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Capítulo 1. Sobre el principio de legalidad.

Por obvias razones, las mayores fricciones entre el gobierno y el parlamento debieron surgir a
propósito de las potestades normativas del gobierno, reconocidas desde antiguo. En cuanto cada
uno pretendía ejercer sus competencias normativas, no tardó en plantearse un desorden
institucional, que exigiría el establecimiento de parámetros que deslindaran sus tareas respectivas.
Ésa es la función actual que cumple la “reserva de ley”: distribución de competencias normativas
(entre la ley y el reglamento) por medio de una cláusula constitucional de apoderamiento al
legislador para abordar una materia determinada. Consecuencialmente, en las materias
reservadas al legislador, el reglamento no puede intervenir como norma primaria, sino
únicamente como norma secundaria, esto es, complementaria de las orientaciones definidas por
el legislador. Ahora bien, esta distribución de competencias importa, además, un mandato de
exhaustividad en la regulación legislativa: el legislador tiene el deber de agotar su competencia en
las materias que le son reservadas, definiendo las normas generales pertinentes, sin descansar en
la eventual intervención posterior de normas subordinadas (p.ej., mediante remisiones normativas
al reglamento). La importancia incesante de la reserva de ley en el régimen constitucional
actualmente vigente continúa dando cuenta del predominio de la legalidad formal en materias
administrativas.

La reserva de ley juega un papel de primera importancia en la protección de los derechos


fundamentales de cuño clásico: libertad y propiedad. En la literatura del constitucionalismo los
orígenes de esta técnica, a propósito del impuesto y los castigos penales, se atribuyen a la Carta
Magna. Siglos más tarde la doctrina propugnaría, mediante un juicio deductivo a partir de esa
experiencia antigua, la necesidad de ley formal para las regulaciones que afectaren la libertad y la
propiedad. En línea con estos postulados, sólo por ley formal pueden limitarse los derechos
fundamentales; como la ley es expresión de la comunidad, esa regulación puede tenerse por una
legítima autolimitación de los derechos. Hasta la fecha se concibe a la ley como garantía de la
libertad, particularmente frente a las prerrogativas de la administración. Un número significativo
de reservas de ley se contiene precisamente a propósito de la regulación de los derechos
fundamentales.

En lo que aquí interesa (y con prescindencia de la regulación constitucional de los derechos


fundamentales), el derecho positivo chileno consagra explícitamente una reserva de ley a
propósito de la definición de potestades públicas. El artículo7 de la Constitución dispone que las
autoridades públicas no “pueden atribuirse ni aún a pretexto de circunstancias extraordinarias,
otra autoridad o derechos que los que expresamente se le hayan conferido en virtud de la
Constitución o las leyes”. A la luz de lo que viene diciéndose, esta regla supone que sólo cabe a la
ley formal la atribución de poderes a la administración. La subordinación de la administración a la
ley propiamente tal se muestra así en su más nítida expresión.
Legalidad como técnica de atribución de potestades.

En el medio doctrinal chileno (que en este punto sigue a la doctrina española), la explicación más
difundida sobre el modo en que opera el principio de legalidad consiste en la necesidad de una
atribución legal de potestades públicas a la administración. Pareciera haber consenso doctrinal en
que conceptualmente la idea de potestad presupone el principio de legalidad. Para comprobarlo
(d) es útil revisar la noción misma de potestad (a), sus caracteres (b) y los rasgos distintivos de la
potestad pública (c).

(a) noción de potestad

En términos muy generales, la potestad es un tipo de posición jurídica activa que, a diferencia del
derecho subjetivo, se traduce en el poder de crear, modificar o extinguir relaciones jurídicas.

Por su elevado grado de abstracción, la noción tiene una vocación amplísima, pues cubre
posiciones de poder tanto de derecho público como privado (p. ej.: la libertad contractual, la de
testar o de casarse, la patria potestad, el derecho fundamental de ejercer acciones judiciales, la
potestad reglamentaria, la jurisdicción, etc.).

A pesar de su pertenencia a los conceptos jurídicos fundamentales, es en derecho público que la


figura de la potestad alcanza su mayor importancia práctica. Aquí suministra una explicación
técnica para el poder de acción unilateral de las autoridades, refleja la asimetría de posición entre
el Estado y el ciudadano y, por eso, permite definir la posición jurídica del Estado, y
concretamente, de la administración.

La influencia de estas ideas en la doctrina chilena parece tener origen en la amplia difusión de la
noción de potestad en el derecho administrativo español, proveniente a su vez de explicaciones
más tempranas de origen italiano (cuyo mejor exponente es Santi Romano).

(b) Características

(i) Abstracción de la potestad.

En sentido técnico, la noción de potestad tiene un marcado carácter abstracto que la distingue del
derecho subjetivo en sentido estricto. La potestad no recae sobre objetos determinados, porque
no persigue inmediatamente una cosa o una prestación. Su contenido es abstracto y puramente
jurídico, destinado a traducirse en una serie indeterminada de relaciones jurídicas, que sí puedan
conllevar deberes u obligaciones y, correlativamente, derechos. De esta manera, la noción de
potestad juega un papel lógicamente previo al surgimiento del derecho subjetivo (entendido como
derecho a incidir concretamente en una conducta ajena); en el mejor ejemplo, la libertad
contractual es una potestad que sólo al actualizarse promedio del contrato da origen a derechos y
obligaciones civiles.

Esta distinción conceptual entre la potestad y el derecho subjetivo no puede llevar a ignorar que
en el lenguaje vulgar muchas veces las nociones se confunden (como ocurre con la potestad de
provocar un proceso judicial, comúnmente llamada derecho a la acción). Así, es corriente que las
potestades de la administración sean denominadas “facultades”. Evidentemente, de la
circunstancia de quela potestad pública sea la posición jurídica característica de la administración
no se sigue que ésta sea inhábil para ser titular de derechos subjetivos, al igual que otros agentes
jurídicos.

(ii) La potestad como fruto del ordenamiento

En razón de la aptitud particular de las potestades para incidir en la creación de derechos, según la
opinión doctrinal mayoritaria, éstas sólo proceden del ordenamiento jurídico. Esta premisa se
explica porque las potestades configuran aspectos singulares de la capacidad jurídica, cuya
conformación corresponde precisamente al derecho objetivo. De esta idea resulta que las
potestades no son ni pueden nunca ser fruto de una decisión de su propio titular. En su concreción
en el terreno administrativo, la teoría supone que las potestades públicas sólo pueden ser creadas
por la ley (u otras fuentes supralegales); inversamente, la propia administración no puede
arrogarse potestades mediante autogeneración (por ejemplo, por medio de reglamento).

Es esta concepción la que explica los fuertes lazos de parentesco entre la noción de potestad y el
principio de legalidad. La potestad (pública o privada) siempre procede de la ley. Este aspecto de la
doctrina clásica es lo que justifica el auge de la idea de potestad pública en derecho chileno. La
doctrina nacional entiende que la idea de potestad es perfectamente reconducible a los principios
básicos del Estado de Derecho recogidos por el derecho positivo. En circunstancias de que el
artículo7 de la Constitución prevé que los órganos del Estado no “pueden atribuirse…otra
autoridad o derechos que los que expresamente se les hayan conferido en virtud de la
Constitución o las leyes”, la expresión “autoridad o derechos” podría ser sustituida sin problemas
por la idea de “potestad”.

De la necesidad de su atribución legal no se desprende necesariamente quelas potestades deban


ser “expresas”. Ciertamente su establecimiento en términos formales y explícitos ofrece el mayor
grado de certeza posible, sobre todo tratándose de potestades cuyo ejercicio que puede acarrear
consecuencias gravosas para terceros. Pero otro modelo es imaginable; el derecho comparado
ofrece teorizaciones posibles para los “poderes implícitos” (implied powers o incluso
inherentpowers).

Algo similar debe decirse de las potestades concebidas en términos generales y abstractos.
Ejemplos de estas potestades existen (como se muestra, de nuevo, en la libertad contractual del
derecho privado, que no se asocia a contratos o negocios jurídicos típicos; muchas autoridades
administrativas cuentan con potestades de contratar concebidas en términos igualmente
generosos). Naturalmente, mientras se la conciba con mayor grado de precisión, mayor
certidumbre genera la potestad y menor el riesgo de contestación respecto de su ejercicio. Pero
conceptualmente, esta atribución puede ser genérica y reglamentarse con más o menos
profundidad por las leyes o por normas infra legales, respetando los criterios constitucionales de
distribución de competencias normativas.
(iii) Indisponibilidad de la potestad

En razón de su configuración jurídica, como atributo inherente a la capacidad de las personas o de


alguna categoría de personas, las potestades son indisponibles para su titular. De este modo, el
titular de la potestad no puede transferirla a terceros ni renunciar válidamente a su ejercicio. En sí
mismas, las potestades no son transferibles. Sin embargo, puede habilitarse a terceros su ejercicio,
bajo condiciones limitativas. La delegación de potestades es sólo en apariencia una excepción,
porque implica una potestad en sí misma (la de delegar) que, como cualquier otra potestad,
procede cuando el ordenamiento la reconoce como tal. Además, las potestades son
irrenunciables, lo que implica que su titular no puede despojarse de ellas por su propia decisión,
sin perjuicio de que decida no ejercer la potestad en concreto.

Por razones similares, las potestades son imprescriptibles. No se ganan por prescripción, ni se
pierden por su falta de ejercicio. Sólo en cuanto el derecho las reconozca, las potestades tienen
existencia legal y permanecen vigentes.

Por cierto, no toda potestad es de duración indefinida. Algunas pueden estar sujetas a plazo o a
otro tipo de modalidades (como la delegación de potestades legislativas en el Presidente de la
República, que se actualiza mediante decretos con fuerza de ley); pero este supuesto es
relativamente inusual. La permanencia temporal de las potestades es consistente con su carácter
abstracto: las potestades no se agotan por su ejercicio (ni por su falta de ejercicio), de modo que –
sin perjuicio de limitaciones legales– pueden ejercerse tantas veces como su titular desee, incluso
con ocasión al mismo asunto.

(c) La potestad pública.

La idea de potestad es un concepto doctrinario, desarrollada para explicar mejor fenómenos


jurídicos. Aunque es inusual que los textos legales se refieran a la idea, dos de ellos tienen
particular importancia en el derecho administrativo chileno. Por una parte, la definición legal de
acto administrativo lo concibe (en plural) como “las decisiones formales que emitan los órganos de
la Administración del Estado en las cuales se contienen declaraciones de voluntad, realizadas en el
ejercicio de una potestad pública” (LBPA, art. 3 inc. 2). Por otra, a propósito de las instituciones
ajenas a la administración pero en la que ésta ejerce su preeminencia en razón de vínculos
propietarios o contractuales (como las sociedades del Estado o la llamada “administración
invisible”), el derecho administrativo general impide el ejercicio de potestades:

“El Estado podrá participar y tener representación en entidades que no formen parte de su
Administración sólo en virtud de una ley que lo autorice, la que deberá ser de quórum calificado si
esas entidades desarrollan actividades empresariales. Las entidades a que se refiere el inciso
anterior no podrán, en caso alguno, ejercer potestades públicas” (LOCBGAE, art. 6).

El reconocimiento de la noción de potestad pública exige un par de precisiones, con el fin de


delimitar sus contornos (en ausencia, por cierto, de toda definición legal al respecto). Sus notas
más típicas son, de modo general, la titularidad pública, su justificación en el interés general y su
carácter unilateral.

(i) Titularidad pública

En principio, sólo los organismos públicos pueden ser titulares de potestades públicas. El
contenido regulativo del artículo 6 de la LOCBGAE indica, precisamente en este sentido, que las
instituciones ajenas a la administración, por muy vinculadas que estén a ella, no pueden ser
titulares de estas potestades. Por cierto, el ordenamiento podría introducir soluciones aberrantes
o atípicas.

(ii) Orientación al interés general

Las potestades suponen un poder de acción en favor de un interés propio o ajeno. El derecho
privado conoce mayoritariamente ejemplos de potestades concebidas en beneficio del interés
personal de su titular, y algunas hipótesis marginales de potestades en interés ajeno (como,
típicamente, la patria potestad).Como afirmaba Romano, los poderes animados por un interés
ajeno u objetivo, “toman el nombre de ‘funciones’, o de ‘oficios’, y se presentan principalmente en
el derecho público”. Las potestades públicas siempre encuentran su justificación en el interés
general o interés público; incluso en aquellas potestades de orden doméstico de la administración,
el interés “del servicio” es una denominación cómoda para referirse a la parcela o dimensión del
interés general cuya cautela corresponde al organismo respectivo. Así, la idea de potestad pública
identifica los poderes jurídicos con que el ordenamiento dota al Estado, poderes finalizados hacia
la obtención del interés general.

(iii) Ejercicio unilateral

De un modo general, las potestades dan a la administración su fisonomía jurídica específica, pues
la ponen en posición de supra ordenación respecto de los particulares (y a éstos en posición de
subordinación frente a ella).

El vínculo entre la noción de potestad y la idea de subordinación, tan típica del derecho público, ha
sido puesto en evidencia en el didáctico análisis de W. N.Hohfeld. Según el autor pueden
distinguirse cuatro categorías típicas de posiciones jurídicas activas: derecho propiamente tal,
libertad o privilegio, inmunidad y potestad (o competencia). En este análisis, la pretensión o
derecho en sentido estricto permite dirigir la conducta ajena y supone en otro u otros la obligación
o deber de hacer o no hacer alguna cosa. En cambio, la libertad o privilegio de realizar algo, es la
posibilidad de disponer su actuar sin someterse a deberes, que tiene por correlato la ausencia de
posiciones jurídicas que permitan a terceros interferir en esa libertad(no-derecho). La posición de
aquel que está exento de las relaciones jurídicas creadas por otro corresponde a una inmunidad,
cuyo correlato implica la incompetencia de ese otro a su respecto. En este esquema la idea de
potestad identifica una posición jurídica particular cuya especificidad consiste en crear o modificar
relaciones jurídicas, respecto de terceros que están en posición de sujeción.
Desde una perspectiva más general, tal vez pueda discreparse de que las potestades públicas se
conciban siempre con relación a un tercero subordinado. En tal sentido, no toda potestad entraña
la imposición de cargas o sacrificios, sino que puede ampliar la esfera jurídica de su destinatario (p.
ej., mediante la atribución de subsidios). Sin embargo, la generalidad de las potestades
administrativas puede concebirse así.

Aunque el derecho administrativo también concibe potestades contractuales, sujetas a una


disciplina específica, es típico de las potestades públicas estar concebidas para su ejercicio
unilateral por parte de la administración, de modo que se actualizan por medio de actos de
voluntad unilateral. De hecho, es esto lo que justifica la inclusión de la idea de potestad en la
definición antes transcrita de acto administrativo, destinada a cubrir fundamentalmente los actos
unilaterales de la administración.

Con toda seguridad, el temor que procura conjurar la LOCBGAE al impedir el ejercicio de
potestades públicas por parte de organismos ajenos a la administración es el de las consecuencias
a que podrían quedar expuestos terceros en virtud de decisiones unilaterales de tales organismos.
Mientras el derecho administrativo ofrece medios de impugnación eficaces contra los abusos o
excesos relativos a esos actos, el derecho privado no suele tratar aquellas materias; la atribución
de potestades públicas a entidades de derecho privado puede, así, dejar en indefensión a los
destinatarios de sus actos.

Ahora bien, a pesar del claro tenor del artículo 6 de la LOCBGAE, permanecen vigentes algunos
textos legales que atribuyen potestades públicas a organismos de esta índole. El problema más
típico concierne a la Corporación Nacional Forestal, constituida como corporación de derecho
privado, sin integrar la administración, aunque es evidente que participa al menos como auxiliar
de ésta en el cumplimiento de algunas funciones administrativas. Algunos cuerpos legales siguen
atribuyendo a Conaf potestades públicas (por ejemplo, para ordenar la paralización de faenas
forestales, conforme previene el DL 701 de 1974, sobre Fomento Forestal, art. 29). El Tribunal
Constitucional se ha pronunciado abiertamente contra este tipo de prácticas legislativas (1° de
julio de 2008, Rol 1024, Ley sobre recuperación del bosque nativo).

(d) Síntesis

La cuestión de las potestades ha sido erigida por la doctrina en una de las principales
preocupaciones del derecho administrativo chileno (como si frente a cualquier movimiento de la
administración la primera pregunta relevante recayese sobre las potestades con que cuenta al
efecto). Indudablemente, esta perspectiva contribuye a fortalecimiento de la disciplina legalista
del derecho administrativo.

Sin embargo, el lugar dogmático de la idea de potestad (y la sujeción correlativa) calza más
precisamente con la noción de acto administrativo. La potestad es el “título” que permite dictar
actos administrativos, que concretizan el poder de la administración. Ahora bien, como advirtiera
Forsthoff, en un Estado de bienestar la administración moderna actúa cada vez menos mediante
actos jurídicos, sino de actividades materiales (que se traducen en prestaciones concretas). En este
contexto, la idea de potestad no explica suficientemente en toda su extensión el principio de
legalidad.

Sección 4. Intensidad del principio de legalidad

Según una máxima ampliamente difundida, en derecho público quae nonsunt permissa prohibita
intelliguntur (esto es, lo no permitido se entiende prohibido). Sin embargo, para que una
operación se ajuste a la ley lo mínimo que se exige es que no transgreda los límites legales, y esta
manera de ver las cosas también podría ser extensible al Estado.

La comprensión del principio de legalidad administrativa fluctúa entre estos dos criterios. Su
denominación común (según terminología atribuida a GüntherWinkler) las designa como principio
de vinculación positiva o de vinculación negativa a la ley. En el modelo de la vinculación positiva la
ley opera como condición habilitante para el ejercicio de cierta actividad; en cambio, en el modelo
de vinculación negativa la ley sólo actúa como límite a su ejercicio, cuya legitimidad se
subentiende. Algo parecido (aunque no idéntico) puede plantearse en términos de conformidad o
mera compatibilidad –e incluso, no incompatibilidad– entre una acción y la ley (Eisenmann).
Ninguna de estas perspectivas es neutra. La mayor o menor intensidad de vinculación de la
administración al derecho, incide en la esfera de libertad o flexibilidad de gestión de la
administración (en principio, en favor del interés público), e inversamente en las libertades del
ciudadano.

Históricamente, una de las cuestiones más delicadas relativas a esta definición tenía que ver con la
discrecionalidad. Por buen tiempo hubo la creencia de quela discrecionalidad importaba un
ámbito de libertad de la administración frente al vacío de las reglas, de modo que en ausencia de
limitación legal ésta podía resolver libremente sobre determinada materia; esta concepción era
consistente con un modelo de vinculación negativa. Sin embargo, la progresión de las técnicas de
control de la legalidad, que han reducido sustancialmente los ámbitos exentos de control, ha
permitido ver que la discrecionalidad también es un poder jurídico, creado y legitimado por el
derecho, en línea con la tesis de la vinculación positiva.

En el ordenamiento chileno, en que la atribución de potestades públicas a las autoridades


estatales requiere siempre de ley formal, el principio general sólo puede ser el de la vinculación
positiva de la administración a la ley. Prima facie,para actuar la administración requiere de la
atribución de potestades previamente configuradas por el ordenamiento. La administración sólo
puede actuar en la medida en que esté autorizada por el derecho.

Ahora bien, sólo desde una creencia ingenuamente normativista puede pensarse que el principio
de legalidad exigiría que el más mínimo gesto de la administración esté predeterminado por la ley.
Al contrario, los poderes jurídicos que se le atribuyen normalmente le dejan un margen de
maniobra que permite la adaptación de las decisiones públicas a los cambios sociales, culturales,
técnicos, etc. En algunos terrenos, como ocurre característicamente con las potestades normativas
o de planificación (p. ej., urbanística), el contenido de las decisiones administrativas apenas está
prefigurado por la ley; ciertamente la operación reglamentaria o planificadora debe estar prevista
por la ley, pero a muchos respectos la administración puede conformarse con no transgredir
ciertas normas superiores. El principio de la vinculación positiva no debe llevar a ignorar la
necesaria flexibilidad en la conducción de los asuntos públicos

Conviene tomar distancia de los axiomas que hasta ahora han caracterizado al derecho público y al
derecho privado, como dominados por dos lógicas completamente distintas. Por lo mismo,
también debe desconfiarse de la tesis que asume que el fundamento del principio de legalidad
radica en la personalidad jurídica del Estado, porque en razón de su carácter ficticio depende en
todo del ordenamiento que los crea (Soto Kloss). En cuanto algunas personas jurídicas actúan en
derecho público y otras en derecho privado, están más o menos sujetas a un principio de
vinculación positiva o negativa respecto del ordenamiento; pero en sí misma la personalidad
jurídica es una categoría neutra.

Sección 5. La ideología del principio de legalidad

La observancia del principio de legalidad fue promovida sin contrapesos durante el siglo XIX, en
buena medida porque estaba en sintonía con los valores de la época. En Europa la burguesía (y en
Chile, la oligarquía) hegemonizó el sistema político, adhiriendo a un ideario en que la ley era pieza
clave en la ordenación de la sociedad. Sin embargo, el respeto a la legalidad ha sobrevivido a la
crisis de ese modelo político, obligando a replantear su significado.

(a) la legalidad al servicio de la libertad del ciudadano

El siglo XIX vio en la ley una obra de la razón. En el espíritu de la época, eso supuso concebir la
legalidad al servicio de los derechos del hombre y del ciudadano. Por eso la ley debía entenderse
general y abstracta, de modo de promover la igualdad y la libertad de los ciudadanos en el plano
civil. La libertad del ciudadano es consecuencia inherente a la mecánica institucional del sistema:
la participación de los ciudadanos en la instancia legislativa asegura que las reglas de conducta se
adoptarán tomando en cuenta todos los intereses en juego, asegurando su libertad. Y, en
retrospectiva, las principales reglas adoptadas en el siglo XIX pueden analizarse en clave liberal:
autonomía privada, libertad contractual, libre circulación de la riqueza, seguridad jurídica del
propietario. Correlativamente, el derecho de propiedad adquiere una importancia y protección
significativas: frente a la propiedad de los ciudadanos, el Estado debe mantenerse al margen,
limitando su gestión a resguardar esos derechos mediante la conservación del orden público y la
aplicación de la ley.

En derecho público, la majestad de la ley se proyectaría en la sumisión del poder público a la ley.
Es el Pueblo representado en el Congreso quien determina las orientaciones de la acción política,
con el fin de satisfacer las necesidades públicas. La sola sumisión de la administración a la ley
parece imponer un modelo de Estado mínimo: se asume que éste sólo existe en áreas de interés
de la clase dirigente, y no interfiere en su esfera de negocios. La administración asume
principalmente funciones de policía o conservación del orden público, que también está al servicio
de la libertad. El servicio público, aunque no inexistente, no adquiere aún la dimensión ni
caracteres que tendrá durante la expansión del Estado de bienestar. En cuanto habilita a la
autoridad administrativa a actuar, el derecho público se entiende necesariamente fragmentario,
excepcional y, por eso, de interpretación restrictiva (razón por la cual se rechazará el recurso a la
analogía para colmar lagunas, conceptualmente inexistentes en esta área). El paso de esta
concepción a una visión pasiva de la administración se produce en forma insensible. El “fetichismo
de la regla” (expresión de Danièle Lochak) describe la aproximación práctica de los funcionarios a
la ley: sin ley específicamente aplicable al caso, la administración no actúa… actitud que vaticina la
impotencia del poder, por una parte, y la “inflación legislativa”, por otra.

Es inequívoco que la legalidad se impone de modo distinto al Estado y a los particulares. Las
concepciones usuales del derecho público y del derecho privado en función de las nociones de
sumisión y autonomía provienen de esta época.

(b) la legalidad como técnica de cambio social

La lectura liberal del principio de legalidad no puede proyectarse por mucho tiempo más fuera del
siglo XIX. La presión política de grupos sociales desplazados se hará sentir, impulsando un cambio
de concepciones. La ampliación de la base electoral (que es el objeto de la universalización del
derecho a sufragio) tendrá por efecto una mutación de los propósitos del Estado. La misión del
Estado ya no puede entenderse circunscrita a garantizar la libertad de los particulares (o mejor, de
los pocos particulares que pueden pagársela), sino que propenderá a un resultado mucho más
ambicioso, como la felicidad de la población, y en especial de los grupos menos favorecidos. Son
estos grupos, que acceden ahora efectivamente al status de ciudadano, quienes impulsarán las
nuevas líneas de acción del Estado. En muy buena medida también, las nuevas orientaciones del
Estado serán fruto de los movimientos ideológicos que germinan al compás de estas
modificaciones institucionales.

El Estado de bienestar (o Estado-providencia, o Estado de la procura existencial, o Estado social,


sin perjuicio de los matices conceptuales del caso) muestra una virtualidad de la ley que no se
había percibido hasta entonces. Mientras la lectura liberal asignaba a la ley un papel neutro en la
garantía de la libertad, ahora la ley deviene una herramienta de política (que es, por definición, no
neutra).Hoy en día es trivial concebir la ley en esos términos: la política se juega en muy buena
medida en el Congreso. La ley sigue siendo manifestación de la voluntad soberana, pero ahora que
el soberano son los pobres, oprimidos y desplazados, la ley persigue la satisfacción de las
necesidades sociales. Para tal efecto, la ley constituirá una densa red de servicios públicos
encargados de satisfacer esas necesidades, echará mano del impuesto para financiarlos, o
recurrirá a técnicas descoordinación o colaboración entre privados para alcanzar el interés
general. La ley pasa a ser un mecanismo de intervención económica. Entonces, la legalidad no
puede seguir significando lo mismo. No es garantía de un Estado mínimo sino condición de que el
Estado alcance los fines que la ciudadanía quiere que persiga.

Un autor clásico como Georges Ripert responsabilizaba al “régimen democrático “de la pérdida de
ese sentido neutral de la ley (en El régimen democrático y el derecho civil moderno, de 1936).
Independientemente de esa mirada despectiva hacia la democracia, la afirmación tiene sentido en
cuanto pone de manifiesto que la ley no es en sí misma neutra, sino una herramienta funcional a
los fines que la nación se proponga. En realidad, la neutralidad de la ley no carecía de color político
(era instrumental a los fines económicos de la burguesía o de la oligarquía). Y, por lo demás, aun
antes del Estado de bienestar se desarrollaron políticas intervencionistas por la administración: la
política monetaria chilena durante el siglo XIX es testimonio fiel de la intensidad de la intervención
estatal en los negocios. Por otra parte, la compleja trama de las obras públicas en una morfología
tan caprichosa como la del territorio chileno, es también muestra de un desarrollo importante de
actividades de servicio público por parte de la administración. En suma, esa concepción aséptica
con que se ha querido ver a la legalidad desde la perspectiva liberal es probablemente infiel a los
orígenes mismos del régimen republicano, que reposa en la madurez política del Pueblo.

El principio de legalidad como respeto al sistema jurídico.

La posición que la ley ocupó entre las fuentes positivas del derecho durante el siglo XIX va a ser
relativizada a lo largo del siglo XX, que va a situarla en el contexto de un sistema más amplio y
complejo, integrado por distintos componentes. Se adquirirá así conciencia de que el soberano se
muestra más en la constitución que en la ley, que ésta queda sujeta a límites y que convive con
otras reglas. El protagonismo de la constitución como pieza maestra de un régimen estructurado y
jerarquizado de normas es uno de los rasgos más distintivos de la concepción contemporánea del
ordenamiento jurídico. Esta materia forma parte de las enseñanzas más elementales del sistema
jurídico y, por su naturaleza misma, excede con creces del ámbito del derecho administrativo. Aquí
basta con tener en cuenta que esta toma de conciencia del nuevo lugar de la ley conducirá a una
reformulación del principio de legalidad, sin alterar su filosofía general. La doctrina verá que la
cultura de la legalidad forjada a lo largo del siglo XIX es susceptible de operar en condiciones
análogas en este universo más complejo de normas. Es eso lo que explica el surgimiento de la
expresión “bloque legal” o “bloque de legalidad” (cuyo origen puede atribuirse a M. Hauriou), que
denota la naturaleza heterogénea del compuesto que da forma a la legalidad .Incluso se ha
propuesto una variante lexical para el mismo principio de legalidad, que da cuenta de la dilución
de la importancia de la ley en el conjunto de las fuentes: principio de “juridicidad”. Esta expresión,
atribuida a A. Merkl, ha hecho fortuna en el derecho chileno a partir de los años 1980. Sin
embargo, este cambio es principalmente terminológico: el principio de juridicidad de hoy es el
mismo principio de legalidad de ayer. Tal vez por razones didácticas sea conveniente eluso de esa
expresión, de modo que el control de legalidad no se entienda restringido únicamente a la
observancia de la ley en sentido formal. Algunos ordenamientos constitucionales recogerán
explícitamente esta nueva concepción, reconociendo que “los poderes ejecutivo y judicial [están
sometidos]a la ley y al Derecho” (Ley Fundamental de la República Federal Alemana, art.20.3), o
que la administración pública ha de actuar “con sometimiento pleno a laley y al derecho”
(Constitución Española, art. 103.1).Esta configuración del sistema jurídico trasciende las fronteras
del derecho público y del derecho privado. En otros términos, la estructura ordenada y
jerarquizada de las fuentes del derecho está presente en esos dos grandes ámbitos. Así, el bloque
de legalidad no es un concepto exclusivamente aplicable al derecho administrativo. Abundan
ejemplos de actividades privadas cuyo ejercicio está supeditado a la observancia de normas
constitucionales, legales, reglamentarias y aun de jerarquía subalterna. Es el caso de la
construcción inmobiliaria, sujeta a normas legales (Ley General de Urbanismo y Construcciones),
reglamentarias de alcance nacional (Ordenanza General de Urbanismo y Construcciones) y
reglamentarias de alcance local (plan regulador comunal respectivo). Es, también, el caso de las
industrias reguladas, sujetas a un cúmulo crecientemente importante de regulaciones adoptadas
por autoridades administrativas, que se suman a exigencias constitucionales, legales y
reglamentarias. En suma, la existencia de una legalidad diversificada, que puede calificarse con el
neologismo de juridicidad, no es un rasgo propio del derecho público, sino del derecho a secas. Sin
duda se extiende al principio de legalidad administrativa, como ocurre con cualquier otra disciplina
jurídica.

Capítulo 2.

Reconocimiento positivo del principio

Entendido de modo trivial, como subordinación de la administración al derecho en su integridad, el


principio sólo aparece recogido en toda su extensión en una norma de jerarquía legal. En efecto, la
LOCBGAE dispone:

“Los órganos de la Administración del Estado someterán su acción a la Constitución y a las leyes.
Deberán actuar dentro de su competencia y no tendrán más atribuciones que lasque expresamente
les haya conferido el ordenamiento jurídico. Todo abuso o exceso en el ejercicio de sus potestades
dará lugar a las acciones y recursos correspondientes” (art. 2).

Ahora bien, la praxis nacional entiende recurrentemente que el principio se contiene en dos
preceptos de la Constitución, que se citan como si constituyeran una unidad: los artículos 6 y 7. Tal
vez los contornos del principio se aprehendan mejor con una presentación racional de los aspectos
singulares que lo integran. En ámbitos cruciales la administración sigue estando sujeta a la
observancia de leyes consideradas en sentido formal (párrafo 1), sin perjuicio de que en sus
actuaciones corrientes deba proceder conforme a criterios de regularidad jurídica (párrafo 2), en cuyo
contexto la legalidad se identifica con el sistema jurídico en su conjunto (párrafo 3).

La reserva de ley En materias administrativas.

La Constitución exige la intervención de la ley formal para múltiples materias, por lo común
vinculadas con la regulación de los derechos fundamentales y con la configuración del aparato del
Estado. En lo que aquí interesa, las reservas de ley más significativas para el derecho administrativo
general son laque concierne a la organización administrativa (a) y el funcionamiento de la
administración (b).
(a) organización administrativa

A propósito de las leyes de iniciativa exclusiva del Presidente de la República, la Constitución (art. 65,
inc. 4, N° 2) prevé:

“Corresponderá, asimismo, al Presidente de la República la iniciativa exclusiva para: Crear nuevos


servicios públicos o empleos rentados, sean fiscales, semifiscales, autónomos o de las empresas del
Estado; suprimirlos y determinar sus funciones o atribuciones”.

De la regla se sigue que la creación de instituciones administrativas sólo puede efectuarse por ley
formal (que, además, debe tener origen en una iniciativa presidencial); sólo el legislador, o a fortiori
el mismo constituyente, puede dar forma la administración. La administración requiere
necesariamente de la ley para adquirir forma orgánica; es una subordinación plena a la ley formal. La
materia se estudia con mayor detalle en el título sobre organización administrativa (cf.§§ 57 y ss.).

(b) Atribución de potestades.

El artículo 7, inc. 2, reza:“Ninguna magistratura, ninguna persona ni grupo de personas pueden


atribuirse ni aún a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos que los que
expresamente se le hayan conferido en virtud de la Constitución o las leyes”.

Según se ha visto, la doctrina chilena ve en esta regla, con razón, el reconocimiento del principio de
legalidad en la atribución de potestades públicas, de modo que los órganos del Estado no tienen más
autoridad que la que les entrega el ordenamiento al que están subordinados. Aquí interesa remarcar
la reserva de ley (i.e., la necesidad de una ley formal) en la configuración de las potestades públicas.

La Constitución refuerza esta exigencia mediante el uso del adverbio “expresamente”. No sólo se
requiere una atribución por norma de jerarquía legal, sino que se la conciba en términos formales y
explícitos. Con esta formulación la Constitución parece rechazar el recurso a las potestades implícitas
en el derecho público chileno, lo cual importa un criterio muy estricto.

Por cierto, una pregunta de singular relevancia concierne aquello que se debe entender por
“potestad” (o “autoridad o derechos”) en el contexto estrictamente formal del precepto en análisis.
A propósito de la teoría del acto administrativo, la doctrina ha desarrollado una acabada taxonomía
de los elementos que integran el ejercicio de las potestades públicas, y que debe tenerse en cuenta
para estos propósitos. Al parecer, en toda potestad hay dos elementos estrictamente indispensables:
el objeto del acto, que se refiere al tipo de decisiones que se puede adoptar (otorgamiento de
beneficios, imposición de sanciones, elaboración de reglas, etc.) y la competencia, es decir, la
identificación del órgano encargado de ejercer la potestad. Es más dudoso que la regulación
mediante ley formal deba ser exhaustiva con respecto a los demás aspectos. En cuanto a las formas o
el procedimiento, la Constitución se conforma con que la ley establezca las bases sobre la materia y
no una regulación acabada (art. 63, N° 18); por lo demás, esas bases ya están definidas por la LBPA,
que opera con alcance supletorio respecto de la generalidad de los procedimientos administrativos.
Con relación a los motivos, es bastante usual que los textos legales configuren potestades sobre la
base de conceptos jurídicos indeterminados, cuya particularidad es reconocer a la administración un
cierto margen de apreciación. Por último, la finalidad de la potestad pública, que también es un
requisito que la integra, suele no ser definido por la ley sino desprenderse de ella mediante un
ejercicio interpretativo.

Regularidad jurídica de la Actuación Administrativa

El principio de legalidad se refiere fundamentalmente a las operaciones jurídicas de la


administración, que pueden estimarse como actos administrativos. Sin embargo, la legalidad
también se extiende en alguna dimensión a los actos meramente materiales de la administración.

(a) regularidad de los actos administrativos.

En su texto íntegro, el artículo 7 de la Constitución dispone:

“Los órganos del Estado actúan válidamente previa investidura regular de sus integrantes, dentro de
su competencia y en la forma que prescriba la ley. Ninguna magistratura, ninguna persona ni grupo
de personas pueden atribuirse ni aún a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o
derechos que los que expresamente se le hayan conferido en virtud de la Constitución o las leyes.
Todo acto en contravención a este artículo es nulo y originará las responsabilidades y sanciones que
la ley señale”.

Una lectura literal de los preceptos transcritos pone en evidencia el marcado carácter técnico
jurídico de los conceptos ahí empleados. Los textos sugieren quela administración (y los demás
poderes públicos) deben respetar un cumulo variable de exigencias para que sus actuaciones se
consideren válidas, so pena de incurrir en nulidad. Salta a la vista la conexión entre la validez,
referida en el primer inciso, y la nulidad, mencionada en el último.

Prácticamente toda la doctrina chilena de la “nulidad de derecho público” se ha construido sobre la


base de este precepto, a pesar de que la brevedad de su texto arroja más sombras que luces sobre la
materia.

En cuanto a los requisitos de regularidad jurídica de las actuaciones, la Constitución enumera, esta
vez sin ningún rigor técnico: investidura regular, competencia y formas. El requisito de investidura, al
que se ha aludido en materia organizacional, es un aspecto de la competencia, que aparece así
mencionada por partida doble. Desde antiguo la doctrina ha relativizado la incidencia de la
investidura en la eficacia de las decisiones públicas, frente al peso de la confianza en la apariencia.
Por su parte, “la forma que prescriba la ley” envuelve requisitos tanto instrumentales como
procedimentales. En cualquier caso, a la vista del principio de “no formalización” de los
procedimientos administrativos (LBPA, art. 13) la densidad de este requisito como necesariamente
invalidante es más que dudosa. Esta rápida lectura del inciso 1 aconseja, más bien, desconfiar de la
literalidad del precepto.
Sobre todo, el inciso 1 se refiere únicamente a requisitos de índole formal de los actos
administrativos, aquellos que la doctrina francesa considera de “regularidad externa”, y cuya
singularidad está dada por su débil incidencia anulatoria. Una decisión ilegal por incompetencia o por
vicio de forma puede ser adoptada de nuevo, en los mismos términos, pero esta vez con plena
eficacia jurídica, por la autoridad que correspondía o mediando las formalidades inicialmente
omitidas. Para que la regularidad se entienda también referida al contenido mismo de la decisión o a
su justificación legal, es decir, a su “regularidad interna” habría que remitirse más bien al inciso 2; en
buenas cuentas, hay que entender que al hablar de “autoridad o derechos” de los órganos públicos
la Constitución se está refiriendo a todos los elementos nucleares de la potestad pública.

En este sentido, es elocuente que la fórmula jurisprudencial empleada para referirse a las causas que
justifican la nulidad de derecho público de un acto administrativo rebase el marco de lo previsto en
el inciso 1, y comprenda “la ausencia de investidura regular del órgano respectivo, la incompetencia
de éste, la inexistencia de motivo legal o motivo invocado, la existencia de vicios de forma y
procedimiento en la generación del acto, la violación de la ley de fondo atingente a la materia y la
desviación de poder” (últimamente, Corte Suprema, 27 de diciembre de 2017, Astaburuaga Suárez c/
Fisco, Rol 82.459-2016).

Conviene tener aquí presente que la Constitución lleva al extremo la exigencia de regularidad
jurídica, relativamente al ejercicio legal de las potestades administrativas. Tal como indica el inciso 2,
tal exigencia rige en todo caso, incluso frente a “circunstancias extraordinarias” o excepcionales. La
consagración del principio de legalidad impone así al legislador la necesidad de prever reglas tanto
para situaciones normales como para hipótesis excepcionales, pues de otro modo la administración
podría incurrir en actuaciones jurídicamente ineficaces. Ni las circunstancias excepcionales ni la
urgencia hacen ceder el vigor de este principio. Posiblemente es esta razón la que explica el
entusiasmo con que algunos conciben esta regla, como la “regla de oro” del derecho público chileno
(Soto Kloss) o “el más cardinal de los principios” de este ámbito del derecho (TC, 26 de marzode
2007, Inconstitucionalidad del artículo 116 del Código Tributario, Rol 681-2007). Con todo, se trata
ésta de una concepción muy rigurosa de la legalidad; sobre este punto el derecho comparado
también ofrece modelos alternativos, menos rígidos.

Esta revisión sugiere que, en orden a recoger la evolución actual del derecho administrativo chileno,
el artículo 7 debiera ser objeto de una reforma vigorosa. Con pocas variantes, el texto ha integrado
las constituciones chilenas desde 1833; es posible que su importancia sea más histórica (y, por eso,
simbólica) que genuinamente jurídica. Tal vez una manera inteligente de salvar su contenido sea
entenderlo como el establecimiento de una garantía institucional: un mandato dirigido al legislador
para que articule un régimen de sanciones de ineficacia de las decisiones irregulares. Pero es muy
poco más lo que se puede decir por la Constitución en esta materia, sin congelar (con consecuencias
potencialmente graves) la evolución del derecho positivo.

(b) regularidad de las operaciones materiales.

Las operaciones puramente materiales escapan, evidentemente, al ámbito de aplicación del artículo
7 (porque no son susceptibles de la calificación de válidas o nulas). Por supuesto, de aquí no se sigue
que estas operaciones estén exentas de la legalidad. La exigencia de regularidad de estas
operaciones podía extraerse extensivamente de otros preceptos, en particular de aquel que opera
como norma general de sometimiento de los órganos públicos al ordenamiento. En lo pertinente, el
artículo 6 de la Constitución dispone, en su inciso 1:

“Los órganos del Estado deben someter su acción a la Constitución y a las normas dictadas conforme
a ella […]”.

Ahora bien, por lo mismo que los actos materiales no son ejercicio de poderes jurídicos, su
materialización no parece quedar subordinada al derecho del mismo modo que los actos jurídicos.
Sin duda, existen límites a respetar, provenientes de la consideración de los derechos fundamentales
o de exigencias legales diversas; pero como ha advertido Santamaría Pastor a propósito de las
actividades prestacionales de la administración, es razonable pensar que en este campo el principio
de legalidad opere conforme a un modelo de vinculación negativa (esto es, prescribiendo límites más
que condiciones al ejercicio de la actuación de la administración).

Es especialmente relevante en relación con estas materias el principio de legalidad presupuestaria,


que se extiende tanto a la actividad jurídica como la actividad material de la administración. El
artículo 100 de la Constitución dispone:

“Las Tesorerías del Estado no podrán efectuar ningún pago sino en virtud de un decreto o resolución
expedido por autoridad competente, en que se exprese la ley o la parte del presupuesto que
autorice aquel gasto. Los pagos se efectuarán considerando, además, el orden cronológico
establecido en ella y previa refrendación presupuestaria del documento que ordene el pago”.

Más allá de las condiciones formales para su eficacia, el precepto da cuenta de la necesidad de
previsiones legales en relación con el gasto público. Aunque alguna flexibilidad se reconoce al
gobierno en esta materia en casos extremos (Constitución, art. 32, N° 20), para las simples
autoridades administrativas las exigencias son rigurosas. El control de la legalidad del gasto público
por parte de la Contraloría muestra la eficacia del principio en el establecimiento de
responsabilidades administrativas, civiles y penales de los agentes que den mal uso a los recursos
públicos.

La integridad del Sistema jurídico.

El artículo 6 de la Constitución ordena:

“Los órganos del Estado deben someter su acción a la Constitución y a las normas dictadas conforme
a ella, y garantizar el orden institucional de la República. Los preceptos de esta Constitución obligan
tanto a los titulares o integrantes de dichos órganos como a toda persona, institución o grupo. La
infracción de esta norma generará las responsabilidades y sanciones que determine la ley”.
El precepto envuelve al menos tres ideas. Por una parte, reconoce el carácter jurídicamente
obligatorio del sistema normativo en su conjunto, al que están supeditados ante todo los órganos
públicos. Por otra, prevé que la ordenación de este sistema normativo es presidida por la
Constitución. Por último, contempla consecuencias jurídicas, en forma de responsabilidades y
sanciones, en caso de infringirse alguna de las reglas integrantes del sistema.

Literalmente, el artículo 6 da a entender que la Constitución tiene carácter de norma jurídicamente


obligatoria, y por eso debe ser respetada. El carácter obligatorio o vinculante es un presupuesto
inherente a toda norma jurídica, aunque ella no lo exprese; dicho de otro modo, expresarlo resulta
superfluo o trivial. Por eso, el principal valor de la norma es simbólico o pedagógico (lo que muestra
que la importancia de la regla es más política que jurídica). Por cierto, este aspecto de la regla tiene
significación histórica, pues las prácticas antiguas no prestaban demasiada atención a la Constitución
(a menudo vista como un acuerdo de caballeros destinado a regir la gestión política en sus grandes
líneas). Se quiso así reafirmar su importancia jurídica y, por lo mismo, práctica. Hoy día la regla es
testimonio de aquella época en que la praxis jurídica y política empezó a tomarse en serio la
Constitución; pero su valor propiamente jurídico es limitado, y si la regla se suprimiera no cambiaría
mucho en el derecho positivo chileno.

También es probable que con esta regla se pretendiera abandonar la práctica de introducir
“disposiciones programáticas” en la Constitución, normas quede facto no eran inmediatamente
aplicables porque requerían de desarrollo por medio de textos normativos subordinados. Al disponer
su obligatoriedad, se sugería a los jueces que podían aplicar directamente la Constitución en los
asuntos litigiosos de que conocieran. De hecho, una buena parte del control judicial de la
administración, tal como fue modelado por la doctrina a partir de los años 1980, operó sobre la base
de esa aplicabilidad inmediata de la Constitución: nulidad de derecho público construida a partir del
artículo 7, responsabilidad del Estado que se pretendía incluida en el artículo 38, recurso de
protección de derechos fundamentales, etc. Sin embargo, las reglas programáticas no han
desaparecido y, mientras la política siga teniendo relevancia, seguirán existiendo, porque es muy
frecuente que los acuerdos políticos se forjen en torno a principios cuya operatividad se prefiere
postergar. Más aún, a despecho de su obligatoriedad inmediata, muchas normas constitucionales
necesitan concreción legislativa para ser operativas (entre otras, las relativas a la descentralización, a
la división político-administrativa del país, al régimen electoral y a muchos derechos fundamentales).

Además, la regla reconoce de modo general la obligatoriedad de toda otra norma jurídica que se
conforme a la Constitución; la regla concierne así a la normatividad del sistema jurídico en su
conjunto. Con todo, desde esta perspectiva, la norma en análisis diluye la especificidad del principio,
pues, así como ocurre con la misma Constitución, la normatividad del sistema jurídico rige no sólo
para el Estado, sino para “toda persona, institución o grupo”. Si se asume que el principio de
legalidad es una marca característica del derecho público, este precepto parece referirse a otra cosa.
El objeto de regulación de la regla está más en la supremacía constitucional que en el principio de
legalidad en sentido estricto.
Capítulo 3.

La legalidad y sus fuentes.

Como se ha visto, si en su origen el principio de legalidad implicaba vinculación de la administración


a la ley entendida en sentido formal, en su dimensión actual supone que actúa sometida, en
condiciones similares, a las demás normas que integran el ordenamiento jurídico. Esta concepción es
en buena medida fruto de la estructura jerarquizada del ordenamiento jurídico, en que la ley misma
está enmarcada por reglas superiores y es desarrollada por normas de jerarquía inferior.

Las preguntas que plantea una actuación al margen de las competencias conferidas por ley a un
organismo administrativo no son sustancialmente distintas de las que suscita la violación de reglas o
principios recogidos por normas de jerarquía distinta a la ley. Asimismo, el control de legalidad que
practican los jueces sobre la administración se funda tanto en la ley en sentido formal como en otras
normas de referencia. Esto explica, tal como afirmaba Hauriou, que “en materia de validez o de
invalidez de los actos administrativos particulares, la violación de una regla de origen reglamentario
haya sido considerada como un vicio de igual naturaleza que la violación de una regla de origen
legal”.

Por las razones anteriores, se entiende que la enseñanza del derecho administrativo también se
detenga en estos aspectos generales del sistema jurídico, por lo común concentrados en el capítulo
de las “fuentes” de la disciplina. Esa presentación no puede aspirar a agotar esta materia, que se
explica mejor precisamente desde la teoría del derecho que desde las disciplinas aplicativas (como el
derecho administrativo). En consecuencia, el análisis que sigue debe entenderse condicionado por
esas reservas, y únicamente con la perspectiva de subrayar los problemas más comunes que se
presentan en esta área.

Las explicaciones usuales acerca de las fuentes integrantes del bloque de legalidad realzan el
carácter jerarquizado de sus componentes (Constitución, tratados, ley, reglamento, etc.). Sin
embargo, esta manera de ver olvida que hay cierto tipo de fuentes que es difícil de clasificar desde
una perspectiva jerárquica (párrafo 3).E incluso al interior de las fuentes de origen autoritativo, las
reglas no son homogéneas; desde la perspectiva de los fundamentos y, en parte también, del
régimen jurídico, es relevante distinguir entre la legalidad de origen “externo” (párrafo 1) y la
legalidad de origen “interno” a la administración (párrafo 2).

Párrafo 1. Fuentes de la legalidad de origen externo.

El núcleo originario del principio de legalidad consiste en la sumisión de la administración a la ley,


norma externa y superior a la administración. La concepción del sistema normativo como conjunto
ordenado y jerarquizado de reglas conduce a pensar que junto a la ley (sección 3) otras fuentes de
origen externo, como la Constitución (sección 1) y los tratados internacionales (sección 2), se
imponen a la administración de un modo análogo.
A: La Constitución.

La administración está sometida ante todo a la Constitución, cúspide del sistema jerarquizado de
normas en derecho interno. Uno de los rasgos distintivos del derecho contemporáneo reside en la
revalorización de “la Constitución como norma jurídica” (título de un importante artículo de García
de Enterría), y su aplicación concreta por los jueces en casos litigiosos. Sin duda, la consideración de
los derechos fundamentales (reconocidos en preceptos de jerarquía constitucional) no es ajena a
este fenómeno.

El fenómeno de constitucionalización del derecho alcanza a todas las disciplinas jurídicas. Por el
objeto sobre el que recae, ese fenómeno es particularmente intenso respecto del derecho
administrativo. En otra parte se han mencionado las numerosas disposiciones constitucionales
explícitamente referidas a la administración, y que configuran su marco normativo más general (v. §
35).

Aunque la importancia de la Constitución en el derecho moderno no puede soslayarse, la densidad


de sus reglas puede plantear dificultades de aplicación. En efecto, aunque las reglas constitucionales
pueden definir de modo concreto y preciso modalidades de actuación de la administración, es usual
que contengan únicamente principios generales, que deban ser desarrollados por reglas
jerárquicamente inferiores (típicamente, la ley). Algunas reglas constitucionales encierran principios
tan genéricos que no admiten una única solución posible (p. ej., aquella que encomienda al legislador
proteger la vida del que está por nacer). Además, la índole política de la Constitución favorece la
adopción de compromisos abstractos que necesitan ser concretizados por otro tipo de reglas. Así se
muestra en el ejemplo reciente de los cambios al sistema electoral: la Ley 20.337 fijó una regla
constitucional de incorporación automática de los ciudadanos al registro electoral, pero sus
modalidades de aplicación necesariamente dependían de modificaciones a la ley orgánica respectiva,
que debieron efectuarse por ley (Ley 20.556, de 2011 y Ley 20.568, de 2012). También puede
referirse el ejemplo más antiguo, pero de continua actualidad, del imperativo constitucional de
descentralización del poder, cuya operatividad siempre pasa por la adopción de normas legales. En
suma, la pretensión de superar el déficit de normatividad de la Constitución mediante un principio
de aplicabilidad inmediata (que estaría contenido en el artículo 6) no puede ocultar este fenómeno,
ni tampoco excluir de plano la eventual adopción de normas meramente “programáticas”.

La relación entre la Constitución y las reglas legales que inciden en su radio de acción suscita en el
derecho administrativo problemas típicos, que se relacionan con la prevalencia de la Constitución
sobre la ley y los mecanismos formales que permiten materializarla

.(a) Prevalencia de la Constitución sobre la ley.

En principio, la administración está obligada por las reglas constitucionales. Sin embargo, también lo
está respecto de la ley, que puede consagrar reglas más específicamente aplicables al caso concreto
de que se trate. Cuando la administración ejecuta mandatos legales explícitos puede resultar difícil
observar la Constitución.
Las reflexiones tradicionales en este campo han estado dominadas por la construcción francesa de la
“teoría de la ley pantalla” (théorie de la loi-écran). Conforme a esta teoría, la Constitución integra el
bloque de legalidad y, por tanto, la administración, debe respetarla. Con todo, si el acto
administrativo se ha adoptado directamente en aplicación de una ley, ésta se interpone entre la
Constitución y el acto (produciendo, en sentido figurado, un efecto de “pantalla”, que impide que
irradie la luz de la Constitución). Entonces, para el control de legalidad basta con que el acto se
ajuste a la ley y, luego, el juez no puede chequear su conformidad con la Constitución.

La teoría da cuenta de las dificultades derivadas de la posición jerárquica y de la textura de la


Constitución como norma, que requiere de su concretización mediante leyes. Sin embargo, en sí
misma, parece responder a las limitaciones procesales del sistema de control de constitucionalidad
de las leyes. En el derecho francés, ese control fue prácticamente inexistente a todo lo largo de los
siglos XIX y XX. Las competencias iniciales del Consejo Constitucional sólo le permitían llevar a cabo
un control preventivo de constitucionalidad, con el resultado de que una vez votada y promulgada la
ley, y en ausencia de un control represivo o a posteriori, los jueces estaban obligados a darle
aplicación, sin poder censurarla. Ahora bien, los datos procesales franceses han cambiado con la
irrupción de la excepción de inconstitucionalidad de las leyes (question prioritaire de
constitutionnalité, en vigencia recién desde 2008), que guarda analogías con el recurso de
inaplicabilidad por inconstitucionalidad del derecho chileno. Con todo, el control de
constitucionalidad así instaurado es concentrado, con lo cual la teoría de la ley pantalla subsiste en
un campo relativamente importante. A fin de cuentas, la teoría arbitra dos principios contradictorios:
por un lado, la coherencia del sistema jurídico, fundado en la jerarquía de reglas y, por otro, el
formalismo en la verificación de esa coherencia, en función de la seguridad jurídica.

Si la teoría reposa en las peculiaridades procesales del control concentrado de constitucionalidad,


entonces es posible extrapolar algunas de sus consecuencias al derecho chileno. Por cierto, resulta
inaceptable concluir que la Constitución no rige como norma jurídica. Pero si en un caso concreto el
Tribunal Constitucional ha descartado la inconstitucionalidad de una ley o simplemente no ha llegado
a pronunciarse sobre ella, no puede tenerse esa regla por inconstitucional. Los tribunales, que
conforme a la tradición procesal están obligados a aplicar la ley, no pueden prescindir de una regla
cuya inconstitucionalidad no se ha reconocido mediante los canales formales que el derecho instituye
al efecto.

Algunos autores contrarios a la teoría de la ley pantalla refieren como precedente, en apoyo de su
planteamiento, el caso del Reglamento de acceso a las playas, resuelto por el Tribunal Constitucional
en 1996 (sentencia de 2 de diciembre de 1996, Rol245). Como se sabe, las playas de mar son bienes
nacionales de uso público (Código Civil, art. 589). Para hacer posible ese uso público, el DL 1939, de
1977, que establece normas sobre adquisición, administración y disposición de bienes del Estado,
prevé que “los propietarios de terrenos colindantes con las playas de mar, ríos o lagos, deberán
facilitar gratuitamente el acceso a éstos, para fines turísticos y de pesca, cuando no existan otras vías
o caminos públicos al efecto”; en caso de no haber acuerdo directo entre los interesados, la vía de
acceso será fijada por la autoridad administrativa (artículo 13,énfasis añadido). En 1996 el gobierno
decidió especificar las modalidades de aplicación de este mecanismo legal por medio de un
reglamento, sobre cuya constitucionalidad el Tribunal Constitucional debió pronunciarse. El
argumento central del fallo, que en definitiva declaró inconstitucional el reglamento, consistía en que
las vías de acceso a las playas importaban una limitación significativa al dominio de los propietarios
riberanos sobre sus predios y, por eso, se sostuvo entonces, su apertura no podía ser gratuita. Sin
embargo, la gratuidad estaba ordenada directamente por la ley (y sigue estándolo). Para resolver
como lo hizo, el Tribunal analizó en forma directa la constitucionalidad del reglamento, haciendo
abstracción de la ley en cuya virtud había sido dictado (y cuyas reglas iban precisamente en el sentido
del reglamento). Sin declarar inconstitucional la ley, que no fue siquiera analizada, el Tribunal
Constitucional declaró inconstitucional el reglamento. Ahora bien, aunque esta solución parece ir
contra la teoría de la ley pantalla (en cuanto el fallo prescinde de una ley vigente), se justifica única y
exclusivamente por las peculiaridades del tribunal competente en el caso, cuya misión es justamente
velar por la aplicación de la Constitución por encima de otras reglas. No parecería legítimo que este
proceder se repita por parte de tribunales ordinarios. }

(b) mecanismos de control de la constitucionalidad de la ley.

Teóricamente, los sistemas de control concentrado de constitucionalidad de las leyes se distinguen de


los sistemas de control difuso, en consideración al o los órganos encargados de ejercerlo: en estos
últimos la totalidad de los jueces puede verificar la adecuación de una ley a la Constitución, mientras
que en los primeros estas atribuciones están radicadas en organismos específicos .El derecho positivo
chileno contempla un régimen concentrado de control de constitucionalidad de las leyes, con arreglo
al cual el Tribunal Constitucional es la única autoridad habilitada para declarar formalmente que una
ley es contraria a la Constitución y, por consiguiente, impedir su aplicación en un asunto sujeto al
conocimiento de la jurisdicción. Inicialmente, la Constitución de 1980 entregó al Tribunal
Constitucional únicamente un control preventivo o a priori de la constitucionalidad de las leyes. El
modelo actualmente vigente data de 2005, cuando se radicaron en él, además, las funciones que
desde 1925 y hasta entonces se habían confiado a la Corte Suprema para conocer de los recursos de
inaplicabilidad por inconstitucionalidad de las leyes (control represivo o a posteriori). Las modalidades
del control represivo de constitucionalidad se detallan en la misma Constitución (artículo 93) y en la
Ley Orgánica Constitucional del Tribunal Constitucional. En este modelo de control concentrado los
tribunales ordinarios de justicia no pueden prescindir de la aplicación de una ley, ni aun bajo pretexto
de ser ésta inconstitucional, a menos de contar con el pronunciamiento previo del Tribunal
Constitucional en tal sentido. Conforme a un modelo tradicional, los códigos de procedimiento
ordenan a los tribunales aplicar la ley, y el sistema concentrado de control supone precisamente
impedir a los tribunales censurar la ley. Desde luego, la Corte Suprema no puede declarar una ley
inaplicable o prescindir de su aplicación, porque la reforma constitucional de 2005 tuvo precisamente
por objeto despojarla de tal atribución. A fortiori, tampoco pueden hacerlo los demás tribunales,
jerárquicamente inferiores a la Corte Suprema. Con todo, la misma Constitución ofrece a los jueces la
posibilidad de plantear directamente al Tribunal una cuestión de constitucionalidad relativa a leyes
cuya aplicación se discute ante ellos (artículo 93, inciso 11). En consecuencia, para que un tribunal
deje de aplicar una disposición legal por ser contraria a la Constitución, el camino pasa
necesariamente por un pronunciamiento favorable del Tribunal Constitucional, ya sea requerido por
las partes o por el juez de la causa.

Durante los años 1980 surgió una jurisprudencia (siempre minoritaria)tendiente a reconocer una
especie de control difuso de constitucionalidad de las leyes preconstitucionales. Con arreglo a esta
jurisprudencia, en el marco de la determinación del derecho aplicable en alguna disputa sujeta su
conocimiento–tarea inherente a la función jurisdiccional– cualquier tribunal podía constatarla
contrariedad entre la Constitución y un precepto legal adoptado con anterioridad a su entrada en
vigencia, declarándolo derogado tácitamente. La derogación tácita de las leyes preconstitucionales se
apoya tanto en la posterioridad de la Constitución como en su superioridad jerárquica. Esta
jurisprudencia se inauguró a propósito del DL 2695, sobre regularización de la posesión de la pequeña
propiedad raíz. Ese texto permite al tenedor material de un inmueble obtener de la administración
(Min. de Bienes Nacionales) un título formal de posesión, que puede inscribirse en el registro
conservatorio y conducir a una prescripción adquisitiva de muy corto tiempo. El sistema es
consistente con el Código Civil, porque conserva la estructura típica de los modos de adquirir–y
perder– el dominio de las cosas corporales. Como toca al legislador definir los modos de adquirir el
dominio (Constitución, art. 19 N° 24), la regla se ajusta al sistema jurídico. Con todo, algunos
tribunales han juzgado que ese sistema sería inconstitucional porque permite que mediante acto
administrativo un propietario raíz sea desposeído en beneficio del mero tenedor. Más recientemente,
la Corte Suprema ha procedido de igual manera con respecto a la ley de extranjería, en cuanto obliga
a los servicios públicos exigir a los extranjeros interesados en procedimientos administrativos, que
acrediten “su residencia legal en el país” (DL1094, de 1975, art. 76). La regla había sido invocada por
el Servicio del Registro Civil para rehusarse a celebrar el matrimonio en Chile de inmigrantes ilegales,
negativa que se estimó ilegal por fundarse en norma derogada por la Constitución de 1980
(asumiendo que el reconocimiento de la igualdad ante la ley de las personas es incompatible con el
establecimiento de diferencias que impidan a esos extranjeros casarse).

Con la tesis que promueve la derogación tácita de las leyes preconstitucionales se consigue que los
jueces –ordinarios o especiales, cualquiera sea su posición dentro de la jerarquía judicial– efectúen un
control de constitucionalidad de las leyes. Aunque esta habilitación no sea incondicional, importa
desconocer el sistema del control concentrado y, por eso, defrauda la Constitución. La práctica es
inaceptable y debe ser censurada.

B. Los tratados internacionales.

Las reglas de derecho internacional vigentes en derecho interno también integran el bloque de
legalidad y son, por tanto, oponibles a la administración. La manera en que el tratado internacional se
incorpora al derecho interno está recogida principalmente por el derecho internacional y por el
derecho constitucional, pero escapa al derecho administrativo general. En cuanto a su valor, la
práctica legal chilena asume que las reglas del derecho internacional convencional tienen, en el plano
interno, al menos una jerarquía igual a la ley. En verdad, la cuestión no está regulada de manera
precisa, pero tal interpretación deriva de las exigencias procesales que condicionan la aprobación de
untratado, el que “se someterá, en lo pertinente, a los trámites de una ley” (Constitución, art. 54 N°
1, inc. 1). Algunos autores opinan que ciertos tratados (de “derechos humanos”) tienen o deben tener
un valor superior a la ley, pero esta tesis está lejos de ser pacífica.

Históricamente el derecho internacional convencional ha tenido una incidencia limitada en el derecho


administrativo, porque los tratados son (por su naturaleza misma de acuerdos supranacionales)
instrumentos inidóneos para configurar el aparato del Estado. Ni la articulación orgánica de los
servicios públicos ni la atribución de potestades públicas puede ser efectuada por medio de tratados,
atendidas las definiciones constitucionales sobre la materia. En fin, el conocido déficit democrático de
los tratados impide asignarles una función equivalente a la de la ley en la definición de los objetivos
sociales y los medios para alcanzarlos. Sin embargo, varios acuerdos supranacionales imponen
deberes específicos a los Estados signatarios, y no es infrecuente que en los actos de suscripción se
identifique a los organismos administrativos responsables de materializarlos. Adicionalmente, el
desarrollo de ámbitos específicos del derecho internacional, comoel de los derechos humanos o del
medio ambiente, ha multiplicado los deberes exigibles de los Estados, cuyos principales destinatarios
son, por obvias razones, los organismos administrativos. Entre los problemas derivados de las
relaciones entre el derecho internacionaly el derecho interno deben mencionarse dos de especial
importancia para el derecho administrativo: el carácter inmediatamente aplicable de los
instrumentos convencionales y el control de la adecuación del derecho interno al derecho
internacional.

(a) Aplicabilidad directa de los tratados en el derecho interno.

Numerosos tratados internacionales tienen una densidad normativa similar a la de la Constitución.


Atendido su origen concordado entre representantes de ordenamientos disímiles, no es inusual que
se limiten a consagrar principios muy elementales, que no determinan soluciones de tipo binario, sino
que sólo pueden cumplirse en la mayor medida posible. Este carácter es particularmente fuerte
respecto de los instrumentos que definen el derecho internacional de los derechos humanos. En
estos casos, la observancia del tratado puede requerir la adopción de normas de derecho interno.

En algún grado, esta dificultad derivada de la consistencia de las reglas internacionales se traduce en
el reconocimiento de tratados autoejecutables y tratados no autoejecutables. Esta distinción
proviene del derecho norteamericano, pero ha sido acogida por la jurisprudencia constitucional
chilena. Según el Tribunal Constitucional, las primeras son aquellas que por su contenido y precisión
son susceptibles de ser aplicadas en el derecho interno sin más trámite quela aprobación del tratado;
las segundas, en cambio, serían aquellas que para su entrada en vigencia requerirían de alguna
manifestación normativa adicional por parte del Estado suscribiente (TC, 4 de agosto de 2000,
Constitucionalidad del Convenio N° 169, sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes -
Rol 309, cons. 48).

La jurisprudencia interamericana ha entendido que la Convención Interamericana de Derechos


Humanos (un típico tratado de derechos humanos) tiene carácter autoejecutable, porque confiere –
sin más– derechos a las personas. Este entendimiento no es muy convincente, porque conduce a la
conclusión de que habría “principios autoejecutables”. La idea es paradójica, porque si se asume que
los principios operan como “mandatos de optimización”, sus principales destinatarios son los órganos
políticos (que determinan la forma de materializar esos principios). En buenas cuentas, el mayor
rendimiento de estos tratados, a despecho de su pretendido carácter autoejecutable, requiere de la
adopción de medidas de implementación conforme al derecho interno.

(b) Compatibilidad del derecho interno frente el derecho internacional

Ordenamientos provenientes de distintas tradiciones legales han incorporado entre sus instituciones
un “control de convencionalidad” tendiente a verificar la compatibilidad del derecho interno a la luz
del derecho internacional. Como resultado de este control, disposiciones normativas internas, como
leyes o reglamentos, podrían ser estimadas inconvencionales (esto es, contrarias a una convención o
tratado) y, luego, ineficaces en un caso práctico.

Los riesgos que entraña el control de convencionalidad son similares a los que podría producir un
control difuso de constitucionalidad de leyes. Entre esos riesgos puede mencionarse la dispersión de
soluciones, el debilitamiento de la fuerza de la ley y el desprestigio de las instituciones democráticas.
También entraña una pérdida de certeza jurídica, porque la ley define –mejor que las normas de
mayor jerarquía, pero menor densidad normativa– las expectativas de comportamiento de los
distintos agentes sociales, incluida la administración. Para la autoridad administrativa, las técnicas
oblicuas de control de la ley suponen volver a la incerteza. ¿Cuándo la autoridad está segura de
actuar conforme a derecho? Si los controles siguen siendo ex-post (materializados por la intervención
del juez), la solución siempre llega tarde. Por eso, conviene guardar extrema reticencia frente la
técnica del control de convencionalidad.

El control de convencionalidad reposa en la idea de que la eficacia de las leyes está condicionada por
los tratados, en razón de su jerarquía normativa. Ese argumento carece de sustento textual explícito
en el derecho chileno, según se ha expresado. Tal vez podría construírselo sobre la base de cierta
intangibilidad de los tratados frente a la ley, derivada de su carácter bilateral, que los hace
inmodificables (unilateralmente) por el legislador nacional. Seguramente, algunos invocarán también
en favor de la idea el principio pacta sunt servanda, en cuya virtud “todo tratado en vigor obliga a las
partes y debe ser cumplido por ellas de buena fe” (Convención de Viena sobre el derecho de los
tratados, art. 26). Ahora bien, asumir que todo tratado internacional tiene aptitud para provocar la
derogación del derecho positivo interno implica asignarle per se carácter autoejecutable, lo que
también está lejos de ser pacífico.

C: La ley

Las reglas legales propiamente tales son fuente primaria del bloque de legalidad. Por eso, son directa
y ordinariamente aplicables a los asuntos administrativos y su observancia por la autoridad pública es
obligada. El predominio de la ley sobre la administración se explica suficientemente bien por la virtud
democrática de la ley, vale decir, de su procedimiento de aprobación; la intervención de los
representantes del pueblo se reputa el instrumento idóneo para que la ley sea el reflejo del interés
general. Estas cuestiones ya se han analizado más atrás .El régimen jurídico de la ley opera como
modelo respecto del estatuto de las normas en general. Su definición no pertenece al derecho
administrativo, sino que al sistema jurídico en su conjunto. Históricamente, su enseñanza estuvo
radicada en el derecho civil, en razón de la inclusión de un número importante de reglasgenerales
sobre la materia en el Código Civil chileno (al igual que, antes, en el Código Civil francés). Esas reglas,
que dan cuenta de la filosofía legalista del siglo XIX, conviven con varias otras más modernas previstas
en la Constitución, que fija el marco normativo de las competencias y procedimientos legislativos.
Esas razones justifican la parquedad de las explicaciones que siguen, que se concentran en la tipología
de las leyes y su eficacia.

(a) tipología de leyes.

Para lo que aquí interesa, por ley debe entenderse todo precepto de jerarquía o rango legal. Desde
luego, la ley por excelencia es la que surge de la discusión parlamentaria. La misma definición de ley
que entrega el Código Civil la identifica como “manifestación de la voluntad soberana”, esto es, del
Pueblo (artículo 1). Sin embargo, esa noción formal de ley se complementa con una dimensión
material, que en el régimen constitucional se traduce el reconocimiento de “materias de ley”
(Constitución, artículo 63). La definición de las materias de ley atribuye a la noción de ley un cierto
carácter técnico, que la separa de su soporte formal (y permite entenderla como un tipo de
instrumento normativo jurídicamente idóneo para regular cierto tipo de materias).

De ahí que cuenten también como leyes otros actos que recaen sobre materias de ley (o ya reguladas
previamente por medio de ley). Es el caso de los decretos con fuerza de ley, cuyo paradigma son
aquellos dictados sobre materias de ley por el Presidente de la República previa habilitación
efectuada por ley parlamentaria (Constitución, artículo 64). Es, en seguida, el caso de los textos
refundidos, coordinados y sistematizados de leyes, también contenidos en decretos con fuerza de ley
dictados –sin mediar ley habilitante– en ejecución de la potestad que al efecto la Constitución
entrega al gobierno (artículo 64, inciso5). Por último, es también el caso –más discutible en términos
de legitimidad, pero difícilmente controvertible en la práctica– de los decretos leyes, dictados en
períodos de anormalidad política o constitucional (como la dictadura de Pinochet en el periodo 1973-
1981 o, antes, la dictadura de Ibáñez hacia fines de los años 1920).

Del procedimiento de formación de las leyes se ocupa, con lujo de detalles, el derecho constitucional.
Debe recordarse que, en el régimen chileno vigente, más allá de las etapas que integran este
procedimiento, la aprobación de las leyes puede estar sujeta a la obtención de quórums diferenciados
en razón de la materia. Junto a la ley simple, cuya aprobación requiere de la mayoría de los
parlamentarios presentes en cada cámara, hay que tomar en cuenta las leyes de quórum calificado,
que requieren la mayoría absoluta de los diputados y senadores en ejercicio, y las leyes orgánicas
constitucionales, que debe ser aprobada por cuatro séptimo de los diputados y senadores en
ejercicio. Este tipo de leyes supramayoritarias suele tener importancia para el derecho administrativo,
pues muchas de las materias en que intervienen se asocian a la configuración del aparato del Estado.
Entre las leyes orgánicas constitucionales más significativas para el derecho administrativo se cuentan
aquellas que definen la organización básica de la administración pública (Constitución, art. 38), así
como las que inciden en la organización y atribuciones o el personal de la Contraloría General de la
República (artículo 99), la Fuerzas Armadas y de Orden y Seguridad Pública (artículo 105), el Banco
Central (artículo 108) o las instituciones del gobierno y administración regionales y comunales
(artículos 110 y siguientes).Por su parte, la ley de quórum calificado tiene gran relevancia en materia
de publicidad y transparencia (artículo 8) y a propósito del régimen del Estado empresario (artículo
19, N° 21).En principio, los distintos quórums necesarios para la aprobación de la leyson relevantes
para el derecho constitucional, pero son relativamente indiferentes para la administración: una ley de
quórum calificado es una ley. Con todo, la antinomia entre una ley supra mayoritaria y una ley simple
puede ser problemática y exigir una definición precisa acerca de su vigencia respectiva, por parte del
aplicador del derecho (administración o juez). Por ejemplo, en circunstancias que la responsabilidad
del Estado integra la regulación de la organización básica de la administración pública (contenida en
la LOCBGAE , dictada conforme al artículo 38 de la Constitución), sería discutible que una ley simple
desligara a algún servicio público de toda responsabilidad en un caso concreto; podría cuestionarse la
eficacia jurídica de esa ley, si no hubiere sido adoptada conforme a las formalidades propias de una
ley orgánica constitucional.

(b) Eficacia de la ley

En relación a la manera en que producen sus efectos y deben interpretarse las leyes, los criterios
definidos en el Código Civil también operan como marco de referencia generalmente suficiente para
el derecho administrativo.

(i) Interpretación de la ley.

El estatuto de la ley contempla tradicionalmente reglas de interpretación, que se contiene en el


Código Civil (artículos 19 a 24). En mayor o menor grado , los distintos “elementos” que configuran los
principios interpretativos dan cuenta de la modernidad del artefacto legislativo. La primacía del texto
(tenor literal) por sobre las intenciones que pudieron precederlo (espíritu) revela la importancia de la
dimensión formal de la noción de ley en el derecho moderno. El derecho administrativo no ha
innovado, de un modo general, en estos criterios interpretativos.

(ii) Eficacia espacial de la ley

El principio en derecho administrativo es la territorialidad de la ley, que es, además, coincidente con
el fuerte carácter político de la disciplina. Las leyes administrativas chilenas se aplican en Chile. Sólo
excepcionalmente sería imaginable que desplegaran sus efectos fuera de las fronteras (como podría
ocurrir con el servicio exterior, a cargo del cuerpo diplomático).

En sentido inverso, el mismo principio explica que el derecho administrativo extranjero no tenga,
prima facie, aplicación en el país. Solo en caso de remisión explícita parecería procedente la
aplicación de estándares administrativos extranjeros. Para un ejemplo de estas remisiones, la
dispuesta en el artículo 11 del Reglamento del Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental,
aprobado por DS 40, del Min. Del Medio Ambiente, de 2012; la regla declara como normas de
referencia para los efectos de evaluar si se genera o presentan determinados riesgos
medioambientales, y siguiendo criterios de similitud, las normas de calidad ambiental y de emisión
vigentes en Alemania, Argentina, Australia, Brasil, Canadá, España, México, Estados Unidos, Nueva
Zelandia, Países Bajos, Italia, Japón, Suecia y Suiza.

(iii) Eficacia temporal de la ley

La exigencia primaria de la vigencia de las leyes es su publicación (Constitución, artículo 75; Código
Civil, artículo 6). A la vista de este principio no debiera caber duda de que son inadmisibles las leyes
secretas, a pesar de que la práctica ha conocido algunas de ellas (por ejemplo, la Ley 13.196, de 1958,
llamada ley reservada del cobre, publicada en forma restringida en su minuto, pero que dejó de ser
secreta recién con la Ley 20.977, de 2016).

Las leyes y, en general, los enunciados contenidos en cuerpos normativos, están hechos para durar
indefinidamente en el tiempo. Aunque es cierto que algunas leyes parecen tener fecha de
vencimiento (por ejemplo, la ley de presupuestos década año), esta situación es excepcional. El
principio de perpetuidad de la ley puede leerse como garantía de estabilidad y, luego, de seguridad
jurídica. Sin embargo, en un régimen moderno, el necesario dinamismo del derecho supone que las
leyes pueden ser reemplazadas por otras (derogación, tanto expresa como tácita, Código Civil,
artículos 52 y 53). El legislador siempre puede derogar la ley antigua, lo cual es funcional al interés
general, porque cada nueva ley se reputa mejor que la anterior. Con todo, en ocasiones la
jurisprudencia constitucional (y en el campo de los reglamentos, la jurisprudencia judicial) ha aplicado
un principio de no regresión, en cuya virtud la ley antigua sólo puede ser derogada para mejorársela,
pero no para rebajar estándares de protección de objetivos valiosos; esta práctica es bien discutible.

Una cuestión que tradicionalmente ha preocupado a los autores concierne a la retroactividad de la


ley. El principio es el efecto prospectivo (Código Civil, artículo9) pero, dada la jerarquía simplemente
legal de este criterio, podría adoptarse explícitamente una solución de sentido contrario. La
Constitución, por su parte, no impide la retroactividad de la ley, salvo en materia penal (lo que, a la
luz de experiencias comparadas, no se extiende necesariamente al derecho administrativo
sancionador). En un pasado relativamente cercano, con más o menos éxito, se ha intentado fundar en
el derecho de propiedad un argumento tendiente a impedir la afectación retroactiva de derechos
adquiridos, definidos en forma bastante difusa; pero la mejor doctrina entiende que no puede haber
derechos adquiridos a la conservación del ordenamiento jurídico. También se ha recurrido a la
doctrina de la protección de la confianza legítima (sin recepción positiva, pero susceptible de
construirse como derivación de la idea más antigua de seguridad jurídica, también sin reconocimiento
textual por la Constitución). Esta última doctrina puede proveer de soluciones más aceptables para
enfrentar los cambios normativos, porque no los excluye, aunque aconseje introducir en ellos una
cierta gradualidad, a fin de que se prevean reglas transitorias que facilitenel mejor cumplimiento de
las nuevas disposiciones.
Fuentes de la Legalidad origen interno.

La Administración también está obligada, con las prevenciones que se dirán, a respetar fuentes que
emanan de ella misma, como los reglamentos (sección1) y los actos administrativos singulares
(sección 2).El fundamento en que descansa la obligatoriedad de estas fuentes no es elmismo principio
de legalidad. En efecto, un principio estructural del sistema jurídico moderno consiste en su
dinamismo, esto es, la posibilidad de evolucionar mediante actos posteriores de idéntica jerarquía y
valor: “las cosas se deshacen de la misma manera como se hacen” (idea a veces expresada como
principio de paralelismo de las formas). Al igual que ocurre con las leyes, los reglamentos pueden ser
derogados por otros, ya sea para modificarlos o para extinguirlos. Y de modo similar, conforme a este
criterio también los actos administrativos pueden ser dejados sin efecto por otros posteriores. ¿Por
qué, entonces, la administración estaría obligada por los reglamentos y sus demás actos? La
observancia por la administración de las fuentes de origen interno a ella misma parece más bien
descansar en un principio de autolimitación.

a. Los reglamentos

Un reglamento es un texto normativo adoptado por un órgano de la administración del Estado


(dotado de competencias para hacerlo). Esta breve definición pone en evidencia los dos rasgos más
salientes de la noción de reglamento: se trata de una norma de origen administrativo. Por su
incidencia en el derecho administrativo, conviene revisar rápidamente también la eficacia de los
reglamentos y su control.

(a) naturaleza normativa de los reglamentos.

Ante todo, el reglamento contiene normas generales y abstractas. Su naturaleza es análoga a la ley (lo
que, para la doctrina, justifica su inclusión en la categoría de “ley material”). Por eso, en algún modo
su estatuto corre la suerte de la ley: para efectos de publicación y vigencia, derogación e
interpretación, por ejemplo, el estatuto de la ley contiene un modelo regulativo que es en buena
medida aplicable al reglamento.

La equivalencia funcional de la ley y del reglamento puede ser problemática. En efecto, la regulación
por medio de reglamentos podría desvirtuar las garantías que representa la ley propiamente tal (al
menos, sus garantías procedimentales, al servicio del pluralismo político y la democracia). Por eso
conviene mantenerlas diferencias entre ambos tipos de instrumentos normativos, por lo menos en el
plano jerárquico: el reglamento está siempre subordinado a la ley y no puede implicar “legislar por
decreto”. Un reglamento es conceptual y prácticamente algo enteramente distinto de un decreto con
fuerza de ley o, con mayor razón, de un decreto ley; estos instrumentos tienen jerarquía idéntica a la
ley y, por tanto, escapan a las limitaciones usualmente impuestas a los reglamentos. El camino
institucional que permite distinguir a la ley del reglamento es una distribución de competencias
normativas, cuya pieza clave es la reserva de ley.

Tal como se ha dicho con anterioridad, una reserva de ley implica un ámbito reservado
exclusivamente a la intervención del legislador. En sí misma, la identificación de las reservas de ley da
cuenta de que las competencias normativas del legislador son limitadas y de que comparte el espacio
de configuración normativa con alguien más (esto es, con la administración dotada de potestad
reglamentaria). Frente al legicentrismo del siglo XIX, bajo este esquema la ley deja de poseer una
competencia general para regir todos los campos en que el legislador decida intervenir. En cambio, su
dominio pasa a ser limitado, y el legislador se ve definir una competencia “de atribución”. En el
derecho positivo, este cambio se materializó en el mecanismo de empoderamiento al legislador,
mediante una reconfiguración de las competencias legislativas bajo la fórmula “sólo son materias de
ley” (Constitución, artículo 63, énfasis añadido). Por eso se dice que, en el esquema constitucional
vigente, el ámbito de intervención del legislador o “dominio legal “es máximo (lo que da cuenta de su
mayor extensión posible). Con todo, la norma de clausura de ese dominio legal máximo permite al
legislador definir “toda norma general y obligatoria que estatuya las bases esenciales de un
ordenamiento jurídico” (Constitución, art. 63 N° 20). Así, el terreno en que el legislador puede incidir
es amplísimo, aunque su profundidad es más o menos limitada: puede participar en cualquier ámbito,
con tal de definir “las bases esenciales” de la materia.

Las reservas de ley son múltiples; sin embargo, la experiencia constitucional en la materia –que ha
conocido una evolución significativa– ha permitido ver que poseen densidad variable, vale decir, que
no todas son igualmente importantes. El Tribunal Constitucional, sensible a las aspiraciones (más o
menos legítimas)de las minorías parlamentarias, ha logrado distinguir al menos dos categorías de
reservas de ley. Llama absolutas a aquellas que exigen una definición específica, en profundidad, por
parte de la ley; relativas, en cambio, son aquellas reservas de leyes carentes de especificidad,
marcadas por fórmulas ambiguas tales como “conforme a la ley”, que no excluyen una convocatoria
al reglamento. Con todo, enlo que parece ser el último estadio de esta evolución, la jurisprudencia
identificados grandes ámbitos en que se agrupan las reservas de ley, con distinto grado de intensidad.
“En la medida que la regulación aborde derechos, la convocatoria que hace la ley al reglamento debe
ser determinada y específica y la ley debe abordarlos aspectos esenciales de la regulación,
entregando al reglamento los aspectos de detalles” (TC, 16 de enero de 2013, Proyecto de Ley que
crea el Ministerio del Deporte, Rol 2367). En contraste, las reservas de ley relativas a la organización
del aparato del Estado pueden implicar un grado más significativo de intervención reglamentaria en la
definición de las reglas del juego. En el modelo clásico de distribución de competencias normativas, la
tarea del reglamento se limitaba simplemente a ejecutar la ley, vale decir, a especificar las
modalidades de detalle de su ejecución o materialización. En este sentido el reglamento no puede
innovar con respecto a la ley. Sin embargo, la autoridad reglamentaria dispone de un significativo
margen de maniobra en la definición de las reglas: la potestad reglamentaria es discrecional en un
sentido bastante fuerte.

Ahora bien, la redefinición del sistema de fuentes en base a reservas de ley permitió ver el
surgimiento de una especie nueva, distinta del reglamento de ejecución: el reglamento autónomo. La
“autonomía” de esta clase de reglamentos se entiende con relación a la ley: las competencias
normativas de la administración no dependen de la ley (como en el reglamento de ejecución), sino
que las recibe de la Constitución misma. Esta noción, recogida de la experiencia comparada, refleja un
cambio de perspectiva del constituyente respecto del reglamento, valorándolo como instrumento de
adecuación normativa. Teóricamente, en su ámbito de materias el reglamento autónomo puede
definir las reglas fundamentales y primaria s,y no sólo los detalles de ejecución. Con todo, el ámbito
propio del reglamento autónomo es muy limitado. En principio, el dominio del reglamento autónomo
es residual con respecto a la ley; sin embargo, la norma de clausura del dominio legal máximo refleja
que ese campo residual es bastante estrecho (Constitución, art. 63 N° 20). Fuera de los contadísimos
casos en que la Constitución le atribuye directamente la regulación de ciertas materias (por ejemplo,
regulación de la libertad de reunión o de los contratos especiales de operación de hidrocarburos y
otros minerales), el reglamento autónomo tiene muy pocas ilustraciones (de las cuales, una de las
más relevantes es probablemente la instauración de comisiones asesoras del gobierno).

(b) El origen administrativo de los reglamentos

No obstante su naturaleza normativa, los reglamentos surgen de la administración; son manifestación


de potestades confiadas a autoridades administrativas y se adoptan por medio de procedimientos
administrativos.

(i) Competencias normativas de la administración

En todo ordenamiento resulta delicado determinar las autoridades habilitadas para dictar normas
generales. Para evitar el desorden normativo conviene circunscribir al máximo esta habilitación; sin
embargo, la necesidad de especialización de la normativa justifica su atribución a autoridades
sectoriales. La Constitución reconoce al Presidente de la República una potestad reglamentaria
singularmente importante. El artículo 32 N° 6 prevé: “Son atribuciones especiales del Presidente de la
República: Ejercer la potestad reglamentaria en todas aquellas materias que no sean propias del
dominio legal, sin perjuicio de la facultad de dictar los demás reglamentos, decretos e instrucciones
que crea convenientes para la ejecución de las leyes”.

Como se ha visto, el campo natural del reglamento es la ejecución de las leyes (reglamento de
ejecución): toda ley puede ser reglamentada por el Presidente, y en este ámbito el reglamento
importa definir los detalles de aplicación de la ley. Sin embargo, la Constitución también consagró una
potestad reglamentaria propia del Presidente, que se ejerce en campos ajenos a la competencia
normativa del legislador (reglamento autónomo, en el sentido de no necesitado de una ley previa); en
este ámbito es el reglamento el que establece las reglas primarias.

Hay varias otras autoridades investidas de potestades normativas análogas a la del Presidente de la
República. La Constitución se las reconoce, por ejemplo, a los gobiernos regionales, las
municipalidades y al Banco Central. Se ha discutido si el legislador (y no sólo el constituyente) podría
conferir este tipo de potestades a otras autoridades. Hay buenas razones –de eficacia, de
especialización, de equilibrio institucional– que pueden justificar estas atribuciones al margen de las
prerrogativas presidenciales. Finalmente, el Tribunal Constitucional ha zanjado la cuestión de modo
afirmativo: la atribución de potestades normativas a organismos distintos, típicamente aquellos que
intervienen en la regulación de actividades económicas –como las superintendencias– es conforme a
la Constitución (p. ej., entre otros, TC, 22 de mayo de 2008, Rol 1035 y 15 de marzo de2012, Rol 1669;
a la luz de estos precedentes, no debería tomarse en cuenta un reciente pronunciamiento en sentido
contrario: TC, 18 de enero de 2018, Rol4012, sobre reforma al Servicio Nacional del Consumidor).

Es necesario distinguir los reglamentos de las meras instrucciones, directivas o circulares (aunque
desde una perspectiva formal parezca difícil diferenciarlos). Todo jefe administrativo posee, por su
condición de superior jerárquico de su servicio, la potestad de impartir instrucciones de alcance
general a su dependencia; pero, según un entendimiento compartido en la doctrina, estos actos sólo
tienen trascendencia intraadministrativa y no configuran auténticas fuentes normativas. Por
desgracia, el legislador no es muy riguroso con la terminología, y a veces faculta a determinados
organismos administrativos a dictar circulares o instrucciones con eficacia ad extra, es decir, con
fuerza vinculante respecto de terceros. Se trata de un tipo anómalo de normas reglamentarias o,
eventualmente, de actos interpretativos de otras normas.

(ii) Procedimiento administrativo de elaboración de reglamentos

Formalmente, un reglamento está contenido en un acto administrativo. Cuando el reglamento es


dictado por el Presidente de la República, necesariamente adopta la forma de un Decreto Supremo y,
por consiguiente, debe ser firmado por un Ministro de Estado (Constitución, art. 35). La
jurisprudencia ha entendido–de manera discutible– que en la materia no cabe la delegación de firma,
de modo que todo acto administrativo de competencia presidencial que contenga normas generales
debe ser suscrito personalmente por el Presidente, sin que quepa hacerlo a sus ministros con la
fórmula “por orden del Presidente de la República” (TC, 25de enero de 1993, Plan Regulador
Intercomunal La Serena-Coquimbo, Rol 153).Tratándose de las potestades normativas de las demás
autoridades, las normas de carácter reglamentario se materializan por medio de resoluciones. El
procedimiento de adopción de los reglamentos no está especificado por laley. La doctrina ha
discutido (sin llegar a acuerdo) que se apliquen a su formación los estándares del procedimiento
administrativo general, contenidos en la LBPA. Con todo, aunque ese texto está concebido más bien
pensando en los actos administrativos de efecto singular, contiene algunas prescripciones aplicables a
losactos de efecto general, que sin duda pueden aplicarse a los reglamentos. Tratándose de algunas
regulaciones de naturaleza económica se ha previsto un “análisis de impacto regulatorio” en forma
previa a su adopción (p. ej., Ley 20.416, que fijanormas especiales para las empresas de menor
tamaño, artículo quinto). Además, para las regulaciones susceptibles de incidir en ámbitos sectoriales
de competencia de distintas autoridades la ley ha instituido mecanismos de coordinación previos
(LBPA, art. 37 bis).Los reglamentos dictados por el Presidente de la República, en cuanto no son
susceptibles de delegación de firma, requieren siempre y necesariamente de la toma de razón por
parte de la Contraloría General de la República, no pudiendo quedar exentos de este trámite (LOCGR,
art. 10, inc. 5). Respecto de los demás actos reglamentarios rigen las normas generales.

(c) la eficacia del reglamento frente a la administración

En circunstancias que los reglamentos pueden ser dejados sin efecto por la misma autoridad que los
dictó, su observancia no puede sustentarse en la superioridad jerárquica de las reglas, como es típico
del principio de legalidad. Al contrario, suele justificarse en un principio de inderogabilidad singular
de reglamentos, que se expresa en la máxima tu patere legem quam ipse fecisti (padece la ley que tú
mismo hiciste). El principio da cuenta de la sustancia normativa del reglamento, que fija normas
permanentes, y, por tanto, no puede ser modificado por operaciones destinadas simplemente a
reglar de modo puntual y pasajero un asunto concreto. En virtud de este principio, pues, la
administración no puede infringir una norma de jerarquía reglamentaria con ocasión de un acto
administrativo singular (en otras palabras, los actos administrativos singulares deben respetar los
reglamentos vigentes); si la administración está interesada en modificar el criterio reglamentario,
debe previamente modificar el reglamento o introducir alguna excepción en él.

Por cierto, los distintos órganos administrativos deben respetar las competencias normativas de otras
autoridades. Así, por ejemplo, el gobierno central debe ser respetuoso de las competencias
municipales, y adaptarse, en lo que corresponda, a las ordenanzas municipales. Así, una operación de
obras públicas, de competencia del gobierno central, debe ajustarse a los instrumentos (normativos)
de planificación territorial, como los planes reguladores comunales, de competencia municipal. Pero
en esta dimensión, el deber de respetar los actos normativos de otras autoridades arranca de las
leyes que distribuyen competencias entre ellas.

(d) Control de los reglamentos

Por su importancia política y jurídica, los reglamentos dictados por el Presidente de la República están
sujetos a controles excepcionales.

El más antiguo de todos es la toma de razón por la Contraloría, que suponeun control de legalidad
previo a la vigencia del reglamento y que, de hecho, puede demorar mucho su eficacia. Además,
estos reglamentos son susceptibles de impugnación ante el Tribunal Constitucional. Este control tiene
notas particulares, que dan cuenta de su marcado carácter político, como catalizador de disputas
entre el ejecutivo y el Congreso, fundamentalmente en lo que concierne el reparto de competencias
normativas entre la ley y el reglamento. La impugnación sólo puede ser provocada por
parlamentarios (y no por particulares) y sólo puede fundarse en la inconstitucionalidad del
reglamento (y no en su mera ilegalidad, materia sobre la cual el Tribunal es
incompetente).Posiblemente a partir de estas singularidades algunos han pretendido que los
reglamentos no serían susceptibles de control jurisdiccional, idea que excepcionalmente algunos
fallos han recogido. Sin embargo, esa idea resulta contraria al principio de la tutela judicial efectiva y,
por eso, debe descartársela. Ninguna razón textual, sustantiva ni procesal, impide el ejercicio de
acciones judiciales encontra de un reglamento, sea presidencial o de autoridades inferiores y, de
hecho, la práctica las acepta de modo mayoritariamente pacífico (para una afirmación de principio de
su impugnabilidad por medio de un recurso de protección, Corte Suprema, 11 de agosto de 2015,
Agencia de Acreditación y Evaluación de Educación Superior S.A. c/ Comisión Nacional de
Acreditación, Rol 6370-2015).

b. Actos administrativos singulares

Los actos administrativos singulares no contienen auténticas reglas de derecho, porque carecen de
generalidad y abstracción. En cambio, rigen particularizadamente una situación puntual, definiendo la
posición respectiva de su destinatario y de la administración. Los actos administrativos singulares
también deben ser respetados por la administración, dentro de ciertos límites. Ciertamente, en
principio los actos administrativos podrían ser dejados sin efecto total o parcialmente por actos
posteriores. Al efecto el ordenamiento chileno reconoce dos importantes poderes jurídicos con que la
administración cuenta para hacer progresar el ordenamiento frente a actos antiguos: invalidación y
revocación, ambas especies del género retiro. En términos generales (la materia se analiza con mayor
detalle a propósito de la extinción del acto administrativo — cf. §§ 269 y ss.), la potestad revocatoria
permite a la autoridad volver sobre sus actos antiguos y modificarlos o extinguirlos por simples
consideraciones de oportunidad (o mérito o conveniencia), es decir, por una reevaluación del interés
público que lo justificaba. En cambio, la potestad invalidatoria sólo permite a la administración dejar
sin efecto sus actos ilegales, es decir, se justifica en consideraciones de legalidad. Dado que el
ejercicio de estas potestades podría afectar la estabilidad de las posiciones jurídicas de sus
destinatarios, el derecho adopta ciertos resguardos en beneficio de ellos; así, la revocación no
procede contra actos que hayan conferido o declarado derechos en favor de sus destinatarios, y la
invalidación sólo puede disponerse dentro de un plazo perentorio, que es de dos años contados
desde la entrada en vigencia del acto en cuestión.

Así las cosas, fuera de los casos en que la administración puede retirar sus propios actos, éstos se
imponen obligatoriamente a ella, por razones de seguridad jurídica.

c. Fuentes difusas de la legalidad

La doctrina explica que el bloque de legalidad está también conformado por grupos de fuentes menos
fácilmente identificables, como los principios generales y la jurisprudencia. La consistencia propia de
estas fuentes es difícil de precisar.(a) la jurisprudencia

La jurisprudencia no tiene un status normativo oficial en la generalidad de las ramas del derecho
chileno. El Código Civil declara abiertamente que “las sentencias judiciales no tienen fuerza
obligatoria sino respecto de las causas en que actualmente se pronunciaren” (art. 3), de modo que
pareciera desconocer ala jurisprudencia su carácter de fuente normativa. Esa aproximación legalista a
la obra de la jurisprudencia influye en el trabajo de los jueces, que normalmente no se sienten
vinculados por decisiones anteriores recaídas sobre la misma materia. Sin duda en algunos ámbitos la
jurisprudencia es suficientemente fuerte como para ver en ella el reconocimiento de una auténtica
regla de derecho, pero en muchos casos no es así.

En contraste, la jurisprudencia administrativa emanada de los informes y dictámenes de la Contraloría


General de la República, tiene definido en forma positiva un cierto status vinculante. Según la Ley
Orgánica de la Contraloría (LOCCGR, arts. 6, 9 y 19), que habla sin rodeos de jurisprudencia, los
dictámenes de ese organismo son vinculantes para el caso concreto en que recaigan y, además,
configuran una jurisprudencia que debe ser conocida y respetada por los organismos administrativos.
Entonces, debe observarse la Jurisprudencia administrativa, en que el efecto propio consiste en
interpretar textos legales o reglamentarios, de manera que si trasgrede la jurisprudencia se
trasgreden los textos positivos que refieren. En el caso de sentencias judiciales pasadas en autoridad
de cosa juzgada , son obligatorias para todos, incluidas la administración, su respeto va más allá del
propio principio de legalidad, prefiere por aplicación del principio de separación de poderes (art. 76
cpr).

Principios Generales del derecho. Se dice de estos que forman parte del bloque de legalidad, y por
tanto serían límite a la administración. Sin embargo no son límites absolutos por las siguientes
razones. Si un texto positivo no les da lugar o reconoce, como el artículo 4 y siguientes de la ley
19.880, si no constran por escrito se les entiende en forma difusa, y como depende de la
discrecionalidad del órgano, podría ser entendido en forma errónea. Como señala Alexy, podrían
cumplirse en la medida de lo posible, operan como mandatos de optimización, que, en el caso
concreto, deben ser ponderados junhto con otros principios..

El lugar que ocupan en la jerarquía de las reglas en Chile es poco claro, la práctica legal no distingue,
como se suele hacer en el derecho comparado, entre principios de jerarquía constitucional, legal o
infralegal, ni su compatibilidad con tales o cuales reglas positivas, la observancia de la administración
genera incertezas.

Bibliografía Referencial.

La literatura sobre el principio de legalidad es la de la parte general del derecho administrativo,


incluyendo la revisión de las fuentes que lo integran. Por eso, cabe aquí una remisión a los textos
generales del derecho administrativo o, más generalmente, de las fuentes del derecho (sin apellidos).
Entre las principales influencias en la estructura y el contenido de este título se cuentan el famoso
artículo de Charles Eisenmann, “Le droit administratif et le principe de légalité”(Études et documents
du Conseil d’Etat, 1957, y ahora en sus Ecrits de droitadministratif, París, Dalloz, 2013), y el bellísimo
ensayo de García de Enterría,Revolución Francesa y administración contemporánea (Madrid, Taurus,
1972).

El estudio de las fuentes del derecho, integrantes de la legalidad, recorre prácticamente la totalidad
de las disciplinas jurídicas, de modo que la enunciación de labibliografía sería extenuante. Con todo,
por el talante teórico de sus autores, debecitarse una colección de ensayos sobre aspectos puntuales
de las distintas fuentes del derecho público, en Eduardo Cordero y Eduardo Aldunate, Estudios sobre
elsistema de fuentes en el derecho chileno (Santiago, Legal Publishing, 2013).

Respecto del tema específico de las potestades, el texto seminal es el de SantiRomano “Poderes,
potestades”, en Fragmentos de un diccionario jurídico (Granada, Comares, 2002), aunque en general
tanto la doctrina italiana como española contienen referencias suficientemente ilustrativas sobre el
punto. El trabajo referido de W. N. Hohfeld es Conceptos jurídicos fundamentales (México,
Fontamara,1992). En el derecho los chilenos, una actualización de la noción de potestad pública se
contiene en Christian Rojas, Las potestades administrativas en el derecho chileno. Un estudio
dogmático-jurídico en torno a su configuración, estructura y efectos (Santiago, Legal Publishing,
2014).

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