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En la obra de Rulfo vida y muerte no son vistas como compartimentos estancos sino como
dimensiones complementarias. La muerte no es el fin inexorable de la existencia humana
sino una fase de un ciclo infinito; no es antípoda de la vida sino su envés, una
contrarréplica en la que incluso se reproducen las jerarquías de la vida terrenal, los seres
deambulan con sus culpas a cuestas y los personajes encarnan rencores vivos.
Como afirma el crítico Joseph Sommers, al analizar Pedro Páramo (Fondo de Cultura
Económica, 1955), “en la primera mitad de la novela la presencia de la muerte contamina
la existencia; la vida es un infierno viviente. En la segunda mitad, la vida contamina la
muerte, haciendo de esa condición también un infierno”.
Forma y fondo se unimisman en Pedro Páramo sin mostrar resquicios, este hallazgo es
producto de la intuición y de la astucia narrativa de un autor en cuya formación literaria
ejercieron similar influjo lecturas voraces de autores antiguos y contemporáneos de
diversas tradiciones literarias, incluidos autores nórdicos como Ibsen, Hansum y a Selma
Lagerloff. Por eso la vigencia de esta novela no solo se explica por el tema sino también
por su estructura, tono y estilo.
El texto tiene una estructura caleidoscópica, unos 70 fragmentos a lo largo de los cuales el
tiempo es discontinuo y, por tanto, sincrónico como tendría que ser en un mundo
posmortem. Esta revelación creadora sobrevino después del primer manuscrito, el que
tenía un orden secuencial. De pronto, Rulfo tuvo la intuición de que la vida no sigue un
orden previsible: “… advertí que la vida no es una secuencia. Pueden pasar los años sin
que nada ocurra y de pronto se desencadena una multitud de hechos”.
Según confesión del propio autor, la idea de escribir Pedro Páramo la tuvo rondando en su
cabeza desde 1939 cuando lo asaltó de pronto la imagen de un hombre al que antes de
morir se le presenta la visión de su vida (“ Yo quise que fuera un hombre y muerto el que
la contara”). El montaje de la novela está basado en elipsis que constituyen verdaderos
silencios elocuentes, este recurso tampoco es gratuito y producto del azar sino de la
tenacidad en la escritura hasta encontrar la forma adecuada (“…es una estructura
construida de silencios, de hilos colgantes, de escenas cortadas”). Este acierto en la
técnica de la composición narrativa trajo consigo la invisibilidad del narrador ya que “en el
mundo de los muertos el autor no podía intervenir”).
Por último, la maestría narrativa de Pedro Páramo no hubiera podido encarnarse sin el
lenguaje que concretara esas poderosas intuiciones creativas. Quizá el mayor invento en
esta obra maestra es el lenguaje que tampoco es una reproducción realista del lenguaje
popular, sino una reinvención a partir de una transposición simbólica que conjuga los
arcaísmos con los modismos y el arte poético personal. También este estilo fue resultado
de la poda y de la eliminación, formas sutiles de la muerte, pues Rulfo había emprendido
un duro ejercicio para “evitar la retórica”, “matar al adjetivo, pelearme con él”. Quiso, en
una lucha encarnizada con las palabras, traducir el hermetismo de sus personajes en un
lenguaje sencillo. Así creó una mimesis del habla de un pueblo.