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PUBLICADAS POR ESTA EDITORIAL

En Colección BRAVO OESTE:


586 — Caza-hombres.
En Colección ASES DEL OESTE:
651 — Mortal como el veneno.
En Colección CALIFORNIA:
1.415 — Apache Joe.
En Colección KANSAS:
1.316 — Sheriff con faldas.
En Colección COLORADO:
1.344 — Morirás cantando.
En Colección SALVAJE TEXAS:
868 — Los vencidos.
En Colección BISONTE SERIE AZUL:
672 — Hombres vendidos.
En Colección BUFALO SERIE ROJA:
1.049 — Rio abajo.
En Colección BUFALO SERIE AZUL:
577 — Precio al valor.
En Colección BISONTE SERIE ROJA:
1.325 — Un mal golpe.
LUCKY MARTY

BALAS DE RENCOR

Colección CALIFORNIA n.° 1.417


Publicación semanal

EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA - BOGOTA - BUENOS AIRES -
CARACAS – MEXICO
ISBN 84-02-02510-2
Depósito legal: B. 32.365-1983

Impreso en España - Printed in Spain

1.a edición en España: noviembre, 1983


1.a edición en América: mayo, 1984

© Lucky Marty - 1983


texto

© García - 1983
cubierta

Concedidos derechos exclusivos a favor de EDITORIAL BRUGUERA, S. A. Camps y


Fabrés 5. Barcelona (España)

Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A.


Parets del Valles (N-152, Km 21,650) Barcelona 1983

El presente es la viviente suma total del pasado.


T. CARLYLE
CAPÍTULO PRIMERO
Arthur Donley parecía desesperado; no lograba ligar ni una sola
jugada de póquer, y eso que, desde hacía más de treinta años, él era un
jugador de ventaja.
Al menos siempre había vivido de los naipes.
Podía demostrarlo porque el mejor saloon de Soda Spring era de él,
además de otros negocios de aquella población y un pequeño rancho
donde, más que criar ganado, era utilizado para pasar de vez en cuando
algunos días tranquilamente allí, disfrutando de la compañía de su esposa
y su hija, también llamada Katy.
Pero aquella tarde las cartas se le daban fatal.
Siempre elegante, con su bien cortada levita tan gris como sus
cabellos y su engomado bigote, aquella tarde Arthur Donley parecía un
principiante. Sus bien cuidadas manos, siempre tan hábiles en escamotear
los naipes que no le interesaban, para sustituirlos por los que sacaba de su
manga, o de cualquier otro sitio más peregrino, en aquella partida no
parecían obedecerle.
¿Es que ya habían olvidado todas las trampas, todos los escamoteos y
habilidades? ¿Qué les estaba ocurriendo a sus veloces dedos? ¿Por qué se
descartaba de los naipes que debía conservar, a nada que sus ojos siguieran
un poco la jugada? ¿Qué era lo que le mantenía tan rígido, tan agarrotado,
tan torpe?
¿Quizá el hombre que estaba sentado frente a él, su contrincante de
aquella tarde?
No habla motivos reales; todos los que estaban en torno de ellos
presenciando la insólita partida, les conocían.
Sabían que los dos hombres eran amigos.
Buenos amigos.
Cierto que Edwin Losey casi medía dos metros de altura, siempre
luda dos enormes pistolones al cinto, era rápido en disparar y, cuando se
enfadaba, resolutivo y violento.
A veces hasta bestial.
Pero precisamente por tales «cualidades» el rico Arthur Donley le
había contratado. Unos años atrás, cuando le había conocido tras un duelo
contra dos pistoleros en plena calle principal de Soda Spring, al verle
terminar con aquellos peligrosos sujetos en un abrir y cerrar de ojos, el
dueño del Katy-Saloon le había propuesto:
—Si se cuida de imponer el orden en mi local, le pagaré lo que pida,
amigo.
Edwin Losey había aceptado.
Tan sólo había puesto una condición: que el resto de los empleados
del Katy-Saloon quedasen bajo sus órdenes.
A su vez, el veterano y elegante Arthur Donley había aceptado.
El ya estaba cansado de bregar con los malos perdedores y los
camorristas. Llevaba muchos años teniendo que soportar clientes que, por
gastarse unos dólares en unas copas, se sentían con derecho a todo: a
gritar, discutir a voces, pelear y hasta dirimir sus cuestiones particulares a
tiro limpio en su local.
Para controlar —y si era preciso reprimir tales abusos a tiro limpio
—, hacía falta un hombre rudo y tan hábil con los puños como con las
armas.
Y para Arthur Donley aquel Edwin Losey había resultado el hombre
ideal.
Luego, el tiempo les había hecho hasta amigos.
El dueño del Katy-Saloon llegó a no tener que preocuparse por nada.
Edwin Losey se cuidaba de todo.
;Hasta sabia mantener a raya a las revoltosas coristas!
Aunque con aquellas alborotadas mujeres Edwin Losey empleaba
otros métodos, claro.
Las sabía manejar bien.
Incluso los habituales clientes del Katy-Saloon se mostraban
contentos con la forma de regir el local aquel hombre alto y corpulento,
que a la par también sabía mostrarse amable y sonriente con aquellos que
guardaban las normas.
Todo lo contrario de que con los camorristas y los peleones.
Con tales alborotadores Edwin Losey no tenía piedad.
El primer aviso era despegarse del largo y reluciente mostrador de
caoba, cruzar el local, plantarse ante la mesa de los que pretendían alterar
el orden o buscaban camorra, para indicarles muy serio desde su
imponente altura:
—Tranquilos, «señores»: si no bajan la voz, se tendrán que ir a la
calle.
Si alguno se mostraba fanfarrón y no aceptaba el primer aviso de
Edwin Losey, ya sabía lo que le esperaba: unos cuantos puñetazos
propinados con puños contundentes o, en el peor de los casos, si los tipos
insistían y pretendían desenfundar sus armas, unas certeras balas para
enviarlos derechitos al cementerio de Soda Spring.
Así de sencillo.
Generalmente, tales cosas sólo pasaba con los forasteros.
Con los que no conocían a Edwin Losey.
El resto, incluyendo a los que en alguna otra ocasión habían pasado
por Soda Spring, voluntariamente hacían caso de aquel gigante y sus
pacíficos consejos. En el Katy-Saloon se podía beber, charlar
amistosamente, dejar pasar las horas jugando alguna partida, probar suerte
en la ruleta si así se quería, bailar o alternar con las coristas, pasar al salón
interior y hasta cenar con ellas si el clientes se mostraba rumboso y, si le
apetecía así, hasta subir a la planta alta y pasar la noche con la chica
elegida.
Pero alborotar y alterar el orden, no.
Eso estaba totalmente prohibido.
El Katy-Saloon tenía su prestigio. Y eso en todo el Estado de
California.
El que aceptase las reglas del juego, pues a pasarlo bien y a divertirse.
El que las infringía y se obstinaba en hacerlo, a reposar al cementerio para
siempre.
Así las cosas, con el paso del tiempo Edwin Losey tenía que
intervenir muy pocas veces. Su fama de inexorable se había extendido más
allá de la divisoria del estado, llegando hasta al norte a O regó n, a Nevada
y al sur a Texas y hasta México.
Prácticamente, Soda Spring había llegado a convertirse en una balsa
de aceite. En una población tranquila en la que, si en sus inicios los rudos
mineros y buscadores de oro del cercano Sacramento alborotaban por las
calles, el tiempo y la presencia de Edwin Losey los había tomado más
sosegados.
¿Más «civilizados»?
Era una buena razón para que el representantes de la ley en Soda
Spring, el Marshall Wilkey Tumer, también se sintiese amigo de Edwin
Losey. Al menos, de vez en cuando se dejaba caer con sus dos comisarios
ayudantes por el Katy-Saloon y nunca dejaba de saludar al encargado del
local:
—¿Cómo van las cosas, Edwin?
—Ya lo ve, Marshall: muy bien.
—Todo tranquilo, ¿eh, amigo?
—As debe ser, señor Tumer. ¿Unos tragos?
—Ahora no; estamos de servicio.
—Pues pásense cuando quieran por aquí, Marshall.
En Soda Spring se llegó a decir que Edwin Losey era como otros
Marshalls. O como un tercer comisario del veterano Wilkey Tumer,
aunque no luciese ninguna placa.
Y ello porque, llegado el caso, si algunos forasteros de paso por allí
intentaban asaltar el banco o cometer alguna otra tropelía, Edwin Losey
salía del Katy-Saloon y secundaba a los tres representantes de la ley con su
siempre eficaz y contundente colaboración.
En cierta ocasión que el alcalde de Soda Spring pretendió nombrarle
comisario, el elegante Arthur Donley se había puesto a gritar muy airado
al protestar:
—No tiene derecho, señor alcalde. ¡Edwin Losey es mi empleado! Le
contraté yo y le pago un buen sueldo.
—Pero Edwin tiene derecho a elegir, señor Donley.
Edwin Losey había elegido seguir encargándose del Katy-Saloon para
satisfacción de su dueño. Consideraba que no debía defraudar a Arthur
Donley, que en su día había confiado en él. Y además encontró otra buena
razón para obrar así: él siempre había sido un hombre independiente y
aquel empleo le venía de perlas.
Y además de eso, estaba la joven y atractiva corista Fanny Brans.
En Soda Spring corría la voz que aquella pelirroja y Edwin Losey
vivían en pecado mortal. Las comadres comentaban en voz baja que el
encargado del Katy-Saloon y aquella corista por las noches dormían en la
misma habitación.
Esa era la «razón» por la que Fanny Brans no estaba allí para alternar
con los clientes, como las otras coristas. La pelirroja se cuidaba sólo de
cantar junto al calvo y viejo pianista Henry Open. Aunque eso sí, con
trajes muy provocativos de generosos escotes y medias de maya negra, que
mostraba con harta frecuencia más arriba de sus torneadas rodillas.
Al dueño del Katy-Saloon no parecía importarle las preferencias de
su encargado por aquella corista. Si todo marchaba sobre ruedas en su
floreciente negocio, allá Edwin Losey y aquella chica.
¿No era un hombre? Pues tenía derecho a elegir una mujer.
No obstante, con el tiempo la actitud de Arthur Donley empezó a
cambiar sobre aquel asunto. Y ello hasta el extremo que cierta noche se
encontró aconsejándole a su encargado:
—No te líes con Fanny, muchacho.
—Me gusta, señor Donley.
—Pero sólo es una... corista.
—¿Y yo qué soy, patrón?
—Sabes que no tengo nada contra ellas. Prácticamente, siempre he
vivido rodeado de coristas y mujeres así. ¡Pero tú mereces otra cosa!
—¿Por qué, señor Donley?
—Te lo digo yo, Edwin. Deberías poner los ojos en otra mujer.
—Me va bien así, jefe. Quedamos en que nunca se metería en mis
cosas particulares.
—¡Cierto, Edwin! Y siempre lo he cumplido, pero...
—Siga, señor Donley.
—Lo he dicho por tu bien.
No se habló más sobre el caso y las cosas siguieron igual, aunque
algo sí varió: Arthur Donley dejó de invitar a Edwin Losey a su casa, al
pequeño rancho que tenía cerca de Soda Spring.
Edwin Losey no dejó de notarlo, pero nada le dijo a su patrón. Arthur
Donley era muy dueño de invitarle o no a pasar unas horas con su esposa y
su hija. Si por aquellos amoríos con la corista Fanny consideraba que no se
lo merecía, allá él.
Pero le extrañó algo que aquella tarde permaneciese más de lo que
acostumbraba en el local, diciéndole al tomarle por el brazo para
conducirle ante una de las mesas:
—Por una vez, tú y yo nos vamos a enfrentar, Edwin.
—¿Usted y yo, señor Donley? ¿Enfrentarnos a qué?
—Tranquilo, amigo. En una partida.
—Sabe que no soy aficionado a los naipes, patrón.
—Pero también sé que sabes jugar al póquer.
—Algo, sí...
—¡Pues a ver si me ganas!
Edwin Losey había sonreído, ante la insólita invitación. Allí todos se
conocían bien y comentó:
—No gaste bromas, señor Donley. Usted es un lince con los naipes en
las manos.
—¿Miedo, Edwin?
—Precaución, jefe. ¡Me desplumará!
—Te pago un buen sueldo, amigo.
—Nunca me he quejado, jefe.
—Lo sé, Edwin... ¡Lo sé! Y te lo pago bien satisfecho, porque me
sabes llevar todo esto muy bien.
—Ya le he cogido el tranquillo, señor Donley.
—¿Aceptas o no esa partida?
—¿Mano a mano los dos, jefe?
—No necesitamos a nadie más.
—Pero usted...
—Quiero ver si también tienes suerte en el juego, hombre.
—Con usted será imposible: me hará diabluras con las cartas.
—Te doy mi palabra que no, Edwin. Si quieres puedes registrarme.
No tengo ningún naipe escondido.
—No llegaría a tanto, señor Donley. Me basta su palabra.
—¿Te decides entonces?
¿Cómo rechazar una invitación así al dueño del Katy-Saloon, el
hombre que le había contratado y le pegaba? Y además estaban todos los
presentes, algunos empleados del local y hasta clientes que se disponían a
presenciar con los ojos bien abiertos aquella singular partida.
Edwin Losey había terminado diciendo:
—Vamos a sentamos, señor Donley.
—Dile a Murphy que traiga barajas nuevas.
Y la partida de póquer había empezado...
CAPÍTULO II
Pero Arthur Donley perdía mano tras mano; sin solución de
continuidad.
Cuando ya llevaba perdido todo el dinero que tenia encima, suspiró
hondo, miró en tomo a los que estaban presenciando la partida y terminó
indagando:
—Bien: ¿alguno de ustedes me presta un par de miles?
Fue Edwin Losey el que atajó, lanzando el manojo de cartas que le
tocaba barajar sobre la mesa:
—Ya está bien por hoy, señor Donley. No debe jugar más.
—¡Quiero hacerlo, Edwin!
—Pero ya le gané bastante y...
—¿Me vas a negar el desquite?
—No es eso, jefe, pero...
—Te firmaré un cheque. Supongo que lo aceptarás.
—No hace falta, patrón. Si tanto se empeña en seguir, yo mismo le
prestaré la mitad de lo que le he ganado.
—Eso me parece justo, Edwin. ¡Baraja!
La interminable partida de póquer adquiría mayor interés. Ahora se
trataba de ver si Arthur Donley se podría desquitar, quedar en paz... o
seguir perdiendo ante su empleado.
Y contra todo pronóstico, el dueño del Katy-Saloon siguió perdiendo.
El mismo Edwin Losey estaba asombrado. No acertaba a comprender
aquello. Precisamente él nunca se había distinguido por ser un buen
jugador de póquer. Ni tan siquiera jamás había logrado ser un jugador
mediocre.
Y ahora resultaba que nada menos que Arthur Donley, un jugador
profesional de toda su vida, ante él parecía ni saber sujetar las cartas.
¿Qué diablos estaba ocurriendo allí?
Y llegó el momento en el que Arthur Donley volvió a quedar sin
dinero. Todas las miradas quedaron centradas en el dueño del Katy-Saloon
quien, un poco nervioso llamó:
—¡Murphy!
El empleado se acercó presuroso:
—Diga, señor Donley.
—Toma las llaves, abre mi oficina y me traes el talonario de cheques;
lo encontrarás en el cajón de arriba, a la derecha.
—Un momento, jefe —empezó a intervenir nuevamente Edwin
Losey.
—¿Qué pasa, amigo?
—Le repito que por hoy ya hay bastante. ¡No voy a jugar más!
—¿Por qué no, Edwin?
—Ya ha perdido usted bastante.
—Eso nada te importa a ti. Soy mayorcito, para hacer lo que quiera
con mi dinero.
—¿Pero no se da cuenta que hoy no tiene la suerte de cara, señor
Donley?
—¡Me desquitaré! Mi suerte cambiará. No es la primera vez que a lo
primero pierdo, para al final...
—¿Por qué se empeña tanto en seguir jugando?
—¡Porque me da la gana, Edwin!
—Pero fijase, jefe. Según mis cuentas, ya ha perdido usted unos
cuatro mil y algo más.
—¿Y eso qué es para mí? Te los apuesto todos a una sola mano.
—¿Está loco, señor Donley?
—¿Aceptas o no, Edwin? En cuanto Murphy me traiga el talonario,
delante de todos te firmaré un cheque por cinco mil. Si ganas, mañana
mismo lo podrás hacer efectivo en el banco.
—Y si pierdo, me quedo sin lo que hasta ahora le he ganado.
—Así es el juego, muchacho.
—No me entusiasma la idea, jefe. Prefiero dejarlo ahora.
—¡Ah, no, Edwin! Todo buen jugador, tiene que darle la oportunidad
del desquite al que va perdiendo.
Edwin Losey miró en tomo suyo y vio que muchos aprobaban
aquellas palabras. Y además él no iba a cometer la tontería de pretender
quedarse con aquella cantidad que le había ganado a su jefe. Así que
nuevamente consintió con una sonrisa:
—Sea, señor Donley... Pero será la última mano.
—Gane quien gane, Edwin. ¡Palabra!
Todos los presentes lo vieron; Arthur Donley firmó en su talonario,
puso el cheque por cinco mil dólares en el centro de la mesa y muy
decidido y animado opinó:
—Ahora que baraje Murphy. ¿Te parece?
—Como usted diga, jefe.
Las manos de Murphy parecían temblar un poco, cuando barajaba y
luego se puso a repartir los naipes. El estaba más acostumbrado a servir en
las mesas a los clientes que hacer de croupier, pero cuando terminó deseó,
un poco cobista:
—Suerte, señor Donley.
Tampoco la tuvo Arthur Donley en aquella ocasión. Claramente lo
reflejó en su rostro, y aunque intentó confundir a su rival en el juego
descartándose de un solo naipe, al final se vio que había intentado jugar de
farol: no tenía ninguna jugada, mientras que Edwin Losey fue mostrando
una a una sus cartas.
Tres jotas...
Los que conocían a Arthur Donley, esperaban que mostraría su
disgusto soltando algún taco. Pero le vieron sonreír, empezar a levantarse
y comentar hasta gestivamente con los que rodeaban la mesa:
—¡Mala suerte! Este bribón hoy me ha ganado unos diez mil dólares.
Luego señaló al centro de la mesa su pulgar en dirección al cheque
firmado y aún comentó:
—Es tuyo, Edwin... Legítimamente tuyo, muchacho. ¡Mañana serás
un hombre rico!
—Un momento, señor Donley.
—¿Qué quieres ahora, Edwin?
—¿Puedo hablar con usted un momento, jefe?
—Suelta lo que tengas que decir, aquí todos somos de confianza,
buenos amigos.
—Preferiría hablarle en su oficina.
—¿De qué? ¿No estás satisfecho aún?
—No se trata de eso, señor Donley.
—¿Entonces de qué? ¿Vas a decirme que ese cheque no es bueno?
—Por favor... ¿Quiere acompañarme, jefe?
—Está bien; si se trata de cualquier otra cosa con respecto al Katy-
Saloon, te escuchará.
Pero añadió cuando seguía por mitad de la fila de curiosos al hombre
alto y recio:
—Pero tendrás que ser breve, Edwin; me están esperando en casa.

***

Nada más cerrar la puerta tras él, muy serio y buscándole las pupilas
al hombre dueño del edificio, Edwin Losey preguntó, hasta con cierta
sequedad:
—¿Por qué lo ha hecho, señor Donley?
—¿Hacer... el qué?
—Dejarse ganar.
—¡Qué tontería. He tenido mala suerte y nada más. —Está mintiendo,
señor Donley.
—¿Eh? ¿Có... cómo te atreves?
—Porque sabe que digo la verdad.
—Pues te equivocas, Edwin. Perdí y eso es todo.
—Cierto que perdió y lo han visto todos. Pero fue porque jugué como
un novato. Descartándose de naipes que debía conservar, pidiendo cartas
que no debía, lanzando faroles ingenuos, no aceptando los envites, cuando
debía hacerlo y...
—¡Alto ahí! ¿Estás insinuando que me dejé ganar?
—¡Lo afirmo! Y ahora usted me dirá por qué.
—No tengo que decirte nada, Edwin.
—Muy bien, jefe... ¡Muy bien! En ese caso, mire lo que voy hacer
con su cheque.
—¡Eh! ¡Espera, loco! ¿Por qué lo quieres romper?
—Porque es un dinero que no voy a cobrar.
—¡Son cinco mil dólares!
—Como si fuese un millón.
—¡Vaya...! Entonces eres tú el que me tienes que decir por qué no lo
quieres cobrar.
—Yo sí se lo diré, jefe: porque no acepto esta clase de «regalitos».
—¿Regalos? Te he dicho que he perdido y en paz, hombre.
—Y yo insisto que se dejó ganar.
—¿Yo? ¿Un jugador de ventaja de toda la vida? ¡No me hagas reír,
Edwin!
—Precisamente por eso, jefe. Así es que diga de una vez qué
pretendía con esto.
—Nada, hombre, nada... En todo caso, que tuvieses algo de dinero.
—¿Para qué?
—Bueno... Cuando un tipo consigue algo de dinero, empieza a
cambiar, a ver las cosas de otra manera, desde distintos ángulos... ¡Ya me
entiendes, Edwin!
—No, señor Donley: esta vez no le entiendo.
—Quiero decir que con dinero se pueden echar raíces, pensar en
fundar una familia, comprar una casa... ¡Todo eso, hombre!
—Ahora sí empiezo a entenderle.
—Tanto mejor así nos ahorraremos palabras.
—Pero quiero que sea sincero conmigo, señor Donley.
—¿Sobre qué, amigo?
—Sobre la familia que cree debo fundar.
—Eso allá tú, Edwin. Aunque creo que una buena chica...
—¿Como su hija Katy, señor Donley?
El maduro y elegante tahúr miró al hombre que tenía ante él,
retadoramente sostuvo su mirada y tras breve silencio a su vez indagó:
—¿Te parece poco para ti mi hija, Edwin?
—No se trata de eso, jefe.
—Entonces, ¿de qué?
—No estoy enamorado de Katy, señor Donley.
—¡Tonterías! Ella de ti sí. ¡Y mucho! Y tienes que saber que el amor
es fruto del matrimonio.
—No opino así.
—Porque aún eres joven.
—Ya he cumplido los treinta y cinco, patrón. ¿Es eso ser joven?
—Comparado conmigo, sí... Y ya ves: la madre de Katy y yo nos
casamos a más edad que ésa.
—Su esposa es una gran mujer, patrón.
—No tanto. A veces me hace pensar que también está enamorada de
ti. ¡Como su hija!
—Eso sí que son tonterías, señor Donley. Respeto y admiro a su
esposa, como creo que ella a mí. ¡Eso es todo!
—De acuerdo: admito que he dicho una majadería. Pero ¿qué me
dices de la pequeña? Eso sí que no lo puedes negar, Edwin.
—Pero sí niego que por el hecho de que Katy se haya encaprichado de
mí, tenga que casarme con ella.
—No es ningún capricho. ¡Te quiere de veras!
—A esa edad, las jovencitas suelen padecer esas crisis.
—¿Crisis? ¡Es enfermedad lo que tiene! Cuando llevas tiempo sin
venir por casa, o no la bajo para que te salude y te vea un poco, languidece.
¡Ni bebe ni come!
Hizo una pausa para encender uno de sus olorosos vegueros tras la
bocanada de humo añadió:
—¿Crees que su madre y yo no nos hemos dado cuenta? Katy nos
tiene muy preocupados.
—Ya se le pasará, señor Donley.
—Eres cruel, Edwin.
—Soy sincero, jefe; llevo más de quince años a su hija.
—Te agradezco que la llames así, amigo. Sabes que la adopté, cuando
me casé con su madre.
—Eso es lo mismo: usted siempre la ha tratado como si fuese
auténtica hija suya.
—Katy es muy buena; una muchacha excelente y con gran
sensibilidad.
—Tiene por qué sentirse orgulloso de ella, patrón.
—¡Pero no te casarás con ella! —insistió al gritar con reproche.
—Le he dicho los motivos.
—¡Maldita sea! ¿Tan encaprichado estás de esa Fanny?
—Tampoco se trata de eso, señor Donley.
—Pues no faltaba más; ésa sólo es una corista pelirroja.
—A la que usted paga, jefe.
—Pues mira, hombre. Ahora que me lo recuerdas... ¡La echaré del
Katy-Saloon!
—Hará mal. Fanny tiene buena voz y muchos clientes vienen por ella.
—¡Ya, ya! Pero tú la dedicas para ti solito, bribón.
—Es ella la que no quiere alternar con nadie. Tiene cierta clase.
—¿Más que nuestra Katy?
—¡Y dale, jefe! No tiene por qué compararlas. Pero...
—Pero quieres seguir soltero, granujón —le ayudó a terminar la
frase.
—Señor Donley, ¿qué le parece si hablamos en serio?
—Yo lo estoy haciendo. ¡Y muy en serio, Edwin!
—Pero utilizando unos métodos que no me van.
—¿Lo dices por lo de esa partida de póquer?
—Entre otras cosas.
—Yo sólo pretendía que ganases algo de dinero. Que pudieras sentirte
independiente y con posibilidades para...
—¡Ya sé! —le interrumpió—. Para fundar una familia, comprar una
casa, casarme con su Katy.
—¿Y por qué no, hombre? Dejarías de trabajar aquí, aunque me
seguirías ayudando a llevar las cuentas. ¡Como socios, vamos!
—¿Más tentaciones, jefe?
—No son tentaciones, Edwin. ¡Sería así!
—La verdad, jefe: yo se lo agradezco mucho, pero...
—Pero... pero... pero —se puso a repetir con burlón énfasis Arthur
Donley—, Siempre tienes algún «pero» de esos en los labias.
—Ya me conoce, señor Donley. Soy un don nadie.
—Con ese dinero, ya no, muchacho.
—No voy a aceptarlo; por lo menos el cheque.
—¿Por orgullo, Edwin? ¿Porque crees que he querido comprarte?
—Porque me voy a marchar, jefe.
—¿Có... cómo dices, muchacho?
—Sí. ¡Me voy a marchar de Soda Spring!
—Ahora sí que la he hecho buena. No hay para tanto, hombre.
—No voy a marcharme por lo que intentó, sino por otros motivos.
—Dime cuáles. ¿Quieres que vuelva a subirte el sueldo?
—No, jefe... Es que he recibido una carta.
—¿De quién?
Edwin Losey guardó silencio, hasta que informó quedamente:
—De... una mujer...
—¡Sopla! No me vengas ahora diciéndome que estás casado.
—Casi lo estuve, señor Donley.
—Nunca me dijiste nada sobre eso, muchacho.
—¿Para qué? Eran cosas del pasado, que ya creí enterradas del todo.
—Y ahora, con esa carta que dices has recibido...
—Pensaba anunciarle mi marcha, jefe.
—Pues sí que he sido oportuno en mi intentona. ¡No doy una, chico!
—Usted mismo me despedirá de su esposa y de Katy.
—¡Ah, no, pillastre! Eso lo tendrás que hacer tú.
Luego pareció ponerse a pensar en otras cosas y se encontró
preguntándose:
—¿Y quién se cuidará del Katy-Saloon?
—Cualquiera de los muchachos puede hacerlo. El mismo Brinko.
—Nunca lo hará como tú, Edwin.
—Gracias, jefe, pero...
—¡Ya vuelves otra vez con tus «peros»!
—¿Qué quiere que le diga?
—Pues al menos que sientes dejamos. Que te encontrabas bien aquí.
Que no te ha ido tan mal y que yo... yo... Bueno, que yo sabes que te
aprecio, Edwin.
—Y yo a ustedes, señor Donley.
—¡Pero nos dejas, leñe!
—Quizá vuelva algún día por aquí.
—¿Y mientras tanto, qué?
—Ya le he dicho que el mismo Brinko le puede servir.
—¡Al diablo el Katy-Saloon y los negocios, leche! Yo me refiero a
ti... A ti como hombre y persona, Edwin.
—Su cheque, señor Donley.
—¡Yo tampoco lo quiero! —rechazó.
—Pues voy a romperlo.
—Allá tú. ¡Eres un tipo extraño, Edwin! ¡Muy extraño!
Y como muy ofendido, salió de allí chupeteando con bríos su puro
habano.
CAPÍTULO III
El rancho se llamaba Tres Coronas y estaba situado en las
proximidades del Tahore Lake, equidistante a la población de Georgetown,
la ciudad más cercana a la divisoria entre los estados de California y
Nevada.
Unos cuantos días de larga marcha, hasta que jinete en su caballo
Edwin Losey se plantó allí.
Ya se sabía de memoria la carta que había recibido en el Katy-Saloon
de Soda Spring:

«Al fin te he localizado después de tantos años y te necesito, Edwin.


Sigo queriéndote como antes, mi amor, creo que ahora con más ansias de
mujer, porque entonces sólo era una niña. Si sigues el croquis que te
adjunto podrás encontrarme junto al lago, en el embarcadero. El encargado
de pasar la balsa es un buen hombre llamado Walter Brosky, que tiene su
cabaña cerca de allí. A partir del día veinte bajaré todas las mañanas hasta
allí, dando un paseo a caballo. No faltes, cariño. Sigue adorándote tu Nela
de siempre».

El croquis dibujado en papel aparte le había ayudado mucho a llegar


allí, porque realmente se trataba de una región poco habitada, con muy
escasas poblaciones y sí algunas granjas, también muy distantes entre sí.
Aquella parte de California,, mucho más al norte de San Francisco y
hasta de Sacramento —y más hacia el este también—, no era tan fértil
como el resto del Estado. La seca climatología de la cercana Nevada debía
influir bastante para que la región fuese más árida y reseca, pese a que
concretamente por aquella zona la humedad del Tahore Lake permitía que
el terreno resultase más fértil y bueno para la cría de ganado.
Pero ¿por qué una persona como Nela Brayner había ido a vivir a
lugares tan apartados como aquéllos?
Bueno: lo primero que había que preguntarse era si el destino no la
había también zarandeado a ella, hasta el punto de que no habría podido
elegir.
Y a ella misma también le tendría que preguntar mil cosas más.
En el fondo, pese a los años transcurridos, tenía que confesarse a él
mismo que seguía enamorado de ella. Su primera ilusión femenina. Sus
primeros besos como hombre, sus primeros contactos de lo que podía ser y
significar el amor.
En realidad, lo verdaderamente mágico del primer amenes la absoluta
ignorancia de que alguna vez ha de terminarse. Quizá por eso tiene mil
maneras de hacer a los seres humanos dichosos..., aunque tenga muchas
más de robar el sosiego.
A Nela y a él les había ocurrido esto última
Los dos cataron las mieles de la felicidad, del éxtasis, de la deliciosa
embriaguez de las caricias y los arrebatos amorosos; pero sin duda alguna
a un precio muy alto, por ser los dos muy jóvenes.
Prácticamente él sólo tenía diecisiete años y ella quince.
Dos críos.
Pero dos inconscientes apasionados que, sin pretenderlo, habían
causando la desgracia de los que les rodeaban.
Edwin Losay no podría olvidarlo nunca.
Aunque viviese mil años.
Las balas del rencor habían tronado en su casa, cuando los hermanos
de Nela se plantaron allí, reclamando a sus padres responsabilidades.
Y no les valió el que, siempre enamorado, él gritase y prometiese que
se casaría con la muchacha.
Los hermanos de Nela tenían otros planes más ambiciosos. Querían
casar a la muchacha con el rico George Palmer y llegaron allí con el deseo
de silenciar para siempre lo que podía ser un obstáculo.
En la agria discusión el padre de Edwin Losey había muerto, al
pretender echar de su granja a los dos irritados visitantes. El era muy
joven, pero se lanzó sobre los atacantes con un cuchillo de cocina. No
mató a nadie, pero uno de los hermano de Nela quedó muy mal herido.
El otro, se cuidó de acusarle declarando que su hermano había tenido
que disparar sobre el granjero porque vio que se disponía a secundar a su
hijo, empuñando una escopeta.
Aquello era mentira.
Pero los muertos ya no pueden declarar nada y, como el hermano
mayor de Nela también murió mientras esperaban el juicio en una celda, a
él le había condenado, saliendo absuelto el hermano menor de Nela.
Fue el que llevó la mejor parte.
Incluso, con el tiempo, hasta se reconcilió con su hermana, que al fin
le hizo caso y se casó con el rico George Palmer, que prefirió olvidarlo
todo.
«Perdonan» a la muchacha que se convertía en su esposa.
Cumpliendo su condena en prisión, Edwin Losey nada pudo evitar.
Cuando salió habían pasado seis largos años y durante todo ese tiempo
siempre tuvo que escuchar que había tenido «mucha suerte».
La condena había sido corta por sus pocos años, claro.
Pero él no se consideró con suerte: más bien un hombre como
perdido, sin saber hacia dónde ir ni lo que hacer.
Sin familia.
Sin nada.
Como una hoja arrastrada por el vendaval de la vida, siempre de aquí
para allá, sin rumbo ni meta fija. Según los vientos que soplasen.
Una cosa era cierta: tenía que vivir. Seguir respirando. Se había
endurecido su cuerpo y su alma, en aquellos años de encierro en los que
tuvo que tratar con hombres rudos: seres que también tenían que luchar
con sus inciertos destinos.
Todo esto le hizo diferente al resto de los hombres. A los veinticinco
años había madurado tanto, que sus ilusiones estaban marchitas. Miraba a
las mujeres como un agradable pasatiempo, como algo que su cuerpo
necesitaba y debía emplear. Y puesto que los hombres le miraban a él
como a un rival, como un oponente, tampoco se había esforzado mucho en
cultivar la amistad.
Así, casi sin darse cuenta, se había plantado en los treinta y cinco
años. Y a tal edad, por lo menos en el Oeste, la vida no hace inocentes e
ingenuos.
No obstante, había acudido a la cita con Nela llevado por sus últimas
esperanzas. Para él era como pretender cerrar un largo paréntesis y al fin
encontrar el camino verdadero.
Por eso, una vez más, lo había dejado todo y estaba allí, mirando
desde la silla de su montura a las tranquilas aguas de Tahore Lake,
cabalgando en busca del embarcadero. Todo aquello presentaba un paisaje
tranquilo y agradable, porque el gran lago estaba rodeado de espesos
bosques, donde la vida debía deslizarse muy sosegada.
Nela había sabido elegir un sitio apacible y bello para el reencuentro.
Cuando bordeando el lago distinguió la balsa amarrada al embarcadero,
dirigió el caballo hacia allí. Los cascos del animal debieron llamar la
atención del hombre que se ganaba la vida allí, con la balsa transbordando
a los viajeros a la otra orilla y le vio asomar su leonada cabeza pelirroja
por una de las ventanas de la cabaña.
Alzó un brazo y desde lejos le saludó amistosamente, recordando el
nombre que le había escrito Nela:
—¡Eh, hola1 ¿Es usted Walter Brosky?
—¡El mismo! —dijo el hombre asomado a la ventana de la cabaña.
Edwin Losey siguió acercándose confiado.
Y entonces, en aquellas soledades, tronó el disparo de rifle...

***

La bala no le alcanzó de puro milagro.


Debió ser porque, en el instante que el plomo dirigido hacia él a la
altura del corazón se disponía a alcanzar su objetivo, el caballo alzó la
cabeza a uno de sus movimientos al lanzarlo al trote con las espuelas en
dirección al embarcadero.
El animal lanzó un relincho de dolor, torció el poderoso cuello y se
alzó de patas delanteras, recibiendo el segundo disparo de rifle que
finalmente le hizo caer, arrastrando al hombre que le montaba.
Edwin Losey había tenido que cabalgar mucho y eso le dio
oportunidades para llegar a ser un excelente jinete. Por otra parte era un
hombre de rápidos reflejos y sólo tardó una fracción de segundo en sacar
los pies de los estribos, para impulsarse por él mismo fuera de la silla de
montar.
Media voltereta en el aire le hizo caer sobre el húmedo terreno de la
orilla del lago y ponerse a rodar sobre él mismo, como una peonza.
Cuando paró ya tenía el revólver derecho empuñado y se puso a
presionar el gatillo, procurando enviar las balas hacia su traidor agresor,
que no debió esperar la veloz reacción del jinete sobre el que disparó.
Lo cierto fue que le alcanzó al primer disparo.
Debió ser así, porque los otros dos los recibió cuando ya , alzaba los
brazos, soltaba el rifle y su cuerpo se vencía hacia la parte exterior de la
cabaña, lanzando un alarido.
Edwin Losey quedó pegado al terreno y hasta intentó recular hacia los
árboles, para seguir apartándose más de la húmeda orilla del lago, donde
su moribundo caballo pateaba al aire en su agonía.
El largo silencio que siguió volvió al entorno del Lahore Lake a la
apacible calma anterior. Tan sólo los pájaros trinaban y por entre la maleza
del bosque se percibía, de vez en cuando, el roce de algún animal que huía.
¿O era otro enemigo, oculto por allí y también acechándole?
Edwin Losey continuó pegado al terreno, cada vez más cerca de los
árboles. Se arrastraba sin perder de vista la rustica cabaña junto al
embarcadero y esparciendo la vista por todos lados, dispuesto a volver a
disparar el revólver, con movimientos casi instintivos recargaba con los
cartuchos que sacaba de su cinturón canana.
Su caballo había dejado de patear y ya no pero por los movimientos
de su vientre el pobre animal aun seguía con vida.
Pensó en aquel compañero fiel, que le había prestado su último
servicio, al recibir las balas traicioneras por él. Si se desviaba un poco a la
derecha, desde allí podría dirigirle unas balas a la cabeza y terminar con
su lenta agonía.
No lo hizo porque sus disparos podrían delatar su situación si es que
había más enemigos agazapados por allí.
Mientras dejaba pasar los minutos, Edwin Losey se puso a pensar los
posibles motivos para un ataque así. El hombre de leonada cabeza de
cabellos pelirrojos seguía como doblado sobre el alféizar de la ventana de
la cabaña; ya no se movía y los brazos le colgaban hacia las tablas donde
había dejado caer su rifle.
Una posición así sólo la podía mantener un muerto.
Aquel traidor había recibido lo merecido.
Sin duda alguna, debía ser el encargado de la balsa: Walter Bronky.
Pero ¿quién le había encargado que le liquidase a él?
Aquella carta sólo la había leído él, tras enviársela Nela al Katy-
Saloon de Soda Spring. Y la mujer que le había escrito no tenía motivos
para desear su muerte.
Y había otro detalle a tenerse en cuenta: en la cita le decía que ella
bajaría hasta el embarcadero fingiendo que daba un paseo a caballo, a
partir de cada mañana del veinte de aquel mes. El había acudido un día
antes porque, como hombre precavido y conocedor de la vida, siempre le
gustaba hacer así las cosas: para tener tiempo y reconocer el terreno
previamente.
Y otra cosa más; para desear matar a un hombre hace falta conocerle.
Edwin Losey no recordaba haber cabalgado por aquella región de
California en toda su vida Así es que nadie de allí podía conocerle
físicamente
Y sin embargo, aquel tipo pelirrojo no había dudado en dispararle así
que le vio acercarse y saludarle por su nombre.
¿Y de un sujeto así le había escrito Nela que era un buen hombre?
«¡Caray! —se dijo Edwin Losey—, Si llega a ser una mala persona
me lanza un cartucho de dinamita.»
Medio se incorporó sobre los codos, para echar mejor un vistazo en
tomo suyo. Todo seguía tranquilo, quieto, en silencio.
Empezaba a convencerse de que no le acechaba ningún enemigo más
por allí.
Aunque no debía confiarse.
El aire ondulaba un poco las aguas del lago, prestándoles un
movimiento que las hacía brillar, como millones de espejitos que alguien
moviese. Esto le hizo temer que alguien podía acercarse a cualquiera de
las dos orillas y solicitar los servicios de la balsa.
Si le veían por allí, acertarían al sospechar que él había matado al tal
Walter Brosky.
Decidió forzar las cosas y, levantándose del todo, aunque con el
revólver empuñado y mil precauciones, empezó a caminar hacia la cabaña
del embarcadero.
Edwin Losey pensó como tantas otras veces: «Al fin de cuentas, sólo
se muere una vez.»
CAPÍTULO IV
Nada de lo que había en el interior de aquella rústica cabaña valía
medio dólar.
Incluyendo a los dos hombres muertos que encontró: el baleado por él
y que seguía doblado por la cintura, con medio cuerpo al exterior de la
ventana, y el otro que encontró acurrucado en un rincón con una cuchillada
en el cuello mortal de necesidad.
Por las roídas ropas, toda su pinta y las descuidadas barbas, aquél sí
que debía ser Walter Brosky, el viejo encargado de la balsa y dueño de la
cabaña en el embarcadero. El otro raizaba buenas y limpias botas, espuelas
de plata y un pisotón al cinto, con el que había muerto sin llegar a disparar
Lo había hecho con un Winchester 73 que Edwin Losey recogió antes de
entrar en la vivienda.
De todo ello se deducían las cosas: aquel sujeto de la cabeza leonada
de cabellos pelirrojos debió entrar allí, acuchillar al encargado del
embarcadero y ponerse a esperar con su rifle la llegada del hombre que le
habían encargado liquidar
Pero ¿quién le había pagado para hacerlo?
Y otra pregunta no menos angustiosa: ¿Debía empezar a sospechar de
Nela?
Cabía pensar que sólo ella conocía la cita que le había dado por la
carta que le envió. Y eso a la mañana del día siguiente, veinte de aquel
mes.
«Me hago un lío», se dijo Edwin Losey, siguiendo mirando por allí.
No descubrió más que suciedad, desidia, abandono, miseria La típica
vida de esos individuos, ya vencidos al final de sus míseras existencias,
que terminan ganándose el pan cuidándose de un solitario embarcadero
como aquél.
Y al final, aquel Walter Brosky había terminado de aquella mala
manera.
Amén.
De pronto, Edwin Losey volvió a quedar tenso. Algo se movía bajo el
camastro y hasta creyó percibir su fino oído unos gemidos. Apuntó con el
revólver hacia allí y ordenó tajante:
—¡Salga quien sea!
Un perrillo con muchas lanas se arrastró bajo el camastro, con sus
patas delanteras ensangrentadas. Le faltaba media oreja derecha y el
animal también sangraba por el cuello:
—Hola, amiguito... A ti también te «acarició» el cuchillo de ese
canalla, ¿verdad? Debiste intentar defender a tu amo y... Vamos, lanudo;
ven hacia aquí, no voy hacerte nada, chucho.
Alzó al asustado animal en sus manos y lo sacó al exterior, para lavar
sus heridas en la orilla del lago. Luego le vendó como pudo con lo que
encontró y decidió llevárselo de allí, pensando que, ya que había perdido
su caballo, al menos no se sentiría tan solo.
Porque había decidido esperar al día siguiente, para comprobar si
Nela acudía a la cita que le había dado.
Entonces, si hablaba con ella, quizá aclararía muchas cosas.
—Vamos, «Lanudo». ¿Puedes andar? Veo que sí; aún te sostienen las
patas.
Pero tuvo que insistir para que le siguiera: era natural que el
animalejo no quisiera apartarse de su amo.
—Está muerto, «Lanudo». ¿Quieres morir tú también ahí, junto a él?
Al fin le siguió renqueando, viendo que el hombre se internaba en el
espeso bosque; Edwin Losey calculaba que el caballo del asesino de la
cabeza leonada no debía estar lejos de allí. Al Tahore Lake no se llegaba
andando y aquel tipejo con buenas botas y espuelas le había estado
esperando agazapado en aquella cabaña
No había calculado mal y tuvo suerte; pero gracias al perrillo que, al
percibir el olor del caballo atado a uno de los árboles, empezó a ladrar con
sus pocas fuerzas.
—Gracias, «Lanudo»; ya empezamos a entendemos, amigo.
Se trataba de un alazán no muy bueno, pero sí con buena silla de
montar y la funda del rifle vacía. En las alforjas había alguna comida, café
y galletas, además de algunos cartuchos de Winchester y Colt del 45,
revueltos con unas pastillas de tabaco de mascar.
El animal era dócil y respondía con prontitud a las indicaciones de las
bridas y la presión de las rodillas. También alzaba la cabeza brioso al
galopar, pero su nuevo dueño pronto le puso al paso para que el perrillo
herido pudiera seguirles.
Edwin Losey volvió junto a su caballo ya muerto y le quitó la silla, la
funda con el rifle y todas sus cosas.
Luego volvió a retirarse de allí, dispuesto a esperar el nuevo día.
Y se mantendría bien atento.

***

Por entre los árboles, la reconoció al instante.


Nela Bryner aún estaba más hermosa y sugestiva que cuando sólo
tenía quince años. Los años la habían granado, perfeccionando su cuerpo
de armoniosas curvas, que ahora se balanceaban al paso del pura sangre
que montaba acercándose al embarcadero por la orilla del lago.
Edwin Losey sintió una sensación extraña al volver a verla, después
de tantos años. Si no calculaba mal, diecisiete o dieciocho, en total.
Toda una vida.
Pero Nela Bryner seguía manteniendo su sello especial, aquellas
características tan singulares que la hacían destacar y distinguir de entre
las demás mujeres.
Como si fuese única; irrepetible.
Y ahora que parecía tenerlo todo, disponer de poder y dinero por su
forma de vestir y aquel soberbio caballo que venía montando, todo aquello
aún se destacaba más, la realzaba, la convertía en una diosa.
Y también seguía siendo la misma presumida. Lo indicaba el detalle
de desdeñar el sombrero, para que así destacase su hermosa cabellera
sedosa y rubia, cayendo como una abundante cascada de oro sobre sus
hombros y espalda, reposando en aquella blusa de seda blanca que
realzaba a su vez los senos turgentes de hembra en sazón.
Edwin Losey la recordaba juvenil y esbelta, graciosa y simpática,
siempre con la sonrisa en sus labios rojos y tentadores; pero ahora
resultaba más hermosa y apetecible, más arrebatadoramente deseable y
sugestiva.
Más mujer.
Desde su escondite entre los árboles del bosque, el hombre seguía
cada paso del pura sangre que montaba, que repercutían en el balanceo de
las caderas de aquella hembra que le había citado allí, en lugares tan
apartados y solitarios como aquéllos.
Volvería a abrazarla, a rodear su maravilloso cuerpo con sus brazos, a
besarla, tenerla, poseerla. A fundirse con ella con caricias que serían como
el desquite de tanto tiempo deseadas, soñadas.
Cuando vio que se acercaba a la solitaria cabaña cerca del
embarcadero, deseando evitarla el desagradable espectáculo que le
esperaba, desde lejos gritó:
—¡No sigas, Nela! ¡Estoy aquí!
La mujer que avanzaba sobre el brioso caballo frenó los pasos del
animal, poniéndose a mirar a derecha e izquierda. Sus largos cabellos
rubios se agitaron con aquel movimiento de su cuello de cisne y al fin sus
labios indagaron:
—¿Eres tú, Edwin?
El perrillo lanudo y herido empezó a ladrar, pero la voz masculina se
impuso al alboroto que formaba al indicar:
—Sí, Nela; no te acerques a la cabaña, por favor.
—¿Por qué, Edwin? ¿Qué pasa?
Había sido un estúpido al recelar de aquella mujer. Su actitud y
pregunta demostraba que nada sabía de lo que había ocurrido allí Por
alguna razón que ahora ignoraba y no se podía poner a analizar, alguien se
había enterado de la cita que le había dado en aquella carta y había
intervenido por su cuenta.
Ya intentaría averiguarlo más tarde. Ahora lo importante era
atenderla a ella y Edwin Losey volvió a indicar:
—Ven, Nela; acércate aquí.
—Pero ¿qué pasa, Edwin? Estaremos mejor en la cabaña: el señor
Brosky es amigo mío.
No tenía por qué ocultarle nada en informó:
—El señor Brosky está muerto, mujer.
—¿Muerto Walter Brosky? —pareció alarmarse, volviendo a frenar la
marcha del pura sangre.
Edwin Losey le salió al paso y, cuando tomó las riendas aquel caballo
pareció inquietarse. La mujer le dominó con manos expertas de buena
amazona y al fin el movimiento de su talle pareció ofrecerse, para que el
hombre la ayudase a descabalgar.
Edwin Losey extendió sus brazos, pero vio que ella se detenía y desde
la altura de la silla le contemplaba con ojos admirados al musitar
—Cómo has crecido, Edwin. ¡Qué alto eres!
—Hace tiempo dejé de ser un crío, mujer.
—¡Cierto! Ha pasado mucho tiempo.
—Dieciocho años, Nela
—Justo... Lo sé por la edad de mi hija... ¡De nuestra hija!
—¿Qué dices, mujer?
—¿De qué te asombras, cariño?
—De... de nada... Perdona. ¿Te ayudo a bajar?
Por breves momentos, volvió a tenerla en sus manos. Mientras la
ayudaba desde la silla de montar al suelo musgoso del bosque, estuvo a
punto de estrecharla contra su pecho y buscar con la suya ansiosa aquella
boca de mujer.
Logró contenerse, quizá por lo que ella acababa de anunciarle con
aquellas palabras.
¡Los dos tenían una hija!
Se conformó con mirarla fijamente a los ojos:
—Nela... ¿Es cierto lo que has dicho?
—¿Te disgusta?
—No... Pero me asombra. Me... me deja perplejo. Yo nunca más supe
de ti y... ¡Es maravilloso, Nela!
—Nunca pude escribirte. Me casaron con George Palmer y... ¡Mi vida
ha sido un infierno!
—La mía tampoco fue un regalo, mujer.
—Lo supongo. ¡Pobrecito mío!
—Tu hermano se cuidó de ello. ¡Mintió en el juicio! Fue él el que
mató a mi padre, no tu hermano mayor.
—No hablemos de todo eso, por favor —suplicó ella.
—Como quieras... ¿Has... enviudado?
La negativa fue con la cabeza, no con la voz.
—Entonces... ¿Sigues casada con George Palmer?
—Sí... Para mi desgracia En el croquis que te envié con la carta, te
indicaba el lugar de nuestro rancho.
—Sí... El Tres Coronas. Pasé frente a él, pero seguí hasta aquí.
¡Ansiaba llegar cuanto antes al lugar de la cita!
—¿Por qué no me has esperado en la cabaña?
—Te repito que su dueño ha muerto.
—¿Cómo sabes eso, Edwin?
Le contó en pocas palabras y la mujer exclamó, visiblemente
aterrada:
—¡Dios mío! Eso es que nos han descubierto.
—¿A quién te refieres, Nela?
—A mi marido... ¡A George Palmer!
—¿Cómo pudo saber que me enviaste la carta?
—No lo sé... Pero es ladino y astuto. ¡Siempre consigue lo que se
propone! Lleva años rodeándome de espías, de vigilantes... Hombres que
trabajan para él, o a los que paga o soborna.
La mujer hizo una pausa, sin dejar de retorcerse las manos, hasta que
mirando desde allí a la lejana cabaña del embarcadero añadió:
—Ese hombre melenudo que dices, de cabellos pelirrojos, debe ser el
irlandés.
—¿Qué irlandés?
—Se llama., —volvió a callar, para rectificarse—. Se llamaba Noel
O’Hara. Uno de los hombres de confianza de mi marido.
—Bien, pero... Ese tipo no me conocía Yo jamás le había visto a él.
Primero le tomé por el encargado del embarcadero y hasta le llamé Walter
Brosky.
—Pobre polaco. ¿También le tuviste que matar tú, Edwin?
—Te he contado cómo pasaron las cosas, Nela. Supongo que ese
irlandés que dices le degollaría en su cabaña, para mejor sorprenderme
desde allí. Ese es su perrillo.
—¿Y por qué te has traído al chucho? Si te ven con él pensarán que tú
asesinaste a su amo.
—No lo pensé, mujer; estaba herido y le vendé esa oreja y el tajo del
cuello.
Ella pareció pensar, hasta que exclamó:
—¡Ya está! Le ahogaremos en el lago.
Algo sorprendido, Edwin Losey objetó:
—No haremos eso, Nela
—¿Por qué no? Sólo se trata de un perro. Y además sucio y
desagradable. ¡Lo digo por tu bien, cariño!
Mirando al perrillo lanudo que a su vez le buscaba los ojos y le
agitaba su corto rabo, el hombre opinó:
—No hace falta ahogarle en el lago. Le he tomado simpatía
—Es ridículo, Edwin. Te repito que te puede buscar problemas.
—¿Y qué? Ya los tenemos encima Alguien más que tú sabía que
acudiría a tu cita.
—En eso tienes razón —admitió ella—, ¡George me matará!
—No, si te vienes conmigo, Nela.. Más tarde, ya aclararemos la
situación.
—¿Estás loco? —le miró entre asombrada y con enfado—. Ese
rancho es tanto de mi marido como mío.
—Creí que estabas dispuesta a dejarlo todo por mí.
—Otra bobada cariño. He soportado durante años a ese hombre.
—Razón demás, para librarte ahora de él.
—¿Y mi hija, qué?
Nela Reyner comprendió al instante que aquél era el punto fuerte de
su argumentación y añadió:
—Hablo de nuestra hija, Edwin. ¡Tuya y mía!
—Perdona, mujer. Es que... Aún no estoy acostumbrado a esa idea.
—Pues ves acostumbrándote. No haremos ninguna locura: ese rancho
vale una fortuna. ¡Y lo heredaremos mi hija y yo!
—¿Has dicho «heredar»? ¿Es que piensas seguir con ese viejo?
—Te he dicho que he tenido que soportar sus babas durante muchos
años. No voy a tirarlo ahora todo por la borda.
—Entonces, ¿para qué me escribiste, Nela? ¿Para qué me citaste
aquí?
—¿Te disgusta haber venido, Edwin?
—No, pero...
—Mírame, amor mío... Mírame a los ojos y abrázame —casi suplicó
la mujer, como sólo Nela Brymer era capaz de hacerlo.
Y Edwin Losey sucumbió por segunda vez a aquellas miradas.
¿Era su destino?
CAPÍTULO V
El perrillo volvió a ladrar furiosamente y Edwin Losey tuvo que
soltar a la mujer, para sujetar al animalejo y que no se alejase corriendo.
—Quieto aquí, «Lanudo» —le pidió—. Si has visto alguna liebre no
estás para cazarla Espera un poco y te daré de comer yo.
—¡Oh, qué chucho más desagradable! —lamentó ella—. Seguro que
tiene pulgas.
—¿No te gustan los animales?
—Sí. Pero detesto a los perros: no saben más que ladrar.
—«Lanudo» es muy simpático.
—No se llama así. El viejo Brosky le llamaba «Aspe».
Al oír su nombre el perrillo pretendió acercarse a la mujer, pero ella
le rechazó mientras Edwin Losey se interesaba:
—¿Sueles venir mucho por aquí?
—A veces. Paseando a caballo con Marie.
—¿Ese nombre le pusiste a... nuestra hija?
—Sí. Parece que te cuesta trabajo decir «nuestra hija», cariño.
—Compréndelo, mujer. Acabo de enterarme que soy padre. Sabía que
tu hermano te había hecho casar con George Palmer, pero no que tenías
una hija.
—Desaparecimos de allí. Todo eran habladurías y chismorreos. Así es
que el viejo compró este rancho y nos trasladamos aquí
—¿Y que es de tu hermano Elmer?
—Sigue con nosotros. Se ha convertido en la mano derecha de mi
marido.
—¡Vaya! Bien por ese bribón. Siempre viviendo a costa de los demás.
—Elmer trabaja lo suyo. George Palmer jamás ofreció nada, sin pedir
a cambio más de lo que dice «da».
—¿Y qué tal se lleva con... Marie?
—Bien; el muy estúpido cree que es su hija.
La hermosa mujer hizo una pausa, para informar con cierta
satisfacción en su rostro:
—Es tan cretino y está tan orgulloso de él mismo, que desde el
principio le hice creer que era hija suya.
—¿Co...cómo dices?
—Que ya me las apañé yo, para hacérselo creer así.
—Un momento, Nela ¿Quiere eso decir que tuviste relaciones con ese
hombre, antes que me juzgaran? ¿Antes que George Palmer se casara
contigo?
—¿Y qué podía hacer, pobre de mí? A ti te iban a juzgar y condenar.
Y además... ¡Fue mi hermano Elmer el que insistió!
—¡Elmer! ¡Elmer! —repitió el hombre—. Siempre tu hermanito por
medio.
—Tú me mataste al otro.
—Tampoco es cierto eso, Nela
—Pues en el juicio admitiste que le atacaste con aquel cuchillo de
cocina.
—Cuando Elmer disparó sobre mi padre y Tom iba hacer lo mismo
sobre mí. Y sólo le herí.
—Pues al poco murió en el calabozo.
—Siempre he tenido mis dudas sobre eso, Nela. Lo he pensado
millones de veces en todos estos años.
—¿Insinúas que Elmer tuvo algo que ver?
—Tu hermano Tom murió envenenado, no de la herida que le hice.
—Viene a ser lo mismo: el pobre murió.
—Sí, pero de vómitos. Uno de los médicos creyó que le habían puesto
algo en la comida.
—Te he dicho que no me gusta hablar de todo eso, Edwin.
—De acuerdo.
Y para complacerla él varió:
—¿Cómo supiste que estaba en Soda Spring?
—Te hiciste famoso, guardando el orden en ese Katy-Saloon.
—Comprendo.
—Unos vaqueros del Tres Coronas pasaron por allí y volvieron
hablando de un tal Edwin Losey, que era el terror.
Dándose una palmada en la frente, Edwin Losey exclamó:
—¡Entonces ya está! Tu marido también debió enterarse. George
Palmer jamás olvidará mi nombre.
—Siempre te ha odiado, desde que tú y yo, de jovencitos...
—Debió de enviar a alguien a vigilarme... Luego han debido
seguirme y por eso, ese pelirrojo irlandés...
Se interrumpió y, aquella vez, sí que dejó ladrar al perrillo y hasta le
soltó, para ponerse a seguirle por entre los árboles del bosque. «Lanudo»
iba directo en dirección a la orilla del lago, cuando inesperadamente una
voz brotó tras uno de los árboles y le ordenó:
—¡Quieto ahí, pichón! Las zarpas bien altas, Losey.
Sin darle tiempo a reaccionar, en el lado contrario otra voz remachó:
—Obedece, Losey. Un pestañeo y te liquidamos.
Estaba bien atrapado. Le podían disparar desde la derecha y la
izquierda. Por muy velozmente que lo intentase, uno de los dos no le daría
tiempo a desenfundar el revólver. Y entretanto con Nela, no había prestado
la debida atención a los ladridos del perrillo.
Aquella mujer le había vuelto a buscar la perdición.
Siempre igual; por Nela Bryner.
No quiso seguir pensando en eso y, para al mismo tiempo ganar
tiempo y una posible oportunidad, alzando los brazos indagó:
—¿Quiénes son ustedes?
—¿Y eso qué importa, Losey? —dijo el de la derecha.
—Conocen mi nombre.
—Es verdad, amigo. Pero Edwin Losey será juzgado por doble
asesinato en Georgetown.
—¿Van a llevarme allí?
—Todo será legal. La horca por haber acuchillado al pobre Walter
Brosky y a un amigo nuestro: Noel O’Hara.
—¿Se refieren a ese pelirrojo irlandés?
—Sí... ¿Pero cómo sabe que fue irlandés, amigo?
—Me han sorprendido... Han debido acercarse poco a poco, con
mucha cautela.
—Así es, Losey.
—Pues deben saber que estoy acompañado... Con la señora Palmer.
—Ella no aparecerá para nada en todo esto. Nadie la mezclará en el
juicio.
—Yo sí, «caballeros».
—Perderá el tiempo. El señor Palmer y su esposa están muy altos.
—¿Es quién les paga?
—Quiere saber muchas cosas, Losey.
—Es natural; ya me queda poco de vida.
—Y si sigue hablando le quedará menos. Con su cadáver también
valdrá la comedia.
Las cosas así, tenía que intentarlo.
Aunque fuese a la desesperada y con una probabilidad contra cien. No
hacerlo era ponerse en las manos de aquellos hombres; permitir que el
viejo y celoso George Palmer, al fin, pese a los años transcurridos se
permitiese llevar a la horca a su rival Edwin Losey.
Incluso después de su muerte, atormentaría a Nela recordándola
siempre cómo había terminado su primer amor: la ilusión de su juventud a
los quince años.
También fugazmente, recordó que Nela le habla dicho que los dos
tenían una hija. Una muchacha a la que había puesto Marie y que tan sólo
tenía diecisiete años.
Fue a jugarse la vida, cuando inesperadamente un rifle tronó en el
bosque, por entre los árboles.
El individuo que recibió la bala del Winchester en la espalda lanzó un
alarido de dolor, a la par que soltaba el revólver que empuñaba.
Edwin Losey no quiso perder ni una sola fracción de segundo y no
disparó sobre él, cuando su Colt apareció en su mano derecha como por
arte de magia, pese a que le daba la espalda al otro. Lo que hizo fue pasar
el brazo bajo su sobaco y ponerse a presionar el índice una y otra vez.
Con saña; deseando que, alguno de los seis disparos, encontrase el
blanco apetecido.
Cuando vio que él seguía en pie, se dio cuenta que el perrillo no había
dejado de ladrar, y que aquello en gran parte había contribuido a su
triunfo, porque el animalejo algo acosaba al hombre que le había
amenazado a su izquierda, entreteniéndole un poco.
No obstante, la verdad era que seguía con vida por la inesperada pero
certera intervención de Nela.
Vio a la mujer acercarse por entre los árboles, aún humeante el cañón
del rifle que llevaba en las manos. Y cuando las cuatro pupilas volvieron a
encontrarse él musitó:
—Gracias, Nela...
—Tuve que hacerlo, cariño. Posiblemente también me habrían
matado a mí.
—No. A ti no, mujer. ¿No les oíste?
—Sí. Pero en esa farsa de juicio contra ti en Georgetown, yo habría
declarado la verdad.
—Te debo la vida, Nela.
—Di mejor que... ¡Tú eres mi vida, amor!
—Otra vez gracias. ¡Eres una mujer valiente!
—Soy una mujer enamorada. Que además aspira a vivir feliz con el
único hombre que la puede hacer dichosa.
—Me halagas, Nela.
—Estoy diciendo la verdad.
Tenemos que irnos de aquí. ¡Demasiados cadáveres!
—Cierto; esos dos han debido seguirme, desde el rancho.
—¿Vuelves allí?
Ella pareció dudar un instante, pero cuando le entregaba el rifle
musitó:
—Debo hacerlo... Nuestra hija sigue allí.
—¿Y qué dirás, sobre esos dos sujetos?
—Nada... Y George es lo bastante ladino para no preguntar.
—¿Empleados de vuestro rancho?
—Sí. Ese es Stanley y ese otro decía llamarse Glen.
—Notaran su falta. Y la del pelirrojo irlandés también.
Allá mi marido... Ya se cuidará él de justificar por qué no vuelven al
Tres Coronas.
—Antes dije que eres una mujer valiente y lo confirmo. Encontrarás
muchas tensiones allí.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? Seguiré fingiendo con ese viejo chivo.
—¿Tanto le odias?
—¡Le desprecio! —confesó la mujer—. Me ha robado mi juventud, la
felicidad a la que toda mujer tiene derecho. Me he sentido vejada y
humillada cada vez que se acercaba a mí, que me tocaba, me besaba...
Y aún siguió:
—Cada vez que George Palmer reclamaba sus derechos de esposo, los
dos sabíamos que en silencio yo me estaba acordando de ti.
—¿Te lo dijo alguna vez?
—¡Uf! ¡Muchas! El siempre fracasaba en sus intentos y eso le
remordía. Se ponía lívido y me insultaba... ¡Han sido años terribles!
—¿Y tu hermano?
—Elmer va a lo suyo. También aspira a llevarse una buena parte del
rancho.
—Pero tú y tu hermano os lleváis bien, ¿no?
—Hasta hace poco sí. Y si alguna vez discutíamos, era por cosas de
poca monta.
—Has dicho «hasta hace poco», mujer.
—Es que Elmer ha empezado a cambiar... No hace mucho nos
sorprendió a todos, empezando a comentar que un tío y una sobrina podían
casarse legal y tranquilamente. Que él conocía muchos casos así. ¡Ya me
entiendes!
—¡Es un cerdo!
—Marie le rechaza. Y no sólo porque es mucho más viejo que ella,
sino porque le repugna como hombre.
—No lo consientas, Nela Sólo conseguiría hacer de nuestra hija otra
desgraciada. ¡Como hizo contigo!
—Eso se lo he perdonado, en parte. Al fin y al cabo, yo consentí
casarme con ese hombre.
—No es hora de decirte que fue un error, mujer. Eras muy joven y
además...
—Termina, Edwin: me dejaste embarazada.
—Fuimos unos locos.
—Estábamos enamorados. ¡Yo sigo estándolo de ti, Edwin!
—Pero como tú acabas de decir... ¿Qué podemos hacer?
Habían vuelto hacia donde esperaban los caballos, siempre seguidos
del perrillo herido, que ya no quería separarse de Edwin Losey.
Nuevamente estaban donde habían vuelto a ser felices y la mujer apuntó:
—¿Tú no eres capaz de luchar por la mujer que amas, Edwin?
Ante sus palabras, la miró fijamente y quiso concretar:
—¿Cómo, Nela?
Ella no lo dudó y dijo con énfasis:
—¡Matando a George Palmer!
CAPÍTULO VI
Ya cabalgaban, cuando Edwin Losey preguntó:
—¿Me hiciste venir para eso, Nela?
—Te escribí en cuanto supe dónde estabas.
—No has contestado a mi pregunta.
Ella clavó la última mirada en el Tahore Lake, del que se estaban
alejando. Parecía como si buscase la respuesta que exigía el hombre, en
aquellas quietas y profundas aguas. Como en el fondo de su alma
Cuando la esposa de George Palmer habló fue para decir
—No quiero convertirte en un asesino, Edwin; pero espero que tú
sabrás lo que tienes que hacer.
—Bien, Nela voy a decírtelo.
Como seguían cabalgando sin que el hombre volviese a despegar los
labios, más impaciente por ser mujer, ella azuzó:
—¿En qué estás pensando, Edwin?
—En el divorcio.
La mujer frenó en seco a su pura sangre, miró al hombre fijamente
que la tuvo que imitar, para manifestar algo irritada:
—¿Estás loco? Aun consiguiéndolo, Marie y yo perderíamos al
rancho.
—Lo más importante es nuestra felicidad, mujer. La tuya, la mía. Y la
de nuestra hija.
—No quiero que Marie sea pobre. Desde que nació, jamás le faltó
nada. No podría acostumbrarse.
—¿Hablas por ella... o por ti?
—Por las dos —no ocultó la mujer—. ¡Y por ti también!
—Yo tengo algún dinero ahorrado. No ambicioso a llegar a ganadero
ni. nada de eso.
—¿Y siempre vas a seguir alquilando tus revólveres, en sitios como
ese Katy Saloon de Soda Spring?
—He dejado ese empleo. Podremos comprar una granja y...
—No, Edwin —le atajó briosa—. No sigas. ¡Jamás me convertiré en
una campesina!
Nuevo silencio prolongado del hombre, hasta que opinó:
—Entonces sigue con George Palmer. Al fin de cuentas, le aceptaste
por esposo.
—Eso tampoco. ¡No le soporto más!
—Entonces tú decidirás, mujer. Yo volveré a desaparecer otra vez de
tu vida.
—¡Edwin! —casi gritó ella.
—¿Qué quieres de mí? ¿Que mate a tu marido, para volver otra vez a
la cárcel?
—Hay otras soluciones. George podría sufrir un «accidente» o cosa
así.
—No cuentes conmigo para eso, mujer.
—¿Por qué no? Has matado a muchos hombres.
—Es muy distinto, Nela.
—No le veo la diferencia. El dueño de un local paga para que tú
—Para que yo imponga el orden —le atajó él—. Los que lo aceptan
así, bien. Los bravucones, borrachos y busca líos, allá ellos con las
consecuencias. Esas son las reglas del juego.
—¿Y no es lo mismo, Edwin?
—¡Ni hablar! Esos flamencos a los que me tengo que enfrentar,
generalmente son gentuza. Basura que van de garito en garito, siempre
intentando lo mismo. ¡Ellos se lo buscan!
—Y George Palmer es un viejo asqueroso.
—¡Pero es tu marido! Le elegiste tú, Nela.
—¡No! Acabó imponiéndole mi hermano Elmer.
—Ya es tarde para presentar esa excusa, mujer.
—Pero... ¿qué te pasa ahora, Edwin? ¿Ya no me quieres? No hace
mucho me tenias en tus brazos y fuimos felices.
—No lo niego; pero empiezo a pensar que no debí venir.
—¡Edwin! —volvió a exclamar ella—. ¿Te das cuenta que me estás
rechazando?
—Estoy razonando, eso es todo.
Y añadió sin mirarla al taconear al caballo para reemprender la
marcha:
—Tú y yo no tenemos el destino de cara, Nela.
Ella también azuzó al pura sangre y dijo, muy tiesa:
—Yo haré que sea así.
—Sólo te acompañaré hasta aquella loma. Si nos ven juntos podría
ser peor, Nela
—¿Cuándo volveremos a vernos, Edwin?
—No lo sé, mujer... Me alojaré en Georgetown Debo reflexionar.
—Hay un hotel que se llama Cleyton. Espera mis noticias allí, cariño.
—Espera, Nela..
—Dime, mi amor.
—Me ..me gustaría ver a nuestra... hija... Aunque fuese desde lejos.
—Te comprendo, Edwin...
—¿No puedes ir con ella a Georgetown con la excusa de comprar
algo?
—Lo intentaré.
Fue así como se separaron.

***

Ya cabalgando sólo camino de Georgetown sin poder evitarlo Edwin


Losey se mostraba nervioso, intranquilo; como desasosegado.
No había sido el reencuentro que durante tantos años había soñado,
quizás idealizándolo.
Y la desazón, el cierto desengaño que sentía, no era por la parte
física, puesto que seguía admitiendo que ahora Nela Bryner era más mujer
y más deseable. Ya no se trataba de una jovencita que, voluble, caprichosa
y hasta un poquito inconsciente, se entregó a él.
Ahora era toda una real hembra, bien consciente de lo que apetecía.
Pero la había encontrado sin aquella ingenuidad de antes, algo dura,
ambiciosa, con planes preconcebidos y que deseaba culminar, cuanto antes
mejor.
En realidad, todos sus deseos se resumían en uno: quedarse viuda.
Y, por supuesto, heredar el rancho de las Tres Coronas, propiedad del
viejo George Palmer.
Tan ardientemente deseaba aquello, que bien claro le había insinuado
que no le importaban los medios para conseguirlo.
El jinete se inclinó para alzar hasta el arzón de la silla de montar al
fatigado perrillo herido, diciéndole:
—¿Qué te parece, «Lanudo»? ¿Tengo yo pinta de asesino?
¡Guau! ¡Guau!
—Muy bien, amiguito. Te entiendo: me estás diciendo que no.
La inquietud, el desasosiego que sentía, era porque en el fondo
lamentaba que Nela le hubiese juzgado capaz de eliminar a George Palmer
por el hecho de ser su marido y estorbarle para sus ambiciosos planes.
Eso le ofendía
Una cosa era lo que había hecho él en el Katy-Saloon y otra muy
distinta intrigar en la sombra, para planear la muerte de un hombre.
Aunque se llamase George Palmer y le hubiese «birlado» la novia
muchos años atrás.
Buscar la excusa de que el marido de Nela había intentado por dos
veces eliminarle a él no era válido: por lo menos para tipos como él.
No puede uno vengarse de una vileza cometiendo otra.
—Eso es igualarse con los canallas y cobardes, «Lanudo».
¡Guau! ¡Guau!
—Veo que seguimos de acuerdo, amiguito.
Luego estaba lo de Marie, la jovencita que Nela le había confesado
era hija de los dos.
Nunca había esperado una cosa así.
En todos aquellos años, ni había pensado en tal posibilidad. Todo
aquel tiempo, ignorando que había sido padre.
—¿Te figuras, «Lanudo»? ¡Yo padre de una hija!
¡Guau! ¡Guau!
—Sí, sí... Pero no rebullas más o terminarás cayéndote al camino. ¿Ya
no te duelen las heridas, amigo?
¡Guau! ¡Guau!
—Te entiendo, «Lanudo». También estoy cansado y necesito comer.
Nos daremos un festín en Georgetown
Pero al llegar a la ciudad no fue directamente a buscar el hotel
Cleyton, sino que a un vecino que pasaba le preguntó:
—¿Dónde está la oficina del sheriff aquí, por favor?
—¿Forastero, señor?
—Así es, amigo.
—Mire... ¿Ve la segunda esquina?
—La veo.
—Pues tuerza a la derecha y ya verá el cartel en el porche.
—Gracias, amigo.
—De nada, señor.
Unos minutos después, Edwin Losey descendía de su caballo
«heredado» frente a un porche con un canelón que anunciaba:
«Georgetown — Oficina del Sheriff».
Y con el perrillo en las manos ascendió los escalones.
CAPÍTULO VII
Un hombre de unos cincuenta años, nariz aguileña y labios gruesos
con el superior medio oculto por un lacio y poblado bigote gris, con
manchas de nicotina, le miró de pies a cabeza y por todo saludo se
interesó, señalando su índice al perro:
—¿Tiene pulgas?
—La verdad, sheriff... Creo que algunas.
—¡Pues sáquele de aquí!
—Mírele, hombre; el pobre está herido.
—Si se peleó con otro por alguna perra, él se lo buscó.
—Fue el cuchillo de un asesino.
—¿Có...cómo ha dicho, señor?
—Creo que el sujeto era irlandés, pelirrojo y respondía por Noel
O’Hara.
—¡Vaya, vaya! No ha podido describir mejor a uno de los empleados
del señor Palmer.
—Lo sé, sheriff.
—¿Ah, sí? ¿Y quién es usted, señor...?
—Losey... Edwin Losey.
Aquel hombre volvió a mirarle entre sorprendido y divertido y deseó
concretar
—¡No me diga! ¿El Edwin Losey de Soda Spring, quizá...?
—Sin el «quizá», sheriff. ¡El mismo!
—Pues caray, Losey... He oído por ahí que es usted una segadora.
—Exageran, sheriff.
—Bueno; pues usted me ditá a qué debo el honor, y por qué me ha
dicho eso de Noel O’Hara, sobre todo.
—¿Usted fuma, amigo?
—Sí, en pipa. ¿No lo ve por mis bigotes tan manchados de nicotina?
—Pues retáquela bien. Mientras le cuento algo muy interesante
tendrá más paciencia si fuma.
—¿Es que va a tardar mucho?
—Algunos minutos, sheriff.
—Pues empiece ya; soy todo oídos.
Edwin Losey le contó, sin omitir detalles, todo lo sucedido junto al
Tahore Lake. Le habló de la carta recibida de Nela, así como de sus
pasadas relaciones juveniles y toda aquella amarga y larga historia Le
habló del irlandés de la cabeza leonada de cabellos pelirrojos, de cómo le
atacó matando a su caballo, de su respuesta, de cómo encontró al viejo del
embarcadero Walter Brosky; de su posterior encuentro, al día siguiente,
con la esposa de George Palmer, de los dos hombres que la habían seguido
desde el rancho Tres Coronas y de cómo le habían sorprendido. Del
desgraciado desenlace para ellos dos...
Sólo omitió tres cosas, y por delicadeza: que Nela le había confesado
que Marie Palmer realmente era hija de ellos dos, de sus intimidades con
ella, y de lo que aquella mujer, más o menos veladamente, habla llegado a
proponerle.
El sheriff de Georgetown consumió cuatro pipas sin despegar los
labios nada más que para dar los chupetones. Pero no dejó ni un instante
de mirarle a los ojos y cuando el visitante terminó, se conformó con decir
—Todo eso es una novela, Losey.
—Por desgracia, más bien es historia real, sheriff.
—Sí, claro... Pero... ¡Vaya un folletín, amigo!
—Más bien diría tragedia.
—Y usted se ha plantado aquí, para contarme todo eso así,
tranquilamente.
—He querido que se enterase por mi propia boca.
—¡Casi nada! Me acaba de confesar que ha matado a tres hombres.
—Al encargado del embarcadero, se lo debió cargar ese pelirrojo que
le he dicho.
—Y usted se ha traído a su perro. ¿Eh?
—«Lanudo» estaba muy solo. Habría muerto el pobre también allí.
También he traído el caballo que «heredé» del pelirrojo. Está ahí fuera,
sheriff.
—¡Es una locura, Losey!
—¿Por qué?
—Si alguno del Tres Coronas le ve, le preguntarán a usted qué
diablos hace con el caballo de Noel O’Hara.
—Les diñé la verdad.
—Otra locura. El señor Palmer mandaría que le hiciesen a usted
picadillo.
—Comprendo que le moleste que haya tenido una cita con su esposa,
pero...
—Resumiendo, Losey: usted ha querido que yo supiera todo eso, por
lo que pueda pasar.
—Esa es mi intención, sheriff.
—¿Y yo tengo que dar crédito a todas sus palabras?
—Eso allá usted, sheriff. Compruébelas, en todo caso.
—Voy a creerle por dos razones.
—Usted dirá, sheriff.
—Primero, porque los hombres como usted no suelen mentir. Y
segundo porque se ha presentado voluntario, cuando pudo huir alejándose
de aquí.
—Pienso quedarme unos días.
—¿Para retar al viejo George Palmer, quizá?
—Nada de retos, sheriff. El mismo sabe que conocí a su esposa hace
muchos años. Fuimos amigos y...
—Más que amigos, ¿no?
—Dejémoslo en novios. Pero éramos sólo dos críos.
—¿Qué me dice de Elmer, el hermano de ella?
—Que tampoco le gustará mucho verme. Nunca le caí simpático...
¡Ni él a mí!
—Bien, bien... ¿Y qué busca con todo esto, Losey?
—Intentar aclarar las cosas, sheriff. A ellos, a los del Tres Coronas,
les resultaría muy fácil acusarme de esas muertes. Y también intento otra
cosa.
—¿El qué, amigo?
—Si puedo, hablar con Elmer. Decirle que ya está bien de viejo
rencores. Mi padre murió y su hermano Tom también. Yo me pasé unos
años en prisión: Nela se casó al fin con George Palmer y han tenido una
hija.
Edwin Losey hizo una pausa mientras también liaba un cigarrillo y
concluyó:
—Quiero que las cosas sigan así. Que no me compliquen en sus vidas.
Y que si entre ellos tienen problemas, que los solucionen sin mí.
—Debió pensar así antes y no acudir a la cita de esa mujer.
—Es posible que tenga razón, sheriff. Pero cuando recibí su carta, no
lo pensé así. Entonces aún tenía esperanzas de que Nela hubiese quedado
viuda o... ¡No sé!
—¿Quiere que sea yo el que avise a Elmer, o también al señor
Palmer?
—Si lo hace, me haría un gran favor, sheriff.
—Lo digo porque, después de lo que me ha contado, mi deber es
hablar con el señor Palmer. Todas esas muertes junto al lago...
—Yo estoy a su disposición, sheriff.
—Lo veo, Losey: me doy cuenta. Y le agradezco que esté aquí.
—Sólo unos días, para dejar todo esto finalizado de una vez. Tengo
ganas de volver a Soda Spring.
—¿A por el empleo que dejó en el Katy-Saloon?
—No lo sé aún. Quizá todo esto me haga variar.
El sheriff de Georgetown se echó hacia atrás, al parecer para volver a
retacar su pipa. Pero en aquella ocasión no fue la bolsita del tabaco lo que
apareció en su mano: un enorme pistolón encañonó al hombre que le
estaba visitando y su dueño manifestó, muy tranquilo:
—Me toca el tumo de hablar a mí, Losey.
—¿Qué significa esto, sheriff?
—No se sorprenda, amigo. Mi obligación es meterle en una celda.
—¿Por qué?
—Por todo lo que me ha contado.
—¡Le he dicho la verdad! —empezó a irritarse Edwin Losey.
—Y mi deber es comprobarlo.
—<£e refiere a lo que pasó junto al lago?
—Exactamente. Echaré un vistazo por allí, hablaré con la señora
Palmer y si ella confirma todas sus palabras, le soltaré.
—Es una faena, sheriff: antes dijo que me creía
—Y le sigo creyendo, Losey. No se habría presentado ante mí, de no
decir la verdad.
—¿Entonces...?
—Pero le repito que mi obligación es comprobarlo.
Observó que, aunque muy serio, Edwin Losey parecía fijar toda su
atención en el perrillo herido que llevaba en las manos y, tras levantarse
sin dejar de apuntarle con el revólver, le recomendó:
—No intente nada, Losey. Sé que es muy rápido, pero conmigo sería
una locura. ¡Le estoy apuntando a la frente!
—Lo veo, sheriff.
—Pues tengamos la fiesta en paz, amigo.
Vio que también se levantaba y nuevamente apuntó, siempre muy
atento:
—¡No! No deje a ese chucho sobre mi mesa. ¡Siga con él en las
manos!
—No recele, sheriff; lo hacía para que usted le enviase a un
veterinaria
—¡Lo haré! Pero cuando usted esté desarmado y en una de mis
celdas.
—No se fía de nadie, ¿verdad?
—Soy veterano y conozco a los hombres. ¡Andando!
—¿Hacia allí?
—No, a la derecha. Tengo las celdas al fondo de ese pasillo.
—¿Oíste, «Lanudo»? Nos van a encerrar.
¡Guau! ¡Guau!
—Dígale que no ladre. ¡Me aturde!
—Tranquilo, «Lanudo». No nos vendrá mal un descanso. —No será el
Cleyton, pero les trataré bien.
Sólo cuando Edwin Losey estuvo tras una de aquellas puertas
enrejadas, sin dejar de apuntarle con el revólver, el sheriff de Georgetown
indicó:
—El cinto, Losey.
—Ahí lo tiene, sheriff. Desde ahora, podrá presumir de ser uno de los
pocos hombres que me ha desarmado.
—Es un honor, Losey. ¡Presumiré de ello!
—¿No va a llevarse también a «Lanudo»?
—No; el perro no.
—Usted dijo que le llevaría a un veterinario.
—Le diré que venga aquí. Es más seguro y me ahorco ir por ahí con
ese saco de pulgas.
Y ya se retiraba pasillo al fondo, cuando deseó:
—Que duerma bien, Losey.
—Buenas noches, sheriff.
Intranquilo, el perrillo nuevamente se puso a ladrar. ¡Guau! ¡Guau!
CAPÍTULO VIII
George Palmer no necesitaba la silla de ruedas, pero la solía utilizar
con frecuencia Así se ahorraba caminar y, además, siempre llevaba a sus
espaldas al alto y corpulento Ewerett Etty para cualquier emergencia
En realidad, Ewerett Etty no estaba contratado para que fuese
empujando la silla del dueño del Tres Coronas.
Eso lo sabía todo el mundo.
Por eso el sheriff de Georgetown no se extrañó que el dueño de la
casa le recibiese sentado allí, con aquel individuo tras él, siempre atento y
vigilante como un perro sabueso.
Pero al hombre de la placa sí le molestó que el dueño del rancho le
dijese, bastante desabridamente:
—Pudo ahorrarse el viaje, Ramsey. ¡Sé todo lo que ha ocurrido junto
al lago!
—Señor Palmer, estoy aquí porque Noel O’Hara, Stanley y Glen
fueron sus empleados.
—Se equivoca, sheriff.
—¿Cómo dice, señor Palmer?
—Me ha oído bien, Ransey. A esos tres inútiles hacía días los había
despedido.
Y para reafirmar sus palabras, medio se volvió en la silla de ruedas y
alzó la vista hacia el hombrón que se mantenía tras ella, preguntándole:
—¿Verdad que es cierto, Ewerett?
—Sí, señor Palmer — mintió aquel gigante.
El sheriff de Georgetown se quedó con la boca abierta, sin saber qué
decir. Tenía que sujetar la pipa en una de sus manos, cuando el dueño del
Tres Coronas argumentó:
—Así es que no soy responsable de lo que hayan hecho esos tres
imbéciles, sheriff.
—Perdone... Yo creí que...
—Pues cree mal —fe atajó George Palmer—, Y si tiene en la celda a
Edwin Losey, hará bien en colgarle.
—¿Bajo qué cargos, señor Palmer?
—¿Le parece poco, Ransey? ¡Ha matado a cuatro hombres!
Hizo un gesto imperioso con sus huesudas manos para que no le
interrumpiera y añadió:
—Porque no va a creerse ese cuento de que encontró al pobre Walter
Brosky acuchillado en su cabaña.
—Lo ha dicho así, señor Palmer; hasta se ha traído a su perro.
—¡Paparruchas, sheriff! Si ese perro pudiese hablar, él sí que nos
contaría la verdad.
—¿Y por qué iba a matar Edwin Losey al viejo del embarcadero?
—Eso le toca averiguarlo a usted, sheriff. Como el por qué ese
asesino se ha descolgado por aquí.
—Me ha dicho también que... Perdón, señor Palmer. ¿Puedo hablar un
momento con su esposa?
—¡No! Bastante me está molestando a mí, Ransey.
—Debo hacerlo, señor Palmer. Mi obligación es...
Nuevamente le atajó con sequedad y energía:
—Su obligación es velar por la seguridad de toda esta zona, sheriff. Y
si quiere que en las próximas elecciones...
—Perdón, señor Palmer; lo que ahora quiero es que usted no me grite.
—¡Estoy en mi casa, Ransey!
—Y yo cumpliendo con mis obligaciones, señor.
—¡De acuerdo! Y puesto que ya he contestado a todos sus
impertinentes preguntas, usted me obliga a ello, Ransey.... ¡Ewerett!
—Diga, señor Palmer.
—Acompaña al sheriff... Luego vuelves y me subes a mis
habitaciones.
—Si, patrón.
Cuando el sheriff de Georgestown vio salir de detrás de la silla de
ruedas a aquel gigante y caminar hacia él, no pudo evitar sentirse como al
niño que le van a propinar unos azotes. Para que no le temblasen las manos
una vez más se puso a retacar su pipa, ganándose una nueva reprimenda
del dueño de la casa al oírle decir
—No fume aquí, Ransey... ¡Me molesta ese pestilente tabaco que usa!
—Perdón, señor.
—Buenos días, sheriff; supongo que tendrá muchas cosas que hacer.
¡Y yo también!
—Sí, señor Palmer. Bue... buenos días, señor.
Y para que se decidiese a salir de una vez de allí, la voz áspera del
corpulento Ewerett Etty le animó junto a él, tocándole un codo:
—Vamos, sheriff. Le acompañaré hasta su caballo.
—¿Eh? ¡Ah, sí! Gracias, Ewerett... Muchas gracias, hombre.

***

Mientras cruzaba los pastos, no había quién le prohibiese disfrutar de


su pipa. Así es que el sheriff de Georgestown frenó a su montura y al poco
sus labios ya estaban lanzando al aire bocanadas de humo.
No había sido la suya una visita agradable y, mucho menos,
productiva. El siempre latente y ya famoso mal humor de George Palmer
una vez más claramente se había puesto de manifiesto, demostrándole que
aquel hombre, por más dueño que fuese del Tres Coronas, vivía amargado.
En el fondo era natural y tenía su lógica: le llevaba más de treinta
años a su esposa y la señora Palmer era una mujer muy hermosa.
Aún rabiosamente atractiva.
Y, por si fuese poco, aquel Edwin Losey labia venido desde Soda
Spring para sostener una secreta entrevista con Nela Bryner.
Junto al Tahore Lake.
El sheriff de Georgestown sonrió entre dientes sujetando la pipa, pero
tuvo que dejar de divertirse con sus maliciosos pensamientos.
Un jinete estaba cruzando los pastos en dirección a él.
Le reconoció por su elegante forma de vestir, con aquellas levitas
grises que siempre lucía Era Elmer Bryner, el hermano de la señora
Palmer.
Cuando llegó a su altura le saludó con la amable sonrisa de siempre,
mostrándole su blanca dentadura postiza:
—Hola, Ransey... ¿Cómo por aquí?
—¿Qué tal, señor Bryner? Tuve que hacer una visita a su cufiado.
—Poco oportuno, Ransey... George anda de mal humor estos días.
—Me lo demostró. Me lanzó a Ewerett y ese gigantón casi me
muerde.
—Voy a darle un consejo, Ransey. No irrite a mi cuñado: es rico, muy
poderoso y puede hacer que en las próximas...
—Ahórrese el consejo, Bryner. No voy a presentarme en las próximas
elecciones.
—¡Qué tontería! Es usted el mejor sheriff que hemos tenido por aquí,
amigo mío.
—¿De veras, Bryner?
—Lo dicho: en el Tres Coronas siempre le hemos mirado con buenos
ojos.
—¿No será porque siempre han hecho ustedes lo que han querido?
—¿Qué me dice, Ransey? Usted es la ley por aquí. —Si. Con el
permiso de su señor cuñado.
—No hable así de George. Me consta que le aprecia, aunque a veces
se muestre algo grosero. ¡Es su genio!
—Es su hermana.
—¿Có... cómo dice?
—Quiero decir que es la hermana de usted, la señora Palmer, la que le
lleva a ese genio a su cufiado.
—¡Je, je, je! No haga chistes, Ransey... Nela se lleva muy
bien con su marido.
—Sí, claro... Y por eso hizo venir a su «novio» de juventud.
Al oír aquello, a Elmer Bryner se le borró la sonrisa. Y si volvió a
mostrar su dentadura postiza fue para decir
—Le aconsejo que olvide esas viejas historias, sheriff. Lo que haga
mi hermana no le importa a usted.
—¡Por supuesto! Siempre y cuando no altere el orden por aquí.
—¿Qué insinúa que ha hecho Nela?
—¡Vamos, señor Bryner! Por aquí nos conocemos todos muy bien.
—Hable claro, sheriff.
—¿Por qué no me acompaña a la ciudad?
—¿Para qué?
—Quiero que salude a un viejo «amigo» de usted. Se llama Edwin
Losey.
Elmer Bryner frenó su montura y secamente rechazó: —Nada tengo
que hablar con ese individuo, sheriff.
—Pues él me dijo que si quena hablar con usted. Y a ser posible con
George Palmer.
—No me extraña que mi cuñado le haya echado del rancho con cajas
destempladas.
—Edwin Losey sólo quiere una cosa.
—¿Por ejemplo...?
Que le dejen en paz y no le mezclen en sus problemas señor Bryner.
—Pues dígale que es él quien se mete. ¡Nunca debió venir por aquí!
—Por lo visto, su hermana le escribió.
—¿Mi hermana Nela?
—Eso me dijo.
Ese canalla miente. Mi hermana hace mucho tiempo que le ha
olvidado por completo.
Y aún añadió:
Nela se casó, ha sido feliz en su matrimonio, tuvo una hija y...
—Todo eso lo sé, señor Bryner... Y hasta algunas cosillas más.
—¿A qué se refiere ahora, sheriff?
—Ya sé que son cosas pasadas; pero por lo visto usted y su hermano
Tom se plantaron en la granja de los Losey y en la discusión que hubo allí,
usted mató al padre de Edwin..!
—¡Mentira! Fue mi hermano Tom... Y el pobrecito ya está muerto.
—También lo sé: como que Edwin se repudrió en prisión y usted salió
libre de toda acusación, señor Bryner.
Escuche, sheriff; me está usted hablando con un tono que no me
gusta. Por otra parte, todo esto no le importa y hace mal en meter las
narices.
Mis narices se meten allí donde se ha cometido un crimen, señor
Bryner. ¡Y alguien ha asesinado a Walter Brosky, el pobre viejo encargado
del embarcadero del lago!
—¿Y qué tenemos nosotros que ver con eso?
—Por las trazas... ¡Bastante!
—No podía acusamos de nada, estúpido.
—Sin insultar, señor Bryner.
—Usted se lo está buscando.
—Lo que quiero buscar es la «razón» de por qué uno de sus
empleados, el irlandés Noel O’Hara, se encontraba en aquella cabaña
—Mi cuñado le ha dicho que hacía días había despedido a Noel
O’Hara.
Le tocó el tumo de sonreír al sheriff al exclamar:
—¡Vaya, vaya! De manera que este encuentro no ha sido casual, señor
Bryner.
—No sé lo que quiera decir.
—Pues es muy sencillo; si usted ha oído decir eso al señor Palmer, es
que no andaba muy lejos de allí. ¿Para qué le ha mandado su cuñado,
amigo?
—Puesto que lo quiere saber, se lo diré estúpido.
Al oírse nuevamente insultado, el hombre que luda la placa fue a
reaccionar con violencia y taconeó al caballo, para acercarse más al otro
jinete.
Pero el ruido de unos cascos de caballos le detuvieron.
Cuatro jinetes más cruzaban los pastos hacia ellos.
Y los presidía el alto y corpulento Ewerett Etty.
El sheriff refrenó sus impulsos, pero encontró ánimos para retar:
—Descubran su juego, Bryner. Estoy esperando.
—Sólo es otro consejo... de amigo.
—Suéltelo ya.
—Usted es sheriff, amigo Ransey. Representa a la ley por aquí.
—Y a mucha honra.
—Y puesto que tiene en una de sus celdas a Edwin Losey, le será muy
fácil... ¡Colgarle!
—¡Ya Por el «asesinato» de Walter Brosky, ¿verdad?
—Veo que está entendiendo.
—¿Por qué odian tanto a ese hombre?
—Sabe que tenemos nuestros motivos, Ransey.
—Eso es rencor, Bryner.
—Llámelo como quiera. Pero siga el consejo. Nadie dudará de su
honradez. ¡Hasta le felicitarán!
—¿Y su hermana, la señora Palmer?
—Olvide a mi hermana, por favor. Nadie la mezclará en todo eso.
—Queda mi conciencia, Bryner.
—¡Qué tontería, Ransey. La conciencia para los imbéciles: la fama
para los que saben aprovecharse del momento.
—¿Ah, sí? ¿Qué ganaré yo con eso?
—¡Ahí es nada! Edwin Losey tiene su fama Usted le habrá detenido,
hecho juzgar y colgar.
—Dígame, Bryner. ¿Su cuñado le paga para que se cuide de cosas así?
—Digamos que le ayudo en todo.
—¿Y qué pasará si no llevo a la horca a ese hombre?
—¿No lo adivina, Ransey?
—Dígamelo usted. Hemos quedado que se cuida de esas cosas.
Elmer Bryner volvía a sonreír. Como si deseara mostrar siempre su
blanca dentadura postiza. Y cada vez más cerca de ellos los cuatro jinetes
que avanzaban hacia allí, le animaron a decir
—Pues que... ¡Edwin Losey moriría lo mismo! Y usted con él, sheriff.
No esperó más respuestas y taconeando a caballo alzó el brazo para
que los cuatro jinetes le siguieran al gritar:
—Por aquí, Ewerett.
El sheriff de Georgestown volvió a quedar sólo en mitad de los
pastos. Mientras veía alejarse a los cinco jinetes estuvo retacando su pipa.
Se había levantado algo de viento, que le impedía encenderla y lanzar
las bocanadas de humo que necesitaba.
Era una contrariedad.
Pero ¿qué le importaba fumar o no, con todo lo que se le podía venir
encima?
Y todo por aquel Edwin Losey.
Ya se podía haber quedado en Soda Spring, leñe.
CAPÍTULO IX
Nada más entrar en su oficina, el sheriff de Georgestown descolgó las
llaves y caminó por el pasillo que conducía a las celdas.
Al verle regresar Edwin Losey se levantó del camastro y se interesó.
—¿Qué hay, sheriff?
—No necesito saber más: queda usted libre, Losey.
Detuvo la acción de abrir la puerta enrejada y apuntó:
—Pero con una condición, amigo.
—¿Cuál, sheriff?
—Ahora mismo montará en ese caballo y se largará de aquí.
—¿Puedo saber por qué tantas prisas?
—Muy sencillo: no quiero más jaleos.
—Deduzco que ha ido usted a ver a George Palmer.
—Así es; y también he hablado con su cuñado.
—¿Qué le ha dicho Elmer?
—La desfachatez más grande, Losey... Que si no hago que le juzguen
y le cuelguen a usted, por el «asesinato» de Walter Brosky... ¡Ellos me
matarán a mí!
—¿Se han atrevido a tanto?
—Tienen la fuerza. Sobre todo se apoyan en un tal Ewerett. ¡Un
pistolero!
—¿Ewerett Etty?
—¿Le conoce usted, Losey?
—Personalmente no, sheriff. Pero he oído hablar de ese sujeto.
—Pues es el guardaespaldas personal de Georges Palmer. Le lleva
pegado a él como si fuera su sombra.
—Bien; y si me suelta a mí y me largo, ¿usted qué va a hacer, sheriff?
—No se preocupe de eso, amigo.
—Me preocupo.
—No diga sandeces. Al fin de cuentas, usted y yo no nos conocemos
de nada.
—Pero yo le metí en esto.
—Hizo lo que debía; denunció los motivos de unas muertes. Y ahora
ya esté claro todo.
—Deme mis armas, sheriff.
—¿Promete marcharse?
—¡No! No lo prometo.
—No sea cabezota, Losey. Ahora es mi problema, no el suyo.
—Abra de una condenada vez esta puerta.
—Está bien... ¡Está bien! No hace falta gritar.
—Y ahora mis revólveres.
—¿Sabe que ellos son muchos? En el Tres Coronas por lo menos hay
veinte vaqueros.
—No todos se uncirán al carro de George Palmer.
—Me temo que sí. Paga bien a sus hombres y todos le obedecen. Es la
forma que tiene de dominar esta región.
—¿Qué me dice de los otros ganaderos?
—Nada... Títeres que deben someterse al Tres Coronas. Palmer les
compra las reses, fija los precias y las traslada, por su cuenta y ganancias,
a los mercados.
—Ese hombre siempre tuvo algo de cacique.
—Y de grosero; trata a los demás a patadas.
—Dígame, sheriff. ¿Tiene esto alguna salida por la parte trasera?
—Pues si, por el patio. Es donde guardo mi caballo. ¿Pero para qué?
—No le dirá a nadie que me ha soltado. Ellos deben creer que sigo en
esa celda.
—¿Qué piensa hacer, Losey?
—Depende de lo que hagan ellos.
—Pues calculo que se plantarán aquí. Me pedirán a gritos que se lo
entregue, para colgarle ellos.
Mientras le devolvía el cinto con los dos revólveres, el sheriff
argumentó:
—Claro, siempre acusándole a usted de haber asesinado al encargado
del embarcadero.
—Sí; ese pobre Walter Brosky será su excusa.
—¿Y qué hago yo, si vienen?
—Sale al porche y les grita que no permitirá que se linche a nadie.
—No les conoce; eso no les detendrá.
—Pero seguiremos ganando tiempo.
—¿Tiempo, para qué, amigo?
—Ya se lo he dicho; para ver cómo reaccionan. Y otra cosa, sheriff.
No quite ese caballo de ahí fuera.
—¿Y por qué no? Eso les excitará más. Reconocerán que es el que
montaba Noel O’Hara y les servirá para acusarle a usted con más firmeza.
—Que lo hagan. En el fondo les convencerá más de que me tiene
usted en la celda.
—Ahora le comprendo, Losey.
—Dígame, sheriff. ¿Adónde da ese patio trasero?
—A un callejón. Frente queda la panadería a Rafols, un buen amigo
mío.
—¿Con quién vive ese Rafols?
—Con su esposa y sus dos hijos.
—¿Ya mayores?
—No, el mayor sólo tiene nueve años y el otro sólo cinco.
—Bien, pues... Suerte, sheriff.
Antes de estrechar la mano que Edwin Losey le extendía, el sheriff de
Georgestown le buscó con los suyos los ojos a aquel hombre y dijo:
—Un momento, Losey. ¿Por qué se va a arriesgar por mí? Aún tiene
tiempo de montar ese caballo y...
—Los problemas hay que afrontarlos, sheriff, no dejarlos pendientes.
Las dos manos al fin se estrecharon y el hombre de la placa aceptó:
—Tiene razón, Losey. ¡Usted me gusta, amigo!
—Pues lo dicho, sheriff. ¡Y otra vez suerte!
Edwin Losey salió al patio posterior del edificio, su alta estatura le
permitió saltar con facilidad la valla que daba al callejón y el olor a pan
cocido le guió.
Cuando el grueso Rafols le vio entrar en su homo, el panadero abrió
los ojos como platos y dejó de amasar la harina. Sin necesidad de
ordenarle nada alzó sus cortos pero robustos brazos y consiguió
tartamudear:
—No... no tengo dinero... Nosotros sólo... sólo vamos tirando y... mi...
mi familia..
—Tranquilo, gordinflón. Sólo busco una silla para sentarme y que su
esposa me dé algo de comer.
—¿Una... silla?
—Si... Me ha dicho el sheriff que tiene usted dos hijos.
—¡Oh, sí! Ransey suele jugar con ellos y...
De pronto volvió a alarmarse y deseó concretar:
—¿Para qué quiere usted a mis hijos?
—No grite y escuche bien. Si no quiere que le agujeree esa barriga,
que uno de ellos se plante frente a la oficina del sheriff y vigile bien todo
lo que pase allí. El otro correré a informarme. ¿Por esa puerta se pasa a su
vivienda?
—Sí... pero...
—Haga lo que digo, venga conmigo, Rafols.
—¡Ay, Dios mío! Pero si hasta sabe cómo me llamo, Señor.
—Me ha dicho el sheriff que es usted un buen hombre; que son
amigos. ¿Le quiere usted ayudar?
—Nada le negaría a Ransey.
—Pues tranquilícese y diga a su esposa que me haga algo de comida.
¡Hace un siglo que no pruebo nada caliente!
—¿Le... le gustan los spaguetis? Aquí lo que nos sobra es pasta,
claro...
—Lo que sea. Y haga todo lo que le he dicho.
—Oiga... ¿quién... quién es usted? La gente comenta que han
asesinado al viejo Walter Brosky y que al sheriff ha detenido ha... ¡Ay!
¡Dios mío! —volvió a exclamar—, ¡Es usted y ha logrado escapar!
—¿Quiere dejar de lloriquear, Rafols? Tranquilícese, hombre; ya le
explicaré.
—Pero no... No usara contra los míos esos... esos revólveres,
¿verdad?
Edwin Losey nada respondió.
Le convenía que aquel gordinflón le obedeciese en todo. Y el temor
podía ser una de las claves.
CAPÍTULO X
Alguien más deseaba utilizar el temor y la fuerza.
Los vecinos de Georgestown no recordaban haber visto una cosa
igual: unos quince o veinte jinetes entrando al galope en la población,
lanzando alaridos y disparos al aire.
Parecían que iban a tomar la ciudad al asalto.
Y al frente de ellos iba Elmer Bryner.
La gente, corriendo despavorida, se refugiaba en las casa y se
preguntaban los motivos de aquella acción tan violenta y ruidosa.
Elmer Bryner frenó su montura y les gritó a los jinetes que le
rodeaban:
—Id propagándolo por ahí. ¡Todo el mundo lo debe saber!
—¿Nos dispersamos, señor Bryner? —deseó concretar el capataz del
Tres Caronas.
—Sí, Hopper: entrad a tomar unas copas en todos los locales. ¡Las
paga el patrón!
—¡Hupy! —gritaron algunos.
—Todos deben saber que el sheriff tiene al asesino del pobre Walter
Brosky... Ese Edwin Losey le acuchilló en su cabaña, y cuando Noel
O’Hara intentó defender al viejo del embarcadero... ¡También le mató!
Nuevos gritos y disparos al aire, antes de añadir Elmer Bryner
—¡Nosotros haremos justicia! ¡Y ay de aquel que se oponga al
linchamiento!
—¡Hurra!
—¡A linchar a ese asesino!
—¡Vamos a por él, señor Bryner!
—Antes tomad esas copas y propagad la noticia Nos reuniremos
dentro de una hora frente a la oficina del sheriff.
La «fiesta» seguía Para aquellos hombres era la oportunidad de no
trabajar aquel día, hartarse con el whisky que les pagaba el patrón, y
además linchar a un forastero asesino.
Como había dicho Elmer Bryner. ¡Harían justicia!
El mismo cuñado de George Palmer descendió del caballo, entró en el
mejor local de la ciudad y se puso a explicar a todos los presentes la
situación.
—El sheriff ahora nos viene con dilaciones... Lo que pretende Ransey
es soltar a ese asesino, amigos.
Fue el dueño del local quien pretendió argumentar:
—Pero un linchamiento es algo muy serio, señor Bryner.
—¿Por qué, señor Rubens? ¡La ley debe imponerla el pueblo!
—Nuestro sheriff siempre ha sido un hombre justos y...
—Cállese, Rubens. ¿Es que no sabe lo que le pasa ahora a Ransey?
—No... yo... señor Bryner...
—¡Tiene miedo! Sí, mucho miedo a ese Edwin Losey. Sabe que es un
famoso pistolero, que dicen guarda el «orden» en un garito de Soda Spring
donde impone la ley de sus revólveres a capricho.
Uno de los presentes recordó:
—Yo he oído hablar de ese Edwin Losey.
—Bien dicho, señor Silas. ¡Les digo que es un asesino, que mata a su
capricho!
—¿Y por qué acuchilló al viejo Brosky, señor Bryner?
—Es lo que el sheriff no quiere averiguar. ¡Le ha creído todas las
patrañas que le contó!
Elmer Bryner volvió a clavar la mirada en el dueño del local y le
indicó:
—Ponga bebida para todos, Rubens. ¡Les convido!
Los billetes que soltó sobre el mostrador eran tan elocuentes como
tentadores y el dueño del local, azuzando a sus empleados, ordenó:
—¿No habéis oído, estúpidos? Paga el señor Bryner. Y los ánimos se
fueron caldeando.

***
Poco a poco, como el que acude a presenciar una «fiesta», muchos de
los vecinos curiosos de Georgestown fueron congregándose frente a la
oficina del sheriff.
No pocos, al fijarse bien, reconocieron al caballo que había
pertenecido a Noel O’Hara, el irlandés de la cabeza leonada de cabellos
pelirrojos. Y cuando Elmer Bryner nuevamente se reunió con sus hombres
allí, se cuidó en azuzar:
—Miradle bien, amigos. Hasta tuvo la desfachatez de presentarse
aquí con el caballo que le robó a Noel O’Hara, después de asesinarle.
Aquello parecía una buena «prueba». El animal seguía atado frente a
la oficina del sheriff, que ante el ruido, los comentarios y el alboroto
terminó saliendo al porche.
El veterano Ransey lo hizo abrazado a su rifle y a su vez se puso a
gritar
—Cada mochuelo a su olivo, amigos. ¡Nada tenéis que hacer aquí!
—¡Queremos a ese asesino! —clamó una voz.
—Así es, sheriff. ¡Venimos a por Edwin Losey!
—¡Entréguenos a ese hombre!
—¡Sí! ¡Nosotros le colgaremos!
—¡Preparad la soga, chicos!
Ante aquellas peticiones, el sheriff de Georgestown alzó más la voz y
a su vez pidió:
—Fijaos bien, borregos... Todos los que piden eso pertenecen al Tres
Coronas... ¡Es Elmer Bryner y su cufiado George Palmer los que les
azuzan!
—¡Miente, sheriff!
—¡Pedimos justicia!
—¡Y aquí y ahora!
—¡Entraremos a por él, si no nos lo entrega!
—¡Bien dicho!
—¿A qué esperamos, amigos?
Ante todos los alborotadores que no dejaban de gritar, el sheriff
volvió a pedir.
—¡Quietos! ¡Quietos todos, locos! ¡No permitiré un linchamiento!
—¡Fuera de ahí, sheriff!
—¡Si no se aparta, le pisotearemos!
El veterano Ransey consideró que sería oportuno disparar su rifle al
aire y presionó el gatillo del arma dos veces.
Momentáneamente, aquella oleada humana pareció detenerse y el
silencio se hizo.
Pero lo que ocurrió seguidamente es que tronó otro disparo.
Y aquél no fue al aire.
El sheriff de Georgestown reculó hacia atrás, como si una fuerza
invisible le hubiese empujado. Y de su hombro izquierdo, a la altura del
cuello empezó a brotar un rosetón rojo.
Fue cuando la voz de Elmer Bryner se destacó al animar nuevamente:
—¡Ahora, muchachos! ¡Sacad a ese asesino!
Todos sus hombres le siguieron como una pifia, destacándose de
todos los presentes en su carrera hacia el porche de aquel edificio.
Pero entonces ocurrió algo totalmente inesperado.
Nuevos disparos en la calle les obligaron a detenerse, medio
volviéndose en su carrera para ver lo que sucedía, clavando sus miradas
febriles en el hombre alto y corpulento que les gritaba:
—¡Quietos ahí, perros!
Elmer Bryner reconoció al instante a Edwin Losey. Y tembló porque
le vio con los revólveres en sus manos, las largas piernas abiertas en
compás con los pies firmemente sobre el polvo de la calle, mirándole
directamente a los ojos al decirle:
—Esta vez no echarás la culpa a tu hermano, Elmer.
—¡Edwin! —sólo acertó a musitar.
—¡El miaño! ¿No me buscabas?
La reacción de Elmer Bryner fue la de los cobardes.
Seguía rodeado por sus hombres del Tres Coronas, que también se
habían paralizado. Pero él velozmente intentó cubrirse con los cuerpos de
ellos, para a la vez disparar con el revólver que llevaba en la mano.
Demasiado lento para Edwin Losey.
Los disparos siguieron tronando en la calle, porque Edwin Losey tuvo
que seguir presionando los gatillos de sus armas, al ver que con
movimientos instintivos de defensa al ver caer a Elmer también
pretendieron defenderse los que le rodeaban.
Uno... Dos... Tres... Cuatro... Cinco hombres más cayeron casi a la
vez, todos ellos con las frentes astilladas por los plomos que penetraban en
ellas.
De los dos últimos que sí lograron desenfundar sus revólveres, sólo
uno de ellos consiguió disparar, pero cuando su índice presionaba el
gatillo su dueño ya no era consciente de a dónde pretendía enviar sus
balas.
Los otros detuvieron su acción, sólo atentos a recular y empujándose
sobre ellos, para verse libres de aquel auténtico vendaval de plomo que se
les venía encima.
No eran instantes para calcular, pero el instinto de conservación le
dijo que en aquellos dos Colt 45 aún quedaban algunas balas en sus
cilindros.
Edwin Losey sólo había gastado siete, más las dos que disparó i nidal
mente al aire, cuando reclamó la atención de todos al brotar
inesperadamente de la calle, cuando todos le creían encerrado en una
celda.
En el silencio que siguió, la voz de aquel gigante volvió a ordenar:
—¡Fuera, comadrejas! ¡Largo todos de aquí!
Ni una sola voz se alzó para protestar. Cierto que había allí reunidos
muchos hombres, aparte del grupo del Tres Coronas que seguían en pie;
pero cada uno de ellos debía pensar que lo más prudente era no enfrentarse
ni contradecir al gigante.
Los pies empezaron a arrastrarse y, aunque poco a poco, como
sombras que se desvanecen, la calle fue quedando desierta.
Pero seis cadáveres quedaban allí tendidos.
Y bajo el porche de su oficina, sin dejar de sangrar por el hombro, el
sheriff de Georgestown medio tumbado, intentando incorporarse sobre el
codo del otro brazo.
Su comentario fue, con voz festiva:
—Buena escabechina, Losey. ¿Cómo lo consigue?
—¿El qué, sheriff?
—Disparar tan rápido y certero, amigo.
—No sé... Debe ser cuestión de práctica.
—¿En el Katy-Saloon de Soda Spring?
—Si... Por allí se descuelgan muchos indeseables, que pretenden
hacer lo mismo conmigo.
Edwin Losey se había ido acercando, para al fin cargar con el herido y
decirle:
—Le llevaré dentro. Hay que curar esa herida.
—No se preocupe; no tardará en venir Joss.
—¿Quién es Joss?
—Nuestro médico. Seguro que alguno le habrá avisado.
—¿Se refiere a todos esos borregos que pretendían secundar a Elmer
y sus hombres?
—La mayoría de ellos estaban aquí para curiosear. ¡Les conozco bien!
—Pero alguien le disparó a usted.
—Debió ser alguien del Tres Coronas... Elmer los trajo aquí medio
borrachos y fanatizados.
—¿Qué cree usted que harán ahora, sheriff?
—De momento, pensárselo dos veces... ¡La lección ha sido dura,
Losey!
—Llámeme Edwin.
—Y tú a mí, Lee... Aunque aquí todos me conocen por Ransey.
—¿Duele?
—Sí... ¡Bastante! Sentí perfectamente que la bala llegaba al hueso.
—Espere un poco, Lee. Saldré un momento para ver si alguno
todavía...
—No te preocupes, Edwin. Después de esto, casi podría asegurarte
que nadie asomará las narices por aquí.
—No hay que confiarse, amigo. George Palmer no se conformará.
Cuando Edwin Losey se disponía a volver al porche, escuchó algo que
le hizo sonreír.
¡Guau! ¡Guau!
CAPÍTULO XI
—¡Hola, «Lanudo»! ¿Dónde has estado, amigo?
—Conmigo. ¡Le he dejado como nuevo!
Edwin Losey miró fijamente al hombre que le hablaba. Era bajito, de
pequeño esqueleto, muy delgado y con barbas blancas, lo mismo que los
ralos cabellos que le salían desperdigados bajo el negro sombrero hongo
del mismo color que su usada levita y los viejas zapatos de brillante charol
que calzaban sus pequeños pies.
Y del mismo color negro era el maletín que colgaba de una de sus
huesudas manos.
—Soy Joss Yves —se presentó él mismo, con su voz cascada de
hombre de setenta años—. El matasanos de Georgestown.
—Pase, doctor, el sheriff le necesita.
—No hay cuidado. Lee es duro de roer. Tiene más vidas que un gato.
—Quieto, «Lanudo». Parece que ya estás bien; veo que puedes saltar
a mis brazos.
—Le he curado yo —volvió a presumir el médico.
—Pero yo le dije al sheriff que...
—Es que también hago de veterinario por aquí. ¿No lo sabe? Cuando
Lee me trajo a ese perrillo, le reconocí. ¿Por qué le llama usted «Lanudo»,
si Bronsky le puso «Aspe»?
—No sé... No conocía entonces su nombre y como tiene muchas
lanas...
—Pelos, amigo, pelos. ¡No lanas!
Una voz áspera salió del interior
—¿Quieres entrar de una vez, viejo chivo? ¡Esto me duele, leñe!
—¿Le oye? Aún le quedan fuerzas para gruñir. Eso es que no será
grave. ¡Nos conocemos bien!
Y nada más entrar caminando hacia el herido, ya empezando a abrir
su negro maletín dijo por todo saludo:
—¿Qué prefieres, Lee? ¿Láudano para adormecerte, o unos cuantos
tragos de whisky?
—Lo último, Joss. Es más sabroso.
—Pues yo también echaré un trago. Trabajo mejor así.
Cuando le ofrecía la botella al amigo, el viejo médico comentó al
señalar a la calle por encima de su hombro:
—Dime, Lee... ¿Es que ha estallado un cartucho de dinamita ahí
fuera?
—Pregúntaselo a Edwin. ¡Y trae ya ese frasco!
Por la entrada, dos cabecitas rubias asomaban, sin decidirse a entrar.
Edwin Losey reconoció a los dos hijos del grueso panadero Rafols y
escuchó decir al mayor
—¿Lo hicimos bien, señor Losey?
—Perfectamente, Miky. Podéis entrar.
A los dos niños les siguió su padre que nada más entrar miró al herido
sheriff y se interesó:
—¿Es grave, doctor?
—¿Qué haces aquí, Rafols? ¡Fuera! Tú a amasar harina y déjame a mí
con lo mío.
—Sólo he venido, para...
—Me ocultaron en su casa y sus hijos me iban avisando de todo lo
que pasaba — le excusó Edwin Losey.
—Está bien; puedes quedarte, Rafols.
—Gracias, doctor.
Todas las miradas se centraban en el herido sheriff, que con toda la
camisa desgarrada sonreía con la mirada perdido, mientras permitía que el
viejo médico hurgase en su herida del hombro. El mayor de los hijos del
panadero se extrañó:
—¿Por qué sonríe el señor Ransey, si le debe doler?
—Porque está borracho —opinó el viejo médico—. Le ofrecí un poco
de whisky, pero el muy bribón se zampó el frasco entero.
Para que los niños dejasen de mirar hacia allí, Edwin Losey les
preguntó:
—¿Cómo está vuestra madre?
—Mi mujer está haciendo un guiso estupendo —contestó el padre de
los muchachitos—, ¿Vendrá usted después de comer?
—Iré, Rafols; y perdone por el susto que les di.
—No tiene importancia, señor Losey. ¡Pero de verdad nos asustó a
todos!
—A mí no, padre —presumió el pequeño Miky.
—Está bien, hijo; pero ahora haréis otro recado.
—¿Va a haber más tiros, padre? —preguntó el pequeño.
—No, hijito, no... Pero iréis a avisar al enterrador.
—Buena idea, Rafols —felicitó el médico—. Esa calle está hecha un
asco.
Y siguió examinando la herida.
El sheriff no dejaba de sonreír y el amigo le dijo:
—¡Borracho! Te bebiste todo mi whisky.

***

El que no sonreía era George Palmer.


Las últimas noticias le habían puesto de un humor de perros y
desahogándose se puso a llamar, desde su despacho: —¡Ewerett! ¡Ewerett!
¡Ven ahora mismo aquí!
—Sí, patrón. ¿Quiere la silla de ruedas?
—Déjate de eso ahora, majadero. ¡Y corre cuando te llame!
El alto y corpulento pistolero no estaba acostumbrado a ser tratado de
aquella manera. Pero nada objetó y se puso a correr desde la galena de
piedra hacia el despacho de George Palmer, porque aquel viejo ganadero le
pagaba muy bien.
En toda su aventurera vida, Ewerett jamás había alquilado sus
revólveres a tan alto precio.
De seguir así, en el Tres Coronas terminaría haciendo una pequeña
fortuna.
—Dígame, patrón.
—Siéntate, Ewerett; quiero hablar muy en serio contigo.
—Gracias, patrón; pero estoy bien así.
—¡He dicho que te sientes!
Sólo cuando le vio sentado frente a él, el dueño del Tres Coronas
miró fijamente a los ojos al corpulento pistolero y quiso saber:
—¿Cuánto quieres, por terminar con ese hombre?
—¿Se refiere a...?
—Sabes muy bien a quién me refiero.
—No sé, patrón... Ahora ha resultado que es más peligroso de lo que
pensábamos.
—Lo pensarías tú, cretino. Yo siempre supe que es peligroso.
—¿Por qué no le olvida, patrón? Ese Losey terminará marchándose
de aquí.
—¿Tienes miedo, Ewerett?
—No es miedo, pero...
—Pero te has puesto a contar y sabes que ya nos liquidó a ocho
hombres, ¿verdad?
—¿No cuenta a su cuñado, señor Palmer?
—Sin guasas, Ewerett. A Elmer no le contaba, porque bien muerto
está. El también pretendía, de una forma u otra, heredar mi rancho.
El dueño de la casa hizo una pausa y añadió a su desabrido
comentario:
—Además, Elmer no debió pretender tomar parte en ese
linchamiento. ¡Se lo dije!
—Tuvo que azuzar a los hombres, señor Palmer.
—Pudo hacerlo desde aquí, para que pareciese sólo cosa de ellos.
—No sé, patrón... Pero creo que también odiaba a ese Losey desde
antiguo, ¿no?
—¿Qué significa ese «también», Ewerett?
Al no obtener respuesta, George Palmer pretendió aclarar:
—Entérate, estúpido; yo no odio a Edwin Losey. Simplemente le
desprecio. ¡Me estorba! ¡No le quiero por aquí!
Y para redondear aún añadió:
—Vino a meterse en mis cosas. A desenterrar un pasado que ya había
olvidado. ¡A querer quitarme lo que es mío! ¡Sólo mío!
—Le comprendo, patrón.
—No, Ewerett. Tú no comprendes nada. ¡Nada en absoluto! Pero te
pago bien para cumplir con tu «oficie» y por eso vuelvo a preguntarte.
¿Cuánto me vas a pedir?
—Escuche, patrón: como usted acaba de decir, yo nada tengo contra
ese sujeto.
—Y yo te repito que eso... ¡Es miedo!
Levantándose y mostrándole toda su elevada estatura y corpulencia,
el pistolero pidió:
—¡Basta, señor Palmer! Nadie me ha tratado así sin...
—¿Sin qué...? Termina.
Y buen conocedor de los hombres, el viejo George Palmer se apresuró
ofrecer, para amortiguar su reto:
—¿Te parecen bien tres mil, Ewerett...? ¿Cinco mil mejor?
—Patrón, yo... yo...
—No se hable más, amigo; desde ahora te ofrezco seis mil.
—¿Me los da ahora mismo, patrón?
—¿Es que desconfías, Ewerett?
—No, señor Palma. Pero ver el dinero me anima a todo.
—De acuerdo, hombre. Pues aquí tienes tres mil y los otros tres
cuando termines el «trabajo».
—Gracias, patrón. ¿Puedo hacerlo a mi manera?
—No... Es la única condición que te impongo.
—¿Qué quiere decir, señor Palmer?
—Que te conozco bien y puede que intentes hacer una de las tuyas.
Por eso quiero un duelo limpio. ¡Al estilo antiguo! —¿Cómo...?
—Me has entendido bien, Ewerett.
—¿Quiere que rete a ese Edwin Losey? —aún indagó el pistolero, sin
volver a sentarse.
—¡Exactamente eso! Como si fuese una cuestión muy personal. Algo
de hombre a hombre.
—Ahora entiendo. Usted quiere que la muerte de ese tipo no le
salpique en nada.
—¡Tú lo has dicho!
—Bueno, eso puede que le cueste...
—¿Mil más, Ewerett?
—Pongamos dos mil más, señor Palmer.
—No abuses, Ewerett. Es mucho dinero, por sólo enfrentarse a un
hombre, al que podrás vencer fácilmente.
—No me halague ahora, patrón. ¡No voy a bajar el precio! —Eres un
bribón.
—Y usted un viejo ladino.
—¡Ewerett!
—¿Qué pasa, señor Palmer?
—¿Cómo te atreves?
—Las cartas sobre la mesa, patrón. ¡Y menos humos! —Ya sé...
Ahora me hablas así, porque me han liquidado algunos hombres y el
resto...
—¿Qué resto, patrón? ¿No sabe que muchos se han despedido?
—¡No! —casi gritó, levantándose también.
Pasado su disgusto, el dueño de la casa recordó:
—Nada me ha dicho Hopper.
—Es que su capataz ha sido el primero en largarse, patrón. —
¡Cobardes! Tú... ¿tú les vas a imitar, Ewerett?
—No... Si sostiene esa oferta, señor Palmer.
—¡La sostengo!
—Hemos quedado que serán ocho mil — le recordó.
—Te doy mi palabra.
Mostrándole los billetes en las manos, el pistolero indicó:
—Lo que me ha adelantado sólo han sido tres mil, patrón. ¡Mírelos.
—No llevo más dinero encima
—Está bien; me debe cinco.
Ewerett quiso dejar las cosas bien claras y se rectificó a él mismo:
—He querido decir cinco mil dólares, señor Palmer.
—Te he dado mi palabra que los tendrás. Pero tienes que hacer las
cosas bien.
—Descuide. Me pinto solo para los duelos en mitad de la calle.
Y antes de salir de aquel despacho se animó a él mismo, recordándole
ya en la puerta:
—No olvide que soy Ewerett Etty.
No pudo oír que el dueño de la casa musitaba, casi para él:
—Y él Edwin Losey... ¡presumido!
CAPÍTULO XII
Nada más salir el guardaespaldas de aquel despacho, la puerta volvió
abrirse y apareció la hermosa Nela Bryner. El dueño de la casa miró a su
esposa y para humillarla una vez más comentó ¡iónico:
—Nunca creí que caerías tan bajo, como para escuchar tras de las
puertas.
—Tú me enseñaste, George. Llevas años espiándome.
—Si lo dices por lo de la carta, fue cosa de tu hermanito, «querida».
—Échale la culpa a él, ahora que está muerto.
—¡Es cierto, Nela1 Elmer fue al que se enteró que escribiste a Edwin.
—Pero tú le diste carta blanca, ¿verdad?
—¿Y por qué no? Eres mi esposa. ¡La madre de nuestra hija!
—Por desgracia así es, George —reconoció la mujer resignadamente
—. Aunque otra cosa le haya dicho a él. ¡Por eso te he soportado tantos
años!
—¿Qué le dijiste a Edwin? —se interesó.
—Que Marie era hija nuestra... De él y mía.
—¡Maldita perra! ¿Hasta eso me querías quitar?
—¿Y tú? ¿No me has quitado mi juventud, mis ilusiones como mujer,
mi felicidad?
—Te casaste conmigo. Y olvida de una vez ese cuento de que tu
hermano Elmer te empujó a hacerlo. A lo que siempre aspiraste es a mi
dinero. ¡Lo mismo que él!
—Ahora renuncio a todo, George. A todo menos a la vida de Edwin.
—Habla claro. ¿Qué pretendes decir?
—Que me iré... Que aceptaré el divorcio, si tú quieres. No me tendrás
que dar nada, ni ceder ninguna cosa en tu testamento. ¡Pero tendrás que
evitar que Ewerett se enfrente con él!
—¿Tanto le quieres aún, Nela?
La mujer reclinó la cabeza, antes de contestar con otra pregunta que
al dueño de la casa le hizo crispar los puños:
—¿Por qué me preguntas eso? ¿Quieres mortificarte más?
—¡Zorra! Siempre lo fuiste. ¡Desde que cumpliste los quince años!
Por eso te entregaste a él.
Al sentirse insultada, Nela Bryner alzó la cabeza y ahora sí que
valientemente confirmó:
—¡Le amaba! Como le sigo amando ahora.
—Sal de aquí o no respondo, loba. No quiero que nuestra hija sepa
cómo es su madre. ¡Sal ahora mismo!
—¿Le dirás a Ewerett que no se enfrente a él, por favor? —insistió la
mujer.
—¡Fuera he dicho! Tu misma presencia me irrita... ¡Me avergüenza!
La mujer salió cabizbaja; conocía demasiado bien a aquel hombre
como para ignorar que George Palmer, el dueño del Tres Coronas, jamás
atendía a los ruegos de los demás.

***

Edwin Losey se apartó de la mesa, maquinalmente revisó el cinto con


las manos y la altura de las fundas de los revólveres, luego se caló el
sombrero y antes de salir de la casa del panadero pidió:
—Sujete a «Lanudo», Rafols, no quiero que me siga.
Los dos muchachitos se lanzaron casi a la vez sobre el inquieto
perrillo, mientras su padre le decía al invitado una vez más:
—No vaya, Losey. Ese tipo es un pistolero. ¡Ewerett siempre ha
vivido de alquilar sus revólveres!
Con media sonrisa, Edwin Losey respondió:
—¿Y qué cree usted que soy yo, Rafols?
—Es distinto. Usted tiene un sentido de la justicia.
La esposa del panadero se puso a llorar y sus dos hijos acudieron a
ella, el mayor Miky sujetando aún al perrillo, que se mostraba inquieto
porque su nuevo amo ya caminaba en busca de la salida a la calle.
¡Guau! ¡Guau!
—Escuche, Rafols. Si me ocurriese algo, yo...
—No se preocupe; a mis hijos les gusta el perro.
—No me refería sólo a eso. Tengo algún dinero en el banco de Soda
Spring y me gustaría que usted y su esposa... con los niños...
—Tranquilo, Losey —le interrumpió el hombre grueso—. Usted más
que nadie sabe que cuando un hombre va a enfrentarse a la muerte debe
estar concentrado. No debe pensar nada más que en lo que tiene que hacer.
—Cierto, amigo. ¡Lo sé! Pero esta vez... No sé; tengo un mal
presentimiento.
—Razón demás para no ir. ¿Qué es un reto de un individuo de esa
calaña?
—No es con Ewerett con quien me voy a enfrentar, sino con mi
propio destino.
—¿Por qué dice eso, Losey?
—No sé, Rafols.. Quizá es que deseo terminar de una condenada vez
con todo esto.
—Pues suerte. Sepa que se la deseamos todos.
Edwin Losey estrechó con fuerza aquella mano gruesa del honrado
panadero y le sonrió.
Luego, mientras con pasos elásticos salía en busca de la calle
principal de Georgestown, no supo por qué su mente se ocupó en evocar la
graciosa y juvenil silueta de una muchacha que le esperaba allí.
Se llamaba Katy Donley y llevaba aquel apellido por adopción.

***

El alto y corpulento Ewerett Etty le esperaba al fondo de la calle y


nada más verle a su vez empezó a caminar, para acortar también la
distancia.
Edwin Losey no dejó de darse cuenta que su oponente parecía
tranquilo, concentrado, como deseando terminar lo que se proponía hacer.
Los pasos de aquel hombre eran largos, también elásticos, sosegados
y firmes. Hasta una media sonrisa le bailoteaba en los labios, mientras
mantenía sus vivaces pupilas fijas, sin pestañear los párpados.
Edwin Losey también sabía lo que tenía que hacer.
Demasiadas veces había vivido momentos así.
Sí: demasiadas.
Tantas, que ya estaba más que harto de aquello; de jugarse la piel por
un quítame allá esa paja; más de una vez por tonterías, por pundonor, por
orgullo de hombre.
Por llamarse Edwin Losey.
Y en el Katy-Saloon de Soda Spring, por ganarse un sueldo.
Como si en la vida no existieran otras muchas cosas.
Unos pasos más allá se recomendó a él mismo que debía dejar de
pensar en todo aquello. El panadero Rafols tenía razón: ahora debía
concentrarse al máximo en lo que debía hacer.
Si salía con vida de aquello, ya tendría mucho tiempo para pensar.
Para dar un profundo repaso a su vida.
Lo que terminó de concentrarle fue la voz del rival que tronó en
mitad de la calle:
—¿Listo, Losey?
—Listo, Ewerett.
—Pues no pases de ahí. Yo me planto aquí.
—De acuerdo... Es la justa distancia.
—Voy a matarme. ¿Lo sabes, pichón?
—Lo mismo digo, «hermano».
—Sólo una cosa, Losey... Yo no te digo, ¿sabes?
—Pues yo... Siento no poder decir lo mismo... Y no es que
particularmente te odie a ti, Ewerett... Pero sí detesto a todos los tipos
como tú.
—Un largo discurso, para no decir nada, pichón.
—Te equivocas... Este país será otro, cuando no existan los sujetos
como Ewerett Etty.
—Y los Edwin Losey, pichón.
—Puede que tengas razón...
—¿Ya?
—Cuando quieras.
En aquel instante, cuando los dos oponentes ya se disponían a bajar
veloces las manos a las culatas de sus revólveres para desenfundar y
disparar lo más rápidos posible, los rabiosos ladridos de un perrillo se
dejaron oír en la calle.
«Lanudo» venía lanzado a la máxima velocidad que le permitían sus
cortas patas, tras haberse escapado de los brazos del hijo mayor del
panadero Rafols.
¡Guau! ¡Guau!
Al oírle, Edwin Losey no pudo evitar un movimiento instintivo de su
cuello medio ladeando la cabeza, a la par que oía frente a él:
—¡Ya eres mío, pichón!
Fue aquel grito de triunfo lo que le hizo rectificar en media fracción
de segundo, aunque cuando ya miraba nuevamente a su rival y disparaba
contra él sintió el doloroso aguijón de la bala que le penetraba en su
cuerpo.
Un plomo que le lanzó a la inconsciencia.
A la nada.
CAPÍTULO XIII
Confusamente, Edwin Losey tuvo la agradable sensación de que
estaba en el cielo, aunque siempre había tenido la idea de que no había
hecho mérito para tal suerte.
Sin embargo, le estaba mirando un ángel y una mano suave como la
seda acariciaba su frente.
Al fin pudo decir
—¡Katy! ¿Qué... qué haces aquí?
—Me han traído mis padres —informó la joven—. Están ahí fuera,
cariño.
—¿Qui...quieres decir que Arthur Donley está aquí?
—¿Y no es ése mi padre, cabezota? —fe sonrió la joven.
—Sí, claro, pero... ¿Es que no sigo en Georgestown?
—Sí, hombre, á. En casa de un panadero que se llama Rafols. Es el
que nos telegrafió a Soda Spring. ¡Has estado seis días deliberando!
El herido fue a decir algo, cuando la muchacha añadió muy orgullosa:
—¡Y nombrándome a mí!
—¿A ti... Katy?
—Ya sabía yo que en el fondo me quería. ¡Qué también estabas
enamorado de mí!
—¿Lo sabías? Pues yo no...
—Porque los hombres como tú son muy duros de pelar.
Les cuesta mucho admitir que no pueden vivir sin una determinada
mujer.
—Tú aún eres una cría, Katy.
—¿Con dieciocho años, mi amor?
—Bueno, yo... yo...
—Tú a callar, Edwin. Tuviste relaciones con una chica antes de
cumplir mi edad. ¡Y ella era mucho más joven aún!
—¿Có...cómo sabes eso, Katy? ¿Quién te lo ha dicho?
—Eso no importa ahora. Nos casaremos, nada más levantarte de esa
cama
—Si quieres, la podemos aprovechar y casamos ahora —bromeó él.
—¡No seas descarado!
—Lo digo porque, como ya lo das todo por hecho...
—¿Y no es lo mejor que te puede suceder?
—Mujer, yo...
—Eso me gusta, cariño. ¡Que me llames mujer!
—En realidad lo eres. Tienes unas curvas que marean, Katy.
—Ya volvió a salir el bribón. Mira que salgo de esta habitación y que
me releve otro.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí, Katy?
—Casi dos días.
—¡Sopla!
—Te repito que has estado seis inconsciente.
—¿Durmiendo?
—Hablo en serio. Creíamos que ibas a morir.
—¿Y por qué tengo vendada la cabeza?
—La bala te rozó la frente. Bueno: más que rozarte llegó a penetrar...
¡Pero por fortuna salió ella sólita!
—Sí... Ya empiezo a recordar... ¿Qué fue del otro?
—Si te refieres a Ewerett Etty, está enterrado. El mismo día que su
patrón. El hombre que le mandó a matarte, cariño:
Sentándose en la cama, el herido quiso saber nerviosamente:
—Un momento, Katy. ¿Me estás diciendo que George Palmer
también está muerto?
—Sí... Por lo visto se pegó un tiro, cuando supo que eras tú el que
había matado a su pistolero.
—¡Qué barbaridad!
—He oído comentarios. Dicen que lo hizo así, porque ya no podía
más. Se sentía viejo, siempre había sido despreciado por su joven esposa
y...
—Sigue, Katy. ¿Qué ha sido de ella?
—¿De esa mujer?
—Sí, de Nela.
—Bueno; el dueño de esa casa al llegar con mis padres nos dijo que
ella estuvo aquí. Pero que al arte delirar y nombrarme tantas veces a mí...
—¿Dónde están ahora?
—¿Por qué hablas en plural, Edwin?
—Me refiero también a su hija Mane...
—Si tanto te interesan... Yo...
—Sí me interesan, mujer.
—Pues tendrás que esperar. Creo que las dos han emprendido un
viaje, para olvidar todo lo que pasó aquí.
—Eso es otra cosa, Katy. Y no te enfades.
—¿No puede una estar celosa?
—No seas niña. Esa mujer no me interesa. En el fondo no fue más
que un sueño de juventud. ¡Una equivocación!
—¿Lo dices de veras, Edwin?
—Lo he comprobado, pequeña. Aunque he tardado muchos años en
comprenderlo.
—No eres tan viejo: sólo tienes treinta años.
—Treinta y cinco — rectificó él.
—¿Y eso qué? Es la mejor edad para los hombres.
Edwin Losey tomó entre las suyas las manos femeninas y mirando a
los ojos de la muchacha enamorada prometió:
—Voy hacer todo lo posible para demostrarte que es así, Katy.
¡Palabra de honor!
—¿Y por qué no me besas? — le retó ella.
—¡Nada de eso aún! —dijo una voz masculina muy conocida para
Edwin Losey.
—¡Señor Donley! —exclamó.
—¿Y a los demás no les saludas? —protestó el sheriff de
Georgestown.
Llegaba con el brazo en cabestrillo y seguido de la esposa de Arthur
Donley y el matrimonio dueño de la casa. Los únicos que faltaban allí eran
los dos niños.
Pero debían estar en la habitación vecina, porque se oían los ladridos
de «Lanudo» al jugar con ellos.
El hombre de la placa siguió acercándose y retó sonriente:
—A ver si te curas pronto, como yo.
—Lo intentaré, Lee. ¿Cómo va ese hombro?
—Bien; ya no duele.
—Señora Donley... Ha sido usted muy amable al acompañar a su
marido y a su hija.
—¿Qué podíamos hacer, si Katy se empeñó nada más recibir el
telegrama9 —dijo la mujer, también festivamente.
—Y además, tú y yo tenemos una partida de póquer pendiente —
anunció el dueño del Katy-Saloon.
—¿También me dejará ganar esta vez, jefe?
—Ya no soy tu jefe. Venderemos el Katy-Saloon y montaremos otro
negocio... más honesto para que sea llevado por un matrimonio como
vosotros.
Todos rieron con ganas y Edwin Losey el que más.
Ya se habían terminado las balas de rencor.
En aquella habitación no había más que esperanzas.

FIN
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