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26 de septiembre de 2011, razonpublica.

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Baldomero Sanín Cano (1861-1957)


Artículo conmemorativo del sesquicentenario de su nacimiento
 

 
Por David Jiménez
Artículo conmemorativo del sesquicentenario de su nacimiento.

Sanín Cano nació hace ciento cincuenta años, el 27 de junio de 1861, “mientras repercutía
en todos los ámbitos del país el eco de las batallas triunfales a que se debió la Constitución
de 1863, sancionada en Rionegro”, su lugar de nacimiento. El mismo Sanín afirma que, a
pesar de su corta edad cuando se reunió la Convención que aprobó la Constitución más
liberal de la historia colombiana, los nombres de algunos constituyentes, como Santiago
Pérez, Francisco Javier Zaldúa y Salvador Camacho Roldán, permanecieron en su memoria.
Lo mismo afirma de algunas frases que oyó y sólo llegó a comprender después, cuando,
reflexionadas y ampliadas, se convirtieron en principios fundadores de su adhesión a las
ideas del liberalismo radical.  
Desde su primer ensayo de importancia, “Núñez, poeta”, publicado en 1888, el mismo año
en que aparece Azul de Rubén Darío, Sanín Cano empieza la defensa de la modernización
estética, centrada en la noción de autonomía. En un momento tan temprano de su
trayectoria, y del modernismo, su perspectiva es ya radicalmente esteticista, con todas las
implicaciones que para entonces tenía esta posición frente a la tradición hispánica y
conservadora: el arte verdadero no es un utensilio político ni un instrumento didáctico
moralizante ni medio de propaganda doctrinaria. Hay que emancipar la obra artística de
toda finalidad extraña a su valor puramente estético. Las consecuencias políticas de esta
concepción estética fueron decisivas y pueden medirse por la reacción que suscitó en
personajes como Miguel Antonio Caro. Para la mentalidad conservadora, nada podía ser
más ajeno y nocivo que la idea de autonomía. Según Caro, todo debía religarse y
subordinarse a un solo principio: la religión católica, su verdad dogmática. Y ese vínculo
entre poesía y dogma se consideraba sagrado. Sanín Cano sostiene lo contrario: el arte no
debe subordinarse a nada. Ni religión ni política son instancias superiores que legitimen o
justifiquen la obra artística. Son esferas independientes, cada una con su propia legalidad. El
joven crítico sitúa su polémica en el corazón mismo de la “Regeneración”: Caro y Núñez
hacen uso indebido de sus versos, al convertir la poesía en sierva de sus intereses sectarios.
Su intolerancia literaria es la otra cara de su intolerancia política.
Años más tarde, en 1904, Sanín Cano encuentra un nuevo cauce para su tarea de agitación y
difusión de ideas: la fundación de la Revista Contemporánea, publicada entre octubre de
1904 y septiembre de 1905. En el primer artículo de la revista, “Porvenir del castellano”,
firmado por él, polemiza con Juan Valera, novelista español muy apreciado entonces por los
escritores adictos a la tradición hispánica en Colombia. “En América se avergüenzan de ser
españoles de origen; han dado en el chiste de apellidarse latinos; muchos tienen el
propósito de desechar el castellano, de independizarse también en este punto y de salir
hablando nuevas lenguas”, escribe Valera, citado por Sanín. Según el español, en su salida
lanza en ristre contra los modernistas, los jóvenes escritores de América “no leen libro
alguno de autor español y, o no leen nada, o leen libros franceses o ingleses, admirándolo
todo en ellos, hasta las más insignes extravagancias”. Este tipo de opiniones, con su tono
burlón y su punto de vista estrecho, indignaba a Sanín Cano. Diez años antes había escrito
uno de sus mejores ensayos de juventud, “De lo exótico”, en el cual sostenía que el escritor
moderno tiene la obligación de abrirse a todos los influjos nuevos y extraños, para
enriquecer lo propio. El patriotismo y la estrechez de miras vienen juntos, según él. Las
palabras de Valera parecen sopesadas y escritas, aunque no lo fueron, pensando en Sanín
Cano, un hombre que en realidad tuvo en poca estima la cultura tradicional española y se
propuso estudiar una gama amplia de lenguas modernas para leer sus literaturas en el
idioma original, hasta lograr hacerlo en inglés, francés, italiano, alemán y danés. “Hay
algunos que no viven en adoración extática ante los primores del castellano viejo”: esa es la
queja del rancio escritor español, dice irónicamente el crítico colombiano en el artículo de la
Revista Contemporánea. Él, por el contrario, pensaba que “las gentes nuevas del Nuevo
Mundo tienen derecho a toda la vida del pensamiento”, una afirmación que halló su eco
más sonoro en Jorge Luis Borges.
“Porvenir del castellano” es, en su intención de fondo, una polémica con los académicos de
la lengua en sus pretensiones de “conservar el idioma” y ser “depositarios de la lengua”. No
son los “depositarios”, pero su función sí es moderar: “son el poder conservador, allí donde
el pueblo atiende a las funciones de elemento revolucionario”, sostiene Sanín. Y habría que
tomar en consideración cada término de su exposición, porque parece intencional el doble
plano de significado: “poder conservador” y “pueblo revolucionario” son expresiones de un
antagonismo que, en cuanto a la vida del idioma, tiene un peso simbólico, pero en lo que se
refiere a la vida política es literal y supone una toma de posición valorativa. Sanín Cano
polemiza aquí con el académico español Juan Valera; sin embargo, la querella implícita es
contra Caros y Marroquines: “Es la lengua un cuerpo organizado, expuesto, como todos
ellos, a las flaquezas de la vida y a sus maneras de transformación. La palabra conservador
aplicada a quien presume de tener bajo su guarda una cosa organizada y viva, es de valor
dudoso, y las prácticas conservadoras son en este caso tristemente inanes. Comprendemos
que haya conservadores de museos y bibliotecas, conservadores de reliquias, de tradiciones,
de leyes derogadas, de lenguas que nadie habla y de símbolos muertos; de cuanto parece,
por su naturaleza, solidificado en formas definitivas. La lengua que se decanta y cristaliza, ya
está muerta; esa es preciso conservarla por un procedimiento semejante al que se usa con
las frutas tratadas por el alcohol y puestas en vasijas a prueba de contacto atmosférico. Un
melocotón en la plenitud de su madurez es la lengua que usan el artista escogido y el
pueblo; uno conservado en alcohol es la lengua que se deshace y que las academias tienen
con amor superfluo y estéril bajo su cuidado”.
El gran maestro de la crítica literaria fue, para Baldomero Sanín Cano, el danés Georg
Brandes. Sanín sostuvo correspondencia epistolar con él desde 1889 y lo conoció
personalmente en Copenhague, en 1915. Aprendió danés para leerlo en la lengua propia del
escritor y descubrir los secretos artísticos de su prosa, según cuenta en el capítulo que le
dedica en De mi vida y otras vidas. En 1925 pronunció en Buenos Aires una conferencia
sobre la obra de Brandes, en cuyo tono admirativo es posible percibir que el conferencista
comparte plenamente la visión de la crítica que expone como ajena. Brandes distingue dos
puntos de vista para analizar una obra literaria: el estético y el histórico. Ambos son
propiedad de la crítica literaria y, lejos de ser mutuamente excluyentes, deben coexistir en la
aproximación del crítico. Desde el punto de vista estético, la obra literaria aparece como
obra de arte, “un todo que existe de por sí, aparte de las relaciones con el mundo exterior”.
Desde el punto de vista histórico, la obra literaria se reconoce como “una arbitraria sección
de un tejido sin fin, vario y complicado”. Tal vez por influencia de Brandes fue
transformándose Sanín Cano en un crítico de ideas, interesado ante todo por la atmósfera
espiritual de la época y la posición del escritor en su medio intelectual. “Tal es la obra del
crítico: comprender, comprenderlo todo, iluminar períodos literarios, darle a cada obra su
posición en la historia de las ideas y de las formas artísticas, todo ello en un estilo de
absoluta claridad y hasta donde sea posible, digno, proporcionado, capaz de reflejar la vida.
De esta manera entendida, la crítica literaria es una obra de arte”, escribe, refiriéndose a
Brandes, pero seguramente asumiendo que es también su propia concepción de la crítica.
En su último libro, El humanismo y el progreso del hombre, publicado en 1955, hay algunos
ensayos en los que Sanín Cano comienza a reflexionar sobre fenómenos de la cultura de
masas y la posibilidad no tan lejana de un final histórico para el arte y la literatura. Son
artículos casi siempre contemporáneos o posteriores a la segunda guerra mundial, en los
que se ocupa de cuestiones como la industria del libro, la masificación del público lector, la
disminución de la lectura literaria propiamente dicha, la incidencia del deporte, de la radio y
del cine en el hábito de leer, es decir, todos aquellos temas que hoy constituyen la materia
de una sociología de la literatura. Desde la perspectiva de un crítico cultural, con una mirada
sociológica sagaz, muestra cómo la mercancía libro se ha convertido en el mediador
universal de la creación literaria y cómo ésta resulta comprometida con todos los avatares
de la comercialización del producto, el precio del papel, las dificultades de comunicación, las
interferencias de la política. La industrialización del libro y la masificación del público lector
no pueden tomarse como signos de progreso espiritual. Más bien al contrario. Hay un
retroceso en la importancia del libro como vehículo de ideas y como obra de arte literaria. El
porvenir es incierto, pues la humanidad se encamina hacia preocupaciones más prácticas y
perspectivas de éxito más inmediato.
El ensayista colombiano que a comienzos de siglo añoró la modernización intelectual del
país e hizo por ella quizá más que cualquier otro escritor en nuestra historia vive lo
suficiente para ver un decepcionante cambio de rumbo, un giro que no había previsto. En
los artículos finales de su último libro publicado, el tono es de apacible pesimismo: el libro
ha devenido objeto de diversión, a lo sumo de amena divulgación instructiva. Su carácter de
instrumento decisivo en la producción del conocimiento humano tiende a ser cosa del
pasado. La literatura ha llegado a ser universal en sentido enajenado, no en la alta
aspiración humanista de Brandes, pues no hay literatura nacional que pueda sustraerse al
mecanismo mundial de la mercantilización del arte. El esfuerzo exigido por la obra orgánica
de largo aliento no encuentra ya disposición en el lector distraído, jalonado aquí y allá por
nuevos intereses y diversiones. Sanín Cano, el otrora defensor de la ciencia como factor
fundamental de la cultura moderna, sostiene ahora que la civilización ha terminado por
antagonizar con la cultura y llega, por momentos, a pensar que solo un retroceso de la
primera podría favorecer la recuperación de la conciencia moral y de los valores que
supuestamente fundamentaban la sociedad moderna, en especial los dos más amenazados:
la libertad y la individualidad. Por otra parte, el espectáculo de los jóvenes estudiantes
alemanes e italianos devotamente empeñados en la quema de libros, en nombre de ideales
nacional-socialistas y fascistas, fue para Sanín Cano el síntoma de una época desolada y
quizá definitivamente sentenciada a sucumbir. Esas muecas de júbilo alrededor de la
hoguera en la que ardían las ideas de muchos siglos ejercieron en él la fascinación de un
símbolo de retroceso a la barbarie.
Sanín Cano murió en 1957, a los 96 años. Había sido periodista, en el viejo sentido de la
palabra, diplomático por corto tiempo y funcionario del gobierno de Rafael Reyes. Residió
en Londres entre 1909 y 1922, colaboró en la revista Hispania que entonces publicaba en
esa ciudad Santiago Pérez Triana y fue corresponsal del diario La Nación de Buenos Aires.
Ocupó la cátedra de lengua y literatura españolas en la universidad de Edimburgo. Entre
1941 y 1945 fue rector de la universidad del Cauca. Una edición facsimilar de la Revista
Contemporánea fue publicada en 2006 por la universidad Externado de Colombia, al cuidado
del sociólogo Gonzalo Cataño. Este mismo investigador ha venido reuniendo y publicando
en varios volúmenes los artículos de Sanín Cano dispersos en periódicos y revistas
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