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La araña sin casa

Había una vez una araña que buscaba dónde vivir. Caminando, se
encontró con una oruga.

¿Por qué no te quedas a vivir conmigo? –le propuso la oruga.

La araña le agradeció, pero al llegar a la casa de la oruga se dio


cuenta de que era apenas una hija.

-Aquí estoy un poco incómoda, mejor me voy- le dijo a la oruga.

Poco después vio una casa abandonada.

Entonces exclamó -¡Éste es mi lugar ideal!

Pero cuando se dispuso a entrar a la casa se dio cuenta de que todos


los insectos se marchaban.

-¿Por qué se van? –le preguntó a uno de ellos.

-Van a derrumbar la casa –le respondió el insecto.

La araña se asustó y gritó: -¡Socorro!

Y salió corriendo. Luego la araña les contó su historia a los demás


insectos y partieron todos a buscar una casa donde vivir.

(Iván Carrasco)
El sapito Colocoy

El sapito Colocoy se dirigía a su casa, a descansar de las pesadas


tareas del día, cuando en el camino, se encontró con un zorro.
-¡Quítate de mi camino, feo sapo –le dijo este-, me incomoda verte
siempre saltando! ¿No puedes correr, aunque sea un poquito?
-¡Claro que puedo! – contestó el sapito Colocoy, que, sin ser
orgulloso, se sintió terriblemente ofendido de que el zorro le hubiera
dicho que andaba siempre a saltos.
-Claro que puedo, y mucho más ligero que tú, si se me antoja.
-¡Ja, ja, ja! –rió el zorro-. ¡Qué gracioso eres! ¿Quieres que corramos
una carrerita?
-¿Y en qué topamos? –le contestó el sapito-. Pero lo haremos mañana
en la mañana.
-Convenido, pero no faltes, pobre sapito- dijo el.
Al día siguiente, el sapito Colocoy ya se estaba preparando para la
carrera. Puso a sus hijos menores como jueces en la partida; a su
mujer, como juez de llegada; y a su hijo mayor, que era igualito a él,
lo escondió en la tierra, unos cuantos metros más allá del punto de
llegada.
Empezaba a clarear cuando apareció el zorro.
-¿Estás listo sapito Colocoy? –le preguntó.
-¡Mucho rato! ¡Cuando gustes nomás!
Puestos en la raya, y apenas sonó el grito, el zorro partió como un
celaje. Pero aún más listo, el sapito Colocoy se le colgó de un salto en
el rabo. Corrió unos metros el zorro y volviéndose a mirar para atrás
gritó burlón:
-¡Sapito Colocoy!
Y con asombro oyó la voz de este que le gritaba:
-¡Adelante estoy!
Como picado por una araña, se dio vuelta el zorro y divisó al sapito
Colocoy saltando hacia la meta delante de él.
Partió otra vez el zorro, como el viento, pero esta vez, metió la cola
entre las piernas. El sapito Colocoy regresó tranquilamente al punto
de partida. Jadeando llegó el zorro a la raya, se paro atrás gritó:
-¡Sapito Colocoy!
Y con una rabia inmensa oyó una voz burlona que le gritaba, desde
más allá del punto de llegada:
-¡Adelante estoy!
Y así fue como el orgulloso zorro fue vencido en la carrera por el
sapito Colocoy.
El árbol de la plata.
(Cuento de Pedro Urdemales)

Pedro Urdemales había pedido a un viajero unas dos onzas de oro,


que cambió en moneditas de a cuartillo. Más de mil le dieron, recién
acuñadas y tan limpiecitas que brillaban como el sol. Con un clavito le
abrió un agujero a cada una y pasándoles una hebra de hilo, las fue
colgando en las ramas de un arbolito, como si fueran frutas del
mismo. Las monedas brillaban que daba gusto mirarlas.
Un caballero que venía por un camino cercano, vio desde lejos
una cosa que brillaba y se acercó a ver qué era. Se quedó con la boca
abierta mirando aquella maravilla, porque nunca había visto árboles
que diesen plata.
Pedro Urdemales estaba sentado en el suelo, afirmando contra
el árbol. El caballero le pregunto:
- Dígame, compadre, ¿qué arbolito es éste?
- Este arbolito –le contesto Pedro- es el árbol de la plata.
- Amigo, véndame una patillita para plantarla; le daré cien pesos por
ella.
- Mire patroncito –le dijo Urdemales- ¿para que lo voy a engañar? Las
patillas de este árbol no brotan.
- Véndame entonces el árbol entero; le daré hasta tres mil pesos.
- Pero, patrón, ¿qué me ha visto las canillas? ¿Cómo se figura que
por tres mil pesos le voy a dar un árbol que en solo un año me
produce mucho más que eso?
Entonces el caballero le dijo:
- Cinco mil pesos le daré por él.
- No, patroncito, ¿se imagina su mercé que por cinco mil pesos le voy
a dar esta maravilla?
Si me diera la locura de venderlo, no la dejaría en menos de diez mil
pesos; si señor, en diez mil pesos, ni un cinco menos, y eso es por
ser usted.
El caballero pagó los diez mil pesos y se fue muy contento con
el arbolito. Pero en su casa vino a conocer el engaño, y le dio tanta
rabia que no encontraba palabras para reclamar contra el pillo que lo
había hecho leso.
El pequeño héroe de Holanda
(Cuento tradicional)

Hace muchos años vivía en Holanda un muchacho llamado


Pedro.
Una tarde d principios de otoño, su madre lo llamó mientras
jugaba.
- ¡Ven, Pedro! –le dijo-. Cruza el dique y lleva estos pasteles a tu
amigo, el hombre ciego. Si te apresuras y no te entretienes jugando,
estarás de vuelta antes de que oscurezca.
Al chico le alegro mucho ese recado y partió con el corazón
alegre. Se quedó un rato con su amigo ciego; le contó los detalles de
su paseo por el dique y le habló del Sol, las flores y los barcos que
navegan por el mar. De repente recordó que su madre deseaba que
volviera antes del anochecer. Se despidió de su amigo y emprendió el
regreso.
Cuando iba cruzando el dique, oyó un ruido. ¡Era el sonido de
un goteo! Se detuvo y miro hacia abajo. Había un pequeño agujero
en el dique por el que fluía el agua. Pedro enseguida se dio cuenta del
peligro. Si el agua de colaba por un diminuto agujero, este se iría
ensanchando y todo el país se inundaría. Lanzó un ramo de flores que
había recogido, descendió hasta la base del dique e introdujo el dedo
en el pequeño agujero.
¡El agua cesó de fluir!
Al principio todo iba bien, pero el frío y la oscuridad no tardaron
en aparecer. El muchacho no cesaba de gritar:
-¡Vengan, vengan aquí! –chlillaba.
El frío se hizo más intenso, el brazo le dolía y lo sentía rígido y
entumecido. Volvió a gritar:
-¿Es que no va a venir nadie? ¡Mamá, mamá!
Su madre lo había estado buscando ansiosamente, repetidas
veces, por el camino del dique desde la puesta de Sol y finalmente
había cerrado la puerta de la granja pensando que Pedro se habría
quedado a pasar la noche con su amigo ciego.
Por la mañana temprano, un hombre que se dirigía a su trabajo
por el dique oyó un gemido. Se inclinó sobre el borde y vio a un niño
arrimado al muro.
-¿Qué ocurre? –gritó ¿Te has hecho daño?
-¡Estoy frenando el agua! –chilló Pedro-. ¡Avise que vengan
todos rápidamente!
La alarma se extendió. La gente vino corriendo con palas y el
agujero no tardo en ser reparado.
Llevaron a pedro a casa de sus padres y pronto todo el pueblo
se enteró de cómo, aquella noche, les había salvado la vida. Desde
aquél día, nunca han olvidado al pequeño y valeroso héroe de
Holanda.
Cuento tradicional, fragmento adaptado de “El libro de las virtudes
para niños”.
Raboncito va a la escuela
(Soledad Espinosa, chilena)

Raboncito era un conejito muy tímido. A diferencia de sus


hermanos, que tenían el pompón rosado, él había nacido con una
graciosa colita negra que lo avergonzaba.
Una tarde, su mamá Rosalinda le anunció con tono solemne:
-Raboncito, mañana comenzarás a ir a la escuela. Lo pasarás
muy bien y conocerás muchos amigos.
-¡Pero yo no quiero ir a la escuela! ¡Todos se reirán de mi
colita!
-sollozó Raboncito.
Mamá Rosalinda le aseguró que eso no pasaría, pero no pudo
convencerlo.
A la mañana siguiente, Raboncito partió muy afligido y apenas
vio la escuela, se puso a temblar como una gelatina.
Raboncito avanzó lentamente hacia la sala de clases, mientras
su corazón latía con fuerza.
Finalmente se quedó junto a la puerta, con su negra colita
oculta tras la mochila.
Después de un largo rato, con las orejas aún temblorosas,
asomó tímidamente la punta de la nariz por la puerta entreabierta. Y
entonces, ¿Saben ustedes lo que vio Raboncito?
Ante sus asombrados ojos apareció una multitud de alegres
conejitos, muy distintos a los que él se había imaginado: había
conejos negros, cafés, blancos y manchados; de orejas largas y de
pelo corto; y otros tan chascones como plumeros. Todos jugaban y
brincaban tan contentos, que Raboncito suspiró aliviado y su alocado
corazón se tranquilizó.
¡Todos eran diferentes entre sí y eso no importaba!
El elefante desconocido

Unos hindúes habían llevado un elefante a un país donde


estos animales eran totalmente desconocidos. Decidieron
exhibirlo y lo colocaron en una habitación a oscuras.
Las personas pagaban una moneda y entraban de una en
una. Como no podían verlo, lo palpaban con la mano. El
primero que entró tocó la trompa y gritó al los que esperaban
afuera:
-Un elefante es como un caño de agua.
El segundo tocó una oreja y dijo:
-Un elefante es como un abanico.
El tercero abrazó una pata y afirmó:
-Un elefante es como un tronco de árbol.
El cuarto se apoyó en el costado y dijo:
- Un elefante es como una pared.
La quinta persona aferró la cola del animal y gritó:
-Están equivocados. Un elefante es como una cuerda
infinita.
Y todos se fueron a sus casas, convencidos de que sabían
cómo era un elefante.

(Anónimo)
La fosforerita

Era víspera de Año Nuevo y todo el mundo marchaba


apresurado por las calles, llevando paquetes de turrones y
golosinas bajo el brazo. La noche de invierno era fría y la nieve
caía copiosamente.
Todos pasaban felices, pensando en la fiesta que iban a
efectuar en sus casas. Todos, menos una pobrecita niña
vendedora de fósforos, quien por desgracia había perdido las
zapatillas viejas de su mamá al correr para salvarse del
atropello de un automóvil.
La nieve que cayó sobre su rubio cabello lo había
ondulado graciosamente en torno a su cara.
Dentro de su roto delantal, llevaba unas cuantas cajas de
fósforos, que ofrecía a los que pasaban; pero estos no le hacían
ningún caso.
Entonces ella marchó sin rumbo fijo, fijando su vista en
los en los atrayentes escaparates llenos de cosas riquísimas.
De tanto caminar se sintió muy cansada y se sentó en un
tibio rincón de una calle. No podía regresar a casa, porque
como no había vendido una sola caja de fósforos, tenía miedo
de que su padre le pegase.
Además, en su casa no había ninguna cena y allá sentiría
tanto frío como en la calle ya que el viento se colaba por todas
las rendijas.
Como las manos de la niña estaban tan heladas, esta
pensó que encendiendo un fósforo y los frotó sobre una piedra.
¡Riiis!, se encendió la cabecita del fósforo, y a su brillante
luz cambió por completo el miserable aspecto del rincón en el
que guarecía la pobre niña.
La pequeña se imaginó que estaba sentada cerca de una
gran estufa de carbón ¡qué bien se siente el calor! Este se
esparcía alrededor de la niña y reanimaba sus aterido
miembros; pero… se apagó la cerilla y la ilusión se acabó.
Alentada por el resultado anterior, la niña sacó otra
cerilla y la frotó sobre la piedra. ¡Riiis!, y la luz esta vez fue tan
brillante que la pared de la casa se hizo transparente, y la niña
se encontró sentada, junto con otros niños que eran hijos de la
familia que habitaba la casa, alrededor de una espléndida mesa
que estaba llena de exquisitos manjares.
La boca de la niña se llenaba de saliva y ya se
disponía a empuñar su tenedor cuando se apagó la segunda
cerilla y no quedó de ella más que un palo quemado.
La niña encendió el tercer fósforo y se vio al pie de
un árbol de navidad, lleno de luces; pero una ráfaga de viento
helado apagó la llama de la cerilla y las luces del árbol de
navidad se subieron a las estrellas.
- Alguien se muere- pensó la niña, viendo que una
estrella corría por el cielo.
Había oído decir a su abuelita que cuando hay una lluvia
de estrellas es porque estas bajan a la tierra a llevarse el alma de los
que mueren. Un cuarto fósforo encendió una claridad a su lado, en el
centro de la cual estaba su abuela, que la miraba dulcemente, y ya
no tenía ese aspecto de frío y de fatiga que tenía cuando murió, sino
que se mostraba hermosa y sonriente.
- Abuelita- le dijo la niña- llévame contigo. No me dejes aquí,
que me estoy muriendo de frío.
La abuela cogió a la niña en sus brazos y subió con ella al cielo.
Allí ya no tendría frío y ya no sufriría.
Los asistentes a los bailes, que por la madrugada retornaban a
sus casas, encontraron el cuerpo de la pequeña vendedora de
fósforos que había muerto de frío.
Su hermosa carita inocente mostraba una felicidad que nadie
comprendió, porque nadie había visto las cosas que ella contempló,
solo ella, a la luz mortecina de una caja de fósforos.

(María Eugenia Rojas)


Los duendes y el zapatero

Érase una vez un zapatero que –sin que él tuviera la culpa- era
pobre, tan pobre, que ya no le quedaba más que el cuero necesario
para hacer un par de zapatos. Llegada la noche, cortó los zapatos que
empezaría a coser a la mañana siguiente, y se fue a dormir.

Por la mañana, cuando iba a sentarse al trabajo, encontró


encima de la meza, perfectamente acabado, los zapatos. Y tanto se
asombró, que no sabía qué hacer.

Por fin, tomó en sus manos el par de zapatos y los examinó de


cerca. Estaban tan bien cosidos, que cada punto parecía en su sitio y
todo el trabajo era perfecto.

No tardó en entrar un comprador, y al ver los zapatos le


gustaron tanto y tanto, que pagó mucho más de lo que el zapatero
esperaba recibir; de este modo pudo comprar entonces cuero para
dos pares de zapatos.

Por la noche los cortó y preparó y al día siguiente, cuando quiso


continuar su trabajo, no necesitó dar ningún punto, pues allí estaban
también terminados los cuatro zapatitos. Y no tardaron en entrar
compradores y llevárselos y tanto dinero dieron por ellos, que el
zapatero pudo adquirir cuatro pares de zapatos.

A la mañana siguiente, los cuatro pares estaban listos y así


pasó todos los días, y, como le pagaban muy bien, después de un
tiempo, el zapatero se hizo rico.

Poco antes de la navidad, cuando el zapatero hubo cortado los


zapatos como de costumbre, le dijo a su mujer:

-¿Qué te parece si esta noche nos quedamos para descubrir


quien es la persona generosa que así nos ayuda?- me gustaría
conocerla y darle las gracias respondió la mujer.

Encendieron luego una vela y se escondieron en un rincón del


cuarto, detrás de unas ropas que allí habían colgado en una percha.
Cuando el reloj dio las doce de la noche, vieron llegar a dos
hombrecillos pobremente vestidos que subiéndose a la mesa del
zapatero cogieron la labor entre sus deditos, y empezaron a coser, y
a encerar, y a golpear con el martillo tan de prisa y tan bien que el
zapatero y su mujer no podían creer lo que veían sus ojos.

Los duendecillos nos han enriquecido y deberíamos


demostrarles nuestra gratitud. Tienen una ropita muy delgada y
vieja, y deben sentir frió. Voy a hacer para ellos pantalones,
chaquetas, chalecos y medias de lana, tú les harás un par de zapatos
para cada uno.

Al zapatero le agradó la idea de su mujer, y cuando llegó la


noche buena, todo estaba listo; entonces dejaron los obsequios sobre
la mesa y se escondieron para observar que harían los duendecillos
cuando llegaran.

A media noche aparecieron los pequeños zapateros, saltando y


brincando; venían a trabajar, pero en vez de encontrar el cuero
cortado, encontraron los zapatos nuevos y las lindas ropitas. Al
principio, se sorprendieron mucho, luego se pusieron muy alegres.

Deprisa, deprisa se vistieron y calzaron; en seguida empezaron


a bailar y a cantar:

Somos lindos y elegantes caballeros ¡Se acabaron los maestros


zapateros!

No volvieron nunca más a coser zapatos, porque el zapatero era


rico y ya no necesitaba su ayuda.

Pero en cada noche buena, ellos bajaban de las montañas y


cuando el reloj daba las doce, aparecían en la casa del zapatero y
este y su mujer, cada año dejaban sobre la misma mesa trajes,
medias y zapatos nuevos para los buenos y trabajadores duendecitos.
1) ¿De qué trata el cuento?
(Hermanos Grimm)
2) ¿Qué personajes aparecían en el cuento?
3) Clasifica los personajes que aparecen en el cuento en: Principales, secundarios
y terciarios.
4) Describe psicológicamente a los duendes que aparecen en el cuento.
5) Describe cómo te imaginas la casa donde vivía el zapatero.
6) ¿Qué piensas sobre la actitud, que tuvieron los duendes con el zapatero?
Explica.
Las dos gotitas

Aquél día llovía fuerte. Y en esa lluvia iban dos gotitas que
eran muy amigas.
Mientras caían, iban conversando y preguntándose que
pasaría con ella al llegar a tierra.
En eso estaban cuando el viento las separó. Una gotita
cayó en un lindo arroyuelo y feliz, se alejo cantando y gozando la
vida, en aquel húmedo y musical tobogán. La otra gotita fue a dar a
un desierto seco y feo. Ella pensó que su destino había sido muy
triste e inútil.
Pero mientras rodaba por la seca tierra del desierto, se
encontró con una olvidada y sedienta semillita.
La gotita se dejó beber por la semilla, e hizo posible que,
en el medio del desierto, naciera una hermosa flor.
La flor dio a beber de su néctar a las abejas. Las abejas
hicieron, con el néctar, una dulce y sabrosa miel. La miel endulzó la
vida de mucha gente.
La gotita supo entonces que no importa donde vivas, lo
que importa es lo que hagas con tu vida.

(Anónimo)
El pueblo fantasma.

La noche era lluviosa, una gran tormenta caía sobre el mar. Las
olas eran gigantes y la niebla era espesa. Los barcos se bamboleaban
de un lado a otro como marionetas.
De repente un crujido espantoso sonó en la oscuridad. Una gran
humareda se veía a lo lejos y un olor intenso se dejaba notar en el
aire. Todos se preguntaban que es lo que habría ocurrido. Un barco
había encallado cerca de la orilla, y había derramado parte del
petróleo que llevaba.
Una gran manca negra se extendió por el agua, como un gran
manto negro que ponía de luto al mar. El olor a petróleo era cada vez
más fuerte, y se confundía con la frescura que la brisa tenía cada
anochecer cuando junto a la playa, Ignacio y Anita iban a contemplar
las estrellas. Sentían esa libertad que sólo sienten los que aún no han
traicionado sus ideales. Ignacio y Anita eran los hijos de un pescador
y vivían en una humilde casa blanca muy cerca del acantilado.
Los pescadores habían tenido últimamente problemas para
pescar, la pesca no era muy abundante. Ahora, aún sería mucho
peor, ya no habría nada en mucho tiempo. Ya no se vería a los
pescadores traer el pescado al puerto, ni se podría despedirlos hasta
pronto como era habitual. Ahora tendrían que marcharse lejos, para
poder seguir viviendo. El pueblo se convirtió en un pueblo sin gente,
un pueblo fantasma.
Apenas unas cuantas mujeres y niños quedaban allí. Los
hombres y los jóvenes partían en busca de trabajo y volvían de tarde
en tarde, para ver a los suyos. Cada anochecer, apenas unas cuantas
luces devolvían la existencia al pueblo. Pero desde el acantilado, la
vista no era la misma, parecía que hasta la brisa había cambiado de
lugar. El aire olía a petróleo y la calma del mar, se había convertido
en una tremenda angustia de ver como toda la vida marina se
destruía. Los peces muertos flotaban y todo era desolador.
Los pocos que quedaron, empezaron a reconstruir y limpiar
todo aquello que había sido dañado. Pasaron unos cuantos años,
hasta que el pueblo volvió a la normalidad. Comenzaron a llegar
algunos de los que se habían marchado, y los barcos volvieron a
puerto.
Renacía de nuevo la esperanza, con el temor de que algún día,
dicha tragedia volviera a repetirse.

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