Ficha Agamben Lo Que Queda de Auschwitz

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Agamben, Giorgio. Lo que queda de Auschwitz: el archivo y el testigo. Homo sacer III.

Antonio
Gimeno Cuspinera, trad. Valencia: Pre-Textos, 2000.

ÉTICA Y DERECHO
Casi todas las categorías de que nos servimos en materia de moral o de religión están contaminadas de
una u otra forma por el derecho: culpa, responsabilidad, inocencia, juicio, absolución… Por eso es difícil
utilizarlas si no es con especial cautela. La realidad es que, como los juristas saben perfectamente, el
derecho no tiende en última instancia al de la verdad (16). La producción de la res judicata, merced a la
cual lo verdadero y lo justo son sustituidos por la sentencia, vale como verdad aunque sea a costa de su
falsedad e injusticia, es el fin último del derecho (17).

El fin último de la norma es la producción del juicio; pero éste no se propone ni castigar ni premiar, ni
hacer justicia ni descubrir la verdad. El juicio es en sí mismo el fin y esto –como se ha dicho– constituye
su misterio, el misterio del proceso (17).

El gesto de asumir responsabilidad es, pues, genuinamente jurídico, no ético. No expresa nada doble o
luminoso, sino simplemente el ob-ligarse, el constituirse en cautivo para garantizar una deuda, en un
escenario en que el vínculo jurídico estaba todavía íntimamente unido al cuerpo del responsable. Como
tal, está estrechamente enlazado con el concepto de culpa que, en sentido lato, indica la imputabilidad
del daño (21).

Siempre se ha considerado noble el gesto de quien asume una culpa jurídica de la que es inocente (Salvo
D’Acquisto), mientras que la aceptación de una responsabilidad política o moral sin consecuencias
jurídicas ha sido una característica permanente de la arrogancia de los poderosos (23).

ZONA GRIS
El descubrimiento inaudito que Levi realizó en Auschwitz se refiere a una materia que resulta refractaria
a cualquier intento de determinar la responsabilidad; ha conseguido aislar algo que es como un nuevo
elemento ético. Levi lo denomina la “zona gris”. En ella se rompe “la larga cadena que une al verdugo y
a la víctima”; donde el oprimido se hace agresor y el verdugo aparece, a su vez, como víctima. Una gris
e incesante alquimia en la que el bien y el mal y, junto a ellos, todos los metales de la ética tradicional
alcanzan su punto de fisión (20).

HOLOCAUSTO
El desdichado término holocausto (a menudo con la H mayúscula) surge de esa exigencia inconsciente
de justificar la muerte sine causa, de restituir un sentido a lo que no parece poder tener sentido alguno
(27).

También la historia de un término erróneo puede ser instructiva. “Holocausto” es la transcripción docta
del latín holocaustum, que, a su vez, traduce el término griego holókaustos (que es, empero, un adjetivo,
y significa literalmente “todo quemado”); el sustantivo griego correspondiente es holokaústōma. La
historia semántica del término es esencialmente cristiana, porque los Padres de la Iglesia se sirvieron de
él para traducir –en verdad sin excesivo rigor ni coherencia– la compleja doctrina sacrificial de la Biblia
(28).

En el caso del término “holocausto”, por el contrario, establecer una conexión, aunque sea lejana, entre
Auschwitz y el olah bíblico, y entre la muerte en las cámaras de gas y la “entrega total a motivos
sagrados y superiores” no puede dejar de sonar como una burla. No sólo el término contiene una
equiparación inaceptable entre hornos crematorios y altares, sino que recoge una herencia semántica que
tiene desde el inicio una coloración antijudía (31).

EUFEMISMO
El verbo que hemos traducido como “adorar en silencio” es en el texto griego euphēmeîn. De este
término, que significa originariamente “observar el silencio religioso” deriva la palabra moderna
“eufemismo”, que indica los términos que sustituyen a otros que, por pudor o buenos modales, no se
pueden pronunciar. Decir que Auschwitz es “indecible” o “incomprensible” equivale a euphēmeîn, a
adorarle en silencio, como se hace con un dios; es decir, significa, a pesar de las intenciones que puedan
tenerse, contribuir a su gloria (32).
EL TESTIGO
En latín hay dos palabras para referirse al testigo. La primera, testis, de la que deriva nuestro término
“testigo”, significa etimológicamente aquel que se sitúa como tercero (terstis) en un proceso o un litigio
entre dos contendientes. La segunda, superstes, hace referencia al que ha vivido una determinada
realidad, ha pasado hasta el final por un acontecimiento y está, pues, en condiciones de ofrecer un
testimonio sobre él (15).

El testigo testimonia de ordinario a favor de la verdad y de la justicia, que son las que prestan a sus
palabras consistencia y plenitud. Pero en este caso el testimonio vale en lo esencial por lo que falta en él;
contiene, en su centro mismo, algo que es intestimoniable, que destruye la autoridad de los
supervivientes. Los “verdaderos” testigos, los “testigos integrales” son los que no han testimoniado ni
hubieran podido hacerlo […] Quien asume la carga de testimoniar por ellos sabe que tiene que dar
testimonio de la imposibilidad de testimoniar (34).

Si testis hace referencia al testigo en cuanto interviene como tercero en un litigio entre dos sujetos, y
superstes es el que ha vivido hasta el final una experiencia y, en tanto que ha sobrevivido, puede pues
referírsela a otros, auctor indica al testigo en cuanto su testimonio presupone siempre algo –hecho, cosa
o palabra– que le preexiste y cuya fuerza y realidad deben ser confirmadas y certificadas. En este
sentido, auctor se contrapone a res […] así pues, el testimonio es siempre una dualidad esencial, en que
una insuficiencia o una incapacidad se complementan y hacen valer (157).

ENUNCIACIÓN
La enunciación no se refiere, pues, al texto del enunciado, sino a su tener lugar y el individuo puede
poner en funcionamiento la lengua sólo a condición de reconocerse en el acontecimiento mismo del
decir y no en lo que, en tal decir, se dice (122).

El sujeto de la enunciación está hecho íntegramente de discurso y por el discurso; pero, precisamente
por esto, en el discurso, no puede decir nada, no puede hablar (123).

En el presente absoluto de la instancia de discurso, subjetivación y desubjetivación coinciden de todo


punto, y tanto el individuo de carne y hueso como el sujeto de la enunciación callan de la manera más
acabada. Lo que también se puede expresar diciendo que el que habla no es el individuo, sino la lengua;
pero esto significa ni más ni menos que una imposibilidad de hablar ha advenido –no se sabe como– a la
palabra (123).

La subjetividad, la conciencia, en que nuestra cultura ha creído encontrar su fundamento más firme,
reposan sobre lo que hay en el mundo de más frágil y precario: el acontecimiento de la palabra. Pero este
lábil fundamento se reafirma –y vuelve a hundirse– cada vez que ponemos en funcionamiento la lengua
para hablar [128-9] Por esto la subjetivación, el producirse de la conciencia en la instancia de discurso,
es casi siempre un trauma del que los hombres se recuperan mal: por esto también el frágil texto de la
conciencia se deshilacha y borra sin cesar, mostrando a plena luz la separación sobre la que está
construido, la constitutiva desubjetivación de toda subjetivación (129).

Cuando un sujeto surge por vez primera en la forma de una conciencia, tal cosa se produce, pues,
marcando una desconexión entre saber y decir; o sea, como experiencia, en el que sabe, de una dolorosa
imposibilidad de decir y, en el que habla, de una imposibilidad no menos amarga de saber (130).

En el lenguaje, la enunciación señala el umbral entre un dentro y un fuera, su tener lugar como
exterioridad pura; y desde el momento en que los enunciados se convierten en referente principal de la
investigación, el sujeto queda liberado de cualquier implicación sustancial y pasa a ser una pura función
o una pura posición (147).

CATEGORÍAS MODALES
Posibilidad (poder ser) y contingencia (poder no ser) son los operadores de la subjetivación, del punto en
que un posible adviene a la existencia, se da por medio de la relación a una imposibilidad. La
imposibilidad, como negación de la posibilidad [no (poder ser)], y la necesidad como negación de la
contingencia [no (poder no ser)], son los operadores de la desubjetivación, de la destrucción y de la
remoción del sujeto, es decir, de los procesos que establecen en él una división entre potencia e
impotencia, posible e imposible […] Pero las categorías modales –como operadores del ser– no están
nunca ante el sujeto, como algo que éste pueda elegir o rechazar, y ni siquiera como tarea que pueda
decidir –o no– asumir en un instante privilegiado. El sujeto es más bien el campo de fuerzas atravesadas
desde siempre por las corrientes incandescentes e históricamente determinadas de la potencia y la
impotencia, del poder no ser y del no poder no ser (154).

ARCHIVO
[…] depósito que cataloga las huellas de lo ya dicho para consignarlas a la memoria futura […] En
cuanto conjunto de reglas que definen los acontecimientos de discurso, el archivo se sitúa entre la
langue, como sistema de construcción de las frases posibles –o sea, de la posibilidad de decir– y el
corpus que reúne el conjunto de lo ya dicho, de las palabras que han sido efectivamente pronunciadas o
escritas. El archivo es, pues, la masa de lo no semántico inscrita en cada discurso significante como
función de su enunciación, el margen oscuro que circunda y delimita cada toma concreta de palabra
(150).

[…] el archivo es lo no dicho o lo decible que está inscrito en todo lo dicho por el simple hecho de haber
sido enunciado, el fragmento de memoria que queda olvidado en cada momento en el acto de decir yo
(151).

EL TESTIMONIO
La shoá es un acontecimiento sin testigos en el doble sentido de que sobre ella es imposible dar
testimonio, tanto desde el interior –porque no se puede testimoniar desde el interior de la muerte, no hay
voz para la extinción de la voz– como desde el exterior, porque el outsider queda excluido por
definición del acontecimiento (35).

Explicar la paradoja mediante el deus ex machina del canto, equivale a estetizar tal testimonio […] No
son el poema ni el canto los que pueden intervenir para salvar el imposible testimonio; es, al contrario, el
testimonio lo que puede, si acaso, fundar la posibilidad del poema (36).

Quizás toda palabra, toda escritura nace, en este sentido, como testimonio. Y por eso mismo aquello de
los que testimonia no puede ser ya la lengua, no puede ser ya la escritura: puede ser sólo lo
intestimoniado. Éste es el sonido que nos llega de la laguna, la no lengua que se habla a solas, de la que
la lengua responde, en la que nace la lengua. Y es la naturaleza de eso no testimoniado, su no lengua,
aquello sobre lo que es preciso interrogarse (39).
Pero tampoco el superviviente puede testimoniar integralmente, decir la propia laguna. Eso significa que
el testimonio es el encuentro entre dos imposibilidades de testimoniar; que la lengua, si es que pretende
testimoniar, debe ceder su lugar a una no lengua, mostrar la imposibilidad de testimoniar. La lengua del
testimonio es una lengua que ya no significa, pero que, en ese su no significar, se adentra en lo sin
lengua hasta recoger otra significancia, la del testigo integral, la del que no puede prestar testimonio
(39).

Que en el “fondo” de lo humano no haya otra cosa que una imposibilidad de ver: tal es la Gorgona, cuya
visión ha transformado al hombre en no-hombre. Pero que sea precisamente esta no humana
imposibilidad de ver lo que invoca e interpela a lo humano, el apostrofe al que el hombre no puede
sustraerse; esto y no otra cosa es el testimonio. La Gorgona y el que la ha visto, el musulmán y el que da
testimonio en su lugar, son una mirada única, la misma imposibilidad de ver (55).

[…] el sujeto del testimonio es aquel que testimonia de una desubjetivación, pero a condición de no
olvidar que “testimoniar de una desubjetivación” sólo puede significar que no hay, en sentido propio, un
sujeto del testimonio […] que todo testimonio es un proceso o un campo de fuerzas recorrido sin cesar
por corrientes de subjetivación y desubjetivación (127).

Pero es justamente esta imposibilidad de mantener reunidos al viviente y al lenguaje, la phōné y el


logos, lo no-humano y lo humano, la que –lejos de autorizar que la significación quede diferida
infinitamente– permite que se produzca el testimonio. Si no hay articulación entre el viviente y el
lenguaje, si el yo queda suspendido en esta separación, entonces puede darse testimonio. La intimidad,
que traduce nuestra no-coincidencia con nosotros mismos, es el lugar del testimonio. El testimonio tiene
lugar en el no-lugar de la articulación (136-7).

La paradoja, en este punto, es que si el que testimonia verdaderamente de lo humano es aquel cuya
humanidad ha sido destruida, eso significa que la identidad entre hombre y no-hombre nunca es
perfecta, que no es posible destruir íntegramente lo humano, que siempre resta algo. El testigo es ese
resto (141).
En oposición al archivo, que designa el sistema de las relaciones entre lo no dicho y lo dicho, llamamos
testimonio al sistema de las relaciones entre el dentro y el fuera de la langue, entre lo decible y lo no
decible en toda lengua; o sea, entre una potencia de decir y su existencia, entre una posibilidad y una
imposibilidad de decir (152).

Si en la relación entre lo dicho y su tener lugar, el sujeto del enunciado podía, en rigor, ponerse entre
paréntesis, porque en cualquier caso se había producido ya la toma de palabra, la relación entre la lengua
y su existencia, entre la langue y el archivo, exige una subjetividad que atestigua, en la posibilidad
misma de hablar, una imposibilidad de palabra. Por eso se presenta como testigo y puede hablar por
aquellos que no pueden hacerlo. El testimonio es una potencia que admite realidad mediante una
impotencia de decir, y una imposibilidad que cobra existencia a través de una imposibilidad de hablar.
Estos dos movimientos no pueden identificarse ni en un sujeto ni en una conciencia, ni separarse en dos
sustancias incomunicables. El testimonio es esta intimidad indivisible (153).

[…] podemos decir que testimonio significa ponerse en relación con la propia lengua en la situación de
los que la han perdido, instalarse en una lengua viva como si estuviera muerta o en una lengua muerta
como si estuviera vida, mas, en cualquier caso, fuera tanto del archivo como del corpus de lo ya dicho
(169).

EL MUSULMÁN
Lo intestimoniable tiene un nombre. Se llama en la jerga del campo, der Muselmann, el musulmán (41).

La explicación más probable remite al significado literal del término árabe muslim, que designa al que se
somete incondicionalmente a la voluntad de Dios, y está en el origen de las leyendas sobre el presunto
fatalismo islámico, bastante difundidas en las culturas europeas a partir de la Edad Media […] No
obstante, mientras la resignación del muslim reposa en la convicción de que la voluntad de Alá está
presente en todo momento, en el más pequeño acontecimiento, el musulmán de Auschwitz parece haber
perdido, por el contrario, cualquier forma de voluntad o conciencia (45).

A veces figura nosográfica y a veces categoría ética, límite político y concepto antropológico
alternativamente, el musulmán es un ser indefinido, en el que no sólo la humanidad, sino también la vida
vegetativa y la de relación, la fisiología y la ética, la medicina y la política, la vida y la muerte transitan
entre ellas sin solución de continuidad. Por esto su “tercer reino” es la cifra perfecta del campo, del no-
lugar donde todas las barreras entre las disciplinas se arruinan y todos los diques desbordan (49).

Esto, el que la muerte de un ser humano ya no pueda ser llamada muerte (no simplemente que haya
dejado de tener importancia –esto ya ha sucedido– sino que precisamente no pueda ser llamada con ese
nombre), es el horror especial que el musulmán introduce en el campo y que el campo introduce en el
mundo. Pero todo ello quiere decir asimismo –y es esto lo que hace que la frase de Levi sea tan terrible–
que las SS tenían razón cuando llamaban Figuren a los cadáveres. Allí donde no es posible llamar
muerte a la muerte, tampoco los cadáveres pueden ser llamados cadáveres (72).

El musulmán es el no-hombre que se presenta obstinadamente como hombre y lo humano que es


imposible disociar de lo inhumano (85).

Es entonces cuando se comprende bien la función decisiva de los campos en el sistema de la biopolítica
nazi. No sólo son el lugar de la muerte y del exterminio, sino también y sobre todo, el lugar de la
producción del musulmán, de la última sustancia biopolítica aislable en el continuum biológico. Más allá
no hay más que las cámaras de gases (89).

[…] el carácter más específico de la biopolítica del siglo veinte: no ya hacer morir ni hacer sobrevivir,
sino hacer sobrevivir. No la vida ni la muerte, sino la producción de una supervivencia modulable y
virtualmente infinita es lo que constituye la aportación decisiva del biopoder de nuestro tiempo. Se trata,
en el caso del hombre, de separar, en todo momento, la vida orgánica de la animal, lo no-humano de lo
humano, al musulmán del testigo […] La ambición suprema del biopoder es producir en un cuerpo
humano la separación absoluta del viviente y del hablante, de la zōé y el bíos, del no-hombre y del
hombre: la supervivencia (165).

VERGÜENZA
Avergonzarse significa: ser entregado a lo inasumible. Pero lo así inasumible no es algo externo, sino
que procede de nuestra misma intimidad; es decir, de lo que hay en nosotros más íntimo […] En la
vergüenza el sujeto no tiene, en consecuencia, otro contenido que la propia desubjetivación, se convierte
en testigo del propio perderse como sujeto. Este doble movimiento, a la vez de subjetivación y
desubjetivación, es la vergüenza (110).

Ésta es nada menos que el sentimiento fundamental de ser sujeto, en los dos sentidos opuestos –al menos
en apariencia– de este término: estar sometido y ser soberano. Es lo que se produce en la absoluta
concomitancia entre una subjetivación y una desubjetivación, entre un perderse y un poseerse, entre una
servidumbre y una soberanía (112).

El yo es lo que se produce como resto en el doble movimiento –activo y pasivo– de la autoafección. Por
esto la subjetividad tiene constitutivamente la forma de una subjetivación y de una desubjetivación, por
esto es, en lo íntimo, vergüenza. El rubor es ese resto que, en toda subjetivación, traiciona una
desubjetivación y, en cada desubjetivación, da testimonio de un sujeto (117).

PASIVIDAD
La pasividad, como forma de la subjetividad, está, pues, constitutivamente escindida entre un polo
puramente receptivo (el musulmán) y un polo activamente pasivo (el testigo), pero en un modo tal que
esta escisión no sale nunca de ella misma, no separa nunca del todo los dos polos, tiene siempre, al
contrario, la forma de una intimidad, de la entrega de sí a una pasividad, de un hacerse pasivo, en el que
los dos términos se distinguen y confunden a la vez (116).

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