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Lindos, feos y malos

En el salón minimalista del Espacio Polonia, esperábamos un amigo y yo sentados a una mesa, el
llamado para entrar a ver Chicos Feos, mientras iban llegando y ubicándose en otras mesas varios
chicos lindos muy jovencitos. Al final de la función nos enteramos de que formaban parte de los
elencos de Chicos lindos y Chicos malos, que conforman con Chicos feos una trilogía.

¿Pero quiénes son los lindos, quiénes los malos y quiénes los feos? Desde siempre, las películas
porno y luego las revistas ochentosas destinadas al público gay, o las tapas de Men's Health (con
que se empapela el fondo del escenario como única y efectiva escenografía), nos bombardearon
con imágenes de chicos perfectos, adonis con los abdominales marcados, sonrisas inocentes o
pícaras y vergas tamaño L, XL y XXL. Hoy ya casi nadie puede decir en las redes sociales que tal o
cual persona es fea o gorda o plumífera sin ser escrachado con capturas de pantalla por una nueva
generación de militantes LGTTBIQ que ofician contra la incorrección política en el yiro virtual. Y si
bien hoy es mal visto y mala onda decir que alguien es feo, no hay problema con reírse de sí
mismo y de la propia “fealdad”.

Chicos feos se propone como un biodrama, género relativamente nuevo que surge en Argentina a
partir de un proyecto de la directora teatral Vivi Tellas y que, según podemos leer en Wikipedia,
“se caracteriza por poner en escena o trabajar como material dramático las historias de vida de las
personas”. Con un manejo del tiempo dinámico y preciso, lo que presenciamos es un recorrido
por la vida de Gabriel Gavila (interpretado por sí mismo) desde su infancia, cuando juntaba las
monedas para comprarse una Barbie, o las pequeñas tiranías en su relación como director, autor y
protagonista con su subordinado actor lindo (José Giménez Zapiola), y varias anécdotas sobre sus
levantes frustrados y su miedo al amor y los sentimientos, contadas y teatralizadas con un
inteligente sentido del humor.

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