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JUAN BENET

UN CASO DE CONCIENCIA
(1967)

Un drama de costumbres o alta comedia —según se mire— que,


aunque situado hacia 1880 y por el sur de España, fue escrito
con especial atención: a los dictámenes del gusto político que do-
minaba al país al comenzar el último tercio del siglo XX, Son
protagonistas del mismo los siguientes personajes:

EL SR. ARNAU
CARMEN, su hija
JULIÁN, su marido
ADELA, una sirvienta
LA SOMBRA DEL GUARDA

Advertencia previa:

Es opinión del autor que para lograr una justa representación


del Acto Primero, los actores deben acusar y significar los apar-
tes con aquellos gestos y actitudes que sirvan para diferenciarlos
inequívocamente del resto de monólogos y diálogos. Cree tam-
bién el autor que cada protagonista deberá poseer y evidenciar
una forma peculiar de decir los apartes que, con independencia
de los matices impuestos por cada circunstancia y contexto, re-
presentará ese ánimo (que nunca se ha de confundir con la sin-
ceridad) con que cada personaje reflexionará ante sus propias
confesiones.

En el Acto Segundo no existe una correlación cronológica del


discurso —ni siquiera en los diálogos— por lo que, siendo si-
multáneas ciertas situaciones por obra exclusiva de una memoria
presente en la escena, los actores deben —con diligencia, breve-
dad y comedida exageración— hacer patente su diferenciación.

En ambos actos el decorado representará el salón principal de la


casa Arnau, el hogar confortable y espacioso de un caballero de
provincias, ya de cierta edad, bastante adinerado. Se trata siem-
pre de una tarde luminosa y cálida, precursora del verano.
ACTO PRIMERO

(En un rincón del salón, EL SEÑOR ARNAU, sentado frente a su


escritorio, dormita ante un libro abierto. Esté cayendo la tarde
cuando
llaman a la puerta, acude ADELA que la abre sin encontrar a nadie.)

EL SR. ARNAU.
¿Quién era, Adela?
ADELA
No era nadie, señor.
EL SIL AKNAU.
¿Cómo que no era nadie?
ADELA.
No, no era nadie. He salido fuera y me he llegado hasta la pueft*
del jardín y no he visto a nadie.
EL SR. ARNAU. i
Entonces querrá usted decir que no encontró a nadie; pero no
que no era nadie.
ADELA.
Como diga el señor.
EL SR. ARNAU.
Como diga el señor, no, Adela. Como son las cosas. Si no encon-
trando a nadie yo pretendiera que no era nadie, ¿cómo serla?
ADELA.
Asi
ELSH.ARNAU.
¿Cómo?
ADELA.
Así, como dice el señor.
EL SU ARNAU.
¿Y cómo lo he dicho?
ADELA,
Bien, lo ha dicho usted bien.
EL SR. ARNAU.
Bien o mal, es lo que menos me importa. Lo que quiero saber es
si he dicho lo que quería decir.
ADELA.
Eso usted sabrá.
EL SR. ARNAU.
¿Es que usted no tiene oídos y juicio para saber cómo digo yo las
cosas?
ADELA.
Ya le digo que lo dijo usted bien; como hay que decir las cosas.
EL SR. ARNAU.
¿Y cómo hay que decir las cosas?
ADELA.
Las cosas hay que decirlas bien.
EL SR. ARNAU.
Ya.
ADELA.
¿Desea algo más el señor?
EL SR. ARNAU.
Dígame, Adela: han llamado a la puerto, ¿no es así?
ADELA.
Sí, señor. Pero no había nadie.
EL SR. ARNAU.
¿Y cómo llamaron? Pormenores, por favor. ¿Llamaron muchas
veces o una sola? ¿Fue una llamada intemperante o discreta?
ADELA.
Una llamada corriente; como todas las llamadas.
EL SR. ARNAU.
¿No percibió usted nada anormal en ella?
ADELA.
No, señor. ¿Por qué tenía que percibir algo anormal?
EL SR. ARNAU.
Porque de haber habido algo raro lo habría notado usted, ¿no es
así, Adela?
ADELA,
No lo sé. Yo nunca noto nada raro.
EL SR. ARNAU
No me lo explico. Qué se le va a hacer. Está bien, Adela, está
bien.
ADELA.
¿Desea algo más el señor?
EL SEÑOR ARNAU.
(Entra CARMEN ARNAU) Nada.
CARMEN.
¿Quién era, Adela?
ADELA.
No era nadie, señora.
CARMEN.
¿Quién ha llamado a la puerta?
ADELA
No ha llamado nadie.
CARMEN.
¿Cómo que no ha llamado nadie?
ADELA.
Quiero decir, señora, que han llamado a la puerta, pero que no
había nadie. Me he llegado hasta la puerta del jardín y no he vis-
to a nadie.
CARMEN.
Sí que es raro, Adela. ¿Está usted segura de que no había nadie?
Parece muy extraño.
EL SR. ARNAU.
A Adela nada le parece extraño.
CARMEN.
¿Encontró usted lo que le pedí esta mañana, Adela?
ADELA.
No, señora, no lo encontré.
CARMEN.
¿Buscó usted bien?
ADELA.
Lo busqué por todas partes, señora.
CARMEN.
¿Miró usted en el cuarto de los armarios?
ADELA.
Si, señora, por todos partes.
CARMEN.
Adela, ¿qué era lo que yo le pedí?
ADELA.
No recuerdo, señora. Sé que usted me lo pidió, pero ya no me
acuerdo de lo que era,
CARMEN.
¿Y lo buscó usted sin acordarse de lo que era?
(llaman a la puerta exterior.)
CARMEN,
Adela, vaya usted a abrir,
(ADELA sale y abre; entra al rato cerrando la puerta.)
ELSR.ARNAU, '
¿Quién era?
ADELA.
No era nadie.
EL SR. AJUMAU,
¿Cómo que no era nadie? En todo coso será que no había nadie.
O que no apareció nadie.
CARMEN.
¿Miró usted bien, Adela?
ADELA.
Sí, señora. Me he llegado hasta la puerta del jardín y no he visto
a nadie.
CARMEN.
Está bien, Adela; puede usted retirarse. Vaya a hacer lo que le
dije.
ADELA.
Descuide la señora,
CARMEN,
¿El qué?
ADELA.
¿El qué que, señora?
CARMEN.
¿Qué es lo que tengo que descuidar? ¿Qué es lo que le dije?
ADELA.
Me dijo usted lo que tenía que hacer.
(Llaman a la puerta exterior.)
CARMEN.
No se mueva, Adela. No es necesario que abra, ya lo haré yo.
Vaya usted a hacer lo que le dije.
ADELA.
(Aparte) ¡Que cosas más raras!
(Sale ADELA )
EL SR. ARNAU.
¿Es que no piensas abrir?
CARMEN.
Esta vez quiero asegurarme.
EL SR. ARNAU.
Te equívocos, Carmen. Es el método lo que falla. Esa seguridad
que buscas sólo sirve para que nos rehuyan,
CARMEN.
Quiero cerciorarme de ello.
EL SR. ARNAU.
Oh, qué maldita, qué falaz tendencia a la seguridad. (Aparte)
No se quién me susurra que esta vez viene por mí y ella lo sabe;
y quién sabe si no abrirá por eso.
CARMEN
(Aparte). Luego me diré; necia, ¿por qué no abriste? ¿Cuánto
tiempo podrás prevalecer en esa actitud que la próxima llamada
te obligará a abandonar? ¿Cuándo coincidiremos?
EL SR. ARNAU.
Carmen, debe ser el pretendiente.
CARMEN.
No lo creo; dijo Elena que vendría a merendar.
EL SR. ARNAU.
¿Dijo eso? ¿A merendar? ¿Tan de improviso?
CARMEN.
Un pretendiente siempre debe merendar de improviso. (Aparte)
No así un prometido. De otra forma nunca se sabría hasta dónde
llegan sus pretensiones.
El. SR. ARNAU,
¿Tú crees que debo oponerme?
CARMEN
Al principio, sí. Luego debes ceder, hacerle comprender que,
sólo mirando por el bien de Elena y muy a tu disgusto, estás dis-
puesto a transigir.
EL SR. ARNAU.
¿Y cómo le voy a decir yo eso?
CARMEN.
Díselo como tú quieras, pero díselo.
EL SR. ARNAU.
Si se lo digo como yo quiero se va,
CARMEN.
Pues que se vaya. Ya encontrará otro.
EL SR, ARNAU.
No seas cruel, no digas eso. Sabes de sobra que no puede encon-
trar otro. Ni siquiera ha encontrado a éste.
CARMEN.
No te tomes tantas precauciones, no se ira. Conozco muy bien a
esa clase de hombres, los pretendientes. Mientras no la vea no
se irá.
EL SR, ARNAU.
¿Y cuando la vea?
CARMEN.
Se irá.
EL SR. ARNAU.
La pobre Elena, no sé si podrá soportarlo.
CARMEN, i
Tampoco debes preocuparte tanto por ella; sabe cuidar muy
bien de sí misma. No creas que le será fácil acercarse a ella; lo
tiene todo muy bien pensado. No le interesa nada verle. Lo úni-
co que quiere es que se interese por ella.
EL SR. ARNAU.
| Eres demasiado dura con tu hermana. Y además lo simplificas
todo. Lo malo es que si falla por nuestra culpa, Elena no nos lo
perdonará nunca. Y quizá es eso lo que anda buscando, tener un
pretexto para achacar a nuestra negligencia la pérdida de la úni-
ca oportunidad que la suerte le ha deparado. Un arma terrible,
en su situación actual. No quiero pensar qué ocurrirá si el pre-
tendiente, cansado de llamar y aburrido de nuestra indiferencia,
se va por donde ha venido.
CARMEN.
Eso corre de mi cuenta. No me equivocaré, no. Sé muy bien
como llaman unos y otros. Incluso lo sabe Adela, aunque simule
lo contrario. En toda obediencia hay siempre disimulo. Sé de so-
bra cómo llamará el pretendiente: una llamada breve, muy breve
(Aparte), indicio de la pugna entre la timidez y la ansiedad. Por-
que un hombre acostumbrado a llamar a esta casa lo haría de
una forma más despreocupada, con mayor soltura. Ya verás
cómo, si llega a tomarse confianzas, cambia su manera de llamar.
Pero a esa primera llamada no acudiremos.
EL SR. ARNAU.
¿Y si se va?
CARMEN.
No se irá, no. Descuida. Esperará lo que haga falta: como desco-
noce las costumbres de la casa creerá que ese tiempo de espera
—por muy largo que se haga— es nuestro plazo habitual para abrir
la puerta. Sólo al cabo de un buen rato se impacientará, tendrá
un momento de vacilación entre su extrañeza y su deseo de no
ofrecer ni violento ni indiscreto, de forma que volverá a tranqui-
lizarse al pensar que su llamada no ha sido oída.
EL SR. ARNAU.
(Aparte.) Cuántas veces he llamado yo, cuántas veces me he en-
contrado en la misma duda, al mismo tiempo ansiando que tu-
vieras a bien acudir y acongojado por la violencia de aquel ruego
que podía turbar tu descanso... pero mortificado por tu inexcu-
sable indiferencia.
CARMEN.
Consultará el reloj para cerciorarse de que no ha llegado dema-
siado temprano y volverá a llamar. Pero contra lo que tú crees, la
segunda vez no llamará de forma distinta a la anterior ni con ma-
yor insistencia. Lo hará de la misma manera porque al quedar
anulado el efecto de la primera tendrá que llamar como si no lo
hubiera hecho antes. Será una llamada breve, muy breve.
EL SR. ARNAU.
A mí modo de ver esa segunda será una llamada larga e insisten-
Te, Forzosdo es que desconfié de las llamadas breves que tan poco
resultado le han dado.
CARMEN
Mal conoces a los hombres.
EL SR. ARNAU.
Tan bien como tú, que sólo ves en ellos el juego de los sentimien-
tos. Olvidos la previsión, el interés y —sobre todo— el cálculo,
Al fin y al cabo, sólo viene por Elena. Con resolución, no se de-
tendrá ante ningún obstáculo. (Aparte.) Ya lo veo, vociferando,
levantando polvo, golpeando los puertas…
CARMEN.
Nada de eso; está muy intimidado
EL SR. ARNAU.
¿Es que le conoces?
CARMEN
No le conozco, pero me lo imagino. Como si le tuviera ante mis
Ojos.(Aparte) Un pobre hombre.
EL SR. ARNAU
¿Es alto o bajó?
CARMEN.
Más bien alto.
EL SR. ARNAU.
Es más bien bajo.
CARMEN.
Bastante alto; le sacaría la cabeza a Elena si se pudiera poner de
pie. Alto, con poca seguridad en sí mismo, ha llevado siempre
una vida muy anodina, pegado a las faldas de su madre,
EL SR. ARNAU.
¿Vive su madre todavía?
CARMEN.
Ha debido morir hace poco. Por eso acude aquí.
ELSRARNAU.
¿Y de recursos personales, cómo anda?
CARMEN,
No está muy sobrado. Por eso acude aquí.
EL SR. ARNAU.
No lo creo; mucho me temo que se trata de un hombre de consi-
derable fortuna. Un manirroto, para más detalle, un desenfre-
nado. Ya lo veo llegar, jadeante, acuciado por el más imperioso deseo.
CARMEN.
¿Deseo de qué?
ELSR.ARNAU.
¡Qué pregunta! ¿De qué va a ser?
CARMEN.
Eso, ¿de qué?
EL SR. ARNAU.
Pues de eso. De lo que tú ya sabes demasiado bien. ¿De qué se-
ría en cu caso?
CARMEN.
(Aparte.) Cómo me gustaría poder decirlo, poder afirmarlo sin la
menor vacilación; cómo me gustaría estar persuadida de que aún
existe esa criatura dócil al deseo, que no da crédito a a fatiga y
al no encontrar otra razón de ser que la pasión, todo lo que se ve
de ella —la mujer madura, sensata y firme en sus convicciones-
resulta ser un disfraz chabacano; ¡cómo me gustaría representar
mi verdadero papel y poder hablar con desvergüenza! ¿Qué me
vienes a preguntar? ¿Crees acaso que tengo veinte años?
EL SR. ARNAU.
(Aparte) No los tiene, pero es igual, o tal vez peor, qué mal disi-
mula sus necesidades y qué falsa resulta esa pretendida supera-
ción del ideal que —aun avergonzándose de él— sigue animan-
do todos sus instantes, ¿Qué pensará del Más Allá?
CARMEN.
¿Quién?
EL SR. ARNAU.
E! pretendiente.
CARMEN.
Del Mas Allá. Quién sabe si habrá pensado sobre eso. Lo más
probable es que sólo piense banalidades.
EL SR. ARNAU.
Y con semejante forma de pensar, ¿pretenderá vivir con noso-
tros? ¿También tengo que avenirme a eso?
CARMEN.
Si Elena lo acepta, no te quedara otro remedio.
EL SR. ARNAU.
¿Y hará uso del matrimonio?
CARMEN.
Es probable.
ELSUABNAU,
¿Ahí arriba? ¿En la coma de Elena?
CARMEN
Tal vez no sea lo más conveniente. Ni lo más fácil,, Asi pues, será
necesario mudar a Elena de habitación. O bien llevar a la habita-
ción de Elena la cama de las bolas.
EL SR. ARNAU.
No, la cama de las bolas, no. Busca cualquier solución menos
ésa; quiero que esa cama se quede donde está (aparte), bastantes
impurezas se han cometido en ella, esa clase de gestos de donde
el espíritu extrae la renuncia a la individualidad. Quién sabe si
no tendrá el designio de llevar a cabo sus propios practicas.
CARMEN
¿Qué clase de prácticas?
EL SR. ARNAU.
¿Cómo lo he de decir? ¿Quién es capaz de adivinarlas? Han de
ser tantas! Un hombre que ha alcanzado esa edad con una vida
tan anodina por fuerza tiene que ser adicto a las practicas más
inverosímiles
CARMEN.
Siempre había creído que el gusto por los prácticas era patrimo-
nio de la gente creyente.
EL SR ARNAU.
Y de las clases pudientes. No necesariamente. ¿Qué pensará de
las mías?
CARMEN.
Que piense lo que quiera; no creo que por eso vayas a cam-
biarlas,
EL SR. ARNAU.
Nada agradecería tanto como poderlas cambiar.
CARMEN.
¿Tú crees que hará ruido por las noches?
EL SR ARNAU
Yo estimo que dependerá mucho de Elena. Algún ruido tendrán
que hacer, pero serán comedidos. Elena es comedida. Sobre todo
en la expresión de su sufrimiento.
CARMEN.
¿Y si no la hace sufrir?
EL SR. ARNAU.
Imposible. ¿Cómo no la va a hacer sufrir? ¿Qué clase de sujeto
crees que es?
CARMEN.
¿Y si pretenden correr la cama de lugar?
EL SR. ARNAU.
No lo toleraremos. Tal vez sí, tal vez no tengamos otro remedio,
mirando por su sufrimiento. No sé qué decirte, no sería extraño
que lo intentasen.
CARMEN,
¿Y después? ¿Y a la mañana?
EL SR. ARNAU.
Quizás invoquen.
CARMEN.
¿A quien?
EL SR. ARNAU.
¿Como voy a saberlo? Acerca de invocaciones hice mucho tiem-
po que no hablo con gente de su edad, Creo recordar que hace
algunos años hablé con un joven —(aparte) ¿no tuvo algo que
ver contigo?, ¿es que no venía a casa con un maletín de viaje y se
encerraba contigo en la habitación?— que me hablaba mucho
de siniestros, pero no recuerdo haber tocado con él el tema de
las invocaciones.
CARMEN.
Estoy segura de que se acerca.
EL SR. ARNAU.
Le estoy oyendo desde hace rato, desde mucho antes que cruza-
ra la plaza, pero no he querido decir nada (aparte) para disimu-
lar la expectación.
CARMEN
Aún está lejos.
EL SR, ARNAU.
Debe ser Julián.
CARMEN.
Es Julián
EL SR. ARNAU.
Viene muy despacio.
CARMEN.
No tardará en estar aquí,
EL SR. ARNAU.
Le encuentro menos abatido. Se ve que la ausencia de la familia
le ha sentado bien
CARMEN.
Yo le encuentro cada día peor. Más huraño y violento. Lo único
que quiere es estar solo.
EL SR. ARNAU.
Ya está aquí,
(Entra JULIÁN.)
EL SR. ARNAU.
Tiene un aspecto patético.
CARMEN.
¿Viene descalzo?
EL SR. ARNAU.
No; está calzado, pero no por eso parece reconfortado. Se ha
vuelto a poner el traje de pana.
CARMEN.
¿Y la carabina?
EL SR. ARNAU.
No la lleva encima. Nunca le había visto de este talante.
CARMEN.
¿Qué hace?
EL SR. ARNAU.
Nos observa.
CARMEN.
¿Cómo? ¿Con rencor?
EL SR. ARNAU.
Yo diría más bien con asombro.
CARMEN
¿Y enojo?
EL SR. ARNAU.
Tampoco falta el enojo, pero el asombro predomina hasta casi
ocultarlo. ¿Te parece que le diga que cierre la puerta?
CARMEN
Diselo, pero de buenas maneras; no conviene ofenderle ni azu-
zarle.
EL SR. ARNAU.
Julián, ¿quiera hacer el favor de cerrar la puerta?
CARMEN
No seas tan violento, padre. ¿Qué ha hecho?
EL SIL ARNAU.
Ha cerrado la puerta y se dirige hacia nosotros.
CARMEN.
¿Con qué ánimo?
EL SR. ARNAU.
No es facil decirlo. En actitud equivoca,
CARMEN,
¿De suplica?
EL SR. ARNAU.
Yo diría más bien con temor. Debe pasar miedo.
CARMEN.
Nunca fue un hombre de coraje,
JULIÁN
La memoria colectiva no es histórica. Sin duda por eso le he visto
de nuevo,
EL SR. ARNAU.
Pero tiende a preservar el pasado. A veces esas cosas se confun-
den con las alucinaciones.
JULIAN
Estoy seguro de haberle visto. Ayer también le vi pero no quise
creerlo. Hoy me ha convencido; la historia es irrisoria cuando
reitera la misma serie de creencias. Le he visto como os estoy
viendo a vosotros.
EL SR, ARNAU
¿Dónde rué?
JULIÁN.
Donde siempre, en el mismo lugar de siempre. Junto al camino
de las huertas, bajo los avellanos.
EL SR. ARNAU.
¿Qué tal está?
JULIAN
Como siempre, exactamente igual que siempre. Apoyado en la
cerca, mirando al suelo y con el mismo traje de pana. Cuando
me acerqué sacó del bolsillo de la chaqueta la bolsa de papel y se
puso a comer los higos secos. Cada vez que se metía un higo en
la boca levantaba la vista para mirarme, moviendo la cabeza. No
habla nada, pero lo dice todo con esa manera tan peculiar de co-
mer los frutos secos, a mordiscos muy pequeños. Como si yo tu-
viera la culpa de tener que alimentarse de esa forma. No me dijo
nada, pero me dio a entender que todo sigue igual, exactamente
igual.
CARMEN.
(Aparte.) ¿Y cómo va a ser de otra manera? ¿Qué puede cam-
biar?
EL SR. ARNAU.
Os lo he dicho mil veces, pero no queréis hacerme caso. Mil ve-
ces. Hay un momento en el que todo cambia y a partir del cual
ya nada cambia. La muerte nos hace más compañía de la que
pensamos. Habitualmente está entre nosotros, en bastantes bue-
nos términos, sin que su presencia resulte demasiado enojosa.
Fija la idea gracias a la cual es posible buscar el arquetipo me-
diante la repetición. El alma, afortunadamente, muere pronto; es
el cuerpo el que resiste; resiste en demasía.
JULIÁN.
También esa repetición es ahistórica. Algo así me dio a entender
cuando levantó la vista. Estoy seguro de que no me hacía graves
reproches por haberle producido semejante daño, ni siquiera por
haberle destrozado el pecho. La cara la conserva bastante bien,
solamente los ojos un tanto desorbitados bizquean mucho, de
manera convergente, mirando fijamente hacia la punta de su na-
riz. Se diría que es lo que más le duele, que pugna por volverlos
a su posición normal, pero no puede; y en el lugar de la mejilla
izquierda tiene adherido un pedazo de piel tersa y brillante que
tira de toda la cara deformando la boca. Es lo que menos le im-
porta, ni siquiera lo sabe. Y cuando levanta la cabeza, sin poder
apartar los ojos del punto de convergencia, parece decir: «No
me puedo mover de aquí» apenas alcanzo a ver nada. Te detesto
aunque no es eso lo malo, no me quejaría en otras circunstan-
cias.. Me lamento de tu impaciencia. Por tu culpa —o por culpa
de quienquiera— me encuentro inmovilizado en esta situación
que tanto me disgusta, obligado a presenciar una cosa —siempre la
misma— que tanto me amarga. No me quejaría si fueran otras
las circunstancias y sí esta situación me produjera un cierto rego-
cijo. Pero no es así, nunca será así; eso es lo imperdonable».
CARMEN.
(Aparte.) ¿Te enojas tanto de esa situación, para lograr la cual
apenas colaboraste, que nació en una noche y sucumbió a la ma-
ñana siguiente, porque no puedes hacer nada para cambiarla?
¿Qué diré yo de la mía, que dura mil y mil noches, sin saber si-
quiera qué me podrá mover a cambiarla?
JULIAN
La fortuna sólo se mide en los cambios.
EL SR. ARNAU.
Como todos los preceptos, goza de su momento. Os tengo dicho
que hay un momento en el que todo cambia No queremos aper-
cibirnos de ello y cuando acontece apenas nos damos cuenta.
Por eso ocurre lo que ocurre, tanta decadencia. Es preciso estar
con todos los sentidos permanentemente atentos y aun así, en la
mayoría de las ocasiones, el cambio pasa inadvertido. Yo me he
pasado muchas noches, pero muchas noches, en vela, mientras
los demás dormíais y coda la casa estaba a oscuras, escondido de-
trás de un sillón agazapado como un animal al acecho esperando
el cambio y repitiéndome a cada momento que era menester te-
ner paciencia y aguardar un poco más, que ya no había de tardar
y que era preciso no desmayar ni resumir la vigilancia porque
podía sobrevenir en el instante más imprevisto.
JULIÁN.
Pero no sobrevino.
EL SR. ARNAU.
Te equivocas. Sí ocurrió, si, aunque no como yo lo esperaba, y
por eso me sorprendió más, por eso fue el verdadero cambio.
Me acuerdo muy bien; estaba sentado aquí mismo, debía ser a
principio de mes, allá por octubre, porque había venido a ver-
me el administrador para examinar los libros y despachar las
cuentas. Estaba todo en orden hasta que me presentó la nómi-
na que también estaba en orden. Y de repente, cuando me
quité los lentes tras haberla firmado, me dije:. «Todo ha cam-
biado». Efectivamente, todo permanecía igual y en el mismo si-
tio, la habitación en orden, el reloj daba su hora, la tarde un
poco fresco y las cuentas claras, pero todo había cambiado ra-
dicalmente.
JULIAN.
Nada había cambiado sino usted .
EL SR. ARNAU.
Todo había cambiado. Bien, si te refieres al orden vigente y al
mundo llamado sensible, nada. Había cambiado su razón de
ser.
JULIAN
No puede ser, la razón de ser no cambia con la percepción.
EL SR. ARNAU.
Es con lo único que puede cambiar. Así que le dije: «Está bien,
todo eso está bien, todo muy claro, pero da igual. Podía estar todo
mal y seria igual! Quizá da lo mismo cómo esté todo, bien o mal.
Lo que importa es otra cosa».
CARMEN.
(Aparte) Lo que importa es siempre lo otro.
EL SR. ARNAU.
Lo que importa de las cosos es que afecten.
CARMEN.
Qué razón tienes. (Aparte.) Cómo te equivocas, lo importante es
alcanzar esa condición gracias a la cual las cosas no afecten..
EL SR. ARNAU.
(Aparte.) Toda condición añora a su opuesta.
JULIAN.
Lo malo y lo bueno no son más que indicios; si el mundo fuera
de una manera y tuviera una razón de ser no nos interrogaríamos
tanto acerca de el.
EL SR. ARNAU.
Y me quedé con ganas de decirle: «Lo malo es que todo eso
está bien y seguirá estando bien. Qué daría yo por que estuviera
mal si a cambio de eso había de volver a interesarme en ello».
Pero eso era lo único que no podía decirle. A mí, particular-
mente (y supongo que a todos nuestros antepasados), me aterra
la momentánea desaparición del mal Para vivir tranquilos tene-
mos que tenerlo más cerca, en la forma que sea. Un universo
sin la presencia del demonio está incompleto, créeme. Y tanto más
se aleja —tanto más todos los que el hombre ha inventado se
demuestran incompatibles con el progreso— cuanto tendre-
mos que hacerlo más real y próximo, para que descanse la con-
ciencia.
CARMEN.
(Aparte ) El demonio vive aquí, en el alma, y cada día más cerca,
hablando más alto, reclamando sus derechos con mayor fuerza,
cada día. Oh, lo más terrible es acostumbrarse a su presencia y,
sobre todo, triunfar sobre él en cada momento.
EL SR. ARNAU.
¿Qué triunfo? No hay tal triunfo, es un puro espejismo. Cuando
se alcanza un cierto dominio sobre las cosas, nuestra condición
recurre a la hipocresía antes que al coraje y prefiere engañarse a
sí misma con un amago de lucha antes que renunciar a esa segu-
ridad que tantos desencantos le procura.
JULIÁN.
(Aparte) Las clases privilegiadas son los agentes de su propia
ruina y su presencia es necesaria pura que la sociedad compren-
da cómo todo es caduco.
CARMEN.
(Aparte.) Al amor no le gusta la discreción. La lucha se produce
dentro y nadie debería ser capaz de atestiguarla por tratarse de
un secreto íntimo, una confesión de alcoba; la poca capacidad
de amar sólo se compensa con la mucha necesidad para ser amado.
Yo diría que existen muchas circunstancias que, sin más ni más,
ponen en tela de juicio la segundad de que hablas.
JULIÁN.
Pero en nuestro haber sólo hay certidumbre. (Aparte.) Un pre-
sente incierto, un país dudoso y una realidad que sólo es la pri-
mera superchería; un cariño equívoco una mujer falaz y un de-
seo que vuelve descorazonado sobre sus viejos temas porque no
ha sabido encontrar otros nuevos.
JULIÁN.
Yo sostengo que lo único sabio es saberse mantener en la in-
certidumbre y resistir a esa tendencia natural del espíritu a bus-
car la causa final. Todos partimos de una misma certeza —(apar-
te) que el yo tiene tal valor intrínseco que merece ser probado—
para llegar a una pluralidad de sospechas —(aparte) de que el
mundo se desinteresa de tal ensayo. Así, pues, no hay otra certe-
za que la de la pasión y toda certidumbre procede del conoci-
miento.
JULIÁN.
Y de la curiosidad (aparte) que cuando languidece el mundo se
hace inhabitable; qué pocas cosas hay en él para olvidar el ansia
de abandonarlo; me queda otro tanto por vivir, pero no me que-
da otro tanto por ver. A no ser que...
CARMEN.
¿Es esa curiosidad la que te trae por aquí?
JULIÁN.
Por supuesto que no; pero no habiendo curiosidad no puede ha-
ber armonía: y sin ella codo placer y todo apetito resultan ridícu-
los y obscenos.
EL SR. ARNAU.
¿Obscenos?
JULIÁN.
Obscenos, sí.
EL SR. ARNAU.
¿Y la Ley? ¿Es obscena la Ley?
JULIÁN.
Obscena, muy obscena.
¿Y la familia?¿Y el Estado? ¿Qué tienen que ver con la curio-
sidad?
JULIÁN.
Por eso son obscenos; en su seno no hay armonía entre lo que
son y lo que pretenden ser. El Estado es la razón obscena que se
opone al anhelo de incertidumbre mediante el desenvolvimiento
de la Idea.
EL SR. ARNAU.
Es el desarrollo de la libertad.
JULIÁN
La libertad es contradictoria con toda formulación racional de la
misma. Y si la libertad no es más que el campo donde ensayar el
espíritu que emerge de lo objetivo, menester es pensar que la ar-
monía de la razón con el mundo no tiene fin. Así, pues, esa pre-
tendida libertad del Estado no es más que la adaptación del
hombre a un solo modelo, mucho más que la búsqueda de cual-
quier otro. Pero el único modelo para el hombre se muestra en
la pasión.
EL SR. ARNAU.
¿El amor? ¿En ésas estamos?
CARMEN.
(Aparte ) Es un niño enfermo y enclenque que pese a los cuida-
dos y desvelos que requiere nunca llegará a la robustez. El Estado
es la robustez del amor .
JULIÁN.
¡Qué tontería!
EL SR. ARNAU.
De acuerdo con lo que dices, no hay otro amor que el obsceno.
JULIÁN,
El de la mujer siempre lo es. El del hombre puede ser ridículo.
CARMEN.
(Aparte.) O lo es o desea que lo sea.
JULIÁN
La mejor razón de vivir de una mujer es siempre otra persona.
CARMEN.
O varias.
EL SR. ARNAU.
(Aparte.) O varios.
CARMEN.
Pero la lactancia la redime.
JULIÁN.
Con la lactancia lo único que nace es su concepto del Estado.
EL SR. ARNAU,
A veces también su afán de lucro.
CARMEN.
¿Cómo podéis hablar de cosas que ignoráis?
EL SR.ARNAU.
Precisamente.
JULIÁN.
Lo que conocemos nos fastidia. (Aparte.) Yo nunca llegaré a co-
nocer nada porque mucho antes de llegar al conocimiento per-
deré casi todo el interés por él. Por analogía puedo afirmar que
tampoco llegaré nunca a querer nada porque cuando se trascien-
de cierto límite —que por sí mismo nunca se busca, tal es la pa-
radoja— todo se abisma, incluso todo experimentado saber y
querer anteriores, ridiculizados por la transgresión; no se si
hay contradicción, pero la única moneda de curso legal es el co-
nocimiento.
CARMEN.
Solo un conocimiento incompleto, incompleto ha de ser...
EL SR. ARNAU.
La verdad me repugna.
JULIÁN.
Todas nuestras costumbres están rodeadas por el temor (aparte)
y solamente transgrediendo sus límites se puede advertir hasta
qué punto son inicuas.
CARMEN.
(Aparte.) ¿Un hijo?' ¿Será lo que piensa?¿Y si tuviera razón? ¿El
afán de lucro?
JULIÁN.
(Aparte.) Ocurriría entonces que el contacto carnal, y sobre todo
el placer, no sólo no amplía los límites de la experiencia, sino
que al tocar la membrana del miedo retrae aquéllos, reduciendo
la experiencia a su expresión más desesperada.
EL SR. ARNAU.
Y el amor todavía más. Sobre todo el amor a los semejantes.
CARMEN.
Y sin embargo, cuando una mujer es seducida corre, a sabien-
das, un riesgo mucho menor que el que supone no serlo.
EL SR. ARNAU.
¿Quién ha mencionado la seducción? ¿Qué tiene que ver la se-
ducción con todo lo que estamos hablando?
JULIÁN.
El verdadero contacto camal no debe dejar las cosas como esta-
ban. De quedar lo mismo es que no hubo verdaderamente con-
tacto carnal.
CARMEN.
(Aparte) Qué bien lo debe saber; solamente seis meses después
estaba persuadida de que no comparecería. Ya no venía y si acu-
día ¿era tan sólo para llevar a cabo el registro? Pero aquél al que
yo requería, una vez persuadido de que no había de encontrar el
objeto de su búsqueda, ¿por qué permitió a otro el encargo de mi
solicitud?, ¿es eso normal? Es cierto que en la carne se evapora
el espíritu, pero es el cuerpo el que curiosea, aquél sólo frustra.
JULIÁN.,
La alucinación.
EL SR. ARNAU.
Apenas nos debiera interesar la realidad, porque en cuanto deja
de ser un misterio, fenece. ¿Por qué creéis que me dedico a mis
prácticas? Tampoco son tan ocultas. Si la realidad fuera más su-
gerente no tendría inconveniente en seguir disfrutando de ella,
incluso saldría a pasear por el camino de las huertas. Pero cuan-
do todo eso se tiene que valer por sí mismo (aparte) sin recurrir
al anhelo que busca (y no tiene por qué encontrar) la concilia-
ción entre una armonía esporádica y el enfermizo apetito que se
convirtió en conciencia, se reduce o muy poca cosa. El mundo
real —os lo aseguro— sólo tiene atractivo como sombra de otra
cosa, y a lo más como escenario. La razón sólo sirve para indagar
lis sombras, pero es la pasión quien las proyecta. Y el día que
deja de hacerlo, todo cambia, todo fenece.
CARMEN.
Yo sé que hay ocasiones (aparte), pero qué lejos están, en que
sombra y presencia se confunden.
EL SR. ARNAU.
A mí también me lo han dicho, pero nadie me ha convencido de
ello.
JULIÁN..
Siempre están confundidas.
EL SR. ARNAU.
Y a su vez separadas por una suerte de radical divorcio y ni
siquiera (aparte) el amor, Carmen, es capaz de acercar una rea-
lidad a aquella imagen que, formada a partir de los únicos estímu-
los válidos, prefigura todos los postulados de la existencia. Y te
diré, sobre eso es sobre lo que el espíritu no bromea jamás; un
día una figura de realidad quedó constituida, por el azar, clara-
mente dibujada sobre un fondo equivoco, formado de conjetu-
ras. Pero aquélla sí, no sólo era posible, sino que fue real durante
un instante, y eso —más que otra cosa— es el signo de la dura-
ción. No era perdurable ni estable, eso es todo porque a partir
de ese instante es preciso arrastrar una doble vida, torturado por
ese desdoblamiento que le fuerza —dentro de la inmanencia— a
sentir cada día menos lo que vive y a vivir apenas lo que siente.
Y lo que es peor, en la confianza de que la reducción puede ser
posible de nuevo, sin quererse convencer de hasta qué punto la
necesidad de mantener vigilante su capacidad de transfiguración
de la realidad se resuelve en una incompatibilidad constante con
el en-sí. Yo creo que la conciencia no es el órgano de la subjetivi-
dad solamente es su voz, porque el dolor se hizo reflexivo en el
camino de vuelta, tras haberse asomado al abismo donde vislum-
bró la imagen inalcanzable del yo. Por eso, desde hace mucho
tiempo, a mi sólo me interesa el mundo de las emociones; el de
la realidad me trae un tanto sin cuidado.
(Entra LA SOMBRA DEL GUARDA)
LA SOMBRA DEL GUARDA
Dejad de hablar de esas cosas y cuidad un poco mejor la hacien-
da. Cuidad la hacienda, aumentad la renta, eso es lo que yo digo.
JULIÁN,
(Aparte.). Ha vuelto. Aquel instante fue decisivo, no hay duda,
pero no tuve otra opción. No me cuidaré ahora de explicármelo
—ni cuál fue la causa ni qué agente— porque sigo persuadido
de que era la única forma de encontrar la confirmación. Otra
cosa hubiera supuesto una excesiva indulgencia.
CARMEN.
Indulgencia, ¿para con quién?
JULIÁN.
Incluso para él mismo. Para no dejarle seguir adelante. Estaba
muy bien donde estaba.
LA SOMBRA DEL GUARDA.
¡Tonterías!
JULIÁN.
Para eso mismo he hecho este viaje. ¡Y qué viaje! Casi un día
para llegar a Teruel, capital. Una fonda fría y una sola manta para
retorcerse debajo de ella, dando vueltas a la misma obsesión: me
he vuelto a equivocar, me he vuelto a equivocar.
LA SOMBRA DEL GUARDA.
¿Por qué no diste media vuelta entonces?
JULIAN.
También me habría equivocado (aparte) o, mejor dicho, no ha-
bría dejado de pensar que cometía otra equivocación. Cuando se
vive en tal incertidumbre, sin posibilidad de verificar los errores
es preciso ensayar los caminos más inverosímiles sólo para reco-
brar una parte de la tranquilidad (Aparte.) Y al cabo de cierto
tiempo en la alucinación todo el temor pasado se recuerda con
gratitud, al que vale la pena volver; y se añoran muchas cosas
que —sin estar necesariamente destruidas (y silencio que me re-
fiero a su cuerpo)— presentan un cariz muy distinto que cuando
solo eran una fuente de ansiedad: el de ahora es un deseo de paz
—que se puede encontrar no lo niego, en tu cuerpo, en tu
sexo— del que no cabe esperar nada alentador.
LA SOMBRA DEL GUARDA.
Eso es, ese cuerpo y esas rentas. Nada de ruina, la carne y las
rentas. (Sale.)
CARMEN.
No esperes encentrarla aquí.
JULIÁN
No he venido a eso. Me he equivocado tanto por haber vuelto
como por no haber sabido resistir allí. Quizá lo que no resistía
era la idea de estar curado y, en mi fuero interno, añoraba la pe-
sadilla porque la de allí era mucho más insoportable y apenas vi-
sible. En cuanto llegué a la mina dejé de verle, y lo que en un
principio tomé por un alivio y un camino firme hacia la cura-
ción (aparte) (lejos de ti y del camino de las huertas) pronto se
volvió una tortura tan pesada como la propia enfermedad.He
tenido mucho tiempo libre porque no tenía gran cosa que hacer,
a excepción de llevar los libros y preparar las expediciones, así
que a los pocos meses —o semanas— de llegar, comencé a sentir
una urgente necesidad de volverle a ven no sé si os haréis alguna
vez cargo de la situación, lo cierto es que llegué a temerle mas
entonces, cuando no lo veía, que cuando me asaltaba con sus
continuas apariciones. No me consideraba curado, sino más bien
agraviado por su desaparición y empecé a anhelar el momento
de volverle a ver, (Aparte.) Recelé de su propio poder y empecé a
sospechar que aprovecharía mi ausencia para visitarte a ti y en-
tonces os envidié a los dos y comprendí que no sólo todo había
sido en vano, sino que su muerte, complicando mucho las cosas,
facilitaba esa clase de adulterio mucho más pernicioso; y tam-
bién —singular giro de la situación— empecé a añorar el desen-
canto que provocó tu indiferencia. Me recorrí casi todos los ca-
minos de la comarca; creo que conozco todos los montes de su
ribera mediterránea y de la Sierra de la Matanza; no os imagináis
que clase de país es, tan distinto de éste; un monte bajo —sin un
árbol—, muy severo y cuajado de matorral apenas hay nada que
ver en él. Casi todo el año un frío horrible, un frío que llega has-
ta los huesos porque la piel de puro aterida, se olvida de él:
como si la piel al igual que las hojas, cayera en otoño para dejar-
te en los huesos todo el invierno, con una estufa que no tira y los
libros de la mina. Ese carbón de Teruel es reacio al fuego , no se
deja prender y echa un tufo horrendo a aceite quemado. Y no
hay nada que ver, unos pocos arroyos helados, unas lomas cu-
biertas por la escarcha y —eso sí— un cielo despejado donde
todo lo que puede albergar un poco de calor se disipa en la luz.
En ocasiones, habiendo imaginado haber entrevisto un débil
asomo de su presencia, abandonaba la barraca para caminar has-
ta el mediodía a lo largo de toda esa planicie helada y desnuda
para no encontrar, junto a un aprisco abandonado y los restos de
un fuego, otra cosa que el relincho de un caballo. Pero seguía
buscándole, por la tarde, bordeando la Sierra de la Matanza para
asomarme por encima de Valacloche sobre el valle del Guadala-
viar, al que siempre he visto correr llevando humo (aparte) « ha-
cia ese mar en cuyas riberas descansa, en cuyas playas saboreará
la paz de mi ausencia, cuyo único objeto no será otro que el de
engendrar amenazas a ese cuerpo inmundo que a veces se deja
acariciar» para repetirme una y otra vez: « Todo pasará, todo
pasará, dentro de pocos meses serás otro hombre». Quia, era
el mismo, aunque desdoblado, y mientras uno se aferraba a aquel
monte, a los libros de la mina y a los barrotes de la litera, como
para no perder su primera decisión, para conservar su indepen-
dencia y confirmar su fortaleza, el otro —por más débil más ve-
raz— ansiaba abandonar el lugar, deseoso de volver a la servi-
dumbre (aparte), a enlazarse entre tus piernas, los amagos de una
carne que había elaborado sus demandas sin preocuparse del
menosprecio a su dueño al comprender que ya no había ni inde-
pendencia ni restitución posibles. En esa situación muy pocas
cosas sirven de ayuda, es una lucha entre hermanos gemelos que
ellos sólo pueden dirimir: si la decisión reiterada en mil y mil
instantes abortivos, todos idénticos, para materializar el único
momento que para suplantar adecuadamente al futuro ha de ca-
recer de objeto, de propósito y de sentido. Os aseguro que aque-
lla ventana junto a mi mesa (una vista sobre los escombros de pi-
zarra y más lejos las primeras colinas y declives de la Sierra de la
Matanza, sin un alma) es el lugar para ver muchas cosas en su
verdadera dimensión cómo sólo aquello que fue puede prevale-
cer en un más allá degradado. El individuo debe ser un desgra-
ciado, es lo mas económico; porque si para poder decir que se
ha vivido —quiero decir, para no sentir ni la necesidad de la pa-
labra ni de la justificación— hace falta una cierta cantidad de fe-
licidad basta sólo una fracción mucho más pequeña de desgracia
para alcanzar el mismo resultado. Y lo que no sea eso es la ado-
lescencia, señor Arnau. Yo salí de ella bastante tarde, un día que
al volver a casa vi un coche detenido cuatro o cinco manzanas
antes de nuestra puerta; y la idea fue sin duda, emergiendo de mi
interior, pero no tan deprisa como para tenerla clara cuando cru-
cé delante del coche: lo único que vi fue el guante en la cuneta y
el gesto del caballero que corrió el visillo al cruzar junto a él. O
quizá miento, porque no necesitaba tanto la verificación como la
sospecha, de otra forma me habría detenido a abrir la portezue-
la. O mejor la premonición, porque yo nací con las sospechas. Y
eso es todo, practicamente todo lo que ocurre entre esos dos
momentos. Así que al llegar al poco rato le pregunté: «¿Y el
guante? ». «¿Qué guante?». Porque ni siquiera habías advertido
que te faltaba el guante derecho. Y entonces comprendí que ni
siquiera estaba preparada para mis sospechas, me había adelan-
tado en todo y tal vez demasiado. Por consiguiente, ¿necesitaba
explicación el accidente? ¿Era de razón que yo fuera el único
obligado a sufrir su propia ambigüedad? ¿Por qué ella no? ¿Qué
ventaja tenía sobre mi? ¿Un corazón limpio? ¿O no sería una sa-
tisfacción colmada? Pero nunca lograré convencerme de ello
(aparte) (si bien su ocupación ha sido más. tardía y sutil no ha
sido menos completa) y por eso —todavía veo en las montañas
de Teruel unos trapos enmarañados en las ramas enanas de unos
pocos robles, unos perros que vagabundean por tas noches en
torno a la barraca y a unos hilillos de humo que surgen de una
vaguada escondida, tras una ladera en sombras— volví (aparte)
no diré si acuciado por del deseo de comprobar el resultado de la
depravación o porque me siento más unido a ella como autora de
esa infame servidumbre y de esta claudicación.
(Entra ADELA)
EL SR. ARNAU.
¿Donde va usted, Adela?
ADELA.
Voy a abrir la puerta.
EL SR.ARNAU.
No creo que haya llamado nadie.
ADELA.
No té si han llamado o no... pero debe haber alguien en la
puerta.
JUUAN.
¿Quien puede ser a estas horas?
CARMEN.
Será el pretendiente.
EL SR. ARNAU,
No puede ser el pretendiente. ¿No estará a estas horas ocupado
en sus prácticas?
CARMEN.
Vaya usted a abrir la puerta, Adela.
(ADELA abre la puerta; en el umbral, sentada, se vislumbra LA
SOMBRA DEL GUARDA)
LA SOMBRA DEL GUARDA.
¿Quién vela en esta casa sino yo? ¿Quién cuida la hacienda,
quién atiende a tas rentas? ¿Gracias a quién se preserva la virtud
de las mujeres? ¿Quién es el verdadero señor? Decid, ¿adonde
van a parar las rentas, quién se ha adueñado de las mujeres? Ah,
eso, sólo eso es lo que vale.
TELÓN

ACTO SEGUNDO
(El mismo decorado de la escena anterior. Al levantarse el telón se
deja oír el breve pero doble grito de Elena.)
CARMEN.
Hoy está inquieta.
EL SR. ARNAU.
Pero ¿por qué hice tanto ruido? ¿Qué necesidad tiene de dio?
CARMEN.
La culpa es mía por haberla pasado a la cama de las bolas.
JULIÁN.
En la cama de las bolas.
EL SR. ARNAU.
Siempre será mis fácil tomar una resolución en silencio que en
medio de esa barahúnda. No comprendo cómo con semejante
escándalo es capaz de seguir en la duda.
CARMEN.
Tú lo llamas dudas; yo lo llamo de otra manera.
EL SR. ARNAU.
Alucinaciones; la tortura del deseo, el miedo al placer
JULIÁN
En la cama de las bolas.
EL SR. ARNAU.
¿Tú crees que está con él?
CARMEN.
Y si no está lo necesita.
EL SR. ARNAU.
¿Y por qué tanta prisa? ¿No puede esperar un poco? ¿Dos años,
un año? ¿Qué sabe de ese hombre?
CARMEN.
Que lo necesita; que lo necesito. Ahora, Julián, ha de ser ahora.
No puedo esperar más. No quiero esperar, no quiero.
JULIÁN.
En la cama de las bolas.
EL SR. ARNAU.
¿Por qué ese cuarto? ¿No te gusta más el cuarto verde y pasar a
Elena al de su madre?
JULIÁN.
Creedme, de haber sabido entonces que era capaz de atentar
contra la vida de un hombre, hoy no me encontraría en este
estado. Tan despojado de mí mismo, ésa es la palabra. Queda-
ría algo —quizás esa segunda naturaleza que los celos ponen
de manifiesto y que ni el más cínico es capaz de disimular—
realmente indisoluble, aunque el vínculo no fuera de unión,
sino de desavenencia. No puedo ofrecer nada y sólo me en-
cuentro cómodo en el hastío
CARMEN.
Ahora mismo, Julián, ahora mismo. No puedo esperar: aquí
mismo.
JULIÁN.
¿Qué hiciste con el guante?
CARMEN.
Ah, sí, el guante; sólo fue un pretexto, una ocasión para hablar,
una palabra cogida al vuelo pan largar la única anécdota que sa
bía y quería contar. A propósito de ese guante —me dijo— es
mejor que me vaya ahora, y —tú bien lo sabes— poco menos
que dio media vuelto y disolvió nuestro matrimonio.
JULIÁN.
¿Qué vienes a hacer aquí? ¿Acaso te he llamado? Déjame dor-
mir tranquilo.
CARMEN
En la cama de las bolas.
EL SR. ARNAU.
Sin embargo, sigue siendo tu marido. Los años lo han cambiado,
pero en tu fuero interno, Carmen, es el único que ocupa el lugar
con auténtico derecho.
JULIÁN.
E1 lugar es lo de menos.
CARMEN.
Estaba ya roto cuando ocurrió el accidente, aunque ahora lo
Niegue.
EL SR.ARNAU.
No estoy dispuesto a dejarle entrar en la casa. ¿Con. qué derecho
se atreve a venir aquí?
JULIÁN.
¿Qué tiene que ver eso con tu padre? ¿No eres mayor de edad?
¿Acaso me he casado yo con tu padre?
CARMEN.
En la cama de las bolas.
EL SR. ARNAU.
He dicho patrañas, sí, patrañas.
JULIÁN.
Te diré cómo estaba: apoyado en la cerca, mirando al suelo y con
el mismo traje de pana de siempre. Le he destrozado la cara: los
ojos están casi fuera de las órbitas y miran el uno hacia el otro.
CARMEN.
Deja de lloriquear de esa manera. En ese sentido no sé a qué ate-
nerme porque, en cierto modo, me coge un tanto de sorpresa.
Pero en aquel entonces le habría bastado mucho menos que eso
para que yo aceptara la más humillante de sus condiciones. Ven,
ven aquí. ¿Qué te pasa? ¿Por qué me miras así? Ya verás como
todo pasa, le das demasiada importancia.
JULIÁN.
Al fin lo he comprendido: le veo a él porque no te veo a ti y le
hablo porque es al único al que entiendo y le tengo —y casi
le toco— porque tú te has esfumado. Por eso le busqué durante
tanto tiempo en la Sierra de la Matanza, a fin de poder creer en
él y poder dejar de creer en el para un día volver a creer en ti.
Pero advirtió mis intenciones. Déjame entrar, lo necesito.
EL SR. ARNAU
En la cama de las bolas.
CARMEN.
No puede ser. No. Julián, no, yo no puede ser. He decidido no
volver a eso; cualquier cosa menos eso.
EL SR. ARNAU
¿Y por qué no? ¿Acaso no sigue siendo tu marido? Y en cam-
bio... ese joven con aires de gran señor... ¿Como dices que se
llama?
CARMEN.
De Bastos. Hubiera pasado por todo menos por esa clase de des-
pojo —no había terminado de cerrar la puerta, no me había qui-
tado el sombrero cuando ya me volvía la espalda y subía las esca-
leras, tras anunciar que la unión había quedado disuelta— que
no me permitía el menor recurso ni apelación posible. Porque
era de mi de lo que me estaba despojando, mientras subía los
peldaños. Tan es así que apenas me di cuenta de la disolución
del tan cacareado vínculo porque entré en el comedor…
EL SR. ARNAU
¿Cómo vienes a estas horas? ¿Por qué no te quitas el abrigo?
¿De qué te ríes? ¿Qué pasa?
CARMEN.
… con el sombrero puesto y el único guante en la mano, sin saber
a ciencia cierta quién entraba allí, qué es lo que había ocurrido
para sentir mi cuerpo instantáneamente desalojado de su perso-
na. Tú te tienes que acordar porque fuiste testigo de la serenidad
de que hice gala en aquel trance.
EL SR. ARNAU
Regocijo.
CARMEN.
¿Y cómo no iba a estar serena si ni siquiera podía apelar a la de-
sesperación, si la persona capaz de sufrir el golpe no compare-
cía? No, no quisiste apercibirte de que se trataba de algo más
que de una simple y amistosa separación.
JULIAN.
¿Quién es ese cónsul?
(Entra ADELA)
CARMEN
¿Quién es, Adela?
ADELA.
Es el señor cónsul, que pregunta por la señora.
EL SR.ARNAU.
Dígale que no está, Adela.
CARMEN.
¿Quien era, Adela?
ADELA.
No era nadie, señora.
(Sale ADELA)
EL SR. ARNAU.
¿Cómo que no era nadie? Será más bien que no había nadie
JULIÁN
Así es, no había nadie.
EL SR. ARNAU.
En la cama de las bolas.
CARMEN.
No digo que no. No digo que yo no tuviera culpa, pero —qué
quieres que te diga— no me siento responsable de haber tomado
la iniciativa que condujo al desastre. Reconozco que recurrí al
cónsul muy a mi pesar —porque alguien me había ensalzado las
virtudes del procedimiento— y con la secreta esperanza de
atraerlo a mí de nuevo. Pero no fue así, y su propia indiferencia
cerró cualquier camino que no fuera el de la infidelidad. ¿Desleal-
tad, infidelidad? Ya lo sé; pero a poco que recapacites sobre mi si-
tuación advertirás que no podía hacer uso de otra clase de recursos.
JULIÁN.
Ese es otro cantar. Nadie te acusará por vivir en un supuesto fal-
so, pero todo el mundo te echará en cara el procedimiento por
tratar de hacerlo real, si no se atiene a sus cánones.
CARMEN.
¿Y tú?
JULIÁN.
Yo sólo digo que nada de lo supuesto existe. Todo está por na-
Cer, por ser engendrado y visto, pero nada existe.
EL SR. ARNAU
Y para (decir eso recurriste a la moral convencional, al guante.
JULIÁN.
Naturalmente. ¿Conoce usted algo que se acomode mejor a tal
propósito?
CARMEN.
Quiero que sea ahora mismo. Tómame ahora,Julián.
JULIÁN
En la cama de las bolas.
CARMEN.
No me dejes ahora, no me dejes ahora,
JULIAN.
¿Adonde? A la Sierra de la Matanza.
EL SR. ARNAU.
¿Por qué harán tanto ruido? ¿Cómo se puede trabajar con seme-
jante griterío? ¿No añoráis el silencio del campo?
JULIÁN.
En la cama de las bolas.
CARMEN.
Pero la realidad sólo se percibe cuando se traspasan ciertos limi-
tes y se está a punto de entrar en un terreno desconocido., Y en
la cópula es lo mismo porque la unión...
JULIÁN.
Sólo sirve para situarlos en otro punto, una vez que la experien-
cia se reitera para poner de manifiesto los nuevos limites que,
una vez que el deseo se va condensando en una costumbre, defi-
nen un enigma distinto pero de análoga naturaleza, anterior a
toda consumación.
EL SR. ARNAU
Homogeneidad y especificación,
JULIÁN
De forma que siempre existirá algo —incluso en la unión car-
nal— que nunca quedará satisfecho y sólo cederá, en su ansia, al
hastío.
EL SR. ARNAU
Es el cuerpo —no el espíritu— el que no se halla preparado para
la unión carnal
CARMEN.
Es la carne, o el hombre.
JULIÁN.
Son los limites.
CARMEN
¿Qué límites? ¿Dónde están? Yo no lo sé; lo único que sé es que
uno o dos años después del matrimonio me sentía muy lejos de
haberlo consumado. Y lo que es peor, incapaz ya de lograrlo,
porque todos los esfuerzos para penetrar en su intimidad resul-
taron vanos ante aquel decidido propósito de guardar para sí el
último reducto de su yo. Otra cosa muy distinta, hubiera sido de
haber compartido su incredulidad. Pero yo era crédula, y lo sigo
siendo, y por eso pienso muchas veces si lo único que necesito es
una clase de decepción que no deje lugar ni al arrepentimiento.
Todavía creo que esconde algo, eso es lo peor. Todo eso se refleja
en el ánimo, no consigo envejecer. De haber sido así habrían ido
al cesto las famosas cartas del cónsul. No habría tardado un se-
gundo —ni lo habría pensado dos veces— en abandonar está
casa. Y cuando más tarde quise hacerlo, ni siquiera podía llevar-
me conmigo otro deseo que el de represalia.
EL SR. ARNAU.
Tú no tienes todavía edad para eso. Aguarda un por de años y
entonces podrás hacer lo que te venga en gana.
CARMEN .
Aquí mismo, Julián Ahora mismo.
JULIAN.
En cuanto a ese hombre» ¿pretendes decirme que es tu amante?
EL SR. ARNAU
En la cama de las bolas.
CARMEN.
De forma que cuando vino a buscarme no tuve que hacer el me-
nor preparativo; tenía dispuesto una especie muy pugnaz de de-
seo que, carente de curiosidad, se aviene a ser satisfecho sin aña-
dir nada nuevo.
EL SR. ARNAU
¿Un deseo sin curiosidad? ¿Cómo es eso posible? No parece una
fórmula demasiado correcta. Si el conocimiento fuera capaz de
sustituirlo se anularía la pasión para transformarse en un hábito
en el cuadro de las normas. No puedo tomarte en serio.
CARMEN.
¿Es que no quieres tomarme esta noche?
JULIÁN.
No; bien claro está que no.
CARMEN.
¿Le has vuelto a ver?
JULIÁN.
He vuelto a verle, en el mismo sitio, con el traje de pana.
CARMEN.
Patrañas, pretextos.
EL SR. ARNAU
Alucinaciones, egoísmo.
JULIÁN.
Sentido del deber.
EL SR. ARNAU
Te engañaste, Carmen, reconócelo así. A veces eres demasiado
simple. El error consiste en creer que una cosa sustituye a la otra
o que una operación secundaria servirá para aclarar o alcanzar el
objetivo principal. No aclara nada, no sirve más que paro magni-
ficar la anterior imagen ilusoria que él —distante siempre— en-
gendró en tu espíritu como una posibilidad no demasiado remo-
ta. De ahí que iniciada ya la aventura con el cónsul —que por
otra parte te abrió los ojos respecto a un género de satisfacciones
y lisonjas que desconocías— buscaras a todo trance aquel mentís
sin el cual de nada valía la experiencia adquirida. E1 cónsul no te
podía ayudar en eso, no podía hacer nada ni aun cuando tratara
de buena fe {cosa de por sí dudosa) de venir desinteresadamente
en socorro tuyo para sacarte de un error que sólo era tuyo. Y
cualquier intentona de su parte habría sido funesta si —llevado
de una imaginaria curiosidad— hubiera pretendido que en-
carnaras otra Carmen, tan sólo útil para que fuera más real y
atormentada la Carmen real. Todo tenía que partir de ti y de ti
partió, no en el accidente como tal, pero sí en su interpretación.
CARMEN.
No pienses más en eso.
JULIÁN.
Te equivocas; no pienso en ello. Sólo pienso en lo que no veo.
EL SR. ARNAU.
No quiero decir con eso que te conformaras con el veredicto.
Pienso que, además de aquel pobre hombre, quien quiso que de-
sapareciera también en la tapia de las huertas era tu propia ima-
gen de Julián.
CARMEN.
A manos de su orgullo.
EL SR. ARNAU.
Pero ¿que te movió a hacerlo?
JULIÁN.
Una disposición natural a la insatisfacción.
EL SR. ARNAU.
Pan curarla, ¿no es cierto?
CARMEN.
En la cama de las bolas.
JULIÁN.
De ser posible para quedar contagiado.
CARMEN.
Yo, en parte, lo comprendo. Tres días después entró por primera
vez en mucho tiempo en mi cuarto para confesar que no se trata-
ba de un accidente.
EL SR. ARNAU.
¿El guarda? ¿Cómo es posible, Carmen?
CARMEN.
Y que, por consiguiente, debía atribuirle la responsabilidad de
su muerte y obrar en consecuencia. Y de nuevo me cogió des-
prevenida porque sentí, antes de que yo aclarase mis intenciones,
que tenia razón para matarle y que su muerte era justa.
EL SR. ARNAU.
¿Y cómo se llamaba aquel joven, con aires de gran señor, que
tanto frecuentaba esta casa en aquel entonces?
CARMEN.
De Bastos, Ya sé lo que me estás preguntando, pero no se con
qué objeto. ¿Que de nuevo había sido arrastrada a aquel force-
jeo inútil? Por supuesto; en cierto modo tienes razón, no puedo
negar que había algo, y aun mucho de curiosidad. Pero ahora
pienso que no era tanto por la persona, que es la única que vale
en esos lances, como por la nueva situación, Se ha hablado tanto
de ella que hasta Julián —desde el corazón de su montaña— pa-
recía decir; «Adelante, adelante». ¿Quién es capaz de decirme
hasta qué punto yo sabia qué clase de hombre sin interés era el
cónsul? No, no era a él a quien yo buscaba… sino aquella clase
de comezón por las cosas atractivas y desconocidas —y muchas,
muchas— que la llegada de Julián desterró para siempre. Por
eso, repito, ni existía el menor parecido ni el más disimulado de-
seo de sustitución.
EL SR. ARNAU.
Pero ¿aquel joven con aires de gran señor?
CARMEN.
De Bastos. Lo malo de todo ello —o lo bueno, ahora no sé cómo
calificarlo— era que el cónsul quería jugar la misma carta y
pagarme con la misma moneda.
JULIÁN.
¿Y ahora?
CARMEN.
Ahora sí, Julián, ahora sí,
JULIÁN.
¿Cómo lo sabes?
CARMEN;
No puedo decir que lo sepa, está dentro de mí. Es como decir
que sé que estoy dentro de mí. ¿En qué piensas?
EL SR. ARNAU.
En la canta de las bolas.
JULIAN.
No pienso en nada. No hay nada en qué pensar, sólo el pensa-
miento., Déjame tranquilo.
CARMEN
Qué duro eres, Julián, que duro; qué impenetrable. Y hasta lle-
gué a convencerme que tampoco Julián le miraba con malos
ojos. No te puedes hacer ideo de hasta qué punto era mortifican-
te esa prelación suya sobre todos mis actos. Ni la traición era po-
sible; parecía haberla adivinado y seguir siendo dueño de la si-
tuación porque me sabía sujeto por aquella parte del vínculo que
él me seguía negando y guardando en secreto y cómo, lejos de
sentirse ofendido por mi ejemplo,parecía complacerse en com-
probar que mi gesto más despechado obedecía o su previsión;
cómo me conocía y cómo conocía al cónsul —a quien nunca tra-
tó— incluso mejor que yo, y cómo lo despreciaba; y cómo den-
tro de las reglas del jego su dominio no sólo seguía vigente,
sino que se veía vigorizado por mi fracasado desmán para rom-
perlas. Comprenderás que en esa situación mis relaciones con el
cónsul estaban condenadas y, día a día, iba yo ganando para mí
una buena parte del desprecio que Julián guardaba para él.
EL SR. ARNAU.
Y para salir de esa situación, elegiste a ¿cómo se llamaba? .
CARMEN.
De Bastos. En cierto modo sí. Siempre digo «en cierto modo».
Parece que conmigo las personas nunca han logrado cumplir ca-
balmente la función que yo les asigné. Debe ser mi mayor culpa,
mi mayor vicio.
(Entra ADELA)
JULIÁN.
Adela, si es el señor De Bastos, hágale pasar directamente al ga-
binete de la señora.
CARMEN.
¿Quién era, Adela?
ADELA.
No era el señor De Bastos.
EL SR. ARNAU.
¿Pero quién era?
ADELA.
No era el señor De Bastos y no le he hecho pasar.
(Sale ADELA)
CARMEN.
No ha llamado nadie.
JULIAN.
Los altibajos del alma suelen ser réplicas a acontecimientos pasa-
dos que no gozan de un carácter reversible y lo que tú buscas es un
fenómeno doblemente reflejo que rara vez se produce con simul-
taneidad. Han llamado estando tú fuera. Yo debo tener un ánimo
errante y me canso muy pronto de vivir en el mismo sitio. Me
horroriza soportar una imagen invariable de mí mismo y no pue-
do tolerar, que —tú la primera— me conforméis de una manera.
EL SR. ARNAU.
Sé muy bien en qué se cifra esa inquietud y qué es lo que tiene
que satisfacer —para lograr engañarse o si misma— esa ficticia e
hipostática imagen que viene a superponerse a la realidad para
desvirtuar la obra del instinto. Para el espíritu la realidad siem-
pre será irredenta y la razón no es más que un falso profeta que
no sabe dominar sin destruir.
CARMEN.
No quiero oír hablar de eso. No quiero volver a aquel juego.
EL SR. ARNAU.
La previsión, el futuro, la correspondencia, ¡supremas superche-
rías! La propiedad, la promesa.
(Entra LA SOMBRA DEL GUARDA)
LA SOMBRA DEL GUARDA.
¡La hacienda! Sobre todo, por encima de todo, la hacienda y la renta.
JULIAN.
Déjame entrar, te lo suplico.
CARMEN.
No quicio oír hablar de eso.
JULIAN.
Ha venido, le estoy viendo.
CARMEN.
Entra, entra.
EL SR. ARNAU.
¡En la cama de las bolas!
JULIAN.
¿Por qué vas a ser mía más que de cualquier otra persona? ¿Que
gano yo con eso?
CARMEN
Cuando te hablé del fracaso me refería a algo muy concreto que,
por así decirlo, me devolvió a la infancia. No sé qué faltas puedo
cometer y no encuentro —por tanto— el camino de la madurez
JULIÁN.
La propiedad debe ser recíproca.
EL SR. ARNAU.
La ley no pone un coto al adulterio por respetar un vínculo cuyo
carácter trascendente le importa bien poco. Es preciso legalizar
la impostura de la promesa y hacer responsable a las acciones del
hombre de los vicios de su naturaleza. La imagen del hombre
que de la ley ha de ser forzosamente incorrecta, pues de otra for-
ma la cultura se detendría.
LA SOMBRA DEL GUARDA.
¡Las rentas de la casa!¿Qué hacéis con la hacienda? ¿Para qué
os sirven las mujeres?
JULIAN.
De nuevo está ahí.
EL SR. ARNAU.
He ahí —le está diciendo—¿ el ideal que buscas.
JULIAN.
En la cama de las bolas. En el piso de arriba.
CARMEN, p
Sólo acerté en mi matrimonio; es la única vez que he entrevisto
la posibilidad de cometer una falta, de mantener despierta la cu-
riosidad, de abandonar esta insufrible inocencia. Es La única vez
que he acertado y todo el resto ha sido, tan solo, una niñería.
LA SOMBRA DEL GUARDA.
La realidad es muy otra. No tenéis la menor idea de lo que es la
realidad, lo poca cosa que es.
JULIAN.
Casi estoy convencido de que se trata de mí mismo. Lo siento de
forma muy aguda. No te diré si disparé yo, no lo sé, pero sí fui yo
quien se desplomó —con los ojos desorbitados y una miopía
convergente— porque en aquel momento sólo pensaba en librar-
me de aquello en que —tú la primera—me habíais convertido
LA SOMBRA DEL GUARDA
Yo fui el agredido,
CARMEN.
Eso es lo que te hice creer. Y tu sabías que con aquel hombre
podías cambiar las cosas de manera radical. Por eso te adelan-
taste
JULIÁN.
Casi todas las noches le veo porque he comprendido que no es
otro sino aquél que buscas. Y he decidido que soy yo. Abre de
una vez y desaparecerá, es tan simple como todo eso.
CARMEN.
Vete.
JULIAN.
No son patrañas, no; estoy detrás de tu puerta, con el traje de
Pana, la balsa de higos y los ojos desorbitados.
LA SOMBRA DEL GUARDA,
Soy yo.
JULIAN.
Abre de una vez.
CARMEN.
Tal vez el disparo partió de mí. Lo único que me sacó de este
marasmo al que, por mucho que insistas, no he de volver,
EL SR.. ARNAU.
O quizá partió de mí,en el fondo tan solo.
LA SOMBRA DEL GUARDA.
O de mí, ¡quién sabe!
JULIAN.
Partió de mí y a mi debe volver. ¡Abre de una vez!
(Entra ADELA )
EL SR. ARNAU.
¿Dónde va usted. Adela?
ADELA.
He oído algo raro, muy raro.
EL SR. ARNAU.
¿El qué? ¿Acaso que la razón es un falso profeta?
ADELA.
Algo mucho más raro todavía.
EL SR. ARNAU.
¿Que nuestras costumbres sexuales son cosa más racional que
sensual?
ADELA.
Mucho mas raro todavía.
JULIÁN.
Ha oído llamar a la puerta. (Abre la puerta.)
LA SOMBRA DEL GUARDA, I 1
Os lo he dicho una y mil veces: cuidad la hacienda y olvidad el
resto. Aumentad las rentas, las rentas; en cuanto a las mujeres, ya
se cuidan ellas de dilapidar su virtud. (Sale.)
(Salen también ADELA y JULIÁN, éste por la puerta exterior. Se oye
el eco del disparo y se apagan las luces. Cuando se vuelven a en-
cender EL SR. ARNAU dormita ante un libro abierto y entra CAR-
MEN, en ropas de dormir. La puerta exterior está abierta y en el
umbral se advierte el bulto de JULIÁN)
EL SR. ARNAU
¿Levantada a estas horas? ¿Ni siquiera a estas horas podré cele-
brar tranquilamente mis prácticas?
CARMEN.
Qué ingenuidad, el dominio de las pasiones. Con qué falta de
decoro habita la conciencia nuestro mejor aposento. Qué falta
de decencia, qué poca puntualidad. No te haces cargo de cómo
lo tiene hecho una cochambre. No se preocupe; señora, el mes
que viene. Mañana, futuro, paciencia. Qué sordidez, qué malas
artes para el engaño, ni siquiera es capaz de encontrar un buen
pretexto. Pero ¿cómo me dejaré engañar así? ¿Qué es eso de
que el tiempo corre?
EL SR. ARNAU
No pienses más en eso. Y desengáñate, no le ves. Fíjate en mí,
una vida dedicada o las prácticas ¿para qué? Para nada. Nada
nos visita.. Son figuraciones tuyas. Si así lo deseas, desaparecerá.
CARMEN.
Mírale en la puerta. Luego suele entrar con paso decidido y tran-
quilo. Abre la puerta de mi cuarto, pero no cruza el umbral. Se
limita a decirme que me cuide mucho y que vele por mi salud,
que es lo único que importa,
EL SR. ARNAU
No hagas caso, es lo que menos importa. Yo nunca he hecho
caso de los consejos que llaman prudentes. No hay como olvi-
darse de la salud y descuidar la hacienda.
CARMEN.
¡Qué va a correr! El tiempo es un regalo de verano donde ha ido
a morir un perro sediento. Rastrojo y hojas muertas; un olor in-
soportable y un delirio de moscas. El tiempo. Qué razón tenía,
JULIAN.
El físico, Carmen, el físico. Lo que más importa, es el físico. La
vergüenza es lo de menos; lo que importa —ahora y siempre—
es la apariencia,
CARMEN.
Cómo se deleita en la revancha. Siempre me tomó la delantera y
cómo se complace en hacérmelo saber en mi propia carne. Qué
razón tenía: era el mismo que yo buscaba y con qué asiduidad
viene a recordármelo. Cómo sabe que ya no podré salir de este
cerco. Qué impotencia, qué inútil desasosiego.
EL SR. ARNAU
Vete a dormir, Carmen. No son más que figuraciones. Descansa:
mañana tendremos visita.
CARMEN.
Le estoy viendo como a ti. De forma menos real pero más apre-
miante. Es mucho más inquietante que tú., Entre lo visto y lo en-
trevisto, entre la imaginación y la alucinación sólo hay diferen-
cias de representación. Pero ¿y la inquietud que provoca?
Cuánto mas impreciso, más sugerente. Ha terminado conmigo;
se propuso terminar conmigo desde el primer día que me vio
y mira como lo ha logrado. Estoy acabado y pienso que lo estoy
desde la primera vez que le vi. No sé aún cómo lo ha conse-
guido.
EL SR. ARNAU
Pero puesto que lo he conseguido, ha demostrado con ello el
amor que te tiene.
CARMEN,
No te entiendo, no te entiendo.
TELÓN

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