Está en la página 1de 32

NI FRÍO NI CALOR

Basado en las saga de Geralt de Rivia de Andrej Sapkowski.


CAPÍTULO 1
El día que vino al mundo, las campanas de palacio no repicaron alegremente como cuando
nació su hermano mayor. En lugar de eso, lúgubres tañidos anunciaron la muerte de la reina.
Quizá si su madre hubiera sobrevivido al parto, todo hubiera sido diferente. O quizá no.
La llamaron Deila. Su nombre significaba flor delicada en idioma antiguo, pero nada más lejos
de la realidad. Desde su más tierna infancia, dio muestras de un carácter fuerte y obstinado.
El rey, su padre, nunca se preocupó demasiado de ella, lo cual aprovechaba para escabullirse
de las clases en favor de sus deseos personales. Ya desde que tuvo uso de razón, aparecía con
frecuencia en las dependencias del boticario, y pasaba horas enteras observándole mientras
preparaba remedios de todo tipo, mientras clasificaba hierbas, mientras trataba heridas de
distinta consideración. El boticario, hombre viejo y sabio, le explicaba, divertido, los procesos y
los nombres de las hierbas, así como el cometido para el cual se utilizaban. Pronto pasó a
ayudarle en sus quehaceres, con una predisposición e interés impropio de su edad. Tenía un
don, una facilidad innata para elaborar todo tipo de productos, así como buen ojo para los
diagnósticos y los remedios a aplicar según estos.
Empezó a escapar de palacio, a escondidas, para aprender a buscar las hierbas por sí misma.
Sabía que si su padre se enteraba le caería una buena, pero su obsesión era mayor que su
miedo. Ignoraba los peligros que moraban los bosques y lo que habitaba allí: solo le importaba
ser capaz de encontrar y reconocer las hierbas de su lista.
Las primeras veces tuvo suerte. No se encontró con nada y nadie reparo en su prolongada
ausencia, o en su vestido sucio de broza y lleno de enganchones. Decidió hacerse con unas
polainas y una camisa, dada la dificultad de moverse entre la vegetación con sus delicados
vestidos de princesa.
Pero, lógicamente, su suerte no duró siempre.
Un día se encontró con un jabalí que la persiguió, y tuvo que subir ágilmente a un árbol en el
cual pasó horas, hasta que el animal se dio por vencido, dejando su morral tirado
descuidadamente durante la huida. Pero otro día se encontró con algo peor, muchísimo peor:
un leshy. Hubiera muerto por su mano si no hubiera habido un brujo cerca, casualmente,
acechando a la criatura por un contrato.
El brujo, llamado Eskel, áspero al trato y sin ninguna empatía, la escoltó de vuelta a palacio,
simplemente para cobrarse honorarios. A Deila le asustaba el brujo casi tanto como el leshy:
sus extraños ojos, su figura vestida en cuero negro, sus espadas afiladas, amenazantes y su
actitud hosca y brusca.
Su padre montó en cólera. Deila fue castigada, confinada en sus aposentos durante un mes
entero, con un guardia ineludible permanentemente en su puerta. El encierro hubiera supuesto
para ella el peor de los castigos, pero, estoicamente, decidió aprovecharlo para formarse con
la espada. Si quería seguir saliendo, cosa innegable, debía saber defenderse mínimamente.
Así que, cuando su único hermano fue a visitarla, no dudó en pedirle que le enseñara a usarla.
Niedamir, que adoraba a su hermanita, no pudo negarse. El joven se divertía en esas clases,
viendo a la niña mover una espada casi más grande que ella, pero pronto quedó gratamente
sorprendido por su determinación y progresos.
Desde entonces, Deila alternaba sus clases con los preceptores con las visitas al boticario y las
clases con su hermano. No salió de palacio en una temporada, puesto que la vigilancia sobre
ella era implacable. Pero cuando su padre murió, el año siguiente, todo cambió.
Niedamir fue coronado rey, y la feroz vigilancia sobre ella se terminó.
La primera vez que vio a un elfo se quedó fascinada. Deila observó sus movimientos llenos de
gracia, su largo cabello castaño y sus hermosas facciones mientras se acercaba directamente a
ella, con un arco en la mano, un carcaj lleno de flechas a la espalda y una hermosa y gran
espada en su cadera. Acababa de llegar al bosque y supuso que él había estado esperándola.
—Princesa Deila —le dijo, para su sorpresa—, me llamo Eniel y vivo en este bosque. Seré
vuestra escolta siempre que vengáis por aquí. Este es un bosque muy peligroso, majestad, no
estáis segura deambulando sola.
—No me llames majestad. No me gusta.
—Pero sois una princesa.
—Como si no lo fuera. Aquí quiero ser solo Deila. Si me haces ese favor, no pondré objeciones
a tu presencia en mis excursiones.
El elfo se lo pensó.
—Sea, pues, Deila —resolvió.
Con el tiempo, Eniel y Deila llegaron a ser muy buenos amigos. Durante aquellas asiduas
salidas, las conversaciones eran algo habitual, y ella desnudaba su alma a su único amigo
como una válvula de escape que aliviaba la presión a la que estaba sometida. El elfo
comprendió que la niña necesitaba esos paseos para respirar, como un paréntesis en la vida
rigurosa y cada vez más exigente que llevaba en palacio, pues en el bosque podía ser ella
misma. No se adaptaba a las normas de palacio. No soportaba fingir ser una delicada
damisela. No iba con su carácter ser lo que se esperaba de ella.
Eniel, incluso, la llevaba a veces a su poblado y la invitaba al delicioso té propio de los elfos.
Se hizo amiga de otros elfos y elfas, e incluso un día, una elfa muy vieja y venerada como
adivina, la miró de un modo especial y le vaticinó algunos detalles de su porvenir, en líneas
generales y muy poco precisa, evitando a las claras algunas respuestas, cosa que extrañó a la
princesa.
Conforme creció y se hizo mujer, la cosa fue a peor. Pero el día que su hermano le habló de su
intención de prometerla a un príncipe vecino, todo estalló.
Fue una disputa sin precedentes. Como su hermano no cedió ante su rechazo y argumentos,
Deila acabó arrojando su dorada corona a sus pies y renegó de su condición de princesa.
—Me voy, hermano, abandono palacio y esta asfixiante vida. No voy a someterme ni un día
más.
—Obstinada cabezota—gruñó el rey. — ¡No harás tal cosa! ¿A dónde ibas a ir tú sola? Eres aún
una niña. Y eres la princesa de Caingorn. No lo permitiré.
—Si me retienes, me arrojaré de la ventana de mi cuarto a la menor ocasión. O cortaré mis
muñecas con lo que sea que encuentre, o quizá me halles balanceándome colgada de una
soga. Mi muerte pesará sobre tu conciencia, Niedamir.
Así pues, cogió lo imprescindible y se fue de palacio sin que Niedamir pudiera evitarlo. Su
hermano no se atrevió a levantar un dedo, pues la veía de sobra capaz de cumplir sus
amenazas, y la dejó marchar pensando que volvería, arrepentida y sumisa, cuando viviera en
propia piel la vida fuera de los protectores muros de palacio. No sabía cuán equivocado
estaba.
Sin embargo, hizo llamar a Eniel y volvió a encomendarle una tarea.
—Sólo tú puedes ayudarme, Eniel. Eres su único amigo, ella confía en ti. Por favor, te ruego
que te quedes cerca de ella, que veles por su seguridad y me mantengas informado de todo —
le dijo al elfo. — Toma esta bolsa de dinero y dáselo, pues la muy ilusa ni siquiera lleva un
oren encima. No dudes es traerla si tiene problemas, tanto si quiere como si no.
—Lo haré, majestad.
Así, Deila dejó el reino y se estableció en Kovir, en una pequeña cabaña muy cerca de la
frontera, donde el poder de su hermano no pudiera alcanzarla. Y transcurrieron tres
maravillosos años durante los cuales las punzadas de añoranza, la decepción que Niedamir le
causara y su desconocimiento sobre cuidarse sola quedaron atrás. Tres maravillosos años
durante los cuales se afianzó como sanadora entre las gentes del pueblo más próximo,
Gynvael y se ganó su confianza y amistad.

CAPITULO 2
Deila caminaba mirando atentamente al suelo, buscando las extrañas hierbas medicinales que
sólo se daban en aquella montaña. Portaba un zurrón atravesado en el pecho, colgando ante
sus caderas, y una pequeña navaja en la mano derecha. Un siseo burbujeante hizo que
levantara rápidamente la vista y mirara alrededor, inmóvil, adoptando una postura defensiva,
pero no vio nada. Escuchó; volvió a oír el sonido y trató de discernir de dónde venía. Su origen
parecía ubicarse en un grupo de árboles, entre el espeso follaje.
Sacó la espada de su funda sin hacer ruido y avanzó con cautela, pasos cortos y silenciosos,
pues era aquél un bosque peligroso donde los hubiera. Quit pro quo: hierbas que ayudaban a
preservar la vida y monstruos que la arrebataban.
Alcanzó unas matas espinosas y miró estirando el cuello: entonces los vio, ambos malheridos,
ambos yaciendo en el suelo.
La muchacha saltó con agilidad el arbusto, y se dirigió en primer lugar a la kikimora. El
monstruo, parecido a una araña de proporciones grotescas, agonizaba entre estertores; su
respiración, ahogada en su propia sangre, producía el sonido que había despertado su
cautelosa curiosidad. Levantó la espada por encima de su cabeza y la clavó profundamente en
el cuerpo del monstruo, y luego la arrancó. El sonido cesó de inmediato.
Limpió la hoja de la sangre negra en el suelo y la guardó en la funda en su cadera, mientras
se acercaba al hombre que yacía inconsciente. Su mano flácida aún agarraba la empuñadura
de una espada de plata, y del cuello de su camisa sobresalía un colgante tallado en forma de
cabeza de lobo con las fauces abiertas.
Un brujo. A Deila no le gustaban los brujos desde su encuentro con Eskel.
Se arrodilló junto a él y tocó su yugular. Tal como supuso, estaba vivo. Las mutaciones a las
que sometían a los brujos les hacía excepcionalmente fuertes, pues su labor consistía en
combatir todo tipo de monstruos; Deila también sabía que se curaría más rápido que cualquier
humano. El boticario le había explicado todo lo que sabía sobre ellos cuando le sometió a un
bombardeo sin tregua de preguntas al respecto, tras ser salvada por Eskel.
Le examinó buscando heridas, y encontró dos: un fuerte golpe en la cabeza y una mordedura
en el muslo. El veneno de la kikimora no sería un problema para el metabolismo alterado del
hombre, y Deila pensó, además, que tal vez antes del enfrentamiento el brujo habría tomado
algún elixir. Quedaba descartado, por ello, el administrarle cualquier antídoto sin saber la
naturaleza del bebedizo que, por supuesto, no iba a conocer, aunque estuviera despierto. Por
lo visto, también eran muy celosos de sus fórmulas secretas.
Tomó su barbilla e hizo girar la cabeza del hombre hacia el otro lado para estudiar la herida.
La sangre manchaba los cabellos prematuramente blancos del brujo, y seguía manando del
corte en la zona parietal, aunque poco ya. También salía un hilillo de sangre del oído del
mismo lado, y eso no era buena señal. A fin de cuentas, la cabeza del brujo no había resultado
tan dura como debiera. La kikimora, de un fuerte golpe o a resultas de estrellarlo contra un
tronco, había fisurado su cráneo.
Un relincho llamó su atención, e imaginó que sería el caballo del brujo. Eso ponía las cosas
más fáciles. Se levantó y buscó dos ramas largas y suficientemente gruesas, algo que en un
bosque no tardó en encontrar, se sacó la capa y la dispuso entre las dos ramas, usó cuerda y
pronto tuvo una camilla improvisada. Luego fue en busca del caballo, fijó la camilla y montó en
dirección a su cabaña, vigilando al herido.

Cuando llegaba con la parihuela, Eniel estaba esperándola. Él elfo se acercó intrigado y
observó al herido mientras Deila desmontaba.
—Ayúdame, Eniel. Hay que meterle en la cama y pesa muchísimo.
—Pero, ¿qué demonios ha pasado?
—Le encontré en el bosque. Tiene un golpetazo en la cabeza.
Eniel la ayudó, cogiendo al hombre por las axilas mientras ella lo hacía por las piernas.
Durante el traslado, el elfo reparó en su medallón y frunció el ceño.
Le dejaron en la cama y Deila empezó a quitarle las botas.
— ¿Te has dado cuenta de lo que es este hombre, muchacha? —dijo el elfo, alarmado.
—Un brujo medio muerto, eso es lo que es, Eniel.
—Los brujos son peligrosos, antisociales y lujuriosos. Has hecho mal en traerle a tu casa.
—Mírale, elfo: ¿te parece acaso peligroso? Está muy mal y no omitiré mi ayuda a nadie que la
necesite. Cuando se recupere se irá, no voy a quedármelo como mascota. Y ahora ayúdame a
quitarle la ropa, anda. Este cuero se pega a su piel como una sanguijuela, y tengo los brazos
que ni me los siento ya del esfuerzo.
El elfo maldijo en su idioma, pero obedeció a la curandera. Cuando estuvo desnudo, Eniel
parecía aún más disgustado.
—¿Has visto su cuerpo? —dijo ella asombrada—. Parece el muñeco en el que practicaba
sutura…Nunca he visto a nadie con tantas cicatrices…
—No me parece correcto, mi señora, esto no está bien. Un hombre desnudo en tu cama…
—En eso te doy la razón. Es bastante embarazoso. Pero se me ocurre algo… Le pondré un
saco de grano, ya verás.
Deila salió de la casa y al momento volvió con un saco de arpillera. Cogió del costurero unas
tijeras bien afiladas y cortó, en la parte frontal del saco, una línea de arriba abajo. Luego cortó
tres medias lunas: una en la parte superior y dos a partir de las esquinas. Con la ayuda de
Eniel, se lo vistió al brujo.
—Seguirá teniendo el culo al aire, con tu invento—bufó el elfo.
—Vamos, hombre, no seas pesado. Ya no está desnudo, y eso es lo que importa. Además, voy
a taparle con la manta. —le regañó ella mientras vertía agua de un cubo a una palangana.
—No me gusta la idea de que se quede aquí contigo. A parte del peligro, también tienes una
reputación que cuidar.
—Nadie ha de verlo, descuida —dijo ella mientras seleccionaba unos frascos, cogía paños
limpios y material de sutura.
—Tengo que ausentarme todo el día, pero podría posponerlo. ¿Quieres que me quede?
—¿Qué? —comenzó a reír ella, sentándose en la cama, junto al cuerpo del brujo—, ¿temes
que me salte encima, acaso? No te preocupes, estaré bien.
—Bueno. Antes de irme, guardaré el caballo.
—No, déjale suelto que coma hierba, porque no tengo nada que darle. No creo que se escape.
Más tarde lo llevaré yo misma al establo.
—Hasta mañana, Deila —dijo el elfo acercándose y depositando un cariñoso beso en la mejilla
de la chica.
—Duerme tranquilo, querido: no creo que se despierte en muchas horas —le tranquilizó ella
besando la cara del elfo, a su vez.
Eniel se fue y ella comenzó al limpiar la herida de la cabeza. Ya apenas sangraba. Arrastró los
restos de sangre hasta que estuvo completamente limpia y entonces cambió de paño. Vertió
directamente en el corte un líquido ocre, casi negro, y con el paño limpió el exceso para que
no se extendiera más allá de la herida. Entonces enhebró la aguja de sutura.
—Espero que no te despiertes. Así dolerá menos —le dijo al hombre inconsciente.
Y comenzó a coser. El brujo no se despertó. Cuando terminó, le vendó la cabeza, desinfectó el
mordisco del muslo y recogió el material de encima de la cama.
Cuando entró en la cabaña acarreando en sus brazos unos troncos para mantener el fuego del
hogar esa noche, vio que el brujo tenía los ojos abiertos. Soltó su carga junto a la chimenea y
se limpió las manos de broza contra el delantal que cubría su vestido.
— Vaya, has despertado… No esperaba que pudieras aún—dijo, acercándose a lecho donde
estaba acostado el hombre. El hizo amago de incorporarse—. No te muevas. Tienes una fisura
en la cabeza, me temo.
El brujo no dijo nada, pero renuncio a su intento. La miraba desorientado.
— Soy Deila, curandera, y te encontré herido en el bosque. Junto a una kikimora moribunda.
El hombre la miraba intensamente, estudiando la situación. Ella se sintió un poco azorada por
el escrutinio.
— ¿No eres demasiado joven, mi señora, para ser curandera?
—Uh, hablas como mi hermano, empezamos bien…
— ¿Dónde estoy?
— En mi casa… Ah, te refieres a… Estás en Kovir, en las montañas Dragón. ¿Acaso no
recuerdas?
— No, no recuerdo nada.
— ¿Me dices quién eres o tampoco lo recuerdas?
— Tampoco, mi señora.
— Vaya. Menudo golpe te llevaste, amigo. Bueno, pórtate bien y las cosas vendrán solas.
Intenta descansar y, sobre todo, no te muevas. Si tienes náuseas avísame, te acercaré el
cubo. ¿Cómo te encuentras?
—Mareado.
—Ya.
La mano del brujo se elevó y palpó el vendaje con cuidado.
—No te toques. Te he dado unos puntos más para tu colección. Estás más zurcido que unos
calcetines viejos, brujo.
El brujo sonrió. Tenía una agradable sonrisa. Burlona y poco definida, eran sus ojos más que
su boca lo que parecía sonreír, se formaban unas pequeñas arrugas bajo las sienes, al final del
ojo.
Deila se sentó frente a la mesa y vació el morral sobre ésta. Comenzó a separar las diferentes
hierbas que había recogido esa tarde en montoncitos y, cuando terminó, las metió en frascos
de cristal que tapó con tapaderas de tela.
El brujo la miraba hacer, no dormía. Empezó a evaluarla. Advirtió sus manos cuidadas, sus
movimientos elegantes, su ropa sencilla, pero de calidad, y la seguridad en sí misma que
irradiaba. Se sintió intrigado.
Era menuda y delgada, pero, observó el brujo, con buenas curvas; su cabello ondulado y muy
abundante caía por su espalda como una brillante catarata de oro. Sin embargo, era su rostro
lo más atractivo en ella. Sus ojos eran de un verde imposible, ribeteados por largas pestañas
oscuras, su nariz, deliciosa; sus labios regordetes, jugosos y remarcados, y sus cejas, bien
delineadas, eran la guinda del pastel. Una chica muy atractiva, sin duda. Pero
extremadamente joven, casi una niña.
Deila colocó unos troncos en la chimenea y colgó en un gancho una olla para calentar su
contenido.
— Por aquí el verano sólo se nota de día. Las noches son frías, brujo. ¿Tienes hambre?
— Tengo, mi señora.
— Enseguida se calentará el cocido. Espera, no trates de levantarte solo, yo te ayudo.
La curandera ofreció sus hombros al brazo de Geralt para que se sirviera de su apoyo y lo
condujo hasta la mesa, donde se sentó en una silla. Luego se afanó en traer platos, cucharas,
vasos, servilletas y media hogaza de pan. Y una jarra de agua.
El brujo reparó entonces en el saco que vestía.
—¿Qué demonios es esto? —dijo cogiendo la tela.
—Bueno, digamos que es por pudor.
El brujo levantó una ceja y ella se encogió de hombros.
—Qué quieres que te diga, no tengo ropa de hombre.
Sirvió dos platos de estofado, uno para cada uno, pero él advirtió que el suyo contenía poca
comida, y llenó los vasos.
—Come despacio. No estoy segura de que sea buena idea que comas, pero, si tienes hambre,
podemos probar a ver qué pasa.
El brujo tenía hambre. No obstante, obedeció a la muchacha y comió despacio, masticando
cada bocado repetidamente. Luego se bebió el vaso de agua entero. Y, a continuación, lo
vomitó todo al suelo.
— Lo siento, mi señora…— dijo el brujo, avergonzado.
— No importa, ahora lo recojo… Era lo que me temía. Vamos, antes te acuesto de nuevo, no
estás bien.
La mujer le acostó con cuidado, y luego salió a la noche. Regresó con un cubo de agua y una
bayeta, y comenzó a recoger el desaguisado. Geralt se sentía aún más abochornado viéndola
hacer, arrodillada; sólo la mutación de sus capilares evitaba que su rostro estuviera rojo como
la grana. Pero enseguida se durmió.
Se despertó varias veces, esa noche. La primera, vio a la muchacha sentada frente a la mesa,
con un candil encendido y un libro sobre ésta. Leía algo atentamente, tanto que ni siquiera se
percató de que él estaba despierto. La segunda, ella removía con una larga cuchara de madera
el interior del caldero, que desprendía un olor acre. La tercera, le despertó ella para hacerle
beber algo que sabía a rayos. Pero no se resistió y se lo bebió todo, obediente, pues entendió
que gran parte de la noche se la había pasado elaborando esa medicina para él.
— Mi señora, tengo ganas de... Bueno, mi vejiga va a estallar si no la alivio. Debo salir.
— De eso nada, ahora traigo el cubo. No intentes incorporarte solo, brujo, por lo que más
quieras. Solo faltaría que te cayeras y se abrieran los puntos.
Deila salió y entró casi inmediatamente a la cabaña, ayudó a hombre a ponerse de pie y
aguantó el cubo para él ante sus caderas. El brujo la miró, indeciso.
— ¿Qué? — dijo ella— No voy a mirarte, si es por lo que vacilas. Oh, por todos los demonios,
ya me pongo de cara a la pared. No tenéis precisamente fama de mojigatos, los brujos. —dijo
riéndose de la incomodidad del hombre.
—¿Mojigato? —se molestó él—. No serías la primera mujer que me ve desnudo, pero sí la
primera niña. Una niña con ínfulas de mujer.
—¿Niña? —se enojó ella. — ¡Ja! Pues si ya te he visto, mi señor, cuando te desnudé. Fue
inevitable. Y no me he desmayado, ni siquiera un aspaviento. No soy una niña.
—En realidad, sólo trataba de ser considerado, mi señora.
—Agradezco tu consideración, pero a mí lo que me preocupa es que te dé un mareo, acabes
en el suelo y empeores tu situación. Sin embargo, me daré la vuelta, para ahorrarnos esta
estúpida conversación, ¿estás seguro de que no te caerás?
El brujo gruñó, desconcertado por la naturalidad de la muchacha.
—Tomaré eso como un sí.
La muchacha cambió de mano el cubo y se volvió hacia la pared, del lado contrario al que
encaraba Geralt. Al poco oyó el sonido de un chorro golpeando el fondo del recipiente.
— Ya está, gracias, mi señora— dijo el brujo cuando hubo terminado.
Ella dejó el cubo en el suelo y le ayudó a acostarse una vez más. Luego salió fuera,
seguramente para aliviar su propia vejiga, y entró de nuevo con el cubo, ahora vacío, que dejó
en un rincón. Sacó dos mantas de un arcón e hizo una cama en el suelo. El brujo se sintió
turbado al ver su sacrificio.
—Ahora es tu momento de mirar a la pared, mi señor. Me voy a desvestir y a ponerme el
camisón.
—Deila, debo ser yo quien duerma en el suelo —dijo, haciendo amago de levantarse.
—¡No te muevas! —le regañó ella—. Así está bien, no importa. Estás herido y yo estoy lo
bastante sana como para dormir aquí. Y deja ya de tratarme como si fuera a romperme, brujo,
es irritante.
Ella se acercó a las mantas y comenzó a desvestirse. Él volvió la cabeza hacia la pared. El
silencio cayó mientras se vestía el camisón.
—¿Quieres algo antes de que me acueste? ¿Un vaso de agua, tal vez?
El brujo asintió y ella llenó un vaso, se lo acercó y le ayudó a incorporarse. Bebió unos sorbos
y se dejó caer de nuevo. Antes de que ella se diera la vuelta, él tomó su mano y la besó. Ella
se estremeció al sentir el calor de sus labios en la piel.
—Lo siento, mi señora… —dijo—. Me refiero al modo en que te he hablado antes. Eres muy
amable conmigo, soy un brujo, y no mucha gente haría por mí lo que estás haciendo. Gracias,
mi señora.
—No importa —susurró azorada, retirando su mano de las del hombre—. Eres mi paciente, yo
te traje aquí porque me necesitabas, y yo no escojo entre quien me necesita. No me das
miedo, ni creo en la leyenda que os cuelgan a los brujos. No suelo dar crédito a las
habladurías de gentes crédulas, ignorantes y que gustan del vilipendio para entretener sus
días. Y ahora duerme, brujo.
La miró con admiración. Y se dio cuenta de que, tal vez, no era una niña.

Ésta vez, al despertar, ya era de día. La pequeña cabaña estaba bañada por la luz del sol que
entraba a raudales por las ventanas, motitas de polvo flotaban visibles a través de los rayos. El
fuego del hogar estaba casi apagado, y no había ni rastro de la curandera ni de las mantas en
las que había dormido. La mesa estaba recogida y el caldero limpio.
El brujo se percató de que el dolor de cabeza era más soportable, y se levantó con cuidado. Al
no sentir mareo ni debilidad ninguna, se calzó las botas y salió de la cabaña en busca de las
letrinas. Oyó a Deila discutir con un hombre, se alivió con prisa y encaminó sus pasos hacia
ellos.
— ¡Dile a tu señor que me deje en paz! — gritaba la curandera enfadada. — ¡No pienso
acceder a sus deseos!
El hombre vio a Geralt y frunció el ceño. Apoyó su mano enguantada en el pomo de su
espada. Al brujo, eso no le gustó.
— ¿Qué ocurre, mi señora?
La muchacha se giró, sorprendida.
— Nada… — enfrentó su mirada de nuevo al desconocido, un esbirro con buenas vestiduras,
jactancioso como un pavo—. Eso es todo lo que tengo que decir. Buenos días.
El hombre seguía mirando al brujo como si intentara recordar de qué le conocía. Dio dos pasos
hacia atrás antes de darse la vuelta y montar en su caballo. Lo espoleó y partió al galope,
camino abajo.
— ¿Por qué demonios te has levantado? ¿Es que acaso no te dejé claro que no debías hacerlo?
— regañó al brujo sin contemplaciones.
— Me encuentro mucho mejor. ¿Por qué discutías con ese hombre? — insistió él.
— Ay, brujo— suspiró ella—, todo el mundo cree que puede aprovecharse de una mujer que
vive sola. Pero conmigo han pinchado hueso. Anda, volvamos a la cabaña. He de cambiarte el
vendaje. Una vez en la cabaña, ella le sentó en el lecho y le ayudó a quitarse las botas.
—Mi señora, ¿dónde están mis efectos?
—Dejé todo aquí, lo entré cuando saqué la silla a tu caballo. Tus espadas, tu ropa, lo que
llevabas encima, está bajo la cama.
El brujo se puso de rodillas y sacó sus cosas, las extendió sobre el suelo. Deila se echó a reír.
—¿Qué ocurre, mi señora?
—Tendré que hacerte algo de ropa. Esa abertura trasera del saco es algo perturbadora…
El brujo se agarró la abertura lo mejor que pudo, respetuoso, tratando de mantener los dos
lados unidos.
La muchacha le trajo todo lo que recuperó de la silla de su caballo y también lo puso allí. El
hombre tocaba y observaba los objetos como si fuera la primera vez que los veía.
—Sigues sin recordar…
—Sí, mi señora.
—Bueno, pues recojamos y te prepararé una infusión contra las inflamaciones en cuanto te
cambie el vendaje. Dale tiempo a tu cabeza a curarse, no desesperes. Y vuelve a la cama. Es
importante que guardes reposo.
Mientras ella preparaba la infusión, Eniel apareció por la puerta, aún abierta. Pareció
sorprendido al ver al brujo despierto.
—Buenos días. ¿Todo bien por aquí, Deila?
—Hola, Eniel. Sí, mi paciente ha despertado, pero no recuerda ni quién es.
El elfo levantó las cejas, sorprendido. El brujo y él se miraron, evaluándose. Luego carraspeó.
—¿Puedes venir un momento? —Le dijo a la muchacha.
Ella puso cara de fastidio, pero acudió.
—No estoy tranquilo. No, Deila—dijo cuando ella abrió la boca para protestar, silenciándola. —
Es un extraño. Un hombre adulto. Y para colmo un brujo. No estoy tranquilo.
—Puedes estarlo—dijo el brujo desde la cama, que le había oído perfectamente a pesar de la
distancia y la voz baja del otro—. Quiero decir que no voy a hacerle daño. En ningún sentido.
Tienes mi palabra.
—Y yo me aseguraré de ello, descuida —le respondió Eniel, aún desconfiado. —Te he traído
grano para el caballo, está en el establo. ¿Quieres que me quede?
—Haz como gustes, pero estoy bien a salvo. El brujo, además de ser educado, está débil como
un gatito. No es una amenaza, Eniel, deja de exagerar.
—Está bien.
Luego le dio un ligero beso en la mejilla a Deila y se marchó.
—Es muy considerado contigo ese elfo, mi señora —observó el brujo.
—Es como un hermano para mí. No sé qué haría sin él. Y ahora, vamos a cambiar la venda.
Deila observó la herida con detenimiento. Estaba mejor. No se había infectado y no supuraba,
los puntos sujetaban bien el corte en vías de cicatrización. Se curaba rápido. Volvió a ponerle
el líquido ambarino por encima y vendó de nuevo su cabeza.
—Ahora bébete esto y luego duerme un rato.
Y él la obedeció sin rechistar.
Deila le despertó cuando empezaba a atardecer. La mesa estaba dispuesta, asado con patatas
en los dos platos, media hogaza de pan recién hecho y la inevitable jarra de agua.
—Vamos, brujo. Tienes que comer —le dijo disponiéndose a levantarlo. —¿Necesitas ayuda o
puedes tú solo?
—Creo que puedo.
A pesar de los pasos vacilantes, llegó a la mesa sin novedad. Deila ocupó su silla y
comenzaron a comer en silencio.
—Sois muy reservados los brujos. No os gusta mucho hablar.
Él levantó la vista y la miró, dejando el tenedor a medio camino del plato a su boca.
—¿Acaso conoces a algún otro, mi señora?
—Hace mucho tiempo, uno de tus compañeros me salvó de un leshy.
El brujo levantó las cejas.
—¿Un leshy? Un milagro que vivieras para contarlo, a pesar de haber un brujo allí.
—Será cosa del destino.
—¿Quién era el brujo, mi señora? —dijo llevando el tenedor a su boca al fin.
—Un tal Eskel.
—Ahá.
—Le conoces, supongo.
—Todos nos conocemos.
—Parecía muy ágil y diestro, muy profesional. Aunque…
Ahora el hombre frunció el ceño.
—Aunque, ¿qué?
—Me asustaba tanto como el monstruo. No fue nada amable conmigo.
—Estaría enfadado por tu imprudencia, mi señora —dijo con un amago de sonrisa.
Cuando acabaron de comer, recoger y lavar los utensilios, Deila sacó un gran retal de tela
oscura y la dispuso sobre la mesa. También un costurero. Extendió la tela y puso una tiza
encima. Luego cogió un cordón y se acercó con él al brujo.
—Voy a hacerte unos pantalones cómodos, sencillos. Estás ridículo con ese saco deambulando
por aquí, cumplió su función, pero ya no es suficiente. Ponte de pie, te tomaré medidas.
—¿No eres demasiado joven para ser modista, mi señora?
—Otra vez hablas como mi hermano, brujo. Creo que nunca os presentaré.
El brujo sonrió.
—¿Dónde está él?
—Lejos. En Caingorn —dijo mientras envolvía la cintura del hombre con el cordón. Con un
dedo sujetó el punto donde el extremo se encontró con el resto del cordel.
—Ah. ¿Y tus padres?
—Murieron, mi señor.
Deila extendió el trozo en la tela y marcó una línea con la tiza.
—Lo siento.
Ella se encogió de hombros mientras volvía hacia él. Puso el cordón en su cintura.
—Sujétalo fuerte —le pidió.
Él lo hizo y ella extendió el resto hacia el suelo, agachándose. Sujeto la medida y volvió al
retal. Marcó otra línea. Luego tomó medidas del tiro, el ancho de pierna, de rodilla y de
caderas. Una vez hechos los patrones del delantero y trasero del futuro pantalón, cortó la tela
a un dedo de las marcas. Luego fijó con alfileres las dos partes y enhebró la aguja.
—¿Dónde está mi caballo?
—Está en mi establo, no te preocupes. Todo el establo para él, lleno de heno limpio y fresco y
con un montón grano que me ha traído Eniel, pues yo no tenía.
—¿No tienes caballo?
—Tuve uno, pero hace unos meses murió. No he vuelto a comprar otro.
La aguja entraba y salía de la tela velozmente, dejando a su paso unas puntadas regulares y
fuertes.
La tarde fue discurriendo lentamente mientras Delia cosía y charlaba con su paciente.
Finalmente, los pantalones estuvieron terminados.
—Póntelos, brujo.
El hombre así lo hizo. Se dio la vuelta y ajustó los cordones de su bragueta, atándolos en la
cintura y se quitó el saco.
—Muy profesional —dijo, admirando el trabajo de la muchacha.
—¿Qué creías? —rió ella—. Si te dejas llevar por las apariencias, es que eres un brujo tonto de
capirote.
—A veces tiendo a ser un brujo tonto de capirote, mi señora. Gracias.
—De nada. Voy a hacer la cena y luego a dormir, estoy cansada—dijo bostezando.

CAPITULO 3

El brujo se despertó por el ruido del agua. Abrió los ojos y la vio derramando un cubo en una
bañera de madera, mientras los vapores se elevaban a su alrededor. Deila comprobó la
temperatura con el dorso de la mano y pareció satisfecha. Entonces le miró y sonrió.
—Bienvenido al mundo de nuevo, brujo. Este baño es para ti. He decidido que no estoy
dispuesta a soportar por más tiempo ese extraño olor que desprendes, así que a adentro.
Vamos, no voy a mirarte.
El brujo se incorporó y se dejó ayudar por la curandera. Junto a la bañera, se quitó
impúdicamente los pantalones y luego introdujo un pie primero y después el otro y se sentó.
Deila le retiro el vendaje de la cabeza y estudió la herida.
—Te lavaré la cabeza, primero, y luego continuas tú. La herida se mojará inevitablemente,
pero ya la secaré bien después. Inclínate hacia delante y cierra los ojos, por favor.
Con un cuenco, empezó a tirar agua sobre la cabeza del brujo. Cuando estuvo empapada,
frotó el jabón sobre su cabello hasta que apareció suficiente espuma, entonces lo dejó en el
suelo y comenzó a frotar suavemente. Notó cómo el hombre se relajaba bajo sus dedos. Le
masajeó durante un rato, satisfecha. Cuando le pareció suficiente, volvió a llenar el cuenco y
aclaró el jabón abundantemente, luego empujó con cuidado su cabeza hacia atrás y peinó con
los dedos el blanco cabello, para apartarlo de su rostro.
—Ya está. Ahora continúa tú. Cuando termines, ahí tienes la toalla —le dijo.
—Gracias, mi señora. ¿Me pasas el jabón? No puedo cogerlo.
—Cierto, brujo, lo dejé en el suelo —admitió ella recogiéndolo y tendiéndoselo.
——Geralt… Me llamo Geralt. Geralt de Rivia…
Deila le miró a los ojos, sorprendida, la pastilla de jabón aguardaba en su mano tendida a ser
recogida por el no menos asombrado brujo.
—Bonito nombre. Vaya, Geralt de Rivia, parece que realmente mejoras. Me alegro.
El brujo cogió por fin el jabón de su mano. Ella recogió la ropa de cuero del brujo y salió sin
decir nada más.
Cuando Geralt se hubo aseado, salió de la bañera y tomó la toalla para secarse. Miró con
curiosidad los rizos de algodón de la ropa, maravillado ante su tacto suave. Era un artículo de
lujo, solamente poseían toallas las gentes muy pudientes. Volvió a sentirse extrañado.
Desnudo, pero con la toalla rodeando sus caderas, se acercó a la cama y se agachó junto a
esta, sacó un cofrecillo y rebuscó hasta encontrar una redoma con un sello verde. La tomó uno
y miró el líquido que contenía. Deila apareció entonces por la puerta, llevando la ropa de cuero
negro del brujo, ahora limpia, en su brazo.
—¿Qué estás haciendo, Geralt?
—Tengo que tomarme este elixir. Me acuerdo de que lo tomaba cuando estaba herido.
—¿Por qué, qué es lo que hace?
—Supongo que me ayudará a curarme, mi señora.
Ella levantó una ceja, incrédula, mientras el brujo destapaba el frasquito y lo llevaba a su
boca, vaciando su contenido. Guardó el frasco vacío donde lo encontró y esperó sin moverse,
de rodillas, sobre el suelo de madera. El brujo se equivocaba.
Cayó de lado sobre el suelo, inconsciente, y comenzó a revolverse. Deila se arrodilló a su lado,
asustada.
—¿Té te pasa, brujo? ¡Geralt!
No podía levantarlo, no sabía qué le pasaba, ni qué hacer. Luego él comenzó a hablar
incoherentemente, cosas sin sentido, durante mucho rato. Deila estaba asustadísima. Blasfemó
como un elfo, como un elfo sumamente grosero, del mismo pánico.
Y, justo en ese momento, llegó Eniel. Abrió la puerta de golpe, alarmado al haber oído las
blasfemias de la curandera a medida que se acercaba a su puerta.
—¿Qué ocurre, Deila?
—Ha tomado algo, un elixir de brujos, no sé qué hacer… ¡Mírale!
—Vamos a subirlo a la cama.
Entre los dos lo izaron. Estaba frío al tacto, ella lo arropó con la manta. El brujo gritaba, se
quejaba, hablaba incoherencias… y luego calló de golpe. Su respiración se hizo lenta, sus
latidos se ralentizaron.
Deila estaba blanca como una sábana y aún más asustada.
—Se me muere, Eniel. ¡Se me muere! ¿Qué demonios ha tomado, veneno? ¡Si no recuerda
nada, cómo demonios se le ocurrió beber eso! Voy a ponerle otra manta, está frío como la
tumba… ¡Maldita sea!
—Deila —el elfo la cogió por los hombros—. Tranquilízate. Es un brujo y ha tomado un elixir de
brujo. No creo que le mate.
—Pero si apenas respira… ¿acaso no lo ves? Su corazón apenas late… —dijo, mientras sus ojos
se llenaban de lágrimas.
Eniel la abrazó y acarició su cabeza. La muchacha sollozó.
—Tuve que haberlo impedido, pero me quedé ahí quieta como una idiota, y ahora se muere…
Eniel besó su frente, su mano seguía acariciando su cabeza, en un intento de calmarla.
—Tranquila, pequeña. Respira, respira hondo. Tú no tienes la culpa. Cálmate. Respira… Así,
muy bien. ¿Estás mejor?
Ella asintió contra su hombro. Dejó de sollozar. Eniel aflojó su abrazo y ella se sentó en la
cama, junto al brujo. Puso sus dedos en su yugular, los retiró y miró a Eniel, resignada.
—Su pulso es muy débil. No puedo hacer nada, no me atrevo a darle nada, no sé si
empeoraría las cosas. Sólo queda esperar… y rezar.
Era ya de noche cuando el brujo se movió un poco. Eniel se había marchado no hacía mucho,
quiso quedarse, pero ella lo impidió. Deila se inclinó hacia él y puso sus dedos sobre su
yugular, pero, al momento, la mano del brujo emergió como un rayo entre las mantas y
aprisionó su muñeca. Ella se asustó, el movimiento había sido muy rápido, instintivo.
—Geralt, soy yo, Deila. Suéltame, me haces daño.
Él abrió los ojos y la miró. La liberó y dejó caer el brazo.
—Perdona, yo… Tengo sed…
—Voy a darte agua, aunque desearía darte de palos, en vez de agua. ¿Sabes el susto que me
has dado? Creí que te morías. De verdad creí que te morías, brujo inconsciente.
El brujo, inesperadamente, rió bajito. Ella se enfadó más.
—Me recuerdas a… Nenneke —ciertamente, recordó a la sanadora y su talante. Y le pareció
gracioso oírla a través de los labios de la muchacha.
—Pues buen criterio tendrá esa Nenneke y bien conocerá tu poco seso, si te la recuerdo.
—Es sacerdotisa del santuario de Melitele, en Ellander. Una gran sanadora.
Deila sintió una punzada de celos. Se levantó y fue a por el agua. Regresó y se lo ofreció, él
bebió con avidez.
—He escondido tu maldito cofre. No vas a tomar nada más hasta que tu memoria esté
restablecida, tendrás que confiar en mi habilidad como curandera. No voy a pasar por lo que
he pasado hoy de nuevo, te lo aseguro.
El brujo cogió su mano y la obligó a sentarse en la cama. Se incorporó, mirándola a los ojos.
Sus manos envolvieron la de la muchacha, la acariciaron con suavidad.
—Siento haberte preocupado tanto. Lo siento, Deila.
La muchacha asintió, turbada. Desvió la mirada y retiró su mano de entre las suyas y se
levantó. Sentía aún el cosquilleo en su piel, echaba de menos el calor de sus manos en la suya
mientras hacía la cena. Maldijo la debilidad que empezaba a sentir por él.
Cenaron en silencio. El fuego crepitaba, lamiendo los troncos que ardían alegremente en el
hogar. Ella, inconscientemente, se sorprendía de cuando en cuando mirándole fijamente y
retiraba deprisa la mirada. Él también se dio cuenta, pero lo disimuló.

Al día siguiente, cuando despertó, la cama estaba vacía. Se incorporó rápidamente,


buscándole. Se tranquilizó cuando vio su ropa de brujo sobre la silla en que ella la dejara el día
antes, pues por un momento había creído que se había marchado. Luego reparó en el sonido
del hacha y se levantó como un resorte.
—Geralt, pero ¿qué demonios haces partiendo leña? ¿Te has vuelto loco?
—Me encuentro muy bien, Deila. Estoy bien.
—Tienes una fisura en el cráneo, te recuerdo.
—Mi fisura está curada, te lo garantizo.
—¡Y un cuerno! Entra y deja eso. Ayer no te vendé la herida con todo el revuelo que formaste.
Geralt dejó el hacha y la acompañó, obediente. Una vez dentro, se sentó en una silla.
Deila le rodeó y abrió su cabello para ver la herida. No pudo creer lo que vio.
La herida estaba cerrada, una cicatriz ribeteada por los puntos. El mordisco del muslo también
estaba curado, según él. El asombro casi no le dejaba articular palabra.
—No… no puedo… creerlo. ¿Cómo es posible?
—Recetas de brujos, mi señora.
—Ya veo… Bueno, ahora habrá que quitar esos ridículos puntos que sujetan una cicatriz
cerrada por completo. Necesito mis pinzas y las tijeras.
El brujo aguantó estoicamente los tirones de la muchacha al quitarle las suturas, luego ella
recogió el material y lo guardó.
—Voy a ponerle grano a tu caballo. Ahí tienes tu ropa de brujo, limpia y seca, por si prefieres
vestirla.
—Gracias, mi señora. De momento, prefiero la camisa y los pantalones nuevos que visto.
Ella sonrió, complacida.
Deila entró en el establo, el caballo relinchó bajito. Se encaminó al saco que descansaba en un
rincón y cogió el balde para llenar de grano el comedero.
En ese momento, dos hombres entraron. Deila los miró sorprendida. Parecían dos rufianes de
poca monta, sonreían enseñando sus mellas.
—Bueno, bueno, bueno —dijo uno de ellos, el que peor aspecto tenía. — Qué tenemos aquí, la
belleza de Gynvael, ni más ni menos… Y sola.
—¿Qué queréis? —les pregunto ella con voz dura, helada.
—Vamos a llevarte a la ciudadela, pero antes… Podemos divertirnos un ratito.
—Don Robert nos advirtió que no la tocáramos —dijo el otro.
—Ya, pero no es necesario desflorarla teniendo ese precioso culito, ¿verdad?
El hombre se abalanzó sobre ella, derribándola. Deila gritó y empezó a patalear, a pegarle, a
arañarle.
—¡Sujétala, idiota, antes de que me saque un ojo!
El otro hombre inmovilizó los brazos de la muchacha, mientras el primero sacaba un cuchillo
de su flanco y cortaba los cordones de su corsé. Rasgó su vestido, desnudando sus senos
llenos y redondos, mientras frotaba su entrepierna en los muslos de la curandera. Entonces
empezó a recorrer su cuerpo con una mano torpe, la otra bajaba sus enaguas de forma
brusca. El hombre que la sujetaba reía tontamente, excitado.
De nada servían los pataleos de la muchacha, pues el peso del rufián inmovilizaba en gran
medida sus intentos de zafarse. Se desesperó. Estaba indefensa, a su merced. Le apretó los
pechos dolorosamente y ella sintió crecer un pánico primigenio en su interior, comenzó a
llorar, a gritar, a aullar de impotencia y de dolor.
—Ven aquí, zorrita. Ya es hora de que sepas lo que es un hombre…
El rufián sintió el frío filo de una espada contra su cuello.
—Sacadle las manos de encima a la señorita. Ya.
Los dos hombres la soltaron en el acto. Deila se arrastró a un rincón, donde se acurrucó
intentando recomponer con las manos la pechera rasgada de su vestido.
—Fuera —siseó el brujo.
Sin decir ni una palabra, los dos hombres salieron del establo como alma que lleva el diablo.
Geralt los vio desaparecer por el bosque, pero permaneció unos momentos allí de pie,
vigilante. Luego se acercó a la muchacha, que temblaba violentamente y sollozaba, guardó su
espada a su espalda y la levantó en brazos.
Entró con ella a la cabaña y se sentó en una silla, con la muchacha en su regazo, frente a las
brasas del hogar. Deila lloraba quedamente ahora, turbada, avergonzada, acurrucada contra
su pecho y rodeada por sus brazos protectores. Geralt comenzó a acariciar su pelo, quitando la
paja prendida en este con delicadeza, calmándola, hasta dejarlo limpio. Acarició suavemente
su nuca y su espalda, y la curandera, poco a poco, se fue tranquilizando y su llanto cesó. Se
quedó adormilada contra su pecho, relajada ahora, sintiéndose a salvo entre sus brazos. Podía
oler el aroma del jabón de baño en su piel, en su cabello, el peso de su cabeza apoyada contra
la suya. Sintió el deseo de alzar los brazos y enredar sus dedos en el blanco cabello de su
nuca.
—Geralt... No le digas…no le digas a Eniel lo que ha pasado, por favor.
—¿Conocías a esos hombres?
—No.
De nuevo silencio. La mano del brujo subía y bajaba por su espalda.
—Geralt…
—Mmm?
—Gracias.
—No hay de qué.
La mano del hombre cambió de rumbo y volvió a la catarata dorada, acariciándola desde la
cabeza hasta la punta.
—Geralt…
—¿Si?
—Me gusta que me acaricies.
Deila alzó la cabeza y le miró a los ojos. Luego su mirada resbaló a sus labios. Estaban muy
cerca. Sólo con adelantarse un poco hubiera podido besarle. Por un momento, pareció que el
brujo iba a hacerlo, pero la besó en la frente y se levantó con ella en brazos. La llevó a la
cama, le quitó las botas con delicadeza y la arropó.
—Duerme, Deila. Duerme un rato.
Ella durmió hasta el atardecer.
Cuando se despertó preparó la bañera para ella. Necesitaba lavarse, quitar de su piel la
humillante huella de aquél rufián. El brujo no estaba.
Se introdujo en el agua caliente y apoyó la cabeza contra la bañera, intentando relajarse.
Cerró los ojos agradablemente, el agua actuaba como un bálsamo en sus alterados nervios.
Pensó en él. Agradeció su presencia, su protección. Una sensación cálida la envolvió al evocar
la imagen de estar entre sus brazos, de sus caricias reconfortantes, de su beso en la frente.
Una oleada de un sentimiento desconocido la inundo, fuerte, contundente. Se sintió bien, el
recuerdo de la agresión se diluyó ante esa nueva sensación que la embargaba. Ni siquiera
intentó luchar contra esta, se dejó llevar dócilmente.
Se desperezó y se lavó por fin, pues el bienestar se esfumaba a medida que el agua se iba
enfriando. Terminó y se puso de pie, chorreando agua. Sacó un pie de la bañera, y la puerta
se abrió. El brujo estaba allí, mirándola. Ella se quedó inmóvil por un momento, mirándole
también. Ambos parecían congelados. Poco a poco, ella tomó la toalla y se envolvió en esta,
sin apartar la mirada del brujo, quien pareció salir de pronto de su estado hipnótico y volvió a
salir, cerrando la puerta tras de sí.
Una parte de ella aulló en negación cuando se fue.
La mañana siguiente se despertó muy temprano y contempló al brujo durmiendo en el suelo,
en las mantas que ella usara los días previos. No había ya razón para permitir que ella
durmiera en el suelo, y no lo permitió. Estaba boca arriba, sus cabellos blancos descansaban
en abanico alrededor de su cabeza, la manta rodeaba su cintura dejando su torso al
descubierto. Sintió el impulso de tenderse junto a él, de abrazarle y hundir sus dedos en su
blanco cabello. Pero no se atrevió. Se levantó e hizo el desayuno. Más tarde, cuando él
despertó, hablaron muy poco.
Por la tarde, Deila quiso bajar a la ciudad, Gynvael, a por varios artículos que andaban
escasos. Geralt se ofreció a llevarla en Sardinilla, su caballo. Ella aceptó.
El mercado de Gynvael era famoso por esos lares. Comerciantes de todo Kovir se daban cita
los jueves en la Plaza de Greyden, donde se congregaba un laberinto de puestos ambulantes
con productos de todos los Reinos de Norte.
Deila, montada a la trasera de Geralt, indicó al brujo un establo donde conducir a Sardinilla,
pues no faltaban en tales aglomeraciones pícaros aficionados a quedarse con lo ajeno,
incluidos los caballos dejados en cualquier poste.
— ¡Alabados sean los dioses, señorita curandera! — dijo el caballerizo, un hombre al que le
faltaban la mitad de los dientes, mientras ambos desmontaban.
— Alabados sean, Zuan. Me preguntaba si nos guardarías el caballo mientras voy a unos
recados…
— Ya lo creo, y ni un real he de cobraile a vuesa merced. Pos no me se ha de olvidar que cura
a mi hijo le disteis, señorita curandera. Vaya, vaya tranquila a esos mandaos, que yo le guardo
el caballo y hasta grano le daré.
— Muchísimas gracias, Zuan. Vamos, Geralt.
El mercado era un mar de cuerpos moviéndose como tortugas, tenderetes de telas de vivos
colores y bullicio, gritos de los vendedores y de algunas mujeres peleándose por las tandas,
los géneros o simples ganas de bulla. El brujo dudó un momento si sumergirse en aquella
locura o no; Deila tomó su mano, riéndose de sus reservas, y lo arrastró con ella por los
pasillos atestados.
Compró un montón de cosas, desde comestibles a gruesa tela de paño de varios colores,
soportando empujones, vigilando la bolsa del dinero, sudando al sol que caía en la plaza.
Geralt cargaba con las mercancías, agobiado y con unas enormes ganas de acabar de una vez.
No sabía por qué, pero esa ciudad le ponía de mal humor.
Deila se detuvo ante dos muchachas con poca pero vistosa ropa que terminaban un número
circense con antorchas encendidas. Unas pocas monedas tintinearon al caer dentro de una
redoma de metal ya muy maltrecha.
— Hola, Deila— la saludaron, mientras apagaban los fuegos en el suelo.
Luego dejaron caer las antorchas y se acercaron a ellos, el corro de gente comenzó a desfilar a
paso de tortuga.
— Azuan, Illea, os presento a Geralt.
El brujo se inclinó un poco a modo de saludo, intentando disimular el fastidio que sentía por
aquella parada cuando estaba deseando salir de aquel maldito mercado. Ellas se acercaron al
brujo y le plantaron un beso en cada mejilla, dejándole pasmado. Luego centraron su atención
en la curandera.
— Ándate con cuidado, Deila. No te quieren bien por aquí, y no me refiero a los aldeanos… Ya
me entiendes. Hay rumores, protégete. Quédate en el bosque con ese elfo tuyo. —dijo Azuan.
— Gracias, precisamente, a los aldeanos, que tienen en gran estima los servicios que les
prestas, no han tomado mayores medidas contra ti anteriormente— añadió Illea—. Si lo
hicieran, la turba hubiera sido capaz de quemar el castillo con su señor dentro, y lo sabía. Pero
están lanzando rumores acerca de ti…y el brujo. Intenta rebajarte a los ojos de la gente. Ten
cuidado, Deila.
—Gracias por el aviso, amigas. Debemos irnos ya. Hasta la vista— se despidió la curandera.
— Adiós, Deila, adiós, Geralt— respondieron ellas. Geralt soportó otro par de besos de las
muchachas.
Se mezclaron de nuevo en la marea humana, lenta, desquiciante, pestilente.
— ¿Qué es lo que ocurre, Deila? — preguntó el brujo acercándose a su oreja, para hacerse oír
por encima de los gritos de los mercaderes. — ¿Quién te quiere mal?
— Te lo explicaré, brujo, pero no aquí. Vamos, la salida de la plaza está cerca. Y, si eres capaz
de cambiar inmediatamente esa expresión de fastidio, te invitaré a una cerveza fresca en la
taberna.
Geralt cambió inmediatamente la expresión de fastidio, deseando trasegar cualquier cosa que
refrescara su reseca garganta.

Bastante avanzados ya en el trayecto hacia la cabaña, Deila vio humo por encima de los
árboles. Una sensación de desasosiego la embargó.
— Geralt, veo humo… ¿Pudieras, tal vez, azuzar a Sardinilla?
El brujo miró al cielo y no le gustó lo que vio.
— Puedo— dijo escuetamente mientras golpeaba los flancos del caballo con sus talones.
Al acercarse a la cabaña, ésta ardía por una esquina, mientras tres elfos del bosque luchaban
contra las llamas con cubos de agua y ramas. El brujo saltó del caballo y se acercó a la casa.
Las llamas aún no habían alcanzado un tamaño preocupante.
— Apartaos de aquí —les dijo a los elfos.
Geralt trazó con su mano derecha la Señal de Aard, y al momento un viento fortísimo asfixió
las llamas. Los restos fueron apagados con agua por los elfos del bosque.
— Gracias, Eniel —dijo estampando un beso en la mejilla del elfo.
Luego se volvió hacia dos elfas, una de cabellos negros y otra de cabellos tan blancos como
los del brujo.
— Y gracias a vosotras, Wiel, Inia… ¿Qué ha ocurrido?
— Un sabotaje, sin duda— dijo el elfo—. Ha sido el destino que justo nos pasáramos en busca
de tus conocimientos. Un solo jinete vimos salir a la desbandada, sospechosamente. Y luego,
el humo…
— Sabían que no estabas en la cabaña, mi señora— dijo el brujo—. Luego te vigilan.
— Eso ya lo sé— dijo Deila—. Pero nunca antes se habían atrevido a actuar más allá de las
amenazas…
— Se impacienta. Sabe que el brujo está aquí, por eso se ha vuelto osado. Teme… teme lo
que tú ya sabes. Tendrás que someterte al señor, Deila— dijo Wiel, la elfa del pelo blanco— O
pedir ayuda. No tienes porqué pasar por ello, si tú quisieras…
— Pero no quiero, Wiel. No quiero y punto. Ni lo uno ni lo otro. Ya veremos lo que pasa.
— La verdad, no te entendemos— insistió Eniel—. Wiel tiene razón, si tu hermano se
enterase…
— Os he dicho que no. Mi hermano y yo nos peleamos, no correré ahora a humillarme
pidiendo ayuda. He de solucionar esto yo sola.
— ¿Estás loca? ¿Cómo vas a hacerlo? — se exclamó Inia, la elfa de negros cabellos.
Deila suspiró y miró a sus pies, abatida. Luego levantó la mirada hacia el brujo, que la
observaba, escuchaba y no decía nada.
— Creo que empiezo a tener una ligera idea. Y ahora, entrad. Habéis venido en busca de mi
saber, no a enmarañar mis pensamientos.
Y entró en la cabaña con pasos firmes y malhumorados.
—Ese maldito genio…—susurró Eniel mientras caminaba hacia la puerta.
Dentro de la cabaña, las elfas le explicaron los síntomas de un compañero. Ella les hizo
preguntas al respecto que ellos no supieron responder.
—Tendré que ir a verle, no puedo diagnosticar sin reunir toda la información posible. Me
llevaré algunos remedios, pero necesito hablar con él para saber concretamente el que mejor
se ajusta a su dolencia.
—Bien. Esta noche hay una fiesta en el campamento, Deila. Puedes aprovechar para divertirte
un rato.
—¡Me encantaría! —dijo poniéndose en pie y comenzando a preparar las cosas. —¿Te vienes,
brujo?
—Si no hay objeciones sí, mi señora.
Eniel lo meditó un momento.
—Está bien, puedes venir.

Sólo los elfos sabían construir así, aunque fueran simples casas de madera y ramas. El poblado
élfico parecía de cuento de hadas. Cuando llegaron, unos niños abordaron a la muchacha,
saltando y riendo, y atropellándose unos a otros tratando de explicarle que habría una fiesta.
Deila, para satisfacción de los pequeños, se hizo la sorprendida y lanzó exclamaciones de
júbilo.
Sin embargo, el brujo recibió miradas hostiles.
Wiel señaló la cabaña del enfermo a Deila, mientras ellos dos se sentaban sobre un tronco
seco de considerables proporciones.
—Ahora vuelvo, Geralt.
Eniel alzó las cejas, alarmado, al oír el nombre con el cual la muchacha se había dirigido al
brujo.
— ¿Geralt? ¿Geralt de Rivia? ¿El Lobo Blanco?
El brujo suspiró.
—Sí.
Eniel se levantó, maldiciendo en élfico, y corrió en pos de Deila, que ya había entrado en la
cabaña con Wiel.
— ¡Como se entere tu hermano, es capaz de presentarse aquí con un ejército! ¡A mí me
cortará la cabeza, pero a ti te encerrará en la torre más alta y tirará la llave! —le gritó, aún en
su idioma, tan alterado estaba.
— ¿De qué hablas, Eniel? ¿Qué te pasa?
— ¿Sabes quién es ese hombre, Deila? ¿Sabes a quién has metido en tu casa? ¡Es el Carnicero
de Blaviken!
— ¿Tenía una carnicería en Blaviken? Qué bien – se mofó ella. — Cálmate, Eniel. Ya me
gustaría a mí saber qué fue lo que pasó realmente allí, porque no se comporta como un
hombre peligroso en absoluto. Y ya conoces a la gente. Vamos, déjame trabajar y no me
hables más del tema.
—Pero…
—Tema zanjado he dicho, Eniel.
El elfo salió de la cabaña muy enfadado y no volvió junto a Geralt. Se perdió por el poblado.
Mientras Delia atendía a su paciente, las mujeres elfas pusieron sobre las largas mesas, que
habían montado los hombres, platos llenos de viandas y vasos junto a un tonel de cerveza. Los
músicos se prepararon y pronto comenzaron a tocar.
Cuando la curandera salió, los niños la asaltaron para ponerle una bonita corona de flores,
igual a las que llevaban en su cabeza las elfas jóvenes.
Se acercó al brujo.
—Ven, Geralt, vamos a comer algo.
Los elfos comían y bebían, algunos bailaban. Deila saludaba aquí y allá, pero no se movió del
lado del brujo. Ambos se sirvieron y dieron cuenta con rapidez de la comida, y bebieron la
cerveza amarga de los elfos. Luego, los niños se llevaron a la curandera a bailar. Había caído
ya la noche, y el poblado se iluminó con decenas de farolillos de colores, festivos y alegres,
que hacían las delicias de pequeños y adultos. La música de los elfos era deliciosa en la noche
de verano, y Deila bailaba, pasando de mano en mano, mientras Eniel, que por fin había
aparecido, la miraba desde la pared en la que se apoyaba con los brazos cruzados.
Geralt vio que la muchacha se acercó bailando a Eniel.
—Baila conmigo—le dijo.
El elfo ni se inmutó, la miraba enfadado.
—Vamos, Eniel, baila. No te enfades conmigo, sabes que no puedo soportarlo.
Deila le dio un rápido beso en la mejilla, agarró su mano y lo arrastró al claro. El elfo se dio
por vencido y bailó, pero no sonrió ni una vez.
Geralt la miraba saltar, girar, moverse al ritmo de la música, reír divertida; admiró su gracia
innata desde el tronco en el que estaba sentado. La muchacha rebosaba vida por todos sus
poros. Poseía una pasión por todo lo que hacía que contagiaba, porque disfrutaba hasta de lo
más nimio. Envidió esa pasión. “Es por su extrema juventud”, se dijo. Dio un largo trago a su
cerveza.
Deila apareció de repente frente a él.
—Baila.
Sonó como una orden.
—Yo no bailo, mi señora —se negó él.
— ¿No? ¿Vas a negarme la única cosa que te he pedido?
El brujo la miró y bufó.
— ¿Estás chantajeándome, mi señora?
—Un poco, creo.
Geralt soltó una carcajada ante el descaro de la muchacha.
—Está bien, Deila, bailaré contigo.
Ella lo tomó de la mano y lo arrastró al claro. Comenzaron a moverse en sincronía. Hacía años
que el brujo no bailaba, pero sabía hacerlo, para sorpresa de Deila.
El cabello de la muchacha flotaba a su alrededor a cada salto, sus pechos firmes subían y
bajaban sensualmente, la falda de su vestido se ahuecaba. Sus ojos no se separaban de los
del brujo, sonriéndole casi provocativamente. Geralt se sentía atraído, sin poderlo evitar, por el
magnetismo que irradiaba la curandera. Sí, le atraía como una polilla a la luz, y eso le turbaba.
Porque era casi una niña.
Finalmente, la pieza terminó. Ella sudaba y bufaba, cansada. Se sentaron en el tronco.
—Bailas muy bien, brujo.
—Gracias, mi señora. Tú también.
La gente empezaba a estar fatigada y todo el mundo comenzó a buscar asiento al callar la
música. Entonces, los elfos empezaron a dar palmas, nombrando a Delia y a Eniel. El pueblo
entero se sumó al reclamo. Los niños la vinieron a buscar y se la llevaron, tirando de ella,
repitiendo en élfico una palabra: cantar.
Luego fueron a buscar a Eniel. Los elfos comenzaron a aplaudir y vitorear cuando estuvieron
los dos reunidos junto a los músicos, y estos se prepararon para tocar.
El dulce sonido de una flauta se elevó en el aire, rasgando la noche con una melodía
melancólica. Pronto la acompañaron los demás instrumentos, y, finalmente, Eniel y Deila
cantaron. La canción era tranquila y lenta, las voces de la pareja se entrelazaban en diferentes
tonos complementándose, creando una unión hermosa que hacía estremecer. Sus voces eran
potentes y claras, dulces y sensuales, hipnóticas. Era una canción de desamor, de letra
desgarradora en élfico. La pareja no sólo cantaba, sus expresiones y sus gestos hacían que
interpretaran la canción como si en realidad fueran la pareja protagonista. La gente les miraba
embelesada, sin pestañear. Geralt se encontró preso también, de su magia.
Durante la canción, los ojos de Deila buscaron los del brujo en más de una ocasión, y sus
miradas se encontraron. Le inundó una sensación cálida, Delia estaba bellísima a la luz de los
farolillos. Sintió ganas de estrecharla contra su pecho. Entonces desvió la mirada y sacudió la
cabeza, saliendo del trance.
Cuando terminó la canción, la noche quedó en silencio por unos momentos, y Geralt vio que
Deila se limpiaba una lágrima. Luego estallaron los aplausos, atronadores. El brujo también
aplaudió, cada vez más preocupado.
Era ya muy tarde. Deila se despidió de los elfos y se acercó a Eniel.
—Es hora de que me vaya, Eniel. No hace falta que me acompañes, el brujo será suficiente
escolta. Y no te enfades conmigo, mi precioso elfo: confía en mí.
—Yo sólo quiero protegerte, Delia. Todo esto me tiene muy preocupado.
—Lo sé, Eniel. Pero no tienes por qué, te lo aseguro. Tengo buen criterio para la gente, y el
brujo es buena persona.
—Está bien, pequeña. Buenas noches.
—Buenas noches—dijo ella besando su mejilla.
Geralt esperaba a unos pasos de la pareja.
—Buenas noches, brujo. Cuida de ella.
—Siempre, elfo. Buenas noches.
CAPITULO 4

Llegaron a la cabaña sin contratiempo. Deila encendió una lámpara de aceite, echó leña al
fuego agonizante y llenó una jofaina de agua. Cogió un trapo, lo sumergió y lo escurrió; luego
empezó a lavarse los brazos despacio, el cuello, el rostro, el inicio de sus senos… El brujo la
miraba mientras se quitaba las botas.
—Geralt —dijo ella—, Eniel me ha dicho que eres el Carnicero de Blaviken. ¿Es eso cierto?
—Sí, lo es, mi señora.
—¿Qué ocurrió en Blaviken? Tu versión.
Geralt recordó al momento. Córvida. El ultimátum tridamo. Su salida de Blaviken entre piedras
que se estrellaban contra el escudo de la Señal que conjuró, lanzadas precisamente por
aquéllos idiotas a quienes había salvado de una masacre. Miró a Deila a los ojos, dolido, harto
de que su injusta leyenda le precediera allá donde iba.
— Elegí el mal menor. Por lo visto, fue una mala decisión. No debí haberme inmiscuido, al fin y
al cabo, no era mi pellejo el que estaba amenazado. ¿Por qué me preguntas eso? ¿Es que
ahora te doy miedo, Deila?
— Qué tontería… No, no me das miedo en absoluto. Ya sé cómo es la gente. Sé cómo
tergiversan las historias. Pudiera ser que las cosas no fueran como las cuentan, que no seas
culpable de lo que te acusan. ¿Eres culpable acaso, Geralt?
El brujo seguía mirándola ceñudo. Ella dejó el trapo en la jofaina, cogió una toalla y se empezó
a secar mientras se sentaba en una silla frente a él.
— ¿Qué crees tú?
Ella le miró, turbada y empezando a enrojecer sin aparente motivo. De improviso, como si
acabara de tomar una resolución, se impulsó hacia delante y besó torpemente al brujo en los
labios. Él, pillado por sorpresa, tardó unos segundos en devolverle el beso.
— Ahora ya sabes lo que creo— dijo ella al separarse, aún más turbada, sus mejillas ardiendo.
El brujo no dijo nada, la miraba sin saber muy bien cómo actuar a continuación. Ella era muy
hermosa en todos los sentidos, y le gustaba; la deseaba, pero su conciencia se impuso: era
demasiado joven. Aún no era una mujer. No debía.
Ella le miraba a los ojos, esperando una reacción que no llegaba. Entonces intentó repetir la
acción, pero el brujo, levantando los brazos y tomando sus hombros, la retuvo.
—No, Deila.
—Sé lo que piensas. Lo veo claro como si tu frente fuera de cristal. Crees que soy una niña.
Crees que no sería ético, menos tras tu promesa a Eniel.
—Y así es, mi señora.
—No, Geralt. No es así. Soy joven, pero hace mucho que no soy una niña. Y le prometiste a
Eniel que no me harías daño, que no harías nada contra mi voluntad. Pero resulta que yo
quiero. Porque, no me vergüenza decirlo, te quiero. Siento algo muy fuerte por ti, y creo que
es amor, Geralt… Nunca había sentido nada parecido…
El brujo pareció azorado y molesto.
—No sigas hablando. Mañana te despertarás y te odiarás por haberme dicho eso.
—Nunca me odiaría por decir la verdad.
—Solo hace unos pocos días que me conoces, no puedes amarme. Es tu edad, esa edad que
se deja fascinar por lo desconocido, por lo diferente, lo que te impulsa a creer que me amas.
—Deja de buscar argumentos para convencerte a ti mismo, Geralt. Yo sé muy bien lo que
siento. Y sé que tú sientes algo por mí, lo he visto. Lo he visto en tus ojos, y lo veo ahora.
—Lo que ves es a un hombre que no es de piedra. Sabes que pienso que eres muy hermosa,
porque lo eres. Cualquier hombre se sentiría atraído por ti, Delia. Pero todavía no eres una
mujer.
—Pues hazme mujer. Hazme mujer, Geralt…
Ella volvió a aproximarse al brujo. Él dudó.
“Yo y solo yo tengo la culpa de esto. La he alentado yo. ¿Buscaba una respuesta? Pues ahí la
tengo. Y ahora este brujo anticuado y obsoleto se debate entre lo que quisiera y lo que se
debe”, se dijo.
Cuando estaba ya muy cerca de su boca, volvió a rechazarla.
—No.
Fue como si le hubiera dado una bofetada. Deila pestañeó y se retiró, mientras el rubor volvía
a cubrir sus mejillas. Sus ojos revelaban su desazón.
— Perdona, sin duda… sin duda me he pasado de la raya… Me había olvidado de lo mojigato
que eres.
En ese momento la vio vulnerable, como un gorrión bajo la lluvia, como cuando la acariciaba
acurrucada en su regazo. Su seguridad se había hecho añicos. El deseo de abrazarla regresó a
él como un ciclón.
“Ahora no te pongas a llorar, por todos los Dioses”. Pensó el brujo.
Casi al momento, oyó un sollozo. Y sintió cómo su determinación se rompía en pedazos.
Deila se puso en pie, desencajada y con aspecto de no saber dónde meterse, dio dos pasos
hacia la alacena. Pero el brujo también se levantó, la cogió de la muñeca y la atrajo hacia sí de
un tirón. La curandera se encontró en sus brazos, pegada a su cuerpo, y al levantar la cabeza
halló unos labios buscando los suyos. La besó con fuerza, y Deila sintió que la boca del brujo
se abría y que su lengua le acariciaba los dientes cerrados y el interior de sus labios, y sus ojos
se abrieron de par en par, con asombro. Era su primer beso de verdad, el brujo lo supo, pero
no se detuvo. A la vez, los dedos de Geralt recorrían su espalda suavemente, enviando
escalofríos a todo su ser. Entonces, una mano viajó hasta su pecho y se ahuecó en él,
amasando su tierna carne. Deila jadeo y cerró los ojos, dejando que, por fin, su lengua entrara
en su boca.
El brujo se sintió entonces embargado por un deseo feroz.
“Ella es demasiado joven, ¿qué me está pasando? No debo… Es demasiado joven…” Pero ya
era demasiado tarde, porque había dejado de verla como a una niña.
En la cabaña, sólo el crepitar de las llamas y el suave roce de las caricias rompía el silencio; y
luego unos pasos, arrastrados, hasta la cama de la esquina. Se podía oír el sonido de los
besos, de la ropa cayendo descuidadamente al suelo, del roce de las sábanas contra dos
cuerpos.
Ella se dejó llevar por la experiencia del brujo, que la sumergió en un mundo de sensaciones
totalmente nuevo. Recorría su cuerpo con manos hábiles y tiernas, la besaba haciendo que su
piel se estremeciera, respondía a sus caricias con nuevas caricias que elevaban todavía más el
grado de su excitación. Encontró rincones que la hacían gemir de placer, y ella supo que
conocía muy bien a las mujeres. Y él se dio a ella sin pensar en sí mismo, porque era su
primera vez; se condujo siempre suave, tierno, cuidadoso. Luego, cuando se puso sobre ella
se detuvo, dudando en el momento decisivo, pero ella movió las caderas en protesta,
animándole. Cuando por fin entró en ella, Deila sintió una punzada de dolor y se revolvió,
tensa, y el brujo se inmovilizó de nuevo. Lamió su cuello, lo besó y ella se estremeció,
entonces volvió a moverse lentamente, mientras su lengua recorría suavemente la curva de su
oreja, mientras mordisqueaba su lóbulo, hasta que ya no hubo resistencia ni dolor.
El silencio quedó roto definitivamente por susurros entrecortados, suspiros y jadeos, ella se
aferraba a él y él a ella mientras el ritmo de las envestidas aumentaba, juntos, unidos en ese
momento tan íntimo con las miradas entrelazadas, las manos entrelazadas y las almas
entrelazadas. Y ambos estallaron en un éxtasis enloquecedoramente delicioso, mientras él se
derrumbaba sobre ella y ella sentía el arrebato de su semilla en su vientre.
Luego regresó la calma.
El brujo se tendió a su lado, aún jadeante, y ella le miró sabiendo que era él, que siempre
sería él, que nunca habría nadie más.
“He cometido un error”, se torturó el brujo. “Debí contenerme. Todavía no es una mujer”.
Deila rompió el silencio.
—¿Qué piensas, Geralt? ¿Ya te estás arrepintiendo? —dijo mientras acariciaba las cicatrices del
brujo con un dedo, acurrucada en su abrazo.
“Maldita muchacha… ¿Puede realmente leer mi mente?” pensó él.
—Me estaba preguntando por tus problemas, esos a los que esta tarde hacían alusión los
elfos, esos dos hombres que te atacaron, lo que te dijeron tus amigas en el mercado… todo es
parte de lo mismo, ¿no es así? —mintió él. — ¿Qué está pasando, Deila?
Ella se incorporó un poco y puso su brazo en ángulo recto sobre la almohada, apoyando en él
la cabeza.
— Yo toco unicornios, Geralt. Los unicornios se acercan a mí, e incluso dejan que les arranque
algún pelo, si lo necesito para una cura. Hablo con ellos y ellos me escuchan. El señor de
Rakverelin, el terrateniente que manda aquí en representación del rey, se enteró. Es un gran
cazador, si es que el matar animales a sangre fría puede hacerle a uno grande… Y colecciona
sus cabezas, que exhibe colgadas en el gran salón de su alcázar.
— ¿Quieres decir que intenta obligarte a ayudarle a cazar un unicornio? — le preguntó el
brujo, asombrado.
— Sí, eso pretendía. Por supuesto, siempre me he negado. Nunca me he tomado demasiado
en serio sus amenazas. Pero parece que se está impacientando…Tú estás aquí y él lo
sabe. Estallará de ira cuando se entere de que ya no le sirvo, de que actuó tarde. Ahora, el
problema ya no es tal.
— No te entiendo…
— Qué tonto eres a veces, brujo… ¿Sabes al menos la relación entre los unicornios y las
muchachas… hum… vírgenes?
El brujo asintió con la cabeza.
— Geralt, ¿te has dado cuenta de… bueno, que yo…?
— Si, Deila, me he dado cuenta —dijo estrechándola con sentimientos encontrados ante ese
detalle.
— ¡Pues eso, brujo, que ya no volveré a ver unicornios! Ahora, aunque quisiera, no puedo
ayudarle. Tendrá que meterse sus amenazas por donde le quepan.
— Un momento… ¿Acaso me has utilizado? ¿Era esto la ligera idea que tenías para librarte de
todo eso, tal como le dijiste al elfo? — se enojó el brujo.
— No, no te he utilizado. Sí, Geralt, esto era la idea. Pero no para librarme de la amenaza,
aunque es un beneficio colateral. Si mi propósito hubiera sido ése en exclusiva, me hubiera
servido cualquiera. Y eso precisamente, brujo, era lo que no estaba dispuesta a sacrificar por
el capricho de un señoritango. Es mi privilegio. Ese era mi privilegio, al que no quería
renunciar. El de todas las mujeres, Geralt, ofrecerlo en el momento en que queramos y a
quien queramos. Hoy, y no antes, he elegido; porque hoy, y no antes, he encontrado a
alguien… por quien siento … y que es digno.
El brujo fue a decir algo, pero ella le acalló depositando dos dedos sobre sus labios.
— No digas nada, no ahora. No lo estropees.
Después, retiró los dedos y acercó sus labios a la boca del brujo, y le besó.
Geralt se reafirmó en su interior. Era casi una niña, pero no hablaba como una niña, ni
pensaba como una niña… ni sentía como una niña. Definitivamente, empezó a verla como una
mujer. Su beso inocente se intensificó.
Unos golpes en la puerta les sobresaltaron, y Deila se levantó como un resorte y se puso el
vestido a una velocidad vertiginosa.
— ¡Voy! — gritó mientras se terminaba de vestir.
Abrió la puerta y se encontró cara a cara con una muchacha que se envolvía en una gruesa
capa.
— Buenas noches, Deila— saludó, algo cohibida al ver al brujo en la cama de Deila, con el
torso desnudo y las mantas alrededor de su cintura.
— Buenas noches, Nel. ¿Qué ocurre?
— ¡Ay, que mi hermana se ha puesto de parto! Mi madre me ha enviado a por ti…
— Deja que termine de arreglarme. Espera aquí.
La curandera cerró la puerta y corrió a ordenar mínimamente su cabello rizado, cogió el morral
que siempre tenía preparado y se puso una capa. Luego se acercó al brujo, que yacía en la
cama observándola.
— ¿Puedes dejarme a Sardinilla?
—Claro, cógela. ¿Quieres que te acompañe? —se ofreció.
— No, no. Seguro que va para largo. No se te ocurra esperarme despierto… Pero, por lo que
más quieras, cambia esa sábana llena de sangre…
Luego salió deprisa y cerró la puerta.

El bebé berreaba enfadado, llenando de alegría la concurrida casa. Amanecía.


Después de cortar el cordón umbilical, la curandera limpió al recién nacido con una toalla, lo
envolvió con un arrullo y lo entregó a Nel mientras volvía con la madre.
— Has sido una estupenda enfermera, Nel— le dijo a la atribulada joven, que salía ya por la
puerta para enseñar al nuevo miembro al resto de la familia.
— Bueno, esto ya está. Guarda cama hoy, y no te duermas. Vigila que no sangres mucho, si es
así, que me busquen inmediatamente.
Deila se acercó a la palangana y comenzó a lavarse los brazos. Fuera, en el comedor, se oyó
un extraño tumulto, y la puerta del dormitorio se abrió bruscamente. Dos soldados
irrumpieron, haciendo caso omiso a los gritos de protesta y empujones de la familia.
— Acompáñanos, curandera. Órdenes de Don Robert de Rakverelin.
— ¿Y si me niego? — les preguntó, altiva.
El soldado levantó el brazo y le asestó una fuerte bofetada con el revés de su mano
enguantada. Ella sintió el calor de la sangre deslizándose por su nariz, se la limpió con los
dedos y la miró con ira. Luego miró al soldado.
— Tienes suerte de que ésta no es mi casa, hijo de perra. No vuelvas a tocarme.
— ¡Ésta vez no hay cuartel, que lo entiendas! — le gritó con malos modos el soldado.
A empujones, la sacaron de la habitación. Al pasar junto a Nel, que apretaba al bebé contra su
cuerpo, Deila la miró con ojos suplicantes.
— Devuelve el caballo…
— ¡Calla y camina, mujer!
Pero Nel había entendido.

Geralt oyó relinchar a Sardinilla y estiró el cuello para mirar por la ventana frente a la que
estaba sentado, desayunando. Una figura encapuchada saltó del caballo y corrió hacia la
puerta. No le hizo falta llamar, pues el brujo la abrió antes de que levantara siquiera el puño.
— Mi señor…— dijo Nel, alterada—. Se la han llevado, los soldados del alcázar, y le pegaron,
mi señor…Me mandó a avisarle…
— ¿Se han llevado a Deila? ¿A dónde?
— Seguro que al alcázar de Rakverelin…
Geralt corrió a por su espada de acero, se escondió un puñal en la caña de la bota y salió
afuera mientras sujetaba la hebilla. Montó de un salto en Sardinilla y tomó las riendas. La
muchacha se acercó y las aferró, impidiendo su partida.
— ¡Mi señor! ¡No vaya usted solo! Debe avisar a los elfos… Los elfos, ellos saben… Por el
camino del bosque, unas cuatro millas, veréis a los vigías… Preguntad por Eniel.
— ¿Los elfos? Bastantes problemas tienen ya con la autoridad como para meterse en más, y
en el alcázar…
— ¡Hacedme caso, por los dioses! Ellos pueden ayudar mucho más de lo que creéis.
El brujo la miró a los ojos mientras reflexionaba en sus palabras. Decidió hacerle caso, y
asintió con la cabeza. La muchacha soltó las riendas y se apartó del caballo, que salió
disparado hacia el camino del bosque.
Los elfos le vieron a él antes. Geralt detuvo el caballo ante la amenaza de las flechas que le
apuntaban directamente al pecho.
— Busco a Eniel —les dijo—. Decidle que el señor de Rakverelin se ha llevado a la curandera al
alcázar.
Los elfos bajaron los arcos y uno de ellos corrió hacia la espesura. No tardó en volver,
acompañado de Eniel y las dos elfas que el brujo había visto con él la tarde anterior. Cuando
estuvieron cerca, Geralt bajó del caballo.
— Bienhallado, brujo— le saludó Eniel.
— Saludos. Vengo a por ayuda para Deila.
El elfo se crispó.
—¿Qué ha ocurrido?
—Se la han llevado a la fuerza, al alcázar.
— Al final ha ocurrido. Se lo advertimos, pero es tan terca…— dijo Wiel, la elfa de cabellos
blancos.
— No hay que esperar más —añadió Inia, moviendo sus negros cabellos en una negación—.
Avisémosle. Niedamir debe saberlo, sólo él puede pararle los pies a don Robert…
— Estoy de acuerdo. Aunque, probablemente, cuando ella sepa que le hemos avisado, nos
correrá a patadas por todo el bosque— sentenció Eniel.
— ¿Avisar a quién? ¿De qué diablos hablas? — explotó el brujo.
— De su hermano, rey de Caingorn. Deila es, en realidad, una princesa. Rebelde de la leche,
pero princesa. Niedamir de Caingorn y ella discutieron, y ella dejó el reino.
A Geralt casi se le cayó la quijada de la sorpresa. Una princesa. Ahora lo entendía todo… Así
que había desflorado a una joven princesa casadera. A él sí que iban a correrle por el bosque,
pero con espadas. La punzada de arrepentimiento se intensificó, sin duda la había perjudicado
con su falta de control.
— ¿Y estáis seguros de que acudirá, si ni siquiera se hablan? — desconfió el brujo.
— Pues claro. Es su única hermana, y la adora. Y con gusto le dará de patadas en el culo a
don Robert; por lo que sé, le cae fatal— se rió Wiel.
— Vamos, escribidle unas líneas y mandar un pájaro— les apremió el hermoso elfo.
— No llegará a tiempo— afirmó Geralt.
— Su castillo está muy cerca. Ya no vive en la capital, se mudó con su corte para estar más
cerca de ella, para que las noticias fueran frescas. Como estamos en la misma frontera, el rey
Niedamir sabrá lo que ocurre en diez minutos, si enviamos al halcón. El rey puede alcanzar el
alcázar en un tiempo sorprendentemente rápido— apuntó Wiel.
El brujo volvió a montar en Sardinilla, estiró de las riendas y el caballo giró hasta encarar el
camino en dirección contraria.
— Sea como fuere, no le esperaré. Me adelanto, por lo que pueda estar pasando en el
alcázar.
— Espera, brujo, te acompaño— dijo el elfo saltando a la trasera.

CAPÍTULO 5

Los guardias la metieron en un cuartucho y cerraron la puerta con llave. Deila se sentó en el
suelo, contra la pared, y esperó.
Una hora más tarde, otros guardias vinieron a por ella. La condujeron, agarrándola de los
brazos, por pasillos iluminados con antorchas hasta un gran salón. Al fondo, frente a una gran
mesa de pulida madera de fresno, una solitaria figura bebía de una copa dorada con
incrustaciones de piedras preciosas. Sobre la mesa, un copioso desayuno se extendía ante él
con viandas selectas.
La llevaron frente al hombre. Don Robert de Rakverelin levantó la vista y la miró con altivez, se
limpió la boca y las manos con una servilleta y se puso en pie. Era un hombre alto, moreno,
con un espeso bigote y barba de color azul de tan negra. Sus ojos eran crueles miradores por
donde se asomaba su oscura alma.
— Bienvenida a mi humilde morada— dijo con recochineo—. Vosotros, fuera de aquí.
Los guardias hicieron un escueto saludo militar y giraron sobre sus talones, rumbo a la puerta
por la que habían entrado.
— Ven conmigo, curandera— dijo don Robert—. Quiero enseñarte mis trofeos.
Deila no dijo nada.
Alineados en las paredes, las cabezas disecadas de unos cien animales de distintas esspecies
colgaban de los altos muros. Sus ojos de cristal reflejaban lóbregamente la luz de las lámparas
de aceite, en actitudes fieras los más peligrosos, con serena belleza los inofensivos. El hombre
la empujó suavemente por la espalda, obligándola a moverse. Comenzaron un recorrido
siguiendo la forma del salón, paralelos a sus paredes, y, de vez en cuando, don Robert se
detenía a explicarle la dificultad de la caza de los especímenes más raros.
La última base estaba vacía. En el rótulo de la base rezaba una palabra: unicornio.
— Vas a ayudarme por fin, curandera. Lo harás. Porque si no lo haces, te atendrás a las
consecuencias —la amenazó.
Deila comenzó a reír. Las carcajadas retumbaron en el salón, multiplicando la burla.
— Ya no puedo ayudarte. Ya no puedo. ¿Comprendes lo que quiero decir, o te lo cuento con
pelos y señales? — se mofó ella.
El hombre palideció visiblemente. Sus facciones se contrajeron de pura ira.
— Comprendo. Qué se le va a hacer, una pena —dijo con una calma que puso los pelos de
punta a Deila— Vamos, quiero enseñarte algo más.
Don Robert se la llevó hasta una pared, donde había escondida con gran pericia una puerta,
imposible de ver si no se sabía su localización de antemano. El hombre la abrió y la empujó
dentro.
Siete cabezas de mujeres, apoyadas sobre siete pedestales de piedra, miraban al vacío desde
la pared izquierda de la pequeña habitación. Olía a polvo y taxidermia, a química y a muerte.
Deila se percató de repente de lo que eran: auténticas cabezas de mujeres, disecadas igual
que las de los animales.
— Ésta es mi mejor colección— dijo don Robert con orgullo, acompañando sus palabras con un
gesto que abarcaba los siete atriles—. Las siete mujeres más bellas, curandera, las siete
esposas que he tenido. La última casi se me escapa, adivinó lo que les ocurrió a sus
antecesoras e intentó huir. La más inteligente. Bellísima, dulce y suave como ninguna. Barba
Azul, me llamaba…
Deila le miraba horrorizada. Comprendió que no saldría viva de esa habitación, por eso el
señor de Rakverelin le enseñaba aquello, jactancioso. Disfrutaba de su terror, de su venganza.
— ¿Por qué me enseñas esto? — dijo ella, intentando aparentar una serenidad que no sentía.
— Porque voy a tener mi trofeo, a fin de cuentas. En puesto del unicornio, me quedaré con tu
hermosa cabeza. ¿Acaso creías que ibas a reírte de mí? ¿Acaso creías que iba a permitírtelo?
¿Qué dejaría que una curandera de mierda me humillara?
—¡No soy una curandera de mierda, soy la princesa de Caingorn!
—Oh, sí, por supuesto que lo eres —se rió.
Don Robert comenzó a desenvainar lentamente la espada que colgaba de su cadera. Deila
sintió un nudo atenazando su garganta, reculó unos pasos y se lanzó a la carrera hacia la
puerta cerrada. La abrió justo cuando el hombre se abalanzaba, espada en alto, hacia ella. La
tiró al suelo, Deila quedó tendida con medio cuerpo fuera de la habitación, se dio la vuelta y
contempló la espada, implacable, bajando en busca de su carne. Aguantó la respiración,
esperando el golpe fatal, pero otra espada interceptó el acero de don Robert, deteniendo la
estocada.
— ¡Geralt! — suspiró la curandera con alivio cuando vio al brujo casi sobre ella, sujetando con
su filo el hierro del otro.
— ¡Sal, escapa! — le gritó éste.
Ella se puso en cuclillas, pero Barba Azul la agarró del vestido en un movimiento muy rápido y
tiró hacia sí. La mujer quedó en sus manos por un momento, pero el brujo, aún bloqueando su
espada, tiró del brazo de Deila y se la arrancó. Don Robert ardió de ira al ver frustradas sus
intenciones.
— ¿Acaso sea éste el haragán que se te ha beneficiado, zorra? — le espetó a la curandera
escupiendo cada una de las ofensivas sílabas. Ella se quedó detrás de Geralt, mirándole con
miedo y asco, conteniendo las lágrimas.
—¡Deila, vete de aquí! ¡Ya! — le gritó de nuevo el brujo.
Ella se sobresaltó, saliendo de su estupor, y echó a correr hacia la puerta de salida de aquél
salón de los horrores, donde la muerte colgaba de las paredes. Al abrir la puerta, otra batalla
se libraba tras ésta. Eniel se batía con tres guardias, en el suelo yacían dos más, muertos. Sin
pensarlo, Deila recogió una espada y se puso al lado del elfo.
— ¿Estás bien? — le preguntó Eniel entre mandoble y mandoble.
— Vaya mierda de suerte la mía— se quejó ella, el elfo casi suelta una carcajada por su
inusual taco si no hubiera estado tan ocupado. — Salir de la sartén para caer en las brasas…
— No desesperes, tu hermano está en camino…
— ¿Qué? — bramó ella—. Luego ajustaremos cuentas tú y yo, elfo…
Su modo de lucha cambió a una ofensiva iracunda, contundente, pues ahora estaba enfadada,
muy enfadada. El elfo esbozó una sonrisa malévola.

Barba Azul se zafó del bloqueo de Geralt y lanzó un ataque muy rápido, pero el brujo lo
esperaba y levantó la espada; la hoja resbaló por el filo con un sonido chirriante, enervarte.
Realizó entonces una rápida media vuelta y pasó al ataque, pero don Robert era buen
espadachín y previó la estocada, deteniéndola con pericia. Se sucedieron entonces una serie
de golpes rápidos, ora de uno, ora del otro; pero el brujo atacaba con más frecuencia y
avanzaba en tanto que el otro reculaba, quedando, como resultado, emplazados dentro del
tétrico cuartucho. El caballero dio un amplio mandoble que el brujo esquivó con una pirueta,
cruzaron los hierros de nuevo, y, al segundo embate, Geralt levantó la pierna, alcanzó el
abdomen de don Robert y lo lanzó contra la pared. En la caída, el maquiavélico señor derribó
dos de los atriles, y sus cabezas rodaron macabramente por el suelo. Geralt le puso la punta
de la espada en el cuello. Barba Azul soltó su hierro y lanzó una terrible blasfemia, al ver las
dos cabezas estropeadas a causa de la caída.
Eniel y Deila seguían midiéndose furiosamente con los dos soldados que quedaban. De pronto,
en el vestíbulo aparecieron unos caballeros con armaduras plateadas y rojas capas a la
espalda, portando en su pecho el escudo de armas de Caingorn.
— ¡Alto en nombre del rey Niedamir! — gritó uno de los caballeros, extendiendo su gran
espada ante sí.
Los soldados del alcázar pararon en seco. Deila ni se detuvo a saludar a los recién llegados;
agarró a Eniel de la manga y lo arrastró literalmente de nuevo al salón de las cabezas
colgantes. Geralt salía ya del cuartucho, apuntando con su espada a los riñones de don Robert
de Rakverelin.
Detrás de ellos también entraron los cuatro caballeros de las armaduras plateadas, más un
quinto; el último portaba una fina corona dorada sobre los cabellos castaños. A grandes
zancadas, se situó junto a la curandera.
— ¿Estás bien, querida mía? — preguntó el rey Niedamir acariciando el rostro de Deila.
Ella le miró a los ojos y soltó la espada. El sonido del acero contra la piedra retumbó en el
silencio que cayó en la estancia tras aquella sencilla pregunta. Sir Jacob, sir Nevail, sir
Sansbury y sir Durrell aguantaron la respiración sin apenas darse cuenta, expectantes a la
reacción de su princesa, deseosos de que aquél conflicto familiar que duraba tanto ya,
terminara. Y entonces, Deila se echó a los brazos de su hermano y sollozó contra su hombro,
conmovida y aliviada. Los cuatro caballeros se relajaron visiblemente; dos de ellos bajaron
discretamente sus viseras, emocionados.

Con motivo de la reconciliación de la princesa Deila y su hermano el rey Niedamir, y en honor


al brujo que salvó su vida, en el castillo de Creyden se celebró una gran fiesta. Todo aquél que
quiso acudir, fue bienvenido. No faltaron bardos, comida ni bebida, no faltaron tampoco ganas
de festejar por parte de los invitados.
El brujo paseaba arriba y abajo en el vestíbulo de palacio, frente a la escalinata. Cuando Deila
y él se separaron tres horas antes para arreglarse, ella le citó allí. Geralt vestía su propia ropa,
pues había rechazado las lujosas vestiduras que se le ofrecieron.
Por fin sonaron unos pasos en lo alto de la escalinata. El brujo alzó la vista y encontró… a una
princesa. La curandera portaba un bonito y largo vestido de seda verde. Sobre sus rizos,
recogidos en cascada hacia atrás, descansaba una fina corona de oro con tres esmeraldas
incrustadas, a juego con su vestido y sus increíbles ojos´.
Bajó las escaleras con elegancia, hasta llegar junto al brujo. Geralt la miraba atónito, pues no
se parecía en nada a la curandera que conoció.
— Vaya…— articuló el brujo—, ahora sí pareces una auténtica princesa. Estas muy hermosa
con ese vestido, Deila.
Los ojos de la joven princesa refulgían, reflejando la luz de las antorchas. Ella se sonrió,
contenta por la admiración de Geralt, y se cogió a su brazo.
— No te dejes engañar, brujo. A mí, todo esto, ni frío ni calor. Vamos, tengo una sed
espantosa.
Salieron al patio del castillo, buscando las mesas donde aguardaba la cerveza fresca y el vino
de buena añada. La música sonaba y la gente se divertía, unos bailando, otros comiendo y
bebiendo.
—Prométeme que volverás a bailar conmigo, brujo.
Él la miró con reproche.
—Vamos, prométemelo. No pienso dejar de atosigarte hasta que lo hagas…
Los ojos del brujo sonrieron.
—No puedo negarte nada hoy. Casi te perdemos, Deila. Si llego a demorarme un segundo
más…
— ¡Geralt! ¡Geralt! — gritó alguien avanzando a codazos hacia ellos.
— Jaskier…— musitó él cuando le vio. Su memoria estaba ya casi completamente
restablecida.
— ¡Que el diablo me lleve si te hacía tan al norte, brujo! — dijo alegre y sorprendido,
palmeando el hombro del otro—. ¿Qué haces aquí, en esta fiesta?
— ¿Es amigo tuyo, Geralt? — preguntó sonriente Deila, que seguía cogida del brazo del brujo.
— Lo es.
— Entonces, eres bienvenido… Come y bebe cuanto gustes, diviértete en homenaje a tu
amigo, pues hoy salvo mi vida —dijo orgullosa de él, con una evidente mirada de amor que al
bardo no le pasó desapercibida.
Jaskier miró al brujo con picardía, y le guiñó el ojo.
— Vaya, vaya. O me lo parece a mí o al fin alguien ha conjurado el tercer deseo del djinn…
— ¿Qué es lo que dices, Jaskier?
— Me refiero a Yennefer…
Al salir ese nombre de la boca del bardo, Deila vio claramente un sutil cambio en el semblante
del brujo. Notó también tensión en el brazo al que se asía.
Porque el brujo la recordó. A su mente acudieron los recuerdos del olor a lilas y grosellas; del
torbellino de rizos negros sobre su bello rostro, de aquellos ojos violetas que, para él, se
convirtieron en todo. Yennefer.
—Yen… —musitó.
— Me alegro de que por fin te desvincules de esa hechicera descarada y egoísta. No me caía
nada bien. ¡Brindemos por ello! —celebró Jaskier, contento, desfilando hacia la mesa donde
aguardaba la bebida—. Ven princesa, y te contaré la terrible lucha contra el d´jinn y lo tonto
que fue Geralt.
El bardo se lo contó, añadiendo divertidos apuntes al relato, pero Deila no encontró la historia
nada graciosa. Comprendió lo que significaba. Lo supo, y sintió una repentina debilidad
extendiéndose por su cuerpo. Pues entendió que el brujo había recordado y, con ello, volvía a
estar prisionero de ese último deseo.
—Entonces, ¿todavía la amas, Geralt? —Le susurró al oído.
Geralt miró a Deila a los ojos, muy serio. Ella le miró a él con esos ojos, de un verde imposible,
rezumando esperanza, la esperanza y optimismo propio de la juventud extrema. Pero la
mirada del brujo resbaló poco a poco por el rostro de la mujer y cayó al suelo, incapaz de
mantenerla.
Ella no necesitó más. Soltó su brazo y se reculó unos pasos, aun mirándole intensamente, en
sus ojos escrita la decepción y el dolor más profundos; y luego se dio la vuelta y se alejó,
pasando entre la gente, con pasos firmes y serenos, sin mirar atrás. El brujo la vio marchar
con tristes remordimientos, pero no se movió. No pudo hacerlo.
— ¿A dónde va la princesa, Geralt? No he terminado de contar tus historias…
— Sí lo has hecho. Y también has terminado nuestra historia, bocazas.

La tarde dio paso a la noche, una noche en vela para ambos. El castillo estaba silencioso
ahora, las risas se habían extinguido, la música se había terminado. Y, aunque cada uno de
ellos pensaba en el otro, ninguno salió de su habitación. Él, porque cualquier cosa que dijera
sólo conseguiría hacerle más daño; ella, porque esperaba que él diera el paso. Y la noche dio
paso a la mañana, una mañana de ojeras y resacas, de oscuras nubes en el pensamiento, de
remordimientos y de dolor.
Deila lo vio desde su ventana, le vio ensillar su caballo, cargar su escaso equipaje. Y corrió
escaleras abajo, desbocada. Siguió corriendo en el patio, hasta llegar junto a él. Se detuvo,
extendió el brazo, y tocó la espalda del brujo. Suavemente, como sin atreverse.
Geralt se volvió hacia ella, taciturno, abatido.
— Así que te vas…— susurró ella.
El brujo no dijo nada.
— Geralt… escucha. Escúchame un momento, no te robaré demasiado tiempo.
El brujo escuchó.
— Geralt, tu vida… tu vida puede cambiar. Conmigo. Deja de exponerte por unas monedas.
Deja de pasar penalidades. Al final de tu vida, cuando la muerte te encuentre, ¿podrás decir
que has sido feliz? ¿Podrás decir que todo por lo que has pasado ha merecido la pena? ¿Que
sirvió de algo? Y, a fin de cuentas, ¿para qué? Quédate conmigo. Te ofrezco una vida nueva, a
mi lado… Sé que no soy esa Yennefer, pero estoy segura de que sabría hacerte feliz…
El brujo cambió el peso de su cuerpo a la otra pierna, turbado y nervioso.
— No puedo, princesa. Soy un brujo, sólo eso. Un brujo a la sombra del destino.
—Ya veo. Tú eres un brujo, yo una princesa. No es posible. Qué triste excusa. Sigo siendo la
curandera que conociste, la misma que te cuidó, brujo. No soy, ni seré, la princesa de
Caingorn. Te dije que todo esto no me importa.
—Sabías que tarde o temprano me iría. Sabías que era un brujo, te advirtieron.
—No quiero que te vayas… No quiero ser otro corazón roto que dejas atrás.
—No sabes nada de mí. No todo es tan fácil, princesa.
—No me llames princesa.
—Eres demasiado joven. Crees que estás enamorada, pero un día…
—No te atrevas a decirlo —dijo ella con voz profunda y quebrada, conteniendo las lágrimas. —
No te atrevas a pretender saber sobre mi futuro o lo que encontraré en mi camino. Nunca
amaré a otro. Lo sé. La vieja elfa vidente me dijo: solo un hombre en tu vida, hasta que ésta
termine… Y ese eres tú, Geralt.
—Siento todo esto. Siento mi comportamiento. Ojalá me hubieras hecho caso cuando te dije
que no siguieras.
—Me lo dijiste, sí. Pero si te hubiera hecho caso, no hubiera estado en tus brazos. A pesar de
lo que pueda suceder hoy, yo no me arrepiento.
—No quiero hacerte daño, Deila. Pero no puedo quedarme. Aunque no me creas, es por tu
propio bien.
Ella no insitió. De hecho, no dijo nada más.
Geralt montó en Sardinilla y sacudió las riendas. Ella le miraba estática, clavada en el suelo. Él
no pudo mirarla. Le vio salir por la puerta de la muralla, y siguió allí quieta, respirando
agitadamente. El rey Niedamir apareció a su lado y siguió la mirada de su hermana, vio al
brujo cabalgando en la lejanía. Luego la miró a ella. A Deila le tembló el labio.
— Es un brujo. ¿Qué esperabas? — le dijo con suavidad.
Una sola lágrima cruzó el rostro de la princesa, y se rompió contra el suelo dejando una
minúscula estrella en el polvo. Niedamir la tomó por la cintura y la acercó a él. En el silencio
que mantenían los dos hermanos, mirando la figura ya borrosa del brujo, Deila terminó
suspirando, lánguida.
— Me marcho, Niedamir. No puedo soportar este castillo, y menos ahora.
— Pero… pero yo pensaba que ibas a quedarte… Eres una princesa, hermana.
— Lo soy por el simple hecho de llevar sangre real en mis venas. Pero nunca harás de mí una
princesa. ¿Lo entiendes?
— Lo entiendo, lo entiendo…— dijo él apesadumbrado.
Su hermana depositó un suave beso en su real mejilla, y luego, cogidos fuertemente de la
mano, caminaron hacia la puerta de palacio.
Eniel vio lo ocurrido desde la ventana de sus aposentos, y sintió la tristeza de Deila como si
fuera suya. Más tarde le brindó su hombro, y ella lloró sobre este mientras le contaba su
efímera historia de amor y el tercer deseo del djinn. Pero él, para su desesperación, poco más
podía hacer por ella.

El hierofante esperaba en medio del claro, frente al gran roble. Tenía los ojos cerrados, como
si meditase, pero en realidad no lo hacía: la esperaba.
Deila avanzó hacia él haciendo todo el ruido posible. Arrastraba los pies haciendo crujir las
hojas caídas, golpeaba con sus botas el suelo a cada paso. Quería que el druida abriera los
ojos. Le molestaba esa serenidad que irradiaba, porque ella estaba muy nerviosa. Y muy
triste.
Por fin, llegó hasta él. Sólo entonces abrió el hombre los ojos, mirándola directamente.
— He venido a hacerte una pregunta, una sola pregunta— le dijo, sin más preámbulos.
— Hacedla, majestad.
— Déjate de majestades, Sethedor, no me molestes con esas tonterías.
— Te escucho— dijo el druida con ojos risueños. Le encantaba pinchar a la voluble princesa
con su odiado rango.
Ella bajó los ojos y se mordió el labio antes de hablar, como si temiera hacer la pregunta por la
que había recorrido varias millas a pie por la peligrosa montaña.
— ¿Volverá a mí?
— Difícil de ver es, muy difícil.
— Un sí o un no es suficiente— se impacientó Deila.
— Podemos ayudar al destino— dijo el hierofante, sacando de su túnica una botellita azul. Con
mucho teatro, se la tendió a la mujer.
— ¿Qué diablos es esto? — preguntó mirando el sello, que contenía unas runas, del tapón del
frasco.
— Una botella.
— No te hagas el gracioso, druida. Eso puedo verlo yo sola.
— Esto es la solución a tu problema.
Ella meditó un momento sus palabras.
— ¿Qué contiene? — continuó interrogándole.
— Un d´jinn.
— ¿Un qué?
— Un genio. Te concederá un deseo. Sólo uno.
Deila frunció el ceño y miró con dolor al druida.
— Un d´jinn… ¿Para qué, Sethedor? ¿Para atar mi destino al suyo, como hizo él con la
hechicera?
El hierofante la miró con gravedad ahora, severo.
—Pero piensa bien lo que haces. No actúes a la ligera, pues la vida de otra persona estará en
tus manos. Y también la tuya, Deila. ¿Podrás soportar saber que tu fortuna es sólo producto
de algo impuesto?
Ella miró al druida con intensidad, y luego miró la botella. La metió en su zurrón y fijó sus ojos
de nuevo en el hierofante.
— Gracias, Sethedor.
El hombre la miró alejarse, sonriendo bonachonamente, sumido en sus pensamientos. Luego
suspiró.
— Apuesto a que hará lo correcto, ¿verdad, Eniel? — dijo, dirigiéndose a un grupo de arbustos
que de pronto se movieron en respuesta al druida. Un elfo, que había estado agazapado tras
ellos, se puso en pie y bufó con fastidio al haber sido descubierto.
— Por supuesto— respondió sacudiéndose la hojarasca de su casaca—. Ella siempre hace lo
correcto.

Estaba sentada en el suelo, a la luz del hogar, contra la pared con las piernas flexionadas y un
brazo alrededor de ellas. En la otra mano sujetaba la botellita del d´jinn. La miraba y la hacía
girar en su mano, indecisa. Pensaba, pero no se decidía. Qué fácil sería. Y qué difícil vivir luego
con la duda. Ella quería que él estuviera realmente enamorado, no por un deseo impuesto,
pero la herida en su alma dolía demasiado, tanto que no podía soportarlo. Le extrañaba
horriblemente.
Por fin se levantó, salió de la cabaña y se acercó al bosque. De pronto, levantó el brazo que
sujetaba botella y la lanzó lejos, a la oscuridad que se extendía más allá de la escasa luz que
salía por la puerta de su cabaña. Observó, con el corazón lleno de angustia, cómo desaparecía
en una parábola, un brillo azul que se extinguió rápido. Luego se dio la vuelta y entró de
nuevo, como un alma en pena, como una ilusa que acababa de tirar a las letrinas su propia
felicidad.
No demasiado lejos de allí y no mucho después, un elfo de cabellos castaños se encaminaba a
su hogar soplando el interior vacío de una botellita azul, que producía un sonido grave. El elfo
parecía taciturno. Nunca le habría de contar a Deila que usó al d´jinn, que ató su destino al
del brujo, pues no soportaba ver a su amada tan triste y deprimida. El brujo es un buen
hombre, se dijo, juntos serán felices.

Apagó el candil de un suave soplido y se metió en la cama. Llevaba dos días sumida en su
depresión, sin salir de la cabaña, sin salir de su cama. Sus hermosos ojos estaban hinchados
de tanto llorar, no comía, se sentía enferma de melancolía. Ni siquiera Eniel y su paternal
ternura la reconfortaban. Después de mucho rato dando vueltas, cayó en una especie de
duermevela en la que pensamientos encontrados se sucedían. Debiste usar al d´jinn, se decía.
Hiciste bien en no usarlo, se decía después.
Quería olvidarle, pero no podía. Y dolía. Oh, cómo dolía.
Le pareció oír unos cascos, un suave relincho. Unos golpes quedos en la puerta. Se levantó
con esfuerzo, una urgencia, pensó. No tengo el cuerpo para urgencias, se dijo, y ánimos,
menos. Abrió la puerta con parsimonia, bostezando cansada, muy cansada. Y allí, ante ella,
estaba él.
Se miraron a la luz de la luna, sin poder articular palabra.
Ella esperaba a que él se decidiera a hablar, y él no sabía por dónde empezar. Pero no le
hicieron falta palabras, cuando su abrazo se lo dijo todo. La apretó contra sí fuerte, y ella le
echó los brazos al cuello, enredó sus dedos en los cabellos blancos como la nieve, sin
podérselo creer.
— Sigo sin ser Yennefer…— le susurró Deila, con algo de miedo, al oído.
— Yennefer… Ya no me da ni frío ni calor. Sólo puedo pensar en ti. Perdóname, perdona a
este brujo tonto de capirote— dijo separándose un poco y mirando sus hermosos ojos de un
verde imposible, ahora hinchados.
—No me dejes nunca, Geralt, no vuelvas a dejarme…
—Jamás te dejare, Deila.
Ella no pudo evitar una sonrisa, sintiendo un júbilo como nunca había sentido. El brujo la besó
de esa manera que la volvía loca, acariciando con su lengua la boca de la muchacha,
derramando en ella su sabor y percibiendo el suyo. No cesaron el beso mientras entraban en
la cabaña, mientras cerraban la puerta, mientras buscaban a tientas la cama. Y se amaron
sobre aquéllas sábanas que olían aún a melancolía y a lágrimas, lágrimas que se secaron al
calor de su amor.

***

Aquellos fueron los mejores tres años de la vida del brujo. Junto a ella, conoció la estabilidad,
el amor correspondido y pleno, la felicidad que hasta entonces le había sido esquiva. Siempre
juntos, inseparables, consumidos por una pasión el uno por el otro que emocionaba al
mismísimo rey Niedamir.
Pero él era verdaderamente un brujo a la sombra del destino. Y el destino es ineludible, no se
le puede contener, ni engañar.
Deila contrajo las fiebres tifoideas que azotaron Kovir, y murió en la cabañita junto al bosque,
cogida de la mano de Geralt. Fue enterrada en el castillo de Creyden, en el panteón real. Sólo
tenía dieciocho años.
Ese mismo día, el brujo dejó Caingorn rumbo a Cintra con la promesa del rey Niedamir de que
siempre sería bienvenido en su reino. Pero Geralt de Rivia nunca regresó allí. Jamás. Tampoco
volvió a hablar de ella, porque dolía demasiado.
Se llevó con él los tiernos recuerdos de aquel amor y se los guardó para sí, para que le
reconfortaran en las duras noches de invierno, cuando acampara en soledad en cualquier
bosque siniestro.

Extrañamente, al poco, volvió a pensar en Yennefer como antaño lo hiciera, el tercer deseo
volvió a imponerse. Pero nunca olvidó su amor por Deila, pues llegó a ser real. Y, a pesar del
dolor, supo que valió la pena.

EPILOGO

El ataque de lo scoia´tael podía haber sido su final, pero un elfo le reconoció y ordenó no
rematar a aquellos dos. Tanto el brujo como Jaskier estaban heridos, al igual que el elfo.
Se despertó en una choza que hacía las veces de enfermería. Miró a su alrededor y vio al elfo
en la cama de al lado. Le estaba mirando.
—Geralt…
—Eniel…
Al verle regresó. El fantasma del recuerdo. Ese que no quería afrontar, ese que aún estaba
demasiado cerca y mordía, y hería y mataba como un enemigo más que se le enfrentaba, uno
que era inmune a sus espadas.
El recuerdo de aquel tiempo, aquel tiempo que trataba de enterrar en lo más profundo de su
mente, que guardaba entre paréntesis, que intentaba mantener a distancia, volvió. Ese
recuerdo de ojos de un verde imposible, que dolía, que rasgaba por dentro, que daba ganas
de gritar con un grito furioso, desesperado, rabioso. Ese mismo, que le llenaba también de
ternura, de calidez, de añoranza atroz. Ese recuerdo, salió impune de su celda como si los
barrotes fueran humo, y corrió directo a su corazón, vengativo y cruel. Pero su rostro no dejó
traslucir esas emociones, tal vez sus labios tensos las delataban.
— ¿Qué haces en Temeria? ¿Qué haces con los scoia´tael? ¿Precisamente tú, con los
scoia´tael?
—Me fui de Caingorn al día siguiente de hacerlo tú. Llevo dos años aquí, y me uní a la causa.
Esto no son las Montañas Dragón. Aquí persiguen a mis hermanos, lo sabes.
—Lo sé.
—No pensé volver a verte, brujo.
—Yo tampoco. Ni quería.
En la choza anidó el silencio. Ambos estaban allí físicamente, pero sus mentes se habían ido de
viaje, estaban en una cabaña junto al bosque, lejos en el tiempo. Eniel fue el primero en
regresar.
—Yo no lo he conseguido, Geralt.
—¿El qué?
—Olvidar. Ahogar ese dolor. Seguir como si nada. Te envidio.
El brujo calló.
—La veo constantemente, brujo. La veo recoger celidonia cuando voy por el bosque, la veo
bailar cuando oigo música, siento su mano en mi rostro cuando estoy triste.
Silencio.
—Yo la amaba. Yo la amaba, pero te la entregué dócilmente. La puse en tus manos porque la
amaba. Porque ella te amaba a ti. A veces me arrepiento. A veces me pregunto, me pregunto
si…
—Quizá. Tal vez. Porque la espada del destino tiene dos filos. Uno soy yo, y el otro es la
muerte. Y yo lo sé, elfo, sé que la muerte me persigue. Creí ingenuamente que había dejado
de seguirme. Y la muerte se burla de mí, porque yo no muero, mueren los que tengo a mi
lado. Por eso la dejé, rompiéndole el corazón, por eso me fui de Caingorn aquél día. Por eso
no quise mirarla a los ojos, o no hubiera podido.
Eniel suspiró, sonó como un gemido.
—Voy a contarte algo, brujo. Algo que no he confesado a nadie hasta hoy.
El brujo giró la cabeza y le miró, pero Eniel rehuyó su mirada y la posó en el techo.
—El hierofante le dio un d´jinn a Deila. Un solo deseo, le dijo. Ella sufría por tu culpa, cómo
sufría, y el d´jinn era la solución.
Geralt se incorporó, su herida le mordió, pero ignoró el dolor. Sintió un extraño frío extenderse
por su pecho, el frío de la traición. El frío del rechazo a una acción que manchaba la pureza del
recuerdo de ojos de un verde imposible.
—Ella hizo… ¿lo hizo?
El elfo negó con la cabeza.
—No, brujo. Ella tiró la botella, lejos de sí, la lanzó al bosque. Pero yo estaba allí, siempre
vigilante, temiendo que en algún momento cometiera una estupidez. Ya amenazó a su
hermano una vez con quitarse la vida, Geralt, y la veía capaz. Su hermano también. Yo recogí
la botella, brujo. Yo usé al d´jinn. Yo te traje de vuelta a sus brazos. Y, por lo que dices,
entonces yo la puse al alcance de tu espada del destino.
El brujo volvió a recostarse en la almohada, se dejó caer, vacío de la tensión que le había
impulsado a incorporarse, aliviado por un lado de que su recuerdo siguiera intachable, pero
por otro, más oscuro y egoísta, decepcionado. Porque, tal vez, el aborrecimiento a su acción
haría que doliera menos. Quizás. ¿Quizás?
No dijo nada.
—Callas. ¿Por qué callas, brujo? Tu silencio es peor que un reproche. Tu silencio es vacío. Un
vacío como la tumba, como la muerte.
El brujo cerró los ojos. Las palabras del elfo lo llevaron, sin quererlo, a aquél aciago día. A
aquellos días que quería olvidar a toda costa porque no quería revivir el terrible dolor que
sintió, la pérdida que dejó su alma despojada, la incredulidad que le asfixió, que le oprimió,
queriendo negar la realidad. La volvió a ver en sus recuerdos, los ojos de un verde imposible
cerrados para siempre, preciosa hasta en la muerte, cuando era introducida en su última
morada de piedra fría y gris, mientras reprimía un grito de horror que atenazaba su garganta,
porque no podía ser posible, ella no, ella era tan joven…
Y su bloqueo se desgajó, dejándolo libre por fin, dejando de reprimir sus sentimientos.
—Mi silencio es dolor, Eniel. Porque yo también la amé. Porque me acostumbré a su presencia
y la adoraba, y me fue arrebatada. Porque adoraba sus caricias, adoraba sus sonrisas, su olor,
su risa, sus besos y su pasión y me fueron arrebatados. Porque no me acostumbro a su
ausencia. Porque, de repente, fui expulsado del paraíso. Porque no puedo volver, no puedo
hacer nada más que echarla de menos. Por eso callo.
El elfo sintió un nudo en la garganta. Unas lágrimas irreprimibles inundaron sus ojos y
cayeron, rápidas, hacia los lados. El brujo no podía. No había lágrimas para él, pero sí
sentimientos. Se dejó apalear por esos sentimientos, dejó que le alcanzaran de nuevo, con
consciencia de ello. Pensó en ella una vez más. Revivió los buenos tiempos, se dio permiso
para revivirlos. Sonrió con melancolía.
—¿Te arrepientes, Geralt? De haberla conocido.
—Nunca, Eniel. Eso no. Eso nunca.
—Yo tampoco. Yo tampoco, brujo.
¿Es mejor vivir siempre bajo un cielo nublado, o echar de menos el sol cuando se esconde?
¿Es mejor no saber nunca lo que es una puesta de sol frente al mar? ¿No haber conocido los
colores antes de quedarte ciego? ¿No haber oído las más sublimes melodías antes de quedarte
sordo? No, no se arrepentía, a pesar del peso de su ausencia.
Se sintió aligerado. Si no la hubiera conocido, su vida hubiera seguido siendo monocolor, sin
un paréntesis de colores vivos. Y se dio cuenta de que, a pesar de todo, era afortunado. Y el
dolor menguó, se hizo más soportable.
—Gracias, Eniel. Gracias por haber renunciado a todos esos momentos. Por habérmelos
regalado a mí. Porque sé lo difícil que debió resultarte no caer en la tentación.
—De nada, brujo. La hiciste muy feliz, y eso me reconforta.
Volvió a caer el silencio en la enfermería. Cada uno cavilaba, lamiendo sus propias heridas.
Pero ambos supieron que les había hecho mucho bien hablar de ella. Hablar por fin sin tapujos
de lo que sentían, de lo que reprimían. Porque solo ellos dos podían entender ese dolor.
Porque ambos la habían amado.
Jaskier, de espaldas a ellos, parecía dormir, pero en realidad hacía mucho que estaba
despierto. Agradeció estar de espaldas a la conversación mantenida por los dos hombres.
Porque ni toda la poesía del mundo podía haberle conmovido tanto como lo hicieron las
palabras del brujo.

También podría gustarte