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¿QUÉ NOS HACE HUMANXS?

A 37 años de una peli que, más allá de sus superficies deslumbrantes, se atrevió a formular una pregunta
esencial

POR MARCELO FIGUERAS

Cuando vi Blade Runner por primera vez, yo tenía veinte años y vivía esa forma rastrera de la existencia
que sólo prospera bajo una dictadura. Corrí al cine tan pronto la estrenaron porque reunía atractivos
que la hacían irresistible: estaba basada en una novela de Philip K. Dick —el más visionario de los
autores de ciencia ficción, de cuyo imaginario paranoide parece haber derivado el mundo actual—, la
dirigía Ridley Scott —de quien había amado Los duelistas (1977) y Alien (1979)—, estaba protagonizada
por Harrison Ford —o sea por Han Solo / Indiana Jones— y tenía música de Vangelis. Además, la
promesa de mezclar la ciencia ficción con un componente noir (de hecho funciona como una novela de
Philip Marlowe que ocurre en el futuro, con femme fatale incluida), la volvía aún más atractiva. Se
trataba de un combo entre dos de mis géneros favoritos: ¿cómo podía perdérmela?

Pero al entrar al cine —el estreno mundial ocurrió hace 37 años y monedas, el 25 de junio del ’82—, me
encontré con mucho más que eso. Para empezar, era ciencia ficción y policial negro pero también una
historia de amor y una relectura de muchos mitos —entre ellos el de Orfeo, aquel artista que descendía
al Inframundo para rescatar a su amada—, razón por la cual no encajaba cómodamente en ningún
género. Pero eso no resultaba obstáculo alguno para su grandeza. A fin de cuentas, Casablanca tampoco
puede ser definida por un único género.

Pero también presentaba una visión del futuro que nunca antes se había desplegado ante mis ojos. En
esa ficción que pretende transcurrir durante el año 2019 —o sea, exactamente en nuestro presente—,
Los Angeles es una ciudad que vive una noche eterna y es constantemente bañada por una lluvia ácida.
La elección del lugar aumenta la ironía: un escenario que suele asociarse al clima benévolo constante
que todavía es propio de California, arruinado por la toxicidad de la industria humana. Scott ya había
intentado generar una visión diferente del futuro en Alien, donde la Nostromo no se parecía a las naves
brillantes y prístinas en las que Hollywood solía trasladarnos a la velocidad de la luz, sino más bien a un
camión basurero interestelar. Pero en aquel film, la mugre, el óxido y los caños a la vista quedaban
confinados a la versión espacial de Cliba, y en Blade Runner estaban desparramados por toda una ciudad
a la cual convertía en el más inquietante de los espejos de nuestro mañana.

Esta peli supuso la primera vez en que avizoramos un futuro que terminaría alcanzándonos antes de
tiempo. (Hace rato, como dice el Indio en Todo un palo.) Para empezar, multirracial. La gente que circula
por esa megalópolis es en su mayoría de rasgos orientales y hasta latinos, como el policía Gaff que
interpreta Edward James Olmos. Además está dominada por las corporaciones, a quienes la cana presta
servicios a cada paso. (Deberíamos haber prestado más atención a este rasgo: en Blade Runner no hay
mención alguna a la existencia de lo que debería ser el poder político —legisladorxs, gobernadorxs,
Presidentxs—, todo lo que existe es el poder económico que aquí simboliza la corporación Tyrrell, y su
guardia pretoriana policial.) Otro elemento anticipatorio al que nuestro tiempo también apunta es la
destrucción de la pirámide social. Por lo que se ve, en el mundo de Blade Runner sólo existen una
población mayoritaria que vive en condiciones casi marginales, la minoritaria casta de los servidores
públicos —la yuta y los empleados de las corporaciones— y los millonarios, que son virtuales dioses. La
única pirámide que existe allí es la física que funciona como morada de la corporación Tyrrell, un
homenaje en vida al poder faraónico de su fundador.

Es verdad que en nuestro 2019 todavía no logramos crear autos que vuelen, y que ciertas empresas que
en el ’82 parecían apuestas seguras dejaron de existir. (La bancarrota de Atari y de PanAm, cuyos logos
son ostensibles en el film, sugirió la existencia de lo que alguien bautizó «la maldición de Blade
Runner«.) Y aunque tampoco hemos arruinado el planeta a ese extremo, está claro que vamos en
camino; cualquiera que lleve cierto tiempo caminándolo y no haya percibido que el clima está
cambiando, está ciego, es medio tonto o simplemente un Trumposo profesional.

Pero su rasgo anticipatorio más perturbador es otro. A través de la creación de esos androides a los que
llama replicantes —unos robots de tal perfección, que resulta difícil distinguirlos de sus contrapartes
humanas—, Blade Runner planteó uno de los temas centrales de nuestro tiempo: los problemas que
derivan de vivir en un mundo donde se torna casi imposible diferenciar lo verdadero de lo falso.

¿’Fake’ o posta?

En Blade Runner —como en buena parte de la obra de Dick— se pinta un universo donde las
representaciones pueden ser más persuasivas que la realidad. El slogan de la corporación Tyrrell,
creadora de los replicantes, apunta en esa dirección: Más humano que lo humano, promete. La trama
gira en torno al peligro mortal que supone perder la capacidad de diferenciar la realidad de un
simulacro. Pero en el contexto de la película, lo que a cada paso puede acabar con el protagonista, Rick
Deckard (Harrison Ford), es no advertir a tiempo que está en presencia no de un humano sino de un
artefacto; en cambio en este mundo, lo que puede acabarnos es nuestra capacidad —cada vez más
comprometida— de desconfiar del monstruoso edificio de mentiras que el poder nos vende a diario
como noticias.

Un par de años más tarde, la Terminator original retomaría esta temática frankensteiniana de
creaciones que se vuelven en contra de su creador. Pero en esa saga originada por James Cameron, las
inteligencias artificiales que quieren adueñarse del mundo son un villano inequívoco, la corporización de
un Mal que no nos deja otra opción que destruirlo. A mi juicio, las reflexiones que inspira Blade Runner
son menos adolescentes. Terminator es simplemente un gran espectáculo; Blade Runner también lo es
—sigue viéndose tan nueva, tan deslumbrante como hace 37 años—, pero además es una obra de arte
sobrecogedora, que nunca deja de sugerir ideas que antes no estaban allí y además cuestiona la esencia
de nuestra humanidad.

A tono con su desconfianza respecto de lo que aparece como real, Blade Runner confunde nuestras
expectativas de manera constante. Es un relato que de arranque presenta como villanos a los
replicantes, para terminar dando vuelta el tablero por completo: los verdaderos villanos son, en este
universo de superficies engañosas, la corporación y todos los que trabajan para ella; y aquel a quien
identificamos desde el comienzo como el héroe debe revisar su conducta y modificarla de cuajo, para
romper con el sistema y dejar de ser su cómplice.

Por detrás de sus velos deslumbrantes, Blade Runner es un film político, o al menos uno que pone la
mesa para el banquete de una gran rebelión por venir — algo así como Espartaco 2019. Durante su
travesía, los replicantes dejan de ser considerados apenas como máquinas defectuosas para definirse
como partícipes de la humanidad y reclamar por primera vez sus derechos esenciales: aunque fueron
creados como esclavos —electrodomésticos sofisticados—, defienden su autodeterminación. El planteo
que expresan es el mismo de tantas minorías a lo largo de la historia: Nosotros no somos seres
inferiores, y por lo tanto deberíamos gozar de los mismos derechos que ustedes, los de la casta que se
tiene por superior. ¿Y cómo apuntan a demostrar la justicia de su reclamo? Cuestionando la humanidad
de sus (hasta entonces) amos.

Lo que Blade Runner nos fuerza a pensar es qué demonios significa esto de ser humanos… y si en la
práctica, más allá de las apariencias, estamos siéndolo de verdad.

Porque, aunque parezca imposible, existe una chance de que sólo seamos humanos virtualmente.

Así como ocurren las fake news, puede que estemos rodeados de fake humans.

A orillas del Río Grande

La revelación más potente respecto de su propia humanidad la obtienen los replicantes tal como la
obtuvo nuestra especie: a partir de la conciencia de la propia mortalidad. Los Nexus 6 —la más avanzada
generación de androides— han sido concebidos con fecha de vencimiento, en un giro argumental con
ecos mitológicos. Su creador Eldon Tyrrell sabe que ha dado a luz criaturas magníficas, y para evitar que
evolucionen y desarrollen ideas propias —o sea, que cuestionen el rol para el cual han sido diseñados,
que es el de servirnos sin proferir quejas ni hacer huelga—, los ha dotado de un tiempo de ‘vida’ muy
breve. (Quién quiera encontrar aquí resonancias de los relatos creacionistas, con Tyrrell como una
suerte de Yahvé científico, puede.) Esto es lo que impulsa su rebelión: el descubrimiento de que
‘morirán’ demasiado pronto. Por eso abandonan sus puestos de trabajo y quieren llegar donde Tyrrell, a
quien creen capaz (¿o acaso no ha demostrado que es Todopoderoso al crearlos?) de alterar esa
realidad y permitirles ‘vidas’ eternas’, o cuanto menos más largas. En este contexto, los que pasan por
ser los últimos dos replicantes de la línea Nexus 6, Roy Batty (Rutger Hauer) y Pris (Darryl Hannah), se
recortan de la historia como unos Adán y Eva trágicos, que hacen lo que sus antecesores no se animaron
a hacer: lejos de desobedecer a su Creador, como pretende el mito de la manzana y el Árbol de la
Sabiduría, se rebelan completa y conscientemente contra su voluntad.

Esta asunción de la mortalidad es lo que humaniza a Batty por completo, y lo compele a proferir ese
monólogo antológico que desde entonces soy capaz de repetir de memoria. Después de mencionar las
maravillas que ha sido capaz de ver y experimentar durante su ‘vida’, Batty dice lo mismo que diría
cualquiera de nosotros en la inminencia de la muerte: Todas estas cosas se perderán en el tiempo, como
lágrimas en la lluvia. En los momentos finales, y a pesar de no haber nacido del mismo modo ni estar
hecho de los mismos materiales, Roy Batty es tan humano —o incluso más, por mérito propio— que
nosotros.

Pero para llegar a esa dolorosa conciencia, los Nexus 6 han debido atravesar una metamorfosis. Según
Tyrrell explica, la ‘mente’ de los replicantes tendía a derrapar a medida que ganaban experiencia; eso les
producía una suerte de psicosis, una ‘locura’ que les impedía funcionar y por ende ser controlados. La
solución fue implantarles recuerdos ajenos, downloadearles una memoria humana: eso los dotaba de
una historia, de identidad y de sentimientos y, al volverlos empáticos, los tornaba más dóciles,
manipulables.

Acá volvemos al tema de nuestro tiempo. Aquello que los replicantes asumen como recuerdos de su
infancia y juventud, sus vivencias iniciales y por ende formadoras, es falso. Me permito suponer que
todos los que vimos Blade Runner desde el ’82 —y aun más a partir de la caída de la dictadura— nos
hemos preguntado alguna vez qué prueba tenemos de que nuestros recuerdos son reales. Porque nos
consta que mucho de lo que conservamos en materia de escenas de la infancia no es un recuerdo
verdadero, sino la recreación mental que hicimos —nuestra propia ‘película’— a partir de las anécdotas
que nuestros mayores contaban incansablemente. Y aunque está claro que aún no existiría la tecnología
necesaria para ‘descargar’ recuerdos, entendemos que la experiencia argentina creó caminos
dramáticos para lograr algo similar. ¿Qué otra cosa más que recuerdos falsos —vivencias que
objetivamente le pertenecen a un otro virtual— son las memorias de lxs hijxs de desaparecidxs que
siguen sin saber quiénes son y de dónde vienen?

El hecho es que, falsos o no, esos recuerdos producen efectos colaterales. Aunque la memoria se vuelva
cuestionable, la experiencia afectiva permanece. Sentir es un camino que no puede desandarse. Y por
eso los Nexus 6 reconocen necesidades nuevas: sufren cuando un congénere sucumbe, quieren ser
libres para buscar su propia felicidad, temen por su futuro y se resisten a la idea de la muerte. ¿Acaso
existe un anhelo más humano, aun a pesar de que lo experimente una criatura en la cual se entreveran
tejido orgánico con máquinas y circuitos?

Cuando Batty muere, todos sentimos que ha llegado a ser infinitamente más humano que Deckard — y
Deckard es el primero en creerlo. (Dejo aquí de lado la tesis de Scott respecto de que también Deckard
es un replicante, que las distintas versiones de la peli no han establecido de modo inapelable y que la
secuela Blade Runner 2049, de Denis Villeneuve, tampoco ha hecho suya.) Lo que importa es que, a
pesar de que sus recuerdos sean una estafa y de que no esté hecho del todo de carne y hueso, en sus
últimos momentos Batty siente un amor tan descomunal por la vida que elige perdonar a quien hasta
entonces trató de matarlo; le regala a Deckard la posibilidad de seguir experimentando esa maravilla
que a él se le está escurriendo entre los dedos.

Si tuviese que decir cuál es la esencia de nuestra humanidad, yo diría que es esa misma de la que Batty
hace gala al morir: la capacidad de experimentar piedad por otro(s) y de exponerse a consecuencia de
ese sentimiento. Ese gesto resume lo mejor de nuestra especie, porque aquel que se abre a la empatía
está haciendo uso a la vez de su capacidades de sentir y de pensar en su grado más excelso, empleando
su inteligencia de un modo que el resto de las especies parece desconocer: asumiendo sus emociones y
dirigiéndolas a un fin que va más allá de la autopreservación. Por algo la cultura universal confluyó en el
acto de retratar a aquellos incapaces de sentir nada por los demás como monstruos, humanos
defectuosos y por eso dignos de etiquetas patológicas como la de psicópata. Quien no puede vibrar con
nadie ni conmoverse ante alguna belleza de las que produce nuestra especie, se hace merecedor del
calificativo hiperbólico de inhumano aun cuando siga figurando en los documentos como parte de
nuestra especie.

El drama de las sociedades de hoy pasa por la virtualización de casi todas sus experiencias. Cada vez
tenemos menos contacto entre nosotros. Nuestras emociones dependen en medida creciente de
estímulos tecnológicos, y aunque se verifiquen como reales (nuestra bronca ante ciertos tweets sigue
siendo palpable, las lágrimas que inspiran ciertos programas de TV siguen siendo húmedas), se tornan
superficiales y por ende fugaces y —en último término— biodegradables. Se esfuman sin
comprometernos ni dejar rastros. No nos arrasan, son emociones sin calorías. Y así llega el día en que
nos conmovemos con historias que circulan por las redes y sin embargo, al bajar a la calle, somos
incapaces de registrar la existencia de los otros y de estremecernos ante sus necesidades más desnudas.
A eso nos empujan: a ser empáticos tan sólo dentro del universo virtual, donde —como diría un amigo—
no hay ninguna esencia en juego; y a ser perfectamente inhumanos (prescindentes, y en consecuencia
crueles) con nuestros congéneres.

¿Cuán humanx sigue siendo aquel o aquella cuya vida pública tilda cada casilla de la corrección política
de la época —por ejemplo, expresando sensibilidad en su muro de FB y defendiendo en las redes causas
que considera loables—, pero sería incapaz de tocar la piel percudida de una persona sin suerte? Para
ser humanos de verdad y no fake humans, hay que experimentar la piedad. En lugar de navegarla en
piloto automático, para surfear esta existencia —la única de la que disponemos— hay que estar
dispuestxs al sacrificio, o al menos al acto sacramental de resignar algo por el bien de alguien que no sea
uno mismo.

Mientras juego con estas ideas se me cruza la foto que Julia Le Duc sacó para Associated Press (y que no
reproduciré aquí, porque mi deseo no es provocarles una angustia irremontable sino que pensemos en
comunidad): la imagen cenital del inmigrante Oscar Martínez Ramírez y su hijita Valeria, de 23 meses,
muertos en una orilla del Río Grande que no alcanzaron a cruzar en su busca de una vida más digna. Al
contemplarla se me cruzan los cables, recuerdo que en Blade Runner se menciona a un replicante que se
electrocutó al tratar de colarse en el mundo de los humanos y vuelve a maravillarme la capacidad del
arte para expresar lo esencial de nuestra circunstancia en un par de pinceladas. Vivimos en un mundo
manejado por psicópatas que quieren achicar nuestras vidas y reducirlas al puro instinto animal,
convertirnos en seres sin mañana que pasan sus días tratando de extinguir los incendios del momento y
nada más (o para ponerlo de otro modo: lidiamos con fuerzas que no pueden ser más ostensiblemente
antidemocráticas, esto es una dueñocracia); pero incluso así, aun cuando nuestras energías se dilapidan
en el esfuerzo de llegar a fin de mes y de proveer y proteger a lxs nuestrxs, tenemos claro que no
podemos hacerlo de cualquier modo — que se trata de seguir haciéndolo pero no al precio de dejar de
ser humanos de verdad

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