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Vargas Llosa, M.

, El pasado imperfecto, El País, 2014 07 27


PIEDRA DE TOQUE. Los grandes fastos de la inteligencia en el París posterior a la II
Guerra Mundial fueron, más bien, los estertores de la figura del intelectual y los
últimos destellos de una cultura volcada en la calle

Se acaba de reeditar en Estados Unidos un libro de Tony Judt que apareció por primera
vez en 1992 y que yo no conocía: Past imperfect: french intellectuals, 1944-1956. Me
ha impresionado mucho porque yo viví en Francia unos siete años, en un período,
1959-1966, aún impregnado por la atmósfera y los prejuicios, acrobacias y desvaríos
ideológicos que el gran ensayista británico describe en su ensayo con tanta severidad
como erudición.

El libro quiere responder a esta pregunta: ¿por qué, en los años de la posguerra
europea y más o menos hasta mediados de los sesenta, los intelectuales franceses, de
Louis Aragon a Sartre, de Emmanuel Mounier a Paul Éluard, de Julien Benda a Simone
de Beauvoir, de Claude Bourdet a Jean-Marie Doménach, de Maurice Merleau-Ponty a
Pierre Emmanuel, etcétera, fueron prosoviéticos, marxistas y compañeros de viaje del
comunismo? ¿Por qué resultaron los últimos escritores y pensadores europeos en
reconocer la existencia del Gulag, la injusticia brutal de los juicios estalinistas en Praga,
Budapest, Varsovia y Moscú que mandaron al paredón a probados revolucionarios?
Hubo excepciones ilustres, desde luego, Albert Camus, Raymond Aron, François
Mauriac, André Breton entre ellos, pero escasas y poco influyentes en un medio
cultural en el que las opiniones y tomas de posición de los primeros prevalecían de
manera arrolladora.

Judt traza un fresco de gran rigor y amenidad del renacer de la vida cultural en Francia
luego de la liberación, una época en la que el debate político impregna todo el
quehacer filosófico, literario y artístico y abraza los medios académicos, los cafés
literarios y revistas como Les Temps Modernes, Esprit, Les Lettres
Françaises o Témoignage Chrétien, que pasan de mano en mano y alcanzan notables
tirajes. Comunistas o socialistas, existencialistas o cristianos de izquierda, sus
colaboradores discrepan sobre muchas cosas pero el denominador común es un
antinorteamericanismo sistemático, la convicción de que entre Washington y Moscú
aquél representa la incultura, la injusticia, el imperialismo y la explotación y éste el
progreso, la igualdad, el fin de la lucha de clases y la verdadera fraternidad. No todos
llegan a los extremos de un Sartre, que, en 1954, luego de su primer viaje a la URSS,
afirma, sin que se le caiga la cara de vergüenza: “El ciudadano soviético es
completamente libre para criticar el sistema”.

Sartre aseguró sin vergüenza que en la URSS había completa libertad para criticar al sistema

No se trata siempre de una ceguera involuntaria, derivada de la ignorancia o la mera


ingenuidad. Tony Judt muestra cómo ser un aliado de los comunistas era la mejor
manera de limpiar un pasado contaminado de colaboración con el régimen de Vichy.
Es el caso, por ejemplo, del filósofo cristiano Emmanuel Mounier y algunos de sus
colaboradores de Esprit, quienes, en los comienzos de la ocupación, habían sido
seducidos por el llamado experimento de nacionalismo cultural Uriage, patrocinado
por el Gobierno, hasta que, advertidos de que era manipulado por las fuerzas nazis de
ocupación, se apartaron de él. Y yo recuerdo que, a comienzos de los años sesenta,
ante unos manifestantes universitarios que querían impedirle hablar y le citaban a
Sartre, André Malraux les respondió: “¿Sartre? Lo conozco. Hacía representar sus
obras de teatro en París, aprobadas por la censura alemana, al mismo tiempo que a mí
me torturaba la Gestapo”.

Tony Judt dice que, además de la necesidad de hacer olvidar un pasado políticamente
impuro, detrás del izquierdismo dogmático de estos intelectuales, había un complejo
de inferioridad del medio intelectual, por la facilidad con que Francia se rindió ante los
nazis y aceptó el régimen pelele del mariscal Pétain, y fue liberada de manera decisiva
por las fuerzas aliadas encabezadas por Estados Unidos y Gran Bretaña. Aunque
existió, desde luego, una resistencia local y una participación militar (gaullista y
comunista) en la lucha contra el nazismo, Francia sola no hubiera alcanzado jamás su
propia liberación. Esto, sumado a la cuantiosa ayuda que recibía de Estados Unidos, a
través del Plan Marshall, en sus trabajos de reconstrucción, habría diseminado un
resentimiento que explicaría, según Judt, esa enfermedad infantil del izquierdismo
proestalinista que signó su vida intelectual entre 1945 y los años sesenta.

En el polo opuesto, destaca la figura de Albert Camus. No sólo lucidez hacía falta, en
los años cincuenta, para condenar los campos soviéticos de exterminio y los juicios
trucados; también un gran coraje para enfrentar una opinión pública sesgada, la
satanización de una izquierda que tenía el control de la vida cultural y una ruptura con
sus antiguos compañeros de la resistencia. Pero el autor de El hombre rebelde no
vaciló, afirmando, contra viento y marea, que disociar la moral de la ideología, como
hacía Sartre, era abrir las puertas de la vida política al crimen y a las peores injusticias.
El tiempo le ha dado la razón y por eso las nuevas generaciones lo siguen leyendo, en
tanto que a la mayor parte de quienes entonces eran los dómines de la vida intelectual
francesa, se los ha tragado el olvido.

Camus no vaciló en condenar los campos de exterminio soviéticos y los juicios trucados

Un caso muy interesante, que Tony Judt analiza con detalle, es el de François Mauriac.
Resistente desde el primer momento contra los nazis y Vichy, sus credenciales
democráticas eran impecables a la hora de la liberación. Eso le permitió enfrentarse,
con argumentos sólidos, a la marea proestalinista y, sobre todo, como católico, a los
progresistas deEsprit y Témoignage Chrétien, que en muchas ocasiones, como durante
las polémicas sobre el Gulag que desataron los testimonios de Víktor Kravchenko y de
David Rousset, hicieron de meros rapsodas de las mentiras que fabricaba el Partido
Comunista francés. Por otra parte, tanto en sus memorias como en sus ensayos y
columnas periodísticas se adelantó a todos sus colegas en iniciar una profunda
autocrítica de los delirios de grandeza de la cultura francesa, en una época en la que —
aunque muy pocos lo percibieran entonces además de él— precisamente entraba en
una declinación de la que hasta ahora no ha vuelto a salir. Nunca me gustaron las
novelas de Mauriac y por eso descarté sus ensayos; pero el Past imperfect de Judt me
ha convencido de que fue un error.

Sin embargo, no todo es convincente en el libro. Es imperdonable que, además de


Camus, Aron y otros, no mencione siquiera a Jean-François Revel que, desde fines de
los años cincuenta, libraba también una batalla muy intensa contra los fetiches del
estalinismo, y que no resalte bastante la denuncia del colonialismo y el apoyo a las
luchas del Tercer Mundo por librarse de las dictaduras y la explotación imperial, que
fue uno de los caballos de batalla y quizá el aporte más positivo de Sartre y muchos de
sus seguidores de entonces.

De otro lado, aunque la dura crítica de Tony Judt a lo que llama la “anestesia moral
colectiva” de los intelectuales franceses sea, hechas las sumas y las restas, justa, omite
algo que, quienes de alguna manera vivimos aquellos años, difícilmente podríamos
olvidar: la vigencia de las ideas, la creencia —acaso exagerada— de que la cultura en
general, y la literatura en particular, desempeñarían un papel de primer plano en la
construcción de esa futura sociedad en que libertad y justicia se fundirían por fin de
manera indisoluble. Las polémicas, las conferencias, las mesas redondas en el
escenario atestado de la Mutualité, el público ávido, sobre todo de jóvenes, que seguía
todo aquello con fervor y prolongaba los debates en los bistrots del Barrio Latino y de
Saint Germain: imposible no recordarlo sin nostalgia. Pero es verdad que fue bastante
efímero, menos trascendente de lo que creímos, y que lo que entonces nos parecían
los grandes fastos de la inteligencia eran, más bien, los estertores de la figura del
intelectual y los últimos destellos de una cultura de ideas y palabras, no recluida en los
seminarios de la academia, sino volcada sobre los hombres y mujeres de la calle.

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2014.

© Mario Vargas Llosa, 2014.

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