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El cuento (selección)

Zeus y la vergüenza (Esopo)

Cuando Zeus modeló a los hombres, insufló enellos los demás sentimientos, pero
olvidó la vergüenza. Y al no saber por dónde introducirla, ordenó que penetrara
por el ano. Ésta, indignada, al principio se opuso. Pero, cuando Zeus le insistió
con rotundidad, dijo: «Entro con la condición de que no se introduzca Eros: si entra
él, yo me saldré al instante». De aquí viene el que todos los invertidos son
desvergonzados.

El caballo, el buey, el perro y el hombre (Esopo)

Cuando Zeus hizo al hombre, le dio una existencia efímera. Pero éste, sirviéndose
de su propia inteligencia, cuando llegó el invierno se construyó una casa para vivir.
Y he aquí que en cierta ocasión en que hacía mucho frío y Zeus envió la lluvia, un
caballo que no podía resistirla, llegó a la carrera al hombre y le pidió que lo
protegiese. Éste dijo que no lo haría a menos que le cediera parte de sus propios
años. El caballo aceptó con gusto. No mucho después se presentó también un
buey que tampoco podía resistir el invierno. Igualmente el hombre le dijo que no lo
recibiría sin que antes le proporcionase cierto número de sus años. Y también éste
le dio una parte y fue acogido. Finalmente llegó un perro aterido de frío y, tras
conceder al hombre una parte de su vida, halló abrigo. Así ocurrió que los
hombres, cuando están en los años que les dio Zeus son íntegros y buenos; pero
cuando están en la edad del caballo, son vanidosos y altaneros; al llegar a la del
buey se hacen dominantes; y los que cumplen la edad del perro se convierten en
irascibles y gruñones.

Prólogo (Don Juan Manuel)


En el nombre de Dios: amén. Entre las muchas cosas extrañas y maravillosas
que hizo Dios Nuestro Señor, hay una que llama más la atención, como lo es el
hecho de que, existiendo tantas personas en el mundo, ninguna sea idéntica a
otra en los rasgos de la cara, a pesar de que todos tengamos en ella los mismo
elementos. Si las caras, que son tan pequeñas, muestran tantísima variedad, no
será extraño que haya grandes diferencias en las voluntades e inclinaciones de los
hombres. Por eso veréis que ningún hombre se parece a otro ni en la voluntad ni
en sus inclinaciones, y así quiero poneros algunos ejemplos para que lo podáis
entender mejor.
Todos los que aman y quieren servir a Dios, aunque desean lo mismo, cada
uno lo sirve de una manera distinta, pues unos lo hacen de un modo y otros de
otro modo. Igualmente, todos los que están al servicio de un señor le sirven,
aunque de formas distintas. Del mismo modo ocurre con quienes se dedican a la
agricultura, a la ganadería, a la caza o a otros oficios, que, aunque todos trabajan
en lo mismo, cada uno tiene una idea distinta de su ocupación, y así actúan de
forma muy diversa. Con este ejemplo, y con otros que no es necesario enumerar,
bien podéis comprender que, aunque todos los hombres sean hombres, y por ello
tienen inclinaciones y voluntad, se parezcan tan poco en la cara como se parecen
en su intención y voluntad. Sin embargo, se parecen en que a todos les gusta
aprender aquellas cosas que les resultan más
agradables. Como cada persona aprende mejor lo que más le gusta, si alguien
quiere enseñar a otro debe hacerlo poniendo los medios más agradables para
enseñarle; por eso es fácil comprobar que a muchos hombres les resulta difícil
comprender las ideas más profundas, pues no las entienden ni sienten placer con
la lectura de los libros que las exponen, ni tampoco pueden penetrar su sentido. Al
no entenderlas, no sienten placer con ciertos libros que podrían enseñarles lo que
más les conviene.
Por eso yo, don Juan, hijo del infante don Manuel, adelantado mayor del
Reino de Murcia, escribí este libro con las más bellas palabras que encontré, entre
las cuales puse algunos cuentecillos con que enseñar a quienes los oyeren. Hice
así, al modo de los médicos que, cuando quieren preparar una medicina para el
hígado, como al hígado agrada lo dulce, ponen en la medicina un poco de azúcar
o miel, u otra cosa que resulte dulce, pues por -31- el gusto que siente el hígado a
lo dulce, lo atrae para sí, y con ello a la medicina que tanto le beneficiará. Lo
mismo hacen con cualquier miembro u órgano que necesite una medicina, que
siempre la mezclan con alguna cosa que resulte agradable a aquel órgano, para
que se aproveche bien de ella. Siguiendo este ejemplo, haré este libro, que
resultará útil para quienes lo lean, si por su voluntad encuentran agradables las
enseñanzas que en él se contienen; pero incluso los que no lo entiendan bien, no
podrán evitar que sus historias y agradable estilo los lleven a leer las enseñanzas
que tiene entremezclados, por lo que, aunque no lo deseen, sacarán provecho de
ellas, al igual que el hígado y los demás órganos se benefician y mejoran con las
medicinas en las que se ponen agradables sustancias. Dios, que es perfecto y
fuente de toda perfección, quiera, por su bondad y misericordia, que todos los que
lean este libro saquen el provecho debido de su lectura, para mayor gloria de Dios,
salvación de su alma y provecho para su cuerpo, como Él sabe muy bien que yo,
don Juan, pretendo. Quienes encuentren en el libro alguna incorrección, que no la
imputen a mi voluntad, sino a mi falta de entendimiento; sin embargo, cuando
encuentren algún ejemplo provechoso y bien escrito, deberán agradecerlo a Dios,
pues Él es por quien todo lo perfecto y hermoso se dice y se hace.
Terminado ya el prólogo, comenzaré la materia del libro, imaginando las
conversaciones entre un gran señor, el Conde Lucanor y su consejero, llamado
Patronio.

Cuento XXXIV
Lo que sucedió a un ciego que llevaba a otro

En esta ocasión hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de


esta manera:
-Patronio, un familiar mío, en quien confío totalmente y de cuyo amor estoy
seguro, me aconseja ir a un lugar que me infunde cierto temor. Mi pariente me
insiste y dice que no debo tener miedo alguno, pues antes perdería él la vida que
consentir mi daño. Por eso, os ruego que me aconsejéis qué debo hacer.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para aconsejaros debidamente me
gustaría mucho que supierais lo que le ocurrió a un ciego con otro.
Y el conde le preguntó qué había ocurrido.
-Señor conde -continuó Patronio-, un hombre vivía en una ciudad, perdió la
vista y quedó ciego. Y estando así, pobre y ciego, lo visitó otro ciego que vivía en
la misma ciudad, y le propuso ir ambos a otra villa cercana, donde pedirían
limosna y tendrían con qué alimentarse y sustentarse.
»El primer ciego le dijo que el camino hasta aquella ciudad tenía pozos,
barrancos profundos y difíciles puertos de montaña; y por ello temía hacer aquel
camino.
»El otro ciego le dijo que desechase aquel temor, porque él lo acompañaría y
así caminaría seguro. Tanto le insistió y tantas ventajas le contó del cambio, que el
primer ciego lo creyó y partieron los dos.
»Cuando llegaron a los lugares más abruptos y peligrosos, cayó en un
barranco el ciego que, como conocedor del camino, llevaba al otro, y también cayó
el ciego que sospechó los peligros del viaje.
»Vos, señor conde, si justificadamente sentís recelo y la aventura es
peligrosa, no corráis ningún riesgo a pesar de lo que vuestro buen pariente os
propone, aunque os diga que morirá él antes que vos; porque os será de muy
poca utilidad su muerte si vos también corréis el mismo peligro y podéis morir.
-135-
El conde pensó que era este un buen consejo, obró según él y sacó de ello
provecho.
Y viendo don Juan que el cuento era bueno, lo mandó poner en este libro e hizo
unos versos que dicen así:

Nunca te metas donde corras peligro


aunque te asista un verdadero amigo

A la deriva
Horacio Quiroga

El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó


adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre
sí misma, esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre
engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la
amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el
machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un
instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y
comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo
y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el
hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían
irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con
dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le
arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos
puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La
piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la
voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no
había sentido gusto alguno.
-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!
-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.
-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras
otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre
gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una
monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora
a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más,
aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo
mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa.
Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente
del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de
cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río;
pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo
vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que
reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo:
el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente
doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se
decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que
estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo
fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte
metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza
del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún
valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó
velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien
metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros
bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados,
detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en
incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un
silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra
una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo
un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la
cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho,
libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no
tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse
del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya
nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-
Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del
obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río
se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el
monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de
azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio
hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos
sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se
sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado
sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y
nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.
¿Qué sería? Y la respiración…
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en
Puerto Esperanza un viernes santo… ¿Viernes? Sí, o jueves…
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
-Un jueves…
Y cesó de respirar.

La mano junto al muro (Guillermo Meneses)

La noche porteña se desgarró en relámpagos, en fogonazos. Voces de miedo y de


pasión alzaron su llama hacia las estrellas. Un chillido (¡«naciste hoy!») tembló en
el aire caliente mientras la mano de la mujer se sostuvo sobre el muro. Ascendía
el escándalo sobre el cielo del trópico cuando el hombre dijo (o pensó): «Hay aquí
un camino de historias enrollado sobre sí mismo como una serpiente que se
muerde la cola. Falta saber si fueron tres los marineros. Tal vez soy yo el que
parecía un verde lagarto; pero ¿cómo hay dos gorras en el espejo del cuarto de
Bull Shit?... La vida de ella podría pescarse en ese espejo... O su muerte...».

La mano de la mujer se apoyaba en la vieja pared; su mano de uñas pintadas


descansaba sobre la piedra carcomida: una mano pequeña, ancha, vulgar, en
contacto con el frío muro robusto, enorme, viejo de siglos, fabricado en épocas
antiguas para que resistiese el roce del tiempo y, sin embargo, ya destrozado, roto
en su vejez. Por mirar el muro, el hombre pensó (o dijo): «Hay en esta pared un
camino de historias que se enrolla sobre sí mismo, como la serpiente que se
muerde la cola».

El hombre hablaba muchas cosas. Antes -cuando entraron en el cuarto,


cuando encontró en el espejo los blancos redondeles que eran las gorras de los
marineros- murmuró: «En ese espejo se podía pescar tu vida. O tu muerte».

Hablaba mucho el hombre. Decía su palabra ante el espejo, ante la pared, ante
el maduro cielo nocturno, como si alguien pudiese entenderlo. (Acaso el único que
lo entendió en el momento oportuno fue el pequeño individuo del sombrerito
ladeado, el que intervino en la historia de los marineros, el que podía ser
considerado -a un tiempo mismo- como detective o como marinero).

Cuando miraba la pared, el hombre hizo serias explicaciones. Dijo: «Trajeron


estas piedras hasta aquí desde el mar; las apretaron en argamasa duradera;
ahora, los elementos minerales que forman el muro van regresando en lento
desmoronamiento hacia sus formas primitivas: un camino de historias que se
enrolla sobre sí mismo y hace círculo como una serpiente que se muerde la cola».
Hablaba mucho el hombre. Dijo: «Hay en esa pared enfermedad de lo que pierde
cohesión: lepra de los ladrillos, de la cal, de la arena. Reciedumbre corroída por la
angustia de lo que va siendo».

La mano de la mujer se apoyaba sobre el muro. Sus dedos, extendidos sobre


las rugosidades de la piedra, sintieron la fría dureza de la pared. Las uñas
tamborilearon en movimiento que decía «aquí, aquí». O, tal vez, «adiós, adiós,
adiós».

El hombre respondió (con palabras o con pensamientos): «La piedra y tu mano


forman el equilibrio entre lo deleznable y lo duradero, entre la apresurada fuga de
los instantes y el lento desaparecer de lo que pretende resistir el paso del tiempo».

El hombre dijo: «Una mano es, apenas, más firme que una flor; apenas menos
efímera que los pétalos; semejante también a una mariposa. Si una mariposa
detuviera su aletear en un segundo de descanso sobre la rugosa pared, sus patas
podrían moverse en gesto semejante al de tu mano, diciendo «aquí, aquí», o,
acaso, «adiós, adiós, adiós».

El hombre dijo: «Lo que podría separar una cosa de otra en el mundo del
tiempo sería, apenas una delgada lámina de humana intención, matiz que el
hombre inventa; porque, al fin, lo que ha de morir es todo uno y sólo se diferencia
de lo eterno».

Eso dijo el hombre. Y añadió: «Entre tu mano y esa piedra está sujeta la
historia del barrio: el camino de historias enrollado sobre sí mismo como una
serpiente que se muerde la cola. Aquí está la lenta decadencia del muro y de la
vida que el muro limitaba. Tu mano dice qué sucede cuando un castillo frente al
mar cambia su destino y se hace casa de mercaderes; cuando, entre las paredes
de una fortaleza defensiva, se confunde el metal de las armas con el de las
monedas».

Rio el hombre: «¿Sabés qué sucede?... Se cae, simplemente, en el comercio


porteño por excelencia: se llega al tráfico de los coitos». Cerró su risa y concluyó
severo: «Pero tú nada tienes que ver con esto; porque cuando tú llegaste, ya
estaba hecha la serie de las transmutaciones. El castillo defensivo ya había
pasado por casa de mercaderes y era ya lupanar».

Cierto. Cuando ella llegó, el comercio de los labios, de las sonrisas, de los
vientres, de las caderas, de las vaginas, tenía ya sentido tradicional. Se nombraba
al barrio como el centro comercial de los coitos en el puerto. Cuando ella llegó ya
esto era -entre las gruesas paredes de lo que fue fortaleza- el inmenso panal
formado por mínimas celdas fabricadas para la actividad sexual y el tiempo estaba
también dividido en partículas de activos minutos. (-Tú ahora. Ya. Adiós. Tú ahora.
Ya. Adiós. Tú ahora. Ya. Adiós) y las monedas tenían sentido de reloj. Como las
espaldas, cuyo sitio habían tomado dentro de los muros del antiguo castillo,
podían cortar la vida, el deseo, el amor. (Se dice a eso amor, ¿no es cierto?).

Pero cuando ella llegó ya existía esto. No tenía por qué conocer el camino de
historias que, al decir del hombre, se podía leer en la pared. No tenía por qué
saber cómo se había formado el muro con orgullosa intención defensiva de castillo
frente al mar, para terminar en centro comercial del coito luego de haber sido casa
de mercaderes. Cuando ella llegó ya existían los calabozos del panal, limitados
por tabiques de cartón.

Inició su lucha a rastras, decidida y aprovechadora, segura de ir recogiendo las


migajas que abandona alguien, ansiosa de monedas. Con las uñas -esas mismas
uñas gruesas y mordisqueadas que descansaban ahora sobre la rugosa pared-
arrancaba monedas: monedas que valían un pedazo de tiempo y se guardaban
como quien guarda la vida. Angustiosamente aprovechadora, ella. El gesto de
morderse las uñas, sólo angustia: nada más que la inquieta carcoma, la lluvia
menuda de angustia, dentro de su vida.

Ahora, su mano se apoyaba sobre el muro. Una mano chata, gruesa, con los
groseros pétalos roídos de las uñas sobre la piedra antigua, hecha de historias
desmoronadas, piedra en regreso a su rota insignificancia, por haber perdido la
intención de castillo en mediocre empresa de mercaderes.

Ella nada sabía. Durante muchos años vivió dentro de aquel monstruo que fue
fortaleza, almacén, prostíbulo. Ella nada sabía. El barrio estaba clavado en su
peso sobre las aristas del cerro, absurdamente amodorrado bajo el sol. Oscuro,
pesado, herido por el tiempo. Bajo el sol, bajo el aliento brillante del mar, un
monstruo el barrio. Un monstruo viejo y arrugado, con duras arrugas que eran
costras, residuos, sucio, oscura miel producida por el agua y la luz, por las mil
lenguas de fuego del aire en roce continuo sobre aquel camino de historias que se
enrolla en sí mismo -igual que una serpiente- y dice cómo el castillo sobre el mar
se convirtió en barrio de coitos y cómo la mano de una mujer angustiada puede
caer sobre el muro (lo mismo que una flor o una mariposa) y decir en su
movimiento «aquí, aquí», o «adiós, adiós, adiós».

Ella nada sabía. Cuando llegó ya existía el presente y lo anterior sólo podía
estar en las palabras de un hombre que mirase la pared y decidiese hablar. Ya
existía esto. Y ella estuvo en esto. Los hombres jadeaban un poco; echaban
dentro de ella su inmundicia. (O su amor). Ella tomaba las monedas: la medida del
tiempo. Encerraba en la gaveta de su mesa de noche un pedazo de vida. O de
amor. (Porque a eso se llama amor). Dormía. Despertaba sucia de todos los
sucios del mundo, impregnada de sucia miel como el barrio monstruo bajo el
viento del mar. Su cabeza sonaba dolorosamente y ella podía escuchar dentro de
sí misma el torpe deslizarse de una frase tenaz. «Te quiero más que a mi vida».
(¿Cuándo? ¿Quién?). Uno. Ella piensa que tenía bigotes, que hablaba español
como extranjero, que era moreno. «Te quiero más que a mi vida». ¿Quién podría
distinguir en los recuerdos? Un hombre era risa, deseo, gesto, brillo del diente y de
la saliva, arabesco del pelo sobre la frente. Luego era una sombra entre muchas.
Una sombra en el oscuro túnel cruzado por fogonazos que era la existencia. Una
sombra en la negra trampa cruzada por fogonazos, por estallidos
relampagueantes, por cohetes y estrellas de encendido color, por las luces del
cabaret, por una frase encontrada de improviso: «Te quiero más que a mi vida».

Pero todo era brillo inútil, como la historia enrollada sobre sí misma y ella nada
sabía de la piedra ni de las historias ni de las luces que rompían la sombra del
túnel.

Sólo cuando habló con aquel hombre, cuando lo escuchó hablar la noche del
encuentro con los tres marineros (si es que fueron tres los marineros) supo algo
de aquello. Ella estaba pegada a su túnel como los moluscos que viven pegados a
las rocas de la costa. Ella estaba en el túnel, recibiendo lo que llegaba hasta su
calabozo: un envión, una ola sucia de espuma, una palabra, un estallido fulgurante
de luces o de estrellas.

Dentro del túnel, moviéndose entre las sombras de la existencia, fabricó


muchas veces la pantomima sin palabras de la moza que invita al marinero: la
sonrisa sobre el hombro, la falda alzada lentamente hasta el muslo y mirar cómo
se forma el roce entre los dedos del marino.

Así llegó aquel a quien llamaban Dutch. El que ancló en el túnel para mucho
tiempo. Dutch. Amarrado al túnel por las borracheras. La llamaba Bull Shit.
Seguramente aquello era una grosería en el idioma de Dutch. (¿Qué importa?).
Cuando él decía Bull Shit en un grupo de rubios marinos extranjeros, todos reían.
(¿Qué importa?). Ella metía su risa en la risa de todos. (¿Qué importa, pues?,
¿qué importa?). Bien podía Dutch querer burlarse de ella. Nada importaba porque
él también estaba hundido en el túnel, amarrado a las entrañas del monstruo que
dormía junto al mar. Él cambiaba de oficio; fue marino, chofer, oficinista. (O era
que todos -choferes, oficinistas o marinos- la llamaban Bull Shit y ella llamaba a
todos Dutch). Y si él cambiaba de oficio, ella cambiaba de casa dentro del barrio.
Todo era igual. Alrededor de todos, junto a todos, sobre todos -llamáranse Dutch,
Bull Shit o Juan de Dios- estaba el barrio, el monstruo rezumante de zumos
sombríos bajo la luz, bajo el viento, bajo el brillo del sol y del mar.

Daba igual que Dutch fuera oficinista o chofer. Daba igual que Bull Shit viviese
en uno u otro calabozo. Sólo que, desde algunos cuartos, podía mirarse el mundo
azul -alto, lejano- del agua y del aire. En esos cuartos los hombres suspiraban;
muchos querían quedarse como Dutch; decían: «¡Qué bello es esto!».

La noche del encuentro con los tres marinos (si es que fueron tres los
marineros) apareció el que decía discursos. Era un hombre raro. (Aunque en
verdad, ella afirmaría que todos son raros). Le habló con cariño. Como amigo.
Como novio, podría decirse. Llegó a declarar, con mucha seriedad, que deseaba
casarse con ella: «Contraer nupcias, legalizar el amor, contratar matrimonio». Ella
rio igual que cuando Dutch le decía Bull Shit. Él persistió; dijo: «Te llevaría a mi
casa; te presentaría a mis amigos. Entrarías al salón, muy lujosa, muy digna; las
señoras te saludarían alargando sus manos enjoyadas; algunos de los hombres
insinuarían una reverencia; nadie sabría que tú estás borracha de ron barato y de
miseria; pretenderían sorprender en ti cierta forma rara de elegancia; pretenderían
que eres distinguida y extraña; tú te reirías de todos como ríes ahora; de repente,
soltarías una redonda palabra obscena. ¿Sería maravilloso?».

La miró despacio, como si observase un cuadro antiguo. La mujer apoyaba


sobre el muro su gruesa mano chata de mordisqueadas uñas. Él continuó: «Te
llevaría a la casa de un amigo que colecciona vitrales, porcelanas, pinturas,
estatuillas, lindos objetos antiguos, de la época en la que estas piedras fueron
unidas con argamasa duradera para formar la pared del castillo frente al mar. Él te
examinaría como si observase un cuadro antiguo; diría, probablemente, que
pareces una virgen flamenca. Y es cierto, ¿sabes? Son casi iguales la castidad y
la prostitución. Tú eres, en cierto modo, una virgen: una virgen nacida entre las
manos de un fraile atormentado por teóricas visiones de ascética lubricidad. ¡Una
virgen flamenca! Si yo te llevara a la casa de ese amigo, él diría que eres igual a
una virgen flamenca, pero... Pero nada de eso es posible, porque el amigo que
colecciona antigüedades soy yo y hemos peleado hace unos días por una mujer
que vive aquí contigo... y que eres tú».

Un hombre raro. Todos raros. Uno se sintió enamorado. («Te quiero más que a
mi vida»). Uno la odió: aquél a quien ella no recordaba la mañana siguiente.
(«¿Tú?, ¿tú estuviste conmigo anoche?». «¿No recuerdas?», dijo él). Había
temblor de rabia en su pregunta; como si estuviese esperando un cambio de
monedas y mirase sus manos vacías. Los hombres son raros. Una mujer no
puede conocer a un hombre. Y menos, cuando el hombre se ha desnudado y se
ha puesto a hacer coito sobre ella: cuando se ha puesto a jadear, a chillar, a gritar
sus pensamientos. Algunos gritan «¡madre!». Otros recuerdan nombres de
mujeres a las que -dicen ellos- quieren mucho. Como si desearan que la madre o
las otras mujeres estuviesen presentes en su coito. Jadean, gritan, chillan, quieren
que ella -la que soporta su peso- los acompañe en sus angustias y se desnude en
su desnudez. Luego sonríen cariñosos: «¿No recuerdas?».

Todos raros. Ella nunca recuerda nada. Está metida en la sombra del túnel, en
las entrañas del monstruo, como un molusco pegado a la roca donde, de vez en
cuando, llega la resaca: la sucia resaca del mar, el fogonazo de una palabra, el
centelleo de las luces del cabaret o de las estrellas. Ella está aquí, unida al
monstruo sin recuerdos. Lejos, el mar. Puede mirarlo en el tembloroso espejo de
su cuarto donde, ahora, están dos gorras de marineros. (Pero ¿es que no eran
tres los marineros?). Hasta parece hermoso el mar a veces. Cargado de sol y
viento. Aunque aquí dentro poco se sepa de ello. Gotas de sucia miel lo han
carcomido todo; han intervenido en la historia del muro sobre el cual tamborilean
los dedos de la mujer («aquí, aquí» o «adiós, adiós, adiós»); han hecho la historia
de los elementos minerales que regresan hacia sus formas primitivas, después de
haber perdido su destino de fortaleza frente al mar, han escrito la historia que se
enrolla sobre sí misma y forma círculo como la serpiente que se muerde la cola.

Ella nunca recuerda nada. Nada sabe. Aquí llegó. Había un perro en sus
juegos de niña. Juntos, el perro y ella ladraban su hambre por las noches, cuando
llegaban en las bocanadas del aire caliente las músicas y las risas y las
maldiciones. Ella, desde niña, en aquello oscuro, decidida a arrancar las monedas.
Ella, en la entraña del monstruo: en la oscura entraña, oscura aunque fuera
hubiese viento de sol y de sal. Ella, mojada por sucias resacas, junto al perro.
Como, después, junto a los otros grandes perros que ladraban sobre ella su
angustia y los nombres de sus sueños. De todos modos, podía asomarse alguna
vez a la ventana o al espejo y mirar el mar o las gorras de los marineros. (Dos
gorras; tal vez tres los marineros).

Porque casi es posible afirmar que fueron tres los marineros: el que parecía un
verde lagarto, el del ladeado sombrerito, el del cigarrillo azulenco. Si es que un
marinero puede dejar olvidada su gorra en el barco y comprarse un sombrero en
los almacenes del puerto, fueron tres los marineros; si no, hay que pensar en otras
teorías. Lo cierto es que fue el otro quien tenía entre los dedos el cigarrillo. (O el
puñal).
Ella miraba todo, como desde el fondo del espejo del cielo. Acaso como desde
el fondo del espejo de su cuarto, tembloroso como el aletear de una mariposa,
como el golpetear de sus dedos sobre la rugosa pared. Si le hubieran preguntado
qué pasaba, hubiera callado o, en el mejor de los casos, hubiera respondido con
cualquier frase recogida en el lenguaje de las borracheras y de los encuentros de
burdel. Hubiera dicho: «¡Madre!» o «te quiero más que a mi vida» o, simplemente,
«me llamaba Bull Shit». Quien la escuchase reiría pero, si intentaba comprender,
enseriaría el semblante, ya que aquellas expresiones podían significar algo muy
grave en el odio de los hambrientos animales que viven en la entraña del
monstruo, en el habla de las gentes que ponen su mano sobre el muro de lo que
fue castillo y mueven sus dedos para tamborilear «aquí, aquí», o «adiós, adiós,
adiós».

Lo que le sucedió la noche del encuentro con los tres marineros (digamos que
fueron tres los marineros) la conmovió, la hundió en las luces de un espejo
relumbrante. Verdad es que ella siempre tuvo un espejo en su cuarto: un espejo
tembloroso de vida como una mariposa, movido por la vibración de las sirenas de
los barcos o por los pasos de alguien que se acercaba a la cama. En aquel espejo
se reflejaban, a veces, el mar o el cielo o la lámpara cubierta con papeles de
colores -como un globo de carnaval- o los zapatos del que se bahía echado a
dormir su cansancio en el camastro revuelto. Se movía el espejo, tembloroso de
vida como la angustiada mano de una mujer que tamborilea sobre el muro, porque
colgaba de una larga cuerda enredada a un clavo que, a su vez, estaba hundido
en la madera del pilar que sostenía el techo. Así, el espejo temblaba por los
movimientos del cuarto, por el paso del aire, por todo.

Desde mucho tiempo antes, la mujer vivía allí, en aquel cuarto donde los
hombres suspiraban al amanecer: «¡Qué bello es esto!» y contaban cuentos de la
madre y de otras mujeres a las que -decían ellos- habían querido mucho. Cuando
el hombre que decía discursos estaba allí, también estaban los marineros; al
menos, el espejo recogía la imagen de dos gorras de marineros, tiradas entre las
sábanas, junto al pequeño fonógrafo. (Dos gorras de marineros). La mujer que
apoyaba la mano sobre el muro podía mirar los círculos blancos de las gorras en
el espejo de su cuarto. Dos círculos: dos gorras. (Lo que podría hacer pensar que
fueron dos los marineros, aunque también es posible que otro marino
desembarcase sin gorra y se comprase un sombrero en los almacenes del puerto).
En el espejo había dos gorras y por ello, acaso, el que hablaba tantas cosas
extraordinarias dijo: «En ese espejo se podría pescar tu vida».

A través del espejo se podría llegar, al menos, hasta el encuentro con los dos
marineros. (Digamos que fueron dos; que no había uno más del que se dijera que
dejó su gorra en el barco y compró un sombrero en los almacenes del puerto). A
través del espejo se puede hacer camino hasta el encuentro con los dos
marineros, igual que en la piedra donde se apoya el tamborileo de los dedos de la
mujer puede leerse la historia de lo que cambió su destino de castillo por
empresas de comercio y de lupanar.

Ella estaba en el cabaret cuando los marineros se le acercaron. Uno era


moreno, pálido el otro. Había en ellos (¿junto a ellos?) una sombra verde y, a
veces, uno de los dos (o, acaso, otra persona) parecía un muñeco de fuego. Una
mano de dulzura sombría -morena, con el dorso azulenco- le ofreció el cigarrillo, el
blanco cigarrillo encendido en su brasa: «¿Quieres?». Ella miró la candela cercana
a sus labios, la sintió, caliente, junto a su sonrisa. (La brasa del cigarrillo o la boca
del marinero). Ya desde antes (una hora; tal vez la vida entera) había caído entre
neblinas. El humo del cigarrillo una nube más, una nube que atravesó la mano
entre cuyos dedos venía el tubito blanco. Ella lo tomó. Puede recordar su propia
mano, con la ancha sortija semejante a un aro de novia. Junto a la sortija estaban
la brasa del cigarrillo y la boca del hombre: la saliva en la sonrisa; al lado del que
sonreía, el otro la silueta rojiza y, también, el que parecía un verde lagarto. No
tenía gorra sino sombrerito de fieltro ladeado. (Casi cierto que eran tres, aunque
luego se dijera que fueron dos los marineros y esa tercera persona un detective, lo
que resultaba posible, ya que los detectives, como lo sabe todo el mundo, usan
sombrero ladeado, con el ala sobre los ojos).

La cosa comenzó en el cabaret. Ella -la mujer de la mano sobre el muro- vivía
en el piso alto. Sobre el salón de baile estaba el cuarto del tembloroso espejo
donde se podía mirar el mar o las gorras de los marineros o la vida de la mujer.
Treinta mujeres arriba, en treinta calabozos del gran panal; pero sólo desde el
cuarto de ella podía mirarse el lejano azul, como también sólo ella tenía el lujo del
fonógrafo, a pesar de lo cual era nada más que una de las treinta mujeres que
vivían en los treinta cuartuchos de piso alto, lo mismo que, en el cabaret, era una
más entre las muchas que bebían cerveza, anís o ron. Una más, aunque sólo ella
tenía su ancha sortija, semejante a un aro de novia.

De pronto, las luces del cabaret comenzaron a moverse: caminos azules,


puntos amarillos, ruedas azules y la sonrisa de los marineros, la saliva y el humo
del cigarrillo entre los labios. Ella sorbió las azules nubes también; pero ya antes
había comenzado la danza de las luces en el cabaret. Caminos rojos, verdes,
ruedas amarillas, puntos de fuego que repetían la brasa del cigarrillo. Ella reía.
Podía oír su propia risa caída de su boca. Las luces daban vueltas, la risa también
se desgranaba como las cuentas de un collar encendido y junto con las luces y la
risa, se movían las gentes muy despacio, entre círculos de sombra y de misterio.
Los hombres -cada uno- con la sonrisa clavada entre los labios: la silueta rojiza
igual que el que semejaba un verde lagarto y el del sombrero ladeado. (El que
produjo la duda sobre si fueron tres los marineros). Ella cabeceaba un ademán de
danza y sentía cómo su cabeza rozaba luces y risas cuando se encontró frente a
un espejo: el tembloroso espejo de su cuarto en cuyo azogue nadaban las dos
gorras marineras. Todo ello sucedió como si hubiese ascendido hacia la muerte.
Por eso, una vez chilló: «¡Naciste hoy!» y el hombre dijo: «En ese espejo se podría
pescar tu vida».

Pero, eso fue después. Ciertamente, los marineros se acercaron: una mano,
una boca, la sombra verde y el rojizo resplandor. Aquel a quien llamaban Dutch
había estado esa noche o, tal vez, otra noche parecida a ésta. (Una noche como
tantas de las noches nacidas en el túnel, en la entraña del monstruo, en un
instante de la gran oscuridad cruzada por fogonazos que era la vida allí). Estaba
Dutch. O, acaso, no. No; ciertamente, no. Era el de los discursos, el paciente
hablador, quien estaba presente. La mujer alzó su mano en un gesto de danza;
sus uñas abrieron cinco pétalos rojos a la luz de las bombillas. Se levantó; sintió
en su cuerpo cómo ella toda tendía a estirarse. Miró (en el espejo de sí misma o
en el espejo tembloroso de su cuarto) su cabeza deslizada en ascensión entre las
bombillas del cabaret y entre las luces del alto cielo sereno. Se movió -lenta y
brillante- sobre bombillas, estrellas, espejos. La voz, la sonrisa, el cigarrillo de los
marineros eran palabras, gestos, señales que indicaban el pecho del hombre. (Su
cartera o su corazón). Como si atravesara rampas de misterio los pasos de ella la
llevaban hacia el que descansaba sobre la mesa del cabaret. Apartó espejos,
luces, estrellas; atravesó nubes de humo. Estaba acompañada por los tres
marineros (eran tres, entonces): el que parecía un verde lagarto, el del rojizo
resplandor y la sombra azulenca en las manos, el del pequeño sombrero ladeado
sobre la sien izquierda. Cuando llegó a la mesa, rozó el pecho del hombre que
dormía. «Bull Shit», dijo él. «¡Ah! ¡Eres Dutch!». «¿Dutch? ¿Dutch? Sacas de tu
sombra una palabra y piensas que es un hombre. No, no soy Dutch; tampoco soy
el que te dijo te quiero más que a mi vida ni el que te habló de otras mujeres a
quienes quiere mucho. Soy otro corazón y otra moneda». Las voces de los dos
(¿o tres?) marineros ordenaron: «Sube con él».

Ante el espejo se miraron. Ella diría que no pisó la escalera, que no caminó
frente al bar, que caminaron -todos- las rampas del misterio y atravesaron las
puertas que hay siempre entre los espejos. Por los caminos del misterio, por los
caminos que unen un espejo a otro espejo, llegaron (o estaban allí antes) y se
miraron desde la puerta del espejo. (Ellos y sus sombras: la mujer, los marineros y
el que, antes, dormía sobre la mesa del cabaret mostrando a todos su corazón). El
del pequeño sombrero ladeado no estaba en el espejo. El otro, el que dormía
cuando estaban abajo, habló; al mirar las gorras de los marineros, dijo a la mujer:
«En ese espejo se podía pescar tu vida». (Igual pudo decir, «tu muerte»).

La mujer estaba fuera del cuarto, apoyada la gruesa mano de roídas uñas
sobre la rugosa piedra del muro. A través de la puerta veía las gorras de los
marineros en el cristal del espejo. El hombre había echado a andar el fonógrafo,
del cual salía la dulce canción. Los marineros se acercaban. Suspendida sobre el
negro disco, la aguja brillante afilaba la música: aquella melodía donde nadaban
palabras, semejantes a las palabras de Dutch cuando Dutch decía algo más que
Bull Shit, semejantes a gorras suspendidas en el reflejo de un vidrio azogado.

El hombre escuchaba tendido hacia el fonógrafo. Hacia él avanzaba uno de los


marinos; el que antes había ofrecido el cigarrillo de azulados humos. La mujer
miraba la mano del marinero, nerviosa, activa, cargada de deseo. (Si una moneda
es la medida del amor, puede alguien desear una moneda como se desea un
corazón). Ella lo entendía así: «El gesto de quien toca una moneda puede ser
semejante a la frase te quiero más que mi vida; acaso, ambos, espejos de una
misma tontería o de una misma angustia». La mano -deseosa, inquieta, activa- se
dirigía al sitio de la cartera o del corazón. El hombre volvió la cabeza, miró cara a
cara al marinero. El que tenía en sí un resplandor de brasa rio con risa hueca
como repiqueteo de tambor, como el movimiento de los dedos de la mujer sobre el
antiguo muro. El hombre volvió a inclinarse sobre la melodía del fonógrafo. La risa
del otro caía sobre el ritmo de la música y el hombre se bañaba en la música y en
la risa.

El gesto del marinero amenazó de nuevo cuando la mujer llamó la atención del
que escuchaba la música. Quieta -su mano sobre el muro- lo siseó. Él fue hasta
ella; se quedó mirándola, como un conocedor que mira un cuadro antiguo; fue
entonces cuando habló: «Hay en esta pared un camino de historias que se
muerde la cola. Trajeron estas piedras desde el mar, las apretaron en argamasa
duradera para fabricar el muro de un castillo defensivo; ahora, los elementos que
formaban la pared van regresando hacia sus formas primitivas: reciedumbre
corroída por la angustia de un destino falseado».

La mujer lo miraba desde el espejo del cielo, alta entre las estrellas su cabeza.
Antes de que ello fuera cierto, la mujer miraba cómo entre los dedos del marinero
brillaba el cigarrillo: un cigarrillo de metal, envenenado con venenos de luna,
brillante de muerte. Los dedos de ella (y sí que resultaba extraordinario que dos
manos estuviesen unidas a elementos minerales y significaran a un tiempo mismo,
aunque de manera distinta, el lento desmoronamiento de lo que fue hecho para
que resistiese el paso del tiempo), los dedos de ella repiquetearon sobre el muro.
«No, no, no».

Fue entonces cuando él propuso matrimonio, cuando la comparó a una virgen


flamenca, cuando dijo: «Te llevaré a la casa de un amigo que colecciona
antigüedades; él diría que eres igual a una virgen flamenca; pero no es posible,
porque ese amigo soy yo y hemos peleado por una mujer que vive en esta casa y
que... eres tú».

El gesto del marinero con el envenenado metal del cigarrillo -o del puñal- era
tan lento como si estuviese hecho de humo. Lento, alzaba su llama, su cigarrillo,
su puñal, el enlunado humo encendido de la muerte. Ella movía los dedos sobre el
muro; tamborileaba palabras: «no, no, cuidado, aquí, aquí, adiós, adiós, adiós». El
hombre dijo: «Te quiero más que a mi vida. Pareces una virgen flamenca. Bull
Shit».

Ya el marinero bajaba su llama. Ella lo vio. Gritó. La noche se cortó de


relámpagos, de fogonazos. (Tiros o estrellas). El del sombrero ladeado lanzaba
chispazos con su revólver. Alguien saltó hacia la noche. Hubo gritos. Una mujer
corrió hasta la que se apoyaba en el muro; chilló: «¡Naciste hoy!». El hombre
repetía: «Bull Shit, virgen, te quiero».

La mano de ella resbaló a lo largo del muro; su cuerpo se desprendió; sus


dedos rozaron las antiguas piedras hasta caer en el pozo de su sangre; allí, junto
al muro, en la sangre que comenzaba a enfriarse, dijeron una vez más sus dedos:
«Aquí, aquí, cuidado, no, no, adiós, adiós, adiós». Un inútil tamborileo que
desfallecía sobre las palabras del hombre: «Te quiero más que a mi vida, Bull Shit,
virgen». El del sombrero ladeado afirmó: «Está muerta».

Más tarde el de los discursos comentaba: «Ésta es una historia que se enrolla
sobre sí misma como una serpiente que se muerde la cola. Falta saber si fueron
dos los marineros». El del sombrerito se opuso: «Hay dos gorras en la cama de
Bull Shit». «En el espejo», rectificó el de los discursos; «la vida de ella puede
pescarse en ese espejo. O su muerte».

Voces de miedo y de pasión alzaban su llama hacia las estrellas. La mano de


la mujer estaba quieta junto al muro, sobre el pozo de su sangre.
Joselolo (Ángel Gustavo Infante)

Mírele los ojos: hermanolo tiene par de puñales escondidos. Chupa, bróder. Busca
la uña de la guitarra. La pega se secó. Marca la clave con tu casquillo: dos
taconazos seguidos y dos separados. Vuelve. Dame el montuno.

Pliotá, baña tus pulgas y descarga, que el hermano Joselolo está elevando:

—Qué —dijo arrugando los ojos sin mirar a nadie—, yo me asimilé al señor. Me
enrolé en las filas del Cristofué. Vino al mundo para salvarnos y darnos vida
eterna. Yo no me dejo aplicá ninguna sicología: la verdadera paz es espiritual.
Isaías cantó: todos nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su
camino y Dios cargó en él, en el Cristofué, el pecado de todos.

Después del sermón, el cuerpo de boxeador cumanés saltó al ring: la corona de


vidrios de la pared le rompió el pantalón y Joselolo cayó sentado en el techo. Los
gritos de abajo lo mantuvieron levitando. Vaciló con las amenazas y la luz que
rellenó los huecos. Pisada en falso. Primero hasta la rodilla, después el zinc
vencido lo devoró por completo: dio manotazos de ahogado sobre una batea
partida. Cortó la oscuridad con su navaja sin sentir los planazos en la espalda.
Rodó entre gamelote y montones de basura.

Siguió cojeando calle abajo sin esquivar las piedras, punzando los gritos con su
picahielo.

Cuando Joselolo se arrebata, en su cara se fija una sonrisa dura. Le entran ganas
de voltear con Paiva, imita sus bufidos, se mueve con violencia y lo llama a gritos
al torito negro. Pliotá le niega pega y La Zurda asalta Yesterday con un silbido y se
va olvidando todo.

Primer round: sobre el techo de las Salazar ventila sus puños como nudos de
cabos podridos. Segundo: el cielo raso del Tacarigua ruge como un tigre viejo.
Tercero: desde las tapas de Inocencio brinca a las de la Pelúa y recibe una lluvia
de botellas. Se espanta, resbala, baja entre los muros de Nieto y Buchipluma.

Le vacían encima un tobo de agua helada muchacho loco alucinógeno ladrón. Los
amos del ring se reúnen: dos de las Salazar lo sostienen, otra le levanta la cabeza
y le arregla la cara: La Sangrepesá aprieta el puño y le borra la sonrisa de un
coñazo.

El bróder nunca fue santo: desde el liceo perfiló su profesión: empaquetado hasta
la médula en la muerte de un compañero, es citado a la dirección para aclarar los
detalles. La oficina del director está sola y su paltó pagando sobre el espaldar de
la silla. Pisó el peine: el director, que valía por dos (había guardado todo su dinero
en las medias), aparece de pronto, cierra la puerta con su gordura y le dice
satisfecho: Hasta aquí lo trajo el río. No se le ocurra volver sin su representante.

Doble paquete. Se ganó, de gratis, una fama tremenda: choro y criminal. No hubo
pruebas. Las promesas de su vieja Lola le alargaron la vida escolar. El director
accedió a cambio de la verdad. Joselolo prometió irla cantando en cada viaje a
Parque Carabobo, donde tuvo que asistir durante varias semanas, acompañado
por los profesores del primero C para evitar el linchamiento: parientes, amigos y
demás deudos, le montaban cacería en los alrededores de la Petejota.

Todo el mundo hablaba del "Luis Barrera Linares": el liceo se puso de moda. y por
primera vez se oyó el nombre de Las Mayas más allá de El Peaje. Jamás se dio a
conocer el nombre del victimario: era menor de edad. El de la víctima aparecía por
todas partes.

Hasta la última noche en que, por fin, el certificado del forense vino a respaldar la
versión del único testigoindiciadomalandrocriminal: el chamo era epiléptico y, esa
tarde, había tomado una sobredosis de barbitúricos. O sea: no lo fulminó el golpe,
sino el aire.
Mera coincidencia la culebra que presenció el broder: está en el pasillo cuando se
forma un bululú, se acerca a ver qué es lo ques: someten a una disciplina que los
tenía obstinados. Se abre paso con la esperanza de mirar cómo le sacan los
dientes. De repente sale una mano del nudo de camisas amarillas y se planta en
el ojo del sapo. Joselolo vio la caída. Contó hasta diez mentalmente. Vio la
espuma y los ojos blancos. Le iba a alzar el brazo al vencedor y no encontró un
alma fuera de las aulas.

Libre de culpa, quiso rehacer su imagen: anduvo el resto del año como comprador
de oro roto. La buena fe, sin embargo, no impidió que lo botaran del liceo. Su vieja
recorrió la zona sur. Al fin, un olvido de la jefa de la comisión de inscripciones, le
permitió la entrada en El Chocolate de la calle catorce.

Cuando la profesora pidió el expediente del bróder, para cerciorarse de los


rumores que venían creciendo desde la otra punta del mesón, ya era tarde: la vieja
Lola había desaparecido. Perdida, gritó: ¡Jesús, el terror del Luis Barrera! Al volver
en sí, recordó las imágenes de un sueño rarísimo: en un segundo, todas las
películas de Clemente de La Cerda —que por cierto detestaba— rodaron bajo sus
párpados.

Joselolo andaba todo descontrolado. Así salió para el segundo año, sin pararle
mucho a esos dedos que señalaban su pasado. Y en El Chocolate se lleva EL
GRAN CHASCO: de tanto andar con su veintiúnica admiradora, va y se enamora.

Tina vivía al final de Puerto Escondido y el chamo Robinjú fue su hermano.


Andaban juntos desde primaria. El propio trío. Ella recogía la camisa y los útiles
cuando Joselolito entrompaba con Adel, con Amable, o con quien se pusiera
cómico. Tina es ahijada de Lola y Lalo: los viejos del bróder. La misión de Joselolo
fue acompañarla y no desampararla ni de noche ni de día. Se encaramaba a
Robinjú en el hombro y lo bajaba hasta el kínder. Tina llegaba después con la
lengua afuera, toda gordita, catira, con los ojos casi amarillos de la carrera:
buenastardes desde carajita, la carajita.
La cambiaron de liceo porque sin Joselolo le hacían la vida imposible. El bróder la
necesitaba: compartía su merienda, falsificaba los boletines y, en casos de
emergencia, pegaba a chillar por él y los profesores no hallaban qué hacer hasta
que los más débiles rompían las citaciones.

Una vez se jubilaron. Compraron ciruelas. Se montaron en un autobús Puerta


Caracas y sin balas para lanzar por la ventana, cansados de rodar, bajaron en
Quinta Crespo. Cruzaron la Baralt para devolverse, pero de repente comenzó a
llover.

Entraron a un galpón que antes fue cine con nombre de flor. No había luz: el
perrote negro dormía amarrado a listones de cedro, el hombre moreno andaba
sobre un andamio alumbrando el techo, la bicicleta de reparto estaba recostada al
portón con los cauchos hundidos en pantano y aserrin.

Hermanolo apartó a Tina hacia un rincón. Tomó sus manos y, clavándole una
mirada punzopenetrante, dijo: Vete y espérame en Los Próceres. Tapó su boca.
Hazme caso, después te explico.

El autobús no había arrancado. Desde su asiento, Tina vio algo parecido a


Joselolo y a la bicicleta, uno sobre otra, volando bajo la lluvia.

Cuando Tina llegó al Paseo ya no llovía y su compañero lijaba el nombre del


negocio grabado en la chapa del cuadro. Borró Aserradero. Dejó Sao Paulo. A
Tina le gustaba el nombre, pero le tuvo que quitar ese raro Sao: ¿Cómo explicaba
en su casa que era un regalo de Paulo, un compañero medio rico que tenía
muchas bicicletas?

Ni el viejo Lalo ni la vieja Lola consintieron tal regalo (en el fondo no se comieron
el cuento) y obligaron al bróder a devolverlo. Paulo, ofendidísimo, no aceptó el
rechazo y Joselolo se armó con doscientos clavos que le soltó, uno sobre otro, un
bedel del liceo.
Tina se había portado y comportado: no preguntó nada y jamás lo delató.

Compartió su fortuna

y a la larga

la afortunada

traicionó su corazón:

Luis, el marido de La Zurda, se la tumbó. Y Joselolo se quedó como fiscal de


aviones: mirando al cielo. Justo cuando había descubierto que la quería,

porque esa chama era,

como él decía:

fidelidá.

Hermanolo se puso flaquísimo y dejó el pupitre vacío. Después escogió su


esquina y montó un remate. Sus viejos lucharon hasta lo último: a Lola se le
agotaron las lágrimas y a Lalo se le estrechó el rancho:

El o yo, Lola, él o yo, repetía a su mujer antes de salir para la fábrica a cumplir su
tercer turno. El bróder, alcahueteado por la madre es madre y hay una sola, caía
bien sonao a golpe de diez y dormía tranquilote. Lola lo llamaba temprano. Lalo
llegaba más viejo cada día y antes de caer rendido repetía: El o yo, Lola, él o yo.

Colgaba en dos tandas para reponer la noche. Hermanolo destapaba ollas por ahí:
pujando por el arrebatón de su cómplice, se machacaba el güiro con semillas de
girasol y cáscaras de guineo, fumaba monte con furia y bebía como un
desgraciado por si tropezaba con Luis, decirle que se cuidara, que él ya tenía un
muerto encima. Aunque en el fondo más bien queda decirle que se metiera con
alguien de su tamaño, porque el Luis siempre les llevó doce ruedas por delante.
Luis es mensajero de una tienda en Chacao. Creció oyendo a Los Beatles. Vivía
con La Zurda en un galpón de ladrillos forrado de afiches, el techo pintado de
negro con estrellitas de papel aluminio que brillaban por la luz de un fluorescente
violeta. El gajo de Luis era eso: una sala y un baño repletos de gente rumbeando.
Al final de la sala: un mostrador, detrás una cama plegable y una cava.

Tina apenas se había asomado, un sábado por la noche, con la fiebre a millón. No
pudo detallar nada quedó enceguecida por los relámpagos que estallaban en
plena sala. Detrás del mostrador, Luis maraqueaba su maraquita entre una y otra
melodía, o enrolaba uno de los suyos con la cobija que picaba La Zurda.

A Tina le pareció haber visto a la mujer esa, pasándole al disyoki un montón de


discos. Volvió a su casa rayando en la convulsión: nadie la vio, no pudo bailar con
él. Y lo peor: no tuvo oportunidad de demostrarse a sí misma que sabía bailar tan
bien como en gimnasia, imaginando el aro en sus caderas.

De todos modos, la batería y las guitarras no la hubieran emocionado tanto como


la emocionó —a ritmo de blues, con el festival de las paredes y el firmamento de
luna violeta— la forma como Luis la desnudó sobre la alfombra, para iniciarla en
esa vida que destruyó la del bróder.

El pure de Tina se contentó con casarlos por civil. La Zurda perdió su techo de la
noche a la mañana. Y sin emprender las razones, con pantalla de tristeza para no
alarmar, en silencio juró venganza. Decidió hacer justicia por su propia mano. Qué
siniestra, el sobrenombre le viene al pelo. Se le encendió el bombillo cuando
encontró a Joselolo hasta —el culo— consumiendo las ganancias.

Entonces la mujer se dedica a explotar el eclipse en que andaba el chamo.


Compra una falda y un blusón fucsia con la liquidación que Luis dejó
involuntariamente debajo de las cornetas. Y se arrancan, en una de esas, para
Camurí, a sacar el doble despecho con Elías y su susodicha. Cutuflá les pasó las
entradas: su grupo alternaría con los visitantes. Y si Güili me llama, le resuelvo los
timbales. Así fue. Almendra no vino porque el trombón no le canceló completo la
última gira. Cutuflá se lució de gratis. En el intermedio le dejó a La Zurda un poco
de perico boricua que le regaló el pianista.

Hermanolo bebía para perder el conocimiento y olvidar a esa gorda ojos de


lechuza que lo miraba desde todos los lugares. Esa cara redonda de luna
fosforecente que se escondía y burlaba detrás de las cabezas oxigenadas.
Cuando La Zurda le oyó cantar, capturó su estado y le calculó un ron más para
clavarse debajo de la mesa. Retiró el vaso con mucho cuidado, le arregló el cuello
de la camisa y acompañó el contrabando: Te quise con alma de niño / y me
pegaste con traición /el niño se compra con un dulce /que con mentiras me
robaste el corazón.

Lo sacó a bailar bombacarambomba y el parejo deslizaba rechinando sus zapatos


con el brillo del trombón entraba a destiempo con el coro y se le escapaba a la
siniestra con su reserva de levanta muerto: Ayer lloré y hoy me río.

La Macabra lo llevó a botar la curda a Playa Los Angeles. Elías y su consorte


prefirieron caerse a pasiones dentro del volskwagen. Entonces la ex de Luis le
quita los zapatos al bróder y le instala par de torres bajo las fosas.

Al rato caminaban a orillas del mar. El hombre, sanidad, como si no hubiera visto
caña en mucho tiempo y la mujercita pegada a él como una calcomanía. La noche,
el mar y lás estrellas le encendieron la sangre al pana y, aunque la jeva es
federica, la tumbó en la arena dispuesto a encontrar los aretes que le faltan a la
luna.

La veteranía de La Zurda quedó demostrada desde el principio: bajo la falda fucsia


se abrió el Triángulo de las Bermudas reforzado con piedralumbre. El bróder le
metió una cuarta después del casco nazi y le almidonó el cuartel.

En toda la pantomima, La Zurda imaginó a su ex clavándole las espuelas con el


ritmo que la enloqueció durante un año dos meses y trece días. Reprimió su
nombre las dos veces que se le acababa el mundo y al final mordió, chilló y
escupió, cuando Joselolo le sacó la pala y se levantó: el gobierno se acercaba
linterneando la playa.

En los días de carreras, Hermanolo corría burda. Primero subastaba los mejores
de la cátedra y después luchaba por rematar los burros. Vendía bailando. Miraba
por los poros. La Zurda le cantaba la zona: la policía y los de la banca del terrible
Berra, le tenían el ojo puesto. El bróder se boleaba bien: la mitad de Las Mayas se
retrataba con él porque inspiraba confianza. No había comenzado a volar sobre
los techos ni a gritar sermones a todas horas. Nadie, entonces, le había dado la
espalda o sacado el culo, que no es lo mismo pero es igual.

Calle luna: la gente de Berra el terrible lo andaba cazando. Calle sol: La Zurda lo
tenía obstinado con sus casquillos. Calle luna calle sol: no se podía dejar tumbar
el negocio. A él lo tumbaron una sola vez y quería olvidar, aprender a olvidar,
olvidar a olvidar: perdonar.

Y ahí es cuando aparece

EL PENTECOSTAL

Andando en la nota del olvido y el perdón, una tarde le cae El Pentecostal.


Joselolo cargaba el güiro cruzado de rosarios: mándrax dosis doble. Y, citando al
apóstol San pablo el hombre dijo:

"Si hablo las lenguas de los hombres y aún de los ángeles, pero no tengo amor, no
soy más que un metal que resuena o un platillo discordante. y si hablo de parte de
Dios, y entiendo sus propósitos secretos, y sé todas las cosas, y si tengo la fe
necesaria para mover montañas, pero no tengo amor, no soy nada. Y si reparto
entre los pobres todo lo que poseo, y aun si entrego mi propio cuerpo para ser
quemado, pero no tengo amor, de nada me sirve".

Más nada: al bróder se le escondieron las medias. Porque okey: La Zurda lo había
atrapado con las tenazas de cangrejo que tiene entre las piernas, sin embargo,
sentía una monstruosa soledad. El Pentecostal siguió leyendo y su antigua fe fue
despertando.
Joselolo tenía sus dudas, pero andaba menos mal. La Zurda ignoraba la
transformación. No le hacía cerebro a las escapadas que se echaba todas las
noches: sabía que moriría ahí, quemándose la lengua con el alumbre. Mientras
tanto, el bróder bebía el vino montesanto y atestiguaba los milagros de Yiye Avila
en el Nuevo Circo.

La mujer estaba clara: lo principal era la venganza, como se lo había jurado casi
un año atrás: Joselolo debía disolver a la pareja. ¿Cómo? Todo bajo control: dar a
Tina el descanso eterno. Así, Luis volvería a ser para ella, para ella nada más.

Joselolo combinaba los trajines del evangelio con los castigos del cuerpo: las
palabras de los apóstoles le aceleraban la nota y bajaba a mil por hora al paraíso
terrenal de La Siniestra: la sermoneaba, la lamía de cuerpo entero y, duro como la
gelatina, se babeaba por ella e imaginaba los ojos de lechuza, la cara redonda de
Tina. Hasta que una noche, enluisado, cabalgándola con violencia, le prometió
vengarla.

La jeva le consiguió un hierro.

Hermanolo lo estrenó ese mismo día en el remate: después de la quinta válida, la


casa ofrece una ronda de cervezas. El bróder tenía el porcentaje resuelto, aunque
en la tercera tuvo que reforzar la salida de diez burros: sólo Charli, Pliotá, Adel y
Cabilla regatearon a Escorpión, el favorito. Transaron en tres tablas. El Profe y
Corazonada arrancaron conformes con ciento cincuenta y sesenta, que Adel y
Pliotá les metieron. Escorpión arrasó. Joselolo no pudo impedirlo. Se fue
reponiendo y antes de la sexta, lanza la ronda para matizar.

La Zurda había avisado que Cabilla chambeaba para el Berra. Hermanolo, sin
pararle al público de gallinero, envuelto en extraña paz por culpa de El
pentecostal, anotó su duro sobrenombre y el número quinientos al lado del tercer
favorito. Resulta entonces que Joselolo, mosca con la cuenta de las cervezas,
deja arrancar la última del domingo sin cobrarle al Cabilla.
El hombrecito le dejó a Aleja un mono de doce tercios y a Hermanolo el rancho
ardiendo con Barceló que se resolvió mil bolívares. El bróder aflojó una orquídea y
quedó debiendo poco menos de la mitad. Caída y mesa limpia. Desbancado por
nuevo, coño, por ñero. La Zurda no se pela. Del Cabilla: nada por aquí nada por
allá.

¿Y a que no se imaginan quién llegó?

Damas y caballeros, en vivo y en directo desde Puerto Escondido: BERRA EL


TERRIBLE.

Berra es tan flacamente flaco que si pica el ojo parece una aguja. Una vez se le
escapó a la policía de la manera más pendeja: se pegó a un muro y lo
confundieron con una grieta. Pero la fama:

¡Guillermotel!

Joselolo tantea el hierro. El hombre queda fuera de base, desarmado, y vuela por
el patio de Aleja, cae al baño de Barceló y se pierde. El bróder no había terminado
de sacar el revólver. De repente escupe un candelazo y tumba la ventana. Con la
gran suerte de que nadie estaba asomado, porque si no, le escarcha el güiro.

La vieja Aleja pálida arrecha más que arrecha, lo insulta bestia de mierda asesino
no es la primera vez que intentas matar a alguien. Por aquí no vuelvas, hijo de la
grandísima puta.

Hermanolo confuso asustado arrecho también, piró sin dirección determinada. La


Zurda con el domingo libre: playa Canguro. Qué vaina. Lalo montando guardia.
Qué vaina. Pliotá tiene un buen calmante: media bombona de anís granulado.
Acto seguido: los elementos caen a una postura de agua casemarisol. Marisol —
cortesía les sirvió su respectiva ensalada y algunas onzas de ron.

El bróder, feliciano, volando vio venir a la catira sola soltera sin compromiso. Le
costó y cortó reconocer que Luis tiene muy buena mano. Buenísima. La sacó de la
reunión. Sentados en las escaleras le dio arrechera, calidad pura, saber que
amaba burda a Luis. Al punto de querer parir para complacerlo y, para colmo, Luis
estaba resuelto: además de la tienda, chambeaba a destajo con la Cóleman y
ganaba un buen porcentaje controlándole la plata a la banca del Berra.

Puta reputa coñoetumadre

Charli se la quitó como pudo

Y dice el coro:

Joselolito firmó

su acta de defunción.

Bebió de un palo todo el anís, todo el ron. Obligó al hermano Pliotá, bajo cañón y
todo, a soltarle los granos que le quedaban.

Segundo debut: el zinc comenzó a tronar como si una manada de gatos peleara y
peleara un virgo. Las balas se le acabaron, bendición divina, al tercer disparo.
Acabó con la fiesta. Con todo. Acabando de acaba con su vida. Se fue saltando
sobre los techos con la mirada fija en la casa de sus viejos.

Lalo ya sabía el cuento. Lo esperaba con ganas de descargarle encima todo el


asco que le producía, de devolverle la vergüenza a machetazos.

Lo sentó de un planazo en pleno pecho. El bróder le tiró el revólver y sacó su


picoeloro. Entonces el viejo le dejó caer el machete, esta vez de filo, con toda la
fuerza de su alma.

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