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Chapter Title: Espacio biográfico, memoria y narración


Chapter Author(s): Leonor Arfuch

Book Title: Narrativas de experiencia en educación y pedagogía de la memoria


Book Editor(s): Gabriel Jaime Murillo Arango
Published by: CLACSO. (2016)
Stable URL: https://www.jstor.org/stable/j.ctvtxw30v.15

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12. Espacio biográfico, memoria y narración

Leonor Arfuch
Universidad de Buenos Aires

Cuando comencé, hace más de diez años, la investigación


sobre lo que llamé “el espacio biográfico” (Arfuch, 2002) no
me imaginé que esa problemática, en la dilatada extensión que
supone, iba a estar tan en sintonía con ciertas preocupaciones
en el campo de la educación y formación. Pero así ha sido y son
múltiples los diálogos que se han ido sucediendo a lo largo del
tiempo en distintas instancias –como la que hoy nos convoca–
tratando de pensar relaciones y articulaciones, tanto a nivel de 297
las teorías como de las prácticas.
Por cierto, lo que hoy podríamos llamar “el giro biográfico”
–recurriendo una vez más a un significante que aúna el movi-
miento y la transformación– se inscribe en una larga tradición,
tanto en su campo originario, el de las escrituras autógrafas
del Siglo XVIII que forjaran la sensibilidad del sujeto moderno
–confesiones, memorias, diarios íntimos, correspondencias–
como en su inabarcable posteridad, donde se entraman la li-
teratura, la historia, el testimonio, la antropología, el periodis-
mo, las ciencias sociales, el cine, la experimentación artística
y la más reciente explosión mediática y virtual, impulsada por
las nuevas tecnologías de la comunicación.
En esa proliferación de narrativas donde el “yo” y sus múl-
tiples máscaras ocupan un lugar protagónico, se entrecruzan
viejas y nuevas formas –de la autobiografía tradicional o el dia-
rio íntimo, que nunca dejaron de ser best-sellers, a la intimidad

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pública del blog; del testimonio o la historia de vida al reality


show o la autoficción–, haciendo cada vez más difícil la delimi-
tación entre los géneros.
Es justamente esa mezcla heteróclita y hasta impertinen-
te, que imprime su sello a lo contemporáneo, de lo verbal a lo
audio/visual, lo que he querido aprehender con concepto de
“espacio biográfico”, que retoma el significante acuñado por
Philippe Lejeune (1970), pionero de los estudios sobre el tema,
para reformularlo desde otra perspectiva.
En efecto, Lejeune, llevado todavía por el afán estructura-
lista de los años “70, intentaba definir las características pro-
pias de un género, la autobiografía, que parecía rehacerse con
cada ejemplar, desanimando así todo intento de formalización.
Una búsqueda que dejó sin duda hallazgos importantes, como
la idea de un “pacto autobiográfico” que se establece en la com-
298 plicidad de la lectura, pero que culminó con la aceptación del
carácter elusivo de las escrituras del yo, donde el principio de
identidad fracasa y la ficción se anuda de modo indisociable
a la factualidad, en resistencia a toda pretensión taxonómica.
Así, fue el famoso adagio de Rimbaud “Je est un autre”, el que
presidió sus ulteriores indagaciones, marcando, en ese débra-
yage del yo a la tercera persona, la fractura constitutiva de todo
sujeto. De la supuesta primacía de la autobiografía como cen-
tro de un sistema de géneros con parecidos de familia, pasó
entonces a postular un “espacio autobiográfico”, que luego
amplió sus límites para cobijar lo “biográfico” en general, es
decir, los distintos modos en que puede narrarse la vida y la
experiencia humanas.
Ése fue justamente el punto de partida de mi investigación:
el ir más allá de la mera inclusión –o clasificación– de nuevos
“ejemplos” o géneros en un reservorio de las formas cambian-
tes que puede asumir ese relato –sin desmedro del interés de

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tal propósito– para leer, en la simultaneidad de esas formas, en


su heterodoxia, en la avasalladora búsqueda de la presencia –el
yo, el cuerpo, la voz, la persona, la vivencia–, en la recurrencia
de temas y motivos en los más diversos registros del discurso
social, un rasgo sintomático de la subjetividad de nuestro tiem-
po. Tal lectura requería por cierto de una consecuente reela-
boración conceptual en torno de las ideas mismas de espacio,
sujeto, subjetividad e identidades, así como de una teoría acor-
de de los géneros discursivos y de la narración. Se trataba, en
otras palabras, de un verdadero giro teórico.
Pero antes de pasar a este punto, que quiero desarrollar, ca-
bría preguntarse ¿Por qué sintomático, si el relato de una vida,
pese a su reconocida raigambre histórica, tiene el aura de un
“mito de eternidad”, al decir de Lejeune?
Es un arduo camino el que lleva, especialmente en las tres
últimas décadas, a esa reconfiguración de la subjetividad que 299
puede traducirse –con una acentuación negativa– en un declive
de la vida y la cultura públicas, en la multiplicación de “peque-
ños relatos” que disgregan la miríada de lo social, en la creciente
indistinción entre lo público y lo privado y la radical apertura
de la intimidad, en el énfasis narcisístico, el individualismo y la
competencia feroz, en el mito de la realización personal como
objetivo máximo –si no único– de la vida. Pero también, ese
“giro subjetivo” podría entenderse, con una acentuación posi-
tiva, en tanto estrategias de autoafirmación, recuperación de
memorias individuales y colectivas, búsqueda de reconocimien-
to de identidades y “minorías” –en el sentido de Deleuze–, afir-
mación ontológica de la diferencia –sexual, étnica, cultural, de
género– registros todos donde lo testimonial y autobiográfico
tiene un papel determinante. Ese notorio privilegio de la voz
“propia”, se manifiesta también en el llamado “documental sub-
jetivo” –como sucede en mi país con varios de los filmes de hijos

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de desparecidos, por ejemplo– y hasta en la creciente tendencia


de la literatura a alejarse de la historia y la ficción para trans-
formarse, casi genéricamente, en “autoficción” –un crítico habla
incluso de un “giro autobiográfico” en la literatura argentina–.
En esa multiplicación de las voces, en esa tensión derridea-
na entre lo que puede ser una cosa y su contraria, podemos leer
quizá –y aquí lo sintomático– angustia, soledad, desencanto,
monotonía, pérdida de los grandes ideales, dificultad de las
relaciones afectivas –pese a la “hipercomunicación” tecnoló-
gica–, pero también opresión, rebeldía, inadecuación a nues-
tras sociedades que exaltan modelos imposibles de alcanzar.
Significantes –unos y otros– que operan tal vez en la búsqueda
de sentidos de la vida alejados de nuestros predecesores, ya sea
en el modo “light” del cuidado de sí o en ejercicios de libertad y
autonomía –aunque puedan redundar en mayor sujeción–, en
300 la exaltación de las singularidades frente a la creciente unifor-
midad de los destinos, en la necesidad de identificación “hori-
zontal” con el próximo, el “semejante”...
Abordar esta constelación problemática de un “espacio
biográfico” que excede en mucho la mera acumulación de gé-
neros discursivos para transformarse en un vector analítico y
crítico de la sociedad contemporánea, requirió por cierto de
la articulación de diferentes miradas disciplinares –articula-
ción no como una mera “sumatoria” de saberes sino como la
postulación de relaciones no necesarias ni evidentes tendientes
a una visión superadora de la parcialidad, una visión además,
política, en todos los sentidos de la palabra.
Así, el psicoanálisis, prioritariamente en su vertiente laca-
niana, aportó a una concepción de sujeto acorde a la problemá-
tica: un sujeto constitutivamente incompleto, modelado por el
lenguaje, cuya dimensión existencial es dialógica, abierto a (y
construido por) un Otro: un otro que puede ser tanto el tú de la

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interlocución como la otredad misma del lenguaje y también la


idea de un Otro como diferencia radical, cuyo reconocimiento
conlleva la cuestión de la responsabilidad. Hablar de subjetivi-
dad en este contexto, será entonces hablar de intersubjetividad.
Pero está además la idea de un “puro antagonismo” como au-
to-obstáculo, autobloqueo, límite interno que impide al sujeto
realizar su identidad plena, que sin embargo busca a través de
procesos de identificación: en esa búsqueda, las narrativas del
yo son parte esencial.
También la noción de espacio requería de una interro-
gación. En tanto la temporalidad era un eje prioritario –se
trataba de delinear una cartografía del presente– la idea de
espacio-temporalidad pareció la más apropiada, tal como lo
confirmara un posterior encuentro con Doreen Massey (2005),
la geógrafa cultural inglesa, quizá la mayor autoridad sobre el
tema. El espacio no como una superficie plana, sin escollos, 301
donde se acumulan diversos objetos –en nuestro caso, géne-
ros discursivos– sino esencialmente como multiplicidad, plu-
ralidad, relación, interacción, un espacio siempre inacabado,
abierto a la transformación con cada nuevo elemento que lo
habita. En otras palabras, un espacio que se rehace constante-
mente a través de las interacciones que lo constituyen.
En sintonía con ambos conceptos, la definición de iden-
tidad se tornó obligadamente hacia el plural, las identidades,
enfatizando su carácter no esencial, relacional y contingente
–aunque sin desdeñar anclajes, tradiciones, materialidades–
una identidad haciéndose también en la temporalidad y la na-
rración, atravesada por dislocaciones y (auto)reconocimientos,
sujeta a la invención tanto como a la permanencia y la repeti-
ción. En términos de Ricoeur, una identidad narrativa, que se
desplaza en un intervalo entre lo mismo y lo otro. Una reinter-
pretación, quizá, del famoso adagio de Rimbaud.

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La teoría de la narrativa de Ricoeur, con su componente tan-


to formal como ético –la forma como imposición de sentido, la
temporalidad como eje que atraviesa la experiencia humana de-
jando la huella (narrativa) del haber vivido en tanto dimensión
ética de la existencia– se articuló a su vez casi naturalmente a la
concepción de los géneros discursivos de Bajtín (1982), otro de
los pilares de mi investigación. Los mismos significantes que de-
finen –para nosotros– el espacio definen también esos géneros,
que, lejos de toda pretensión jerárquica o taxonómica, acompa-
ñan cada instancia de la praxis humana: multiplicidad, interre-
lación, heterogeneidad, hibridación… Géneros de la cotidiani-
dad, plagados de expresiones familiares, géneros elaborados,
producto del trabajo de la escritura, unos y otros insertos en la
comunicación, en tanto interacción dialógica tendida hacia un
otro, por y para quien se habla o se escribe.
302 Si las ideas bajtinianas de polifonía e intertextualidad eran
esenciales para el análisis del espacio biográfico, en tanto mar-
caban justamente la infinitud de las relaciones entre sus com-
ponentes –la trama más que la pirámide acumulativa– más
aún lo fueron sus conceptos de valor biográfico y de respon-
sividad, inmediatamente ligado a responsabilidad. El primero
nos permite entender quizá el motor que anima nuestro es-
pacio: un valor –un plus de valor, podríamos decir– que hace
que el relato de una vida la ponga en orden, es decir, en forma
y por ende en sentido, no solamente para quien lo narra sino
también para quien lo recibe. Identificación especular que me
coloca en el lugar del otro –sin confundirme con él– con ma-
yor cercanía que ante un relato de ficción, por más que todo
relato de vida sea inevitablemente ficcional. Es ese valor, esa
proximidad que anuda la creencia, si no en los “hechos” (na-
rrados) en el hecho de una existencia, lo que hace de las formas
biográficas, en la indistinción que propone Bajtín entre “auto”

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y “bio” grafías –un yo o un otro yo– una inagotable fuente de


atracción e identificación, en preferencia quizá respecto de otras.
Pero además, para Bajtín, cada género discursivo conlleva
una cierta valoración del mundo y supone por ende una di-
mensión ética: la de responsividad –respondo a tus expecta-
tivas y objeciones– y la de responsabilidad –respondo por ti–.
Aquí, el pensador ruso se aproxima a Ricoeur –aunque his-
tóricamente fue al revés– en la trascendencia otorgada a esa
dimensión ética que hace que ningún relato –de vida en este
caso– sea un mero decir sino que en él están en juego tanto la
forma de la experiencia como la posibilidad de su transmisión.
[Aquí siempre hay un retorno obligado, aunque sea al pasar, al
Narrador de Benjamin]
Sin embargo, lejos estamos de considerar que valor y proxi-
midad se identifican lisa y llanamente con verdad y autentici-
dad. Por el contrario, Bajtín nos alerta rotundamente sobre la 303
imposible equiparación entre vida y relato, y por ende, sobre
la no identidad entre autor y narrador, aunque ambos lleven
el mismo nombre en el relato y en la vida: se crea un personaje
aún en la confesión más sincera o el testimonio de la verdad
más apegada a los hechos. Es que no hay modo de presentarse
ante un otro más que dotándose de una máscara, en tanto no
hay ningún rostro “verdadero”, como Paul de Man (1984) lo
afirmara, asemejando la autobiografía a la figura retórica de la
prosopopeya [la máscara que dota de rostro y voz a algo –per-
sona o cosa personificada– que no lo tiene por sí mismo]. Sin
embargo, persona y personaje parecen unirse en el “yo”, en el
imaginario de una hipotética completitud.
Si no podemos equiparar el relato y la vida; si, extreman-
do los términos, hasta podríamos decir que la vida, en tanto
unidad inteligible, sólo existe en la forma del relato –antes de
él está el sordo rumor de la existencia, las fuerzas que se agitan

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sin cesar, pulsiones, memorias, ráfagas, sensaciones, pensa-


mientos-; si no hay identidad posible entre autor y personaje
ni modo de aproximarse al rostro “verdadero” de alguien; si
los procedimientos de ficcionalización y las retóricas son co-
munes al relato de vida y la novela…¿porqué tal obsesión, en
nuestras sociedades mediatizadas, por esta miríada de géneros
y formas, por esas presencias en letra o en pantalla, por esos
yoes que se multiplican, que afloran en las más variadas in-
flexiones del discurso, por esas vidas “reales” de los otros que
atisbamos cual voyeurs, con interés mediático, informativo,
compasivo, científico, literario y muchos otros etcéteras no tan
positivos…? O, dicho de otro modo, si nada, desde la teoría –y
también desde nuestra práctica de avezados receptores– puede
sostener la creencia de verdad, transparencia, adecuación, in-
mediatez, autenticidad, espontaneidad, de ese tipo de relatos
304 ¿qué es lo que ha llevado a ese despliegue sin fin que nos per-
mite hablar de hoy de un espacio o un “giro biográfico”?
Tornamos la pregunta hacia ustedes –se pueden aventurar
muchas respuestas– y también hacia algunos de los registros
de lo sintomático que anotábamos antes. Lo que podríamos
agregar, como correlato obligado de lo dicho hasta aquí, es la
fuerza performativa, modélica, ejemplar y ejemplarizadora de
este tipo de relatos, en la inaprensible variedad de sus ocurren-
cias. Se trate de una entrevista, un film, una autobiografía, un
testimonio, un relato de vida de las ciencias sociales o el mero
chismógrafo de un show televisivo, siempre estará en juego
–como bien lo señalara Bajtín– un sistema de valoración: lo
que se debe, lo que no se debe, los sentimientos buenos y los
“otros”, las conductas esperables, sus infracciones, las marcas
del poder –la biopolítica– y las formas de enfrentarlo, los sen-
tidos comunes –y por ende compartidos– y las enseñanzas que
derivan de un “aprender a vivir –podríamos agregar, todos los

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días”. En esa necesidad constante de identificación y autoafir-


mación, los “otros” verdaderamente existentes no han perdido
el estatuto de realidad por más que las tecnologías los pongan
cada vez a mayor distancia del acontecimiento del ser.
Ahora, ¿cuál es la pertinencia de las narrativas biográficas en
el campo de la educación? Porque la educación se enfrenta, por
un lado, a la necesidad de “normalización”, de encontrar un re-
gistro igualitario –en términos de contenidos, habilidades, usos,
saberes, prácticas– ante un conjunto de diferencias. O debe pro-
mover –al menos idealmente– a un tiempo la (buena) conducta
–¿el orden social?– y el principio de autonomía, los valores de
la colectividad y el estímulo de las individualidades, atenerse a
ciertas orientaciones –éticas, estéticas, políticas– según gobier-
nos, tendencias, coyunturas o convicciones personales, pero en
respeto de la otredad, de las particularidades… en fin, un verda-
dero desafío entre singular y plural y una apuesta –que debería 305
ser indelegable en toda democracia– por el pluralismo.
En este contexto es obvio que las biografías importan pero
¿en qué sentido? Es cierto que, desde la función docente, el sólo
hecho de conocer las identificaciones –culturales, étnicas, re-
ligiosas, de clase, de género, etcétera– y las proveniencias –el
barrio, los ámbitos, las familias, las situaciones respectivas,
estructurales y coyunturales– supone un punto de partida im-
prescindible para la larga sociabilidad del proceso de apren-
dizaje. Pero ese conocimiento –que debe entrañar también el
reconocimiento– no es suficiente: queda todavía por percibir el
mundo de las relaciones en el aula y allí nada puede darse por
sentado: no hay ninguna naturalidad en el hecho de aceptar y
respetar la diferencia.
Las narrativas del espacio biográfico pueden venir justamen-
te a anudar lazos de mutuo (re)conocimiento en cuanto a histo-
rias familiares, situaciones vividas, conflictos, experiencias… las

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formas son múltiples y abiertas a la imaginación, pero requieren


de una auténtica valoración de la voz –de las voces– sobre todo
en la frágil emergencia de la primera persona, de una escucha
verdadera, atenta a lo que los relatos traen, incluso más allá de
su peripecia –con los recaudos teóricos que supone una posición
de no ingenuidad ante el lenguaje y los deslizamientos del dis-
curso–, y una capacidad de articulación dialógica de esos relatos
entre sí, no sólo en términos de interpretación sino también de
comprensión, otro significante fuerte en la teoría bajtiniana.
En esas narrativas también puede desplegarse la memoria,
sobre todo en relación a experiencias traumáticas, quizá com-
partidas, que no siempre adquieren la forma canónica del tes-
timonio. Memorias de violencias familiares, institucionales,
estatales o paraestatales –como en la caso de la dictadura mili-
tar en Argentina o de las formaciones armadas en Colombia–,
306 memorias de las víctimas –desaparecidos, asesinados, despla-
zados– y también de la propia violencia ejercida o de la resis-
tencia, memorias sectoriales, generacionales, cotidianas. Un
territorio conflictivo, donde se trazan cartografías diferentes
según el bando, el sesgo ideológico o el propio padecimiento,
memorias múltiples, que suelen enfrentarse a las memorias
oficiales y que tornan paradójica la afirmación de una “memo-
ria colectiva”, como ya lo había advertido el sociólogo francés
Maurice Halbwachs (1992) en el momento en que acuñara esa
expresión, pocos años antes de ser él mismo víctima del nazis-
mo: si bien la memoria se ejerce desde parámetros colectivos
de cognición e interpretación, son en verdad las personas, los
individuos, los que recuerdan.
Pero ¿qué es lo que la memoria intenta sustraer al olvido?
Los hechos del pasado, podría decirse, ese “hacer presente lo
que está ausente”, según la aporía aristotélica, con su carga
eventual de violencia, sufrimiento y miedo, de modo tal que

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resulten irrepetibles: he aquí su función ejemplar. Sin embar-


go, no es tan sencillo responder al “qué” de la memoria. Se
juega en ello, volviendo a Aristóteles, una dimensión objetual
–algo que se recuerda–, una dimensión física, cortical –una
huella en el cerebro–, y, quizá lo más importante, una huella
afectiva, que, como la marca del sello en la cera, queda como
su impronta originaria. Así, al recordar se recuerda una ima-
gen –con todo el problema que conlleva lo icónico: el dilema
de la representación, su relación intrínseca con la imaginación
y por ende, su debilidad veridictiva– y la afección que conlle-
va esa imagen. ¿Qué es entonces lo que trae con más fuerza al
presente el recuerdo, la imagen o la afección? ¿Los “hechos” o
su impronta en la experiencia –individual, colectiva– pasada y
actual? ¿Cómo llega esa imagen al recuerdo, de modo espontá-
neo o por el trabajo esforzado de la anamnesis, la rememora-
ción? Y todavía, ¿qué es lo que queda fuera, lo que se niega, se 307
oculta o se olvida?
Ese intrincado trabajo de la memoria es justamente una de
las apuestas mayores de las narrativas biográficas en el cam-
po de la educación: dar lugar a una pluralidad de voces que,
sin ser acalladas, quizá no han tenido todavía oportunidad de
manifestación. Probablemente muchos de quienes rememo-
ran han sido tocados por alguna tragedia colectiva y no han
encontrado el modo de comunicar. Otros quizá han vivido
–y sufrido– la época, aunque sin compromiso político o mi-
litante. Y otros aún vivieron a distancia, por lejanía ideológica
o cultural, por miedo, indiferencia o desconocimiento… Sin
embargo, esas voces –y esas experiencias– también integran la
constelación problemática de la “memoria colectiva” y hay mo-
mentos en que pueden ser escuchadas: es que hay, en la expe-
riencia traumática, temporalidades de la memoria. Cosas que
requieren de un tiempo para poder salir a la luz, sentimientos

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y sensaciones que están, en un primer momento soterrados,


privados de palabra o puestos en un segundo plano frente a
la crudeza del horror recién descubierto. Andreas Huyssens
(2002) señala que tuvo que pasar casi medio siglo para que la
población civil alemana se atreviera a confesar su terror ante
los bombardeos diarios de los aliados –un sufrimiento “me-
nor” frente al de los campos de exterminio. También pasó
tiempo para que en Argentina se empezara a indagar sobre la
experiencia de los vecinos de los centros clandestinos de de-
tención –la vecindad del horror– o la de la vida cotidiana, la de
ser simplemente transeúntes acechados por peligros ignotos
en una ciudad sitiada.
Es en ese espacio sensible donde la sutileza de la interlocu-
ción, de una escucha atenta a las fluctuaciones del discurso –en
su más amplia acepción, verbal, gestual, visual– puede hacer
308 aflorar las huellas que esa experiencia dejó en la trama de una
biografía quizá con mayor fortuna que la mera aplicación de
la entrevista cualitativa. Memorias mínimas, que quizá están
lejos de la epopeya o del registro de los héroes, pero que no
solamente contribuyen a la elaboración del síntoma a nivel in-
dividual sino que tienen también su lugar en el camino hacia la
“representación historiadora” que, según Ricoeur (2004), fra-
gua toda sociedad.
Retomando los hilos de nuestro itinerario, si el conoci-
miento puede favorecer la comunicación –habida cuenta del
riesgo que supone abrir el mundo privado o infringir los lími-
tes, aún inciertos, entre lo privado y lo íntimo y no solamente
en lo que hace a experiencias traumáticas– tampoco se trata
de alentar el “giro biográfico” como un mero anecdotismo, un
pulular de historias singulares –pese a que cada una de ellas,
como la mónada, sea capaz de contener todo un universo. Las
biografías, particularmente en el ámbito de la educación y la

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formación, tal como yo me las imagino, no vendrían simple-


mente a ofrecer un abanico descriptivo de la pluralidad, sino
que harían valer su fuerza performativa tanto en la creación de
sí como en la transformación de los vínculos, delineando tem-
pranamente el espacio ético de una comunidad posible –de un
“tenue nosotros”, podríamos decir con Judith Butler (2009)–
sin renuncia a la singularidad y la diferencia.

Referencias bibliográficas

ARFUCH, L. (2002). El espacio biográfico. Dilemas de la subjetivi-


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