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Es éste el inconveniente de lenguas en las que el adjetivo conserva del genitivo latino el
poder de vestir ya sea el sentido objetivo ya el subjetivo. Además, para que el gran público y
numerosos investigadores se hayan encarnizado a tal punto en entender simultáneamente los dos
sentidos, todavía se requiere que la práctica de las ciencias del hombre haya estado rodeada de una
expectativa desmesurada e irracional, nada menos que la de la salvación, individual o colectiva, a
la que religiones y utopías ya no ofrecían sino un instrumento gastado. Las ciencias del hombre
llevan difícilmente su duelo por esta función profética complacientemente prestada por el
cientificismo y la tradición letrada, por una vez unidos en ese principio del siglo XX.
Hoy los investigadores se inclinan más a hablar de «ciencias del hombre y de la sociedad» y
esta denominación menos equívoca se instala en los organigramas instituciones. Etiemble, que
batalló largamente contra todas las formas de franglais, apreciará esta retirada de la adjetivitis
anglomaníaca. Pero el problema de fondo queda entero: la unidad epistemológica de un campo de
investigación cuya nominación debe valerse de dos identificadores es cuestionable. Puede ponerse
en duda que se trate aquí de una estructura de objetos que se imponga suficientemente para tornar
solidarios paradigmas teóricos y métodos de investigación al punto de hacer sentir, de un lado a
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otro del campo, los efectos indivisos de las «revoluciones científicas» o del funcionamiento de una
«ciencia normal» (en el sentido de Kuhn)1 tales como los que es posible observar en la historia de
las ciencias experimentales o de las ciencias formales (lógico-matemáticas).
Ese fue, no lo olvidemos el ideal primero del racionalismo científico, cuando el auge conjugado de
los métodos experimentales y de la física matemática suscitó en Europa, del siglo XVI al XVIII,
una filosofía universalista y unitaria del saber que culminó en el Aufklärung. Kant propuso
entonces el término de antropología para nombrar, en el sentido etimológico, el lugar, aún vacuo,
de una ciencia del hombre que, tomando por objeto todas las manifestaciones empíricas de la
ciencia humana, procuraría una inteligibilidad tan unificada en sus conceptos como la de los
fenómenos físicos.
Es forzoso constatar, en este final del siglo XX, que la ciencia del hombre no existe al
singular. Las investigaciones han cundido sin fundirse en un paradigma o, al menos, en paradigmas
emparentados que las irrigarían a todas. El desarrollo de nuestros conocimientos sobre el hombre
es la historia estallada de trabajos tan diversos como aquellos que, en el corazón del siglo XIX,
pusieron en claro el método histórico, al sistematizar la crítica de los textos y de las fuentes, lo
enriquecieron en el siglo siguiente con métodos provenientes de disciplinas vecinas y que, desde
final del XIX hasta mediados del XX, hicieron florecer concurrentemente síntesis o doctrinas
explicativas (de tipo psicológico, histórico o sociológico) y multiplicarse, a menudo refundiéndose
a nuevo contra una tradición erudita o filosófica, disciplinas autónomas fuertemente estructuradas
en torno a su método (etnología, psicoanálisis) o unificadas —y especializadas— por el
tratamiento de datos homogéneos (economía, lingüística, demografía). Sin contar que otro
principio de diversificación ha obrado permanentemente, el que hizo emerger espacios de
colaboración multidisciplinares, particularizados por su especialización sobre una área de
civilización (sinología, hinduismo, arabismo) o por su focalización en un terreno concreto de la
vida social (ciencias de la religión, de la educación, de la política, etc.).
1 Kuhn T., (1re éd. 1970), La structure des révolutions scientifiques (trad.), París, Flammarion, 1976.
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Una clasificación en la que cada disciplina se pusiera de acuerdo con todas las demás sobre sus
lugares respectivos implicaría al menos acordar sobre la distribución de las tareas. Empero, este
mínimo de consenso epistemológico está lejos de encontrarse realizado.: el dispositivo de las
investigaciones no ha dejado de variar en su geometría de una época o de un país al otro.
La situación se complicó aún más a partir de los años cincuenta. En Francia, la renovación
teórica en procedencia de las escuelas «culturalistas» o «funcionalistas» anglosajonas, que
contrastaba con la extenuación, entre las dos guerras, de la sociología post—durkheimiana
oscilante entre el estallido monográfico y la regresión filosófica, incitó a Claude Lévi—Strauss a
retomar el término de antropología para designar la forma superior de síntesis a la que puede
aspirar la comparación sociocultural cuando pretende permanecer solidaria del cuestionamiento
Piaget y la amplitud de los dossiers de mitologías comparadas de Georges Dumézil.8 Por añadidura,
el desarrollo de la civilización ciudadana en el mundo rarificaba los terrenos clásicos de la
etnografía: como ya Bronislaw Malinowski9 lo hacía notar, « en la hora en que la etnología
adquiere el dominio de sus herramientas, ocurre que el material sobre el que versa su estudio
desaparece con una rapidez desesperante». Pero nada impedía reconvertir sobre otros terrenos un
método de trabajo que, por la inmersión personal y prolongada del investigador en el seno de una
población poco numerosa, autorizaba la restitución de los «imponderables de la vida real»10 a las
estructuras de un sistema cultural. En lo sucesivo, se ve trabajar sobre los mismos terrenos —en las
afueras de las grandes ciudades o en zonas rurales— a «etnólogos del espacio francés» tanto como
a sociólogos de campo, que se diferencian menos por sus prácticas de investigación que por su
adscripción emblemática a una tradición.
Las ciencias del hombre entre las ciencias de la vida y las ciencias históricas
Esta doble articulación va de suyo, pero la afirmación, cara a los manuales, que «el hombre es un
animal social» sólo resuelve la cuestión en las disertaciones. En la historia de la investigación, la
inteligibilidad biológica y la inteligibilidad histórica se han desarrollado hasta ahora de manera
conflictiva.
Por valioso que sea el conocimiento del hombre que lo restituye al linaje animal o a las
relaciones de un organismo y de un medioambiente, es incapaz de proponer una teoría adecuada a
las ciencias de la sociedad cuyo objeto irreductible sólo puede ser el hombre social en la diversidad
histórica de sus obras de cultura y de civilización. Puede verse por ejemplo la inteligibilidad
alcanzada por las puestas en serie de André Leroi—Gourhan que restituye los herramentales
técnicos y mentales, el arte y los simbolismos de Homo sapiens a una lógica ordenada de los
8 Una de las ideas maestras del evolucionismo social, la de la sucesión lógica e histórica desde la magia hasta la
religión, es cuestionada tanto por George Dumézil (Mitra—Varuna, 1940, o L’héritage indo—européen à Rome,
1949, y Mythe et épopée, 1968—1973) como por Mircea Eliade (Traité d’histoire des religions, 1949, o Histoire
des croyances et des idées religieuses, 1978).
9 Malinowski B., Les Argonautes du Pacifique occidental (trad.), París, Gallimard, 1963, p.52.
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progresos de la especie humana; pero, como lo subraya este autor, el orden evolutivo no permite
prejuzgar un orden histórico de las consecuencias o de las difusiones concretas, y aún menos
formular «leyes de la historia».11
A la vez, la unidad que se impone a todo análisis epistemológico de estas ciencias es la que se
refiere a la especificación espacio—temporal de sus aserciones más generales: los fenómenos les
son dados en el devenir del mundo histórico que no ofrece ni repetición espontánea ni las
posibilidades de aislar variables en el laboratorio. Aún meticulosamente organizados, la
comparación y el análisis no proveen más que un substituto aproximativo del método
experimental puesto que sus resultados permanecen indexados sobre un período y lugar. Las
interacciones o las interdependencias las más abstractas son siempre atestiguadas sólo en
situaciones singulares, no descomponibles ni sustituíbles strictu sensu, y que constituyen otras
tantas «individualidades históricas».12 En otras palabras, las constataciones (constats) siempre
tienen un contexto el que puede ser designado pero no agotado por un análisis de las variables que
los constituyen, y que permitirían razonar «todas las cosas iguales por lo demás». Esta
conformación epistemológica, que regularmente malogró el esfuerzo de imitación de las ciencias
de la naturaleza, constituye la unidad de la tarea que se impone a todas las ciencias históricas.
Profundizándola, éstas han podido forjar sus instrumentos específicos de inteligibilidad: tipologías,
periodizaciones, modelos, metodologías de la comparación y de la interpretación, o conceptos
descriptivos como «estructura», «función», «cultura».
Nada comparable a la posición de las ciencias de la naturaleza que, al enfrentarse a una tarea
de tipo «histórico», para explicar una configuración o un acontecimiento singulares (por ejemplo,
un estado del cielo astronómico o un accidente de ferrocarril), pueden apoyar su reconstitución del
encadenamiento de estados sucesivos sobre un corpus constituido de leyes físico—químicas, válidas
independientemente de las coordenadas espacio—temporales de la consecución singular que debe
ser explicada. Por largo tiempo, las ciencias de la sociedad han sufrido la nostalgia de un tal saber
regulador, de un saber «nomológico» de mejor calidad que el que improvisaran los primeros
téorizadores de la sociedad o de la evolución. A fines del siglo XIX, esperaron encontrar este
apoyo en las leyes de la psicología experimental, a veces de la demografía, o más a menudo de la
economía, cuya combinación con un esquema evolucionista hizo el atractivo transdisciplinar del
marxismo. A su vez, el psicoanálisis no dejó de despertar el deseo de unificación de los principios
que dormita en todo ideal del Yo científico. Pero, pese al brillo de las obras antropológicas de
Freud y a una influencia difusa, más importante que las tentativas de injerto directo, por ejemplo
Queda, se dice con frecuencia, que las ciencias sociales particulares (lingüística, demografía,
economía) tienen más éxito, gracias a la precisión de su mira, en construir modelos explicativos, y
hasta en formular leyes, que las disciplinas con ambiciones sintéticas como la historia o la
sociología. De hecho, la «particularidad» de esas disciplinas especializadas no es comparable a la de
una rama especializada de la física que puede aislar realmente y manipular experimentalmente sus
hipótesis teóricas. Las ciencias sociales particulares serían mejor llamadas «autonomizantes», al
elegir aislar por la única abstracción un nivel de los fenómenos o un sub—sistema del
funcionamiento social: comunicación, población, intercambio de bienes escasos. El
procedimiento es fecundo, pero tiene su contrapartida. Como hay más en su objeto que lo que
retienen por su construcción de objeto, se ve por ejemplo a la demografía o a la economía,
preocupadas por reducir la distancia de sus modelos a la realidad histórica, venir a tomar en
préstamo a las disciplinas sintéticas el conocimiento de mecanismos externos o de propiedades
contextuales a fin de restituir a su objeto todas las variaciones que observan en él: «variables
exógenas» de la demografía, rol de la sociología, de la antropología y de la historia económica.
Asimismo, la lingüística y su forma generalizada la semiología, que han ampliamente difundido, a
mediados del siglo XX, el eco de sus penetraciones «estructuralistas» y el modelo de su rigor
lógico, hasta a aparecer por un tiempo como la forma epónima de toda inteligibilidad
antropológica, ven agotarse su virtud analógica a medida que se da el alejamiento de un sistema tan
autonomisable como el de las lenguas naturales o un sistema de signos: las sociedades no son de
parte a parte sistemas de comunicación.
13 Kardiner A., The Individual and his Society, 1939, y con Linton R., The Psychological Frontiers of Society,
1945; cf. en Francia, Dufrenne M., La personnalité de base, un concept sociologique, París, PUF, 1953.
14 Mauss M. «Essai sur le don: forme et raison de l’échange dans les sociétés archaïques» (1923—24, Année
sociologique), republicado en Sociologie et Anthropologie, París, PUF, 1950, p.147, pp 274-276.
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