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EL ÚLTIMO ADIOS

Érase una vez, cuando corría el año tal, en un país cualquiera, una menuda mujer
enamorada y sin consciencia vivía con su marido y su pequeña alejados de su tierra y
familia natal, hacía poco había llegado a ese lugar extraño, lleno de basura y de transeúntes
ensimismados, que bien pasaban sin detenerse, sin objetar, sin preguntarse por qué en
aquella calle, aquella mañana lluviosa había tanto alboroto. En aquel lejano lugar aún las
maletas llenas de ilusiones y sueños estaban por desempacar.
Cuando de pronto:
-Tocan la puerta, que digo tocan, tumban la puerta, ella sabía quiénes eran y a que iban…
Después de unos segundos de infinita angustia, la puerta cayó, aparecieron cinco
gendarmes con estaturas que superaban por el doble a la menuda mujer que casi sin poder
respirar cargaba en brazos a su pequeñita.
Preguntaron por su amado
Ella respondió. “No está, salió” en un chapuceado idioma que no era el suyo. Los
gendarmes entraron y tiraron todo, olieron todo, SE LLEVARON TODO. Es poco decir
que se llevaron su vida.
Segundos antes ella había corrido al baño y había sacado las bolsas que su marido y sus
amigos guardaban dentro del escondite secreto del baño… las tiró por la ventana y se
deshizo de los paquetes rígidamente cerrados, envueltos, duros. Ella sabía muy bien que
era.
Y aunque no estaba de acuerdo con lo que su amado hacía, seguía amando aquel hombre
que le había prometido dejar lo que hacía.
La chiquilina no paraba de llorar y le ordenaron a la menuda mujer llamar a alguien para
que la recogiera, porque ella tenía que acompañarlos. De pronto todo se oscureció, se llenó
de neblina y a partir de allí no salió más el sol.
Alguien que dijo ser amiga de la menuda mujer le recogió la pequeña y se la llevo, mientras
ambas sentían como sus corazones se rompían a pedazos, se abrazan dejando en aquel
abrazo su último aliento, su marcado amor, y su vergüenza. Los gendarmes mal encarados
ni se inmutaban de ver aquel desgarrador cuadro.
Colocaron pulseras plateadas a las muñecas y tobillos de la menuda mujer la sacaron de
donde hacía poco había sido su hogar, en medio de injurias, risotadas y empellones. La
montaron a rastras a un vehículo herméticamente cerrado con un extraño hueco que solo le
permitía medio respirar.
Ellos no pudieron leer en la menuda mujer, quién estaba en la esquina, a quien miraba, de
quien se despedía, su amado estaba allí, parado, tembloroso, suplicando porque todo fuera
un sueño, más bien para que terminara la pesadilla, con sus ojos húmedos la miraba y le
decía cuanto lo sentía, mientras sus labios modulaban mil te quieros, que la menuda mujer,
destrozada acomodo uno a uno en su apretujado corazón. Nunca más lo vio tan cerca. (Aun
hoy llora contando esta historia) sus labios enviaban los últimos besos tibios y salados que
sentía. Lloraba, lloraba, lloraba tanto como…
Corría el invierno y se apresuraba la desolación, la soledad y un adiós marcado para
siempre…
En las noches, cuando la luna pasea, el viento arrecia y ella sale de campamento se
encuentra con él; aun la mira, aun la observa y la sostiene desde la profundidad de la noche
y con el brillo resplandeciente de la estrella que los une. Ella ya no llora, ella solo le sonríe.

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