Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Historia Maacutegica Del Camino de Santiagof Saacutenchez Dragoacute PDF
Historia Maacutegica Del Camino de Santiagof Saacutenchez Dragoacute PDF
Fernando
Sánchez Dragó
(Planeta)
A mediados del siglo iv, un arquetipo vuelve a funcionar: el de los egipcios que en
España ganan batallas, siembran culturas, encarnan mitos o construyen altares. El
protagonista, esta vez, será un tal Marcos, nacido en Menfis y educado en Alejandría,
discípulo de Basílides, agitprop del hermetismo, maniqueo, teurgo, brujo, predicador e
iluminado. Su paso por la Península resulta tan misterioso como el de Apolonio de
Tiana, pero mucho más fructífero. Al menos para la imaginación de los obispos y
polígrafos temerosos de Dios. Éstos tejen a cuenta del personaje fábulas tan edificantes
como tenebrosas. Marcos, rehaciendo el camino de sus antepasados, alcanza nuestro
litoral, conoce a una ricahembra, la seduce, le presta libros, los ilustra, la convierte, le
pone el nombre de Agape y funda con ella la iglesia gnóstica de los agapetas, cuyos
miembros -dice Menéndez y Pelayo espoleando, como de costumbre, la curiosidad del
lector- &laqno;se entregaban en sus nocturnas zambras a abominables excesos». No es
el único detalle cáustico que a propósito de Marcos nos han transmitido nuestros
mayores. El padre Sarmiento, en un enésimo esfuerzo para quitarle hierro español a la
vasta herejía que allí iba a originarse, transforma al de Menfis en gitano por las buenas.
Otros autores hablan de yelmos homéricos impuestos por el hierofante a los adeptos
para hacerlos invisibles a la policía, comparan sus ritos a las ceremonias masónicas,
encierran en una misma jaula de grillos a agapetas, carpocracianos, nicolaítas y
priscilianistas, sostienen que todas las sectas gnósticas degeneraron en sociedades
secretas proclives al politiqueo y la lascivia, y atribuyen a aquellos cautos defensores de
la transmigración de las almas nada menos que la gloria de haber practicado el
espiritismo por primera vez en el ámbito de la Península. Murguía se atreve a imaginar
el encuentro entre Marcos y Prisciliano, a quien describe como carne de unas ideas
&laqno;en cuyo seno se unían y hermanaban las dos doctrinas místicas de Asia y Egipto
con las sectas filosóficas de Grecia». No sigamos. Exagera Murguía en todo esto, como
exageraron sus colegas, porque en realidad no es seguro que Marcos fuera a Galicia ni
probable que dentro o fuera de ella trabara amistad con Prisciliano El único nexo entre
ambos personajes, si nexo hubo, lo suministra Delphidius, aquel profesor de retórica
que enseñara al padronés cosas muy distintas a las que suelen aprenderse en las aulas.
Merece la pena dedicar un recuerdo a tan curioso corruptor de la juventud. Era bordelés
de buena familia, descendiente de druidas, hijo de un rector, poeta, jurisconsulto,
catedrático y pagano hasta que cambió de tercio, postergando entonces su apelativo de
estirpe délfica frente al menos herético de Elpidio. No nació antes del 330 ni murió
después del 381. Estaba casado con Eucrocia, que también aceptó la nueva fe y renunció
a su nombre, adoptando el de Agape, a la vez mitraico, esenio, helenizante y evangélico.
Matrimonio de impecable historial, dejaron de ejercer como esposos a raíz de la
conversión, y ello porque su cristianismo era el gnóstico, el ascético, el alejandrino, el
que no daba tregua, el que venía de los desiertos orientales predicado por tres herejes
que inadvertidamente llegarían a santos: Ambrosio, Jerónimo y Martín de Tours. Tres
fueron asimismo los jóvenes españoles, carne ya de heterodoxia y ascetismo, que
mediada la octava década del siglo aparecieron en Burdeos: el gallego Prisciliano, el
andaluz Tiberiano y el dudoso portugués Latroniano. Todos siguieron las lecciones de
Elpidio y todos, probablemente, abandonaron las pompas del mundo por influjo de su
maestro. Y no debían ser éstas de escaso lustre. Sabemos que Prisciliano era rico,
ingenioso, seductor y mujeriego. Lo que se dice un beautiful and damned, un
inverosímil Scott Fitzgerald capaz de renunciar al éxito. Hasta sus últimos fuegos
arrastrará, en efecto, ese doble e irreconciliable destino de boddhitsava y pimpollo
consentido de una generación de artistas. Se había criado, por añadidura, en el epicentro
de la más limpia tradición gallega. Es decir: practicaba con naturalidad la magia de los
druidas y no ignoraba que la vida del hombre se atiene al inflexible peregrinar de las
estrellas.
Era, en cierto sentido, inevitable que este triunfador nato, filósofo con ribetes de
brujo y primero de la clase versado en la lectura del firmamento, se convirtiera en
discípulo predilecto de Elpidio y fundara con él, Eucrocia y otros amigos una especie de
comuna hippy en una finca de los alrededores de Burdeos. Hoy, en pleno vendaval
orientalista y psiquedélico, no resulta difícil imaginar su aspecto, sus intenciones, sus
actividades. Cualquiera puede franquear esa cancela y echar un vistazo a los
enclaustrados. Son místicos, abstinentes, impulsivos, apostólicos y recelosos. Como
todos los convencidos de haber encontrado la verdad en un medio hostil, pecan de
intolerancia y se exceden en el proselitismo sin por ello renunciar a los placeres de la
clandestinidad. Llevan ropas blancas y talares, alaban las perfecciones de la naturaleza y
rechazan la impecable artificiosidad de la obra humana, pasean por el bosque, recogen
drogas en los cañaverales y amuletos de piedra en las cavernas, utilizan la noche y el
plenilunio para recuperar lo numinoso, inventan rituales magnéticos, machacan el deseo
a fuerza de jaculatorias y meditan en rudas posiciones verticales hasta que sus cuerpos y
sus mentes y el mundo entero se reducen a sístole y diástole de una tremenda pulsación
universal. La vía del conocimiento tiene mojones parecidos en todas partes.
(Cuando siglos más tarde hubo que buscarle un símbolo a las peregrinaciones jacobeas
se eligió contra pronóstico una concha. Reparo en este dislate gracias a Victoria
Armesto. ¿Por qué lo harían? &laqno;Porque las vieiras abundan en el litoral
compostelano o porque ése era el talismán de Venus y el emblema de la fecundidad
femenina?)
Casi todas las escuelas gnósticas, sin embargo, proscribían el matrimonio. El hombre -
enseñaban- tiene que descerrajar el juego eterno del yang y el yin para alcanzar la
unidad. Si nacer es degenerar y la realidad se define como una putrefacción en cadena,
¿quién deseará engendrar un nuevo ser imperfecto? Se viene a la tierra para depurar el
karma propio y ajeno, no para extenderlo. Atis, hijo de Cibeles y modelo de Cristo se
castra con el propósito de expiar la pasión incestuosa que su madre le inspira. El
hierofante de Eleusis evocaba, simbólicamente, este gesto de desesperada pureza. Las
emasculaciones no fueron raras en el denso clima espiritual de Alejandría. El propio
Orígenes protagonizó una de las más sonadas. Andando el tiempo, cátaros y albigenses
denostarán la propagación de la especie e incurrirán en formas místicas de suicidio por
asfixia y ayuno indefinido Pero Prisciliano, antes que gnóstico, era sincretista, un
aventurero, un curioso, un intelectual, un típico libra (aunque desconozco su signo del
zodíaco), un conciliador de fórmulas dispares en ecuaciones vertiginosamente
plurifánticas. Por sangre, por herencia, por vocación, no podía eliminar de su sistema
religioso lo que los hindúes llaman la vía de la mano izquierda, la de Nietzsche, la del
tantra, la de la exageración, el delirio, el terror y el abandono. Hermetismo puro: por el
más y por el menos se alcanza el satori. Lo que importa es el exceso. Exceso en la
renuncia, exceso en la entrega. Don Juan, el brujo yaqui de Carlos Castaneda, explicará
que cada hombre tiene un aliado. Prisciliano, al rechazar la procreación y aconsejar
(sólo con el ejemplo) la obscenidad, no traiciona a los gnósticos ni a sus involuntarios
condicionamientos vitales. Druidas, Galicia, hembras de Magdala, kamasutras, juventud
y biología lo arrastran al lecho de Prócula, donde no se encanalla, sino que renace.
Sus jueves, en cualquier caso, han transmitido una imagen de su virilidad tan lisonjera
para él como improbable para las mujeres de la secta. Es en cierto modo justo, y desde
luego inevitable, colgar el mochuelo de libidinoso a quien presume de incontinencia
entre gentes que no brillan por su castidad. Hasta Menéndez y Pelayo deja esta puerta
entornada. ¿Será Prócula una invención? Nada, en efecto, impide postular un Heresiarca
pudibundo y anafrodita, aunque yo prefiero la iconografía tradicional, tan gallega y
española, tan rica de sexo y desmadre.
Dice Sulpicio Severo que en el año 379, un discípulo de Elpidio y Agape llamado
Prisciliano, natural de Galicia e hispano latino de raza empezó a predicar doctrinas
heréticas en las regiones más occidentales de la Península. Es el introito al drama. Atrás
queda un lustro de silencioso fervor. Las provincias celtas, ganadas de antemano,
suministran prosélitos en número suficiente para invadir las calles, los púlpitos y las
cátedras. Los jefes del movimiento se trasladan a Lusitania y allí, en Mérida y
Salamanca, Prisciliano despliega su prodigiosa oratoria. Se le rinden obispos,
menestrales y comerciantes. La chispa prende, el fuego muerde ya en las dehesas del
Andalus. Y entonces, rebajándole calenturas a la apoteosis, es cuando Ithacio, obispo
del Algarbe, &laqno;audaz, imprudente, suntuoso, esclavo del vientre y de la gula»,
ramplón, trapisondista y acérrimo enemigo del padronés, lee el Adversus Haerreses,
descubre la existencia de Marcos, cavila, teje telas de araña, inventa, relaciona, bufa y
se descuelga con un Commonitorium que reciben todos los prelados y personalidades de
la zona. En él embaula, por las buenas o por las malas, cuantos errores de aquí y de allá,
del hoy, del ayer y del mañana menciona el lionés en su libro. Prisciliano será gnóstico,
dualista, maniqueo, zoroastriano y brujo. Cuatro Olimpos -el gallego, el alejandrino, el
mitraico y el grecorromano- se le vienen encima enteros y verdaderos. Ithacio convoca
un concilio en Zaragoza con ánimo de descargar el último mandoble. Los encartados se
niegan a asistir y escriben a Roma, cuyo solio está ocupado por un gallego bracarense
que llegará a santo. La mafia funciona y el papa pide a los obispos que no formulen
condenas in absentia. Tras mucho discutir, todo se resuelve en salvas y fórmulas de
compromiso: las actas conciliares guardan silencio sobre los priscilianistas, pero se
pronuncian implícitamente contra el priscilianismo al desautorizar bastantes de sus
prácticas y postulados. En eso queda vacante la sede episcopal de Ávila. El clero
extremeño y portugués, pescando en río revuelto, consigue imponer la candidatura del
hereje. Vivir para ver: ya tenemos a éste encaramado, con mitra y cauda, en la cresta de
una diócesis de solera. Pero las cosas han ido demasiado lejos. Por una tontuna, Idacio
(metropolitano de la Lusitania que no debe confundirse con Ithacio) excomulga a los
priscilianistas de Mérida acusándolos de indisciplina. Es un reto absurdo. Prisciliano lo
acepta, llega a la ciudad, entra en la catedral cuando el patriarca está predicando y lo
interpela. No obtiene más respuesta que la agresión. Sicarios sin rostro lo zarandean y lo
expulsan del templo. Termina ahí la hora de la paciencia. El hereje busca un techo
amigo y por primera vez empuña la pluma para defenderse. En pocos días redacta el
Liber Apologeticus o Professio Fidei y clava esa declaración de principios en las puertas
de la seo emeritense para que amigos y enemigos se enteren de lo que piensa. El gesto le
valdrá luego fama de luterano. Hay, es cierto, un recóndito paralelismo entre el
reformador de Iria Flavia y el de Eisleben. Y también una flagrante diferencia. El
gallego piensa en Dios. Al alemán sólo le importan los hombres.
Defenderse, sí pero ¿de qué? Bulle en esta historia de recelos eclesiásticos algo que
irreparablemente se nos escapa. Utilizaré una imagen de novela policial: falta el móvil.
Va a cometerse un asesinato y el comisario no encuentra causa justificada. ¿Por qué
Prisciliano exasperó de repente a una Iglesia cuyas fronteras estaban aún por definir y se
granjeó no ya la antipatía, sino el aborrecimiento de prelados que con tal de medrar
hubieran bendecido herejías como ruedas de molino? ¿Tan insólitos, tan escandalosos,
tan duros de tragar resultaban sus métodos o sus mandamientos? ¿Era ocasión de guerra
el vegetarianismo de los adeptos o su costumbre de escalar montañas con los pies
desnudos para que el panteísmo les entrase como un río y el espíritu se enredara en un
impulso de ascensión? ¿Tanto y a tantos ofendía la creencia en círculos celestes por los
que el alma transmigra o el fatalismo sideral llevado al extremo de supeditar una parte
del cuerpo a cada signo del zodíaco? ¿Se consideraban subversivos los ejercicios
espirituales en las granjas, el ayuno dominical, los juramentos por vida de Prisciliano, la
eucaristía celebrada con uva o leche, la participación de mujeres y legos en el quehacer
litúrgico o la sugerencia de que el bautismo no quita ni pone, sino que sólo ayuda a
evitar la mala suerte?
Cosas de este jaez pueden sorprender, divertir y hasta enfadar a un cristiano de hoy, con
siglos de fe racional a sus espaldas, pero eran pan de cada día, sin que las campanas
tocasen a rebato, en aquel mundo envuelto de pies a cabeza por los jirones del más
desalado paganismo.
A los 33 años, nel mezzo del cammino della vita, Prisciliano entra en Ávila. Es la
plenitud, la edad de Dante y de Cristo. Galicia entera escucha el mensaje y emprende el
camino de vuelta a la religión de los Apóstoles. El patriarca, extranjero en los campos
de Castilla, escribe casi con agobio. Siete homilías, los Cánones de San Pablo, una
plegaria bautismal y el importante Liber de Fide et Apocrihis salen de sus manos. Había
un maestro: ahora hay una doctrina. Y una estrategia audaz, respaldada por la
rehabilitación que todos creen definitiva. Aunque el papa (o su curia) acaba de prohibir
los Apócrifos, Prisciliano reacciona contra esa cobardía (o iniquidad) y confiesa su
antigua pasión por las Actas de Tomás, Juan y Andrés. Ya no es un gnóstico de
tapadillo, sino un adepto a la luz del sol. Como intelectual, rechaza la quema de libros.
Como místico, no soporta la violación de las conciencias. Como naturista gallego,
detesta las consignas y chapuzas de la administración. El hombre puro -dirá- nunca se
equivoca. Por eso puede y debe correr riesgos. &laqno;Lo que en realidad pide es
libertad para el pensamiento teológico. Por primera vez en la historia eclesiástica de
Europa se plantea el principio del libre examen. Doce siglos más tarde, por él se
escindiría la Iglesia católica.» Lutero vuelve a colársenos de rondón. Y también un foco
alejandrino en la ciudad que a mayor abundamiento servirá de entorno a Teresa y Juan
de la Cruz. La lección se hace pública. Prisciliano habla ya sin reservas de una primera
materia universal, contemporánea de la divina, con la cual se modelan las almas. Es el
emanatismo, que tantas veces propondrán nuestros heterodoxos (y no sólo los cristianos.
La misma voraginosa cosmogonía fecundará el esoterismo musulmán de los masarríes)
En fin: nacer es un desastre, el castigo por un pecado del que nadie guarda memoria.
¿Una insurrección de Luciferes, una milicia de arcángeles caídos? Sí. Demonología y
gnosticismo corren parejos. Prisciliano conoce muchos diablos: Saclas, Nebroel,
Samael, Belzebuth, Nasbodeo, Belial y Abaddon. También los espiritistas del siglo xix
hablarán con ellos. Creían casi todos los alejandrinos que el mundo procede de un
agente secundario de Dios (o del Uno). Ofitas, cainitas y priscilianistas cargan aún más
la suerte: la creación es obra demoníaca, Satanás provoca y mantiene los fenómenos
físicos. Observa Menéndez y Pelayo que ningún pesimista moderno se ha atrevido a
tanto.
Entonces, ¿qué sucede con esas almas o sustancia primordial venida a menos? Los
profetas tienen la palabra. Sólo el ascetismo por ellos predicado abre brecha en la carne
para que el aire vuelva al aire, al pleroma, al espíritu universal, parándose antes en la
luna. ¿En la luna? ¿Es gnosticismo? ¿Es afán de originalidad, delirio o cachondeo?
Decía Manes que el pneuma, después de purificarse a fuerza de transmigraciones,
dejaba atrás el ámbito de la materia y recalaba en el astro nocturno para desde allí
alcanzar el Sol. Los druidas tenían salas aéreas. De siete cielos hablaron Mitra y los
cristianos Otra vez andamos a vueltas con la cábala, los símbolos, las alegorías. Nadie,
precisamente, insistirá más que Prisciliano en la necesidad de proponer una
interpretación críptica para los libros sagrados. Ése es el punto de no retorno en la
impetuosa aventura astronáutica que a partir del 382, fecha de su regreso a Ávila, lo
alejó meteóricamente de la ortodoxia romana.
Lo que se dice un gnóstico hasta las cachas. Gnósticas fueron las plegarias que
inspirándose en los Apócrifos compuso y también el Himno a Jesucristo citado al
principio de este capítulo. Gnósticos son sus temas recurrentes: el dualismo cósmico, la
caída y ascensión del alma, la posibilidad de soltar amarras abriendo las puertas del
conocimiento, la exégesis metafórica de la Biblia, el cómplice secreto, la selectividad
aristocrática de la revelación, el enaltecimiento de la gracia de congruo frente a la de
condigno y, en líneas generales, las inconfundibles intenciones herméticas que en todo
momento presiden su quehacer. Gnósticas parecen, en fin, las piezas arqueológicas que
roturan los itinerarios del Heresiarca: anillos de oro con letras griegas en Astorga y
Ginzo de Limia, la curiosa piedra de Quintanilla de Somoza, los muchos abraxas de casi
todas partes, el bronce salmantino del Berrueco Y si en el juicio de Tréveris lo
condenaron por gnóstico, bien condenado estuvo (en lo tocante a la técnica procesal).
Pero ¿lo condenaron por gnóstico?
Pero hay que sortear algunos obstáculos legales. No se puede procesar por lo civil a un
obispo sin una condena previa emitida por la jurisdicción eclesiástica. Ithacio se
apresura a convocar un sínodo y consigue que la vista se celebre no en Galicia, donde
corresponde (y donde la absolución era segura), sino en Burdeos, baluarte de los
contrarreformistas y ciudad que ya había expulsado, en sus años universitarios, al
gallego. Éste sale de Ávila y por el camino recoge a los principales apóstoles de su
iglesia: Latroniano, Asarivio, Armenio, Instancio, Felicísimo, Higinio, Aurelio,
Potamio, Juan y Tiberiano. Son obispos, aristócratas, diáconos, intelectuales, simples
parientes del hereje y yoguis ártabros o extremeños. Incluso hay un poeta, Latroniano, al
que San Jerónimo atribuye acentos insignes, pero cuyas obras se han perdido. ¡Extraño
paseo el de estos hombres insumisos por los campos de su patria! Un calvario sin
sayones ni cruz a cuestas. &laqno;Todos iban relativamente tranquilos. A ninguno de
los discípulos se le ocurrió seguramente pensar: "cuando el maestro vuelva a España, lo
hará muerto". Nunca en la historia de la joven Iglesia cristiana se había matado a nadie
por razones ideológicas y teológicas.»
Falta, sin embargo, un entreacto. Burdeos será sólo la invitación a la danza. Los
miembros del Sínodo, a pesar de su disconformidad con las escuelas orientales, no se
atreven a pronunciar una sentencia condenatoria. Ni absolutoria. Ya dijimos que, cara a
cara, Prisciliano es casi invencible. En la balanza vuelve a influir su proverbial carisma
y también la impresión de santidad que sus discípulos producen. Martín de Tours, que
figura entre los obispos convocados, defiende veladamente a los convictos. En cuanto
antiguo padre del yermo e iniciado a los misterios del cristianismo alejandrino, no
puede hacer más. Su postura empieza a ser difícil. Ya Ithacio, siempre Ithacio, le ronda,
le acecha, le busca los deslices y las distracciones. Más tarde lo llevará a los tribunales.
Martín, de todos modos, pide que no se llegue al derramamiento de sangre. Al fin y al
cabo era ermitaño: una voz en el desierto.
Así que los jueces eclesiásticos pegan un campanillazo y salen por el foro, mientras los
gallegos terminan en el banquillo de la jurisdicción imperial. ¿Cómo? Imposible
saberlo, pero desde luego violando lo establecido por las leyes. La farsa se monta en
Tréveris al filo (invernal) del 384. Y es entonces cuando Alexis Paulvitch empieza a
despacharse a gusto.
Lo chusco es que esta declaración, a pesar del suplicio, suena veraz. Y también lo
parece -fuera del aborto de Prócula, que cualquiera sabe- el resto de las inculpaciones
esgrimidas contra el Heresiarca.
Los anacoretas gustan de hablar con Dios en paños menores. Hoy como ayer y al este
como al oeste. Nuestra infancia (la de mi generación. No sé las otras) estuvo saturada de
estampas donde aparecían esos graves varones de hinojos en sus cubiles con un
arrebujado calembé tapándoles escuetamente las vergüenzas. ¡Y eso que eran
ilustraciones para niños, adecentadas por mil censuras y fumigadas con kilos de nihil
obstat! Por lo demás, con tanto turista y mass-media, hasta los tontos del pueblo se han
familiarizado ya con mahatmas y gurúes de acrisolada castidad en mística porreta. Otro
tanto en cuanto a preferir la noche para fustigaciones y arrobamientos. La oscuridad
difumina las formas y el vaivén sueño-vigilia le baja los humos a los pistones de la
biología. Así resulta más fácil largar el cuerpo por la borda, mientras la realidad
palpable se va, se va Conque no me explico cómo los togados de Tréveris tuvieron la
desfachatez de percibir indicios racionales de criminalidad en unas prácticas que eran
moneda corriente de la época.
¿Y todo esto para qué? Para conseguir algo que, siendo magia blanca, los fiscales
calificaron de theurgia: bendecir el vientre de la tierra, conjurar pedriscos y carestías,
echarle una mano al destripaterrones de solemnidad, poner júbilo y mazorcas en la
cocina del labriego. No entra en cabeza humana que por ello se pueda ajusticiar a un
prójimo. Justicia hubo, sin embargo.
No tenemos nada que agradecer a los verdugos de Tréveris, pero fuerza es reconocerles
el casual mérito de haber rescatado esta hermosa imagen de Prisciliano y sus amigos
que con los pies desnudos interpretan antiguas danzas solares, quizá muñeiras o
sardanas de otro mar, en un carrascal, en una milpa, en una estribación de granito
macho, ante campesinos de su misma raza y tripulando mañanas gallegas de gibosas
nubes por un cielo de retazos bruscos, aires de lluvia, lejanía redonda y gotear de un
tiempo sin minutos. Allí el tripudio circular, el batimán solemne, el borneo despacioso.
Allí el canto llano de los venerables, el solfeo de las esquilas, el gorgorito fodolí del
niño mélico y el cuchicheo de las intercidencias. Allí los rostros contra al amarillo y el
verde tenue del maizal. Allí la columna de humo donde dialoga el trasgo y el almirez
exánime con majadero de ónice. Allí el gran Meaulnes, allí la vida, allí el corro de un
profeta ascendiendo en espirales. Gracias, Ithacio.
¿Se defendió Prisciliano? Sí, asegurando que la naturaleza divina participa en
plantas, piedras y animales, y que todo nace por conjunción en el seno de Dios de lo
masculino y lo femenino. No es salir por peteneras, sino echarse al quite de una liturgia
que estaban profanando. Esas frases distraídas y algo retadoras apuntan al metacentro de
la Doctrina, y no a quienes oficialmente las escucharon. Como hizo notar san Juan
Crisóstomo, los gnósticos jamás discuten.
La arqueología ha demostrado que hubo allí una civitas imperial y, después, una villa
paleo-cristiana alrededor de una tumba. En ella se rendía culto a un manitú mucho antes
de la invasión musulmana ¿Quién era? &laqno;¿De dónde procedía su poder espiritual?
¿De dónde el inmarchitable magnetismo que hace surgir una gran ciudad religiosa, la
tercera de Occidente, en un castro de segunda categoría?» No existe historiador español
que no haya intentado responder a esta pregunta. Escribe Sánchez Albornoz:
&laqno;¿Santiago? ¿Prisciliano? Cabe dudar de que cualquiera de ellos esté enterrado
en Compostela. La leyenda que acredita lo primero es casi ocho siglos posterior a la
muerte del apóstol. Y tiene un tufillo anticlerical, muy siglo xix, la suposición de que
pertenecen al hereje las santas reliquias veneradas en la catedral.» Unamuno, al llegar a
Galicia, exclamó: &laqno;el sepulcro de Santiago lo es de toda España, pero quizá
repose en él Prisciliano, el gnóstico gallego, obispo de Ávila, que en el siglo iv mezcló
el paganismo de sus paisanos con las doctrinas cristianas». Compostela puede significar
enterramiento, del latín compositum, y no campo de estrellas, como el vulgo (acertando
en lo esencial) pretende. Muchos peregrinos jacobeos, sobre todo los españoles,
aceptaban y aceptan el dicho popular de que no hay romería a Santiago si no se alarga
hasta el Padrón (nombre moderno de Iria Flavia). ¿Por qué? ¿Y por qué el romancero
carolingio explica que los gallegos regresaron a la fe de los gentiles después de las
predicaciones del apóstol? ¿No es esto, envuelto en la nomenclatura mojigata y
banderiza de la Alta Edad Media, una clara alusión a Prisciliano? ¿Quién diablos pudo
yacer en esa tumba, ártabra hasta la bola, sino el santo de barba dorada cuyo nombre se
grabó después de Tréveris en todas las iglesias gallegas y se invocaba junto al de Dios
en el curso de cada misa?
Anticlerical o no, y que los manes de Sánchez Albornoz me perdonen, hay que sentirse
muy identificado con el macizo de la raza para no aceptar la evidente e increíble
paradoja de que la católica España tenga desde hace doce siglos un patrón degollado por
gnóstico, brujo, ocultista, astrólogo y casquivano. ¿Que no quedan pruebas escritas?
Tampoco las hay referentes al apóstol. No sería, además, la primera vez que Roma
destruye archivos (o los sume en un sueño de siglos hasta que llega un Peyrefitte y los
despierta). ¿Que, de ser cierto, ya se hubieran encargado los priscilianistas de vocear
una baza tan sustanciosa? Al contrario: ¿olvidamos el secreto iniciático? Dice
Menéndez y Pelayo que, tras la muerte del hereje, &laqno;no se interrumpieron los
nocturnos conciliábulos, pero hízose inviolable juramento de no revelar nunca lo que en
ellos pasaba. Unidos así por los lazos de toda sociedad secreta, llegaron a ejercer un
dominio absoluto en la iglesia gallega y produjeron un verdadero cisma». No sólo en
ella, claro, sino también (como el propio don Marcelino reconoce) en Extremadura,
Andalucía, Portugal y otras regiones de la península. Media España se quedó en trip
gnóstico durante siete alucinantes años. Luego, al morir Teodosio y quebrarse el ten con
ten, elementos vaticanistas se instalan en las diócesis del sur. El sueño místico tendrá un
despertar de comadres desgreñadas. Los regüeldos lanzados desde África por Micer
Agustín impregnan con su agrio olor los asuntos espirituales de Tartessos. El
priscilianismo, que estuvo a punto de ser religión nacional y masonería internacional, se
encierra poco a poco en su concha. O sea: vuelve a sus fronteras naturales, a Galicia.
Allí, como una mujer abandonada, el pueblo resuelve su frustración sublimando. Todo
el violento superego de aquella raza madre eternamente gobernada por extranjeros
deflagra en su gran ocasión histórica. El movimiento ascético, ciertamente a su pesar, se
ve engrosado y arrastrado por las aguas del atávico revanchismo psicológico. Vencido
por los romanos, pero no convencido, el paisanaje gallego se desborda por el clásico
cauce de liberación de los pueblos oprimidos: un desafío espiritual que puede ser arte,
pensamiento o fe. Pesa la herencia celta, y no soy yo quien lo digo, sino Otero Pedrayo
y la unánime voz del humanismo que capitanea. Prisciliano, en efecto, parece un druida.
Lo parece por su aristocrático modo de filosofar, por su devoción a la naturaleza, por
sus metáforas y adjetivos, por su estoicismo no exento de impulsividad, por su vida
cotidiana y por el distanciamiento -querido o no- que en todo instante lo rodea.
&laqno;El juicio de Tréveris no decapita solamente a un gnóstico, sino que aspira a
degollar las cabezas de la hidra panteísta celta contra la que luchará años más tarde san
Martín Dumiense.» Todavía anda ese gato necesitado de cascabel.
Dirá Espronceda: ¿en qué parte del mundo, entre qué gente / no alcanza
estimación, manda y domina / un joven de alma enérgica y valiente, / clara razón y
fuerza adamantina?». Así Dictinio, que casi impúber fue a Tréveris para rescatar las
reliquias del hereje, las acompañó hasta Iria Flavia y redactó un extraño libro destinado
a convertirse en pasión intelectual de sus coetáneos. La herencia (o la encarnación) de
Prisciliano le corresponde. Era hijo de obispo, piadoso, lector incansable de la Biblia,
inteligente, astuto (lo que no fue el Druida), activo, brillante y gallego a carta cabal. Su
tratado se titulaba Libra, quizá porque había en él doce partes (como onzas en la medida
romana de igual nombre), quizá aludiendo a un signo zodiacal que le cuadra tanto o más
que a su maestro. O por ambas cosas: exoterismo y esoterismo de la medalla.
Dictinio, solapadamente (pues toda su obra está salpicada de exégesis sin estridencias),
proponía una ética basada en el antiguo principio de que la verdad sólo debe revelarse a
quienes de antemano la aceptan. Loquimini veritatem unusquis que cum proximo suo.
Esto es ya hermetismo en rama, el yo no digo mi cantar sino a quien conmigo va de
nuestro romancero. Y una ventana abierta a la simulación, a la reserva mental, al
exclusivismo de la doctrina, a la clandestinidad. Cuatro trincheras que iban a hacer
posible, y hay que agradecérselo, la supervivencia del mito jacobeo. Mil años más tarde,
un tal Wey, anglosajón que llegó al sepulcro por mar y nos ha dejado un puntilloso
diario de viaje, puso en la contrapartida de su manuscrito esta sentencia latina (o en
latín): si fere vis sapiens sex serva quae tibi mando: quid loqueris et ubi, de quo, cui
quomodo, quando. Lo que viene a significar: &laqno;si quieres guardar tu vida de
deslices, observa con cuidado cinco cosas: de quién hablas y a quién, y cómo, y cuándo,
y dónde hablas». Kipling no lo hubiera dicho mejor. Una vez más, que entienda quien
quiera entender.
Ya en el 390, cuando no cabía sospechar la traición de los prelados andaluces, los dos
archimandritas del priscilianismo -Sinfosio de Astorga (padre, por cierto, de Dictinio) y
Paterno de Braga- habían preferido abandonar un concilio toledano antes que someterse
al plebeyo juego de los votos. Empieza entonces, dice Victoria Armesto, la década más
inquietante y menos conocida en la historia de Galicia. &laqno;Ser gallego equivalía a
ser hereje.» En el 396 se convoca otro sínodo para enjuiciar al clero disidente, pero
nadie acude a la cita. Sinfosio, tras manifestar que ya no comulga con las ideas de los
Mártires (aunque mártires los sigue llamando en ese socarrón eppur si muove), se retira
a Orense e instala a su hijo en la influyente diócesis de Astorga. Es la última apoteosis.
A partir de ella, un puñado de adeptos pasa definitivamente a las catacumbas mientras el
movimiento se diluye en querellas, celos, denuncias y picaresca monacal. El obispo
Carterio marcha a Roma para acusar a sus amigos y allí tropieza con san Ambrosio y
san Agustín, que lo tachan de amancebado (era cierto) y lo defenestran. El fraile
Bachiario, paladín de la ortodoxia en una iglesia donde todos lo toman a risa y
acongojado por el convencimiento de que el mundo terminará con su siglo, emigra
también a la Ciudad Eterna para que nada más llegar lo procesen por el simple hecho de
ser gallego. Dos clérigos de Braga, Avito y Avito, salen por separado hacia Roma y
Jerusalén con el encargo de encontrar la Verdad y traérsela. Avito jr. frecuenta las logias
fundadas por los discípulos de Orígenes en Tierra Santa y compra a peso de oro el
tratado más famoso de ese príncipe alejandrino. Avito sr. devora en Italia los libros del
platónico (aunque converso) Mario Victorino y se apresura a adquirirlos. Así
pertrechados, los Argonautas se presentan en Galicia. Quizá se inventó pensando en
ellos lo de que para tales viajes sobran las alforjas. Por partida doble y con recochineo
vuelve el gnosticismo al feudo de los gnósticos. No hace falta añadir, como puntualiza
Menéndez y Pelayo, que &laqno;la nueva herejía extendióse rápidamente en las
comarcas dominadas por el priscilianismo». Y, por supuesto, enmendándole la plana al
propio Orígenes. Sus discípulos gallegos se atrevían a afirmar que las cosas tangibles
existen tangiblemente en Dios antes de que éste las vomite al mundo fenoménico; que la
realidad viene a ser un ámbito de expiación, algo así como una penitenciaría donde las
almas redimen culpas cometidas en otras esferas biológicas; y que los cuerpos celestes
son racionales, incorruptibles y animados. Incluso defenderán la tesis (sartriana) de que
el infierno está en cada conciencia y la opinión (fáustica) de que también el demonio
puede salvarse. Platonismo tan desaforado habría de causar maravilla a Orosio, que
pidió consejo a san Agustín sobre el modo de combatirlo. Y así, cuando el emperador
Honorio reanudó en el 408 la persecución contra priscilianistas y maniqueos, que sin
duda le parecían panes de la misma hornada, sus sicarios apenas encontraron herejes a
los que poner fierros, pues andaban ya casi todos disfrazados de origenistas y eso aún
no constituía delito.
¿Platón? ¿Orígenes? Máscaras, en efecto, para una eterna canción que seguirá
tarareándose en sordina hasta que los primeros templarios se hagan fuertes en el
Camino.
¿Hasta cuándo iba a durar el vaivén de lumbres y rescoldos, las ascuas de aquel fuego
sacro siempre trepando a leña virgen desde sus cenizas? No es fácil ponerle fechas a una
región donde los labriegos aún suelen caminar descalzos por atavismo que más de un
autor atribuye al padronés. En el 567, siglo y pico después de la conversión de
Rekhiario, los miembros del Primer Concilio Bracarense se sintieron obligados a
formular las siguientes conclusiones: &laqno;si alguien cree que las almas o los ángeles
están hechos de sustancia divina, como dijeron Prisciliano y Manes, sea anatema; si
alguien sostiene, con los gentiles y Prisciliano, que las estrellas mandan en los hombres,
sea anatema; si algún clérigo o monje vive acompañado por mujeres que no lleven su
misma sangre, como hacen los priscilianistas, sea anatema». Hasta el imbele
vegetarianismo y la abstención de alcoholes se transformaron en pábulo de chismes y
síntoma de inobservancia (mil años después sucedería algo muy similar, aunque
limitado al cerdo, en lo tocante a los moriscos). Bastaba reconocer aficiones herbívoras
y aversión a las carnes para convertirse automáticamente en sospechoso, cuando no en
reo, de priscilianismo. A finales del siglo vi decidió san Martín de Dumio que los
convictos de herejía comiesen chuletas en público para demostrar su inocencia. La
palidez del rostro y la humildad del atuendo se elevaron a pruebas judiciales de
subversión religiosa. En el IV Concilio de Toledo, con estampilla del 683, las cosas
llegaron al extremo de achacar a la clerecía gallega, en cuanto lacra priscilianista, el
delirante pecado de no cortarse el pelo. ¿Hippies, sikhs o simplemente cristianos? De
todo, como Dios manda. Y con piel de elefante: muchos siglos después, entrado ya el
decimosexto, aún coleaban las doctrinas del hereje nada menos que en Alemania, donde
hubo que llamar a sínodo para condenarlas.
De lo que no cabe dudar, por encima de las cronologías y anales eclesiásticos, es que el
culto a los Mártires se mantuvo en Galicia hasta mucho después de la llegada de los
árabes. Y eso bastaba: la transmisión del antiguo saber, una vez más, se había llevado a
término sin soluciones de continuidad. El hueco dejado por la pasión y muerte de los
priscilianistas iba a colmarse inmediatamente con las aguas del espiritualismo jacobeo.
Roma no pudo quebrar la Tradición. Sucedíanse los relevos y una corte de druidas
volaba hacia las encrucijadas del norte para instalarse en ellas a mayor gloria del
Apóstol o de quien lo trujo. Pero enemigos disfrazados de noviembre se zambulleron en
la resaca.
Uno de los viajeros de mayor prestigio fue Hidacio, con hache, que al volver de Galicia,
espantado por la miseria reinante entre quienes ya ni siquiera vacilaban en devorar a su
prójimo, se hizo cura, llegó a obispo y dedicó el resto de sus días a luchar sin saña
contra las desviaciones teológicas. También el claro varón Orosio apareció por
Jerusalén buscando al mahatma Jerónimo, y lo encontró, y vivió en su choza, y
compartió con él la herética posición del loto. Andaba entonces por allí un tercer Avito,
también de Braga, enfrascado en la tarea (o manía) de combatir los errores de Pelagio.
Y tuvo suerte, pues alguien -no sé si gallego o fedayin- atinó a ponerse en contacto
mediúmnico con el espíritu del fariseo Gamamiel y siguiendo sus instrucciones
encontró unas reliquias del protomártir san Esteban que por algún raro cambalache
fueron a parar a manos de Avito sub tres. Éste se las regaló a Osorio, que le había
ayudado a redactar un libelo contra los pelagianos. Debían de ser muy milagreras,
porque el futuro historiador se las trajo a España y blandiéndolas consiguió la friolera
de cuatrocientos cincuenta conversiones durante una breve escala en la isla de Menorca.
Aquello eran los viajes del Barón de Münchhausen.
Hubo así varios siglos de libertad y acracia, animados por discípulos de Cristo que a la
vez podían ser criaturas de Dios sin que nadie se lo echase en cara. Luego apareció san
Benito e inventó el llamado voto de estabilidad, que convertía a los ascetas en bienes
raíces de sus respectivos conventos. Fue una sordidez burocrática digna de una época
que se haría tristemente famosa por los siervos de la gleba (aunque no sólo por ellos).
Adiós a los san Brandanes, adiós a los monjes irlandeses cuyo más alto ideal se cifraba
en peregrinar por Cristo, adiós a los clerici vagantes, a san Columbano, a quienes
buscaban su numen abriéndose en canal, a los predicadores de esquina, a los penitentes
de taberna, a los santos del sendero. Pero estamos en los albores de Santiago y aún anda
lejos el prior Benito. Permitámonos el lujo (o alivio) de ignorarlo. Dejemos a los frailes
con su bastón, su polvo, su cuneta y mucho camino por delante.
¡Qué tragedia! Y, como siempre, al cabo de tanto griterío queda sólo una pregunta:
¿merecía la pena? ¿Le importa a alguien que su vecino sea arriano, maleficus,
origenista, teósofo o vampiro en noches de luna llena? ¿Que lleve corbatas de pajarita,
suelte jilgueros en el hospital, desayune nécoras al pipermín o estudie numismática por
los ventisqueros? Cada cual dará su respuesta, y Dios le conserve la libertad de hacerlo,
pero nadie ignora que nos ha tocado nacer en un país pobre de imaginación y ahogado,
como decía Ortega, por el exceso de virtudes pusilánimes. Un importante periódico -
acabo de leerlo- denuncia ahora a quienes se desnudan por las playas del santuario
psiquedélico de Formentera. Nunca aprendemos la lección. Lo nuestro es perder el tren
y subimos al siguiente cuando ya la cantina está cerrada y no hay manera de tomarse
una copa. ¡Qué tragedia, sí, y qué tristeza!
Prisciliano enseña una mística, y ello sería más que suficiente. Pero su aventura -su
vida, Gólgota y resurrección- tiende además un espejo para contemplar el lado en
sombra de nuestro carácter (y, por consiguiente, de nuestro destino). Arquetipo bicorne,
con dos caras, dos filos, dos puntas y dos porvenires. Antes o después habrá que elegir
entre el doctor Jekyll y el señor Hyde. Si recordamos la fórmula.
Y si de verdad son los profetas -y no los artistas, los guerreros o los filósofos- quienes a
mayor altura ponen la pica de un pueblo, ¿tendremos que considerar a Prisciliano el
español más grande de la historia? Yo así lo creo y también nuestro definitivo momento
estelar aquel en que Dictinio y un grupo de gallegos arriban a la muy noble villa del
Padrón con los cuerpos martirizados en Tréveris. La estampa encuadra un embarcadero,
un atardecer, un grupo de aldeanos reverentes y una comitiva de santos e hidalgos
saliendo de las aguas. El ángelus. Atrás queda una rúa luminosa que será el camino del
futuro. Raimundo Lulio, Nicolás Flamel, Francisco de Asís y Domingo de la Calzada
galopan ya hacia Compostela.