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Prestigio

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Rachel Cusk
Prestigio
Traducción de Catalina Martínez Muñoz

a
Libros del Asteroide

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Primera edición, 2018


Título original: Kudos

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización


escrita de los titulares del copyright, bajo
las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción
total o parcial de esta obra por cualquier medio
o procedimiento, incluidos la reprografía
y el tratamiento informático, y la distribución
de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Copyright © 2018, Rachel Cusk


All rights reserved

© de la traducción, Catalina Martínez Muñoz, 2018


© de esta edición, Libros del Asteroide S.L.U.

Fotografía de la autora: © Simeon Scammell-Katz


Imagen de la cubierta: © studiocasper/iStock

Publicado por Libros del Asteroide S.L.U.


Avió Plus Ultra, 23
08017 Barcelona
España
www.librosdelasteroide.com

ISBN: 978-84-17007-58-4
Depósito legal: B. 20.087-2018
Impreso por Reinbook, serveis gràfics, S.L.
Impreso en España - Printed in Spain
Diseño de colección: Enric Jardí
Diseño de cubierta: Duró

Este libro ha sido impreso con un papel ahuesado,


neutro y satinado de ochenta gramos, procedente de bosques
correctamente gestionados y con celulosa 100 % libre de cloro,
y ha sido compaginado con la tipografía Sabon en cuerpo 11.

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Ella se levantó y se fue.


¿No debería haberlo hecho? ¿No haber
   hecho qué?
Levantarse y marcharse.

Sí, creo que sí,


porque estaba empezando a oscurecer.

¿A qué? A oscurecer. Bueno,


aún quedaba algo
de luz del día cuando se marchó, en fin,
la suficiente para ver el camino.
Y era su última oportunidad de poder…
¿De poder?… Levantarse y marcharse.
Era la última, la definitiva,
porque después ya no habría podido
levantarse y marcharse.

Stevie Smith, «Ella se levantó y se fue»

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El pasajero que iba a mi lado en el avión era tan alto que


no cabía en el sitio. Se le salían los codos del reposabra-
zos y tenía las rodillas encajadas en el respaldo del asien-
to delantero, de manera que cada vez que intentaba
moverse la persona que iba sentada delante se volvía a
mirar con fastidio. Al retorcerse para cruzar y descruzar
las piernas dio un puntapié sin querer al pasajero de su
derecha.
—Perdón —se disculpó.
Se quedó un rato quieto, respirando profundamente
por la nariz y con las manos apretadas encima de las ro-
dillas, pero no tardó en impacientarse y, al mover las
piernas de nuevo, sacudió toda la hilera de asientos de
delante. Al final le pregunté si quería cambiar de sitio,
porque el mío era el del pasillo, y aceptó a la primera,
como si le hubiera ofrecido una oportunidad de negocio.
—Normalmente viajo en primera —me explicó mien-
tras nos levantábamos para cambiar de asiento—. Hay
mucho más espacio para las piernas.
Estiró las piernas en el pasillo y reclinó la cabeza en el
respaldo con un gesto de alivio.

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—Muchas gracias —dijo.


El avión empezó a avanzar despacio por el asfalto. Mi
vecino suspiró con satisfacción y pareció que se quedaba
dormido casi al instante. Una azafata que venía por el
pasillo se detuvo al encontrarse con sus piernas.
—¿Señor? —dijo—. ¿Señor?
Se despertó sobresaltado y recogió torpemente las pier-
nas en el hueco estrecho para dejar paso a la azafata.
Por la ventanilla se veía una cola de aviones que espera-
ba su turno. Mi vecino empezó a dar cabezadas y de
nuevo volvió a estirar las piernas en el pasillo. La azafa-
ta apareció enseguida.
—¿Señor? Tenemos que dejar el pasillo libre para el
despegue.
El pasajero se irguió en el asiento.
—Lo siento —dijo.
La azafata se alejó y mi compañero empezó a cabecear
poco a poco. La bruma suspendida sobre el paisaje pla-
no y gris se fundía con el cielo nublado en bandas hori-
zontales de variaciones tan sutiles que casi parecía el
mar. Un hombre y una mujer iban hablando en los asien-
tos delanteros. Es muy triste, dijo ella, y él respondió con
un gruñido. Es tristísimo, repitió la mujer. Se oyeron
pisadas fuertes en el pasillo alfombrado, y enseguida
apareció la azafata. Puso la mano en el hombro de mi
vecino y lo zarandeó.
—Me temo que tengo que pedirle que aparte las pier-
nas.
—Lo siento. Parece que no puedo aguantar despierto.
—Pues voy a tener que pedirle que lo haga.
—Es que anoche no me acosté.
—Me temo que ese no es mi problema —contestó

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ella—. Si bloquea el pasillo, pone en peligro a los demás


pasajeros.
Mi vecino se frotó la cara y cambió de posición. Sacó
el móvil, le echó un vistazo y volvió a guardárselo en el
bolsillo. La azafata esperó unos momentos, observán-
dolo. Por fin decidió marcharse, convencida de que esta
vez él obedecía de verdad. Mi vecino movió la cabeza y
puso un gesto de incredulidad dirigido a un público invi-
sible. Tenía algo más de cuarenta años, una cara atrac-
tiva y corriente al mismo tiempo, y vestía el atuendo
limpio, bien planchado y neutro de un hombre de nego-
cios en fin de semana. Llevaba un reloj de plata muy
grande y unos zapatos de cuero como recién estrenados.
Irradiaba una especie de masculinidad anónima y lige-
ramente provisional, como un soldado de uniforme. El
avión había avanzado a trompicones en la cola y en ese
momento se acercaba despacio a la pista de despegue,
trazando un arco amplio. La bruma se había convertido
en lluvia y las gotas resbalaban por el cristal de la ven-
tanilla.
Mi vecino dirigió una mirada de agotamiento al asfal-
to reluciente. El clamor de los motores cobraba cada vez
más fuerza, y el avión por fin aceleró vertiginosamente,
levantó el morro para despegar y atravesó con estruendo
las capas de nubes densas y acolchadas. La retícula ver-
de oscura de los campos, con sus casas como bloques y
sus árboles acurrucados, apareció unos momentos entre
los esporádicos jirones grises antes de que estos se cerra-
ran por completo. Mi vecino suspiró una vez más y
pronto volvió a quedarse dormido, con la cabeza apo-
yada en el pecho. Las luces de la cabina parpadearon y
un murmullo de actividad envolvió el avión. La azafata

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no tardó en volver a nuestra fila, donde el pasajero dor-


mido había vuelto a estirar las piernas en el pasillo.
—¿Señor? —dijo—. Disculpe. ¿Señor?
Él levantó la cabeza y miró alrededor desorientado. Al
ver a la azafata, que se había parado con el carrito,
retiró las piernas despacio y con esfuerzo para dejar el
paso libre.
Ella lo miró apretando los labios y levantando las
cejas.
—Gracias —dijo, sin disimular apenas su sarcasmo.
—No es culpa mía —contestó el pasajero.
La azafata se quedó un momento mirando a mi vecino
con una expresión fría en los ojos maquillados.
—Solo intento hacer mi trabajo —señaló.
—Ya lo sé. No es culpa mía que los asientos estén tan
juntos —respondió él.
Se miraron unos segundos sin decir nada.
—Eso tendrá que hablarlo con la compañía —replicó
la azafata.
—Lo estoy hablando con usted.
La azafata cruzó los brazos y levantó la barbilla.
—Casi siempre viajo en business y normalmente no
tengo problemas —dijo el pasajero.
—No ofrecemos clase business en este vuelo. Pero hay
muchas compañías que sí lo hacen.
—¿Me está sugiriendo que vuele con otra empresa?
—Eso es.
—Genial. Muchas gracias.
Y soltó una carcajada amarga cuando ella ya se mar-
chaba. Estuvo un rato sonriendo con afectación, como
quien sale por error a un escenario, y luego, para disi-
mular su sensación de vergüenza, se volvió hacia mí y

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PRESTIGIO 13

me preguntó el motivo de mi viaje a Europa.


Dije que era escritora y que iba a participar en un
festival literario.
Adoptó al momento una expresión de interés cortés.
—Mi mujer es una gran lectora —dijo—. Pertenece a
uno de esos clubs de lectura.
Hubo un silencio.
—¿Qué tipo de cosas escribe? —me preguntó al cabo
de un rato.
Dije que era difícil de explicar, y asintió con la cabeza.
Empezó a darse golpecitos con los dedos en los muslos
y a marcar un ritmo deshilvanado con los zapatos en la
alfombra. Movió la cabeza a un lado y a otro y se la fro-
tó enérgicamente con los dedos.
—Si no hablo volveré a quedarme dormido —dijo.
Hizo este comentario con pragmatismo, como si estu-
viera acostumbrado a resolver problemas a expensas de
los sentimientos de los demás; pero me volví a mirarlo
y me sorprendió su gesto de súplica. Tenía el borde de
los párpados enrojecido, las córneas amarillas y el pelo
de punta en la zona donde se había frotado.
—Por lo visto, antes de despegar reducen el nivel de
oxígeno en la cabina para adormecer a la gente —me
explicó—. Así que no deberían quejarse cuando da resul-
tado. Tengo un amigo que pilota estas máquinas. Fue él
quien me lo contó.
Lo raro de este amigo, siguió diciendo, era que a pesar
de su profesión era un ecologista acérrimo. Tenía un
coche eléctrico, diminuto, y en su casa todo funcionaba
con placas solares y molinos de viento.
—Cuando viene a cenar a nuestra casa —dijo—, se va
a los contenedores mientras los demás se emborrachan,

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a clasificar los envoltorios de la comida y las botellas


vacías. Y su idea de las vacaciones perfectas consiste en
coger los bártulos, subir a una montaña de Gales y
pasarse dos semanas metido en una tienda de campaña
bajo la lluvia, hablando con las ovejas.
Pero el mismo hombre se ponía el uniforme a diario,
subía a la cabina de mando de una máquina de cincuen-
ta toneladas que vomitaba humo a chorros y pilotaba
un avión lleno de borrachos que iban de vacaciones a
las islas Canarias. Costaba imaginar una ruta peor, pero
su amigo llevaba años haciéndola. Trabajaba para una
línea de bajo coste que recortaba brutalmente los gastos,
y, por lo visto, los pasajeros se comportaban como ani-
males de zoo. Se los llevaba de color blanco y los traía
de color naranja, y aunque ganaba menos que nadie en
su círculo de amigos, donaba la mitad de sus ingresos a
causas benéficas.
—El caso es que es un tipo estupendo —añadió mi ve-
cino con perplejidad—. Lo conozco desde hace muchos
años, y casi da la impresión de que cuanto peor se ponen
las cosas mejor se vuelve él. Una vez me contó que en la
cabina de mando tienen una pantalla para vigilar lo que
pasa en el avión. Me dijo que al principio no soportaba
mirarla, porque era de lo más deprimente ver la conduc-
ta de los pasajeros. Pero al cabo de un tiempo empezó a
obsesionarse con eso. Se ha pasado cientos de horas
mirando esa pantalla. Dice que es como una especie de
meditación. Aun así, yo no soportaría trabajar en ese
mundo. Lo primero que hice cuando me jubilé fue cortar
en pedazos mi tarjeta de puntos aéreos. Juré que no
volvería a subirme a uno de estos chismes.
Le dije que parecía muy joven para estar jubilado.

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—Tenía una hoja de cálculo en el ordenador que se


llamaba «Libertad» —dijo, con una sonrisa sesgada—.
Eran simples columnas de números que debía ir suman-
do hasta alcanzar una cantidad determinada, y entonces
podría dejarlo.
Había sido director de una compañía internacional de
gestión, dijo, un trabajo que le obligaba a estar siempre
fuera de casa. No era raro para él, por ejemplo, viajar a
Asia, América del Norte y Australia en un plazo de dos
semanas. Una vez fue a una reunión a Sudáfrica y volvió
directamente en cuanto terminó el encuentro. Varias
veces había calculado con su mujer el punto medio entre
dos destinos para pasar unos días de vacaciones juntos.
Y, en otra ocasión, cuando iban a fusionarse las sucursa-
les de Asia y Australia, y él tuvo que encargarse de super-
visar el proceso, había estado tres meses sin ver a sus
hijos. Empezó a trabajar a los dieciocho años, ahora
tenía cuarenta y seis, y esperaba disponer de tiempo sufi-
ciente para pasar el resto de su vida haciendo justamen-
te lo contrario. Tenía una casa en Cotswolds que apenas
había podido pisar, y un garaje lleno de bicis, esquís y
material deportivo casi sin estrenar; se había pasado dos
décadas sin decir poco más que hola y adiós a su familia
y sus amigos, porque siempre estaba a punto de salir de
viaje y tenía que prepararse y acostarse temprano, o
porque volvía agotado. En alguna parte había leído algo
sobre un método de castigo medieval que consistía en
encarcelar al prisionero en un espacio diseñado de mane-
ra que no pudiera estirar las extremidades en ninguna
dirección, y, aunque se ponía a sudar solo de pensarlo,
eso resumía bastante bien la vida que había llevado.
Le pregunté si librarse de esa prisión había estado a la

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altura del título de su hoja de cálculo.


—Es curioso que diga eso —contestó—, porque desde
que dejé de trabajar no paro de discutir con todo el
mundo. Mis hijos se quejan de que intento controlarlos,
ahora que estoy todo el tiempo en casa. No han llegado
a decir que les gustaría que las cosas volvieran a ser
como antes, pero sé que lo piensan.
Le parecía increíble, por ejemplo, lo tarde que se levan-
taban. A lo largo de todos esos años, cuando salía de
casa antes de que amaneciera, la imagen de sus hijos
dormidos en la oscuridad le hacía sentirse útil y protec-
tor. Si hubiera sabido lo vagos que eran, probablemente
no lo habría visto de la misma manera. A veces no se
levantaban hasta la hora de comer. Había empezado a
entrar en los dormitorios para abrir las cortinas, como
hacía su padre todas las mañanas cuando él era joven,
y le asombraba la hostilidad con que reaccionaban sus
hijos. Había tratado de programar sus comidas —des-
cubrió que todos comían a distintas horas del día— y
establecer una rutina de ejercicio, e intentaba conven-
cerse de que la magnitud de la rebelión que estas medi-
das provocaban era precisamente la prueba de su nece-
sidad.
—Paso mucho tiempo hablando con la asistenta —di-
jo—. Llega a las ocho. Dice que lleva años lidiando con
situaciones parecidas.
Me contó todo esto avergonzado, con una confianza
tan natural que me di cuenta de que hablaba para entre-
tener y no para provocar consternación. Una sonrisa de
reproche jugueteó en sus labios, que al abrirse mostraron
una hilera de dientes blancos, fuertes y uniformes. Se
había animado mientras hablaba y había cambiado el

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gesto de desesperación y los ojos de loco por la máscara


del narrador brillante. Tuve la sensación de que no era
la primera vez que contaba estas cosas y de que le gus-
taba contarlas, como si hubiera descubierto el poder y
el placer de revivir los acontecimientos desprovistos de
su aguijón. Vi que su habilidad consistía en acercarse lo
más posible a lo que parecía verdad sin permitir que su
interlocutor llegara a sentirse abrumado por las emocio-
nes que pudiera inspirarle.
Le pregunté cómo era que había vuelto a subir a un
avión, después de aquel juramento.
Sonrió de nuevo, ligeramente avergonzado, y se pasó
la mano por el pelo castaño y fino.
—Mi hija actúa en un festival de música —dijo—. Está
en la orquesta del colegio. Toca el… oboe.
El plan era hacer el viaje con su mujer y los chicos el
día anterior, pero el perro se puso malo y tuvo que dejar-
les que se fueran sin él. Por ridículo que pudiera parecer,
el perro era probablemente el miembro más importante
de la familia. Añadió que se había pasado la noche en
vela, cuidando de él, y después se había ido directo al
aeropuerto.
—Si le soy sincero, no debería haberme puesto al
volante —murmuró, apoyando el codo en el reposabra-
zos de mi asiento—. Casi no veía nada. Pasaba por
delante de esos carteles en la carretera, esos que repiten
continuamente lo mismo, y al final empecé a pensar que
los habían puesto expresamente para mí. Ya sabe cuáles
digo: están en todas partes. Tardé una eternidad en des-
cifrar qué querían decir. Hasta pensé —dijo, con su son-
risa avergonzada— si me estaba volviendo loco de ver-
dad. No entendía quién los había elegido ni por qué. Me

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parecía que se dirigían a mí personalmente. Naturalmen-


te, leo periódicos, pero estoy un poco desfasado desde
que no trabajo.
Le dije que era cierto que todos, en privado, nos hacía-
mos con frecuencia la pregunta de si irnos o quedarnos,
hasta el punto de que casi se podía decir que ese era el
núcleo esencial de la libre determinación. Quien no
conociera la situación política de nuestro país podía
creer que lo que estaba presenciando no eran las intrigas
de la democracia, sino la rendición definitiva de la con-
ciencia personal al dominio público.
—Lo curioso es que tenía la sensación de que llevaba
haciéndome esa pregunta desde que tengo memoria —dijo.
Le pregunté qué le había pasado al perro.
Al principio pareció desconcertado, como si no supie-
ra de qué perro le hablaba. Luego arrugó la frente, hizo
un puchero y soltó un suspiro hondo.
—Es una historia un poco larga —respondió.
El perro se llamaba Pilot y era muy mayor, aunque a
primera vista no lo pareciera. Su mujer y él tenían a Pilot
desde poco después de casarse. Se compraron una casa
en el campo, y les pareció el sitio perfecto para tener un
perro. Pilot era un cachorrito, pero ya entonces tenía
unas zarpas enormes: aunque sabían que esa raza podía
llegar a ser muy grande, no esperaban que Pilot alcan-
zara un tamaño tan descomunal. Cuando pensaban que
ya no podía seguir creciendo, el perro daba otro estirón.
A veces hasta les hacía gracia lo desproporcionadamen-
te pequeño que parecía todo a su lado: su casa, su coche,
incluso ellos.
—Yo soy mucho más alto de lo normal —añadió—, y
a veces uno se cansa de ser más alto que los demás. Pero

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al lado de Pilot me sentía normal.


Como su mujer estaba entonces embarazada de su pri-
mer hijo, fue él quien hizo de Pilot su proyecto personal:
en aquella época no tenía que viajar tanto, y pasó varios
meses dedicando la mayor parte de su tiempo libre a
entrenar a Pilot, sacándolo a pasear por el monte y
modelando su carácter. Nunca lo mimaba ni le consentía
nada; lo entrenaba sin descanso y le daba muy pocas
recompensas, y un día que Pilot, cuando aún era joven,
se puso a perseguir a un rebaño de ovejas, le zurró con
tanta severidad y tanta determinación que él mismo se
sorprendió. Generalmente cuidaba mucho su comporta-
miento cuando estaba delante de Pilot, como si el perro
fuera humano, y lo cierto es que cuando alcanzó la
madurez el animal tenía una inteligencia extraordinaria,
además de un ladrido feroz y un cuerpo gigantesco y
musculoso. Trataba a la familia con una sensibilidad
y una consideración que asombraban sinceramente a los
extraños, aunque ellos se habían acostumbrado con el
tiempo. Por ejemplo, el año anterior, cuando su hijo
estuvo muy enfermo de neumonía, Pilot se pasaba el día
y la noche sentado a la puerta de su dormitorio e iba a
buscarlos automáticamente si el niño pedía algo. Tam-
bién se sincronizaba, casi como un espejo, con los epi-
sodios de depresión periódicos de su hija, de los que a
veces solo se daban cuenta porque Pilot se volvía taci-
turno y retraído. Pero cuando un desconocido llamaba
a la puerta, Pilot se transformaba en un guardián impla-
cable. Quienes no lo conocían le tenían pánico, y con
razón, porque no habría dudado en matarlos si repre-
sentaban una amenaza para cualquier miembro de la
familia.

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Cuando Pilot tenía tres o cuatro años, continuó mi


vecino, fue cuando se produjo el mayor salto en su carre-
ra profesional y empezó a pasar largas temporadas
fuera de casa, pero tenía la sensación de que podía mar-
charse tranquilo, sabiendo que su familia estaría a salvo
durante su ausencia. A veces, dijo, mientras estaba fue-
ra, pensaba en el perro y casi se sentía más cerca de él
que de ningún otro ser humano. Por eso no podía dejar-
lo solo en aquel momento de necesidad, a pesar de que
su hija era la solista del concierto y llevaba semanas
ensayando. El concierto formaba parte de un festival
internacional y se esperaba mucho público: era una
oportunidad magnífica. Pero Betsy no quería perder de
vista a Pilot. Le había costado una barbaridad conven-
cerla de que se fuera tranquila: como si no le creyera
capaz de cuidar de su propio perro.
Le pregunté qué obra iba a interpretar su hija y volvió
a frotarse la cabeza.
—No lo sé exactamente —contestó—. Su madre evi-
dentemente lo sabría.
En realidad no se había dado cuenta de que su hija
tocaba tan bien el oboe, añadió. Había empezado a dar
clases a los seis o siete años, y, francamente, siempre
sonaba fatal, tanto que tuvo que pedirle que ensayara
en su habitación. El chirrido le daba dentera, sobre todo
después de un viaje largo. Cuando intentaba dormir para
compensar el jet lag y oía aquel sonido insinuante y
aflautado detrás de la puerta cerrada, le sacaba de qui-
cio. Un par de veces se había preguntado si Betsy no lo
haría para fastidiarle, aunque por lo visto practicaba
igual cuando él no estaba en casa. Alguna vez, incluso
había llegado a sugerirle que quizá fuera mejor para su

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salud practicar menos y dedicar más tiempo a otras


cosas, pero su opinión se topó con el mismo desprecio
que sus intentos por imponer disciplina en los horarios
de la familia. Y, sinceramente, cuando su hija le pregun-
taba qué creía que tenía que hacer con su tiempo, a él
solo se le ocurrían las cosas que él hacía cuando tenía la
misma edad —socializar y ver la tele— y que en cierto
modo le parecían más normales. En su opinión, casi
nada en Betsy era normal. Por ejemplo, padecía de
insomnio: ¿qué porcentaje de niñas de catorce años no
pueden dormir? En vez de cenar, se ponía delante de los
armarios de la cocina y se tomaba los cereales secos, a
puñados, directamente de la caja. Nunca salía de casa y,
como su madre la llevaba en coche a todas partes, rara
vez andaba. Le habían dicho que cuando él no estaba en
casa era Betsy quien sacaba a Pilot todos los días, pero
como nunca lo había visto le costaba creerlo. Llegó un
punto en que empezó a pensar si su hija se iría de casa
alguna vez o si tendrían que mantenerla eternamente,
como una especie de experimento fallido.
Luego, una noche que Betsy iba a tocar en un concier-
to del colegio, fue a verla con su mujer, y se sentó en el
auditorio con los demás padres, apretujado en una silla
pequeña y convencido de que se aburriría como una
ostra. Se encendieron las luces, y delante de la orquesta
apareció una chica a la que tardó un buen rato en reco-
nocer como Betsy. Para empezar parecía mucho mayor;
pero había algo más, algo que le produjo un alivio
extraordinario: tal vez fuera que Betsy no daba la impre-
sión de necesitarlo ni de reprocharle los problemas de
su existencia. Y, cuando por fin aceptó que era ella, lo
que sintió fue un miedo aterrador. Estaba totalmente

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seguro de que Betsy iba a pasarlo mal, y se aferró a la


mano de su mujer, creyendo que ella sentía lo mismo. El
director salió al escenario, vestido con unos vaqueros
negros y un polo negro, y él se predispuso de inmediato
para que aquel hombre le cayera mal. La orquesta empe-
zó a tocar y Betsy se sumó poco después. Se fijó en lo
atenta que estaba al director y en cómo respondía a la
más leve señal que este le hiciera, asintiendo con la cabe-
za y llevándose el instrumento a los labios sin parpadear.
Nunca había creído a su hija capaz de semejante hazaña
de intimidad y obediencia, porque ni siquiera era capaz de
convencerla para que se sirviera los cereales en un cuen-
co. Solo después de unos minutos consiguió conectar un
poco más con el sonido sinuoso y mágico de aquel ins-
trumento: había ido a los conciertos suficientes para
reconocer que aquel oboe era fascinante, hipnótico, y
por fin consiguió escuchar de verdad. Lo que oyó le hizo
soltar tal cantidad de lágrimas que la gente se volvía a
mirarlo. Después, Betsy le dijo que lo había visto llorar
desde el escenario, por lo alto que era, y que le había
dado mucha vergüenza.
Le pregunté por qué creía que había llorado, y de
pronto puso un gesto muy triste con los labios y trató
de ocultarlo con una mano grande.
—Sinceramente, supongo que siempre me ha preocu-
pado que a Betsy le pasara algo raro.
Le contesté que a la gente normalmente le resultaba
más fácil pensar eso de sus hijos que de sí misma, y me
miró un momento como si considerara en serio esta teo-
ría, antes de negar enérgicamente con la cabeza.
Betsy era distinta de los demás desde muy pequeña,
dijo, y no en el buen sentido. Era increíblemente neuró-

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PRESTIGIO 23

tica: cuando iban a la playa, por ejemplo, no soportaba


tocar la arena con los pies, y tenían que llevarla en bra-
zos a todas partes. No soportaba el sonido de ciertas
palabras, y cuando alguien las decía, empezaba a gritar
y se tapaba los oídos. La lista de cosas que no comía, y
sus correspondientes razones, era tan larga que no había
forma de llevar la cuenta. Era alérgica a todo, se ponía
mala continuamente y además tenía insomnio, como ya
había dicho. A veces, su mujer y él se despertaban a
media noche y veían a su hija a los pies de la cama, como
un fantasma en camisón, mirándolos fijamente. Cuando
se hizo mayor, el problema más grave de todos era su
extraordinaria sensibilidad a lo que ella llamaba «men-
tiras», aunque a él le parecían las convenciones y las
pautas de conversación normales entre adultos. Betsy
afirmaba que la mayoría de las cosas que decía la gente
eran falsas, hipócritas, y cuando él le preguntaba cómo
podía saberlo, contestaba que lo sabía por el sonido.
Como ya había dicho, el sonido de ciertas palabras le
resultaba insoportable desde muy pequeña, pero cuando
creció y empezó a ir al colegio, el problema se agravó en
lugar de atenuarse. La cambiaron a un colegio especial,
pero Betsy seguía complicando un poco las relaciones
familiares y sociales cuando se marchaba corriendo y
apretándose las orejas con las manos porque una de sus
invitadas había dicho que estaba tan llena que no podía
tomar postre, o que el negocio iba disparado a pesar de
la mala situación económica. Su mujer y él se esforzaron
mucho por comprender a su hija, hasta el punto de que
cuando se quedaban hablando, después de que los niños
se hubieran ido a la cama, intentaban inculcarse la sen-
sibilidad de Betsy, estaban muy atentos para detectar la

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falsedad de las frases del otro, y terminaron por descu-


brir que era cierto, que buena parte de lo que uno decía
en realidad seguía un guion estereotipado y cuando uno
se paraba a pensarlo bien terminaba por reconocer que
muchas veces no llegaba a expresar lo que realmente
sentía. De todos modos, Betsy los sacaba de quicio muy
a menudo, y cuando empezó a notar que su mujer esta-
ba cada vez más callada creyó que era por culpa de su
hija, que había convertido la comunicación en un campo
de minas, y a la vista de eso era más fácil no decir nada de
nada.
Quizá por eso —porque no podía hablar y, por tanto,
mentir—, Betsy sentía por Pilot una adoración tan des-
medida que a veces lo desconcertaba. No hacía mucho
había ocurrido un incidente que lo llevó a cuestionarse,
por primera vez, la definición de verdad de su hija y su
tiranía en cuestión narrativa. Salió con ella a pasear a
Pilot, y el perro se escapó de repente. Estaban en los
terrenos de una mansión y, al parecer, él no se dio cuen-
ta de que allí había ciervos y no podía dejar a Pilot
suelto. Normalmente el perro obedecía ciegamente cuan-
do había ganado cerca, pero esa vez se comportó de un
modo completamente impropio de su carácter. Iba
andando tranquilamente con ellos y, en un segundo, de-
sapareció.
—No se imagina la velocidad que alcanzaba ese ani-
mal —dijo—. Era un perro enorme y, si le daba por
correr, no había forma de cogerlo. Simplemente alargó
la zancada y cambió de marcha. Antes de que nos dié-
ramos cuenta estaba a cincuenta metros de nosotros, y
nos quedamos parados, viendo cómo volaba por el
parque. Los ciervos salieron en estampida al verlo, aun-

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PRESTIGIO 25

que ya casi no tenían tiempo de escapar. Había cientos


de ciervos. No sé si habrá visto alguna vez algo parecido,
pero es un espectáculo maravilloso, por horrible que
parezca. Corrían como una corriente de agua. Los vimos
derramarse por el parque, con Pilot pisándoles los talo-
nes, y a pesar de la situación yo estaba casi hipnotizado
por lo que veía. Empezaron a girar y a volver sobre sus
pasos formando un ocho enorme mientras Pilot los per-
seguía, aunque en realidad daba la sensación de que los
estaba guiando, obligándolos a dibujar cierta forma que
tenía en la cabeza. Siguieron así unos cinco minutos,
dando vueltas y trazando esas líneas amplias y fluidas,
hasta que pareció como si Pilot se aburriera de pronto,
o decidiera que ya era hora de terminar. Sin el menor
esfuerzo, duplicó la velocidad, atravesó el cuerpo del
rebaño, escogió a uno de los cervatos y lo abatió. Una
mujer que estaba cerca de nosotros se puso a gritar y a
decir que iba a denunciarnos, que se encargaría de que
alguien viniese a matar al perro, y yo estaba intentando
tranquilizarla cuando de repente oímos un ruido por
detrás y vimos que Betsy se había desmayado. Estaba
tirada en la hierba, rígida y sangrando por la cabeza,
porque se había dado contra una piedra al caer. Since-
ramente, creí que estaba muerta. Pilot se había adentra-
do para entonces en el bosque, y la mujer estaba tan
preocupada por Betsy que se olvidó de matar al perro,
me ayudó a llevar a Betsy al coche y nos acompañó al
hospital. Betsy estaba bien, claro.
Soltó una carcajada triste y movió la cabeza.
Le pregunté qué había pasado con el perro.
—Ah, volvió esa noche —dijo—. Oí que estaba en la
puerta y cuando fui a abrir no entró; se quedó fuera,

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26 RACHEL CUSK

mirándome. Venía completamente sucio y cubierto de


sangre y sabía lo que se le venía encima. Lo esperaba.
Pero a mí no me gustaba pegarle —dijo con pena—. Solo
he tenido que hacerlo dos o tres veces en la vida. Los dos
sabíamos que de no haber sido por eso nunca habría
llegado a ser como era. Pero Betsy se negaba a perdo-
narlo por lo que había hecho. Estuvo varias semanas sin
tocarlo y sin hablar con él. A mí tampoco me hablaba.
Simplemente, no era capaz de entenderlo. Le dije: Oye, a
un perro no se le educa enfadándose con él y poniéndose
de mal humor. Así solo consigues que se vuelva ladino y
falso. Y sabes que si te sientes segura cuando yo no estoy
en casa es porque tienes claro que, si alguien intentara
hacerte daño, Pilot le haría lo que le ha hecho a ese cier-
vo. Puede sentarse a tu lado en el sofá, traerte lo que le
pides y tumbarse a los pies de tu cama cuando estás enfer-
ma, pero si un desconocido llama a la puerta, está dis-
puesto a matarlo si es necesario. Es un animal, le dije, y
necesita disciplina, mientras que si le impones tu sensibi-
lidad estás interfiriendo en su naturaleza.
Mi compañero se quedó un rato callado, con la barbi-
lla alta, mirando el pasillo gris donde la azafata seguía
empujando el carrito entre el mar de pasajeros. Se volvía
a derecha e izquierda, doblando la cintura sobre las hile-
ras de asientos, con las comisuras de los ojos y los labios
levantadas y tan bien perfiladas que casi parecían talla-
das a propósito en sus facciones suaves y ovaladas. Sus
movimientos automáticos resultaban fascinantes, y me
pareció que mi vecino se quedaba adormilado observán-
dola. Al cabo de un rato, se le empezó a caer la cabeza,
hasta que dio una cabezada tan fuerte que se enderezó
con una sacudida.

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