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En una primera acepción, la RAE (2020) se refiere a calidad como “propiedad o conjunto
de propiedades inherentes a algo, que permiten juzgar su valor”. Así, entendemos que la
calidad de la formación universitaria (y en nuestro caso docente) está en estricta relación
con un conjunto de saberes que de manera sistemática generan un producto final llamado
profesores. ¿Cuáles son, entonces, aquellas “propiedades inherentes” a las que se refiere
la definición en nuestra formación docente? ¿Qué elementos son los que nos configuran
en el espacio universitario como futuros maestros y guías en la formación de nuestros
alumnos y alumnas? En primer lugar, y desde una perspectiva curricular, entendemos la
importancia de una formación constante en nuestra disciplina, indiferente de nuestra
especialidad, desde Matemáticas hasta Música. Una formación que esté actualizada y en
consonancia con las exigencias curriculares ministeriales y del establecimiento de turno. Y
he aquí uno de los principales problemas de nuestro rubro, cuando muchos asumen que
“formación” es el equivalente a “saber”. Pero, ¿qué sucede con aquellos saberes que
parecen anquilosados y difíciles de remover por el peso de la tradición? ¿Podemos
negarnos a renovar nuestros métodos de enseñanza? Difícil resulta, pues, aceptar una
formación universitaria estática que rija nuestro futuro quehacer docente, una formación
que no esté en sintonía con los desafíos que nos propone el acelerado presente en el que
vivimos.