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La

confusión de hojas
Como un pequeño homenaje (a La Métaphore)1

J.-F. Lyotard

[Traslape de Carmen Abaroa]


“Lo siento mucho, caro Horatio, por haberme olvidado de Laertes”. I forgot myself;
retengamos este olvido. Ellos se han batido, grapping with, en la fosa en que yacen los
restos de Ofelia. Hamlet ha manifestado que se sentía celoso del dolor del hermano. Y ha
criticado su lamento fúnebre. “Tú no rezas bien”. Entonces Laertes lo toma por el cuello.
Hamlet jadea: Saca tus dedos, retira tu mano, “no puedo estar triste ni ser impetuoso; tengo
algo en mí peligroso que tú debieras temer”. Un no sé qué amenazante, confiesa el príncipe,
y del que no se siente responsable. Argumenta: ¿Quién ofendió a Laertes apuñalando a su
padre y enloqueciendo a su hermana? ¿Hamlet? ¡Jamás! Hamlet estaba en otra parte,
retenido como estaba fuera de sí, taken away; él niega, deny, haber ofendido a Laertes.
Únicamente la locura de Hamlet estaba en cuestión, esa locura en él que lo ha ofendido.
Conclusión: Hamlet debe afiliarse, según Hamlet, en “el partido de los ofendidos”; él es
parte, junto a Laertes, de los querellantes. El príncipe, como buen sofista, se hace el idiota;
si reitera, como divagando, su nombre, es para hacerlo moverse de lado. ¡Y así se evapora
el daño hecho a Laertes! Pero queda el que “la cosa” le infringe, la cosa secreta: “Tengo en
mía algo [quelque chose] que escapa a todo aparecer”2

Asesinato de un padre, enloquecimiento de una hermana, el dolor de Laertes requiere al
menos reparación, quiere manifestarse más profundo, más verdadero que la pena del
príncipe. Se vuelven a las armas para zanjar en vivo y en directo el litigio sobre la grandeza
de las respectivas desgracias. Ambas vidas serán al cabo cortadas, pese a que el juicio (la
decisión) sobre la querella permanecerá diferido sine die. Las hojas (de floretes) se
entrechocan con tan parejo éxito que se sustituyen una a la otra en el último asalto. El
mismo florete, desbloqueado, envenenado, despacha ad patres a uno y otro contendiente.
¿El argumento de Hamlet es entonces bueno? En lo que atañe a la ley de los padres difuntos,


1
[NdT. La confusión des lames, confusión de hojas (de lames como de feuilles, de árboles o plantas como de
libros, indetermina Lyotard, y sobre todo aquí de espadas, sables y cuchillos, mas no de floretes ni estoques
[foils], donde “marra” al paso Lyotard, sino de sus puntas, cosa que él mismo luego avisa: “y he aquí confesada
la confusión de hojas, o de puntas… Confesión tramposa”. Sobre las circunstancias del coloquio sobre Hamlet
en que este texto fue leído, organizado en 1996 por los Cahiers de (La Métaphore), cf. supra, “Presentación”].
2
[NdT. Texto de Lyotrad, que sigue probablemente a A. Gide: “J’ai en moi quelque chose qui passe tout
paraître”; texto de Shakespeare: But I have that within which passeth show, por decir: nadie puede ver lo que
estoy pensando o sintiendo].
ambos hijos se equiparan en seguirla: se reúnen con su respectivo progenitor en la muerte.
El destino logra siempre reparación de parte de la vida: la muerte es su definición

La concordancia entre suertes, la simetría de ambos hijos, Hamlet se la había manifestado
a Horacio: “me apena haberme olvidado de Laertes” porque, agrega, “en la imagen de mi
causa veo el retrato de la suya”. Mi pena es la suya. Cuando ignoro su reclamo, desconozco
el mío. Identificación de amor, transferencia de afectos. Más, en todo caso arguye el
príncipe, que una representación especular, su sufrimiento lo vive en la aflicción misma y
en el reclamo de Laertes. La confusión de las hojas (puntas de los estoques) da fe de tal
tránsito e, incluso más, de la exacta paridad entre ambas pasionales monedas.

¿Debe Horacio, y debemos nosotros, dar crédito a la confidencia del príncipe? Si el retrato
de Laertes y la imagen de Hamlet se correspondieran una con otra, se requeriría que la
pérdida del padre y los desvaríos de la mujer (Ofelia) golpearan a Hamlet tanto como
golpean a Laertes, con una violencia a-relativa, sin comparación. ¿El hijo de Polonius tiene
en cuenta el retrato del príncipe? ¿Tiene en cuenta el duelo del otro [autre] mientras el
horror lo tortura por haberlo perdido todo y arde de venganza?

No mucho. Su furia pasa por alto de tal modo la imagen de Hamlet, es tan olvidadiza del
menor pensamiento que a pesar del perdón acordado al príncipe, Laertes no duda en hacer
suyas las maquinaciones del rey mafioso [félon] en vistas a hacer desaparecer a Hamlet sin
asco y por astucia [sans bavure et par ruse]. Los entrechoques de un duelo azaroso servirán
para cubrir la verdadera muerte: la pena de muerte [l’arrêt de mort] será administrada en
gotas (de veneno). Helo ahí, está concordado, lo que conviene sino corresponde al joven
con la crápula en el poder. ¿No es necesario acaso que esté loco de dolor y rabia, el buen
chico, como para llegar a tal punto? Para el golpe, Hamlet no habrá pensado, en el veneno,
no lo imagina. Traición, grita cuando percibe la droga en obra. No vuelve en sí, muere, el
procedimiento (de ser enrollado una vez más por el veneno) no era (sin más) juego.

Enteramente disímiles, entonces, ambas figuras, à tout prendre, por lo menos
incongruentes. Aplicada sobre el dolor de uno, la del otro vacila. ¿Se equivoca Hamlet sobre
la reciprocidad de la transferencia? ¿Son los celos por las reales desgracias de Laertes lo que
lo enceguece? Lo insinúa aquí y allá, en especial en la confidencia que le hace al crédulo
Horacio. Pero, de veras, miente [de vrai, il dit faux], engaña a su mundo sobre la índole de
su locura. Del retrato de Laertes, algo falta en la imagen que el príncipe tiene de sí, falta la
aflicción que enloquece, sin vuelta reflexiva. Y lo malo [la chose méchante] que Laertes debe
precaverse con respecto a Hamlet, según Hamlet, no es nada, se habrá entendido, sino una
falta en la pasión.

Su padre, el rey, pide ser vengado. Es la ley del honor, la mantención del nombre en los
hombres. Con todo, el mandato solo toca al hijo, su vista, su oído, de fuera, de lejos, por
intermedio [sous les espèces] de una entidad incierta, de una presencia límbica y débil,
entre ser y no ser. El espectro debe insistir. Demasiado fantasmal, su ley no alcanza al alma
de su hijo. Y es que esta está habitada, ocupada, sofocada por otra cosa que la ley. Hamlet
denomina la aparición “cosa”. Harto más inherente a su pensamiento que al orden paterno,
una cosa en efecto pena [hante] al hijo, la cosa peligrosa que no habla claro, que acaso no
nada dice, que mina toda resolución. Su mutismo distrae a Hamlet, lo hace tambalear, lo
lleva a descuidar lograr lo más rápido posible reparación del crimen.

Los efectos de este frotamiento [grippage] de hojas, de puntas, se los encuentra en los actos
llamados fallidos, en las supuestos errores y erratas de las que el príncipe se siente culpable.
Pero, antes que nada, en la sangre fría con la que sus actos delirantes son perpetrados.
Atravesar (con el florete) a Polonius a través de una cortina en lugar de Claudio, abrir las
piernas de Ofelia a falta de corromper a la reina, interpretar a Edipo en suma en una escena
que no es la más conveniente, en medio de familia polónida, de cierto provoca una
desplazamiento de nota. No un lapsus, pero, porque todo está secretamente preparado.
Hamlet no se oculta, desea que eso [ça] se oculte. Acepte, le aconseja a su madre, que el
rey, ese gordo ampuloso [bouffi] con el cual se acuesta, “la lleve a revelarle que no estoy,
en lo esencial, essentially, vuelto loco, no vuelto loco en sí sino que loco por pillería [par
astuce]. No estaría mal que usted se lo hiciera saber”. By craft, por astucia, por arte y oficio
de estar loco. Dígale, nomás, que es mi caso.

Entre el mal de Hamlet y la desesperación de Laertes se cuela el pequeño artesanado del
“como si”. El príncipe de cierto está loco, pero no de desolación o de rabia. Loco de locura
inversa. ¿Quiere usted ser un Orestes en escena? Entonces guarde impasible su alma,
configure fríamente la exaltación; le creerán. Con todo, ¿no es loco también intentar
sostener tamaña tensión; no es monstruoso ser glacial para parecer ardiente? La paradoja
del comediante (el actor), pues claramente de él se trata, apela por decirlo así a una
demencia profesional, y el príncipe danés se muestra un orfebre en la materia. Si la locura
expande el miedo en Elsinor, es necesario que Hamlet sea de veras flemático. ¿Se acusa al
actor de los crímenes que comete su personaje? Su calma (su flema) es por principio, el del
arte dramático. Pero el principio solo surte sus plenos efectos ayudado por una apatía
resistente, por una paciencia vacía, esencial al alma, esta vez, aquella de la que se
impacienta la voz del espectro. ¿De qué tienen miedo, en el castillo, fuera de dos o tres
inocentes? No de la venganza del príncipe sino de que la monte, la ponga en escena. Antes
que la teatralidad, lo teatral [la théâtrique] en sí se consume en un lapso, o colapso, en un
retraso. Esta demora arroja [jette] el miedo.

Porque lo saben en el castillo, es una locura también, la pasión dramática, una blanca locura
que da carta blanca a la facultad de interpretar [jouer] todos los roles, la inquietante technè
del camaleón pálido. Todos los príncipes del Gran Giro [Grand Tournant] de entonces,
Maquiavelo el primero, Shakespeare y Montaigne tras él, descubren y redescubren la virtù
de los héroes en la potencia metamórfica oculta en lo neutro. Lo que no es nada y puede
ser todo, puede lograrlo todo, es el verbo. “No otros espadas que las palabras” [Pas d’autres
glaives que les paroles], se promete la venganza de Hamlet, palabras que matan como un
relámpago. Tanto más mortíferas si son arrojadas a todos, como en el espectáculo, y
alcanzan a quienes apuntas de sorpresa, en zigzag.

Vengarse de un crimen con una daga no vale como prueba. Incluso la confesión del criminal
puede serle arrancada a la fuerza. Lo que sube por las fosas nasales del vengador como un
bálsamo, el plato que se deleita en comer frío, es una angustia de improviso, un gesto que
escapa al culpable. Mejor que todo ante todos, esta agitación [trouble] designará al
criminal. Poner tales palabras en escena, confiar en el simulacro para desenmascarar la
pasión por el poder y el deseo de incesto de un soberano infame, es lo que aconseja al
príncipe danés posponer [ajourner]. El “como si”, urdido por la astenia que se reitera,
elevará la verdad mejor que cualquier intervención activa.

Montemos en el castillo “La trampa de ratones” [La Souricière], es el título de la obra, por
actores de paso; el efecto no demora. En el momento de la escena del veneno vertido en la
oreja “el rey se levanta”, remarca Ofelia. “¿Quién, pues?”, bromea Hamlet encantado; “¿un
poco de humo sin fuego y he aquí que se atemoriza?”3

Ardid aún, trampa de ratones más temible porque parece real, la intriga mortífera montada
por el príncipe en escena de los polónides. El asesinato del padre, la seducción a muerte de
la mujer (Ofelia), ¿cómo el tío usurpador, fratricida, incestuoso, cómo la madre perjura no
podrían, ajustados a estos signos, reconocer su [leur] crimen y no traicionar su terror?

Con la locura del danés, Shakespeare libera la palabra de la metáfora dramática. ¿Pierde su
tiempo Hamlet? Al contrario, nada le es más precioso que este tiempo sustraído a la
urgencia de honrar el nombre del padre. No puede evitarlo; algo en su lugar retrasa
apasionadamente la sucesión. Y la obra teatral encuentra su momento, su amenidad y su
perfil en el respiro opuesto al tempo de la filiación. La venganza solo es poderosa envuelta
en la demencia que difiere su efecto. En consecuencia, la eficacia que Shakespeare y Hamlet
esperan de la representación no es que esta purgue la miseria de las almas al inyectarles
por transferencia el horror de la reprehensible conducta sacrílega de los héroes. La puesta
en escena no ha en juego aquí, como lo pensaba Aristóteles, la liberación, la catarsis. No
responde a una sabiduría terapéutica. El dramaturgo solo es grande, solo tiene mérito en
tanto está loco de impotencia ante la realidad infame. No la libera de su veneno; se venga
de él; rivaliza con el mal y la mentira de las apariencias con una mentira más cierta, con una
ficción más real que la experiencia.

El paréntesis que abre el arte dramático, el veneno secretado por los hechos, con todo, lo
cierra: se requiere [il faut] que Hamlet muera. Todo queda por comenzar y el extraño
proyecto de conjurar el mal por la representación sigue siendo cada vez digno de favorecer.
¿Encontraremos alguna vez suficientes genios apáticos, implacables, para alimentar tal
arte? ¿Suficientemente perversos para demandar a la fábula satisfacer la venganza del
deseo contra la realidad?


3
[NdT. En los verso 200 y 201 de Hamlet: OPHELIA: The king rises. / HAMLET: What! frighted with false fire?;
Lo que Lyotard, probablemente siguiendo el texto puesto en escena por Daniel Mesguish en el Théâtre
national de Lille (cf. supra, “Presentación”): OFELIA: Le roi se lève. / HAMLET: Quoi donc ! Un peu de fumée
sans feu et voilà qu’il s’effraie?].
Una palabra sobre una palabra para acabar: “I’ll be your foil, Laertes”, dice Hamlet a su
adversario antes de entrecruzar los metales. Gide traduce: Je vous servirai de repoussoir,
Laërte [Te serviré de cincel (y/o de florete), Laertes]. ¿Falsa modestia de esgrimista? El
término es foil, el florete, el estoque: seré tu estoque, le dice el príncipe a Laertes, y he aquí
confesada la confusión de hojas, o de puntas… Confesión tramposa. En realidad, de entrada
reina la confusión, al parecer, en el corazón del término, en su polisemia. Foil es también la
hoja mínima [feuille] de metal deslumbrante [étincelant] sobre el que se monta una gema
para realzar el destello. Laertes es una joya, la orfebrería del príncipe lo “aleja”, decimos,
tal redoble en fuego. La hoja mínima [la lamelle] de estaño al reverso del vidrio que la hace
brillar, pensar [réfléchir], se llama también foil. Valorar, fabricar un suplemento de brillo
[brillance], he ahí lo que para to foil está. En tal arte del brillo engañoso [du clinquant], en
la rutilancia que alcanza el artificio, sobresale la meticulosa melancolía del príncipe danés.
El verbo inglés dice aún, se entiende, la trampa suprema, los desvíos por los que un venado
cruza y recruza su huella y la pierde. To foil es así desmontar [déjouer], ‘frustrar’. Puedan
las divagaciones de Hamlet, los espectáculos de Shakespeare, las puestas en escena de
Mesguich, sembrar la tropa de mafiosos empecinados en su [leur] muerte. Por una vez, la
vez de una representación, paréntesis de una metáfora — fuera.4



4
[NdT. Lyotard: Pour un temps, le temps hors temps d’une représentation, la parenthèse d’une métaphore].

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