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JUHA SEPPÄLÄ

MR. SMITH

Traducción

URSULA OJANEN - RAFAEL GARCÍA ANGUITA

meettok
San Petersburgo 1891

Nieve, los árboles en los parques parecen de lana por


la nieve limpia recientemente caída, montones de nie-
ve por doquier. Los caballos van al trote casi en silen-
cio por las calles, Mijaíl Mijáilovich Schmidt grita en
su interior.
De pie, delante de Pasadskaya 4, bajo los blancos
tilos, en la oscura noche de invierno, la nieve resplan-
deciendo a su alrededor a la pálida luz de las farolas
de gas, mira insistentemente la ventana de la tercera
planta. Es uno de esos edificios con habitaciones boni-
tas y altas, pero con sótanos en los que cada primavera
entra el agua y la leña queda completamente humede-
cida.
La gente pasa de largo sin echarle un vistazo si-
quiera, a pesar de que en su interior transcurre el fin
del mundo. La ventana continúa a oscuras segundo a
segundo, minuto a minuto. La luz del mundo está a
punto de convertirse en la luz de la muerte. ¡Que se
acabe mi vida, ésa de la que había esperado tanto y
que me lo había prometido todo!
El portero que vigila el edificio se queda mirándole
fijamente.

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Mijaíl Mijáilovich Schmidt echa a andar con largos e
impetuosos pasos, respirando fatigosamente. En la es-
quina de Devyataya Vossnaya se detiene, se da la vuelta
rápidamente y ve lo que más teme: en lugar de ver a
Anastasia Alexandrovna, no ve nada en absoluto.
Al llegar a Sredniy prospect se para de nuevo, de-
jando que los carruajes crucen por delante de él, y de-
sea que lleguen más, ininterrumpidamente, en ambas
direcciones. Ninguna luz, ninguna promesa amarillen-
ta proveniente del farol de aceite, ninguna invitación,
ningún sueño hecho realidad. Todo en vano. Tiene que
cruzar la calle.
Continua hacia adelante sin detenerse hasta llegar
a Bolshói prospect, que siempre permanece alumbra-
do con faroles que arrojan una tenue luz eléctrica, se
para de nuevo y le da a la vida una nueva oportunidad.
Esta vez Mijaíl Mijáilovich no mira atrás. Sus pasos se
ralentizan a medida que continua caminando en di-
rección al paseo marítimo Nikolayevskaya.
No sabe que Anastasia Alexandronva va corriendo
tanto como puede, a pesar de la falda larga y el pesado
abrigo que lleva, por la misma ruta que Mijaíl Mijái-
lovich ha transitado, por esa misma ruta que los dos
juntos han hecho decenas, cientos de veces. “El do-
mingo por la noche llegará mi respuesta”, había dicho
Anastasia con guasa, “se leerá en mi ventana como el
juicio de Dios misericordioso”. Y en la casa solo había
tres largos fósforos, las sirvientas estaban fuera, solo
las lámparas del techo lucían en otras habitaciones.
El último fósforo se extinguió sin llegar a encender el

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candil, se extinguió igual que la vida antes de haber
comenzado.
Anastasia fue corriendo hasta el vestíbulo, cogió
rápidamente el abrigo de la percha y se lanzó hacia el
portal sin tocado alguno. ¡En solo dos minutos se po-
día echar a perder toda una maravillosa vida! Abajo,
en la calle, estuvo a punto de chocar con un grupo de
personas alegres, lanzó un gemido y se precipitó hacia
delante. Sabía que tenía que seguir la ruta, a pesar de
los atajos, Shesmaya Shesta, Pyataya Tchetvertaya. El
puente de Nikoláy, Anastasia estaba alarmada, tenía
que alcanzarle antes de que llegara al puente, después
ya no sería capaz de adivinar qué ruta seguiría él.
Mijaíl Mijáilovich Schmidt camina, cada vez más
lentamente, con los hombros caídos, completamente
abatido. Anastasia Alexandrovna corre, corre tanto que
su aliento podría detenerse en cualquier momento, a
punto está de enredarse en los largos faldones, resba-
la pero en seguida se incorpora y continua corriendo.
En la esquina de la Academia del Arte detecta la figu-
ra conocida y amada que sube por el puente de suaves
arcadas. Sabía que llegaría a tiempo. Sigue corriendo
durante cincuenta metros más y luego se detiene.
Permanece en silencio veinte segundos más para
poder gritar, sin importarle las personas que pasan a
su lado: ¡Mijaíl Mijáilovich!
Un grito agudo a través del aire, un rayo de luz
penetrante, una hoja de cuchillo brillante. Eso es, de
algún lugar viene esa luz que hizo que Adán y Eva hu-
yeran del Paraíso, que obliga a taparse los ojos.

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Schmidt se detiene al instante, se da la vuelta y ve
a Anastasia de pie al otro extremo del puente. Ese gri-
to era el que Mijaíl Mijáilovich Schmidt había estado
esperando durante veintisiete años, toda su vida.

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I
MR. SMITH
Me presentaré en la puerta de sus casas como Mr.
Smith. Ese como significa que no me llamo Smith. Sin
embargo, para que no haya dudas, desde este momen-
to usaré el nombre de Smith al referirme a mí mismo.
Tocaré el timbre y me presentaré.
Diré que me dedico a resolver problemas.
Sé mucho de todo.
Aunque no lo sé todo.
No soy médico, ni pastor de almas, ni un profesio-
nal de las finanzas. Tampoco soy un estafador o un
prestidigitador. Si no consigo encontrar la solución,
no le cobraré. No habrá peligro de que por culpa mía
vayan a pagar caro el aprendizaje. Cuando aparezca en
su puerta, ya habrán pagado por ello.
¡Quién podría haberlo imaginado! ¡Cuántos proble-
mas surgirían en esta nuestra nueva y alegre Europa,
la nueva Europa que se decía que era representativa,
transparente y cercana, en la que la democracia abra-
zaba a los ciudadanos hasta convertirlos en personas
sumisas y en la que la gente no podía entender que su
continente se había convertido en Europa S. A.!
Nos hicieron creer todo lo que nos habían dicho:
cuando nos mostraban el dedo corazón querían que
viéramos los cinco dedos de la mano. La mano ente-
ra podía amputarse como se amputan las novelas de
George Orwell en Amazon Kindle. Además, como es-

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cribe Stanislaw Jerzy Lec: “Quien dice nosotros, no se
está refiriendo a sí mismo.”
Todo eso ocurre en una situación en que la historia
ya no es más que un concepto de negocio, un cruce
entre la democracia y el capitalismo radical. Antes la
historia era arqueología de la política.
En Europa el espíritu ha muerto, la materia domi-
na.
Pero Europa se encoge constantemente, las bom-
bas estallan cada vez más cerca, una masa de gente
sitia nuestros hogares. Se refuerzan las fronteras, los
bancos y los políticos barren hacia sus sucias bolsas.
En cada una de las fronteras las personas no encuen-
tran a otras personas, sino que encuentran censores,
algoritmos de manipulación de señales y algoritmos
comparativos. Biometría: reconocimiento ocular, vo-
cal o manual, geométrico. La punta de la nariz, el rabi-
llo del ojo, las pupilas, las comisuras de la boca y esos
pequeños triángulos que se forman entre los puntos
de medición definen tu destino. La forma de tu cara, el
tamaño de tu boca y de tus ojos.
Rostros encapuchados, escaparates rotos, fuegos y
llamaradas, balas de goma, camiones cisterna antidis-
turbios, enfurecidos gritos de desesperación de seres
anónimos que se hunden en los torbellinos del mar. Ten-
gan cuidado, bienaventurados. Cuando la gente empie-
za a hablar de sí misma como de un pueblo, hay razones
para preocuparse a ambos lados del muro. Los pueblos
odian a sus libertadores de la misma manera que a sus
tiranos. El paisaje es la pared del muro. Si encerraste a

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alguien en un campo de concentración un año después
pudiste encontrarte a ti mismo dentro de el.
Ya que no podía resolver mis propios problemas,
decidí empezar a resolver los de los demás. Cuando
aparezco en su puerta es porque usted ha contacta-
do conmigo. O porque alguien lo ha hecho, quizá la
vida. No aparezco sin invitación. Soy su servidor. Mi
misión es hacer que se sienta cómodo, pero no puedo
obrar milagros. Al menos, no siempre. No soy com-
pletamente omnipotente, aunque pueda cumplir sus
deseos, y aunque la omnipotencia sea relativa.
Usted sabe por qué aparezco. La razón está en sus
ojos. Cuando toque el timbre, el daño ya se habrá pro-
ducido, se habrá cometido el error, el destino habrá
golpeado. Si considero que no hay ninguna posibili-
dad, saldré y no volveré a aparecer jamás.
A menudo soy capaz de aportar algo: ayuda, jus-
ticia, o, al menos, la sensación de que las cosas po-
drían empeorar. Al fin y al cabo, lo más interesante
en la vida son los problemas, los errores, los desacier-
tos. La imperfección de la vida. Todo ello supone una
oportunidad comercial en el mercado. A partir de ahí
comienza el drama, la acción.

Actualmente si una persona tiene un problema quiere


una solución rápida. “Líbrame de este problema”, me
dicen. Haré lo que pueda.
Creo en la franqueza. Se me podría describir de la
misma manera que a Malte Laurids Brigge: “Era poeta

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y odiaba la vaguedad.” Odio el pase adicional, mover
el balón. Disparo en seguida.
No dispongo de algoritmos: un sistema con ayudas
en el que el programa de ordenador busca la solución
al problema. El juego fluctúa, tiene sus momentos,
pero al final hay que hacerlo de forma sencilla. El mo-
mento pasa increíblemente rápido, de héroe aclamado
a paria, de Austerlitz a Borodino a un tiro de piedra, la
piedra ya está en el aire. No puedo permitirme senti-
mentalismos, tengo que mantenerme en movimiento.
No espero nada especial, y eso me ayuda a tener las
manos libres. He tratado de mantener mi mente bri-
llante y evitar el cinismo: el pararrayos más simple de
las tensiones entre el individuo y la sociedad. Reco-
nozco que no siempre lo consigo.
Es sano aspirar a la felicidad y al bienestar, huir del
sufrimiento. Ayudo a mis clientes a ver posibilidades
que ellos no ven. En el fondo solo son personas que
quieren sobrevivir. Pretendo transformar sus derrotas
en victorias, sus pérdidas en energía positiva. Odiad,
les digo a veces, y ellos odian. Perdonad, y la gracia cae
sobre sus enemigos.
Logro hacerles pensar recordándoles que vivimos
en un mundo donde aquello que más nos une es el he-
cho de que todos vamos a desaparecer, vamos a dejar
de existir.
Tengo que ser exigente, incluso duro. Sin embargo,
puedo perdonar. Tengo que exagerar y caricaturizar
para que mi cliente vea clara su situación. A veces ten-
go que tomar cartas en el asunto a posteriori, volver a

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escribir la historia de nuevo, especialmente si conside-
ro que lo sucedido ha sido injusto. Si hace falta un hijo
natural del presidente Kekkonen, lo fabrico.
También ocurre que tengo que buscar a las perso-
nas, ponerme en contacto con ellas, hacer de ellas mis
clientes. A veces ni siquiera saben que necesitan mi
ayuda. A veces la necesito yo. Entonces lo sé. Si hace
falta sería un prisma y lo refractaría todo en la direc-
ción que quisiera. Puede que reflexione acerca de la
manera en que mi abuelo se acercaría a sus clientes,
cómo hablaría, cómo miraría. Sin duda alguna, sabía
tratar a las personas mejor que a su propia vida.
El hecho de que yo odie la vaguedad y la indefini-
ción no quiere decir que siempre hubiera estado igual
que estoy ahora: acabado, inmutable. He calculado
que mi personalidad debió madurar a los veintisiete
años, que debe ser el promedio. A esa edad se consigue
la inmortalidad o se continúa viviendo. Después tam-
bién he cometido errores, pero he asumido la respon-
sabilidad de los mismos.

Vivo solo. Es la única alternativa. Ninguna mujer po-


dría aguantar mucho tiempo a una persona como yo.
Ya no tengo necesidad de compartir mi lecho con na-
die, de jugar a las casitas, de adquirir un calentador de
infrarrojos para la terraza, para acurrucarme calentito
a disfrutar el té de la tarde mientras escucho el repi-
queteo de la lluvia. No echo de menos ni los crisante-
mos, ni las verónicas ni las brásicas en la mesa de la te-

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rraza. Tengo unos incipientes problemas de próstata,
una necesidad frecuente de orinar, por lo que una mu-
jer no es la prioridad en mi cabeza. Dos matrimonios,
un par de relaciones abiertas, un número indefinido
de polvos –vamos un historial de relaciones bastante
usual para un hombre de mi edad–. Ningún descen-
diente, algo de lo que puedo sentirme realmente con-
tento. Una de las mujeres quiso tener un hijo conmigo.
Le dije que sería mejor un perro, pero no le convenció
porque habría sido un sustituto muy evidente. Si to-
das mis acciones no se caracterizaran por una inmen-
sa responsabilidad, podría considerar que, de alguna
forma, en algo habría tenido éxito. No sé si he sido
una persona inmoral, pero he encontrado a demasia-
das personas de ese tipo.
Ha pasado tiempo desde mi última relación amo-
rosa, no recuerdo cuánto exactamente, pero, al me-
nos, han debido ser meses. Creo que mi última réplica
dialogada fue más o menos que el sexo a una edad ma-
dura es un convenio y que el amor entre dos adultos
también lo es.
Al final el diálogo se mantuvo a través del correo
electrónico, y creo que mientras leíamos los caracte-
res ninguno de los dos recordaba que quien tecleaba
el texto al otro lado era una persona. Al principio los
mensajes volaban rápidamente, como ráfagas apasio-
nadas, hasta que se estabilizaron en un intercambio de
pensamientos de ritmo vago y cotidiano.
Ya no contesté al último signo de interrogación.
La gente se separa demasiado poco. No hablo de

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los padres de niños pequeños, sino de aquellos para
los que ha acabado el partido y el terreno de juego
se ha quedado vacío, aquellos cuya casa común es la
amargura y el hastío, personas que, entre bastidores,
han pasado una soga alrededor del cuello del otro y
esperan que algo pase. Las sillas sobre las que están de
pie crujen. Estas parejas vigilan histéricamente tam-
bién a otras parejas, para que nadie intente escaparse
del cerco de la maldición de la condena perpetua. Si
alguien lo rompe, dirigen contra él una furia nunca
vista antes. La ruptura del matrimonio ajeno es un
recordatorio rudo, experimentado y personal sobre la
miseria del propio matrimonio.
En las relaciones iniciadas en una edad avanzada
resulta pesado contar los años y crear recuerdos. Se
acumulan lentamente y en pequeña cantidad. Se cal-
cula la vida perdida en común.
Uno se acostumbra a la separación. La vida de una
persona adulta es una serie de personas, separaciones,
puertas que se cierran, partidas de trenes y barcos, sa-
ludos agitando la mano desde la orilla. Espaldas que
se dan la vuelta.
Rane y Briscilla se ahorraron este sufrimiento.
Ahora pasaba las noches delante de la televisión.
Comía nueces, alguna vez durante los fines de semana
un pedazo de chocolate negro, y bebía un par de vasos
de agua mineral. Más o menos una vez al mes tomaba
una copa de vino chileno Tarapacá o de vino español
Castillo Murviedro, ambos son vinos baratos, y quizá
cinco veces al año una copita de brandy o de coñac.

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No echaba de menos las borracheras, mi vida se había
aguado igual que mis bebidas y mi sexualidad.
Grababa y veía prácticamente todos los documen-
tales que emitían: historia en general e historia de las
guerras, historias de crímenes, de política, de la na-
turaleza. Todos ellos trataban temas cuyos contornos
se habían trazado claros y definitivos. Muchas veces
resultaban realmente monolíticos, como la Gran Mu-
ralla China o Nelson Mandela. Veía una y otra vez el
documental que había grabado sobre la Batalla de Sta-
lingrado. Conocía bien cómo sucedía todo: el infierno
a la orilla del Volga, los francotiradores y los tanques
en la estepa gélida aplastando a los soldados atormen-
tados por el hambre y el frío, la llamarada incendiaria
provocada por la artillería y los lanzacohetes entre las
ruinas de la ciudad, una despiadada lucha desde una
casa esquelética a otra, finalmente las colas intermina-
bles de los prisioneros, y el mariscal Paulus sin afeitar,
con su cuello de grulla y sus ojos arrojando miradas de
sospecha.

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Puse un anuncio en el periódico: “Se resuelven pro-
blemas” y el número de mi móvil, en aquel momento
aún no tenía una página web. Añadí al anuncio la men-
ción de una empresa “abierta”, pensé que la palabra
generaría confianza. El otro accionista de la sociedad
era Lötjönen, que solo aportaba su trabajo. Un poco
más adelante sería el socio sin voto de mi sociedad co-
manditaria.
Tuve que rechazar una innumerable cantidad de
preguntas sobre la tala de árboles problemáticos, de
cómo eliminar tocones con una fresadora, de la lim-
pieza de la nieve de los tejados, de la eliminación de
babosas y avisperos, de cómo solucionar la necesidad
aguda de dinero, incluso de cómo tratar con una suegra
pesada. O, quizá, no del todo, porque comenté que a
los babosos había que darles cerveza y sal, pero parece
ser que no fue un remedio efectivo. Hundidlos en agua
caliente, añadí, pero ya no obtuve ninguna respuesta.
Por aquel entonces no sabía nada acerca del efecto que
tiene la ceniza en la eliminación de los bichos; con la
ceniza se podía trazar una especie de frontera que no
podían cruzar.
Me llamaron para que eliminara amianto, para que
cortara los setos, para realizar diversos servicios de
destrucción de material de archivo y papeles, para eli-
minar residuos tóxicos y peligrosos, para poner ene-

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mas, para eliminar moho y olores desagradables, así
como para incinerar pequeños animales domésticos.
Servicios de adelgazamiento, de detective privado y
servicios domésticos varios. Preparación de reclama-
ciones contra proyectos preliminares impositivos o
resoluciones sobre el pago del subsidio. Información
sobre los campamentos rusos de prisioneros de gue-
rra. Querían que resolviera casos de acoso laboral o
escolar.
Puse un nuevo anuncio: “Consultor para la resolu-
ción de problemas”. A partir de ahí desapareció una con-
siderable cantidad de impertinentes tomas de contacto.
No soy un Winston Wolfe o un Victor the Cleaner.
A pesar de todo, aún quedó algún problema sin re-
solver.
Rechacé los asuntos criminales, los relacionados
con préstamos y litigios. Tuve que explicar que no era
abogado.
No eran grandes problemas. Los más complica-
dos surgieron cuando me pidieron buscar a familiares
desaparecidos, padres desconocidos, personas adul-
tas que se habían ausentado sin que hubiera crímenes
de por medio. En esos casos la policía tampoco podía
ayudar. Me enteré de que los hospitales psiquiátricos
no daban información ni siquiera a los familiares más
cercanos. Incluso tuve que devolver documentos o sus
copias, en los que quedaba declarada la paternidad de
la persona buscada.
Si una persona quería desaparecer, podía hacerlo
fácilmente. Solo había que dejar de informar a las au-

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toridades del cambio de dirección y de municipio y no
actualizar ningún dato sobre el nuevo domicilio. Si no
se había casado por la iglesia ni en el juzgado y no se
había divorciado ni adoptado un hijo, se encontraba
fuera del registro censal. Sencillamente no existía.
Les remití a la Oficina de Búsquedas del Ejército de
Salvación, cuya misión es buscar a los allegados des-
aparecidos y unir lazos rotos.
¿Acaso tendría que contactar yo mismo con ellos?
¿Quién fue mi abuelo?
¿Quién soy yo?
Mi primer cometido fue resolver el problema de
la extinción de la vida. Un viejo solitario hizo que me
llamaran junto a su lecho de muerte. No tenía a na-
die más. Decía que tenía miedo. Yo también. Me dijo
que había pecado mucho. Yo también. Permanecí una
semana junto a su lecho. Murió. No pude facturar mi
primer encargo. Cuánto oro no habría en los anillos de
mis parientes muertos.
Cuánto corazón.
Cuando introduzco en mi dedo este tipo de anillo,
mi mano es una mano infantil.
Su vida ha terminado.
Yo sigo vivo.
La vida puede terminar de muchas formas.
Puede terminar de forma serena, deslizándose
tranquilamente junto al muelle, pero a menudo termi-
na como un divorcio feo y de mal gusto entre personas
de avanzada edad. ¿Dónde acaban las personas que se
han divorciado a una edad tardía, en un agujero negro,

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en una sala de espera en la que solo hay una puerta? A
una edad en la que ya nadie da ni recibe nada.
A veces la vida solo se descompone entre tus ma-
nos.
He encontrado a mujeres que lloran en la puerta
y mujeres que ya no lloran. Una parte de ellas ha sido
consumida por sus maridos, no sirven para nada, re-
sultan innecesarias. El marido ya ha pasado página.
Me acuerdo de mi primer divorcio.
Iba de un lado a otro con una pequeña botella de
whisky en el bolsillo de mi gabardina. Las gotas caían
del alero, caminaba al sol mientras la niebla de la ma-
ñana se iba disipando. Tenía una nueva mujer. El in-
vierno había resultado pesado: con frecuencia un to-
rrente de lágrimas, como la sangre que mana de una
herida. Al final el llanto era amargamente débil, y ter-
minó igual que termina en los niños, cuando ya no sale
más.
No teníamos fuerzas ninguno de los dos.
Pero no me quejo.
Raras veces se pueden resolver los problemas con
rapidez, de la misma manera que no se puede pensar
que las cosas mejorarán por el hecho de que, después
de una Navidad angustiosa, quites la decoración tan
pronto como sea posible, antes de la festividad de los
Reyes Magos, y lleves el árbol, que ya se está despojan-
do de las agujas, junto al contenedor. En la caja de car-
tón, en el interior de un armario oscuro, las guirnal-
das continuarán chillando, aún en la festividad de San
Juan encontrarás agujas del árbol, y granos de arena

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en Navidad. Los hombros todavía continuan temblo-
rosos.
El difícil problema de la expiración, del abandono.
¿Qué ha sido lo más importante de nuestra vida?
Si tuviéramos poco tiempo, ¿qué le diríamos a
nuestro prójimo más cercano?
¿Qué confesiones haríamos?
¿Un abrazo inocente, un beso en la mejilla dado a
toda prisa o recibido medio atontado en un vestíbulo a
media luz?
¿El vacío que nos ha atormentado siempre, desde
el principio al fin?
¿Nuestra vanidad?
¿La bajeza de nuestros motivos y de los hechos?
¿Nuestro amor hacia una persona, a quien resulta-
ría totalmente indecente declarárselo?

Ya he dicho que como no sabía resolver mis propios


problemas, decidí empezar a resolver los de los de-
más.
Aún tengo sin resolver una cuestión tan grande que
parece el pilar de mi vida, el planeta central alrededor
del cual todo gira. Ha crecido como un enigma sobre
mí mismo y se concentra en un folio escrito a máqui-
na, que se ha vuelto amarillo.

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En Helsinki, el 20 de mayo de 1938

Muy estimado señor Schmidt


Luostarinkatu 12 A piso 5
Viborg

En nombre de nuestra empresa le doy las gracias por


el manuscrito de la novela, si es que se puede hablar
de una novela en sentido estricto.
La cantidad de trabajo que ha invertido en su no-
vela “Negro y rojo” ha sido considerable.
Ha reunido diversos materiales, que podrían ser
calificados como noticias, reportajes sociales y políti-
cos, aventuras históricas, recuerdos personales, citas
de la literatura universal y psicología que examina
las oquedades secretas de la mente humana, vincula-
dos a su época.
También recoge usted en su manuscrito tormen-
tas en el mar y en tierra firme, así como circo, fanta-
sía y abracadabra, para los que resulta difícil encon-
trar una comparación. Incluso ha prestado atención
al vaticinio del futuro, aunque bien es verdad que no
entra en competencia directa con Nostradamus.
Escribía que su manuscrito contiene sabiduría,
fuerza y conocimiento pleno de las vicisitudes de su
familia y de su vida. De todas formas su novela com-

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prende mucho material que habrá que considerar
como mero entretenimiento.
Asimismo menciona en su carta que estaría dis-
puesto a recibir ayuda orientativa en el perfecciona-
miento de la novela.
Lamentablemente nos vemos obligados a decep-
cionarle. Su gran esfuerzo ha tenido como resultado
un conjunto de materiales desintegrados, para el que
resulta difícil ver un camino de desarrollo, ni siquie-
ra mediante una gran integración.
En general habría que decir que ni siquiera los gran-
des maestros de la literatura han intentado resolver los
enigmas del mundo y de la vida en una sola obra.
Como pauta general para un escritor finlandés
habría que subrayar que debería mantenerse con los
pies en la tierra y aprender a decir mucho en poco
espacio.
En su novela, en cambio, hay rasgos sobre la de-
cadencia, el pesimismo y el cinismo de la literatura y
la vida espiritual extranjeras, lo cual no contribuye
a aumentar el interés por parte de nuestra editorial
hacia su novela.
Por consiguiente, adjunto le devolvemos su ma-
nuscrito.

Le saluda atentamente
Jalmari Jäntti
Werner Söderström Osakeyhtiö
Bulevardi 12, Helsinki

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El manuscrito se había perdido, igual que la ciudad
de San Petersburgo había desaparecido en una vieja
historia, o como la tercera colección de poemas de
Vladímir, el hijo poeta del Gran Duque Pavel, que se
quedó en Rusia custodiado por “unas manos amables”.
O como la bota de Carlos XII, la desaparecida, la otra
estaba custodiada en el Museo de Historia de Moscú.
¿Le habría pasado al abuelo lo mismo que a la ciu-
dad de San Petersburgo, se habría quedado a merced de
vientos y crecidas, habría perdido su posición, el control
de su vida, su autoestima, su pecunio y su fuerza?
¿Aún podría existir el manuscrito, podría hallarse,
igual que la vieja edición de los poemas de Lérmontov,
junto a una detallada biografía, encontrada por Vla-
dímir en el lugar de su destierro y que le serviría de
base cuando comenzó a plantearse escribir un drama
en poesía sobre el poeta Lérmontov, su vida, su duelo
y su muerte?
¿Podría haber caído el manuscrito en unas manos
amables?
¿Habría sido políticamente inflamable en algún
momento?
¿Yacería mudo en el fondo de una caja fuerte déca-
da tras década?
En alguna parte estaba escondida la verdad sobre
mi abuelo.

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Sobre mí.
Ya que el manuscrito seguía desaparecido, tenía
que imaginarlo igual que haría con el mundo pasado.
Era un mero sueño, una senda bajo la sombra de los
alisos, un arroyo negro que no lleva a ninguna parte.
¿Dónde empezó?
¿Cómo?
Si lo tenía Satanás en su poder, nunca lo devolvería.

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