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De viaje

A veces me parece que nos miramos desde las ventanillas


de dos trenes que están en una estación, muy cerca uno del
otro, pero que van a recorrer por diferentes vías. Sin
esperanza.

Adolfo Bioy Casares, Descanso de caminantes

Viajar puede ser una experiencia feliz para el hombre de negocios que odia el tedio de los
lunes a las once de la mañana; sin embargo, para las personas que viven en la ruta, el camino y los
paisajes son tan monótonos como el sonido de los dedos en la máquina, redactando una carta, o el
timbre de la hora del almuerzo.
Pero Andrea Soares viajaba por placer. Planifcaba sus vacaciones sin dejar ningún detalle al
azar; el hotel, el recorrido y el destino eran distintos cada año. Algunas vacaciones las pasó en Los
Cabos; otras, en París; algunas veces recorrió La Antigua y en otras, Buenos Aires. Ahora se había
dejado llevar por el dedo y sin ver había elegido una ciudad anónima.
La agencia de viajes no tenía ningún grupo de turistas, ni contactos en la zona. Viajaría sola y
a su suerte. Andrea pensó que tenía, por fn, la oportunidad de contarles anécdotas divertidas a sus
amigos cuando regresara a casa. Eso la animó. Por primera vez en su vida conocería lo que se siente al
viajar en la ruta, sola, sin guías ni folletos coloridos.
Andrea llegó a Bahía Verde con dos horas de retraso. Su viaje empezaba violando su regla de
oro: nunca llegar tarde. Eso la había disgustado, pero de alguna forma se debía romper la rutina. En la
estación no había nadie. Andrea esperó por un taxi, pero parecía que el pueblo trataba con desprecio
a los turistas. Qizá en Bahía Verde nadie no sabía qué cosa era eso. Andrea caminó casi dos millas
hasta encontrar un hotel. Al llegar, la recepcionista estaba profundamente dormida; Andrea tuvo que
tocar varias veces la campanilla. Finalmente, le asignaron la habitación número doce. La llave era tan
vieja que casi se quebró cuando Andrea abrió la puerta. Una cucaracha, tan grande como una rata,
huyó despavorida hacia el techo. Andrea pensó que ser temeraria en las vacaciones era una mala idea.

Era el último trabajo de la temporada. La idea de regresar a casa lo alentaba; allí podría
emborracharse en silencio y a solas, como debe ser. Pero antes había que cumplir con el deber. Estaba
a medio camino, pero se sentía agotado, casi diluido entre la vida y la muerte. Llegó al hotel, y pagó.
Inspeccionó su habitación con desgano; abrió la llave de la ducha: el agua estaba helada; ajustó el
termostato, pero la calefacción no funcionaba. Demasiado cansado para llamar al administrador, se
tendió en la cama y se quedó dormido. Cuando despertó, era casi mediodía. Sintió hambre; se dirigió
al acostumbrado restaurante anónimo y almorzó en silencio. Regresó al hotel. A las cinco de la tarde,
abrió el sobre. Antes de marcharse vio la fotografía de la víctima.
Andrea no pudo dormir. Los huéspedes de la habitación trece hicieron el amor toda la noche;
ella no comprendía cómo una mujer podía hacer tanto escándalo, especialmente, pensó divertida, si
había estado fngiendo. A las diez de la mañana, después de un baño con agua hirviendo, desayunó
con cierta cautela unos huevos con mucha sal, y no tocó el tocino. Trató de engañar a su estómago
con café, y a las once y media salió del hotel buscando algo que ver. Bahía Verde se resistía, no había
nada interesante en la ciudad. A las tres de la tarde estaba de regreso en el hotel. Decidió esperar,
quizá la noche podía despertar a ese pueblo fantasma.
Llegó a Bahía Verde a las nueve de la noche. Buscó la dirección de la víctima, pero no pudo
encontrarla; cansado, se detuvo en un hotel. Cuando abrió la puerta de su habitación, notó que la luz
de los autos que viajaban en la carretera golpeaba directamente en la ventana. Vio el número y
maldijo, como tantas veces, la habitación, que esta vez tenía el número once. Agradeció que el agua
estuviera caliente, pero le disgustó la televisión descompuesta y la calefacción demasiado alta.
Decidió fumar un cigarrillo en la entrada del hotel. A las once vio a una mujer que salía de la
habitación doce. La reconoció: la víctima no vivía en Bahía Verde, estaba de vacaciones.
Andrea bebía café en el restaurante; desde la ventana la vio: era una mujer hermosa, con ojos
grises (pero eso surgió de su imaginación) y el cabello negro; leía y parecía cansada. La fotografía no
le hacía justicia. Él, después de mucho tiempo, con sorpresa se descubrió vivo. Pensó que A. S. (así
estaba escrito el nombre de la víctima) era la mujer más bella que había visto. Asesinarla sería una
lástima.
Caminó hacia el restaurante. El reloj anunciaba la medianoche.
Andrea vio entrar al desconocido, y no le prestó mucha atención. La mesera le sirvió más café
y en la televisión -quizá la única que funcionaba en Bahía Verde- el noticiero hablaba de una
tormenta de nieve en Varsovia. No hay nada más triste que la medianoche en las vidas monótonas; al
fnal, todos los viajes de Andrea eran una justifcación, una forma superfcial de decirse que tenía una
vida; era una mujer bella, lo sabía, pero también estaba sola; el departamento en Lisboa, las visitas al
Mediterráneo, los hombres que desflaban en su cama, el éxito en su carrera... todo era un pretexto,
una excusa para olvidar que era infeliz. Bahía Verde era la ciudad perfecta porque en ella no había
nada; Andrea pensó que tal vez podía vivir sin engaños allí.
Se acercó a la mesa. Con una sonrisa de interés, Andrea lo recibió amablemente. Hablaron
poco; ambos supieron que eran turistas, que estaban solos y también descubrieron que se gustaban.
Andrea pensó que una aventura más en unas vacaciones insatisfactorias no era sufciente, pero por lo
menos sí tendría alguna historia que contar.
Cuando entró a la habitación doce no sintió la acostumbrada indiferencia; los brazos y los
besos de Andrea fueron sufcientes para aturdirlo y hacerlo olvidar; en esa madrugada dos solitarios,
dos turistas, se amaron, se conocieron y se olvidaron, como todos, como siempre.
Antes del amanecer, recordó su misión. Andrea dormía a su lado; vio su cabello negro, su
respiración suave y satisfecha, sus largas y afladas manos, su boca perfectamente dibujada y sus
senos perfectos. Se vistió en silencio; salió de la habitación, buscó sus maletas y vio el arma sobre la
mesa de noche. Se sentó en la cama. Tomó fuerzas, fue al baño a refrescarse el rostro y cerró con
cuidado la puerta de la habitación trece.
A las seis de la mañana reanudó su camino. Después de todo, era hora de volver a casa.

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