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Lo conocí a finales de los cincuenta.

Coincidimos en el mismo compartimento en


segunda clase destinado a ocho viajeros pero con solo dos ocupantes.

El paisaje era agradable, armonioso. El tren seguía el curso del rio Saona poco después
de salir de la estación recorriendo el trayecto hacia París. La primavera ya desbordaba
los campos y los colores eran infinitos.

A un cierto punto, mi compañero de viaje saco una pipa, la cargó y me pregunto si me


molestaba. Le dije que me gustaba el olor a tabaco de pipa. Yo saqué mi cajetilla de
cigarros y me encendí uno.

Confluían los humos y se entremezclaban con un claro ganador. A pesar de la potencia


del Gauloises, el aroma de Virginia imperaba sin resistencia. Decidí por tanto pasar al
contraataque ofreciendo mi brebaje más preciado. Abrí la petaca para ofrecer a mi
adversario tabaquil una tregua con un aguardiente hecho en una aldea gallega con un
sistema secular de buen producto y paciencia.

Después de varios sorbos me dijo que se llamaba Jean-Paul y que si mi arma a utilizar
iba a ser siempre esa pediría una rendición incondicional. Venía de dar una conferencia
sobre la guerra de Argelia en Lyon.

Empezamos a hablar de cosas intrascendentes. Los colores y fragancias primaverales


que surgían con ímpetu, sitios donde poder comer bien y barato en París, la nueva ola
del cine francés, el concierto de Georges Brassens de dos días antes en el que
casualmente coincidimos… para pasar a hablar de la guerra de Argelia. En esos
tiempos la colonia pujaba por su independencia y ambos estuvimos de acuerdo en una
evaluación favorable hacia los legítimos dueños del territorio y lo nefasto del
imperialismo de cualquier índole.

- El colonialismo es una vergüenza –decía-, se burla de nuestras leyes o las


caricaturiza, nos infecta de su racismo. Obliga a los jóvenes a morir a pesar
suyo, por los principios nazis que hace años combatíamos. Nuestro deber es
obligar a morir el colonialismo, no solo en Argelia, sino en todos los lugares
donde existe. Los franceses conocen todos los crímenes que se han cometido
en nuestro nombre. Al principio quizás ignoraban, luego dudaron y ahora
saben, pero siguen callados. Tienen miedo a juzgarse a sí mismos.
- -Al respecto –comente yo- Camus dice que callarse es decir que no se juzga ni
se desea nada. Y en ciertos casos es no desear nada, en efecto. La
desesperación, como lo absurdo, juzga y desea todo en general, y nada en
particular. El silencio lo traduce bien.

Pasamos horas fumando y conversando, poco antes de llegar a destino acordamos en


vernos en unas semanas para seguir la charla.
Los días en París iban pasando con un tiempo agradable y largos paseos a orillas del
Sena, noches por los garitos de Montmartre y una excursión a Versalles.

Un día sonó el teléfono. –Hola, soy Jean Paul quisiera invitarle a comer el martes
próximo, así conocerá a Simone, mi compañera y acabaremos la charla que
comenzamos en el tren.

Yo estaba emocionado con este primer viaje a París donde además, tenía la ocasión de
conocer la casa de dos grandes personas.

La casa estaba detrás del parque de Cham de Mars. Era una construcción de principios
de siglo con un jardín bien cuidado. Era algo caótica donde los libros eran los claros
ganadores del espacio. La cocina espaciosa y luminosa daba al jardín donde pudimos
comer gracias al buen tiempo. Llevé un par de botellas de Château Latour de la zona
de Burdeos para acompañar la Ratatouille y el Coq au vin que sirvieron después. 

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