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Una sequía de medio año había asolado una aldea perdida entre montañas.

La visión de

hierba fresca era considerada un milagro. Sin pasto los animales enflacaron hasta exponer

desde sus pieles los armatostes regios de sus esqueletos. Los hogares multiplicaban las

raciones de pan y queso para disimular la desolación de la miseria. El sol del hambre brillaba

rigurosamente sobre los campos de polvo y roca.

En esa aldea un joven pastor trabajaba su tierra árida con fervor y diligencia, con la remota

esperanza de que la lluvia regresara pronto a esa tierra olvidada. Con una desolación

resignada encajaba en la tierra estéril el arado rendido. Al medio día y luego de tramitar las

tareas básicas del hogar, reunió a su rebaño y se dirigió a las afueras de la aldea para pastar

en lo salvaje. Se despidió de su mujer que fregaba sábanas contra una loza y partió con su

melancolía.

En el camino una nube gris apareció en el cielo y el pastor la reconoció como un augurio que

lo conduciría hacia pasturas verdes y crecidas para su rebaño.

Anduvo acompañado por el rumor de las piedras vacilantes bajo sus pies sobre las llanuras

muertas. La nube se detuvo precisamente sobre un prado esmeralda a las afueras de una

cueva.

En su interior, ensoñada por el fulgor de los tulipanes que crecían fuera de la cueva en forma

de jóvenes custodias llenas de secretos, una murciélaga chupaba lentamente miel de espanto

colgada de una estalactita atravesada por la rama de un ciruelo negro que crecía en la

oscuridad.

Entonces el pastor que guiaba su rebaño de animales mansos como cadáveres vehementes se

acercó lentamente a admirar aquel jardín espontáneo que parecía manar como una lengua

vegetal de la roca montañosa.

Envenenado por el aguijón sobrenatural de la belleza de aquellas flores, el pastor ingenuo

quiso cortar una flor para llevarla a su esposa que esperaba en el pueblo empecinada. Pues en

sus ojos era un tulipán hermoso mas no conocía que toda la belleza esconde una maldición.

En el instante mismo de aquel acto, la murciélaga se descolgó del techo de la cueva y al batir

de sus alas, se envolvió en una nube tenebrosa y azul de tan pálida y brillante, y transmutó en

una mujer blanca como un salmo vestida de gasas transparentes.

Instalada en la entrada de la cueva y sin dejarse tocar por la luz del día, su melena roja

irradiaba una luz propia que borraba el resto del paisaje. Entonces alzó el mentón y dijo fuerte

al viento:


— Gentil desconocido, esa no es la flor más bella que hay en mi jardín. Acércate y dime tu

nombre.

— Me llamo Mateo y busco hierba para mi rebaño.

El pastor entró a la boca de la cueva y se detuvo frente a la mujer que lo llamaba.

Ella se acostó sobre la hierba gris violeta que crecía como un pelaje extraño al interior de la

caverna, descubrió sus piernas ante el pastor y dijo:

—Toma mi flor, pastor hambriento. Yo calmaré tu lamento para siempre.

Mateo se hincó frente al altar del pecado y observó el sexo de la mujer que era una carnosidad

brillante, como una llama rosada. A lo lejos sonó el lamento de la torre de campanas de la

iglesia o cencerros de vaca triste mientras Mateo se quitaba la túnica y desnudaba su cuerpo

de pastor curtido en el trabajo y el hambre. Una triada de cuervos sobrevoló la entrada de la

cueva. Entonces Mateo descubrió su falo escarlata y se adentró en el misterio de la mujer

desconocida. Al entrar en la humedad prodigiosa descubrió de súbito una garra negra

hundirse en su pecho bruno y de un solo tajo arrancar su corazón. Y este, como una granada

vibrante o un mango carmín a punto de estallar instalado en una palpitación constante se

presentó ante sus ojos con un horror helado que no ahogaba el calor de su penetración. La

mujer misteriosa mordió el fruto con gozo mientras un par de gotas rojinegras escurrían de su

cuello a sus pechos dorados. Mordió y mordió con una voracidad frenética mientras su cara se

desfiguraba en diabólicas visiones. El trance duró el tiempo que ella devoraba con potentes

embestidas que encendían la fantasía en la mente del pastor. Al culminar, el pastor eyaculó

sangre sobre el vientre de la murciélaga con el conjuro de todas sus fuerzas para luego perder

el conocimiento. La mujer, ensangrentada, es decir, como cubierta de rubíes o ciruelas se

levantó, limpió su cuerpo y volvió a su forma animal para perderse otra vez en la oscuridad.

El pastor despertó al borde de ese jardín maligno y al vestirse con su túnica sintió el agujero

negro en su pecho. Reconoció su rebaño desperdigado y al reagruparlo reanudó su marcha

de vuelta al pueblo. Al caminar observaba con indiferencia las cabras flacas que conformaban

su cuadrilla. Anduvo largo rato de regreso a la aldea por las tierras aridas. El atardecer brillaba

fulminante sobre las etapas muertas. Ya no sentía hambre, ni deseo, ni vida, todo parecía

bañado por el mismo esmalte ocre de un misterio silencioso. Sin embargo ese vacío de su

pecho urgía ser restituido.

Al llegar a casa, el pastor recostó su cabeza sobre el arado de madera y cantó una canción

con los ojos cerrados. Una niebla oscura surgió de su pecho mientras la noche nacía.

La mujer del pastor hizo un comentario por la manía de las cabras de chupar las piedras a falta

de pasto para entretener el hambre, a pesar de que habían comido. Estas bestiecillas voraces

chupaban las piedras de una forma obscena lengüeteando la punta de las piedras y dándoles

hocico a pasos acompasados. Las cabras chuparon hasta caer dormidas pero el pastor y su

mujer aún hicieron el amor. El pastor no logró conciliar el sueño. Sus pensamientos eran

erráticos entre las visiones de la mujer y el trance paradisiaco de su orgasmo. El placer

rondaba por su mente sin concilio con el calor de la fantasía que crecía en sobreabundancia

en su mente.

A la salida del sol, la mañana siguiente, el pastor se levantó y expuso el agujero de su pecho al

sol naciente. En la tierra desolada mi alma es plenitud, pensó Mateo. De pronto, comenzó a

salir una expansión de nubes de tormenta del pecho de Mateo que rápidamente llenaron el

cielo. A punto que la mujer del pastor despertó, comenzó a llover sobre los llanos.

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