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Ci ne y v iolenc i a en

Colomb i a: claves para


la construcc ión d e un
discurso f ílmic o

Jua n a Su á re z

seg u nda sesi ó n  Violencias

Tal como en otras formas de producción cultural colombiana, un refe-


rente casi inevitable de asociación es la violencia endémica en el país
y la contundencia de la misma en la definición de la nación. El cine
colombiano se presta de manera particular para un estudio de lo que se
conceptualiza como violencia colombiana, dos palabras que tienden a
agrupar un monstruo de cien cabezas en un solo fenómeno. Al hablar
de violencia colombiana no me refiero exclusivamente a La Violencia,

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el caos político posterior al asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948,
que exacerbó la división entre los conservadores y los liberales. Me
referiré a esos años simplemente como “La Violencia”, siguiendo la de-
nominación común de los periodos históricos del país que la delimita
desde El Bogotazo (9 de abril de 1948) hasta entrados los sesenta, a
pesar de haberse establecido el Frente Nacional.4
A diferencia de esos años, la violencia colombiana contem-
poránea se describe usualmente como un “conflicto armado”, una
“guerra civil” o un fenómeno de “violencia generalizada”. Incluso la
clasificación de guerra anti-terrorista se ha hecho más frecuente des-
pués del 11 de septiembre y durante el actual término presidencial de
Álvaro Uribe. De las varias opciones semánticas, quizás sea pertinen-
te la ofrecida por el sociólogo Daniel Pécaut al describirla como una
“Guerra contra la sociedad” y no una “guerra civil”.5 Para Pécaut, la
descripción usual de una guerra civil hace legítima la narrativa del
grupo guerrillero FARC-EP. En realidad, la situación colombiana no se
ajusta a una guerra civil en el sentido clásico del término puesto que
la confrontación no corresponde a una cisura tajante por motivos cul-
turales, religiosos, políticos o sociales o a una división extrema entre
la población. Para Pécaut, el colombiano promedio es víctima de un
conflicto que está más allá de su control; control que queda en manos
de una serie de actores armados (guerrilla, paramilitares y militares) de
perfiles diferentes que, como característica común, desdeñan el sentir
y los intereses de la mayoría de ciudadanos.
La dotación militar y el poder de los grupos guerrilleros y
paramilitares no oculta el poco apoyo político que tienen y su falta
de popularidad a lo largo y ancho del país. Por otro lado, esta guerra
contra la sociedad no es la única manifestación de violencia palpable
XII CÁTEDRA ANUAL DE HISTORIA

en Colombia. En su introducción a Civilización y violencia: Regímenes


de representación en el siglo XIX en Colombia, Cristina Rojas propo-
ne el uso del plural violencias para enfatizar la variedad y naturale-
za cambiante del fenómeno.6 Teniendo en cuenta que varios periodos

4 Claro está que estas fechas no son estáticas pues El Bogotazo, en realidad,
exacerbó brotes de violencia que ya venían registrándose en varias partes del
país y la creación del Frente Nacional no cancela La Violencia como tal.
5 Daniel Pécaut, Guerra contra la sociedad, Bogotá, Espasa, 2001.
6 Cita de la versión en inglés: Cristina Rojas, Civilization and
Violence: Regimes of Representation in Nineteenth Century Colombia,
Minneapolis, University of Minnesota Press, 2002, p. xxii-xxiii.

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históricos colombianos han sido denominados “La violencia”, Rojas
identifica diferencias entre la violencia criminal contra el estado y
los ciudadanos//la violencia estatal contra los grupos guerrilleros, los
movimientos sociales y las minorías étnicas//la violencia privada no-
organizada//la violencia privada organizada//la violencia privada y la
violencia familiar, entre otras.7 Puesto así, la confluencia de múltiples
formas de violencia y la naturaleza heterogénea del término propor-
cionan un terreno para explorar las dimensiones políticas, socioeco-
nómicas, culturales y regionales que el cine colombiano ha abordado
en diferentes etapas de su historia. Debo aclarar que no intento hacer
un balance numérico de claves temáticas sino, más bien, repasar cómo
diversas manifestaciones de violencia aparecen representadas en el
cine colombiano como ejes discursivos. Como tal, la estructuración
de mi debate se da en torno a algunas películas –largometrajes en
particular–que aportan motivos centrales tanto en forma y contenido
y, en esa medida, se hacen claves en la constitución de un discurso
fílmico sobre la violencia; dicho discurso se hace cíclico dentro y fuera
del espacio visual, haciendo que la violencia se constituya como una
formación discursiva determinante del cine colombiano.

Aunque favorezca relativamente el concepto de “Guerra contra


la sociedad” de Pécaut, discrepo de su argumento sobre la futilidad de
cuestionar el origen del problema de la violencia en Colombia. Muchos
de los acontecimientos de los últimos 30/40 años no se pueden en-
tender en forma aislada, sin pensar en la complejidad de algunos de
los eventos de La Violencia que han tenido repercusiones en la actual
polisemia del término.8 En Antropología de la inhumanidad, María Vic-
toria Uribe traza claras huellas de la violencia que la convierten en
seg u nda sesi ó n  Violencias

un “acto mimético que remite a pistas de historias no canceladas y

7 Debe tenerse en cuenta que Rojas toma esta clasificación del estudio realizado
por la Comisión de Estudios de la Violencia en 1987. Sobre esta división,
varios estudios posteriores sobre la violencia colombiana advertían que los
analistas del gobierno, a partir de esta clasificación, intentaban subestimar el
impacto de la violencia política. Por tanto, esta clasificación debe ser analizada
cuidadosamente. Ver por ejemplo el trabajo de Eduardo Posada Carbó, ¿Guerra
civil? El lenguaje del conflicto en Colombia, Bogotá, Libros de Cambio, 2001.
8 Rubén Jaramillo Vélez, Colombia: la modernidad
postergada, Bogotá, Argumentos, 1998.

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conflictos que nunca fueron resueltos”.9 Para esta antropóloga, cada
manifestación de violencia repite métodos y escenarios de La Violencia
y, de la misma manera, ésta ya traía un bagaje de consecuencias tanto
del Siglo XIX como de la Guerra de los Mil Días. La clara configuración
de un lenguaje particular, una preferencia por los espacios rurales y el
énfasis en la representación de la degradación del cuerpo humano en
forma de desmembramientos y masacres, son expresiones generalizadas
de violencia que se hacen particularmente importantes para entender
cómo se establece un discurso fílmico sobre la violencia en el cine
colombiano.
La Violencia bipartidista ha sido un referente directo y un tras-
fondo para muchas producciones colombianas, siendo la adaptación de
la novela de Gustavo Álvarez Gardeazábal, Cóndores no entierran todos
los días,10 la más conocida. Dirigida por Francisco Norden en 1984, el
director sitúa el escenario en los alrededores de Bogotá a diferencia
del Valle del Cauca, donde transcurre la novela. Estéticamente, y en
comparación con producciones antecesoras, en esta cinta hay mejor
trabajo en el uso de las panorámicas y la música para anunciar y crear
suspenso, así como unidad en la narración. Cóndores es la historia de
León María Lozano, un legendario asesino a sueldo de “los pájaros”,
una de las bandas que sembró terror en los años de La Violencia. Como
personaje literario y fílmico, Lozano encarna lo que Pécaut identifica
como “el desdoblamiento de los actores de La Violencia”,11 es decir,
hombres fuertemente religiosos y entregados a la familia que tenían
una doble vida pues en forma silenciosa estaban dedicados a esa gue-
rra fraticida.
Cóndores insiste en el motivo de aparición de cadáveres en el
río como presagio que anunciaba escaladas de violencia en los pueblos.
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Los cadáveres en el agua son un tópico frecuente en el cine colombia-


no, pero el significado de esta imagen ha ido cambiando según el tipo
de violencia, teniendo como denominador común el deseo de borrar
todo vestigio de autoría del crimen y el agua como un detritus donde

9 María Victoria Uribe, Antropología de la inhumanidad,


Bogotá, Norma, 2006, p. 123.
10 Cóndores no entierran todos los días, Dir. Francisco Norden, Intérpretes: Frank
Ramírez, Vicky Hernández y Santiago García, Francisco Norden, Procinor, 1984.
11 Daniel Pécaut, “Reflexiones sobre la violencia colombiana”,
Violencia, guerra y paz: una mirada desde las ciencias humanas,
Angelo Papacchini, Darío Henao Restrepo y Víctor Mario Restrepo
(eds.), Cali, Universidad del Valle, 2000, pp. 25-70.

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irán a parar los “cuerpos desechables”. Por otra parte, las imágenes y
las alegorías en esta película establecen una continuidad entre formas
de terror y acoso presentes en los años de La Violencia y que no han
desaparecido en el contexto del conflicto actual. El “boleteo”, la vio-
lación a las mujeres y la destrucción de los pueblos que no se rinden
a las amenazas de grupos guerrilleros o paramilitares, para mencionar
tres ejemplos.
El motivo de los cadáveres flotantes ya aparecía en El río de
las tumbas12 (1965) de Julio Luzardo, que se considera como la gran
producción fílmica colombiana de los años sesenta. Veamos parte de la
secuencia de apertura:

[Ver dvd adjunto, El río de las tumbas]

La cinematografía en blanco y negro, la creación de un espa-


cio alegórico para la Colombia rural, las panorámicas amplias que traen
a la memoria la Época de Oro del cine mexicano (en particular la paten-
te visual del consorcio Emilio “Indio” Fernández y Gabriel Figueroa),
marcan un cambio en la ruta estética, particularmente en relación con
el llamado cine bambuquero de las décadas anteriores.13 El referente
obvio es La Violencia pero la ambigüedad del espacio borra cualquier
mención a la misma como eje histórico.
En comparación con la arena fílmica de América Latina en los
años sesenta y setenta –y teniendo en cuenta el dramático momento
político que Colombia experimentaba– se hace conspicua la falta de
producción de un cine de contienda. Los largometrajes colombianos
aparecen distantes del amplio desarrollo que transformó la práctica
cinemática y teórica en varios países, que –junto a la publicación de
manifiestos escritos por críticos y cineastas–constituye lo que se co-
noce como Nuevo Cine latinoamericano. Liderado principalmente por
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12 El río de las tumbas, Dir. Julio Luzardo, Intérpretes: Carlos Duplat,


Juan Harvey Caicedo y Santiago García, Cine TV Films, 1965.
13 La escasa producción de las década de los cuarenta y cincuenta dio un
giro hacia el melodrama mexicano (en particular las comedias rancheras)
y las películas argentinas del tango. Las rancheras, boleros y tangos se
sustituían por “bambucos” y “guabinas” de la zona andina colombiana
y se acompañaban de baile y poesía. De ahí surge la denominación
de “cine bambuquero” para películas como Allá en el trapiche (Gabriel
Martínez y Roberto Saa Silva, 1943), Bambucos y corazones (Gabriel
Martínez, 1945) y Colombia linda (Camilo Correa Restrepo, 1955).

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cineastas argentinos, brasileros y cubanos que concebían el cine como
una práctica oposicional, éste se convierte en una potente herramienta
política que denunciaba el subdesarrollo de la región y la dependen-
cia económica del imperialismo estadounidense. Al mismo tiempo, al
ser un movimiento tanto nacional como internacional, el Nuevo Cine
latinoamericano entendía la práctica fílmica como un medio que po-
día transformar la práctica social, por su forma particular de apelar al
espectador.14
En su paso por el Centro Experimental de Roma, un espacio
determinante para la gestación del componente neorrealista del Nuevo
Cine latinoamericano, algunos cineastas colombianos estudiaron y tra-
bajaron junto a Fernando Birri, los cubanos Julio García Espinosa y To-
más Gutiérrez Alea y el brasilero Nelson Pereira dos Santos, entre otros,
figuras prominentes y asociadas con las variadas manifestaciones de
dicho movimiento fílmico. No obstante, los largometrajes hechos en
Colombia paralelos a los años más productivos del movimiento, son de
una manufactura y contenido diferentes al vector político de ese tiem-
po. Las películas relacionadas con La Violencia se han rotulado usual-
mente como “cine político”, pero la ambigüedad entre el concepto de
“cine político” y el de “cine social” prevalece en las publicaciones y re-
señas de cine colombiano de esa época y se acentúa como subterfugio
a la censura. Tal es el caso de El río de las tumbas. Aunque se cataloga
frecuentemente como la gran película política de los años sesenta, El
río propone una tímida objeción al momento político y son escasos los
diálogos articulados en torno a la denuncia.
Los documentos de ese tiempo hacen claro que los directores
colombianos tenían interés en el tema de la violencia pero no invertían
ideológicamente en su enfoque; asimismo, al regresar de sus estudios
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de cine en el extranjero, su acercamiento al país se convertía en una


exotización del mismo y en una inhabilidad para encontrar un lenguaje
para representar al otro. Luzardo, por ejemplo, había estudiado en la
Universidad de California, en Los Ángeles. Respecto a su película, de-
fiende una posición personal antes que “política” o de “entretenimien-
to” para justificar su aproximación al cine, declaración que es común

14 Ver, por ejemplo, los ensayos y manifiestos compilados en los diferentes


volúmenes de Hojas de cine: Testimonios y documentos del Nuevo Cine
latinoamericano, México, Fundación Mexicana de Cineastas, 1988;
así como el texto de Julianne Burton en The Social Documentary
in Latin America, Pittsburgh, University of Pittsburgh, 1990.

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en varios cineastas en Colombia, sin que quede claro a qué se refieren
con esa instancia “política”. El director sostenía:
Básicamente El río de las tumbas no tiene una historia. Es la crónica
de un pueblo y de ciertos personajes… La armazón, la cosa del bobo que va
hasta el río y encuentra el cadáver, el planteamiento de la situación de los
personajes, todo eso es mío, tratando de montar la parte cinematográfica.
Luego ciertos elementos como que el político no llega en tren sino en el carrito,
la música mexicana pero hecha en Colombia, eran elementos sorpresivos para
mí, yo no conocía nada de eso, era descubrir mucho del país con la película, y
como no viví la violencia, me inventaba las cosas, aunque no me tocaba inventar
mucho, porque la violencia era algo que se veía por todas partes, así la gente
tratara de taparla como si no existiera.
La hice con la conciencia de que lo que quería mostrar era el
país. Por eso el pueblito, el reinado de belleza, el político, el policía, la
indiferencia. El pueblo es el país, la violencia son los cadáveres que nadie
quiere. Pero con base del humor, precisamente para mostrar más la ridiculez
del país y todo (énfasis añadido). 15

Esta descripción reductora de lo que es el país se basa en


cierto sentido de colombianidad definido por una identidad estática e
inmutable; además, oblitera el regionalismo dominante que ofrece una
configuración del país como un mosaico de regiones y comunidades,
celosas mutuamente (de ahí la obsesión con rótulos como paisas, ca-
chacos, pastusos y costeños), regiones geográficamente fragmentadas
y carentes no necesariamente de sentimientos nacionalistas sino de
objetivos comunes como nación. El regionalismo es quizás el mayor de-
safío para ajustar la definición de la nación colombiana al concepto de
comunidades imaginadas de Benedict Anderson.16 A diferencia de esa

15 Cita tomada de “Julio Luzardo”, Cinemateca: Cuadernos de cine


colombiano nº 1, marzo de 1981, edición sin números de página.
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16 Ver Benedict Anderson, Imagined Communities: Reflections on the Origin and


Spread of Nationalism, Londres, Verso, 1983. Aunque este texto de Anderson
ha sido objeto de varias contenciones y disidencias, es clave para la reflexión
sobre el complejo tema del nacionalismo. Para Anderson, las naciones
(europeas, en específico) no resultaron de condiciones sociológicas dadas
como la lengua, la raza o la religión, sino que fueron “imaginadas” en su
existencia. Para el autor, algunos de los principales formatos institucionales
por medio de los cuales estas comunidades imaginadas adquirieron una forma
concreta tienen que ver con el “capitalismo impreso”. Anderson enfatiza que
la experiencia histórica del nacionalismo en Europa occidental, en América y
en Rusia, legó una serie de patrones a los posteriores nacionalismos de los
cuales las elites africanas y asiáticas escogieron los que prefirieron. Esta visión

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intención alegórica de El río de las tumbas, producciones posteriores
exageran el regionalismo al punto de que se ha hecho un paradigma
de representación casi exhausto en muchas películas (así como en
seriados de televisión y en telenovelas), que no forma nación sino que
deforma las regiones.
No sobra mencionar que Luzardo se sirve no sólo de la compo-
sición fotográfica del cine de la Época de Oro del cine mexicano sino
del formato del melodrama que, para algunos de los directores asocia-
dos con el Nuevo Cine latinoamericano, era un género bastante des-
preciado.17 Con todo, el lugar especial que El río de las tumbas ocupa
en la cinematografía nacional obedece en parte a que recrea la tensión
vivida en las zonas rurales afectadas por La Violencia; no existe otro
largometraje producido en los años inmediatos al periodo más atroz de
La Violencia, que restituya el ambiente enrarecido de entonces. (No se
conserva nada de El hermano Caín –1962– de Mario López, que sí se
ocupa de los años más violentos).
La producción visual más gráfica y extremadamente intensa de
La Violencia corresponde a una película dirigida por Fernando Vallejo.
La censura del entonces Ministerio de Comunicaciones, que la catalogó
como una apología a la violencia, logró que la escasa producción fílmica
de este escritor pasara desapercibida. En la tormenta18 fue producida
en México en 1979, pues Vallejo ya se había radicado en ese país. En
ella se ofrece una crítica aguda a la división que La Violencia supuso
en muchas familias campesinas, empujadas a participar en diferentes
masacres debido a la afiliación política conservadora o liberal, que en
cualquier caso estaba más enraizada en un atavismo familiar que en una

esencialista de la nación es contestada por autores como Partha Chatterjee,


quien cuestiona que si los nacionalismos en el resto del mundo tenían que
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escoger su comunidad imaginada entre ciertos formatos delineados por Europa


y Estados Unidos, entonces la historia ya habría establecido que en el mundo
postcolonialista no quedaría mucho espacio para la imaginación; según
eso, los nuevos nacionalismos son meramente consumidores perpetuos de la
modernidad. De ser así, Europa y Estados Unidos, “los únicos sujetos verdaderos
de la historia”, elaboraron ya en nuestro nombre, no sólo el guión de la
Ilustración y de la explotación colonial, sino también el de nuestra miseria y
nuestra resistencia anticolonialista, haciendo incluso que la imaginación deba
permanecer colonizada para siempre. Para estas críticas a Anderson, ver un
resumen en Key Thinkers on Space and Place, Phil Hubbard, Rob Kitchin and Gill
Valentine (eds.), Londres / Thousand Oaks, SAGE Books, 2004, pp. 19-21.
17 Ver Michael Chanan, “Latin American Cinema in the 90s. Representational
Space in Recent Latin American Cinema”, Estudios Interdisciplinarios de América
Latina y El Caribe, disponible en http://www.tau.ac.il/eial/IX_1/chanan.html
18 En la tormenta, Dir. Fernando Vallejo, 1979.

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toma de partido resultado de una educación política. Bernardo Eche-
verri, peluquero liberal, y Martín Vásquez, boticario conservador, son
“gentecita de bien”, ante todo vecinos y amigos. Sus diálogos son un
contrapunteo que va de la camaradería a la oposición, para adelantar
esa suerte de narrativa de viaje a la muerte entre Cajamarca y Calarcá;
en su conversación se cuelan los entonces paradigmas de identificación
ideológica de los dos partidos, aún muy arraigados en las concepciones
políticas del siglo XIX: el liberal aparece asociado con la sangre templa-
da, la ciencia, la razón, la laxitud religiosa, el antagonismo con la insti-
tución familiar y la propiedad privada. El conservador, por su parte, con
principios oscurantistas, la censura a la prensa, el fraude, la violación a
la propiedad privada y la no contemplación del concepto de pueblo. En
Los caminos a Roma, Vallejo rememora su epifanía sobre la concepción
del guión de En la tormenta y recuerda a Echeverri y Vásquez “discutien-
do de política, sosteniendo el uno lo que sostiene el otro, pero el uno
en color azul y el otro en color rojo”.19
La lealtad política sobreviene a la oposición cuando sus vi-
das peligran al toparse con las tropas liberales de Jacinto Cruz Usma,
alias “Sangre Negra”. Pero la intercesión de Echeverri por Vásquez es
infructuosa y se impone la ley del machete, un tropo de acusación a
La Violencia que preside las imágenes de En la tormenta y que está
presente en gran parte de la narrativa del escritor. El documental La
desazón suprema: retrato incesante de Fernando Vallejo (Luis Ospina,
2003) lo resume cabalmente al sobreponer un texto de Los días azules
a un segmento de la película en el que Pedro Rubiano (alias “Pajarito”)
blande el machete contra los conservadores y lo levanta en señal de
venganza contra el asesinato de sus padres cuando era niño:
Humilde labrador de los campos, siervo de la gleba, cortador de
caña, desbrozador de montes, limpiador de maleza, el machete se levantó
enfurecido porque le había llegado su hora. En el corazón del monte, en la
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ceguedad del odio, en el rugir del viento, Amo de los Caminos, Dueño de la
Encrucijada, Violador de la Noche, deja oír tu timbre metálico que ya enmu-
dece. Deja ver tu brillo partiendo la luna. Machete de filo y sangre, machete
de sangre y muerte. Alma Negra, Sangre Negra, Capitán Veneno, Cortador de
Cabezas, Rey del Reino de Thánatos, Señor de Colombia, ¡álzate! ¡Levanta mi

19 Fernando Vallejo, El río del tiempo, Bogotá, Alfaguara, 2003, p. 398.

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brazo que voy a matar!20

[Ver dvd adjunto, La desazón suprema: retrato


incesante de Fernando Vallejo y En la tormenta]

Para Vallejo, este instrumento de trabajo se convierte en un


arma, un grial que pasa de generación en generación y simbólicamente
otorga la tarea de cobrar venganza y restaurar la dignidad atropellada
con la alevosía contra el cuerpo y el honor perdido con la destrucción
material, casi siempre consumada en el fuego.
La mirada silenciosa y atónita de los niños encarna el trauma
histórico, creando una suerte de determinismo y una repetición de La
Violencia, que se hace cíclica dentro y fuera del espacio visual por me-
dio de una suerte de suspensión de esta narrativa. Los niños regresan
como adultos que ignoran la ley y el Estado para instaurar diferentes
regímenes de terror, fascinados con el espectáculo de la muerte y des-
plazando su rol de víctimas a victimarios. La cruda representación de
La Violencia y las imágenes dramáticas de las matanzas de las cuales
son testigos, encuentran eco en diferentes descripciones de las nove-
las de Vallejo, en particular La virgen de los sicarios, en la cual el des-
membramiento y el asesinato resultante de la violencia del narcotráfico
habla de traumas no resueltos e inscritos en el cuerpo no sólo de los
campesinos y sus familias sino de Colombia como nación.
Se hace necesario regresar momentáneamente a la cuestión
del Nuevo Cine latinoamericano para atar algunos cabos sueltos. En el
caso de Colombia, el documental más que el largometraje logró em-
parentarse con las corrientes ideológicas y estéticas derivadas de las
diversas propuestas del movimiento (el cine imperfecto, el tercer cine y
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el cinema novo con la propuesta de la estética de la violencia de Glauber


Rocha). La producción contestataria de documentalistas como Marta
Rodríguez y Jorge Silva, Carlos Álvarez, Diego León Giraldo y Gabriela
Samper, estaba inscrita en su participación y/o simpatía abierta con
sectores políticos de izquierda. El documental colombiano y su relación
con el discurso de la violencia, así como con la construcción del poder,
merecen un capítulo aparte que no cabe dentro de los límites de esta
ponencia. Pero la referencia sí proporciona otra de las claves para en-

20 Ibíd, p. 73.

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tender la construcción de un discurso fílmico sobre la violencia, por la
síntesis que ofrece sobre acercamiento al margen y políticas de regula-
ción estatal. Me refiero puntualmente a dos tendencias opuestas. Por un
lado, el trabajo de Marta Rodríguez y su esposo Jorge Silva, cuyo éxito
en festivales internacionales con trabajos como Chircales21 (1967-72),
generó un interés tanto de directores nacionales como foráneos por
hacer producciones etnográficas sobre la realidad colombiana.
Por otro, el autodenominado grupo Caliwood, de cineastas
caleños, encabezado por Luis Ospina, Carlos Mayolo y Andrés Caicedo.
Su particular desagrado con lo que rotularon como “pornomiseria” se
materializó en Agarrando pueblo,22 un documental de 1977 que critica
el abuso de la pobreza, la desigualdad económica y las condiciones de
trabajo opresivas, que como material predilecto de los cineastas re-
dundaba en premios, ofrecía un espectáculo pintoresco de la violencia
y la marginalidad, pero no aportaba ningún cambio para las comuni-
dades retratadas. El malestar específico fue suscitado por el documen-
tal Gamín,23 de Ciro Durán, una de las producciones colombianas más
reconocidas en el exterior en la década de los setenta y que parecía
perfilada a continuar el trabajo de denuncia social que, entre otros,
Rodríguez y Silva venían adelantando. Sin duda, su retrato de los niños
de la calle apuntaba a representar un tipo de violencia generado por la
exclusión social y la caída de la familia como institución. Empero, el
acercamiento al otro y a lo marginal, en el caso de Durán, corresponde
a otra ética, y la sintaxis de un documental como Gamín, ciertamente
a otra estética donde la sordidez y el exceso de color no dan lugar a
los encuadres artísticos de Jorge Silva en Chircales. La yuxtaposición
del trabajo de Silva y Rodríguez con el de Durán, sirve para ilustrar las
tendencias dominantes en el documental a finales de la década de los
sesenta y ampliamente a lo largo de los años setenta. Sendas posicio-
nes consolidaron una etapa del cine colombiano marcada por un vasto
seg u nda sesi ó n  Violencias

interés por el margen, que no fue recibido con beneplácito en todos


los círculos fílmicos.
En Agarrando pueblo, que en realidad es más un mockumen-
tary (mofumental), Mayolo y Ospina se filman a sí mismos recorriendo

21 Chircales, Dirs. Marta Rodríguez y Jorge Silva,


Fundación Cine Documental, 1967-72.
22 Agarrando pueblo, Dirs. Luis Ospina y Carlos Mayolo, 1977.
23 Gamín, Dir. Ciro Durán, Producciones Cinematográficas Uno (Colombia)
e Instituto Nacional Audivisual INA (Francia), 1977.

97
Cali y Bogotá, cámara en mano, obsesionados con encontrar mendigos,
niños abandonados, prostitutas y, en general, personajes marginales.
Veamos lo que sucede cuando invaden el espacio de un indigente sin
previo permiso para filmarle.

[Ver dvd adjunto, Agarrando pueblo]

Esta crítica hacía eco de otros juicios externos sobre la con-


fusión entre la búsqueda de un lenguaje político y el abuso de la idea
de lo marginal, crítica que también apuntaba al exceso de produc-
ción resultado de la resolución del Sobreprecio de 1972, que si bien
buscaba favorecer la industria nacional, acentuó la inhabilidad para
encontrar un lenguaje político, por las presiones de comercialización.
Los resultados del Sobreprecio fueron prolíficos en cantidad pero no
en calidad. No obstante, esta resolución hizo claras una serie de di-
ficultades que el cine colombiano debía resolver, principalmente la
necesidad que el país tenía de políticas definidas sobre patrocinio,
producción, distribución y exhibición del cine. Vino entonces Focine
en 1979, un intento que bien conocemos de consolidar el cine nacio-
nal; pero –como recalcaba Luis Alberto Álvarez en su momento– tam-
bién “con una redacción pobre y vaga en mucha de sus estipulaciones,
esperando afinar los términos y las políticas sobre la marcha”.24 Más
difícil de entender habría sido que, apoyado por Focine (es decir con
fondos del mismo estado colombiano), se hubiera mediado aquella
lógica del resentimiento que Pierre Bourdieu detecta en los circuitos
de producción cultural donde los creadores se rehúsan a hacer conce-
siones al público, insistiendo en una autonomía política y al mismo
tiempo esperando fondos públicos para la creación de sus proyectos,
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particularmente aquellos que sostienen gestos de resistencia y con-


tención a los malestares nacionales.25
Toda esta larga elaboración sobre la relación entre el exceso
de representación de lo marginal y las políticas estatales sobre cine,
ofrece un preludio para entender problemas que el cine colombiano
aún enfrenta, que afectan la Ley de cine promulgada en 2003 y que

24 Luis Alberto Álvarez, “El cine en las última década del siglo
XX: imágenes colombianas”, Colombia hoy. Jorge Orlando
Melo (comp.), Bogotá, Tercer Mundo, 1995, p. 360.
25 Pierre Bourdieu, The Field of Cultural Production, Cambridge, Polity Press, 1993.

98
tienen que ver con la producción de cine colombiano que se contempla
en el marco de tratados internacionales. La Ley intenta, además, recti-
ficar el legado de Focine e insiste en dar aliento a una industria fílmica
nacional cuando presenciamos una praxis postnacional del cine latino-
americano; en realidad, producciones recientes como María llena eres
de gracia26 (dirigida por el estadounidense Joshua Marston y filmada
en Ecuador, por costos de seguros, y en Nueva York) y La virgen de los
sicarios,27 dirigida por el francés Barbet Schroeder, ponen de presente
que el cine colombiano entró en la esfera transnacional sin nunca
haber tenido realmente una sólida industria nacional. La generación
de nuevas políticas sobre premios, fondos y distribución de partidas
para preproducción y posproducción, ha tenido que examinar cuida-
dosamente qué tipo de cine se vende, qué tipo de cine quieren hacer
los directores colombianos, pero sobre todo, qué tipo de cine quieren
ver y consumir los colombianos, un público cuya excusa dominante por
mucho tiempo para no apoyar el cine nacional, ha sido precisamente
la saturación del tema de la violencia y la mala imagen del país que
el cine colombiano exporta (esto, valga la pena decirlo de una vez, es
una responsabilidad de la que debe liberarse al cine).
La memoria de este público ya no tiene mucho que ver con las
películas antes analizadas sino con producciones recientes, específi-
camente con la escisión que el cine de Víctor Gaviria marca en el cine
colombiano. Rodrigo D. No Futuro28 (1990), su primer largometraje,
fue financiado parcialmente por Focine, pero la estética del mismo se
oponía a la saga de producciones que la institución venía financiando.
Los tiempos de Focine coincidieron con lo que se conoce en Colom-
bia como el “nietorroismo” y el “benjumeismo”,29 uno de los legados

26 María llena eres de gracia, Dir. Joshua Marston, Intérpretes: Catalina Sandino
y Yenny Paola Vega, Tucán Producciones (Colombia), HBO Films, Fine Line
Features, Journeymann Pictures, Alter Cine (Estados Unidos), 2004.
27 La virgen de los sicarios, Dir. Barbet Schroeder, Intérpretes: Germán
seg u nda sesi ó n  Violencias

Jaramillo, Anderson Ballesteros y Juan David Restrepo, Tucán


Producciones (Colombia), Le Studio Canal Plus, Les Films du Losange
(Francia), Vértigo Films SL, Tornasol Films (España), 2000.
28 Rodrigo D. No Futuro, Dir. Víctor Gaviria, Intérpretes: Ramiro
Meneses, Carlos Mario Restrepo y Jackson Idrian Gallego, Focine,
Producciones Tiempos Modernos Ltda y Fotoclub 76, 1990.
29 Términos rotulados así por el apellido del director Gustavo Nieto Roa y el
actor Carlos Benjumea respectivamente. El primero se caracterizó por su
estilo llanamente comercial, basado en seriados y telenovelas, utilizando
siempre al elenco de moda de la pantalla chica. Benjumea, por su parte, era
una versión colombiana de aspirante a Cantinflas, pero sin la agudeza que
casualmente ha generado lecturas políticas del cómico mexicano. Con la

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estéticos más negativos de esa época. La inhabilidad de los cineastas
“bogotanos” para entender el lenguaje fílmico, había sido puesta en
escrutinio por Luis Alberto Álvarez y Víctor Gaviria en “Las latas en el
fondo del río: el cine colombiano visto desde la provincia”,30 un ensayo
fundacional para entender la estética y génesis del cine de este último.
“Las latas” polemizaba el malestar estético resultante de la dependen-
cia del lenguaje de la televisión y el centralismo evidente en las polí-
ticas redactadas en Bogotá para representar otras regiones del país. Al
mismo tiempo, allí se encuentran formuladas las premisas básicas de
un acercamiento ético y estético del cineasta para abordar la violen-
cia: filmación in situ, pero evitando retratos pintorescos del paisaje,
trabajo con actores naturales sin ninguna formación técnica (muchos
de ellos directamente involucrados en las situaciones de violencia y
marginalidad que se quiere retratar) y no-alteración del lenguaje mar-
ginal, en el caso de Gaviria el llamado “parlache”, un lenguaje que no
es gratuito en sus películas sino que es, como la caracteriza Alfonso
Salazar, “portador de una axiología donde la agresión y la desvaloriza-
ción del otro están en lugar de preeminencia” (124).
Mucho se ha escrito sobre el lugar del margen en el cine de
Gaviria, el uso particular del “parlache”, su problemático acercamiento
al otro, la representación de Medellín como epicentro de lo que Jean
Franco llama la caída y el declive de la ciudad letrada latinoamericana,31
entre muchos temas más. Poco se habla de las huellas de La Violencia
en su trabajo fílmico. El mismo “parlache” es, según varios estudios
que resume Alfonso Salazar:
[un lenguaje] que ha aflorado en el apogeo del narcotráfico y la
violencia juvenil que tiene sus raíces en los camajanes y malevos, personajes
urbanos que desde la década del 50 incorporaron el lunfardo –el lenguaje de
XII CÁTEDRA ANUAL DE HISTORIA

abrumadora presencia de convenciones televisivas en sus producciones, Nieto


Roa y algunos de sus contemporáneos, hicieron más remoto cualquier avance
en la definición de un lenguaje político del cine nacional. Es muy seguro que
cuando el crítico Paulo Antonio Paranaguá caracterizó al cine colombiano
por su “chapucería y chatura estética predominantes” (p. 372), se refería a
estos años. El crítico hace este comentario rescatando “la densidad temática,
originalidad de enfoque y capacidad para apropiarse y transformar los códigos
fílmicos” que Luis Ospina ofreciera en Pura sangre (1982). Ver “El nuevo cine
latinoamericano frente al desafío del mercado y la televisión (1970-1995)”,
Historia General del Cine. Vol X, Madrid, Cátedra, 1996, pp. 347-383.
30 Luis Alberto Álvarez y Víctor Gaviria, “Las latas en el fondo del río: el cine
colombiano visto desde la provincia”, Cine No 8, mayo-junio, 1992, pp. 1-36.
31 Jean Franco, The Fall and Decline of the Lettered City: Latin America
in the Cold War, Cambridge, Harvard University Press, 2002.

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arrabal que llegó con el tango– y el espíritu de los guapos, personajes del
campo antioqueño, jugadores, mujeriegos, bebedores, devotos de la Virgen
del Carmen y desafiantes permanentes de la muerte que se jugaban su vida
en duelos de esgrima, con machetes o puñales, por amor o por honor.32

Una escena de Rodrigo D. sintetiza esta apreciación.

[Ver dvd adjunto, Rodrigo D. No Futuro]

La producción de Gaviria ha sido tan elogiada como critica-


da, especialmente por esa naturaleza gráfica del lenguaje, lo que no
sorprende en un país que se precia de su tradición de gramáticos.33
Este asunto se desmantela en el contrapunteo entre Fernando y sus
amantes en La virgen de los sicarios, pero la gran diferencia en el acer-
camiento al otro es que el narrador en Vallejo (el mismo Fernando de
la película) tiene una intención profiláctica, mientras que Gaviria pro-
mueve una estética de representación en la cual “el desecho humano”
ocupa momentáneamente un lugar de hegemonía para producir una
“mirada-encuentro”, ese “estado de vigilante insomnio” en el que,
para Emmanuel Levinas, son posibles la ética y los derechos humanos,
más allá del paternalismo redentor y más acá de la traducción de la
otredad.34
Teniendo en cuenta que al adelantarme de 1990 –año de Ro-
drigo D. – al 2005 –año de Sumas y restas– damos un salto que deja en
entredicho películas que ameritan un acercamiento de nuestro lente,
lo que encuentro problemático entre lo que va de la representación
de La Violencia en películas como Cóndores, El río de las tumbas y En
la tormenta, y la trilogía de Gaviria (Rodrigo D., La vendedora de rosas

32 Alfonso Salazar, “Violencias juveniles: ¿contraculturas o hegemonía de la


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cultura emergente?”, Viviendo a toda: jóvenes, territorios culturales y nuevas


sensibilidades, Humberto Cubides, María Cristina Laverde y Carlos Eduardo
Valderrama (eds.), Bogotá, Fundación Universidad Central, 1998. p. 116.
33 En foros españoles como En construcción del Festival de Cine de San Sebastián,
la audiencia española se quejó de la incomprensión del lenguaje y la resistencia
del director a subtitular al español “normal” el español de estos personajes
marginales. En Colombia, una crítica frecuente al trabajo de Gaviria tiene que ver
con la saturación del lenguaje soez de sus actores y la no edición del director.
34 En colaboración con Carlos Jáuregui, hemos ahondado en este tema
en “Profilaxis, traducción y ética: la humanidad desechable en Rodrigo
D. No futuro, La vendedora de rosas y La virgen de los sicarios”, Revista
Iberoamericana. Vol. 68, No 199, abril-junio 2002, pp. 367-92.

101
–1988– y Sumas y restas) como ejemplo de las violencias contem-
poráneas (el narcotráfico, el sicariato, la prostitución infantil, entre
otras), son las carencias y excesos del cine colombiano y la reinciden-
cia en los mismos errores del pasado en muchas de sus producciones
recientes. Hay un lugar de entredicho respecto a las críticas a Gaviria,
pues a partir de sus largometrajes las comunas de Medellín y otros
sectores marginales de las grandes metrópolis colombianas se con-
virtieron en sitios de producción de espacio visual. Sus películas son
criticadas en algunos sectores pero, para muchos cineastas, Gaviria
ha sido el “director mediático” que los puede acompañar en sus in-
cursiones fílmicas, siendo el caso más visible La virgen de los sicarios,
para la cual Gaviria hizo el casting de los jóvenes de las comunas y su
equipo colaboró en la elección de localidades; algo similar ocurrió en
un documentales como Ciudadano Escobar (2004) de Sergio Cabrera
y con la reaparición de algunos de los personajes de Sumas y restas
en Rosario Tijeras (Emilio Maillé, 2005). Un gran problema de muchas
producciones que intentaron seguir los pasos de Gaviria en la Medellín
de las comunas, fue pensar que era una fórmula fácil y, precisamente,
no darse cuenta del trabajo etnográfico, de observación y diálogo
que precedía al corte final del director antioqueño. Para él, los habi-
tantes de las comunas y, en Sumas y restas, los confesos partícipes
de la economía del narcotráfico, eran más que simples informantes.
Eran sujetos agenciales del moldeamiento de la geografía humana de
Medellín.
Un ejemplo categórico de esta confusión del procedimiento
es el documental La Sierra (2004), sobre los bloques paramilitares ur-
banos en Medellín, donde, sin desdecir de la dramática situación de
los jóvenes allí retratados, la edición deja claras las diversas puestas
XII CÁTEDRA ANUAL DE HISTORIA

en escena de la violencia y, más aún, los periodistas (Scott Dalton y


Margarita Martínez) buscan afanosamente ser protagonistas de la ten-
sión del escenario seleccionado. Es imposible no asociar la secuencia
inicial de La Sierra, con los periodistas preguntando afanosamente al
taxista “¿Sr. Usted sabe dónde está La Sierra?, con la secuencia inicial
de Agarrando pueblo y los cineastas pidiendo que los lleven a donde
haya “mucho gamín, mucho loco, mucha prostituta, mucho margen”.
¿Habrán visto Martínez y Scott Agarrando pueblo?
En cuanto a los errores de pasado, con contadas excepciones
el cine colombiano sigue anquilosado en el lenguaje televisivo. Bolívar

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soy yo (Jorge Alí Triana, 2002) apuntaba a parodiar las dictaduras del
rating y la telenovela35 pero terminó siendo tautológica en su postu-
lado. En esta producción, Santiago Miranda, el personaje principal de
una telenovela que pretende mostrar una visión “más humana” del
Libertador, enloquece de forma quijotesca al confundir la realidad con
la ficción. Así, Miranda/Bolívar decide reinstaurar el sueño bolivariano
y salir a rectificar la historia de una nación afectada por la guerri-
lla, los paramilitares, un estado corrupto, arrogante e ineficaz y la
delincuencia común. Al salirse del personaje telenovelesco, Miranda/
Bolívar enfrenta la banalización de la que su nombre ha sido objeto
bajo el régimen del consumo: “Seguros Bolívar”, “Expreso Bolivaria-
no”, “Hospital Simón Bolívar”, en imágenes que se intercalan con el
patrimonio nacional consagrado en su honor, representado en estatuas
y en la Plaza de Bolívar, centro arquitectónico del poder en Colombia.
Bolívar ya no es el padre de la patria sino un sello de mercadeo que,
en palabras del personaje de la película, no puede “satisfacer a todos
sus clientes”.
La sintaxis del olvido, el espacio del “mientras tanto” y la
anomia de la nación, conceptos que Homi Bhabha repasa a partir de
Ernest Renan y Benedict Anderson, para dilucidar la cuestión de la
memoria histórica,36 pueden concatenarse con el discurso crítico subya-
cente en la parte final de esta película. En la narrativa, una secuencia
se interrumpe, colando imágenes de metraje noticioso, tomadas de
masacres y asesinatos en la verdadera nación atropellada, con el fin de
devolver la memoria al espectador, lo que termina siendo la meta final
de Bolívar soy yo. Para esto, la película recurre a una radiografía cruda
de la situación, construida con imágenes de la toma del Palacio de
Justicia, de explosiones, de diferentes masacres y de asesinatos.

[Ver dvd adjunto, Bolívar soy yo]


seg u nda sesi ó n  Violencias

Las imágenes de la telenovela se salen del pequeño espacio de

35 La crítica es de doble filo porque viene a puntualizar lo que Martín-Barbero


resume como un desconocimiento del sector intelectual en Colombia sobre
“la significación cultural de la televisión en el proceso de formación de una
cultura nacional moderna” (Véase Jesús Martín-Barbero, Televisión y melodrama,
Bogotá, Tercer Mundo, 1992). Antagónicamente, el germen de esta película se
encuentra en la serie de televisión Revivamos nuestra historia, que el mismo
Triana dirigiera en un intento de “repasar” televisivamente la historia nacional.
36 Homi Bhabha, The Location of Culture, New York, Routledge, 1994, p. 308-311.

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espectacularización y sensacionalismo del televisor y se proyectan en
pantalla grande. El espectador es golpeado con ese minuto de imáge-
nes de diferentes eventos trágicos de Colombia, que lo transportan de
la ficción (e ilusión) de la telenovela y el cine a la dolorosa desmesura
de las múltiples formas de violencia que aquejan a Colombia: sangre,
dolor, desplazamiento, abandono, muerte e impotencia desfilan bre-
vemente para romper definitivamente la parte lúdica de la trama y
situar al espectador frente a la claqueta que dice “Yo soy Bolívar”, una
afirmación de la entidad que, como en otros ejemplos de conversión
simbólica cultural de imágenes del libertador, ya no puede connotar
y continuar los mismos propósitos de construcción del progreso y la
identidad nacional, que enarbolaron el icono de Simón Bolívar poste-
rior a la Independencia.
Por último, las carencias y excesos a los que me refería tienen
que ver con un enorme número de producciones sobre la diferentes
violencias, pero exiguas de lenguajes nuevos o de lecturas políticas.
Lo que estamos presenciando es un fenómeno de marketing de la vio-
lencia que se deriva, por un lado, del carácter de algunas novelas
colombianas recientes que funcionan como doble código o “narrativas
integradas”.37 Si bien la relación entre el cine y la literatura no es nue-
va, pareciera que parte de la garantía de éxito de la narrativa actual
colombiana, radica en su proclividad intencional a ser apropiada por
otros lenguajes e industrias culturales. Tres ejemplos serían Rosario
Tijeras,38 novela de Jorge Franco Ramos dirigida por Emilio Maillé en
una colaboración colombo-mexicana; Perder es cuestión de método39,
film noir dirigido por Sergio Cabrera, basado en una novela homónima
de Santiago Gamboa, y Satanás, novela de Mario Mendoza, dirigida por
Andi Baiz y estrenada en junio de 2007.
XII CÁTEDRA ANUAL DE HISTORIA

37 Ricardo Gutiérrez Mouat utiliza este concepto para referirse a aquellas


[narrativas] “alienadas con una sociología que ha trascendido los usos
ideológicos de la cultura de masas y la industria cultural y que ha roto con la
idea básica de los mensajes de la cultura de masas, incluso en la medida que
ha incorporado contextos culturales como elementos claves en la apropiación
y recepción de los mensajes”. Ver “The Modern Novel, the Media, and Mass
Culture in Latin America”, Latin American Literature and Mass Media, Edmundo
Paz-Soldán y Debra Castillo (eds.), New York, Garland, 2001, p. 71-100.
38 Rosario Tijeras, Dir. Emilio Maillé, Intérpretes: Flora
Martínez, Manolo Cardona y Unax Ugalde, 2005.
39 Perder es cuestión de método, Dir. Sergio Cabrera, Intérpretes:
Daniel Giménez Cacho y Martina García, Gerardo Herrero,
Tomás Darío Zapata y Marianella Cabrera, 2004.

104
Muchos de estos escritores tienen claro el papel del cine en su
trabajo. Mendoza reconoce su intención de construir Satanás a partir
de una concepción de puesta en escena fílmica, asunto obvio a lo
largo de la novela. Franco Ramos explica que se hizo escritor mien-
tras estudiaba en la Escuela de Cine de Londres.40 La correspondencia
entre relato fílmico y narración literaria es latente en Rosario Tijeras,
un flashback que sucede mientras Antonio y Emilio llevan a Rosario
moribunda al hospital.
Las versiones fílmicas de Rosario y de Perder, se esfuerzan
por hacer que la cámara incluya los sectores marginales de la ciudad,
lección ya aprendida tanto con Gaviria como con Schroeder. Además de
lo anterior, estas producciones entienden la adaptación como una re-
lectura y reescritura de la novela al pie de la letra, en lugar de generar
otra formación discursiva. Varios críticos de cine dedicados al problema
de la adaptación coinciden en señalar que la fidelidad y la cercanía en-
tre los dos textos, no son la preocupación central del desplazamiento
del texto original al texto fílmico. Por el contrario, la adaptación debe
asumir un proceso de negociación en el cual, lo que no se representa
de la novela, se puede leer como resistencia a la misma.
La marginalidad y el tratamiento de la violencia en estas
películas no escapa a la puesta en escena artificiosa. Esto nos lleva a
cuestionar si el interés en estos elementos no está meramente deter-
minado por lo que Francine Masiello rotula como “el espectáculo de la
diferencia”,41 que busca satisfacer la demanda del marketing y la pre-
sión de inversionistas extranjeros, o si, por el contrario, este énfasis
en filmar las múltiples violencias colombianas y las herencias de La
Violencia, eventualmente logrará constituirse como un sitio de con-
tienda a la erosión del Estado y a los excluyentes códigos de decencia
imperantes en la sociedad colombiana. Ninguna de estas producciones
está estableciendo una escisión trascendente en el cine del país y, por
seg u nda sesi ó n  Violencias

el contrario, continúan estancadas en los defectos de intrusión del


lenguaje televisivo en la pantalla grande. Desafiadas por el ansia del

40 Ver respectivamente para Mendoza “Un viaje corporal”, conferencia en la Feria


Internacional del Libro de Miami el 23 de noviembre del 2002, disponible en
<<http://www.geocities.com/circulodelectura/Mariomendoza.html>>, y para
Franco “El rostro de Rosario Tijeras”, Pie de página nº 3 (2005), pp. 12-16.
41 Ver Francine Masielllo, “The Unbearable Lightness of History: Bestseller Scripts
for Our Times”, The Latin American Cultural Studies Reader, Ana del Sarto,
Alicia Ríos and Abril Trigo (ed.), Durham, Duke UP, 2004, pp. 458-73.

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marketing, estas narrativas integradas banalizan la violencia, carna-
valizan sus síntomas e intentan empaquetarla y hacerla consumible
apelando a la cara y cuerpo de la vedette del momento. Como archivo
visual sobre la representación de la violencia están contribuyendo en
número, pero no en diversificación del lenguaje fílmico ni en nuevas
propuestas audiovisuales; en cierto modo, el boom actual de pelícu-
las sobre las múltiples violencias traslada al escenario colombiano la
actual polémica brasilera que, haciendo un juego de palabras con el
legado de Glauber Rocha, nos señala el fin de la estética de la violen-
cia para dar paso a la cosmética de la violencia.42
Ninguna otra película reciente ha surgido con una intención
tan abierta de renovación estética y temática como La sombra del
caminante. Con un formato en blanco y negro y un proyecto de captar
otras imágenes de Bogotá, esta primera película de Ciro Guerra renueva
una predilección por el cine experimental, uno de los géneros menos
explorados en el caso colombiano. La sombra muestra otra dimensión
de la tragedia, reuniendo frentes e historias distintas de dos prota-
gonistas del caos: Mañe (César Badillo), lisiado, con una prótesis de
palo, y “Mansalva” (Ignacio Prieto), un misterioso personaje que vive
de trasportar a cuestas a los transeúntes cansados que se suben a
una silla hecha con madera de ataúd, intentando borrar su pasado de
verdugo de campesinos en el interior de la costa Atlántica. “Mansalva”
asume este trabajo de carga como un castigo que se impone para ali-
viar la culpa que lo atormenta.43
La sombra sigue siendo una película sobre la violencia en Co-
lombia, pero elude los lugares comunes; se trata de una obra con otro
planteamiento estético y con una reflexión teórica hasta cierto punto
ausente en el vértigo de producción de películas comerciales sobre el
XII CÁTEDRA ANUAL DE HISTORIA

tema. Guerra evade la demonización de la pobreza y deja que la ciudad


hable desde su centro y desde su margen. Los silenciosos barridos de la
cotidianidad del centro de la ciudad y el desplazamiento de la cámara

42 Randall Johnson resume esta polémica del cine brasilero en su artículo “TV
Globo, The MPA, and Contemporary Brazilian Cinema”, Latin American Cinema:
Essays on Modernity, Gender and National Identity, Lisa Shaw and Stephanie
Dennison (eds.), Jefferson, MacFarland and Company Publishers, pp. 11-38.
43 La imagen de “Mansalva” con su silla a cuestas tiene una connotación
transhistórica ya registrada visualmente desde las expediciones de Alexander
Von Humboldt a la Nueva Granada. En 1997, José Alejandro Restrepo realizó
una serie de videoinstalaciones de esta práctica bajo el título de El paso del
Quindío. La sombra del caminante la recontextualiza en el plano fílmico.

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a sus barrios marginales, son contrarios a algunas películas colombia-
nas extremadamente ruidosas que olvidan que en el cine, la imagen
es lenguaje per se. Uno de los componentes clave aquí son los tempos
marcados por la supresión del sonido, cuando se quieren enfatizar las
reflexiones de los protagonistas sobre la muerte y el pasado.
En contrate a la sobriedad estética de Guerra, El colombian
dream (2006), de Felipe Aljure, recurre nuevamente a la parodia y la iro-
nía para poner en escrutinio la pregunta: “¿en qué sueñas Colombia?”,
interrogante que además da el título a un programa de Radio Erótica,
una emisora que le toma el pulso sexual y político al país. El título de
la película –un juego de palabras obvio con “el sueño americano” – es
abre tapa de una historia de retorno, una mezcla de drama y comedia
donde es difícil señalar personajes e historias protagónicas. Después de
varios años en los Estados Unidos, Lola decide regresar a Colombia y
abrir una discoteca en Girardot; este lugar de entretenimiento será no-
dal pues por allí desfilara toda la extravagancia de la cultura del dinero
fácil, lección bien aprendida en Colombia a raíz del narcotráfico y otras
industrias por fuera de la ley. La historia es contada desde el punto de
vista de Lucho, un niño abortado por Lola, quien de forma extradiegéti-
ca comenta con acidez no sólo la vida que no pudo tener sino los acon-
tecimientos de la película. Paralelo a esto corre la que sería la historia
central: Pepe y Enriquito Arango, dos gemelos adolescentes, pasan una
temporada en Girardot y se dejan tentar con la venta de unas pastillas
recreativas que, justamente como la bandera colombiana, son amarillas,
azules y rojas. De sus errores en la distribución de los alucinógenos se
desprende la serie de reveses que compone la narrativa.
El contraste también radica en la estridencia estética y el
montaje “psicodélico”: la plétora de imágenes reúne la extravagancia
del trópico con una suerte de “narcodeco”, que caracteriza el gusto
de los nuevos ricos: porcelanas, colores brillantes, exceso de dorado y
seg u nda sesi ó n  Violencias

terciopelo y, en general, un abarrotamiento de elementos. Todo enmar-


cado en una escenografía caracterizada por diseños geométricos que
remiten a la estética pop de los años sesentas y setentas y combinada
con repetidas alusiones a la desgastada simbología patriótica. Esta
iconografía no está aislada del personaje de Lola, que nunca aparece
mirando a la cámara y sólo lo hace brevemente en una de las secuen-
cias finales; en cierto modo es como una madre patria que no puede
reconocer a sus hijos.

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La reflexión sobre los estragos de la euforia en El colombian
dream no es muy lejana a la de Gaviria en Sumas y restas. Es difícil de
digerir por la acumulación de elementos, la multiplicidad de historias
y porque, a pesar del humor, no está hecha para poner al espectador
en una situación cómoda. En particular, el cuerpo de la mujer sirve
como emisor y objeto de recepción de diferentes tipos de violencia,
desde la doméstica hasta la ligada al narcotráfico, y la violencia racial
es también bastante notable.44 Junto a esto, hay un sentido de com-
plicidad por la manufactura fácil del dinero y un salvajismo propuesto
que hacen reflexionar sobre la complicidad con que se ha vivido el
narcotráfico en amplios sectores del país.
Es difícil predecir el futuro del cine colombiano en trabajos
como el de Ciro Guerra o este nuevo intento de innovar de Felipe Al-
jure. El trabajo del primero es más bien una propuesta estética sobre
cómo mirar; para él, esta es una “película pequeña, no ostentosa”, “es
otro cine con la expectativa de llegarle de pronto a menos público,
pero llegar más profundamente”. El de Aljure, por su parte, es un llama-
do a reconocer nuestra extravagancia, “un país estrafalario y un kitsch
tropical que también somos” según declaraciones del director.45 Estos
nuevos enfoques plantean que si no es posible ni obligatorio dejar la
violencia atrás o de lado, es factible encontrar otras historias y otras
formas de contar. Es viable, también, no cancelar reflexiones políticas
que aún pueden ser inherentes al trabajo fílmico. Desde el espacio de
la invención y de la imaginación, quizá puedan articularse otros derro-
teros, otras claves para un cine que ya no quiere vivir muriéndose en
un país donde cinembargo hay cine.
XII CÁTEDRA ANUAL DE HISTORIA

44 Vale la pena señalar que Julián Díaz es uno de los pocos actores negros
que frecuentemente aparece en la pantalla grande colombiana, pero los
directores parecen no encontrarle otro rol que de personaje criminal. Díaz
hace de chivo expiatorio en Como el gato y el ratón, de pandillero en La
sombra del caminante y repite como sicario en El colombian dream. El discurso
de la violencia sigue siendo altamente racializado en el cine colombiano,
independientemente de la crítica que una u otra película busque proponer.
45 Declaraciones de Aljure luego de la exhibición de su película
en el 23 Chicago Latino Film Festival, abril de 2007.

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