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Muñoz Molina, A., Los Responsables, El País, 2014 06 27
Muñoz Molina, A., Los Responsables, El País, 2014 06 27
El libro, entre otras cosas, es una síntesis de la historia de Francia y de los intelectuales
franceses desde la época del caso Dreyfus hasta las derivaciones de Mayo del 68,
porque ese es el tiempo en el que se despliegan las vidas de sus tres protagonistas.
Hay personas que abarcan en sus existencias individuales duraciones de siglos. Léon
Blum fue un joven activista en defensa de la inocencia del capitán Dreyfus en los
mismos círculos literarios en que se movían Émile Zola y el joven Proust, su coetáneo
casi exacto, pero vivió para ser primer ministro del Frente Popular, prisionero en
Buchenwald, estadista eminente en la Francia posterior a la guerra, casi en vísperas de
los primeros pasos de la Unión Europea. Raymond Aron es del todo una figura de lo
que Hobsbawm llamó el breve siglo XX: nacido en 1909, tenía recuerdos claros de
la Primera Guerra Mundial, y vivió para asistir en primera fila a todas las conmociones
del 68 y ver la presidencia de François Mitterrand.
De esas tres vidas francesas, la más corta fue la de Albert Camus: parece mentira el
poco tiempo que tuvo para hacer tantas cosas, luchar en la Resistencia, escribir unas
cuantas obras maestras, intervenir con apasionamiento temerario en los debates más
difíciles de su época, ganar el Premio Nobel a los 46 años, morir absurdamente en un
accidente de tráfico a los 49, llevando en una maleta el manuscrito de la que tardaría
treinta años más en revelarse como su mejor novela, El primer hombre, en la que se
escucha la misma voz inmediata y perentoria que en los apuntes íntimos de losCarnets.
Lo que une a esos tres hombres tan distintos entre sí, dice Judt, es también lo que los
hace ajenos a la mayor parte de los literatos, intelectuales y políticos del país y de las
épocas en las que vivieron: un sentido exigente de la responsabilidad personal,
entendida en una doble acepción; la responsabilidad, en primer lugar, de mirar el
mundo con los ojos abiertos y con la necesaria atención, y no atolondradamente o
confusamente, a través de categorías ideológicas, o de las modas o los lugares
comunes; y la responsabilidad, además, de actuar y escribir en virtud de las propias
conclusiones obtenidas mediante la observación, la reflexión y la crítica, aunque eso
supusiera ponerse en contra de la facción o del grupo al que uno pertenecía,
enfrentarse a los mismos que hasta entonces lo habían acompañado y ahora lo
llamarían apóstata, renegado, incluso traidor.
En momentos cruciales de su vida política, Léon Blum eligió llevar la contraria: en 1920,
con una clarividencia parecida a la que tuvo en España Fernando de los Ríos, se opuso
a que el socialismo francés abandonara su tradición reformista y democrática para
someterse a la disciplina leninista de la Tercera Internacional, que gozaba en ese
momento en la izquierda de todo el prestigio de lo radicalmente nuevo; en los años
treinta alertó contra la ceguera de quienes, en su propio partido, se obstinaban en un
pacifismo suicida frente el rearme agresivo de la Alemania de Hitler; y en 1940 fue uno
de los pocos diputados que se negaron a rendir indigna pleitesía al mariscal Pétain. Era
judío y tuvo que soportar todo el veneno del antisemitismo francés: pero no ocultó ni
rebajó su condición, ni la puso por encima de su ciudadanía republicana.
Cuanto más arreciaba la pasión intelectual francesa por el extremismo político y los
delirios verbales, más resaltaba el desapego, la reserva, la minuciosidad observadora
de Raymond Aron. A diferencia de sus colegas iluminados de marxismo y
enfervorizados por cualquier tirano que se declarara antiimperialista, Aron había
estudiado de verdad a Marx, y era consciente de sus intuiciones certeras y de sus
nebulosos mesianismos. En el fondo se consideraba un heredero del antiguo
racionalismo francés, con su tradición de claridad, agudeza e ironía, el que iba de
Montaigne a De Tocqueville. Instalados confortablemente en sus cafés y en sus
cátedras vitalicias, los intelectuales predicaban las virtudes apocalípticas de una
revolución que arrasara con todo: Raymond Aron, que había visto con sus propios ojos
cómo Alemania se rendía a la barbarie de un día para otro, tenía una conciencia muy
precisa de la enorme fragilidad de la democracia, cuyas ventajas solo se vuelven
visibles cuando se ha perdido. Decía, con admirable sobriedad, que en la política nunca
se elige entre el Bien y el Mal, sino entre lo preferible y lo detestable.