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La Revolución Industrial

Con el nombre de Revolución Industrial se designa el conjunto de


cambios económicos y tecnológicos que transformó la sociedad
agraria y artesanal del Antiguo Régimen en las modernas
sociedades industriales, dotadas de una dinámica de crecimiento
económico sostenido. Aunque el hombre ha gobernado la
naturaleza y «fabricado» objetos desde la más lejana antigüedad,
la producción industrial propiamente dicha (es decir, la fabricación
a gran escala de bienes mediante máquinas movidas por energía
inanimada) no comenzó hasta mediados del siglo XVIII en
Inglaterra, marco de inicio de la Revolución Industrial.

Desde entonces, la industria ha evolucionado enormemente, y la


perspectiva temporal ha permitido a los historiadores señalar en su
desarrollo distintas fases, para cuya acotación suele emplearse,
entre otros criterios, el predominio de ciertas fuentes de energía,
materias primas o sectores industriales. Se han propuesto diversas
periodizaciones de la industrialización de los países capitalistas
más desarrollados, esencialmente los de Europa occidental y
América anglosajona. Aunque algunos autores han acuñado para
tiempos recientes expresiones como «Tercera Revolución
Industrial» (e incluso Cuarta), únicamente las etapas denominadas
«Primera Revolución Industrial» (o «Revolución Industrial» a
secas) y «Segunda Revolución industrial» gozan del favor casi
unánime de los especialistas.

La Primera Revolución Industrial abarcaría aproximadamente desde


mediados del siglo XVIII hasta 1870, mientras que las
transformaciones que caracterizan la Segunda Revolución
Industrial se produjeron principalmente entre 1870 y la Primera
Guerra Mundial (1914-1918). Aunque el primer periodo comprende
un fenómeno primordialmente británico, su éxito se propagó
rápidamente a parte del continente europeo, por lo que por
extensión se denomina también «Revolución Industrial» a los
diversos procesos nacionales de industrialización iniciados más
tardíamente en otros países.

Que se califique de «Revolución» lo que parece un tranquilo avance


evolutivo no sorprende cuando se tiene en cuenta que los medios
de subsistencia de la especie humana y sus estructuras económicas
apenas habían experimentado cambios sustanciales desde el
Neolítico. De hecho, se ha hablado de «Revolución neolítica» para
indicar la trascendencia que tuvo para el devenir de la humanidad,
a partir del 9000 a.C., el paso de una economía de caza y
recolección a otra fundada en la agricultura y la cría de ganado, con
consecuencias lentamente verificadas pero importantísimas:
aumento y sedentarización de la población, establecimiento de
aldeas, excedentes que impulsan el trueque y aparición de formas
primitivas de organización social.

Algo parecido ocurrió con la Revolución Industrial: a mediados del


siglo XVIII, la economía del Antiguo Régimen seguía siendo
fundamentalmente agrícola, y la producción de bienes de consumo,
artesanal. El trabajo artesanal apenas si había variado desde la
Baja Edad Media, mientras que la agricultura, cuyos rudimentarios
métodos no habían evolucionado en los últimos mil quinientos
años, proporcionaba a los campesinos los alimentos justos para la
subsistencia y para pagar tributos a la nobleza, dueña de las
tierras. Pero en las décadas siguientes, la aplicación de una serie de
innovaciones técnicas (que sustituyeron el trabajo manual por la
máquina y la energía humana y animal por la inanimada) aumentó
considerablemente la capacidad de obtención y transformación de
materias primas y de fabricación de toda clase de productos a
menor coste, y se implantó un nuevo sistema de producción, la
fábrica (frente al antiguo taller artesanal), responsable de los
grandes flujos migratorios del campo a la ciudad.

Manifestación obrera en Chicago (1886)

De este modo, lo que parecía solamente una mutación o


perfeccionamiento del sistema productivo acabó afectando al
conjunto de la sociedad. Campesinos pobres y artesanos
arruinados, junto con sus familias, pasaron a hacinarse en los
suburbios de las grandes ciudades, en cuyas fábricas eran
explotados por patronos sin escrúpulos y sometidos a jornadas
interminables a cambio de un mísero salario; conforme avanzaba la
industrialización, su número aumentó hasta constituir una nueva
clase social: el proletariado.

Al mismo tiempo, la burguesía propietaria de fábricas, minas y


demás medios de producción incrementaba exponencialmente sus
ganancias y su poder económico y político, y el capitalismo
mercantil de los siglos previos, basado en los intercambios
comerciales, dejaba paso a un capitalismo industrial, basado en la
producción de bienes, que quedaría definitivamente implantado
como sistema económico. Es decir, por la misma época en que el
Antiguo Régimen se veía políticamente superado tras el primer
triunfo de la burguesía sobre la aristocracia en la Revolución
Francesa, una revolución económica y tecnológica, la Revolución
Industrial, originaba o consolidaba tanto los estratos de la actual
sociedad burguesa (burguesía y proletariado) como el sistema
económico del mundo contemporáneo, el capitalismo liberal.

Organizándose en sindicatos y apoyándose en la huelga como


medida de presión, la clase obrera lograría, tras largas y cruentas
luchas, suavizar progresivamente su penosa situación y arrancar
derechos laborales a los gobiernos burgueses, mientras nuevas
ideologías políticas (socialismo, comunismo, anarquismo)
aspiraban a remediar las perversiones e injusticias del sistema o a
destruir su fundamento: la propiedad privada de los medios de
producción. A largo plazo, la Revolución Industrial llevaría a una
mejora general en los niveles de vida (visualizable hoy en el abismo
que separa el Tercer Mundo de los países industrializados), pero
también a las contradicciones, conflictos y desequilibrios (desde los
sociales a los ecológicos) inherentes al desarrollo del capitalismo.

La Primera Revolución Industrial


La Revolución Industrial se inició en Inglaterra durante la segunda
mitad del siglo XVIII, y desde allí se extendió a diversas áreas del
continente europeo. Entre los principales factores que propiciaron
el caso británico, convertido en el modelo paradigmático, deben
destacarse un crecimiento demográfico relativamente importante,
un sector agrícola adecuado y un comercio exterior pujante. Fue
precisamente este comercio colonial, muy notable desde el siglo
XVII, el que permitió la acumulación de capital necesaria para la
inversión industrial y, en unión con un mercado interior en
expansión, el que absorbió el aumento de producción derivado de la
industrialización.

Sentadas estas premisas, la Revolución Industrial se caracterizó en


Gran Bretaña por una serie de avances tecnológicos y
organizativos, centrados especialmente en el subsector textil del
algodón. Un dato significativo nos indica el crecimiento de esta
rama industrial: entre 1785 y 1850, la producción de telas se
multiplicó por cincuenta. La causa principal de este desarrollo fue el
empleo de máquinas, en una sucesión de desafíos y respuestas que
es característica de la producción industrial.

Así, a la introducción definitiva de la lanzadera volante de John Kay


a mediados del siglo XVIII, siguieron una serie de invenciones, a
menudo casi anónimas, que evitaban el estrangulamiento del
proceso productivo: máquinas de cardar y de hilar (la Spinning
Jenny de Hargreaves), el telar hidráulico, la hilandera mecánica y el
telar de Cartwright, inventado en 1785. De este modo se entró
progresivamente en una fase de producción masiva de hilo y tejido
que contó con la oposición de numerosos operarios manuales, que
temían por la pérdida de sus puestos de trabajo. Todavía a
principios del siglo XIX los obreros que tejían en telares manuales
superaban en número a los operarios de los telares mecánicos de
las fábricas, a pesar de que se era consciente de la mayor
productividad de estos últimos. En 1813 había unos 2.400 telares
mecánicos en Inglaterra; a mediados de siglo, su cifra alcanzaba los
250.000. Con una u otra forma de producción textil, la superioridad
británica en el sector era manifiesta.

Máquina de vapor

Resultó también fundamental la aparición de una nueva forma de


aprovechar la energía: la máquina de vapor. Alimentada mediante
carbón mineral (combustible que empezó a ser explotado a gran
escala debido al agotamiento de los recursos forestales), la
máquina de vapor permitió por fin disponer de una energía
independiente de las fuerzas de la naturaleza; los molinos de viento
y las ruedas hidráulicas, supeditadas al azar meteorológico y al
caudal de las aguas, no podían asegurar un flujo constante de
energía. Inventada por el herrero inglés Thomas Newcomen en la
primera década del siglo XVIII, la máquina de vapor fue luego
perfeccionada por una serie de continuas mejoras que culminaron
con la feliz idea de James Watt: en 1769 patentó un diseño que, al
margen de resolver la dispersión de la energía y gastar menos
combustible, transformaba el movimiento alternativo y rectilíneo en
otro continuo y circular.

Fue sin duda la innovación técnica más trascendente de la


Revolución Industrial; a partir de entonces, la máquina de vapor se
convirtió en una fuente energética casi inagotable, que además
podía instalarse en un espacio relativamente pequeño. La aplicación
del vapor revolucionó la industria textil (que ya no necesitó de los
ríos para mover las cada vez mayores máquinas de hilar o tejer), la
minería y la siderometalurgia, además del mundo de los
transportes. Desde aquel momento las fábricas ya no dependieron
de la energía hidráulica y pudieron establecerse en las regiones
más pobladas y mejor comunicadas, posibilitando la concentración
de la industria y las finanzas en una misma área, lo que dio origen
al nacimiento de las grandes ciudades industriales.

Las máquinas y el nuevo tipo de energía exigían, y a la vez hicieron


posible, una organización distinta. La fábrica fue la respuesta a esta
situación. La fábrica industrial no solamente suponía un centro de
trabajo mayor y más concentrado: era un sistema de producción
cualitativamente distinto. En los antiguos talleres artesanales, los
artesanos gozaban de la respetabilidad de quien conoce un oficio y
de una relativa independencia; desarrollaban una labor
especializada y tenían el control del proceso global de producción.
La fábrica, en cambio, se caracterizó desde el principio por la neta
separación de funciones entre patronos y obreros. El empresario
aportaba los medios de producción, supervisaba la fábrica e
imponía una férrea disciplina; a los trabajadores, cumpliendo sus
órdenes, se les asignaba una fase del proceso de fabricación
(«división del trabajo»), que ejecutaban de forma repetitiva y
mecánica; reducidos a mano de obra no cualificada o a
prolongaciones deshumanizadas de la máquina, los obreros vendían
sus fuerzas en interminables y rutinarias jornadas.
Fotograma de Tiempos modernos (1936), una cáustica mirada sobre la
deshumanización del trabajo

Con cierto retraso respecto del subsector algodonero, también la


siderurgia vivió un gran desarrollo en esta etapa. Mejoras sucesivas
en los procesos de coquización, refinamiento e inyección
permitieron, en una evolución que abarca más de una centuria,
abaratar notablemente los costos de producción del hierro dulce;
las sucesivas innovaciones posibilitaron un suministro constante a
unos precios cada vez más baratos sin necesidad de acudir a la
importación de lingotes de hierro sueco y ruso. Estimulada por la
demanda de maquinaria y, a partir de 1830, por la eclosión del
ferrocarril, la producción creció enormemente: de las apenas
70.000 toneladas de hierro producidas hacia 1790, se pasó a 2,7
millones en 1852.

Ya hacia el final de esta primera etapa de la Revolución Industrial,


la aparición del ferrocarril fue otro de los acontecimientos de mayor
impacto. Necesitada de un transporte económico y eficiente para el
hierro y el carbón (productos voluminosos y pesados), la industria
había estimulado, desde principios del siglo XIX, los progresos en
ese campo. Richard Trevithick (1771-1833) y George
Stephenson(1781-1848) diseñaron las primeras locomotoras
impulsadas con vapor, prototipos que terminaron por convertirse
en todo un símbolo de la Revolución Industrial.
En 1801 Richard Trevithick construyó un «carruaje de vapor» con
el que transportó pasajeros por las calles de Londres; tres años más
tarde, una de sus locomotoras accionadas por vapor arrastró una
carga de diez toneladas a una velocidad de 8 km/h. En 1830 circuló
el primer tren regular de pasajeros entre Manchester y Liverpool; la
locomotora The Rocket, diseñada por Stephenson, arrastró el
convoy a 30 km/h. La prensa inglesa, alarmada, se preguntó si el
organismo humano podría resistir tales velocidades. Desde el
principio el ferrocarril triplicó la velocidad de las diligencias de
caballos y elevó su capacidad de carga a niveles ni siquiera
imaginados.

La locomotora The Rocket (1829), de Stephenson, prestó servicio 


en la línea Manchester - Liverpool (Museo de la Ciencia, Londres)
La creación y crecimiento de la red ferroviaria en las décadas
siguientes tuvo efectos sumamente relevantes: facilitó los
transportes de mercancías y la movilidad de la población
(consolidando el crecimiento de las ciudades y la articulación del
mercado interior), estimuló la demanda de carbón, maquinaria y
productos siderúrgicos y contribuyó a configurar y difundir el
capitalismo financiero y empresarial al precisar de grandes
capitales para su construcción. El vapor también se había aplicado
tempranamente a la navegación tanto en Gran Bretaña como en
Estados Unidos; en 1807, el estadounidense Robert
Fulton completó la travesía Nueva York - Albany a bordo de su
barco de vapor Clermont. El diseño de Fulton quedaría superado
con la sustitución de las ruedas de paletas por hélices, pero por el
momento el vapor, aunando sus fuerzas con la vela en buques
mixtos, permitió cruzar más rápidamente el Atlántico (1819) e
inaugurar la primera línea regular de pasajeros entre Estados
Unidos e Inglaterra (1840).
Los dos sectores, el textil y el siderúrgico, fueron los pilares en que
se asentó esta primera fase de la Revolución Industrial. Sus efectos
fueron tan trascendentes como visibles. La estática sociedad
agraria fue sustituida por una sociedad industrial con rasgos
modernos: crecimiento económico autoalimentado, urbanización,
nueva demografía; vapor, máquinas y fábricas; humos, ruidos y
hacinamiento. Tales eran los elementos que configuraban el paisaje
de las ciudades industriales de la época (tan vivamente descritas en
las novelas de Charles Dickens), en cuyo anárquico urbanismo
podía leerse la nueva situación social: insalubres y superpoblados
suburbios obreros crecían junto a las fábricas, mientras lujosos
palacetes edificados en amplias y ajardinadas zonas residenciales
reflejaban el éxito y poder de la burguesía liberal.

A partir de 1830, y sobre todo desde 1840, empezaron a


constatarse los primeros signos de desarrollo industrial fuera de
Gran Bretaña. En el continente, la Revolución Industrial se extendió
principalmente a tres naciones: Francia, Bélgica y Alemania; en el
resto del mundo, los Estados Unidos de América iniciaron por esos
años su despegue industrial. Sus respectivos procesos de
industrialización no podían ser, ni de hecho lo fueron, estrictamente
los mismos que en el pionero modelo inglés; pero, a pesar de las
décadas iniciales de retraso, hacia 1870 era evidente que las
distancias se acortaban con rapidez. A la vez, en esos años se
observaba ya el agotamiento de las industrias que se habían
modernizado más tempranamente.

La Segunda Revolución Industrial


A partir de 1870, el panorama varió sensiblemente. Los cambios
afectaron a todo el complejo industrial. Desde el punto de vista
organizativo, las empresas cambiaron de tamaño y de carácter. Las
empresas clásicas, creadas por emprendedores capitalistas
imbuidos del liberalismo predicado por Adam Smith, vieron
disminuir su importancia. Por contra, el gran volumen de las
inversiones necesarias para las nuevas industrias impulsó la
participación en las mismas de las entidades bancarias. Se inició así
la creación de enormes corporaciones financiero-industriales, a
menudo con una clara vocación monopolística; frente a las
ingenuas suposiciones de Adam Smith, la libre competencia condujo
a que, en un ejercicio pérfido o natural de su libertad, los
competidores intentasen acabar con la competencia. Su poder
económico alcanzó tales cotas que algunos países hubieron de
legislar contra su expansión.

En el marco supranacional, la hegemonía inglesa dejó paso a una


encarnizada competencia entre diversas naciones. Francia y
Alemania, y también los Estados Unidos y Japón, se convirtieron en
potencias industriales de primer orden, capaces de socavar, con
éxito en muchas ramas, la superioridad de los británicos. En la
espectacular expansión de esta etapa y en la necesidad tanto de
obtener materias primas como de exportar los bienes resultantes se
ha visto la principal motivación del coetáneo imperialismo
colonialista, aunque este punto es aún discutido por los
historiadores.
Expansión de la Revolución Industrial en Europa

Pero donde el último cuarto del siglo XIX se nos aparece más
innovador es en el campo tecnológico. De hecho, la importancia que
alcanzó la ciencia en los avances técnicos figura entre los rasgos
más relevantes de la Segunda Revolución Industrial. El papel de la
ciencia en la Primera Revolución industrial había sido secundario:
las invenciones de aquella etapa fueron relativamente simples y
producto más del ingenio de personalidades individuales abocadas
a la experimentación práctica que de elaboraciones teóricas; las
fuentes energéticas más utilizadas (carbón, vapor) no eran nuevas,
como tampoco las materias primas esenciales. A partir de 1870, en
cambio, se produjeron notables avances en la tecnología científica:
se introdujeron materias primas que requerían un proceso previo
de transformación para su empleo (petróleo o caucho), se
generalizaron los laboratorios de investigación y surgieron
industrias mucho más tecnificadas. Nuevos materiales, nuevas
materias primas y nuevas fuentes de energía reemplazaron con
ventaja a las ya conocidas, mientras algunos sectores industriales
recientes se situaban a la cabeza de la producción.

Uno de los rasgos más sobresalientes de estas décadas finales del


siglo fue la sustitución progresiva del hierro por el acero, una
aleación de hierro y carbono dotada de mayor dureza y plasticidad.
Aunque conocido y producido desde hacía siglos, el acero sólo pudo
ser obtenido a bajo coste a partir de las sucesivas invenciones y
mejoras de Bessemer, Siemens-Martin y Thomas-Gilchrist,
introducidas entre 1856 y 1879. El aumento de la producción fue
entonces extraordinario: hacia 1890 la producción de acero
superaba ya a la de hierro, y las 125.000 toneladas fabricadas en
1861 se habían multiplicado por ochenta en vísperas de la Primera
Guerra Mundial. Las inversiones requeridas para el montaje de
plantas originaron grandes concentraciones industriales (United
Steel en Estados Unidos; Krupp y Thyssen en Alemania).

La industria química, considerada ya en aquella época como básica,


se desarrolló también de forma muy importante. Los conocimientos
de química orgánica permitieron la elaboración de tintes,
colorantes, fibras artificiales e incluso de las primeras sustancias
plásticas, como el celuloide y la baquelita. Con la introducción del
método Solvay (debido a Ernest Solvay), la fabricación de sosa
cáustica a partir del amoníaco redujo su coste y permitió su
aplicación a la industria del jabón, textil, papelera y del cristal. En
Alemania tuvo particular realce la producción de abonos minerales
como los fosfatos, el ácido fosfórico y la potasa, con amplias
repercusiones sobre la agricultura, al mejorar el rendimiento de las
cosechas.

En lo referente a las fuentes y formas de producción de energía, la


Segunda Revolución Industrial estuvo marcada por dos
aportaciones que se revelarían esenciales en el siglo XX: el motor
de combustión interna y la producción industrial de energía
eléctrica. La irrupción del motor de explosión, a partir de 1860,
facilitó la explotación completa de todos los derivados del petróleo,
al tiempo que permitió el desarrollo de un sector nuevo, el
petroquímico, que aprovechaba para calefacción doméstica e
industrial lo que hasta el momento se consideraban desechos o
residuos inutilizables. El empleo del petróleo como combustible en
los barcos de transporte y de guerra, con un destacado
rendimiento, supuso su introducción en un mercado que hasta el
momento utilizaba el carbón como única fuente de energía; su
apogeo no llegaría hasta el siglo siguiente, con la popularización del
automóvil.

Aunque la producción de electricidad tenía como objetivo inicial la


iluminación, bien pronto se evidenciaron sus múltiples ventajas: el
motor eléctrico era ideal por su flexibilidad y sencillez de uso, y la
electricidad, además de económica, podía transportarse con
facilidad. Este último aspecto tuvo importantes consecuencias,
pues, con la electricidad, las fábricas pudieron al fin alejarse de las
fuentes de energía. Mientras la rueda hidráulica estaba sujeta a los
ríos, y la eficacia de la máquina de vapor dependía en buena
medida de su proximidad a los yacimientos de carbón, la energía
eléctrica hizo posible que la localización industrial obviara estas
condiciones.

Las aplicaciones de la energía eléctrica fueron múltiples: la


iluminación (desde que el estadounidense Thomas Edison patentó
en 1879 la lámpara de filamento incandescente), las
comunicaciones a larga distancia (telégrafo eléctrico, teléfono,
radio), los transportes (ferrocarriles y tranvías) o los procesos
químicos de la industria. Su difusión originó grandes compañías de
material eléctrico (Philips en Holanda, A.E.G. en Alemania, General
Electric y Westinghouse en Estados Unidos) y dio gran relevancia al
cobre, empleado como conductor; Estados Unidos, Chile y México
fueron los principales productores. La electricidad se convirtió en la
energía alternativa para el desarrollo industrial de aquellos países
que no poseían importantes yacimientos de carbón y, en cambio,
disponían de condiciones naturales para instalaciones
hidroeléctricas (Canadá, Italia, Suiza).

El desarrollo industrial desde la «Gran Guerra»


Después de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), la evolución de
la economía durante los dos decenios del período de entreguerras
(1918-1939) mostró dos caras contrapuestas, separadas por la
profunda crisis que se inició con el «crack» financiero de 1929. Las
variaciones de la producción industrial de los Estados Unidos,
convertidos en la primera potencia económica a partir de la «Gran
Guerra», pueden servir de guía para observar el desarrollo de la
industria durante esta etapa. Durante los años veinte, la economía
norteamericana registró un ingente crecimiento en la fabricación de
electrodomésticos (la producción anual se multiplicó por diez) y de
automóviles (la producción aumentó un 300 por 100 entre 1922 y
1929). También la industria de la construcción se mostró pujante.
Por contra, sectores ya antiguos, como el textil, el de la extracción
de carbón o el de los ferrocarriles, manifestaron un notorio declive.
Con la crisis financiera de 1929, la producción industrial se hundió
de forma alarmante en la mayoría de las naciones, en especial en
las más poderosas. En el verano de 1932, la industria mundial
apenas se mantenía en el 60 por 100 del nivel alcanzado tres años
antes; en el caso norteamericano, únicamente al final de la década
de los treinta fue equiparable a la de 1929. Desde el punto de vista
de la tecnología industrial, el período de entreguerras se
caracterizó por el desarrollo y la mejora de procedimientos ya
conocidos con anterioridad. Quizás la novedad más importante fue
la progresiva introducción en muchas ramas de la industria, como
técnica organizativa, de la producción en serie, exitosamente
aplicada desde 1908 por Henry Ford en sus factorías
automovilísticas.

Cadena del montaje del Ford T

Las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial (1939-


1945) significaron en cambio un desarrollo sin precedentes para la
industria. La evolución de la media anual del crecimiento de la
producción corrobora este hecho. En los inicios de la Revolución
Industrial, la tasa fue del 1,5 por 100. Durante la Segunda
Revolución Industrial, y hasta mediados del siglo XX, dicha tasa
aumentó hasta el 3 por 100, y entre los años 1948 y 1971 llegó al
5,6 por 100. A este incremento contribuyeron no sólo las potencias
industriales tradicionales (Europa, Estados Unidos, Japón, la URSS),
sino también otras naciones de la periferia capitalista y algunos
países del bloque socialista.

La clave de la época inmediatamente posterior a la Segunda Guerra


Mundial radica en los impresionantes avances de la investigación
científico-tecnológica, que se ha convertido en un elemento
esencial del crecimiento industrial. El énfasis tecnológico se orientó
a la fabricación de gran cantidad de nuevos productos que
favorecieron la extensión del consumo a cada vez más amplios
sectores sociales. Las innovaciones que más impactaron en esos
años derivan del auge de la electrónica, del desarrollo de nuevos
materiales plásticos y de la progresiva automatización del proceso
productivo. Esta última, secuela lógica de la producción en serie,
fue organizativamente decisiva, al permitir el ensamblaje de las
cadenas productivas en un desarrollo continuo. De esta manera,
muchos trabajos industriales vieron reducida la participación del
hombre al mero control del proceso.

Sin embargo, bajo esta apariencia de bienestar y progreso visible


sobre todo en las sociedades occidentales, calificadas de
"opulentas" por el economista John Galbraith, se escondían graves
desequilibrios y debilidades que las «crisis del petróleo» de la
década de 1970 (y las acaecidas cíclicamente con posterioridad) se
encargaron de mostrar. La crisis de 1973 marca un punto de
inflexión; el aumento de los precios del petróleo coincidió con un
estancamiento de la demanda internacional, y los países ricos
necesitaron transformar los procesos de trabajo para seguir
compitiendo. El incremento de los salarios, el de los precios del
suelo en las áreas urbanas y las mejoras en las condiciones de
trabajo representaban un alto coste empresarial que dio lugar a un
traslado («deslocalización» en la jerga neoliberal) de fábricas hacia
países del Tercer Mundo, donde la mano de obra era abundante y
mucho más barata, y a la mecanización e implantación de nuevas
tecnologías que han refinado hasta la sofisticación la
automatización de tareas, con la consiguiente supresión de muchos
empleos. Desde entonces, el modelo de la industria mundial se
encuentra sometido a una profunda revisión estructural que aún
hoy se sigue viviendo.

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