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Marías, J.

, El agradecimiento que jamás se salda (sobre Di Stéfano), El País, 2014 07

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A quienes alcanzamos a admirar a Di Stéfano (y más aún si éramos niños y
adolescentes), es difícil convencernos de que haya habido mejor futbolista a lo largo
de la historia
 ‘La Leyenda’ ya es leyenda

Di Stéfano, con dos balones, en junio de 1956 en París. / AFP

En el fútbol hay poco objetivo, por más que los goles, los puntos, los triunfos, las
derrotas, las eliminaciones y los títulos den a entender lo contrario. Se equivocan
quienes afirman que nadie se acuerda de los finalistas ni de los segundos. Los que
vimos a la Holanda de 1974 la conservamos en la retina mucho más que a la Alemania
que la venció en el último y crucial partido. Se nos desdibuja hasta Beckenbauer,
mientras que Cruyff, Neeskens y Rep aún bailan en nuestra memoria. Así, a quienes
alcanzamos a admirar a Di Stéfano (y más aún si éramos niños y adolescentes), es
difícil convencernos de que haya habido mejor futbolista a lo largo de la historia. En
cuantos han venido después, algo echamos siempre en falta, por comparación o por
nostalgia. No es fácil saber qué exactamente. A Pelé nunca tuvimos mucha ocasión de
contemplarlo, pero digamos que al lado de Don Alfredo nos parecía frívolo. El que más
se le aproximó fue tal vez Cruyff, porque lo igualaba en inteligencia; probablemente
no, sin embargo, en capacidad organizativa ni tampoco en amor propio (o fastidio ante
la derrota, si se prefiere). Maradona fue sin duda más rápido y habilidoso, pero
siempre dio la impresión de ser corto de luces, pendenciero y poco noble. Es seguro
que Messi es más malabarista y más mortífero, pero le falta humanidad o acaso es
entendimiento: se lo ve demasiado ajeno a todo, como un autómata portentoso algo
desatendido del conjunto del juego y de sus compañeros.

El que más se le aproximó fue tal vez Cruyff porque lo igualaba en inteligencia; quizás no en amor
propio

Todo esto es muy subjetivo, ya digo. A los ídolos de la niñez es casi imposible
desplazarlos, y en cierto sentido Di Stéfano compartía honores con el Capitán Trueno,
y D'Artagnan, y Miguel Strogoff, y Sandokan. El físico no lo acompañaba: su prematura
calva lo hacía parecer demasiado mayor a los ojos infantiles, no era sencilla la
identificación inmediata. Eso quedaba paliado, compensado, por la generosidad y la
nobleza que transmitía. Las masas lo adoraban, pero jamás tuvo aires de divo. Su
genialidad era incuestionable, y él, no obstante, insistía en la importancia de los
compañeros sin falsa modestia, consciente de que él solo no bastaba. De tanto en
tanto se le veían malas pulgas (una bronca a un defensa del equipo; una advertencia a
un contrario, con ojo airado o irónico); qué menos que un héroe capaz de imponer su
autoridad o su saber, o de pararle los pies a un rival irrespetuoso o sucio. También uno
esperaba de D'Artagnan y del Capitán Trueno que supieran defenderse y escarmentar
al que se lo mereciera.

La estampa de Di Stéfano sobre la hierba pertenece a la estirpe de los grandes actores tan
reconocibles

En alguna ocasión he escrito que a los futbolistas se los reconoce en seguida por los
andares y por cómo corren, como a los actores de cine inolvidables. ¿Quién no es
capaz de representarse al instante los pasos de John Wayne, Henry Fonda, Cary Grant,
Gary Cooper o James Stewart? La estampa de Di Stéfano sobre la hierba pertenece a
esa estirpe. Quien lo vio lo sigue viendo: lo ve avanzar con el balón o sin él, dar un
taconazo o colarse por sorpresa entre los defensas contrarios; impartir órdenes a sus
compañeros o parar el balón y retenerlo bajo el pie —imponiendo una inverosímil
pausa— en un momento de desconcierto o desarbolamiento; lo ve regatear sin
florituras o rematar de cabeza, o celebrar un gol con los dos brazos en alto y un saltito,
su forma tan característica, el gesto breve y sin excesos. Yo lo veo, sobre todo, llegar
solo con la pelota a la portería desguarnecida, tras superar a todos los adversarios.
Detener un segundo el balón ante la línea de meta, el mínimo tiempo justo para que
cien mil almas contuvieran el aliento y pudieran preguntarse: "Pero a qué espera?". El
tiempo justo para que el gol inminente no fuera gol todavía. Y entonces, con la suela
de la bota, hacer traspasar el balón suavemente esa línea, sin impulsarlo al fondo de la
red, en modo alguno: sólo hacerlo cruzar la raya blanca y dejarlo allí depositado. Él ha
cruzado ahora esa raya y está dentro de la meta, para siempre, con nuestra mayor
gentileza y afecto, el imborrable recuerdo y el agradecimiento que jamás se salda.

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