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Dhurga: Dulce monzón.

Allí dejé caer mis huesos, calada como estaba, inanimada de fuerzas, los rotos pies incapaces ya de
caminar. Levanté la cabeza hacia atrás y esperé a notar llenas las cuencas de mis ojos cerrados. Opté por
despojarme de mis ropas, tomar de mi bolsa la única pastilla de jabón que me quedaba y comencé a frotarme,
primero la cara, el cuello, bajo mis axilas. No abrí los ojos, me mantuve en ese estado sin nada en que pensar,
nada por lo que preocuparme unos cuantos minutos. Cuando el aguacero ganaba más fuerza, noté como a mi
alrededor un charco abundante en espuma inundaba mis rodillas, y ya casi comenzaba a subir por entre mis
muslos.

Son tres días los que lleva descargando ese dulce monzón que supone la vida para millones de Indios y
la muerte para cientos de miles de ellos. Casas anegadas, aumento imprevisibles de riesgos sanitarios,
insalubridad, humedad, letrinas que se desbordan arrastrándolo todo a su paso. También la anhelada agua, los
sedientos campos agradecidos, los pozos subterráneos recuperados, la limpieza de las calles pavimentadas. Sin
obviar el sufrimiento de los conductores de ricksaws, doblado por las dificultades que acarrean las tremendas
corrientes de agua, la lluvia infernal, bajo la cual corretean reventados durante todo el día. Y sin embargo,
continúan sus fiestas. Siempre tienen que celebrar. Ayer vi una colorida manifestación jaleante tras una de las
diosas multiformes, que portaban a hombros dos escuálidos muchachos. Una apabullante procesión de Sharis de
todos los colores y linajes, palmadas rítmicamente combinadas y pies descalzos entre las insalubres ciénagas,
caminando firmes, alegres, convencidos de vivir en el mejor de los mundos posibles. Ojos extraviados, ancianos
venerables, ciertamente dignos, con esas barbas blancas atusadas y brillantes. Una mujer ofreciendo frutos del
mercado y niños danzando alrededor de todos, entre estruendosas carcajadas, carreras y resbalones.

Me aparté del estruendo, tomé un autobús, paraíso de olfatos sensibles, y me adentré por unas horas en
la selva hasta llegar a un poblado mucho más apacible. Una en la India puede cursar la carrera más completa en
Teología que pueda impartirse en la vida. Ni Universidades pontificias, ni escuelas heterodoxas, la experiencia a
pie de campo es insustituible. En este poblado, tras una casucha, emerge vigorosa la estatua más impresionante
de cuantas he observado en mi activa vida de viajera. Un buda negro, enorme, esculpido sobre un material
desconocido que pareciera mármol. Preside dignísimo, estático y apabullantemente majestuoso todo el poblado.
Apenas encuentro gentes por las calles y el silencio es cuando menos, desconcertante. Razón tenía Xabier,
empedernido aventurero que me señalara meses atrás durante mis preparativos: “Vas al país de los contrastes”.

Me impresiona especialmente su sentido de la vida, esa espiritualidad inundándolo todo, ese deseo
trascendente que choca brutalmente con las más elementales de las necesidades sin cubrir. Pero todo se lo
cuestiona una, todo porque el esfuerzo de adaptación la vuelve a una titubeante de las costumbres y arraigambres
que arrastra tras de sí como una terrible condena, como una losa indivisible, amarradas a una como si se trataran
de miembros necesarios para la subsistencia, como pulmones de emergencia de los que nunca jamás te podrás
separar. Hasta que aprendes a respirar. Y te enseñan a hacerlo. Y comienzas a comprender el porqué de su
desapego de tanta necesidad creada. Aquí respirar es ser consciente del palpitar de la vida. Todo acto es sagrado.
Cada palabra que brota de una boca consciente, cada gesto de acercamiento deseoso, con intención de romper el
miedo irracional del otro ser, cada punzante dolor apretando un corazón sumido en la más axfisiante de las
soledades. Algunos lo llaman el Karma. Otros Tao. Qué más da. El caso es que vivo cada instante y los días se
me alargan como si se trataran de tremendos regalos a los que vas quitando papel tras papel, y mantienes
durante horas la ilusión e incertidumbre de la sorpresa. Y al final del día, en ese repaso mental inesperado, una
recibe por fin ese regalo insólito de las sensaciones cargadas de emoción y el llanto a flor de piel. Demasiada
emoción contenida. Como aquella niñita llevada a la pira, a la que dieron fuego sin inmutarse. O el joven
tambaleante que escupía la bilis mientras acometía a la botella, rellena de un líquido gris verduzco, veneno
alcohólico para pobres. Ya no digamo la terrible paliza que recibió un joven por no pagar el alquiler de su
ricksaws al mafioso que controlaba el asunto en su zona. Por no nombrar esos enormes filetes expuestos a las
moscas, y ese desasosiego comprensible ante la carne atacada de gusanos y vendida como manjar listo para la
fiesta. Escrúpulos de niña consentida. Así me sentí sin poder hacer nada por remediarlo. El país de los
contrastess me había atrapado entre sus calles apabullantes, había conquistado mi corazón entre el culto al color
y el convivir diario de hombres y animales, la dulce mirada de sus niñas condenadas a la venta a un marido a
cambio de una dote y la lucha impresionante que sostenían algunas de las más frágiles familias cada día por la
vida.

Tomé uno de los callejones hacia la solemne estatua. Brotes de todas clases, arbustos adecuadamente
podados parecían querer trepar por entre las rodillas graníticas de aquel buda sonriente, de gigantes orejas y
visible cabeza rapada. A un lado descubrí a un anciano meditando. Tenía los ojos cerrados, junto a él un largo
bastón y un pequeño saquito. Ciertamente aquellas serían todas sus pertenencias. Muy posiblemente también,
toda su felicidad superaba con mucho en valor a la capacidad adquisitiva de cualquier crack bursátil de Wall
Street. Se podía leer la serenidad emanando de su tersa y brillante piel, rostro imperturbable y tenue sonrisa,
aposentado como estaba sobre aquel impracticable lodazal. En el mismo instante en que se movió, lamenté mi
presencia intrusa, se me quedó mirando impávido, silencioso. Me hizo señas para que me acercara. Me pidió que
me sentara a su lado. Me clavó la mirada que partía inquebrantable de sus diminutos ojos. Tomó mi mano y me
obligó a colocarla sobre la base de mi estómago. Me pidió que lo observara atentamente. Hizo una profunda
inspiración y pude sentir como su estómago se hinchaba acompasada y regularmente. Me señaló como
queriéndome invitar, “ Ahora te toca a ti”. Procuré complacer su deseo. Debí fracasar en mi primer intento.
Movió su cabeza insatisfecho. Tomó aire nuevamente, y con su dedo quiso dibujar la trayectoria del aire por
entre su pecho, bajando hasta la base misma del estómago, momento justo en el que éste comenzó a hincharse.
Esta vez quedó observándome a la espera. Y debí hacerlo medianamente bien. Sonrió aprobador y miró hacia la
estatua convencido de haber iniciado a una nueva discípula. Con señas nuevamente creí entenderle que repitiera
la operación varias veces, se levantó, me hizo una especie de reverencia y en medio del profundo silencio
desapareció. Decidí erguir la cabeza hacia la estatua y procurar respirar, al menos de manera calmada y sintiendo
cuanto estaba haciendo. Noté que ésta se tornaba más lenta, más pausada y suave, y empecé a comprender que
nunca me había dado tiempo para sentirme respirando, para hacerme consciente del latir de la vida en mi pecho y
en lo profundo de mis entrañas.
Al levantarme siento poder hacer una lectura nueva del mundo. Me parece haber limpiado mi propia
presencia, tan sólo deteniéndome a respirar. Miro con otros ojos este poblado frágil, sencillo, apartado del ajetreo
de otros lugares. Y opto por caminar por entre un sendero. Ya no le tengo miedo a los animales, las arañas de
picadura mortal, las serpientes de mordedura fatal. En la Amazonia tuve que correr perseguida por una culebra
cuyo tamaño movería a risa, cuyo orgullo agresivo causaba la muerte instantánea. En México, en la segunda
pensión en la que dormí, a oscuras noté unas extrañas manchas sobre la pared. Por un momento me pareció
verlas moverse, no quise darle importancia, “ es el cansancio”, pensé. De madrugada me levanté al baño y de
vuelta al catre di un respingo hacia atrás porque las manchas de la noche se habían trasformado en tres enormes
tarántulas. En Nueva Zelanda, en un bosque absolutamente asombroso, vi un pájaro enorme que me despertó una
gran simpatía por lo pacífica de su presencia, el colorido de sus alas, la inmovilidad en la que se hallaba. A penas
hube iniciado unos pasos en su dirección para observarlo más de cerca, éste se lanzó en furibunda persecución,
costándome poder desembarazarme de él. Después un nativo me explicaba que aquellos dulces pajaritos habían
dejado mancos a varios nativos por la fortaleza de sus picos y la mala baba que gastaban. Ahora caminaba por
este sendero, procurando ser ligera en mis pasos, avistando cada rincón que alcanza mi vista y respetando a cada
ser que curioso o huidizo me observa desde su madriguera, su nido, su árbol preferido. El camino serpenteaba
por entre pequeñas laderas, continuaba entre claros de la selva y parecía ser paso habitual por lo limpio del
recorrido y algunos restos encontrados en sus riberas. Sorprendentemente descubrí que la selva daba a su fin, y
que a un par de kilómetros de allí volvía a divisarse toda su espesura. Continué mi paseo, consciente de que
pronto debía de regresar. Justo hallándome en medio de aquel descampado, divisé una considerable montaña que
se perdía por entre nubarrones impresionantes, veloces, imprevisibles. Es entonces cuando se sobrevino con
todas sus fuerzas el chaparrón de agua más intenso que jamás soportara sobre mi cuerpo. Allí decidí dejar mis
trastos, dejarme caer sobre el suelo y realizar una de mis más extravagantes fantasías de juventud. Ducharme
literalmente abrazada por los cuidados de una madre natura alegre, generosa, atenta a todas sus hijas. Sus
bienamadas hijas, poderosas hembras bañadas por el don de la vida, el agua. Privilegiadas por la fuerza
emergente que otorga la fertilidad, poder dar fruto al mundo, sentir creciendo la vida que se alimenta y nutre del
amor simbiótico clavado en las mismas tripas, así dispuesto para que nazca un nuevo ser por entre las piernas, el
portón de la vida por el que asomarse por primera vez al mundo. Sentí fundirme, emocionada, con toda la
creación. Me deshice ansiosa de mis ropas, me extendí sobre el suelo y observé por minutos eternos esos gotones
de agua masajeándome todo el cuerpo, estimulando incluso la tibia piel de mis pechos relajados, agradecidos
ante el espectáculo que la lluvia me deparaba. Tomé mi jabón, me recreé limpiándome, me vestí con mis
encharcadas prendas y continué mi camino, esta vez de vuelta. Tiempo tendría de explorar cuanto se hallaba al
otro lado, en aquella otra selva.

Apresuré mi paso. Estaba apunto de oscurecer. Extraños ruidos me pusieron en alerta cuando me
hallaba ya tan sólo a escasos metros del poblado. Debía darme prisa, no sabía dónde pernoctaría, no manejaba ni
una sola palabra de Hindú, y en este poblado ligeramente apartado, quizás mi inglés chapurreaado no me serviría
de mucho. Y sin embargo, un extraño bramido me impedía avanzar con decisión. ¿De qué exótico animal
partiría tal extertor? ¿ Era inofensivo o por el contrario me hallaba realmente en un serio aprieto?. Pronto
descubriría la naturaleza real de aquel ser escandaloso. Muy despacio fui avanzando entre los árboles, palmeras,
la espesa capa de humus cubriéndolo todo. A un lado a la derecha y a lo lejos creí distinguir la figura de aquel
espectro todavía incierto. Era de un tamaño importante, no me cabía la menor duda. Después diferencié otra
figura, era humana. Suspiré aliviada. Podía continuar mi camino, porque el animal a buen seguro no revestía
peligro alguno. Cuando llegué a acercarme considerablemente, no pude evitar mearme a pierna suelta de pura
risa, cada vez más ruidosa e imparable. Era una vaca, la vaca más graciosa y extraña que jamás vi en mi vida,
con unas orejas ciertamente largas, un tronco estriado, deforme figura que movía a la risa, no ya por lo inhabitual
de su fisionomía, si no por su actitud tozuda, inmóvil como se hallaba en medio de un huerto, arruinando la
cosecha del pobre labriego. Desencajado, con cara de verdadera preocupación, suplicaba mi ayuda para sacar de
allí al animal, y miraba asustado a todos los lados, temiendo quién sabe qué extraño peligro. Logramos tras
muchas intentonas que el animal surcara pacíficamente por entre los frutos, aplasto algunos, fue inevitable. Pero
logramos alejar a la irreverente vaca hasta otra explanada en donde pudiera pastar plácidamente, sin joder la
marrana al prójimo. El hombre me agarraba de la mano sonriente, hacía aspamientos como si le hubiera salvado
la vida, se tocaba la frente, golpeaba sobre el pecho y hacía genuflexiones en señal de agradecimiento.
Hallándonos casi en el centro del poblado, con un exquisito inglés, me preguntó por mi procedencia, el motivo
de mi deambular sola por el medio de la selva, me tomó por una científica de estas bohemias, inmersa en algún
complicado estudio. Al final no pudo evitar la tentación de preguntar si me había extraviado, si estaba perdida.
Por tres veces me pidió que a nadie contara lo sucedido con la vaca, era importante que nadie lo supiese. Le di
mi palabra. Evidentemente agradecí conocer a este hombre heterodoxo, sin escrúpulos a la hora de despachar a
la sagrada vaca del huerto de sus sudores. Luego también tenían una explicación convincente, sus precabidas
miradas alrededor mientras tirábamos del escuálido bovino. No deseaba ser descubierto por sus vecinos. Más
tarde, ya en su casa, servido el té, y tras haberme presentado a su esposa, extraña mujer que apenas se dejó ver,
Ishram, que así se llamaba, me contó parte de la historia de su vida. Ahora comprendía el porqué de su exquisito
inglés. Este anciano hindú, que para los ojos de cualquier occidental engreída y estúpida como yo, pasaría como
un simple agricultor ignorante, había cursado estudios durante seis años en Inglaterra. Procedía de una noble
casta y continuó cultivándose por su cuenta; llegando a nutrirse abundantemente con la milenaria sabiduría
oriental, con los años se convirtió en un especialista en etimología del sánscrito. Un buen día decidió que ya era
suficiente, que odiaba el mundanal ruido de Nueva Delhi y que deseaba retirarse a vivir en paz, viviendo
humildemente en una aldea, pero no renunciando por eso a algunos placeres que por otro lado podía permitirse.
Me hizo pasar a una de las estancias de aquella cabaña, que en comparación con las otras era realmente bella,
espaciosa, muy cuidada en su estética. Fue impresionante observar aquella ingeniosa habitación en donde cada
hueco era un estupendo estante en donde se amontonaban cantidad de libros, documentos, papeles y delicados
papiros envueltos y enroscados entre sí. El anciano me explicó que lleva años sin tomar un avión, pero que
durante mucho tiempo, solía abandonar el poblado lleno de compromisos, porque lo llamaban para impartir
conferencias. Visitó varias universidades europeas, asistió a los más diversos congresos y pronunció
innumerables conferencias. Fue apasionante escuchar su particular filosofía de las religiones, su profunda
apuesta por un mundo en constante maduración, “ No podemos asemejar nuestra ridícula concepción de las
cosas, que se limita a los ochenta años que podamos vivir, y los pocos milenios que lleva la humanidad
evolucionando con las edades del mundo. El ser humano, todavía hoy, es una anécdota de un todo mucho más
complejo. Es un recién nacido, está todavía madurando”, insistía enstusiasmado. Su mujer se acercó esta vez
algo más sociable. La sorpresa fue mayúscula. No era india. Una alemana de canosa melena me observaba
sonriente. Me dio explicaciones que ni tan siquiera yo había pedido. Se hallaba ocupada en sus inexcusables
prácticas de Qui-Gong. Esta profesora alemana de disciplinas orientales fue tiempos atrás una importante
presentadora de televisión que durante un curso en Inglaterra conoció a su compañero Hindú. Decidió abandonar
su afamada carrera periodística y venirse junto a él a la India. La familia del por aquel entonces muchacho no
aceptó a la pareja, y éste, despechado, decidió marcharse de la rica hacienda de sus padres en busca de su propio
hogar, estableciéndose después durante muchos años en la convulsa capital. Que duda cabe que no me
permitieron negarme a pasar la noche resguardada bajo su techo. Así sucedió al fin, tras muchas horas de larga
tertulia sobre los más diversos temas. Terminamos por charlar de cine y la pobre mujer alemana parecía sufrir de
envidia cuando yo narraba apasionada las últimas películas europeas que guardaba entre mis armarios, editadas
ya en vídeo, ésas que para una son ya imprescindibles. Me citó algunos títulos que me resultaron del todo
desconocidos, y no pude resistir la idea de apuntarme sus referencias en mi cuaderno de viajes. Las hojas de
plantas extrañas, puestas a secar, los dibujos de algunos templos, hasta una bolsita de cardamomo pegada a la
solapa, serían recuerdos eternos de esta odisea. Nos retiramos a dormir, y en aquel momento en el que en la casa
todo era silencio, fui consciente de la cantidad de vida que emanaba de entre la selva, cuyos sonidos me hicieron
permanecer alerta por unos instantes, temerosa de algún posible contratiempo. Reaccioné lo suficientemente a
tiempo como para sentirme una estúpida. De exisitir realmente algún peligro habría sido advertida. La techumbre
de bambú era un espléndido escenario sobre el que un monzón infatigable fabricaba la más espeluznante de las
Walkirias, un ensordecedor y titubeante martilleo constante que se convirtió en un murmullo aliado, una melodía
sugerente, sedante. A los pocos minnutos debí desfallecer rendida. De nada sirvió taparse, la humedad era ya
presencia viva en cada bocanada de aire.

Un pequeño zumbido de procedencia incierta me persuadió a abrir los ojos. Observé de nuevo mi
habitáculo, ayudada por la luz que penetraba de entre las grietas de la acogedora cabaña. Algo hervía al calor del
hornillo seseante. Me dirigí hasta el salón. Un aroma dulzón flotaba en las habitaciones sin pasillos, despojadas
de innecesarias decoraciones. Escuché como una tímida nana partir de una de las estancias. Eran cantos de
saludo al día que me emocionaron en medio de una especie de ensoñación que me parecía estar viviendo. ¡ Con
qué intensidad se puede llegar a experimentar la más inusual de las serenidades, en medio de una calma
inextinguible!. Pareciera eterna en este poblado. Idealismos de viajera demasiado romántica, tal vez. Surgían
borbotones de agua verduzca. Más adelante observaba en cuclillas unas ramitas de canela, que flotando en la
tisana, transformaba sus tonos a otros más oscuros y su aroma ganaba en fuerza. Las llamas del hornillo, el
hervor constante, los movimientos de la especia zigzagueante y acosada por burbujas rebeldes, un vapor
curativo, me absorbieron. El sabio campesino sonrió sin articular un solo vocablo. Me saludó cuando le pregunté
por aquel oloroso té. No tenía ningún misterio. Té indio que a él le gustaba tomar al modo pakistaní. Era sencillo
de elaborar y sumamente sabroso y digestivo. Me señaló hacia una tetera. Parecía pedirme que se la acercara. El
hombre procedió a verter la leche que contenía aquella pieza de porcelana sobre el puchero de hierro. Ahora todo
hervía a la vez. Apagó rápido la llama y apartó la infusión tapándola. Se interesó por mi estado. Hizo chistes
sobre la humedad, a la que se refirió comprendiendo mi falta de costumbre y señalando muy sagazmente que era
cuestión de años acostumbrarse, así también adviertieron de ello a Kathia el día de su llegada al poblado.
Todavía a veces se queja la disciplinada señora. Me enseñó unas raíces que traía envueltas en un pequeño
macuto de trapo. Eran valiosas. Una especie muy apreciada para elaborar postres de la más elevada pastelería del
país. Y parecía relamerse en el momento de servir el té. Él lo prefería solo pero me obligó a verter un poco de
azúcar, para poder saborear adecuadamente todos los matices que esa clase de té encierra. Llevaba varias
especias aparte de la canela, algunas con forma de semilla, tampoco faltaba el habitual cardamomo con el que los
indios aromatizan algunas de sus bebidas calientes. Ellos acostumbran por sus costumbres de higiene, a
masticarlo e ingerirlo, pero a mí me desagrada en extremo porque siento enjuagarme la boca con un cosmético,
o lo que es peor, con una agua de colonia de esas que se venden en embases de litro.

Son unos gamberros adorables. Hace un rato ya que los vengo observando cómo me arrojan
toda clase de frutos y objetos. Macacos, mandriles, no lo sé, no diferencio por familias lo que para mí son
simples monos. He tomado el mismo camino que el día anterior. Algo me empuja, un deseo de descubrir qué se
esconde tras el claro en el que ayer cumplí mi excentricidad secreta o impulso natural, todo depende de visiones
y prejuicios apresantes. ¡ Qué impresionantes se ven las montañas, despejadas sus cumbres, cuya altura me
muestra mi pequeñez, mi humilde existencia, aquí, justo en el mismo lugar donde el día anterior fui niña otra vez
en mitad de un baño de espumas y nanas rescatadas de la memoria!. Ahora ya decidida me aproximo al otro
lado de la selva. Aquí el camino es inexistente. Esto lejos de acobardarme me excita aún más, y tomo decidida
un palo para apartar la maleza que encuentro a mi paso. En la otra mano un machete mediano que el campesino
insistió en introducirme en la mochila. Mantengo mi atención sobre todas las direcciones, me detengo. Una
enorme serpiente se ha cruzado en mi camino. Espero pacientemente su paso. En lo alto de una rama, una ave de
colores impresionantes parece despacharme, soy una invasora, una intrusa indeseable. Continúo menos tensa, me
conformo con poder sentir esta libertad, esta oportunidad de caminar por parajes por los que hace tiempo que
ningún humano transita. La maleza hace tiempo que borró los pasos que formaran el camino. De pronto, creo
percibir un murmullo que se transforma en un chasquido constante e intenso. Ahora ya no necesito apartar
lianas, arbustos, enredaderas. He salido a un camino que debe conducir al lugar de procedencia, de esa música
incierta, que parece el sonido de una cascada sobre las desnudas rocas. Me acerco despacio, embebida en una
especie de emoción, un nuevo paraíso desconocido, yo caminando a su encuentro. Me detengo justo al borde de
un precipicio. Hay diez metros de desnivel. Un escalofrío primero, me estremezco de hombros, no esperaba que
pudiera hallar semejante rincón escondido por mí misma. Surgiendo de entre esa charca de ensueño, bajo la
elegante y dispersa cascada de verduzca y exótica agua, una voz acariciante me envuelve ya totalmente
abandonada a mis emociones, incapaz de reaccionar en medio de tanta grandeza y sutil belleza. Alguien canta y
descubriéndose por entre los nenúfares y plantas acuáticas, una mujer nada.Tararea delicadamente una intrigante
melodía con un poder envolvente que pareciera plegar a toda la vida en silencio, respetuosa, acallando sus
rumores para que en su sinfonía,la cascada y el torrente de su vez se erijan en un homenaje al quebrar de las
aguas sobre la piedra, en un canto de gozo frente a la sencillez del cuerpo desnudo intenso, envolviéndose en la
danza de las burbujas y la espuma liberada. Es como si yo estuviera también bañándome en un ensueño de cuyo
rapto una no quisiera ser liberada. Una fuerza extraña en mis entrañas, un escalofrío motivador me empuja a
buscar los pasos hacia la orilla verde y lodosa. Ya he llegado. Un sarí descansa sobre la roca, una especie de
babuchas lo sujeta. La joven continúa en su vibrante melodía. No puedo evitar estremecerme, estoy fuera de mí,
me dejo llevar y ya sin saber el motivo me hallo desnuda al pie del agua danzarina. Me ha descubierto y al
principio parece asustarse. Yo trato de mostrarle mi rostro más apacible. Me estremezco porque se acerca, y
descubró que todo mi cuerpo vibra descontrolado. No soy capaz de articular palabra, el lenguaje que acostumbro
a dominar es una herramienta inútil, y la sonrisa sonrosada, sugerente y desvergonzada de la exquisita joven me
ha cautivado perdiéndome en su sensual mirada. Aterrada, su invitación al baño me ha sumido en la incredulidad
más incierta. Sus manos asoman, es como si ya sintiera esas alargadas uñas rozando mi espalda. En sus dedos
observo tatuajes de gena oscura. Su pelo brilla mojado y ya no pienso en nada, parece que lo he olvidado todo y
que tan sólo siento subir por entre mis piernas esta agua helada que me sobrecoge cargada de miedos hacia la
invitación inesperada. Me avergüenzo porque quisiera convertirme en una serpiente y anudarme toda entera a sus
deliciosas caderas bien marcadas. Quiero y no puedo apartar la vista de sus turgentes pechos inocentes de
adolescente plenamente desarrollada. Y ella canta, canta y canta, como deseando mantener el rito, como si
tuviera total dominio sobre mí, como si ya nada pudiera distraernos en este camino de encuentro en medio de la
charca. Ya estoy frente a ella, ya me sumerjo en la hondura de sus pupilas, en la negrura infinita de sus ojos. Lo
intento, pero me detengo por unos segundos. Ella se acerca totalmente desinhibida, susurra sus estrofas a mi
oído, mis ojos zigzaguean sin sentido. Mi mano avanza ahora decidida y acaricio su cabeza, mi mano resbala
hacia su espalda. ¡Ah!, qué gozo poder sentir la piel impoluta de una espalda relajada entre mis temblorosos
dedos inmóviles primero, ahora curiosos y de movimientos precisos, atrapados en el instante de ese contacto
vibrante, novedoso, apabullante. Casi pierdo el equilibrio descontrolada, totalmente histérica, mientras ella se
agacha pegada a mi piel, rozando sutilmente primero mis pechos, acercándose peligrosamente a mi puvis, y yo
que alzo la vista perdiéndome en el azul intenso que ya no veo en medio de una voluptuosidad creciente. En el
centro de su nariz, un original pendiente, y de sus enormes labios de mujer india parte el talle vigoroso, flexible
y adaptable a cualquier rincón corporal que sinuoso recorre las concavidades más plenas de mi extremo placer.
Un quejido gozoso y liberado se extiende por toda la selva, un grito de encuentro salvaje y tierno, casual y
eterno, se funde entre las manos de una mujer joven que se deja compartir, sentir, acariciar y gozar, en medio de
la más absoluta sencillez y espontaneidad. Nuestros pechos han comenzado a explorarse, primero tímidos,
discretos, distantes, ya avanzan, se invitan en su acercamiento a iniciar una mutua entrega. Se rozan y agitan su
respiración. Parecen crecerse, y ahora sí, se rodean y comienzan primero una sutil danza de contacto, después
pequeños roces exploratorios, más tarde se lanzan liberados a estremecerse en sus propios juegos. Un vigoroso
abrazo, dos lenguas entrelazadas entre suspiros cálidos y muy cercanos, un lóbulo de oreja que se enrojece y
tiembla, un delesenlace final lleno de forcejeos, virajes, complicidad amable, risas y gemidos rebeldes. Acarició
su frente, muy pegada ahora a su costado izquierdo, ella canta y me susurra lo que parecieran versos enteros que
yo no entiendo, y lo hace vibrando en medio de la más absoluta de las ternuras. Con mis dedos dibujo figuras
abstractas sobre sus pechos duros y calientes. Ella me pide más, me acerca sus labios, bebo más placer de su
boca, me amarro con fuerza a sus caderas entrelazándola con mis piernas. Mis manos ya han tomado el camino
al encuentro de su íntimo secreto. Siento sedosa entre mis dedos esa perla gomosa, ese bulbo del éxtasis, y
manejo decidida y a mi antojo los momentos precisos en los que quiero que ella se retuerza, acelere su
respiración, descontrole el latir de su corazón. Nuevamente mi lengua viaja por entre el jade de su boca, esos
dientes pulidos, ese paladar sugerente, sus carnosos labios de los que no me sacio y gozo hasta la extenuación.
Inesperadamente y sin saber con qué clase de maestría y destreza se desenvuelve, noto como mi sexo se halla
inundado con toda clase de artes, movimientos, estiramientos, y me dejo hacer ya inmóvil y pasiva, totalmente
ausente, perdida en medio de la lujuría, desorbitadamente anulada y absorbida por el imperio de los sentidos. Y
en el mismísimo momento en el que me elevo entre todo ese paisaje, pareciera desdoblarme ya ausente de mi
propio cuerpo, le escucho decir en medio de la más misteriosa de las sonrisas, “ The Sat-nam it´s the moment”.
La verdad, la identidad, está en el instante. Todo aparece de nuevo ante mí. Incluso el dulce monzón que nos
cubre pareciera saludarnos, participando con sus gotas penetrantes en nuestro dulce trance. Plata alta, luz discreta
que se extiende entre ramajes ya dormidos. Acogida por la misma oscuridad que me acosaba de niña. Mi cabeza
sobre el regazo de esa joven maestra del placer. Guiños de estrellas que en lo alto son la serena luz del universo
que nunca se apaga. Nocturnos sonidos nos acunan, beso cada uno de sus dedos, me pide que me levante, me
acerca hasta un lugar que ni conozco ni tan siquiera puedo ver, nos adentramos en una especie de cueva, me pide
que me agache, y ahora ella se sienta y solicita que lo haga yo también. Una especie de esterilla nos servirá para
acurrucarnos juntas. “ My name is Dhurga. ¿ And You?”. Una sencilla presentación. No más palabras valdías, ni
tan siquiera explicaciones. Fundirnos en medio de la noche, dejarnos guiar por un instinto no reprimido, sabio,
manifestándose en este encuentro fortuito y lleno por sí solo de significado. Nadie sabe en el lugar quién
derramó más lágrimas la mañana siguiente, si Dhurga, el dulce monzón o yo, comvencida como estaba de que no
la volvería a ver. Y me acordé del poeta chileno que partió corazones por todo oriente, embajador como fue de
tanta dulzura y versos derramados al calor de estas gentes, de estas mujeres diosas de la sensualidad, divinas en
toda su humanidad.

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