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Gaitán

9 de abril: la misteriosa madeja del destino. La muerte de este hombre


altera mi vida. Cuando lo mataron, yo ni siquiera había nacido a una
conciencia de ser. Era el fruto bastardo de unas bodas entre la ignorancia
y una ideología fetichista fundada sobre el mito y la mala fe, que lo
único que tenían de bueno era la inocencia en que se inspiraban.
Yo contaba entonces 16 años y tanto el pensamiento como la vida me
eran frutos prohibidos. Lo poco que sabía entonces se me había enseñado
partiendo de una moral basada en el terror al infierno. Quizá Gaitán
había sido arrojado del altar de mi familia como un camarada del
demonio, pues sólo hasta ese viernes de 1948 oí por primera vez
mencionar su nombre: habían asesinado a un caudillo en Bogotá. ¡Se
llamaba Jorge Eliécer Gaitán! Y la radio empezó a tronar los ecos
fatídicos de una revolución tardía y frustrada cuyos himnos eran de
muerte.
La belleza de la revolución se revolcaba en el lodo de la demencia y el
crimen: el aborto era bautizado por el diablo. Esa tarde, la Revolución se
resbaló y cayó en el infierno de la violencia. Después supe por qué.
Aquella tarde no lo comprendí. Mi padre nos encerró en un cuarto
oscuro y nos rezó como siempre que había tormenta: “Aplaca Señor Tu
Ira, Tu Justicia y Tu Rigor...”. Y también: “Señor Dios de los Ejércitos,
llenos están los Cielos y la Tierra de la Majestad de Vuestra Gloria...”.
Para mí esas oraciones eran el fin del mundo, el diluvio y la guerra. Yo
rezaba y lloraba de espanto al mismo tiempo.
Cuando después me gaitanicé, o sea me hice revolucionario y ya no
rezaba de miedo a los relámpagos ni al granizo, comprendí que el drama
de aquel viernes de dolores no era sólo el de un líder sacrificado, sino el
drama de millones de hombres, el drama de todo el continente
suramericano.
Porque Gaitán tenía la talla de un héroe y de un profeta. En ese espíritu
ardía la llama mística del hombre predestinado a la liberación de un
pueblo: el hombre que era reclamado desde el fondo del dolor y la
desesperación popular. Pues él era un Poeta del Poder. Nunca antes hubo
otro más grande en las repúblicas americanas como no fuera aquél que
las fundó con su soplo de libertad, del que heredó el fuego sagrado.
Él lo habría cambiado todo en Colombia con su hermosa Revolución,
pues tenía la visión y el sentido heroico del Poder. Yo sé que los poetas
no se entregan sino a la verdad que encarnan, a la verdad de amor a sus
ideas. Y mueren por ellas si tienen que morir. Por eso precisamente son
poetas. Porque la verdad es su fin, y su gloria. En esto Gaitán se
diferencia de todos los políticos colombianos. Estos toman la política
como un fin. Lo que para Gaitán era sólo un medio para realizar los
grandes ideales de su pueblo: su glorioso Destino.
Lo que teníamos que esperar de él era su gran fe en el destino de
Colombia a través de su Revolución política, que al mismo tiempo era
una revolución moral.
Con su muerte, a la que advino una feroz tiranía de plebeyos y
reaccionarios capitalistas, Colombia ingresó o fue arrojada a la oscuridad
del infierno por las brechas abiertas de la violencia oficial. Esa
horripilante tarde de abril Colombia perdió su camino y perdió
históricamente el privilegio de haber guiado los destinos de Suramérica y
sus revoluciones nacionalistas, inspiradas en la nuestra.
Pues el pensamiento de Gaitán distaba de los extremos ominosos de los
imperialistas para definirse en un nacionalismo orgulloso y soberano
integrado con las fuentes vivas del pueblo y la nación. Gaitán no buscaba
la tierra prometida ni lejos ni fuera de Colombia. Todos sabemos que la
tierra prometida es la tierra que amamos, la nuestra, la que cada día
santificamos con el amor y la creación, la que también se llama Patria
cuando somos dignos de ella: ésa de la que estamos desterrados hace ya
largos años, en la que vivimos cautivos y muertos, a la que estamos
atados por una cadena interminable de opresión, dolor, disolución y
miseria.
Quiero añadir que Gaitán, en su fervor nacionalista, habría ajustado la
nación a una síntesis creadora sin lo malo de los imperialismos, y con lo
mejor de ellos integrado a la esencia del ser colombiano.
Todos los que en aquella época tenían derecho al uso de la esperanza —
ya que el de la razón estaba custodiado por las armas— esperaban de
Gaitán la conquista del Poder, que habría significado para Colombia la
conquista de su Destino. Pero ese Destino fue abatido a la vez que su
vida, en el umbral de poder.
¿Por qué dije antes que la muerte de Gaitán influyó en mi vida de una
manera tremenda? Afirmo que la muerte de ese hombre es “responsable”
de lo que soy yo. Pues ni en la vida de los hombres ni en la de los
pueblos sucede nada por azar. Las fuerzas históricas son determinantes,
son causas “racionales” a las que no puede escapar nuestro destino.
Si Gaitán no hubiera muerto, yo no sería hoy Gonzalo Arango. ¿Quién o
qué sería? No lo sé. No juego a la nostalgia ni a la profecía. Pero sí tengo
la certeza de que si Gaitán viviera, el Nadaísmo nunca habría existido en
Colombia. Entonces, ¿dónde estaríamos y qué estaríamos haciendo los
escritores nuevos? Es casi seguro que hoy estaríamos al lado de Gaitán,
con Gaitán a la carga, defendiendo sus banderas revolucionarias. No
hipotecando nuestro arte a la política ni al Poder, sino dignificándolo y
haciéndolo libre en el aire puro de la vida y de la Revolución del pueblo.
(No pueblo como masa amorfa y borracha, sino como conciencia de
vida, amor solidario y pasión creadora de su propio destino histórico).
Hoy nos hace falta en Colombia para vivir y crear el aire jubiloso de la
Revolución. Nos ahogamos en la podredumbre que hoy ahoga a
Colombia; nos asfixiamos en su rara atmósfera de sacristía y de tumba;
estamos secos en este desierto de la vida y del alma colombianas.
Estamos estériles por falta de un verdadero amor a Colombia. Somos
intelectuales amargos, beatos, derrotistas, indiferentes y sofisticados.
Nos hemos vuelto inmunes a la alegría y al dolor de la Patria. Los
escritores nuevos hemos desterrado esta palabra de nuestro lenguaje,
sentimos vergüenza al evocarla o al mencionarla. Escribimos y vivimos
en el exilio de la imaginación; exploradores estéticos de la nada y el
vacío. Hace muchos años que los artistas no nos acostamos con la Patria.
Haría falta una verdadera posesión carnal con ella que revitalizara
nuestro espíritu y lo hiciera florecer. Quiero decir un coito verdadero y
espléndido. No basta el amor platónico ni la piedad. Tales amores
conducen al onanismo y a la impotencia, a veces también al convento y
al suicidio.
Lo que necesitamos es una verdadera revolcada física sobre la sufrida y
bendita tierra de Colombia, bajo sus cielos azules y el sol que nos queme
y dé sentido a nuestra vida y a nuestros tristes pensamientos abstractos
de cloaca e invernadero.
Fuego que purifique con su vida y con su luz. No la que guía hoy los
destinos de Colombia que parece la luz de un cirio de sacristía o de
velorio, ésa no resplandece: chisporrotea, huele a sebo y
amancebamiento del Poder con los poderosos del Templo.
Gaitán habría encendido otra llama en el Poder: ¡la de Prometeo! Porque
no sólo era un gran caudillo sino un gran poeta. No porque hiciera versos
sino porque su palabra era el fuego de la vida, de la creación, del amor y
de la esperanza del hombre. Su ademán era una invitación al canto y a la
alegría de vivir. Hoy 9 de abril siento que nos hace falta el poeta Gaitán
para cantar la belleza del mundo y el orgullo de tener una Patria nuestra,
creada por nuestro amor y para nuestro amor.
Con él, los intelectuales no seríamos hoy esta plebe de sicópatas
ambulatorios que no sabemos qué hacer con el poder de la palabra, como
no sea degradarla en el desprecio, la calumnia, el derrotismo, el
conformismo y la autodestrucción. Por eso erramos sin destino por el
desierto de Colombia, oscilando entre la indiferencia y la nada: porque
no hay ninguna fuerza viva que nos apasione, que seduzca nuestro
espíritu a la acción militante, y nos libre de esta inercia oprimente que se
parece a la muerte del alma.
Salgo a la calle. Tengo la ilusión de encontrar una fiesta de
muchedumbres, de esas mismas que una vez deliraron con la magia
profética de la Revolución gaitanista. Pero no hay fiesta en la ciudad.
Todo lo que veo son fusiles, soldados, perros y caballos alimentados con
el pan de los pobres y los perseguidos.
Veo también un pueblo muerto de miedo y hambre que se emborracha en
las tabernas, que se envilece para recordar aquel 9 de abril y para olvidar
que hubo una vez —como en los cuentos fantásticos— en que pudo de
verdad ¡SER UN PUEBLO!
Y veo por último tres coronas ajadas, las que cada aniversario deposita el
pueblo sobre la tumba de sus ilusiones.
Porque Gaitán fue asesinado yo soy Nadaísta. Y mi protesta la dedico a
su memoria, y a la promesa viva de su Revolución.

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