya recuperación, tras algunas décadas más
en las que Emerson parecía ser ilegible, hubo repetidos esfuerzos, es
fuerzos que invariablemente producían otros en contra para conseguir
de nuevo su destrucción. El m odo de explicarse estos cam bios de repu
tación parece ir generalmente unido a cóm o cada cual se tom e su escri
tura, com o si escritura y reputación constituyeran sólo un caso para
nosotros, caso que queda siempre sin decidir, com o si todavía no su
piéram os quién es este hom bre y qué es lo que quiere.
U na manera de considerar qué hay en su escritura para que pro
duzca tales oscilaciones, este no saber cóm o hay que tomarla, consiste
en considerar que Em erson convierte la cuestión de cóm o tomarla
(cuán seriamente, me gustaría decir, tom a él la cuestión de autentificar
su propia seriedad) en una cuestión prim ordial que él m ism o se plan
tea, acerca de sí m ismo.
He citado m ás de una vez el siguiente pasaje de «Auto-confianza»
com o un pasaje en el que Em erson dramatiza su m isión com o escritor,
presentando las credenciales de su vocación: «Yo abandono padre y
madre, mujer y hermano, cuando mi genio m e llama. Me gustaría es
cribir en los dinteles de las puertas, Capricho. Espero que al final sea
algo m ejor que un capricho, pero no podem os pasarnos el día en ex
plicaciones.» N o recordaré de nuevo los contextos bíblicos que hacen
que Emerson se muestre aquí especificando la llamada a escribir com o
una prosecución de la nueva prom esa de redención, y especificando el
acto de escribir com o algo que señala su antigua m orada con un me-
zuzah, o con sangre, com o en la pascua de los judíos. Todo lo cual nos
plantea esta apremiante cuestión: ¿con cuánta seriedad propone estas
especificaciones? ¿Existe algún interés filosófico en ellas adem ás del li
terario, cualquiera que éste sea?
C o n tin ú o ahora haciendo notar que todo el ensayo «Auto-con
fianza», a pesar de la fama que tiene de predicar el individualism o (lo
cual no es incorrecto ciertamente, pero ciertamente tam poco es claro),
constituye un estudio de la escritura, co m o si el deseo de escribir sim
plem ente Capricho cargara ya sobre uno to d o el peso de la escritura.
N uestro autor escribe Capricho en el lugar donde otros colocan la pa
labra de D ios, com o para hacer burla del hábito m ucho m ás com ún
de poner el nom bre de D ios en lugar de Capricho. C o m o si no exis
tiera m ayor autoridad establecida para emplear la palabra Capricho — o
cualquier otra palabra por p oco im portante que sea— que para em
plear la palabra Dios; ninguna justificación del lenguaje fuera del len-
guaje.
Q ue «A uto-confianza» es un estudio de la escritura (filosófica, y
en consecuencia de la lectura y del pensam iento) queda establecido in
sistentemente en este ensayo por la explotación que hace Em erson del
alcance de las palabras «expresión», «carácter» y «com unicación», utili
zándolas continuam ente para llamar la atención, a la vez, sobre la ex
terioridad de la escritura y sobre la interioridad de quien practica la es
critura, de quien la respalda, de quien la afronta, y en consecuencia
para aseverar que am bos, escritura y escritor, han de ser leídos, lo que
casi equivale a decir que am bos son textos, posiblem ente en contraste
m utuo, contestándose uno al otro. (Las citas que aduzco a continua
ción son de este ensayo de Em erson, a m enos que especifique lo con
trario.) Em erson dice, por ejem plo, que «un carácter es com o una es
trofa acróstica o alejandrina — léase hacia adelante, hacia atrás o al tra
vés y siempre significa lo m ism o.» Y después de advertir casi al
principio que «sólo expresam os la m itad de nosotros m ism os» y de
proclam ar hacia la mitad que aunque «podam os errar en la expresión»
de nuestras intuiciones, sabem os que son así (que son así, de esa m ane
ra) y no han «de ser discutidas», habla hacia el final del hom bre sabio
com o de alguien que «[hace] a los hom bres conscientes [de algo] m e
diante la expresión de su semblante». A quello de lo que el hom bre sa
bio nos hace conscientes, dice Em erson en el presente caso, es que el
alm a está en su hogar, que incluso cuando es llam ado fuera de casa, di
gan lo que digan los otros, él sigue estando en su hogar. Pero pues
to que ser llam ado, para el hom bre sabio, es evidentem ente ser lla
m ad o por su genio, y puesto que para Em erson eso es una llam ada
a escribir, lo que está haciendo Em erson aquí es som eter su escritu
ra a la situación de adquirir cualquier autoridad y convicción que le
sea debida m ediante el procedim iento de m irar su sem blante, o su
perficie.
Nuestros hábitos filosóficos nos moverán a interpretar la superficie
de la escritura com o su forma, su estilo, su retórica, un ornam ento de
lo que se dice más que su sustancia, pero lo que Em erson pretende im
plicar es que esto no es m enos un prejuicio filosófico que las otras con
form idades que su ensayo censura; que, por decirlo así, las palabras no
son más ornam ento de los pensam ientos de lo que las lágrimas lo son
de la tristeza o alegría. Por supuesto, las palabras pueden entenderse
así, y en un caso determinado puede que no equivalgan a nada m ás;
pero esto sólo significa que las expresiones son lo últim o que hay que
tom ar en su valor de superficie.
¿Q ué semblante habrá de contar com o escritura del sabio? Emer
son descubre en la com unicación de quienes «se con form an a los
usos establecidos», es decir, de quienes carecen de auto-confianza, que
«cada palabra que dicen nos disgusta y no sabem os por dónde em pe
zar a tom arlos en serio». Si cada una de nuestras palabras se im plica en
la conform idad al uso establecido, entonces, evidentemente, ninguna
palabra nos garantiza ningún com ienzo seguro; el que una palabra de
terminada nos garantice un tal com ienzo debe depender, en conse
cuencia, de cóm o ella m ism a acepte ser dicha, el semblante que hace
asumir al que la profiere, de que pueda proferirse de m odo que no nos
disguste, que es lo m ism o que decir que no nos entristezca sino más
bien, para decirlo con una frase favorita de Em erson, de m odo que nos
eleve y dé alegría. C o m o si éstas fueran las alternativas disponibles a la
práctica de la filosofía.
En este punto nos encontram os con la recriminación m ás com ún
que se ha hecho a Em erson, la recriminación que, m ás que ninguna
otra, ha ensom brecido su reputación entre los intelectuales del presen
te siglo: la de ser temerariamente positivo, de carecer del sentido de la
tragedia.
Cualquier cosa que semejante recriminación pueda significar, y
por m uy a m enudo que haya sido negada sin efecto alguno, es obliga
do que surja una pregunta previa en los labios de un filósofo, sim ple
mente la pregunta de qué diferencia establece, qué diferencia filosófi
ca, el que el semblante del habla nos entristezca o alegre, cosas éstas
que son cuestiones psicológicas acerca de los efectos de las palabras,
mientras que lo filosóficamente im portante es si lo que se dice es ver
dad. Pero entonces nos incum be a nosotros situar, al m enos, correcta
mente la psicología. En un ensayo («Círculos») de tema afín dice Emer-
son: «Las palabras más simples, — no sabem os lo que significan excep
to cuando am am os y aspiram os.» Cualesquiera que sean los estados
que estas palabras pretendan designar, esta observación no dice que di
chos estados sean efectos de las palabras sino más bien lo opuesto: que
ellos son sus causas, o, mejor, condiciones de la com prensión de las pa
labras. A unque no sea algo sin precedentes que un filósofo nos diga
que las palabras que em pleam os cada día son imprecisas y provocan
ilusiones, no es usual, ni siquiera normal, en filosofía decir que el acce
so a su significado pasa por un cam bio del corazón.
Sea lo que fuere lo que esto últim o pudiera significar, dependerá,
cabe presumir, de la precisión con que esta observación describa la
propia práctica de escribir y pensar de Em erson, es decir del sem blan
te particular que sus palabras asumen. Considerem os finalmente otras
dos sentencias que ejemplifican su práctica de describir su práctica.
C u ando afirma «Aquel que tiene m ás obediencia que yo me dom ina»,
hay que entenderle en conexión con su discurso sobre la escritura
com o algo a lo que uno es llam ado, algo a lo que uno presta oídos y
muestra obediencia. Entonces «dominarle» no significa exactamente
vencerle, com o si se tratara de un im pulso desbocado o un esclavo in
subordinado, sino tener dom inio de él com o de un texto difícil o del
lenguaje. Y por m uy difícil que pueda resultar el texto que versa sobre
el tema de ser llam ado, no lo considero más difícil de dominar, y sí
más provechoso, que m uchos de los textos que han producido estetas
m enos positivos sobre el tema de la intención.
Tanto la idea de aprehender la intención de un texto com o la idea
de compartir, o prestar oídos a, lo que lo ha llam ado, son interpretacio
nes de la lectura, de entender un texto. Pero la idea de intencional pue
de dejar fuera lo que la idea de ser llam ado y de obediencia, de escu
char, abre a la investigación: cóm o se explica que alguien escriba m e
jor (o peor) de lo que es sabedor, y que alguien pueda ser entendido
m ejor (o peor) por otro alguien distinto. Estas son cuestiones que vale
la pena examinar. Emerson las exam ina cuando observa: «El carácter
nos enseña por encima de nuestras voluntades. Los hom bres se im agi
nan que com unican su virtud o vicio sólo mediante su acción eviden
te, y no com prenden que la virtud y el vicio emiten un aliento en todo
m om ento.» Me parece que estas palabras constituyen una anotación
aterradora de una ansiedad inherente a la escritura; el reconocim iento
de que se debe abandonar el control de las apropiaciones que uno m is
m o hace para poder aprender qué sean esas apropiaciones.
Escribir sabiendo que las palabras emiten un aliento de virtud o vi
cio en todo m om ento, que com unican el m edio por el que uno expre
sa sus deseos, se sea sabedor de ellos o no, es dejar el propio carácter
sin defensas. Dejar lo que digo sin defensas ha sido una cuestión de
honor para mí, aunque sé que hay riesgos que no vale la pena asumir.
Si no se pudiera escribir m ejor de lo que se es, y no se pudiera enten
der a un escritor m ejor de lo que él o ella puede entenderse a sí m ism o,
si no fuéramos capaces de una m ejor obediencia que la que ya hem os
m ostrado, una obediencia a algo mejor, entonces el caso de la escritu
ra sería m ás digno de lástima de lo que es, porque entonces no se p o
dría pensar en ninguna m edida para rechazarla, en ningún desahogo
para el escritor o lector. D e lo que se sigue que estoy sujeto en cual
quier m om ento al juicio severo de lo que he puesto por escrito, de otro
m od o lo escrito no vale para nada.
N o he querido disfrazar cierto pathos en el sentido que le doy a
la contienda por la escritura filosófica, ni en la p osición y lugar que
yo m ism o me encuentro, por ejem plo com o profesor de Filosofía en
Am érica, ni en cualquier otro lugar. Al m ism o tiem po no he querido
hacer dicha contienda excesivam ente personal, porque las contien
das que se dan cita en la escritura filosófica no son nada si no son co
m unes — las luchas entre filosofía y poesía, entre escritor y lector, en
tre el escritor o lector y el lenguaje, del lenguaje consigo m ism o, en
tre el edificio de fantasía am ericano y el edificio de filosofía europeo,
entre la esperanza y la desesperación de una escritura y lectura reden
toras.
¿Pero qué pensar acerca del propio pathos de proponer estas cues
tiones com o luchas? ¿N o es eso rom antizar lo que meramente son pro
blemas intelectuales? ¿La filosofía com o tal — ¿hoy día? ¿todavía?—
ha de revestirse de tarea romántica? Supongo que mi descubrimiento
del respaldo que Em erson y Thoreau prestan a Wittgenstein y Austin
sugiere cierta infección romántica en lo que, a mi parecer, constituye
una parte del pensam iento más avanzado de nuestro tiem po; y la re
lación de Heidegger con la literatura rom ántica, especialmente con
H ólderlin por supuesto, sugiere que se trata de una infección que
Heidegger asume de buena gana. Tal vez la exigencia sobre el lector
que he señalado en la obra de Wittgenstein y Heidegger, la exigencia
que dije no tenía que entenderse estrictamente com o moral, pueda
concebirse com o una exigencia rom ántica, o prom esa, de redención,
digam os de auto-recuperación. Pero con toda seriedad filosófica, ¿una
recuperación de qué? La filosofía no puede hablar de pecado. D iga
m os que se trata de una recuperación del escepticism o. Lo cual signifi
ca, según lo dicho, una recuperación de la deriva hacia lo inhum ano.
Pero entonces, ¿por qué se presenta esto com o una recuperación del
yo? Y de m odo m ás particular, ¿por qué se presenta com o la recupera
ción de la voz (de la mía) (humana) (ordinaria)? ¿Q ué hay de rom ánti
co en la recuperación, o búsqueda, de lo ordinario o cotidiano? ¿Cuál
es su incum bencia para la filosofía?
Emerson, Coleridge, Kant
(términos como condiciones)
¿Viene indicado el m encionado cam bio por «En otro tiem po pen
sábam os... ahora aprendem os»? ¿Pero por qué interpretar estas frases
com o pura autobiografía? Sería m ás probable que Em erson estuviera
hablando de la especie hum ana, de la m aduración hum ana, en gene
ral. Respecto a su propia persona, Em erson dice en algún lugar, me pa
rece recordar, que nació viejo.
En cualquier caso, si es éste el tipo de cosa que se supone muestra
una nueva madurez, nuestro nuevo respeto hacia ella está condenado
a desvanecerse otra vez. En 1930, el historiador Jam es Truslow Adam s
p u b licó en A tla n tic M ontbly un artículo titu lado «E m erson releído»
(Stephen Whicher lo cita com o posiblem ente uno de los dos más inte
ligentes pronunciam ientos contra Em erson), en el que Adam s nos des
cubre que Em erson, que había sido una fuente de inspiración para él,
com o para m uchos otros, cuando era joven, no era capaz de seguir ali
m entando al hom bre de cincuenta años. A dam s tiene la gracia de pre
guntarse si ello es culpa suya o de Em erson; pero no por mucho tiem
p o; A dam s sabe la respuesta. Em erson resulta deficiente porque no co
noce la m aldad — guerras, enfermedades, desastres de todo tipo. En la
m edida que lo entiendo, tales males son el m ism ísim o tipo de circuns
tancias que Em erson resume cuando dice, hacia la m itad de «Destino»,
tom ando aliento para una nueva respuesta: «N inguna imagen de la
vida puede tener alguna veracidad si no incluye los hechos odiosos.»
Em erson ha enum erado algunos de estos hechos al principio del ensa
yo en un par de sentencias m uy celebradas: «Los cam inos de la Provi
dencia son algo rudos. Los hábitos de la serpiente y de la araña, el zar
pazo del tigre y otros saltadores y sangrientos brincadores, el crujido de
los huesos de la presa en los anillos de la anaconda — todos ellos están
en el sistema, y nuestros hábitos son com o los suyos.» Pero se trata de
listas de cosas no m enos obvias que «el dolor del corazón y las miles
conm ociones naturales / De las que la carne es heredera..». ¿Q ué sen
tido tiene suponer que Emerson no sabía de su existencia en los prim e
ros escritos? Que no los m encione con todo detalle, pronto o tarde, ha
de atribuirse, seguramente de m odo más plausible, a que Em erson los
considera dem asiado obvios para m encionarlos más bien que dem asia
do obscuros para haberlos percibido.
Pero a estas alturas creo saber qué es lo que el hom bre de cincuen
ta encuentra desagradable y que hacía extasiarse al m uchacho de dieci
séis o diecisiete años. Se trata de la idea, sin la que Em erson y cualquier
otro rom ántico estarían perdidos, de que el m undo, o yo en él, podía
rehacerse — o podía haberlo sido— de tal m odo que yo lo pudiera de
sear, com o sería él entonces, o com o sería yo en él. Eventualm ente, la
idea tiende a hacerse enloquecedora si se mantiene fresca (y ciertamen
te impacienta a las amistades adultas que uno pueda tener), una censu
ra continua de la forma en que vivim os, com parada con la cual, o en
reacción a la cual, una asentada desesperación del m undo, o cinism o,
constituye un lujo. Esta perspectiva dual, de esperanza y desespera
ción, resulta interna al argumento del ensayo sobre el destino, que po
dría resumirse com o la superación de los dos m undos de Kant al diag
nosticarlos, o resolverlos, com o perspectivas, com o una función de lo
que Em erson llama «polaridad». Es com o si Em erson, en el ensayo que
estam os com entando, profetizara el destino de su propia reputación
cuando dice: «En la juventud nos vestim os de arco iris y vam os tan bi
zarros com o el zodiaco. C o n la edad nos sale otro su d o r— gota, fiebre,
reum atismo, arbitrariedad, duda, irritación y avaricia.»
Sin embargo existe, convengo en ello, una inflexión en el ensayo
«Destino», una conciencia firme que puede entenderse com o una nue
va madurez o realismo. Yo la veo incorporada en el enunciado «En la
historia del individuo existe siempre un balance de su condición, y se
sabe a sí m ism o cómplice de su estado presente» — com o si fuéramos
conspiradores a favor o en contra de nosotros m ism os. La inflexión, o
avance, aparece al com parar este enunciado con una observación de
«Auto-confianza»: «En todas partes, la sociedad conspira contra la m a
yoría de edad de cada uno de sus m iem bros.» C abe ver ahora, en «D es
tino», que nosotros al asumir nuestro lugar en el m undo, por decirlo
así, nos unim os a la conspiración, y nos podem os unir a ella en detri
m ento o en beneficio nuestro. «Si el Destino sigue su curso y limita el
Poder (llamado en otro lugar voluntad), el Poder acom paña a y antago-
niza con el Destino... [El hombre] es un asom broso antagonism o, una
conexión que une los dos polos del Universo.»
Viviendo este antagonism o (tan inexorablemente com o la electrici
dad), nosotros, seres polares, som os o víctimas o vencedores del Desti
no (una observación tanto sobre el D estino com o sobre nosotros m is
m os, el tipo de cosa que Wittgenstein llama observación gramatical);
la observación significa, ante todo, que el Destino no es una esclavitud
externa; la vida hum ana no está invadida ni por el azar ni por necesi
dades que no sean de propia confección. «El secreto del m undo está en
el vínculo entre persona y evento... Se piensa que el destino es ajeno
porque la cópula está oculta.» Freud y M arx no dicen m enos. (Me
acuerdo en este punto de una observación de las Investigaciones: «En el
lenguaje es donde una expectativa y su cum plim iento hacen contacto»
[§ 445].)
Por supuesto que todo esto es, si se prefiere decirlo así, m itología,
y com o tal no puede constituir filosóficam ente lo que Em erson reivin
dica al respecto; a saber, «una llave, una solución para los antiguos nu
dos del destino, libertad y predicción». Pero supongam os que yo subra
yo, en su nom bre, que Em erson ofrece su solución meramente com o
una llave; y, com o dice Pascal, una llave no es un anzuelo — una llave
tiene tan sólo lo que Pascal llama virtud aperitive, esto es, sólo abre, no
invita a, o proporciona, nada más. Que se convenga que Em erson es
acreedor de una glosa semejante dependerá de quién se piense que es
Em erson, algo que intento dejar abierto, o conseguir abrir. A mi pare
cer, dicha solución constituiría una llave suficiente si el pensam iento
de Em erson en este punto, nos abriera el pensam iento, o nos abriera a
nosotros al pensam iento, de que nuestras soluciones anteriores a estos
misterios, por m uy filosófico que sea su aspecto, son ellas m ismas mi
tología, o com o estaríamos más prestos a decir hoy día, productos de
nuestras intuiciones, y por tanto no pueden progresar más hasta que
hayam os evaluado cuáles de nuestras intuiciones quedan satisfechas, y
cuáles frustradas, por los distintos dramas de conceptos o figuras tales
com o destino, libertad, predicción y voluntad. Los desacuerdos sobre
tales asuntos no surgen (com o no surgen en el escepticismo) porque al
guien de nosotros conozca hechos que otro no conozca, sino, com o
dice Em erson, por el m od o cóm o se aderezan los hechos, hechos que
cualquiera de nosotros debe tener a su disposición, con ideas de victi
m ación, junto con cualesquiera que sean sus opuestos. (Una de las pa
labras favoritas de Em erson para estos opuestos es señorío.) A lgo que
cabría llam ar filosofía consistiría en averiguar la fuente del sentido
que tenem os de nuestras vidas com o algo ajeno a nosotros m ism os,
pues sólo entonces existe el problema del D estino. Esto se parece va
gam ente al proyecto de descubrir la fuente del sentido del m undo
co m o independiente de nosotros, pues sólo entonces el escepticism o
es un problema.
Incluso alguien dispuesto a suspender la incredulidad hasta aquí,
podría seguir insistiendo en que la escritura de Em erson se mantiene
sólo a nivel de lo que he llam ado m itología. Por tanto, he de tener la
esperanza de poder indicar el nivel en que, a mi entender, se produce
el despegue de la filosofía.
Una llave para el ensayo «Destino» de Em erson es la frase «Los m is
terios de condición humana». La pista me la da la violencia de la frase.
Es decir, asum o que no se trata de un error por relación a «los miste
rios de la condición hum ana», com o si Em erson estuviera llam ando la
atención sobre los misterios de algo que tiene por sí m ism o atributos
bien conocidos. Puede decirse que un atributo de lo que se llama la
condición hum ana es que el hom bre ha de ganarse el pan con el sudor
de su frente, otro que el espíritu está pronto pero que la carne es débil,
otro que estam os som etidos al Destino. Tales cosas no constituyen el
pan de Em erson, sino su grano. La pista que nos da la frase «los miste
rios de condición hum ana» es que no existe nada a lo que Em erson lla
maría la condición hum ana, sino que existe algo misterioso en la con
dición com o tal de la vida hum ana, algo que nos retrotrae a la idea de
que «en la historia del individuo existe siempre un balance de su con
dición», y que esto tiene que ver con su «[saberse] él m ism o cóm plice
de su estado presente». «C ondición» es una palabra clave del ensayo
«Destino» de Em erson, com o lo es de la Crítica de la razón pura, ya que
am bos textos se ocupan fundam entalm ente de la limitación. En la Crí
tica: «Los conceptos de objetos en general subyacen, pues, a todo co
nocim iento empírico com o sus condiciones a priori» (A93; B126). Mi
suposición es que Em erson le está dando la vuelta a la Crítica, invinién
dola, y preguntándose: ¿cuáles son las condiciones del pensam iento
hum ano que subyacen al concepto de condición, el sentido de que
nuestra existencia se lleva a cabo, por decirlo así, con condiciones?
(Descartes interpretó la intuición de condicionalidad, o lim itación, o
finitud, fundam entalm ente com o la dependencia de la naturaleza hu
m ana del hecho y de la idea de D ios, de lo que se seguía una prueba
de la existencia de Dios. Nietzsche reinterpretó semejante interpreta
ción de dependencia com o una excusa para nuestra pasividad, o com o
auto-castigo, com o nuestro m iedo a la autonom ía, en consecuencia
com o un pretexto para nuestra venganza, de lo que se sigue el asesina
to de Dios.)
Es com o si en la escritura de Em erson (no sólo en la suya, pero sí
en la suya por primera vez en América), el orgullo de Kant en lo que
llam aba su Revolución Copernicana en filosofía, com prender el com
portam iento del m undo mediante la com prensión del com portam ien
to de nuestros conceptos del m undo, tuviera que radicalizarse de
m odo que no hay que deducir sólo doce categorías del entendim ien
to sino cada una de las palabras del lenguaje — no com o una cues
tión de hecho psicológico, sino co m o una cuestión, digam os, de ne
cesidad psicológica. D on de K ant habla de reglas o leyes extraídas de
la R azón para el conocim iento del m undo, un filósofo co m o W itt
genstein habla de sacar a la luz nuestros criterios, nuestros acuerdos
(que a veces parecerán conspiraciones). Al inicio de mi vida filosófi
ca, hace ahora un cuarto de siglo, reivindicaba en «La vigencia de la
segunda filosofía de W ittgenstein» que lo que W ittgenstein entiende
por gram ática en sus investigaciones gram aticales — co m o se descu
bre en nuestro sistem a del lenguaje ordinario— es una herencia de lo
que Kant entiende p or lógica trascendental; y que, de m od o m ás par
ticular, cuando W ittgenstein dice «nuestra investigación... va dirigida
no hacia los fenóm enos sino, com o podríam os decir, hacia las “posi
bilidades” de los fenóm enos» (§90) ha de entenderse que está citan
do el concepto de posibilidad com o lo form ula Kant al decir: «El tér
m ino “ trascendental”... significa [sólo] un conocim iento tal co m o el
que concierne a la posibilidad a priori del conocim iento, o a su uso
a priori» (A56, B80-81). A estas alturas, todavía estoy de acuerdo con
ello.
Cualesquiera que sean las condiciones del pensam iento hum ano
que controlen el concepto de condición, habrán de ser las condiciones
de «los antiguos nudos del destino, libertad y predicción», de m odo in
m ediato porque estas palabras, com o cualesquiera otras del lenguaje,
son nudos de acuerdo (o conspiración) que la filosofía ha de desenre
dar; pero más particularmente porque la idea de condición es interna
a la idea de limitación, y constituye una expresión fundam ental de una
intuición que Em erson encuentra anudada al concepto de Destino. Su
primera forma de expresar el Destino es hablar de «dictado irresistible»
— hacem os con nuestras vidas lo que algún poder que las dom ina sabe
o nos revela que son, siguiendo antiguos guiones escritos. El proble
ma se ha planteado sobre todo respecto a D ios, y respecto a las leyes
de D ios y la naturaleza. Em erson añade la nueva ciencia de la estadís
tica a las fuentes de nuestro sentido de sujeción al dictado, co m o si
leer tablas sobre las tendencias de quienes son co m o yo en circuns
tancias com o las mías — Em erson hablaba de las circunstancias
com o «tiranas»— fuera leer mi futuro; co m o si la nueva ciencia apor
tara una nueva constatación de la antigua idea de que el D estino es
un libro, un texto, idea que Em erson invoca repetidas veces. Luego,
otras expresiones del concepto de condición quedan delineadas en el
resto del inventario de form as en que Em erson describe con gran
acierto y precisión las som bras de nuestra intuición del D estino,
com o por ejem plo predeterm inación, providencia, cálculo, predispo
sición, fortuna, leyes del m undo, necesidad; y en el poem a introduc
torio del ensayo, lo expresa con las nociones de previsión, precau
ción y presagio.
La reivindicación inicial de Emerson sobre el tema (que igualmente
podría ser la final) es ésta: «Pero si hay dictado irresistible, este dictado se
sobrentiende. Si hemos de aceptar el Destino, no estamos menos obliga
dos a afirmar la libertad, la importancia del individuo, la grandeza del
deber, la fuerza del carácter.» Esto suena com o un delicado alijo de sen
timientos gentiles. Tal vez podam os ahora empezar a abrirlo.
Dictado, com o condición, tiene algo que ver con el lenguaje — el dic
tado tiene que ver con hablar, especialmente con m andar o prescribir
(que a su vez tiene que ver con escribir), condición tiene que ver con
hablar juntos, con lo público, lo objetivo. «H ablar juntos» es lo que
dice la palabra condición o sus derivados. Añádase a esto que las condi
ciones tam bién son términos, estipulaciones que definen la naturaleza
y límites de un acuerdo, o las relaciones entre las partes, personas o
grupos, y que el término término es otra repetición en el ensayo de
Em erson. Entonces, esto suena com o si el irresistible dictado que cons
tituye el Destino, que establece las condiciones sobre nuestro conoci
m iento y nuestra conducta, fuera nuestro lenguaje, cada palabra que
proferimos. ¿Es este son atribuible al azar? Q uiero decir, ¿se capta el
entramado del lenguaje, en este punto, mediante (las condiciones, o
criterios de) nuestro concepto de azar?
«Este dictado se sobrentiende», dice Em erson; pero el ensayo esta
blece sem ejante entendim iento com o tarea nuestra. Y dice: «la fortu
na de un hom bre es el fruto de su carácter». La consabida versión gen
til de esta frase reza así: «El carácter es el Destino», y, de m odo consa
bido, dicha versión no deja ningún lugar a una conform idad con nues
tras flaquezas que puede ser desde trágica a lamentable. Pero hablar del
fruto del carácter es sugerir que nuestro carácter está bajo cultivo por
nuestra parte, y Em erson dice de él, en línea con una línea suya de
«Auto-confianza», que constantem ente «está emitiendo» algo, que es
«traicionado», que se traiciona a sí m ism o, a todo aquel que sepa «leer
[su] posibilidad». (En ese tem prano ensayo, que en el primer capítulo
afirmé que trataba de la com unicación, y particularmente de la escritu
ra, Em erson decía, de m odo desconcertante: «El carácter nos enseña
por encim a de nuestras voluntades. Los hom bres se imaginan que co
m unican su virtud o vicio sólo mediante su acción evidente, y no com
prenden que la virtud o el vicio emiten un aliento en todo m om ento.»)
Em erson subraya que semejante lectura es un asunto trivial, de cada
día: «las líneas gruesas son legibles para el lerdo». Y ahora añádase que
a través del «carácter», junto con las ideas de ser leído, y de com unicar
se a sí m ism o, Em erson de nuevo, com o en «Auto-confianza», nos está
proponiendo a nosotros m ism os com o textos; que lo que som os está
todo escrito, o m arcado, sobre nosotros; pero aquí lo hace indicando
especialmente la otra dirección, la dirección de que nuestro lenguaje
contiene nuestro carácter, de que nosotros m arcam os el m undo, por
ejem plo con el concepto de Destino; y luego escúchese de nuevo una
idea tal com o la de que el carácter de uno es su propio destino.
Ahora, lo que esta idea abiertamente dice es que el lenguaje es
nuestro destino. Y en consecuencia significa que no exactamente la
predicción, sino la dicción, es lo que nos im pone vínculos, que con
cada palabra que proferim os, em itim os estipulaciones, acuerdos que
no sabem os y no querem os saber que hem os consentido en ellos,
acuerdos en los que siempre hem os estado, que efectivamente estaban
antes de nuestra participación en ellos. Nuestra relación con nuestro
lenguaje — con el hecho de que estam os sujetos a la expresión y com
prensión, víctimas del significado— es por tanto una llave para el sen
tido que tenemos de la distancia de nuestras vidas, de nuestro sentido
de extrañeza, de nosotros com o ajenos a nosotros m ism os, por tanto,
de enajenados.
«El intelecto anula el Destino. En la m edida que un hom bre pien
sa, es libre.» Esta idea aparentemente gentil viene a significar ahora que
nosotros tenemos voz y voto en lo que decim os o significamos, que
nuestro antagonism o con el destino, al que estam os destinados, y en el
que reside nuestra libertad, es com o una lucha con el lenguaje que emi
tim os, de nuestro carácter consigo m ism o. Dicho sea de paso, «anular»
alude, estoy seguro, al término hegeliano para la antítesis rectificadora
(aujheben), o lo que Em erson llama nuestra polaridad, nuestra capaci
dad de pensar mediante opuestos, poniendo frente a frente la Libertad
y el Destino. Adem ás, «anular» se sum a a un círculo de términos eco
nóm icos del ensayo de Em erson, por ejemplo, interés, fortuna, balance,
pertenencias, así com o tam bién los propios términos y condiciones; y res
pecto a la legislación, en la idea de anular una ley, se relaciona con el
tema del ensayo de que nosotros «som os legisladores». Los términos
de nuestro lenguaje son fuerzas económ icas y políticas, y han de ser
asentados en la cancelación de deudas y penas im puestas a nosotros
por nosotros m ism os; y en primer lugar, enfrentándonos a nuestras
condiciones de polaridad, de antagonismo.
Al dejar de lado por el m om ento el ensayo de Em erson, me doy
cuenta de que esta última idea de nosotros com o legisladores sugiere
que el ensayo está construido sobre una especie de brom a filosófica,
una brom a terrible. La filosofía, tanto en Kant com o en Rousseau, ha
concebido la libertad hum ana com o nuestra capacidad de darnos la
ley a nosotros m ism os, de ser autónom os. El ensayo de Em erson
muestra que el destino es el ejercicio de esta m ism a capacidad, de
m odo que el destino es a la vez prom esa y negación de la libertad. ¿De
qué depende entonces una decisión entre am bas cosas? C reo que esta
pregunta se entrelaza con otra que debe presentarse a los lectores de
Em erson: Si lo que hem os dicho aquí nos descubre lo que Em erson
quiere decir o insinúa, ¿por qué escribe de esa manera? Q ue Em erson
se muestre a sí m ism o arruinando o anulando un dictado, mostraría de
m odo claramente suficiente que su escritura es una ejecución de su
tema, que su escritura es una lucha contra sí m ism a, en consecuencia
del lenguaje consigo m ism o, por su libertad. Así es com o escribir es
pensar, o abandono. Q ueda todavía en pie la pregunta de por qué se
esfuerza en ofrecer y arruinar, a la vez, un sem blante gentil.
La glosa (indicando una disputa con, y en, la poesía) glosa así: «El
M arinero desprecia las criaturas de la calma, y envidia que estén vivas
y tantos otros muertos.» Entonces esto, para mí, significa que el M ari
nero desprecia y envidia que él m ism o esté vivo, com o es posible que
les ocurra a los sobrevivientes. Y cuando acto seguido ve las serpientes
a una nueva luz, a la luz de la luna, acepta su participación com o ser
viviente en cualquier cosa que esté viva — acepta los anim ales de la cié
naga com o tam bién sus otros— , es decir, acepta el hecho o, com o p o
dría decirse, el don de la vida. Esto da com ienzo a su recuperación de
la muerte-en-vida que produce la culpa inexpresable. (En este punto,
mis palabras implican que creo que Warren ha establecido con éxito su
punto de las relaciones entre la luz de la luna y la del sol en el poem a,
caso sustancialm ente establecido unos años antes, m e parece, por
Kenneth Burke.)
De m odo similar, cualquier otra cosa que pueda significar el Alba-
tros, al Marinero debe presentársele com o una m anifestación de sí m is
m o. La glosa, de nuevo, glosa así: «Los tripulantes, en su doliente des
gracia, de buena gana echarían toda la culpa al anciano M arinero; en
señal de lo cual cuelgan el ave marina muerta alrededor de su cuello.»
Pero sus cam aradas del barco no son mejores (si es que no son peores)
en el uso de los signos de lo que puedan serlo los marineros y otros cul-
padores. Su acto de colgarle la culpa constata tam bién una idea de la
intim idad del M arinero con el pájaro que mi explicación del disparo
quería establecer, y sirve (en especial si consideram os físicamente im
posible colgar en ese lugar un pájaro tan grande) simplemente para
identificar el uno con el otro — el ave (cuyo nom bre m odifica, en con
secuencia alude a, un nom bre de pelícano) con el hombre (que lleva
su propia clase de cruz, o ballesta). A m bos dos dan su sangre para la li
beración de los otros. Entonces, matar al Albatros fue una forma de
suicidio, com o lo fue la crucifixión.
Adem ás, la idea del suicidio se com bina con la idea de cortar la sin
tonización, matar la conexión de uno con los otros, el ansia de ser exi
m ido de la naturaleza hum ana, perpetrar el crimen de matar la hum a
nidad en uno m ism o. Eso parecería constituir su propio castigo. En
consecuencia, no veo en el poem a, com o algunos quieren ver, una re
conciliación del M arinero con la sociedad. Warren dice que «por la
m ediación del Ermitaño... el M arinero es recibido de nuevo en el
m undo de los hombres. ¿Pero en qué términos? N o se le capacita para
participar en ese m undo en los m ism os términos que los otros. En la
m edida que el M arinero no está recuperado para el m undo de los
hom bres, el país al que vuelve (nuestro m undo) continúa estando dra
m atizado, diagram atizado, por el país helado al que ha sobrevivido.
¿Por qué si no habría de ser su penitencia proclam ar a sus habitantes,
de tanto en tanto y de parte a parte de la tierra, la m ism a moraleja que
él tuvo que aprender para poder sobrevivir a su vida-en-muerte? La di
ferencia entre los dos países es que en el de arriba de la línea los habi
tantes son capaces de ocultar su rechazo del m undo, y durante la m a
yor parte del tiem po o, digam os, por propósitos prácticos, adaptarse a
su condición com o si fuera la condición ordinaria del m undo. Por tan
to, para rescatarlos de su encubierta vida-en-muerte, el M arinero ha de
irrumpir en sus adaptaciones, convertirse en perturbador de su paz,
que no es paz (N os reconoce com o seres que viven su escepticism o, o
da un sentido a esa suposición.)
El M arinero suplica al Erm itaño que le «absuelva», lo que equivale
a decir que oiga su confesión y le prescriba la penitencia. El Ermitaño
le pide que diga qué clase de hom bre es él, tras lo cual una agonía le
obliga a empezar su relato, del que el M arinero com enta: «Y después
quedé yo libre de pena.» El oportuno relato de su historia le produce
alivio. Y la penitencia prescrita por el Erm itaño (que la glosa m aravillo
samente glosa com o «la penitencia de la vida [cayendo] sobre él») pa
rece ser exactamente repetir este encuentro una y otra vez — contar su
relato espectral obedeciendo a su agonía, que por tanto habrá de vol
ver una y otra vez, y «a hora incierta», lo que le hace seguir su cam ino
errante, m irando los rostros de los extranjeros para saber quién debe
oírle.
Q ue el poeta maldito, el escéptico convertido en creyente, sea ab-
suelto por el Erm itaño, la otra figura del aislamiento en el poem a, lo
considero una brom a de Coleridge: absolver es prescribir algo, esto es,
escribir algo (por adelantado); por tanto el poeta es absuelto, prepara
do para la redención, por un escritor, llámese un legislador desconoci
do. En consecuencia, escribir es una especie de auto-redención, lo que
se ajusta al hecho de que la prescripción del Erm itaño sea la de una
confesión cuya m ismísima narración constituye la penitencia.
Todo lo cual no es suficiente para explicar el castigo que hay en
esta narración. Lo que estoy pensando ahora concierne a las diferen
cias entre las personas a las que el Marinero, según se nos describe,
cuenta su historia al principio y al final del poem a; al principio al Invi
tado de la Boda, al final al Ermitaño. Lo que voy a hacer es imitar al
Marinero, quiero decir obedecerle, sacando mi propia moraleja de su
historia. (Dejo abierta la cuestión de si esto debería contar com o con
tinuar leyéndola. Q uiero decir, continuar ofreciendo una lectura de la
misma.)
Coleridge deja dramáticamente claro la im portancia decisiva que
tiene la cuestión de quién habla primero. En ninguno de los dos casos
en que cuenta su historia, el M arinero habla exactamente el primero;
me refiero a que no cuenta lo que tiene que decir hasta que se le hace
una pregunta. En consecuencia, com o en la sentencia de Walden acer
ca de atraer a sus habitantes sentándose callado, siendo dueño del si
lencio, el poeta reivindica, hasta aquí, la postura de cierta clase de filó
sofo, de cierta clase de maestro, llam ém osle terapeuta. Pero en cada
una de las narraciones del M arinero hay una am bigüedad sobre quién
es el primero. En efecto, el M arinero ruega al Erm itaño que le pida ha
blar; por tanto, que el M arinero hable primero es sólo para pedir auto
rización para hablar. El Erm itaño obedece a la perfección, respondien
do a su ruego con una pregunta que permite al M arinero contar com
pletamente su historia; hasta aquí es el Erm itaño quien se com porta
com o filósofo. O mejor, puesto que su pregunta prescribe una peniten
cia, obliga al M arinero a contar su historia. A partir de aquí el Ermita
ño está ausente, presumiblemente porque no tiene más instrucciones
que dar a su interlocutor y porque el relato que sigue no tenía ningu
na instrucción para él. De lo que se sigue que el Erm itaño no es, des
pués de todo, un filósofo. El M arinero tiene m ucho cuidado en no ha
blar prim ero a su interlocutor inicial, el Invitado a la Boda. Le saca del
ruedo de la vida propiciando así una pregunta por parte del Invitado,
pero no es una pregunta ni sobre él m ism o ni sobre quién o qué sea
el M arinero, sino sólo sobre por qué se le ha interrum pido. Por tan
to, de nuevo, no es una invitación al diálogo y por tanto, de nuevo
tam bién, la filosofía no está presente; tam poco el M arinero es esa cla
se de m aestro.
El A póstol, por el contrario, según la concepción de Kierkegaard
(en De la autoridad y la revelación), se ve em pu jado fuera del ruedo de
la vida para hablar primero, pero no habla de sí m ism o, com o lo hace
un viejo marinero. Así pues, el M arinero se encuentra perdido entre el
A postolado y el oficio de M aestro Sabio, com o si fuera dem asiado tar
de para la religión, porque ya no hay nada de com ún en nuestros dio
ses, y dem asiado pronto para la filosofía, porque los seres hum anos no
están interesados en sus nuevas vidas. (N o es de extrañar que la auto
biografía explícita del escritor haya de ser escrita con continuas digre
siones.) Sabe qué tiene que decir y com prende a quién tiene que decir
lo. Pero no sabe por qué habla, y no sabe por qué su interlocutor ne
cesita oírle. Sin conocer el provecho de su enseñanza no puede darle
fin en ningún lugar. La glosa describe al M arinero com o que «im puso
su voluntad» al Invitado a la Boda. Así no es com o enseñan ni los
apóstoles ni los filósofos. El M arinero es un paciente m ás que un m é
dico, más un síntom a que un remedio.
La glosa dicta que el anciano M arinero «enseñe, con su propio
ejemplo, am or y veneración a todas las cosas que D ios hizo y ama».
¿Pero com o podría su ejem plo m ostrar tal cosa, a no ser que tenga su
vida pasada por un mal ejem plo? ¿O es que el M arinero constituye un
ejem plo que enseña que nadie es incapaz de redención? ¿C óm o m an
tiene su ejem plo la prom esa de redención? Los ejem plos con los que
enseña el Marinero, aparte de la narración de su historia, son, colijo,
estos dos: primero, mostrar que «entrar juntos a la iglesia / Y rezar to
dos juntos / Mientras cada cual ante su Padre celestial se inclina» es
con mucho «más dulce que el festín de la Boda»; y de m odo más espe
cífico, segundo, reforzar esta lección abordando a los invitados a la
Boda, preferentemente al más allegado, dejándolos aturdidos, de
m odo que también ellos «[se apartan] de la puerta del novio». ¿Por
qué? Aun cuando una ceremonia fuera más dulce que la otra, de ello
no se sigue todavía que sean incom patibles, que debam os elegir entre
ellas. ¿Por qué se abandona el m atrim onio? Es decir, ¿por qué se en
cuentra un lugar para todos y cada uno mientras que no hay lugar para
un p ar o una pareja? D ios, entre todas las cosas que hizo y ama, ¿no
ama, o no hace ya, los m atrim onios? Y ¿no tendría que haber ya más
m atrim onios? ¿C ó m o es que el relato del M arinero com pite con el
m atrim onio?
Es evidente que se trata de un relato de soledad tan absoluta «que
el m ism o D ios / apenas parecía estar allí». Adem ás, la caracterización
del invitado a la boda después del relato com o «aquel que queda atur
dido», relaciona al invitado con el estado del M arinero cuando éste úl
tim o soñaba felizmente en la salvación, cuando «el barco se fue a pi
que», y el M arinero quedó «aturdido ... com o quien lleva ahogado sie
te días». Q uedar aturdidos es el estado que, describe Platón, producía
Sócrates en quienes buscaban confrontación con él; pero el M arinero
deja al Invitado a la Boda en ese estado, hasta donde yo alcanzo a ver,
sin ulterior salvación; cabría decir, esperando perm anentem ente la re
dención. Sin duda, esto puede justificarse — com o preparación a la fi
losofía, por ejemplo. Pero no es la evolución que propicia la filosofía,
ni tam poco, creo, la poesía o la religión. Así que pregunto de nuevo:
¿Por qué es esto preferible al m atrim onio?
El m od o de representarme esta m oraleja se sigue de la form a en
que he alineado las cuestiones, form a según la cual el M arinero en
tiende que su relato com pite con la perspectiva de un m atrim onio,
que favorece la soledad o la sociedad en su con jun to a la división o
em parejam iento por contrato en el m atrim onio, y que tiene el poder
de aturdir pero no el de salvar posteriormente a su interlocutor. Y pues
to que, adem ás, no soy de los que interpretan el rom anticism o com o
el logro de las m ayores celebraciones de la privacidad, sino m ás bien,
para decirlo en los m ism os térm inos, com o el logro de la decidida
aceptación de la privacidad, me represento la sobrevivencia de dicha
privacidad hasta que, si es que alguna vez, sea reconociblem ente es
tablecido, o restablecido, el carácter genuino de lo público, de la si
guiente m anera:
Por m uy atractivo que pueda resultar el alegre estruendo del matri
m onio, por m uy esencial que sea para la esperanza de lo social, ya no
constituye un sacramento, ni está patrocinado por D ios ni es ratifica-
ble por la sociedad tal y com o ésta se encuentra, sino que constituye
un nuevo misterio para el que los outsiders, por m uy parientes que
sean, son irrelevantes. Tam poco es el caso de que los nuevos vínculos
que han de reconstruir un público legítimo, lo que significa superar las
tendencias que nos empujan a la privacidad, estén asegurados por el
m atrim onio tal y com o éste se encuentra. Casarse ahora es estar dis
puesto a tener una aventura más de aislamiento, sin soledad pero tam
bién sin sociedad; com o si el m atrim onio fuera una inversión m ás de
nuestro narcisismo, com o tan típicamente lo son los hijos. Si el matri
m onio es el nom bre de nuestra única alternativa actual al mar-desierto
del escepticism o, entonces, por esta m ism a razón, semejante intimidad
no puede ser celebrada o santificada; no hay ningún exterior a ella.
C abe describirla com o que le falta su poesía; com o si la m ism a intimi
dad, o la nueva insistencia sobre ella, careciese de expresión. N o es de
extrañar que no pueda decirse quién se casa.
Entonces, visto de esta form a, puede que el M arinero sea un
m ensaje del rom anticism o com o tal; el m ensaje de que existe una in
tim idad en general, y que la poesía es responsable de darle expresión.
(Entonces surgiría la pregunta: ¿C ó m o se ha esfum ado, com o si hu
biera sido desinvertida? ¿Y p or qué no la exige la am istad, com o lo
hace el m atrim onio? ¿O es que sí la exige?) C o n toda seguridad, las
nuevas del M arinero al Invitado de la B od a no sólo hacen a su rela
to m ás im portante que la asistencia de un outsider al festín de bodas,
sino que sus nuevas son singularm ente pertinentes en esa situación:
a saber, hacen ver que sem ejante situación es innecesaria, incluso va
cía; que la expresión de nuestras intim idades sólo existe ahora en la
búsqueda de expresión, no en seguridades de la m ism a. (Si el matri
m on io es el em blem a de la intim idad, igualm ente lo es de las institu
ciones. Por tanto, la am istad posee cierto grado de institución, si tie
ne lugar dentro del m atrim onio.) Si el m atrim onio así concebido, di
gam os com o dejarse am ar devotam ente y devolver recíprocam ente la
devoción (com o si el am or fuese un anillo), es la esperanza que ali
m enta el poem a contra una falsa anim ación; si ésta es la esperanza y
recom endación del poem a respecto a la intim idad con el m undo que
busca la poesía (o lo que la poesía ha de llegar a ser); entonces no
cabe esperar que pod am os decir todavía si éste proyecta un nuevo
anim ism o, un anim ism o m ás genuino, o si el concepto de anim ism o
caducará, de puro viejo. Yo no diría que es un poem a Antitálam o,
pero constituye una advertencia bastante clara sobre las apuestas que
hay en juego.
Puesto que dichas apuestas se parecen enorm em ente a aquellas que
encuentro en los misteriosos m atrim onios, y la ausencia de festines en
ellos, que están bajo observación en las mejores com edias de la época
del sonoro de Hollywood, así com o a las apuestas que me preocupan
concernientes al escepticismo, uno puede sentir a veces que tales con
clusiones sobre el poem a son, más bien, dem asiado buenas para ser
verdaderas. Semejante sentimiento puede indicar exactamente resisten
cia, de la que la convicción sólo se encuentra a un paso.
(El hablar del árbol, del cam po y de la flor del pensam iento tiene
que ver, claro está, con que éstos han sido singularizados de entre sus
respectivas especies. Que los individuos no se pueden conocer al mar
gen del límite de las especies a las que pertenecen es una observación
de Aristóteles que resultaría pertinente aquí; no voy a centrarme en
este punto.) Y en la última estrofa, la 11, el poeta asiste de nuevo a su
charla. Em pieza así:
C om o si su completa vocación
Fuera la imitación interminable
Aflicción sugiere, entre otras cosas, agravio; al igual que alivio su
giere un remedio lícito. Conseguir remedio para un agravio es recibir
alguna com pensación. Esto tiene cierta fuerza, pero no la fuerza del
nacimiento. Conseguir alivio del pensam iento de la aflicción es saber
que nada puede «devolver las horas / De esplendor en la hierba», dejar
pasar el tiem po a fin de que pueda existir un «Recién nacido D ía», y en
consecuencia «hallar / Fuerza en lo que queda atrás». Lo que queda p o
dría no compensar, pero puede que ya sea suficiente. Suficiente quizá
para m ás iras presentes. El gem elo de la aflicción que acabo de llamar
agravio no acierta a traer alivio, liberación; nos ata a lo ya pasado por
que es una m odificación de la venganza: convierte el reajuste o saldo
de la cuenta en una condición de ser el extraño que uno es, teniendo
que recordar e imitar lo que se posee; y de ese m odo siempre libra
nuestras batallas en suelo ajeno.
N osotros, m odernos, probablem ente im aginem os que abandonar
el suelo de la venganza es el efecto que tiene la terapia. Por el contrario,
considero que la «O da de las insinuaciones» dice que este renunciar es
la causa, o digam os la condición, del cam bio. N o sabem os de dónde
procede la inspiración para abandonar la venganza. Gran parte de la
energía del poeta ha de gastarse en una especie de reseducción (com o
ocurre con gran parte de las energías de Heidegger y de Wittgenstein,
por no nom brar a Freud), porque nuestra capacidad de salir del otro
lugar («llegamos de m uy lejos»), de interesarnos, por el cielo o por la
tierra, está mortecina. De otro m odo no necesitaríamos nacimiento, o
poesía, o filosofía.
Lo que queda de la «espléndida visión» es que «se extingue en la
luz del com ún día». Tal es la interpretación de Wordsworth de lo ordi
nario. ¿Tendríamos que tom ar esto com o un apagarse, com o supongo
que se tom a corrientemente? Pero «se extingue en» [fades intoj no dice
«se extingue de» [fades out]. Se podría estar proponiendo algún otro
m od o de llegada, una desilusión más venturosa, de m odo que la visión
se conservara en la forma m isma en que se renuncia a ella. La interpre
tación de Wordsworth consiste en sustituir lo ordinario a la luz que lo
vivimos, con sus som bras de la casa-prisión cerrándose sobre nosotros,
jóvenes; y con su costum bre arraigada en nosotros casi tan profunda
mente com o la vida, un m undo de muerte, para el que nosotros esta
m os m uertos — sustituirlo, correspondientem ente, por libertad («liber
tad celestial»); y por un originarse vivo, o llámese nacim iento; con in
terés. ¿Hasta que punto podem os conservar y vivir esta visión? ¿Qué
queda que nos interese? ¿Qué son estos restos para nosotros? H em os
de volver a todo esto.
Recuento de ganancias,
presentando las pérdidas
(una lectura de E l cuento de invierno)
nobleza!
Al concebir el deshonor de su madre,
Se abatió inmediatamente, quedóse postrado, lo tomó muy a pecho,
La vergüenza de esta acción le ha encadenado y paralizado com o si fuera suya
(2.3.11-14)
* Aunque la edición en castellano que utilizo del cuento de Shakespeare (la de Agui-
lar) no conserva la estructura del verso shakespeareano, me ha parecido conveniente re
poner dicha estructura porque el estudio y comentario de Cavell así lo exige algunas ve
ces, y otras lo hace muy conveniente. Espero que esto no se vea ni de lejos como una
pretensión por mi parte de ofrecer una traducción en verso de los textos de Shakespeare
citados en este escrito. Por otra parte, existen, com o es bien sabido, distintas ediciones
en inglés de las obras de Shakespeare, y al parecer la que utiliza Cavell y la que utilizan
los traductores españoles no es la misma. Es posible, pues, que si alguien consulta algu
na de estas ediciones en inglés, se encuentre con ciertas discrepancias respecto a la tra
ducción en castellano, discrepancias en algunas palabras e incluso frases enteras, así
como en la división de los actos en distintas escenas (por ejemplo, el texto que Cavell
cita más adelante en págs. 170 171, como acto 4, escena 3, en la versión castellana se en
cuentra en el mismo acto pero escena 2). ¡N . del T.J
su madre. N o obstante, el ritmo de la obra sugiere otra cosa. M am ilio
desaparece para siempre de nuestra vista cuando su enfurecido padre
ordena que se le separe de su madre. «Llevaos de aquí al niño, no per
manecerá junto a ella» (2.1.59). Y teatralmente, o visualmente, la furia
del padre aparece en escena, com o irrumpiendo, inm ediatamente jun
to a la escena de M am ilio sentado en el regazo de su madre susurrán
dole al oído. Lo que niño y madre interpretan estar haciendo es con
tar y escuchar un cuento de invierno. Lo que Leontes interpreta que
hacen hem os de conjeturarlo por dos hechos: primero, que madre e
hijo han ido entrando en esta situación íntima a resultas de gestos m u
tuamente seductores, aunque com pletam ente dentro de los límites,
por todo lo que sabem os, de un desarrollo mental y sexual norm ales;
segundo, que la idea de los susurros, o cuchicheos, ya ha aparecido dos
veces en la mente de Leontes al ir precipitándose en la locura, una vez
cuando se imagina que la gente murmura sobre su condición de cor
nudo, y la otra cuando aduce evidencia a favor de tal condición ante
el cortesano C am ilo en el asom broso discurso que empieza con «¿Los
cuchicheos no son nada?» (1.2.284).
Naturalmente, no reivindico saber que Leontes se imagina que el
hijo esté repitiendo semejantes rumores a su madre, en el sentido de
que él no es hijo de su propio padre, por decirlo así. A estas alturas, es
tam os tan acostum brados a entender la insistencia o la declaración ve
hemente, quizá bajo forma de ira, com o m odos de negación, que al
m enos estaremos dispuestos a tom ar en consideración que la negación
de este cuento es el objeto del m iedo de Leontes, a saber, el m iedo a
ser él el padre. C o m o si diga lo que diga el hijo, la fuerza m ism a de su
hablar, de lo que sugiere, hiera pavoroso; com o si fuese su m ism a exis
tencia lo que confundiera la mente del padre.
¿Por qué habría de temer el padre ser el verdadero padre de sus hi
jos? U na razón podría ser que tuviera algún problem a con la idea de
haber fecundado a la madre, me refiero por supuesto a la madre del
hijo. Otra razón posible es que esto le desplazara del afecto de esta m a
dre, y adem ás que él m ism o tuviera que alimentar ese desplazam iento.
Y aún otra podría ser que todo esto ratificara el desplazam iento del
am or m utuo que se tienen él y su am igo Polixenes, cuya separación
original, que significa el paso de la juventud y la inocencia, estuvo mar
cada, según cuenta Polixenes a Herm iona, por la aparición de las m u
jeres con las que se casaron. Pero por cualquier razón que fuese, la idea
de su m iedo a ser padre haría sospechosos sus celos de Polixenes — no
meramente porque semejante idea deja los celos sin base empírica,
sino porque los hace psicológicam ente derivados. Vale la pena decir
esto porque hay puntos de vista propensos a considerar los celos entre
herm anos com o suelo firme de la m otivación hum ana. Considerán
dolos com o algo derivado, no tengo por qué negar que Leontes esté
celoso de Polixenes, sólo quiero dejar abierto qué significa eso y qué re
lación hum ana tan especial ofrecen los celos.
Para favorecer la idea de que el repudio de su descendencia es más
fundam ental que, o es lo que produce, los celos de su am igo y herma
no, m ás que al revés, preguntém onos cóm o lo que en el texto se llama
«opinión enfermiza» de Leontes (1.2.297) deja de ser una enfermedad.
Precisamente desaparece al enterarse de que su hijo ha muerto. La
secuencia es así: Leontes se niega a aceptar la verdad del oráculo de
A polo. U n criado entra en escena llam ando a gritos al Rey. Leontes
pregunta «¿Qué sucede?» y se le contesta que el Príncipe ha partido.
Leontes interroga por esa palabra y se le dice que significa «ha muer
to». La respuesta inmediata de Leontes es ablandarse: «La cólera de
A polo, y los cielos m ism os / castigan m i injusticia»; tras lo cual, Her-
m iona se desmaya. Desde luego, puede decirse que las consecuencias
de la insensatez de Leontes han ido dem asiado lejos para que pueda
soportarlas por más tiem po, y que llega a la verdad por la conm oción
del golpe. En general, esto es innegable; pero difícilmente explica por
qué Leontes cede en este momento, por qué deja que le conm ocione este
golpe. N o sería forzar dem asiado las cosas imaginarse que Leontes pro
palara primero su aseveración de la postración de M am ilio por ver
güenza y acusara a Herm iona de asesinar a M am ilio, o imaginarse al
m enos que Shakespeare siguiera su fuente principal, el cuento de celos
relatado en el libro Pandosto de Robert Green, perm itiendo que Leon
tes creyera inmediatamente el oráculo, aunque ya dem asiado tarde; de
m odo que la noticia de la muerte de su hijo y de la muerte de Her
m iona a consecuencia de esa noticia llegaran durante su retracción,
com o un doble castigo por su negativa a creer. O también, Shakespea
re podría haber persistido en su idea de que Leontes creyera el oráculo
sólo después de constatar que su incredulidad había sido mortífera, y
seguir m anteniendo la idea de la conm oción por la muerte de su hijo
y de su mujer. Por el contrario, la elección de E l cuento de invierno es ha
cer que la curación coincida exactamente sólo con la muerte del hijo.
¿C ó m o hemos de entender semejante reordenación, o recuento, por
parte de Shakespeare?
Im aginém onos al niño susurrando al oído de su madre y pense
m os, volviendo atrás, que ella ha m anifestado la fantasía de que le hace
sentirse llena que le digan cosas al oído (1.2.91-92); es decir, que el em
barazo, por sí m ism o, es para ella causa de un fuerte sentimiento eró
tico (algo que alimenta la confusión y la estrategia de su marido). En
tonces, la escena del niño contando un cuento es, explícitamente, una
escena que produce celos (com o lo era, correspondientemente, la an
terior escena de la conversación entre H erm iona y Polixenes, que la
presente escena repite en la m ente de Leontes); en consecuencia,
la muerte del hijo se entiende com o la satisfacción del deseo del padre.
La im plicación ulterior es que A polo no, o no sólo, está colérico por
que Leontes no cree su oráculo, sino porque el dios ha sido burlado
por Leontes, o m ejor por su teatro de los celos; porque ha sido indu
cido fraudulentamente a tom ar la venganza de Leontes p o ré 1; com o si
Leontes fuera castigado por creer que también un dios podría detener
el progreso de los celos librándolos de la causa. (La familiaridad de
Leontes con los acertijos y profecías no estaría, pues, en su habilidad
en resolverlos, sino en anticiparlos.)
Así pues, exam inemos de nuevo el «reposo», el alivio de la agita
ción de su cerebro, que alcanza Leontes en esta escena de muerte y des
vanecimiento. C u ando pide a Paulina y dam as del séquito que se lle
ven y cuiden de la abatida Hermiona, Leontes dice: «He dado dem a
siado crédito a mis propias sospechas» (3.2.148) — una declaración
m uy sospechosa, quiero decir que es una declaración hecha desde den
tro de su sospecha, no desde la posición de haberse librado de ella. D i
cha declaración simplemente expresa el sentimiento de haber dado de
m asiado crédito a sus sospechas. ¿C uánto hubiese sido haberles dado
sólo bastante crédito? ¿Y qué evitaría en el futuro semejante exceso de
crédito? La situación sigue siendo inestable. ¿Y cóm o podría no serlo,
dado lo que sabem os de la condición de la que necesita recuperarse?
Leontes ha descrito esta condición de la siguiente manera, en el
discurso tras haber descubierto juntos a la madre y el hijo:
Al proponer que existe una magia lícita lo m ism o que una ilícita,
lo que quizá equivalga a la idea de que la religión es m agia lícita (in-
virtiendo de ese m odo una idea m ás antigua), las palabras de Leontes
sugieren que existe un comer ilícito lo m ism o que uno lícito. U na obra
com o Coriolano, escrita unos años antes, estaba construida en parte
desde la idea de que hay un comer ilícito, o prelícito, el canibalism o,
que Shakespeare nom bra en otro lugar tam bién com o la relación de
los padres para con los hijos. (Coriolano, a mi m od o de ver, llega a su
gerir que existe incluso un canibalism o lícito, un canibalism o necesa
rio, en cualquier caso, para la constitución de lo lícito, esto es, de lo
social.) Así m ism o hago notar que E l cuento de invierno presenta de
m odo similar versiones ilícitas y lícitas de su ramificada idea de «pa
gar», idea con la que empiezan las dos primeras escenas del acto 1 y la
prim era y últim a del acto 5, siendo la ven gan za la versión ilícita y
la justicia la lícita. (H ago notar tam bién que en el acto 1 se hacía la su
gerencia de que la amistad tiene una contraparte ilícita: «M ezclar la
amistad tanto es mezclar las sangres» [1.2.109].) Propongo que se tome
la escena final, entre otras cosas, com o una ceremonia nupcial. Lo que
significa tom ar la advertencia de Paulina a su audiencia, de que los su
yos pueden parecer negocios ilícitos y la invitación a salir que hace a
dicha audiencia, com o una declaración de que va a ratificar un matri
m onio que puede parecer ilícito, donde la única cosa ilícita en cues
tión sería, al parecer, algún grado prohibido de consanguinidad. En las
palabras que Polixenes dirige a Perdita
(palabras éstas que m encionan la convención del injerto para decir qué
sea el m atrim onio, m atrim onio de tallos y esquejes diferentes), el ma
trimonio queda situado com o el arte, la invención hum ana, que trans
form a la naturaleza, que da nacimiento a la legitimidad, a la legalidad,
por tanto tam bién a sus negaciones. N o es de extrañar que la investi
gación de Shakespeare del m atrim onio no tenga fin.
Puesto que aquí no trato de m od o m uy consecutivo de la proble
m ática shakespeariana del incesto, que ronda obsesivamente esta obra,
y puesto que no propongo ninguna teoría del incesto — deseando más
bien m antener los eventos de la obra a nivel de los datos que cualquier
teoría de este tipo tendría que explicar— permítaseme dejar constancia
de mi sentido de que en la actualidad difícilmente podem os evitar la
idea de que una obra en la que la línea entre naturaleza y ley queda bo
rrosa y es cuestionada, es una obra preocupada con el incesto, consi
derando el tabú del incesto, con Freud y Lévi-Strauss, com o el evento
que creó lo social fuera de los vínculos naturales. U na razón para no
entrar precipitadamente en este terreno es que el papel atribuido al
tabú del incesto es atribuido en la filosofía tradicional, aun cuando de
m odo am biguo, al contrato social, lo que puede ayudar a explicar por
qué la existencia de este contrato, y los nuevos vínculos cuya creación
se le atribuye, han sido tema de confusión y m ofa en la historia de la
teoría política. Todo lo cual sugiere que la tiranía de los reyes, de la que
el contrato tenía que liberarnos, constituía ella m ism a una expresión
o proyección de algo que se encuentra al m argen del derecho divino,
a saber, que necesitam os divorciarnos de un contrato ya en vigencia,
una especie de vínculo m atrim onial; divorciarnos de la tiranía de los
padres o, digam os, de la novela familiar, algo que constituye una sub
yugación no p or la fuerza sino por el amor. Leontes estaba loco, pero
el problem a en el que estaba atrapado es real, y sigue sin una justa so
lución.
He dicho que la comilona del oso, a costa del noble caballero, es la
imagen que ofrece la obra de un com er legítimo, pues, com o observa
el Bobo, «ellos [a saber, los osos] no son nunca temibles [v.gr. m alhu
m orados (ed. de Arden) o viciosos (ed. de Signet]) sino cuando están
hambrientos» (3.3.129-130), de m odo que, a diferencia de la hum ani
dad, las cosas de la naturaleza no son insaciables. Esta es la razón de
por qué dicha com ilona pueda tomarse cóm icam ente, de por qué su
expresión de la violencia de la naturaleza parece ser el principio de la
redención, o rescate, del naufragio de la violencia hum ana, con sus
deudas im pagables. Casi al final del capítulo titulado «Primavera» de
Walden, precisamente antes del capítulo «C onclusión», Thoreau pinta
la violencia de la naturaleza con frases com o las siguientes:
Leontes. Hacedlo.
Nadie se moverá
(5.3.96-98).
En el original inglés, este capítulo (junto con los tres Apéndices al mismo) apare
ce bajo el encabezamiento: «At Stanford. Conference: “Reconstructing Individualism”
(1984)» [N. del T.j.
decidible? ¿O se trata, más bien, de que la indiferencia del latón de es
tas palabras sobre la pared constituye una adecuada expresión de nues
tra evitación de las decisiones, un rechazo a aplicar nuestras palabras a
nosotros m ism os, a asumirlas?
Este capítulo es una especie de informe del progreso realizado, a lo
largo de mi trayecto filosófico, en el establecimiento de la herencia de
W ittgenstein y Heidegger, y anteriormente de Em erson y Thoreau,
para todos los cuales parece darse algún tipo de cuestionam iento acer
ca de si el individuo o la com unidad todavía, o ya, existen. Semejante
cuestión (o, cabe decir, fantasía) constituye por igual un m otivo de de
sesperación y de esperanza en lo hum ano tal y com o se encuentra aho
ra. Se trata también de la cuestión o fantasía sobre la que he buscado
instrucción en ciertas com edias «del volverse a casar» de H ollyw ood y,
anteriormente, en las com edias románticas y tragedias de Shakespeare.
En este estado de ánim o, no quiero proponer ninguna solución al
enigma de si la sociedad es la ruina de, o un beneficio para, el indivi
duo; tam poco quiero dar consejo alguno sobre si un m ejor estado del
m undo debe empezar por la reforma de las instituciones o de las per
sonas, consejo que naturalmente me exigiría definir las instituciones
y los individuos, y sus m odos de interpenetración. Lo que voy a ha
cer, por tanto, es retomar el punto de inflexión en la historia del des
cubrimiento del individuo donde lo situó Descartes en sus Meditacio
nes — antes, por decirlo así, de que las diferencias individuales o insti
tucionales entren en juego. Sem ejante punto de inflexión estriba en
el descubrim iento hecho p or Descartes de que m i existencia exige, y
en consecuencia perm ite, prueba (cabe decir, autentificación) — de
m od o m ás particular, exige que, para existir, debo dar nom bre a mi
existencia, reconocerla. Este im perativo entraña que yo soy una cosa
con dos focos o, según la im agen de Em erson, con dos polos m agné
ticos — a saber un p olo positivo y otro negativo, o uno activo y otro
pasivo.
Puede parecer que esta descripción no capta de m odo adecuado el
argumento del cogito de Descartes. Pero que algo similar a ella capta
efectivamente dicho argumento es, a mi entender, el significado que
reivindican tener las palabras quizá inaudiblem ente familiares de
Em erson en su ensayo «Auto-confianza». M i primera tarea consistirá,
pues, en establecer este extremo sobre el ensayo de Em erson. La segun
da, será decir por qué pienso que la de Em erson es una interpretación
correcta, una interpretación y herencia de Descartes tan legítimas
com o la de cualquier otro descendiente filosófico que conozco. Segui
damente, a m odo de una tercera tarea principal, me ocuparé de un par
de cuentos de Edgar Alian Poe, fundam entalm ente de «El dem onio de
la perversidad» y, de m odo subordinado, de «El gato negro». M e pare
ce que estos relatos conectan con el m ism o imperativo de la existencia
hum ana: la necesidad de probarse o declararse a sí misma. Y puesto
que «El dem onio de la perversidad» de Poe alude más de una vez a
Ham let, este cuento nos llevará a mi título: la idea de pensar la indivi
dualidad (o la pérdida de la misma) bajo el hechizo de la venganza, la
idea de ajustar cuentas por el extrañamiento"'.
En inglés, el título en cuestión es «Being Odd, Getting Even» [N. del T.J.
con decir que sim plem ente es la expresión de una ejecución de algún
tipo, sino que insiste en que no es una inferencia ordinaria, o silogís
tica, así com o insiste, al final de su intrincada discusión, en que la
ejecución en cuestión no es m enos peculiar en su especie, estando
necesitada de m ás reflexión. Según W illiam s, la peculiaridad del co
gito puede resumirse del siguiente m odo. Por una parte, la fuerza del
pronom bre de primera persona estriba en que no puede dejar de re
ferirse a quien lo utilice, y en consecuencia quien diga «Yo existo»
debe existir; o puesto de form a negativa, «Yo existo» es innegable, lo
que equivale a afirmar que «Yo no existo» no puede decirse coheren
temente. Por otra parte, para que se diga de m o d o inteligible, «yo»
debe distinguir a quien lo dice, respecto al cual la referencia no pue
de fracasar, de los otros a quienes, en ese decirlo, no hace referencia.
Pero el uso que hace Descartes del m ism o aparece precisam ente en
un contexto donde (por decirlo así) no hay otros que distinguir del
propio Descartes. Por tanto, la fuerza del pronom bre está en aparen
te conflicto con su sentido.
Com parada con semejantes consideraciones, la observación de
Em erson sobre que no nos atrevemos a decir «yo pienso», «yo existo»,
parece ser ligeramente literaria. ¿Pero p or qué? Em erson indaga una
cuestión, o un aspecto de la cuestión, que sigue al aspecto inferencial
o performativo del cogito — a saber, la cuestión de qué ocurre si de he
cho no digo (y por supuesto si no digo su negación) «yo soy», «yo exis
to» o «lo concibo en mi mente». Un filósofo analítico difícilmente se
tomará m ucho interés en este aspecto de la cuestión, puesto que ape
nas le parecerá de algún valor argumentar, a favor o en contra, la infe
rencia de que si no digo o ejecuto las palabras «Yo existo» o su equiva
lente (en voz alta o en silencio), entonces es posible que no exista. C o n
toda seguridad, podem os considerar que decir o pensar unas palabras
afecta a la cuestión de si el que las dice o piensa existe a lo sum o en el
sentido de determinar si un tal hablante o pensante sabe de su existen
cia; pero con toda seguridad no, en el sentido de que decirlas o pensar
las pueda crear esa existencia.
Pero esta seguridad parece contraria a los descubrim ientos de D es
cartes. U nos párrafos después de anunciar el cogito, hace la siguiente
especulación: «Yo soy, yo existo — eso es cierto; pero ¿cuánto tiem po
existo? Todo el tiem po que estoy pensando; pues quizá ocurriese que,
si yo cesara totalmente de pensar, al m ism o tiem po cesaría com pleta
mente de existir.» Esto no dice exactamente que mi dejar de pensar
produciría, o sería, mi dejar de existir. Podría equivaler a decirlo si yo
hubiera de concebirme com o algo que tiene un creador (y en conse
cuencia, según Descartes, un conservador) y si estuvieran eliminados
todos los candidatos, excepto yo m ismo, para desempeñar ese papel.
Estas presunciones parecen ser fieles al texto de Descartes, de m odo tal
que estoy dispuesto a considerar que el cogito sólo es la mitad de la lu
cha concerniente a la relación de mi pensar con mi existir, o tal vez que
«pienso, luego existo» sólo expresa la mitad de la lucha del cogito: Des
cartes establece a su satisfacción que yo existo sólo mientras, o sijy sólo
si, pienso. Al parecer, esto es lo que le lleva a afirmar que la mente
piensa siempre, una idea que Nietzsche y Freud habrían de aplicar a
otros menesteres.
Em erson acepta com pletam ente el esclarecim iento de Descartes
— que yo existo sólo si pienso— , pero acto seguido niega que yo
(por lo general) de hecho piense, niega que el «yo» logre entrar por
lo general en mi pensam iento, por decirlo así. De lo que se sigue
que la posibilidad escéptica se cum ple — que yo no existo, que yo,
por decirlo así, habito el m undo com o un espectro, cum plim iento
éste que tal vez quede expresado diciendo que la vida que vivo es la
vida del escepticism o. Poco antes del final de la Segunda M edita
ción observa D escartes: «Si juzgo que [cualquier cosa, digam os el
m un d o exterior] existe porque la veo, con m ucha m ás evidencia se
sigue, del hecho de verla, que existo yo m ism o.» Puesto que la exis
tencia del m un do es más dudosa que mi propia existencia, si yo no
sé que existo, entonces no sé incluso de m odo m ás evidente, por de
cirlo así, que las cosas del m undo existen. Por tanto, si hem os de en
tender que Em erson está describiendo la vida que hem os heredado
bajo las condiciones del escepticism o — lo que im plica que yo no
existo entre las cosas del m undo, que habito el m undo com o un es
pectro— y si por esta razón Em erson ha de ser considerado un lite
rato y no un filósofo, podríam os concluir perfectam ente: tanto peor
para la filosofía. La filosofía retrocede am edrentada ante una des
cripción de la m ism a posibilidad que se esfuerza en refutar, y así
nunca puede saber por sus propios m edios que no haya dejado en
trar, victorioso, a su rival.
Pero me parece que cabe entender cóm o llega Em erson a su con
clusión mediante una ininterrumpida fidelidad a los procedim ientos
de Descartes, al hecho de que, com o podría decirse, los procedim ien
tos de Descartes son tan esencialmente literarios com o filosóficos y
que incluso puede haber llegado a ser esencial que la filosofía muestre
otro tanto. Tras haber llegado al cogito, Descartes plantea inmediata
mente la cuestión de su identidad metafísica: «Ya sé con certeza que
soy, pero aún no sé con claridad qué soy.» Esta cuestión se plantea seis
o siete veces en los siete u ocho párrafos siguientes, rechazando a lo lar
go del trayecto respuestas com o la de que él es un animal racional, o
que es un cuerpo, o que su alma es «algo extremadamente raro y sutil,
com o un viento, una llama o un delicado éter, difundido por mis otras
partes más groseras», antes de llegar a establecer la respuesta de que él
es esencialmente una cosa que piensa. N o hay nada en estas considera
ciones que quepa llamar argumento o inferencia; en realidad, la des
cripción más obvia de estos pasajes es decir que constituyen una narra
ción autobiográfica de algún tipo. Si Descartes está filosofando, y si es
tos pasajes son esenciales a su filosofar, se sigue que la filosofía no se
agota en la argumentación. Y si la fuerza de estos pasajes es literaria,
entonces lo literario es esencial a la fuerza de la filosofía; en cierto es
tadio lo filosófico deviene, o se transforma en, lo literario.
C reo que ahora podem os describir el desarrollo de Em erson del si
guiente m odo. Em erson se ha planteado por sí m ism o la cuestión de
Descartes y ha proporcionado una nueva línea de respuesta, línea que
podríam os llamar de respuesta gramatical: Yo soy un ser que para exis
tir debo decir yo existo, o debo reconocer mi existencia — reivindicar
la, afianzarla, realizarla.
La belleza de la respuesta radica en su debilidad (en su vacuidad,
podríam os decir) — en realidad, en dos debilidades. Primera, no pre
juzga qué podría resultar que fuera yo, o el yo o la mente o el alma,
sino que, cualquier cosa que sea, sólo especifica que debe cum plir una
condición. Segunda, la prueba sólo es válida en el m om ento de darse,
pues lo que pruebo sólo es la existencia de una criatura que puede rea
lizar su existencia, com o se ejemplifica al dar efectivamente la prueba,
y no de una criatura que la está realizando de hecho todo el tiempo. El
carácter transitorio de la existencia probada y el carácter transitorio de
este m odo de prueba parece estar en el espíritu de las Meditaciones, in
cluyendo las pruebas de D ios que ofrece Descartes; esta transitoriedad
sería el m otivo de la insistencia de Descartes en la presencia de ideas
claras y distintas com o algo esencial, permítaseme decirlo así, al cono
cimiento filosófico. La prueba tiene efecto sólo en la presencia fugaz
de tales ideas — com o si no hubiera nada en que confiar excepto la
confianza misma. Tal vez sea ésta la razón por la que Em erson dice:
«H ablar de confianza es una pobre form a externa de expresión».
Q ue lo que soy es algo que para existir realiza su existencia, es una
respuesta que casi podría haber dado el propio Descartes, puesto que
apenas constituye algo más que una transcripción literal de lo que he
propuesto com o la otra mitad de la lucha del cogito. Se trata de una
forma de representarse de m odo aproxim ado la concepción de la su
puesta existencia hum ana que ofrece Heidegger en Sery tiempo: que el
ser del Dasein es tal que su ser constituye una cuestión para él (pág. 65).
Pero, para Descartes, dar semejante respuesta habría puesto en peligro
el primer propósito declarado de sus Meditaciones, que era ofrecer una
prueba de la existencia de Dios. Si yo soy algo que puedo realizar mi
existencia, queda com prom etido el papel de D ios en esta realización.
El térm ino de Descartes para lo que yo llam o «realizar» — o «reivindi
car», o «afianzar», o «reconocer»— es «ser autor». En la Tercera M edita
ción:
2 Me resulta difícil dejar de pensar que esta suposición no tenga nada que ver con la
historia de la frenética colección de tablas de estadísticas citadas en «Making Up People»,
y «Prussian Statistics» de lan Hacking. El ensayo «Destino» de Emerson, invoca cons
cientemente la nueva ciencia de la estadística com o una nueva imagen del destino hu
mano — una nueva forma, según unos, de haber sido conquistados por el conocimien
to pero que Emerson considera otra ocasión más para la ignorancia.
propias palabras, «que consulta con sinceridad su alm a y la somete a
todas las preguntas» de que «esta tendencia es absolutam ente radical»:
A P É N D IC E A
E s c e p t ic is m o y u n a pa labra so b r e d e c o n s t r u c c ió n
A P É N D IC E B
La p e r v e r s i d a d d e P o e y e l im p ( u ls o ) d e l e s c e p t i c i s m o
— Los aspectos de las cosas que para nosotros son más impor
tantes están ocultos por su simplicidad y [cotidianidad, ordinarie
dad]. (Se puede no reparar en algo — porque se tiene siempre ante
los ojos) [§ 129].
— La filosofía simplemente lo pone todo ante nosotros, y no ex
plica ni concluye nada— . Puesto que todo yace abiertamente, no
hay nada que explicar. Pues, lo que acaso esté oculto, no nos intere
sa [§ 126],
Pero otro filósofo que no sea un filósofo del lenguaje ordinario po
dría hacer reivindicaciones comparables, por ejem plo el Heidegger de
Ser y tiempo, cuyo m étodo, cabe decir, pretende desvelar lo obvio, lo
siempre presente. El eje alegórico, que nos permite pasar específica
mente del cuento de Poe a la filosofía del lenguaje ordinario, es la re
petición en el cuento de la idea de lo raro o extraño, y en particular la
asociación que se establece entre esta idea de lo raro y las consiguien
tes carcajadas. En efecto, construir ejemplos cuya rareza provoque car
cajadas (por supuesto, silenciosas las más de la veces) es una caracterís
tica de los m étodos de Austin y Wittgenstein, característica que es a la
vez filosóficamente indispensable y (hasta donde yo sé) filosóficam en
te única de ellos. Tal vez Austin sea el más divertido, pero ahora voy a
recordaros cóm o retumba ese ruido en las Investigaciones'.
Pasó m ucho tiem po hasta que llegara a ver cóm o podría desplegar
las im plicaciones de esta yuxtaposición, hasta llegar a ver cóm o la tra
gedia es una proyección o representación de la problem ática escéptica
y, al m ism o tiem po, cóm o el escepticism o avanza, o profetiza, una es
tructura trágica, una estructura de venganza, por ejemplo. En conse
cuencia, lo que el pasaje que acabo de citar me dice ahora es que la pér
dida de presencia (en y del m undo) es algo que la violencia del escep
ticismo aumenta precisamente en su desesperación por corregirla, una
violencia asegurada en la desesperación de la filosofía por contestar o
refutar al escepticismo, por negar el descubrimiento que hace el escep
ticismo de la ausencia o retirada del m undo, es decir, la retirada de mi
presencia en él; lo que para mí significa la retirada de mi presencia en
el lenguaje (la negación de nuestra herencia del lenguaje).
También ahora (com o en mi primer apéndice al capítulo 5, sobre
deconstrucción) me siento tentado a evaluar las afinidades de mi obra
con la de Derrida. Las más de las veces he contestado a esta exigencia
sugiriendo que realmente siempre era, para m í, o dem asiado tarde o
dem asiado pronto para semejante evaluación. Pero a veces, hay trechos
específicos de perspectiva que podría valer la pena señalar. Por tanto,
permítaseme decir aquí que las diferencias entre lo que yo hago y lo
que hace la deconstrucción se manifiestan, a m i parecer, cuando hablo
de la condición de presente (que es algo acerca de m í y de mi m undo)
en lugar de (¿significando qué?) presencia"' (que es algo acerca del Ser,
algo que yo no estaré nunca en posición, en la m edida que ahora me
es dado juzgar, de juzgar); y se manifiestan tam bién en mi crítica de la
«filosofía» (que yo entiendo com o una forma en que los seres hum a
nos son llevados a pensar sobre sí m ism os, en lugar de algo que podría
llamarse «metafísica occidental»), «filosofía» que no es algo, en todo
caso no desde el principio, que se origine en una construcción tirana
En el original inglés, este capítulo va precedido del encabezado «At Vienna. Cele
braron Lecture (1986)» [N. delT.].
presión no son interesados, del m ism o m odo que a mi entender, qui
zá deba decirlo explícitamente, no es interesada la atención que se
presta aquí al pensam iento austríaco a fin de m antenerlo libre de la in
fluencia y participación extranjera. Por el contrario, m i deseo por here
dar a Em erson y Thoreau com o filósofos, mi reivindicación de ellos
com o fundadores del pensam iento americano, es una reivindicación
de que América posee una corriente de pensam iento no reconocida,y,
a la vez, de que este pensam iento se consolida mediante la enseñanza
de su herencia de la filosofía europea — herencia que no m e converti
ría a mí en el dueño de esta filosofía europea, pero tam poco en su es
clavo.
Algo aparentemente com ún a la filosofía entre las culturas de O c
cidente es, en los últimos siglos, la atención prestada por la filosofía a
las reivindicaciones por parte de la ciencia de constituir el acceso privi
legiado, o único, al conocim iento. U na manera de prestar atención al
carácter distintivo del pensam iento de una cultura es meditar sobre la
relación que existe en ella entre las instituciones de la filosofía y la lite
ratura. Resulta imaginable pensar que un filósofo inspirado por la tra
dición filosófica de habla alem ana no se sienta satisfecho con los resul
tados que dejen de englobar, o digam os desenterrar, el conocim iento
incorporado en la historia de la literatura de su tradición; mientras que
para un filósofo inspirado por la tradición de habla inglesa, la invoca
ción de Shakespeare o M ilton, Wordsworth o Dickens, sólo ha sido
aceptable desde siempre a lo sum o com o una cuestión de gusto o ador
no personal y ocasional, que no tenía esencialmente ningún interés
profesional. El pensam iento americano, según m i punto de vista, se
desliza entre estas dos inspiraciones. Reivindicar que Em erson y T ho
reau constituyen, en América, el origen no sólo de lo que se llama lite
ratura sino de lo que cabe llamar filosofía, equivale a reivindicar que la
literatura no es ni el adorno arbitrario ni el otro necesario de la filoso
fía. Cabría decir o bien que en el Nuevo M un do la filosofía y la litera
tura que le son propias no existen por separado, o bien que la tarea
americana es crear la una desde la otra, com o si el N uevo M undo tu
viera que seguir recordando, si no exactamente recapitulando, los es
fuerzos culturales del Viejo M undo.
A m odo de em blem a de semejantes intercam bios dentro de las cul
turas, y entre culturas y entre generaciones, he elegido ofrecerles, en
este día de conm em oración, mi intervención presentada en respuesta
a la invitación que recibí hace doce meses de parte de la asociación de
estudiantes graduados de una cultura literario-filosófica tan extraña a la
cultura americana com o a la austríaca — a saber los estudiantes de doc
torado del Instituto Japon és de la Universidad de Harvard— y que era
una invitación a participar en una de las m esas redondas incluidas en
un sim posio de un día de duración que dichos estudiantes estaban or
ganizando sobre el tópico de lo fantástico en la literatura japonesa, y,
en particular, para com entar dos artículos académ icos escritos por
m iem bros de la asociación1. El hecho de que la m encionada asociación
estuviera compuesta por jóvenes al principio de sus carreras académicas
ayudó a sentirme seguro de que el propósito de su invitación no era co
rroborar mi ignorancia sobre literatura japonesa, sino que había sido cur
sada con la esperanza de que pudiera interesarme aprender algo sobre
ella y responder, si es que tenía alguna respuesta, desde el rincón de mi
m undo americano — incluso, posiblemente, aprender algo m ás sobre
cóm o conseguí yo meterme en ese rincón.
La m esa redonda de nuestro sim posio se titulaba «N o estam os so
los», y una vez leídos los artículos que iba a com entar se produjo en mí
un efecto similar a la obsesionante experiencia de lo fantástico, lláme
se extraordinario o siniestro, puesto que la literatura que dichos artícu
los describían me era com pletamente infamiliar, pero las descripciones
que hacían de esa literatura me parecían tan familiares que tenía la sen
sación de conocer desde siempre aquello de lo que hablaban. Los ar
tículos invocaban ideas tales com o las de viaje imaginario, especial
mente en busca del yo; e ideas tales com o las de encontrarse en algún
límite o umbral, com o entre lo im posible y lo posible; e ideas de la
confrontación de la otredad; y de algún tipo de relación adversa a la
sensibilidad científica moderna.
En el presente contexto, mi sentido de lo familiar no queda sufi
cientemente aclarado, creo, con decir que nuestra literatura occidental
contiene su propio filón literario de lo fantástico, filón representado,
por ejemplo, en las obras que Tzvetan Todorov aduce com o evidencia
de su teoría de lo fantástico, ejemplificada por los cuentos de E. T. A.
Hoffm an. M i sensación parece tener que ver más particularmente con
el sentido de que la literatura americana com o tal es excéntrica en rela
ción a la europea, una desviación que suele expresarse diciendo (casi
inevitablemente con cierto prejuicio) que mientras los europeos han
escrito novelas, los americanos han com puesto algo distinto, llamé
m oslo cuentos [«romances»]. Si consideram os que el propio Nathaniel
Hawthorne se sirve de esta distinción para permitirse apelar a «lo M a
1 «Some Contours o f thc Fantastic in Modern Japanese Fiction», por Joel Colín;
«Fantastic Voyage: Refractions o f the Real, Re-Visions of tlie Imagined», por Regine
Johnson.
ravilloso» y recordam os que A nthony Trollope, al hacer la recensión
de The Marhle Faun de Hawthorne, habla de la «sobrenatural imagina
ción» de Hawthorne com parándole con M onk Lewis; y si considera
m os adem ás la im aginación de Poe, y luego la rareza de una ballena
blanca, todo ello sugiere que en contraste con el interés definido pero
marginal de Europa en lo fantástico, America ha estado centralmente
preocupada por ese tema. En consecuencia, aceptando un punto sobre
el que insistían los dos artículos que iba a comentar, a saber que la li
teratura de lo fantástico ha encontrado por lo general, ya sea de hecho
o en principio, muchas dificultades para su aceptación, siendo atrin
cherada en el reino de lo no serio o en la zona gris dentro del centro
lum inoso de la literatura, m e vi llevado a plantear la siguiente cuestión
complem entaria para su consideración: ¿Q ué podría presagiar sobre la
literatura de una cultura el que sus obras fundacionales sean obras de lo
fantástico?
Para em pezar a concretar esta cuestión, perm ítasem e colocar den
tro del círculo de nuestro interés un texto fundacional de la escritura
am ericana que no creo que haya sido propuesto antes co m o una ins
tancia de lo fantástico, el libro Walden de Thoreau. Esta obra presen
ta claram ente dos de las principales características de lo fantástico
que acabo de enumerar, puesto que Walden puede caracterizarse bien
y con precisión com o un viaje im aginario, según líneas que se ofre
cen co m o límites o um brales. Q ue el propio libro se sitúe dentro de
una serie de dualidades ha sorprendido, creo, a m uchos de sus lecto
res — la dualidad entre la civilización y la soledad, entre el futuro y
el pasado, entre lo hum ano y lo anim al, entre el cielo y la tierra, en
tre el sueño y la vigilia, y, m e gustaría decir, entre la filosofía y la lite
ratura. Tal vez lo m enos notorio sea que se trata de un libro sobre un
viaje im aginario, pero tal hecho es lo que proclam a el tercer párrafo
del m ism o:
Mirar con los ojos de otro sería una manera de formular una solu
ción al problem a escéptico de los otros, una manera más allá de mirar
a los otros con sólo nuestros despiadados ojos, ante los que su existen
cia no puede probarse, ya sea en el m undo de Descartes o de H off
m ann, en el de Freud o el de Wittgenstein. Pero el milagro de ver cada
uno de nosotros con los ojos del otro constituye también una descrip
ción thoreauniana de lo que el autor de Walden entiende por escritura:
anticiparse a los ojos de su lector, y ofrecerle a éste los suyos. De m odo
que el hecho de escribir, de la posibilidad del lenguaje com o tal, es el
milagro, lo fantástico. En consecuencia, el peso de la prueba de que los
otros existen cae sobre la escritura y la lectura (cualquier cosa que éstas
puedan ser) o, digam os, sobre lo literario, sobre el hecho de su existen
cia entre nosotros, constituyéndonos — es decir, mientras dure lo ge-
nuinam ente literario, la conversación, el intercam bio, de palabras
genuinas.
La m odulación de la idea del lector com o fantástico, exigida por la
reivindicación que hace Thoreau de lo siniestro para la filosofía, es
pues la idea de la disposición del lector a acceder a tom ar los ojos del
escritor, lo que equivale efectivamente a ofrecer los suyos propios, un
intercam bio interpretable com o sacrificio m utuo, com o un sacrificio
de lo que creemos saber el uno del otro, que puede presentarse com o
castración mutua, al servicio de nuestra m utua victimación o de nues
tra liberación. El hecho de que imaginar la renuncia a un narcisismo
primario requiera una imagen tan primaria de la violencia com o am e
naza de castración — o bien: el hecho de que apropiarse de los ojos aje
nos sea una imagen cuyo horror hay que afrontar para apreciar su be
lleza; llámese a esto lo sublime de la otredad— nos previene de no sen-
timentalizar nuestras intervenciones. (Un sentim entalismo sería decir
que la escritura, el arte en general, tiene el propósito de entretener
— com o si el entretenimiento fuera en sí m ism o m enos violento y ávi
do que, digam os, la instrucción.) A sum ir unos los ojos de los otros es
la oportunidad que existe fuera de la ciencia de aprender algo nuevo;
es decir, de aprender algo, fuera de la ciencia. Esto me parece una res
puesta decente a mi cuestión inicial concerniente a la tarea pronostica
da por la literatura (y filosofía) de una cultura que considere lo fantás
tico no m enos que central. Tal vez sea lo que cabría esperar de una li
teratura que intentara inventarse a sí m ism a, convencerse de que
existe; com o seguramente es algo que cabría esperar de una literatura
que intentase conservar lo literario com o tal, que intentase impedir
que pereciera, lo que constituye una manera de definir la extraordina
ria tarea del romanticismo.
N o seria propio de un filósofo con mis intereses abandonar mi
contribución a este sim posio sin m encionar un reino de lo fantástico
en el que la distinción y cuestión entre arte bajo versus gran arte, o en
tre arte marginal versus arte central, precisamente desaparece; me refie
ro al reino del cinema. Estoy pensando ahora particularmente, no en
filmes de magia o fantasía explícita, el tipo de cosas al que se adaptan
perfectamente los efectos especiales. Pienso más bien en la perfecta y
nuda fuerza que tienen ciertos filmes para yuxtaponer fantasía y reali
dad, para m ostrar el entramado de am bas com o algo no precisamente
especial. U na vez tuve la ocasión de reunir algunos filmes construidos
según el principio fantástico de que el m undo de los inflexibles hechos
y el m undo de los deseos satisfechos parecen el m ism o, se yuxtaponen
sin ninguna indicación o recurso cinem atográfico que distinga un
m undo del otro, creando en el público m om entos, creo que se p o
drían llamar así, de siniestra desorientación. (Esto se encuentra en mi
«What Becom es o f Things on Film?».) Los filmes más im portantes con
los que empecé fueron Persona de Bergman, Belle de jo u r [Bella de día],
de Buñuel, Deux ou trois choses que je sais d ’elle [Dos o tres cosas que sé de
ella], de G odard, y Vértigo de Hitchcock. A éstos añadí Ugetsui [Cuentos
de la luna pálida de agosto] de M izoguchi, cuya imagen final es la de un
marido que vuelve de un m aravilloso viaje a lo erótico para encontrar
su pobre y vieja casa com o la había dejado, pero vacía. El hom bre yace
en el suelo acurrucado com o un niño, y su mujer da vueltas por la ha
bitación bajo una luz gris. Anhelam os con el hom bre que ella sea real,
que a lo herm oso infamiliar suceda, o vuelva a suceder, lo herm osa
mente familiar; pero el seco e intermitente golpeteo de un tarugo de
m adera queda suspendido entre el tiem po y la eternidad, y la m ujer
desaparece desvaneciéndose. Es la imagen m ás grandiosa de lo sinies
tro que conozco en el cine. Su experiencia hace estallar nuestras dudas,
en constante reorganización, acerca de si ya no som os capaces de esa
incertidumbre entre lo empírico y lo sobrenatural de la que depende la
experiencia de lo fantástico (o, habiendo invocado a Thoreau, perm í
taseme decir en lugar de sobrenatural, trascendental). Y se nos recuer
da que la capacidad de permitir que hechos y fantasía se interpreten
m utuamente constituye la base, a la vez, de la enfermedad del alm a y
de su salud.
Bibliografía