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JEAN-PIERRE JOSSUA

LA FE COMO SUPERACIÓN DE LA TENSIÓN


ENTRE LA ACCIÓN Y LA ORACIÓN
La foi comme dépassement de la tension entre l'action et la prière, Revue des sciences
philosophiques et théologiques, 84 (1972) 241-251

Las bases de una tensión

Para tratar de comprender en profundidad la crisis actual de la identidad cristiana, y al


mismo tiempo adoptar una actitud que contribuya a superarla, parece necesario
reflexionar sobre la tensión que reina hoy entre la experiencia de la acción y la de la
oración y examinar las categorías en que se expresan una y otra.

El núcleo del problema radica en que la fe cristiana permanece siempre irreductible a


los sistemas de existencia y de pensamiento en que cada época y cada corriente
ideológica tratan de encerrarla. Ello se debe a que reconocerse cristiano implica mucho
menos una actitud simple o un programa definido, que una experiencia compleja,
multiforme, y a la vez personal y colectiva. Como consecuencia, la enunciación de la
creencia cristiana no es fruto de la elaboración de una doctrina abstracta o de la
repetición de una palabra celeste, sino la formulación de la experiencia del
acontecimiento de la salvación, en cuanto puede ser expresada en el lenguaje, y por
tanto de manera simbólica y parcial.

Estos datos hay que tenerlos en cuenta al afrontar las primeras formulaciones de la
experiencia de la fe, inspiradas y consideradas Palabra de Dios, que están contenidas en
la Escritura. Son aquellas experiencias las que vuelven a tomar vida en la interpretación,
que consiste en el hacer renacer una experiencia semejante a la que originó los textos,
aunque renovada, por tratarse de una situación concreta distinta, sin que eso signifique
una reducción a una autocomprensión de la vida humana en y por sí misma.

Si se acepta este punto de partida, resultará que la vida cristiana y la misma teología
harán referencia a una multitud de elementos diversos, pudiendo unos estar en tensión
con otros, sin que se consiga una integración inmediata o, incluso, sin que se pueda
presentir una unidad, por haber sido superadas las situaciones de equilibrio que pueden
haberse dado en épocas históricas anteriores. Un ejemplo notable de este tipo de
tensiones se encuentra entre los dos términos de nuestro examen: oración y acción. Para
muchos, la separación entre ambos polos parece tan fuerte que, para evitar una peligrosa
"esquizofrenia", tratan de eliminar uno de los polos, aunque esta eliminación se haga de
forma encubierta, llegando a enunciados como: la acción es el verdadero culto; el culto
es la verdadera acción. Otros, en cambio, tratan de vivir en fidelidad al valor específico
de cada polo, evitando destruir la tensión entre ambos. ¿No habrá perdido la fe, según
esto, la potencia integradora que no le es menos esencial que la riqueza de la
experiencia?

Mi convicción es que esta fidelidad simultánea a los dos polos no tiene como
consecuencia una tensión de tipo esquizoide. Lo que me hace pensar así es la
inmanencia de la intención viva de cada uno de los polos en el otro, de la intención del
culto en la acción y viceversa. Esta involución mutua es constitutiva del cristianismo:
no se ha comprendido la profundidad de la fe en el Dios vivo que actúa en Jesucristo y
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que se manifiesta en él hasta que no se ha captado y vivido esta dialéctica. La oración y


la acción no son inmanentes la una a la otra, sino que son el amor a Dios y el amor al
prójimo los que mantienen esta relación de mutua implicación. Trataremos de hacer un
análisis más detallado de la cuestión en los párrafos siguientes.

¿Es la acción el culto verdadero?

Hay que reconocer que cuando se ha vivido la realidad del culto público y la concepción
de la oración personal en muchas Iglesias, cuando se ha recibido el impacto de la crítica
socio-política de la alienación religiosa, cuando se han cuestionado -desde un punto de
vista teológico- los temas mitológicos de la plegaria cristiana, cuando se ha llevado una
vida de acción en la ciudad y se ha experimentado la urgencia de una acción política en
favor de los demás, cuando se ha descubierto la importanc ia esencial del servicio a los
demás en la relación con Dios instaurada en el judeo-cristianismo, se está maduro para
abandonar toda actividad específica de oración y de culto, dejando así de practicar esta
actividad "marginal y no integrada en la vida". Por ello, se afirmará que el culto
verdadero es la acción realizada con un compromiso serio, o, por lo menos, no se
admitirá como auténtica una plegaria que no esté anclada en la acción y en los
encuentros que, en la fe, son considerados como epifánicos. Y todo esto al margen,
todavía, de lo que se ha dado en llamar "cristianismo ateo".

Aunque en este proceso hay muchos elementos susceptibles de una ulterior


consideración, y aunque parece que lo que se cuestiona es la oración, la crisis tiene
raíces mucho más hondas. Lo que está implicado aquí es la fe misma. Trataremos de
explicarlo.

En la salvación hay una gracia de relación personal, un ofrecimiento de amistad y de


Alianza, que son irreductibles a la interpelación hecha al hombre de ser artesano del
mundo y forjador de la historia. Por ello, la imagen que comienza en el hombre como
ayudante de Dios en el mundo, se culmina en su filiación personal con respecto a Dios.
En la fe hay un momento de acogida, de agradecimiento, de adhesión y de confesión
frente al Otro misterioso que forma parte de ella. Es este aspecto dialogal, este Yo-Tú
de la fe, existente en la más elemental confesión de fe, el que funda la plegaria cristiana,
que no es más que una amplificación. Como, por otra parte, la fe es colectiva -es un
Nosotros-Tú, por cuanto une las libertades en el amor y nace del testimonio de los que
nos precedieron y en medio de la comunión con ellos- la plegaria cristiana es siempre,
también, culto comunitario de la Iglesia.

Hay que aclarar que la fe no se realiza adecuadamente en la oración, es decir, no se


agota en ella; pero es preciso afirmar que la fe no puede renunciar a vivir esta
orientación nuclear que es su privilegio y su riqueza y que debe vivirla en una gratuidad
que es la del amor.

Remitimos al lector a una reflexión sobre los presupuestos antropológicos de la fe


entendida como se ha hecho. Ello lo conducirá a concluir que son presupuestos distintos
de los que actualmente se cotizan en movimientos influenciados por el idealismo
alemán o que están en la línea de los filósofos de la "éx-tasis".
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¿Es el culto la acción evangélica?

Sin duda, hoy es menos fuerte que nunca, la tentación de concebir un cristianismo
interiorizado (pietismo) o cultualizado (ritualismo) fruto de una comprensión del
absoluto de Dios como polarizador de rodas las energías del hombre. No han faltado
momentos en la historia en que se consideraba la oración como la acción evangélica por
excelencia, mientras que el resto de la actividad del hombre sería fruto de la
superabundancia de la oración, cuando no actos neutros en un mundo profano en el que
uno estaba obligado a vivir. Aunque es una visión pasada de moda, no es seguro que no
responda a la actitud de grandes sectores cristianos, como se comprueba en la defensa
que los teólogos hacen de "lo sagrado en todas sus formas", y en la misma idea de la
"consecratio mundi" tan querida a Pío XII y que ha reaparecido en el Vaticano II.

Así como en el apartado anterior echábamos de menos la valentía o la lucidez necesarias


para remontar el problema del culto hasta la fe; de manera análoga se puede decir aquí
que uno no se toma la molestia de confrontar la noción que utiliza de lo sagrado o del
culto con una lectura de la Palabra de Dios y con una consideración histórica de la
relación religiosa. De hacerlo así, se caería en la cuenta de que esta relación religiosa es
una relación de alianza histórica entre Dios, creador y salvador, y el hombre.

Esta relación implica, en primer lugar, que la creación, desacralizada, es entregada a la


actividad demiúrgica del hombre, sin zonas privilegiadas, epifánicas, de lo divino. En
segundo lugar, implica que la experiencia fundamental del encuentro con Dios y de la
situación del hombre frente a él, no es ni la naturaleza, ni la parte más nuclear del
corazón del hombre, que busca la felicidad, sino la propia historia, los acontecimientos
de la vida personal y colectiva en donde Dios interviene, interpela y llama al hombre a
su futuro. La salvación es, pues, la posibilidad de retornar la creación en una historia
para llevarla a su término. En tercer lugar, significa que la desacralización, no sólo del
mundo sino de la misma relación religiosa (con su abolición correlativa de lo profano
como elemento teológicamente neutro), se lleva a plenitud cuando Dios se manifiesta en
una vida humana, personalizando y universalizando inmediatamente el lazo de la
alianza. Es entonces el hombre el lugar de la revelación de Dios, y es la totalidad de la
vida humana la que está comprometida en una respuesta de conversión ante Dios,
respuesta que, a pesar de su horizonte escatológico, concierne primariamente a la
existencia terrestre de la humanidad. De todo esto resulta que la fe, como respuesta al
Dios vivo, moviliza todo el conjunto de las energías del hombre; y que la obra del Señor
se cumple en el ámbito del mundo y de la historia y no en el ámbito del culto.

Así, pues, la acción del hombre en el mundo es la verdadera respuesta de su fe: tiene
valor en sí misma, como cumplimiento del designio de Dios, y sin referencia a una
consagración cultual. Por ello este segundo polo constitutivo de nuestra dialéctica no se
puede reducir al primero. Queda ahora la tarea de articular los dinamismos profundos de
ambos, para luego ver las implicaciones de dicha articulación.

La unidad de la fe en la dualidad de sus expresiones

1) Punto de unidad. La fe cristiana es una, y sus dos momentos -el Tú dicho a Dios y la
realización histórica, la filiación y la fraternidad- son inmanentes el uno al otro, aunque
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sean irreductibles entre sí y aunque no puedan mantenerse vivos más que expresándose
por actos propios, de los que ellos constituyen la intención viva.

La unidad que subyace a estos dos momentos nace de lo más profundo del núcleo de la
fe, del corazón del Dios de la fe, el Dios de la biblia que es conocido porque ama y se
entrega al hombre y para el hombre. Si en nosotros se dan dos "momentos", en Dios no
hay más que un "movimiento": tal es la fuente de unidad de nuestros dos "momentos".
De esta manera, el dinamismo del servicio existe ya en la confesión de fe, que es
agradecimiento amoroso al amor que Dios tiene a los hombres en Jesucristo; mientras
que, por otro lado, la fe dada a Dios penetra al servicio: es el descubrimiento de un amor
absoluto que cambia la vida y permite amar, actuar, esperar, o al menos dar un
significado a la acción en el mundo. Es esta involución recíproca de la fe, como
intención de la plegaria y como llamada a vivir la creación y la liberación del hombre en
la historia, la que asegura la unidad profunda de la existencia cristiana.

2) Margen de especificidad. Para que el peligro de una excesiva identificación de los


dos polos, como fruto del esfuerzo de unificación, quede descartado, es preciso volver
sobre ambos.

Supongamos que se ha entendido rectamente el carácter profano del trabajo, de la


cultura, del ocio, de la política; pero, ¿se habrá reconocido con ello que ni la motivación
última, ni la esperanza evangélica destruyen la consistencia de la motivación humana y
de las esperanzas humanas?

Por lo que toca al otro polo, supongamos que se ha comprendido que el valor de la
oración no se mide por su eficiencia, pero, con el deseo de que el culto cristiano refleje
las preocupaciones, los compromisos y las esperanzas de los cristianos, ¿no estamos
prolongando la idea mágica de la oración que esperaría que Dios hiciese sin nosotros lo
que no realiza más que a través de nosotros?

No se han delimitado más que los campos pero se han planteado dos posibles
interrogantes mediante los cuales el cristiano puede plantearse continuamente si su línea
va centrada.

3) La plegaria en la acción. Lo más importante es afirmar que la autonomía y la


consistencia de la acción no significa, en modo alguno, una neutralidad del evangelio,
puesto que las opciones a las que obliga la vida evangélica en el dominio de la vida
social de los hombres, forman una serie de líneas de fuerza entre diversas orientaciones
posibles. En este punto hay que mantener una meditación amorosa para conseguir una
connaturalidad con el evangelio. Esto ha sido dicho de la acció n política en particular,
pero puede extenderse a los demás campos éticos de la actividad humana.

Pero hay otro tipo de acción evangélica, la de los carismas y los ministerios en beneficio
de la comunidad. Aquí hay que decir que ni el carisma ministerial, ni el de la teología,
ni el testimonio evangélico, tienen el más mínimo sentido si no están sustentados por
una experiencia rica y profunda del encuentro personal con Dios, por una comprensión
meditativa de su palabra, por una atención a sus designios.

4) La vida en la oración. Si hay un culto exterior en la nueva alianza, está al servicio de


la fe. Tiene sus condiciones de autenticidad: la traducción de la verdadera relación
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religiosa para con el Dios de Jesucristo, y la verificación, por una acción, de la


conformidad de la comunidad evangélica con lo que profesa. Y tiene su contenido
propio: toda la materia de la vida, sus alegrías y sus penas, que el creyente refiere a
Dios.

Como consecuencia de todo lo anterior, si la plegaria se ha cargado, durante una época


religiosa, de un aura sacral "admirable", podrá desacralizarse en una cultura secular.
Pero cuando se trate de un culto público, de una liturgia que opera con simbolismos,
esta desacralización sólo podrá ser relativa. En este punto, la vitalidad se mostraría en el
descubrimiento de formas nuevas, y sería legítimo esperar de ellas una manifestación
más clara de lo que llena la vida del hombre del mundo de hoy, de lo que alimenta su
imaginación y hace densa su plegaria. En este punto sería decisivo el lugar de la
predicación que actualizase la palabra y suscitase una respuesta vital.

Además, nos encontramos en el comienzo de una búsqueda de autenticidad de la


asamblea eucarística, que supone no sólo una real comunión de fe, sino también una
autenticidad comunitaria en materia de vida humana, que sea su sustrato -aunque desde
otro punto de vista sea también su fruto-. Por tanto hay ahí un problema de unidad y de
responsabilidad políticas de una comunidad como criterio de su verdad eucarística, pues
las diversidades legítimas no podrían abolir hoy la evidencia de ciertos impactos
políticos del evangelio.

El culto cristiano como todo culto, es fiesta, pero fiesta de historia y no de evasión,
pudiendo tener por vocación reconciliar la naturaleza y la historia, el trabajo y el ocio,
puesto que es la actualización, en memorial, de un acontecimiento de salvación y la
anticipación de su consumación futura. Y, como el acontecimiento salvador está situado
en la historia, el culto está en la historia y la historia en el culto, de modo que la historia
de la salvación no atraviesa solamente la historia de la humanidad, sino que la asume.
Por otra parte, es el dinamismo del Espíritu quien obra el misterio de la consumación
escatológica e inspira la acción. De este modo, el culto cristiano puede expresar e
inspirar el poder integrador que tiene la fe en el Dios vivo, impulsando simultáneamente
una entrega amorosa gratuita y una acción comprometida.

Tradujo y extractó: JOSÉ A. DIEZ-BALERDI

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