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Balas de Rencor - Lucky Marty
Balas de Rencor - Lucky Marty
BALAS DE RENCOR
EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA - BOGOTA - BUENOS AIRES -
CARACAS – MEXICO
ISBN 84-02-02510-2
Depósito legal: B. 32.365-1983
© García - 1983
cubierta
***
Nada más cerrar la puerta tras él, muy serio y buscándole las pupilas
al hombre dueño del edificio, Edwin Losey preguntó, hasta con cierta
sequedad:
—¿Por qué lo ha hecho, señor Donley?
—¿Hacer... el qué?
—Dejarse ganar.
—¡Qué tontería. He tenido mala suerte y nada más. —Está mintiendo,
señor Donley.
—¿Eh? ¿Có... cómo te atreves?
—Porque sabe que digo la verdad.
—Pues te equivocas, Edwin. Perdí y eso es todo.
—Cierto que perdió y lo han visto todos. Pero fue porque jugué como
un novato. Descartándose de naipes que debía conservar, pidiendo cartas
que no debía, lanzando faroles ingenuos, no aceptando los envites, cuando
debía hacerlo y...
—¡Alto ahí! ¿Estás insinuando que me dejé ganar?
—¡Lo afirmo! Y ahora usted me dirá por qué.
—No tengo que decirte nada, Edwin.
—Muy bien, jefe... ¡Muy bien! En ese caso, mire lo que voy hacer
con su cheque.
—¡Eh! ¡Espera, loco! ¿Por qué lo quieres romper?
—Porque es un dinero que no voy a cobrar.
—¡Son cinco mil dólares!
—Como si fuese un millón.
—¡Vaya...! Entonces eres tú el que me tienes que decir por qué no lo
quieres cobrar.
—Yo sí se lo diré, jefe: porque no acepto esta clase de «regalitos».
—¿Regalos? Te he dicho que he perdido y en paz, hombre.
—Y yo insisto que se dejó ganar.
—¿Yo? ¿Un jugador de ventaja de toda la vida? ¡No me hagas reír,
Edwin!
—Precisamente por eso, jefe. Así es que diga de una vez qué
pretendía con esto.
—Nada, hombre, nada... En todo caso, que tuvieses algo de dinero.
—¿Para qué?
—Bueno... Cuando un tipo consigue algo de dinero, empieza a
cambiar, a ver las cosas de otra manera, desde distintos ángulos... ¡Ya me
entiendes, Edwin!
—No, señor Donley: esta vez no le entiendo.
—Quiero decir que con dinero se pueden echar raíces, pensar en
fundar una familia, comprar una casa... ¡Todo eso, hombre!
—Ahora sí empiezo a entenderle.
—Tanto mejor así nos ahorraremos palabras.
—Pero quiero que sea sincero conmigo, señor Donley.
—¿Sobre qué, amigo?
—Sobre la familia que cree debo fundar.
—Eso allá tú, Edwin. Aunque creo que una buena chica...
—¿Como su hija Katy, señor Donley?
El maduro y elegante tahúr miró al hombre que tenía ante él,
retadoramente sostuvo su mirada y tras breve silencio a su vez indagó:
—¿Te parece poco para ti mi hija, Edwin?
—No se trata de eso, jefe.
—Entonces, ¿de qué?
—No estoy enamorado de Katy, señor Donley.
—¡Tonterías! Ella de ti sí. ¡Y mucho! Y tienes que saber que el amor
es fruto del matrimonio.
—No opino así.
—Porque aún eres joven.
—Ya he cumplido los treinta y cinco, patrón. ¿Es eso ser joven?
—Comparado conmigo, sí... Y ya ves: la madre de Katy y yo nos
casamos a más edad que ésa.
—Su esposa es una gran mujer, patrón.
—No tanto. A veces me hace pensar que también está enamorada de
ti. ¡Como su hija!
—Eso sí que son tonterías, señor Donley. Respeto y admiro a su
esposa, como creo que ella a mí. ¡Eso es todo!
—De acuerdo: admito que he dicho una majadería. Pero ¿qué me
dices de la pequeña? Eso sí que no lo puedes negar, Edwin.
—Pero sí niego que por el hecho de que Katy se haya encaprichado de
mí, tenga que casarme con ella.
—No es ningún capricho. ¡Te quiere de veras!
—A esa edad, las jovencitas suelen padecer esas crisis.
—¿Crisis? ¡Es enfermedad lo que tiene! Cuando llevas tiempo sin
venir por casa, o no la bajo para que te salude y te vea un poco, languidece.
¡Ni bebe ni come!
Hizo una pausa para encender uno de sus olorosos vegueros tras la
bocanada de humo añadió:
—¿Crees que su madre y yo no nos hemos dado cuenta? Katy nos
tiene muy preocupados.
—Ya se le pasará, señor Donley.
—Eres cruel, Edwin.
—Soy sincero, jefe; llevo más de quince años a su hija.
—Te agradezco que la llames así, amigo. Sabes que la adopté, cuando
me casé con su madre.
—Eso es lo mismo: usted siempre la ha tratado como si fuese
auténtica hija suya.
—Katy es muy buena; una muchacha excelente y con gran
sensibilidad.
—Tiene por qué sentirse orgulloso de ella, patrón.
—¡Pero no te casarás con ella! —insistió al gritar con reproche.
—Le he dicho los motivos.
—¡Maldita sea! ¿Tan encaprichado estás de esa Fanny?
—Tampoco se trata de eso, señor Donley.
—Pues no faltaba más; ésa sólo es una corista pelirroja.
—A la que usted paga, jefe.
—Pues mira, hombre. Ahora que me lo recuerdas... ¡La echaré del
Katy-Saloon!
—Hará mal. Fanny tiene buena voz y muchos clientes vienen por ella.
—¡Ya, ya! Pero tú la dedicas para ti solito, bribón.
—Es ella la que no quiere alternar con nadie. Tiene cierta clase.
—¿Más que nuestra Katy?
—¡Y dale, jefe! No tiene por qué compararlas. Pero...
—Pero quieres seguir soltero, granujón —le ayudó a terminar la
frase.
—Señor Donley, ¿qué le parece si hablamos en serio?
—Yo lo estoy haciendo. ¡Y muy en serio, Edwin!
—Pero utilizando unos métodos que no me van.
—¿Lo dices por lo de esa partida de póquer?
—Entre otras cosas.
—Yo sólo pretendía que ganases algo de dinero. Que pudieras sentirte
independiente y con posibilidades para...
—¡Ya sé! —le interrumpió—. Para fundar una familia, comprar una
casa, casarme con su Katy.
—¿Y por qué no, hombre? Dejarías de trabajar aquí, aunque me
seguirías ayudando a llevar las cuentas. ¡Como socios, vamos!
—¿Más tentaciones, jefe?
—No son tentaciones, Edwin. ¡Sería así!
—La verdad, jefe: yo se lo agradezco mucho, pero...
—Pero... pero... pero —se puso a repetir con burlón énfasis Arthur
Donley—, Siempre tienes algún «pero» de esos en los labias.
—Ya me conoce, señor Donley. Soy un don nadie.
—Con ese dinero, ya no, muchacho.
—No voy a aceptarlo; por lo menos el cheque.
—¿Por orgullo, Edwin? ¿Porque crees que he querido comprarte?
—Porque me voy a marchar, jefe.
—¿Có... cómo dices, muchacho?
—Sí. ¡Me voy a marchar de Soda Spring!
—Ahora sí que la he hecho buena. No hay para tanto, hombre.
—No voy a marcharme por lo que intentó, sino por otros motivos.
—Dime cuáles. ¿Quieres que vuelva a subirte el sueldo?
—No, jefe... Es que he recibido una carta.
—¿De quién?
Edwin Losey guardó silencio, hasta que informó quedamente:
—De... una mujer...
—¡Sopla! No me vengas ahora diciéndome que estás casado.
—Casi lo estuve, señor Donley.
—Nunca me dijiste nada sobre eso, muchacho.
—¿Para qué? Eran cosas del pasado, que ya creí enterradas del todo.
—Y ahora, con esa carta que dices has recibido...
—Pensaba anunciarle mi marcha, jefe.
—Pues sí que he sido oportuno en mi intentona. ¡No doy una, chico!
—Usted mismo me despedirá de su esposa y de Katy.
—¡Ah, no, pillastre! Eso lo tendrás que hacer tú.
Luego pareció ponerse a pensar en otras cosas y se encontró
preguntándose:
—¿Y quién se cuidará del Katy-Saloon?
—Cualquiera de los muchachos puede hacerlo. El mismo Brinko.
—Nunca lo hará como tú, Edwin.
—Gracias, jefe, pero...
—¡Ya vuelves otra vez con tus «peros»!
—¿Qué quiere que le diga?
—Pues al menos que sientes dejamos. Que te encontrabas bien aquí.
Que no te ha ido tan mal y que yo... yo... Bueno, que yo sabes que te
aprecio, Edwin.
—Y yo a ustedes, señor Donley.
—¡Pero nos dejas, leñe!
—Quizá vuelva algún día por aquí.
—¿Y mientras tanto, qué?
—Ya le he dicho que el mismo Brinko le puede servir.
—¡Al diablo el Katy-Saloon y los negocios, leche! Yo me refiero a
ti... A ti como hombre y persona, Edwin.
—Su cheque, señor Donley.
—¡Yo tampoco lo quiero! —rechazó.
—Pues voy a romperlo.
—Allá tú. ¡Eres un tipo extraño, Edwin! ¡Muy extraño!
Y como muy ofendido, salió de allí chupeteando con bríos su puro
habano.
CAPÍTULO III
El rancho se llamaba Tres Coronas y estaba situado en las
proximidades del Tahore Lake, equidistante a la población de Georgetown,
la ciudad más cercana a la divisoria entre los estados de California y
Nevada.
Unos cuantos días de larga marcha, hasta que jinete en su caballo
Edwin Losey se plantó allí.
Ya se sabía de memoria la carta que había recibido en el Katy-Saloon
de Soda Spring:
***
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***
***
Poco a poco, como el que acude a presenciar una «fiesta», muchos de
los vecinos curiosos de Georgestown fueron congregándose frente a la
oficina del sheriff.
No pocos, al fijarse bien, reconocieron al caballo que había
pertenecido a Noel O’Hara, el irlandés de la cabeza leonada de cabellos
pelirrojos. Y cuando Elmer Bryner nuevamente se reunió con sus hombres
allí, se cuidó en azuzar:
—Miradle bien, amigos. Hasta tuvo la desfachatez de presentarse
aquí con el caballo que le robó a Noel O’Hara, después de asesinarle.
Aquello parecía una buena «prueba». El animal seguía atado frente a
la oficina del sheriff, que ante el ruido, los comentarios y el alboroto
terminó saliendo al porche.
El veterano Ransey lo hizo abrazado a su rifle y a su vez se puso a
gritar
—Cada mochuelo a su olivo, amigos. ¡Nada tenéis que hacer aquí!
—¡Queremos a ese asesino! —clamó una voz.
—Así es, sheriff. ¡Venimos a por Edwin Losey!
—¡Entréguenos a ese hombre!
—¡Sí! ¡Nosotros le colgaremos!
—¡Preparad la soga, chicos!
Ante aquellas peticiones, el sheriff de Georgestown alzó más la voz y
a su vez pidió:
—Fijaos bien, borregos... Todos los que piden eso pertenecen al Tres
Coronas... ¡Es Elmer Bryner y su cufiado George Palmer los que les
azuzan!
—¡Miente, sheriff!
—¡Pedimos justicia!
—¡Y aquí y ahora!
—¡Entraremos a por él, si no nos lo entrega!
—¡Bien dicho!
—¿A qué esperamos, amigos?
Ante todos los alborotadores que no dejaban de gritar, el sheriff
volvió a pedir.
—¡Quietos! ¡Quietos todos, locos! ¡No permitiré un linchamiento!
—¡Fuera de ahí, sheriff!
—¡Si no se aparta, le pisotearemos!
El veterano Ransey consideró que sería oportuno disparar su rifle al
aire y presionó el gatillo del arma dos veces.
Momentáneamente, aquella oleada humana pareció detenerse y el
silencio se hizo.
Pero lo que ocurrió seguidamente es que tronó otro disparo.
Y aquél no fue al aire.
El sheriff de Georgestown reculó hacia atrás, como si una fuerza
invisible le hubiese empujado. Y de su hombro izquierdo, a la altura del
cuello empezó a brotar un rosetón rojo.
Fue cuando la voz de Elmer Bryner se destacó al animar nuevamente:
—¡Ahora, muchachos! ¡Sacad a ese asesino!
Todos sus hombres le siguieron como una pifia, destacándose de
todos los presentes en su carrera hacia el porche de aquel edificio.
Pero entonces ocurrió algo totalmente inesperado.
Nuevos disparos en la calle les obligaron a detenerse, medio
volviéndose en su carrera para ver lo que sucedía, clavando sus miradas
febriles en el hombre alto y corpulento que les gritaba:
—¡Quietos ahí, perros!
Elmer Bryner reconoció al instante a Edwin Losey. Y tembló porque
le vio con los revólveres en sus manos, las largas piernas abiertas en
compás con los pies firmemente sobre el polvo de la calle, mirándole
directamente a los ojos al decirle:
—Esta vez no echarás la culpa a tu hermano, Elmer.
—¡Edwin! —sólo acertó a musitar.
—¡El miaño! ¿No me buscabas?
La reacción de Elmer Bryner fue la de los cobardes.
Seguía rodeado por sus hombres del Tres Coronas, que también se
habían paralizado. Pero él velozmente intentó cubrirse con los cuerpos de
ellos, para a la vez disparar con el revólver que llevaba en la mano.
Demasiado lento para Edwin Losey.
Los disparos siguieron tronando en la calle, porque Edwin Losey tuvo
que seguir presionando los gatillos de sus armas, al ver que con
movimientos instintivos de defensa al ver caer a Elmer también
pretendieron defenderse los que le rodeaban.
Uno... Dos... Tres... Cuatro... Cinco hombres más cayeron casi a la
vez, todos ellos con las frentes astilladas por los plomos que penetraban en
ellas.
De los dos últimos que sí lograron desenfundar sus revólveres, sólo
uno de ellos consiguió disparar, pero cuando su índice presionaba el
gatillo su dueño ya no era consciente de a dónde pretendía enviar sus
balas.
Los otros detuvieron su acción, sólo atentos a recular y empujándose
sobre ellos, para verse libres de aquel auténtico vendaval de plomo que se
les venía encima.
No eran instantes para calcular, pero el instinto de conservación le
dijo que en aquellos dos Colt 45 aún quedaban algunas balas en sus
cilindros.
Edwin Losey sólo había gastado siete, más las dos que disparó i nidal
mente al aire, cuando reclamó la atención de todos al brotar
inesperadamente de la calle, cuando todos le creían encerrado en una
celda.
En el silencio que siguió, la voz de aquel gigante volvió a ordenar:
—¡Fuera, comadrejas! ¡Largo todos de aquí!
Ni una sola voz se alzó para protestar. Cierto que había allí reunidos
muchos hombres, aparte del grupo del Tres Coronas que seguían en pie;
pero cada uno de ellos debía pensar que lo más prudente era no enfrentarse
ni contradecir al gigante.
Los pies empezaron a arrastrarse y, aunque poco a poco, como
sombras que se desvanecen, la calle fue quedando desierta.
Pero seis cadáveres quedaban allí tendidos.
Y bajo el porche de su oficina, sin dejar de sangrar por el hombro, el
sheriff de Georgestown medio tumbado, intentando incorporarse sobre el
codo del otro brazo.
Su comentario fue, con voz festiva:
—Buena escabechina, Losey. ¿Cómo lo consigue?
—¿El qué, sheriff?
—Disparar tan rápido y certero, amigo.
—No sé... Debe ser cuestión de práctica.
—¿En el Katy-Saloon de Soda Spring?
—Si... Por allí se descuelgan muchos indeseables, que pretenden
hacer lo mismo conmigo.
Edwin Losey se había ido acercando, para al fin cargar con el herido y
decirle:
—Le llevaré dentro. Hay que curar esa herida.
—No se preocupe; no tardará en venir Joss.
—¿Quién es Joss?
—Nuestro médico. Seguro que alguno le habrá avisado.
—¿Se refiere a todos esos borregos que pretendían secundar a Elmer
y sus hombres?
—La mayoría de ellos estaban aquí para curiosear. ¡Les conozco bien!
—Pero alguien le disparó a usted.
—Debió ser alguien del Tres Coronas... Elmer los trajo aquí medio
borrachos y fanatizados.
—¿Qué cree usted que harán ahora, sheriff?
—De momento, pensárselo dos veces... ¡La lección ha sido dura,
Losey!
—Llámeme Edwin.
—Y tú a mí, Lee... Aunque aquí todos me conocen por Ransey.
—¿Duele?
—Sí... ¡Bastante! Sentí perfectamente que la bala llegaba al hueso.
—Espere un poco, Lee. Saldré un momento para ver si alguno
todavía...
—No te preocupes, Edwin. Después de esto, casi podría asegurarte
que nadie asomará las narices por aquí.
—No hay que confiarse, amigo. George Palmer no se conformará.
Cuando Edwin Losey se disponía a volver al porche, escuchó algo que
le hizo sonreír.
¡Guau! ¡Guau!
CAPÍTULO XI
—¡Hola, «Lanudo»! ¿Dónde has estado, amigo?
—Conmigo. ¡Le he dejado como nuevo!
Edwin Losey miró fijamente al hombre que le hablaba. Era bajito, de
pequeño esqueleto, muy delgado y con barbas blancas, lo mismo que los
ralos cabellos que le salían desperdigados bajo el negro sombrero hongo
del mismo color que su usada levita y los viejas zapatos de brillante charol
que calzaban sus pequeños pies.
Y del mismo color negro era el maletín que colgaba de una de sus
huesudas manos.
—Soy Joss Yves —se presentó él mismo, con su voz cascada de
hombre de setenta años—. El matasanos de Georgestown.
—Pase, doctor, el sheriff le necesita.
—No hay cuidado. Lee es duro de roer. Tiene más vidas que un gato.
—Quieto, «Lanudo». Parece que ya estás bien; veo que puedes saltar
a mis brazos.
—Le he curado yo —volvió a presumir el médico.
—Pero yo le dije al sheriff que...
—Es que también hago de veterinario por aquí. ¿No lo sabe? Cuando
Lee me trajo a ese perrillo, le reconocí. ¿Por qué le llama usted «Lanudo»,
si Bronsky le puso «Aspe»?
—No sé... No conocía entonces su nombre y como tiene muchas
lanas...
—Pelos, amigo, pelos. ¡No lanas!
Una voz áspera salió del interior
—¿Quieres entrar de una vez, viejo chivo? ¡Esto me duele, leñe!
—¿Le oye? Aún le quedan fuerzas para gruñir. Eso es que no será
grave. ¡Nos conocemos bien!
Y nada más entrar caminando hacia el herido, ya empezando a abrir
su negro maletín dijo por todo saludo:
—¿Qué prefieres, Lee? ¿Láudano para adormecerte, o unos cuantos
tragos de whisky?
—Lo último, Joss. Es más sabroso.
—Pues yo también echaré un trago. Trabajo mejor así.
Cuando le ofrecía la botella al amigo, el viejo médico comentó al
señalar a la calle por encima de su hombro:
—Dime, Lee... ¿Es que ha estallado un cartucho de dinamita ahí
fuera?
—Pregúntaselo a Edwin. ¡Y trae ya ese frasco!
Por la entrada, dos cabecitas rubias asomaban, sin decidirse a entrar.
Edwin Losey reconoció a los dos hijos del grueso panadero Rafols y
escuchó decir al mayor
—¿Lo hicimos bien, señor Losey?
—Perfectamente, Miky. Podéis entrar.
A los dos niños les siguió su padre que nada más entrar miró al herido
sheriff y se interesó:
—¿Es grave, doctor?
—¿Qué haces aquí, Rafols? ¡Fuera! Tú a amasar harina y déjame a mí
con lo mío.
—Sólo he venido, para...
—Me ocultaron en su casa y sus hijos me iban avisando de todo lo
que pasaba — le excusó Edwin Losey.
—Está bien; puedes quedarte, Rafols.
—Gracias, doctor.
Todas las miradas se centraban en el herido sheriff, que con toda la
camisa desgarrada sonreía con la mirada perdido, mientras permitía que el
viejo médico hurgase en su herida del hombro. El mayor de los hijos del
panadero se extrañó:
—¿Por qué sonríe el señor Ransey, si le debe doler?
—Porque está borracho —opinó el viejo médico—. Le ofrecí un poco
de whisky, pero el muy bribón se zampó el frasco entero.
Para que los niños dejasen de mirar hacia allí, Edwin Losey les
preguntó:
—¿Cómo está vuestra madre?
—Mi mujer está haciendo un guiso estupendo —contestó el padre de
los muchachitos—, ¿Vendrá usted después de comer?
—Iré, Rafols; y perdone por el susto que les di.
—No tiene importancia, señor Losey. ¡Pero de verdad nos asustó a
todos!
—A mí no, padre —presumió el pequeño Miky.
—Está bien, hijo; pero ahora haréis otro recado.
—¿Va a haber más tiros, padre? —preguntó el pequeño.
—No, hijito, no... Pero iréis a avisar al enterrador.
—Buena idea, Rafols —felicitó el médico—. Esa calle está hecha un
asco.
Y siguió examinando la herida.
El sheriff no dejaba de sonreír y el amigo le dijo:
—¡Borracho! Te bebiste todo mi whisky.
***
***
***
FIN
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