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EDUCACIÓN

LOS ENEMIGOS DEL COMERCIO


«El liberalismo parte de ser la única actitud política que respeta en cada uno cierto fin autónomo,
nunca un medio», escribe el filósofo Antonio Escohotado.

20 SEP
2017

ANTONIO ESCOHOTADO, FILÓSOFO Y ESCRITOR

Repasar la historia económica de Occidente me hizo ver algo tan imprevisto como que el
factor decisivo no fue la cristianización de Roma (como pretende Gibbon), ni las invasiones
bárbaras (como creyeron historiadores antiguos y modernos), sino remunerar o no el
trabajo, pasando del esclavo y el siervo al empleador y el empleado surgidos con la
empresa, como trato de explicar en Los enemigos del comercio. También descubrí algo no
menos imprevisto al verificar que el florecimiento del comunismo aconteció siempre en
épocas de prosperidad, no en momentos de miseria, como Europa entre el siglo V y el XIII.

Coincidiendo con los alzamientos del campesinado alemán y checo, guiados por tribunos
pobristas, aparece un género utópico que será durante dos siglos largos el favorito
popular, prefigurando la ciencia ficción con relatos sobre islas perfectas por carecer de
propiedad privada y dinero, culminados por Los viajes de Gulliver. La gravedad ética de
Moro y Campanella no volverá hasta 1775 con El Código de la Naturaleza de abate Morelly,
primer tratado comunista ateo, inspirador directo del Complot de los Iguales en 1794, cuyo
lema es que «si suprimimos la propiedad y el comercio la sociedad recobrará rápidamente
su armonía».

El resto de esta saga es bien conocido. Babeuf —líder de los Iguales— fue ejecutado por
Napoleón bajo el cargo de rebelión armada, y sus dos seguidores más destacados, Blanqui y
Marx, concibieron la clase trabajadora como una «inmensa mayoría» que rechaza la
propiedad privada. Esta suposición no se ha visto confirmada por votos desde 1848 hasta
2017, pero creó una religión política «comprometida para siempre con la victoria», como
dijo Che Guevara.
Desde el punto de vista logístico y táctico, su descubrimiento más brillante y permanente
está ya en el Sermón de la Montaña, y es unificar tres grupos de personas —los pobres
de espíritu, los pobres materiales y los perseguidos—, que solo tienen en común el
descontento. Dos mil años no han menguado su atractivo, que probablemente continuará
fascinando a un número variable de personas.

¿Podrían el rechazo de la propiedad y el comercio responder a un rechazo más genérico de


la realidad prosaica, entendiendo que la imaginación es más intensa y verdadera que la
percepción, y los ideales más tiables que la existencia concreta? A cualquier nostalgia por
sueños incumplidos —y lo digo siendo ya un anciano, cuando más tienta la melancolía—
respondo que sin coraje para asumir lo real nos arrodillamos ante un híbrido de
ignorancia y miedo a la indeterminación fundante de la propia libertad. La nobleza del
liberalismo parte de ser la única actitud política que respeta en cada uno cierto fin
autónomo, nunca un medio, consagrando por lo mismo derechos civiles inalienables.

Esto implica reconocer que la organización es un fenómeno tanto consciente como


inconsciente, y que las instituciones contienen un conocimiento impersonal muy
superior a cualquier improvisación dictada por el simplismo subjetivo. Los órdenes
endógenos —que se autoorganizan a partir de innumerables actores- son mucho más
eficaces que los exógenos o meramente decretados, y de ellos nacen seres ni mentales ni
extramentales como la ciencia, el derecho, las sintaxis o el sufragio universal. La funesta
arrogancia de quienes pretenden domesticar hombres como otros domestican leones o
pulgas es —vista de cerca en cada uno— un complejo de inferioridad nutrido por delirios de
grandeza, combinado con ceguera ante la distinción de simple y complejo, finito e infinito.

El fundamento moral del capitalismo es ser la única forma descubierta hasta hoy para
mantener a una población inmensa con niveles de vida crecientes, una proeza reservada
por ahora a gobiernos democráticos. Los seguidores del liberalismo debemos recordar que
ser ecuánimes —y esforzarnos por comprender, en vez de confirmar prejuicios— no implica
renuncia alguna a lo que el corazón pide, sino por encima de todo aceptar la realidad
como es, un elemento nunca blanco negro, bueno o malo, que permanece abierto
siempre. Esto implica un compromiso con la complejidad y lo relativo, que tendrá presente
siempre términos de comparación y términos medios. La forma más ingenua e ineficaz de
tratar con la secta pobrista es caer en actitudes sectarias, que se limitan a invertir los
eslóganes, alegando que en vez de servicios públicos solo proceden servicios privados, en
vez de Estados totalitarios cabe vivir sin Estado alguno, y en vez de regularlo todo nada
debe regularse.
Pero la socialdemocracia es bastante más liberal que conventículos donde el Estado pasa
por ser un vampiro, y los bancos deberían volver a ser meras cajas fuertes, sin invertir gran
parte de los depósitos pagaderos a la vista. Vampiros son en todo caso tales y cuales
Gobiernos, y así como el espíritu de las leyes no es culpable de decretos tiránicos, tampoco
lo es el Estado de desmanes perpetrados por usurpadores de la función pública.
Aunque Murray Rothbard tenga razón al subrayar los abusos aparejados al contrato de
depósito irregular suscrito con los bancos, no la tiene al pretender corregirlos fulminando
la expansión del crédito, ya mismo y por decreto. He ahí otra fantasía totalitaria, fruto de
una ingenuidad infantil, cuando cierto monto de extravagancia y latrocinio se ha revelado
inseparable de trascender un mundo de escasez generalizada, como el preindustrial,
sustituyendo el defecto por el exceso de existencias.

El precio de la abundancia empezó con stocks sin consumidor; pero nada es gratis en
esta vida —ni siquiera la memez, pagada por quienes no pueden demandar al memo como al
malvado-, y ante una construcción tan grandiosa y anónima como nuestro hoy la tarea del
espíritu sigue siendo una responsabilidad acorde con su libertad. Recuerden que el metálico
se convirtió en papel moneda ni antes ni después de que las ataduras gremiales dejasen de
estrangular el ingenio de inventores/fabricantes, cuyas factorías exigieron una
financiación impensable hasta entonces, de la cual partió abaratar y democratizar por lo
mismo infinidad de cosas.

No ignoremos la sincronicidad aparejada a lo complejo, y tampoco que un dinero


progresivamente desmaterializado creó recursos capaces de navegar el caos aparejado
a la producción a gran escala. Por lo mismo, tengamos presente que un riesgo desprovisto
de riesgo -atendiendo a algoritmos como de Black, Scholes y otros economistas
nobelizados- es una ilusión, parcialmente responsable de dolorosas explosiones de
volatilidad en las últimas décadas. Si lo prefieren, es crucial mantener la diferencia entre
dinero creado produciendo bienes y servicios, y simple crédito o dinero bancario, aunque
ambos se entrecrucen constantemente, porque a despecho de exigir un equilibrio cogido
con papel de fumar tampoco tenemos otro norte. De no combinar espontaneidad y
controles, el fraude de prestar capital todavía no ahorrado pervertirá la inversión y borrará
la confianza, aceite y substancia de todas las transacciones.

Por lo demás, Internet crea instituciones de democracia directa limitadas solo por
nuestro grado de civismo. Seguir beneficiándonos de órdenes endógenos depende de
admitir la complejidad y esforzarse por actuar con inteligencia allí donde alguna simple
voluntad e postula como demiurgo, sabiendo que el determinismo es la ilusión del
absolutista. En la saga que comenzó maldiciendo a los ricos de espíritu y propiedades, el
último episodio es una convergencia de pobrismo más o menos soft-core con integrismo
islámico, escenificado inicialmente por el abrazo de Chávez y Ahmadinejad, y estudiar la
secuencia de mesías me ha enseñado que el impulso es un ancestral aborrecimiento de la
impureza, identificada con el dinero y la visión secular del mundo.

Llamándose materialismo, un idealismo folletinesco apuesta por suprimir a aquellos que


prefieren el conocimiento a la verdad revelada, y no son alérgicos a la disidencia. Marx, el
primer darwinista social, decidió que la ley del progreso evolutivo imponía una
depuración eugenésica de clases, y otros le siguieron proponiendo una depuración
adicional de razas. No estábamos seguros antes, pero tras conocer las variantes totalitarias
ensayadas sabemos a ciencia cierta que la eugenesia —tan útil para granjeros y criadores—
resulta siempre genocida cuando se aplica a humanos.

La historia muestra también que las limpiezas sociales, raciales e ideológicas parten
siempre de que alguien sea elevado a autoridad absoluta, algo no por reiterado menos
misterioso como fruto de una decisión libre. Los liberales detestamos la genuflexión
inherente al Comandante Supremo, y pasé largos años tratando de entender por qué
otros se postran por gusto, hasta averiguar el efecto de episodios mesiánicos sobre
poblaciones concretas. Cuando tuve documentados en torno a un centenar, comprobé que
su denominador común -la penuria material y moral- descansó invariablemente en alternar
amnesia con tergiversación, y agradezco esta oportunidad para volver a recordarlo.

A mi entender, ninguna idea fija es compatible con el amor propio, e ir adaptando


nuestros criterios a la realidad compromete con estar abiertos al cambio, y sacarlo
adelante con tanta audacia como sea compatible con la prudencia intrínseca, que es la
fundada en conocimientos. Los liberales demócratas –unos más cerca de Gladstone y otros
de Bernstein– no han dejado de encauzar su respeto por los demás celebrando la
autonomía, la previsión y el mérito, tres disposiciones aborrecidas por el promotor de
rencores. Pero afirmar es siempre más valiente, y substancial, que negar.

Este texto es un extracto de la intervención de Antonio Escohotado en la Escuela de Verano


2017, ‘El liberalismo es progreso’, organizada por Ciudadanos.

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