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Pedro Páramo

El escritor y sus fantasmas


La muerte es un tema recurrente en la vida y obra de Juan Rulfo (Sayula, Jalisco, 1917-
Ciudad de México, 1986). Testigo inerme de los cruentos estragos de la Revolución
mexicana y la revolución cristera, con su numerosa secuela de muertos, de la que no se
libró su propia familia (su abuelo paterno y su padre), a temprana edad conoció el
desamparo y la orfandad, por lo que su vocación literaria y su producción creativa no
pudieron evadir esta fatalidad.

En la obra de Rulfo vida y muerte no son vistas como compartimentos estancos sino como
dimensiones complementarias. La muerte no es el fin inexorable de la existencia humana
sino una fase de un ciclo infinito; no es antípoda de la vida sino su envés, una
contrarréplica en la que incluso se reproducen las jerarquías de la vida terrenal, los seres
deambulan con sus culpas a cuestas y los personajes encarnan rencores vivos.

Como afirma el crítico Joseph Sommers, al analizar Pedro Páramo (Fondo de Cultura
Económica, 1955), “en la primera mitad de la novela la presencia de la muerte contamina
la existencia; la vida es un infierno viviente. En la segunda mitad, la vida contamina la
muerte, haciendo de esa condición también un infierno”.

La visión sincrética de la muerte en Pedro Páramo se nutre tanto de la imaginería


prehispánica como de la visión occidental, por lo que algunos críticos la interpretan como
una contra-odisea, en la que una suerte de Telémaco (Juan Preciado) emprende en el
ultramundo la búsqueda del padre perdido. Empedernido lector de antropología e historia
mexicana, Rulfo recrea la tradición occidental y nos presenta el mito del paraíso perdido al
revés. Según el lúcido ensayista y poeta Octavio Paz, el personaje principal de Pedro
Páramo “regresa a un jardín calcinado, a un paisaje lunar, al verdadero infierno”.

En la profusa bibliografía crítica a que ha dado lugar su breve narrativa, en particular


Pedro Páramo, una sola constante se devela: en el mundo fantasmal creado por Rulfo
comparece su experiencia personal y los arquetipos del inconsciente colectivo, lo que
convierte a su obra en una metáfora del ser mexicano y, al mismo tiempo, reflejo de una
pulsión universal. Esto explica, sin duda, la difusión y aceptación de este libro traducido a
más de cincuenta lenguas.
Hasta los métodos de trabajo de Rulfo estaban impregnados por la muerte: él mismo
confesó que los nombres de sus personajes los obtenía de las lápidas en el cementerio.
Incluso la búsqueda de su estilo consistió en lo que él denominó “un ejercicio de
eliminación”. Y, en efecto, este mecanismo verbal que se aproxima a la perfección fue el
sobreviviente de por lo menos tres versiones sometidas a una implacable autocorrección
que logró reducir el manuscrito primigenio de trescientas páginas a cerca de la mitad de
extensión.

Forma y fondo se unimisman en Pedro Páramo sin mostrar resquicios, este hallazgo es
producto de la intuición y de la astucia narrativa de un autor en cuya formación literaria
ejercieron similar influjo lecturas voraces de autores antiguos y contemporáneos de
diversas tradiciones literarias, incluidos autores nórdicos como Ibsen, Hansum y a Selma
Lagerloff. Por eso la vigencia de esta novela no solo se explica por el tema sino también
por su estructura, tono y estilo.

El texto tiene una estructura caleidoscópica, unos 70 fragmentos a lo largo de los cuales el
tiempo es discontinuo y, por tanto, sincrónico como tendría que ser en un mundo
posmortem. Esta revelación creadora sobrevino después del primer manuscrito, el que
tenía un orden secuencial. De pronto, Rulfo tuvo la intuición de que la vida no sigue un
orden previsible: “… advertí que la vida no es una secuencia. Pueden pasar los años sin
que nada ocurra y de pronto se desencadena una multitud de hechos”.

Según confesión del propio autor, la idea de escribir Pedro Páramo la tuvo rondando en su
cabeza desde 1939 cuando lo asaltó de pronto la imagen de un hombre al que antes de
morir se le presenta la visión de su vida (“ Yo quise que fuera un hombre y muerto el que
la contara”). El montaje de la novela está basado en elipsis que constituyen verdaderos
silencios elocuentes, este recurso tampoco es gratuito y producto del azar sino de la
tenacidad en la escritura hasta encontrar la forma adecuada (“…es una estructura
construida de silencios, de hilos colgantes, de escenas cortadas”). Este acierto en la
técnica de la composición narrativa trajo consigo la invisibilidad del narrador ya que “en el
mundo de los muertos el autor no podía intervenir”).

Por último, la maestría narrativa de Pedro Páramo no hubiera podido encarnarse sin el
lenguaje que concretara esas poderosas intuiciones creativas. Quizá el mayor invento en
esta obra maestra es el lenguaje que tampoco es una reproducción realista del lenguaje
popular, sino una reinvención a partir de una transposición simbólica que conjuga los
arcaísmos con los modismos y el arte poético personal. También este estilo fue resultado
de la poda y de la eliminación, formas sutiles de la muerte, pues Rulfo había emprendido
un duro ejercicio para “evitar la retórica”, “matar al adjetivo, pelearme con él”. Quiso, en
una lucha encarnizada con las palabras, traducir el hermetismo de sus personajes en un
lenguaje sencillo. Así creó una mimesis del habla de un pueblo.

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