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Lucas Lenz y la mano del emperador Pablo De Santis loqueleo Soy el guardian del museo. Salgo de mi casa al atardecer. Un 6mnibus me deja a doscientos me- tros, camino a través de un terreno de pastos altos y ocupo mi lugar. En la oficina, que esta en el pri- mer piso, hay pocas cosas: un escritorio, una silla, una estufa y un sofd viejo donde me tiro a veces a dormir, aunque se supone que el guardian noctur- no del museo no deberia dormir. Tengo revistas de historietas y de crucigramas y una radio Spica que no me ha fallado en los ultimos cuarenta afios. Este dato me traiciona: soy un hombre de cierta edad. A veces paseo por el museo, estudiando las pie- zas que reune. Nunca lo vi de dia. No enciendo las luces al recorrerlo, uso una linterna de metal, de cuerpo alargado. La lampara tiene un haz podero- SO; se necesita una buena luz para no tener miedo en un museo desierto. i Mirar los objetos del museo me aburriria, si no fuera porque siempre hay cosas nuevas, y porque las otras aparecen en sitios distintos. No sé quién es el que se dedica a cambiar las cosas de lugar. Pe- ro un mismo objeto, en un lugar distinto, es tam- bién un objeto distinto (al menos cuando uno, en mitad de la noche, lo ilumina con una linterna). Avanzo por las enormes habitaciones (que a ve- ces también parecen cambiadas de lugar). Veo en una vitrina un cuervo embalsamado, y a la noche siguiente otra cosa ocupa su sitio: un arp6n cubier- to de herrumbre, una caja de cristal llena de nieve falsa; un teléfono de baquelita negra, que suena de vez en cuando, a pesar de que esta desconecta- do, y que nunca me animo a atender; un libro que se puede leer en la oscuridad, porque sus palabras brillan. Nada tiene ninguna leyenda con ninguna explicacion. Las cosas estan solas en la oscuridad y yo me entretengo en inventarles un nombre, una funcion, o la historia, la larga busca que las reunié aqui. El hombre que se ocupé del trabajo se llama Lucas Lenz. Tardé seis meses en oir su nombre, y pasaron otros seis antes de que pudiera verlo. Entré a trabajar en el museo hace dos afios, y la culpa la tuvo mi insomnio. No podia dormir de noche, y me la pasaba leyendo 0 escuchando la ra- dio. El problema no era con el suefio, sino con la noche, porque de dia si podia dormir. En la revis- ta de historietas Las aventuras de Victor Jade —que leo desde hace veinte afios- encontré un aviso que pensé que podria servirme. Doctor Volta: especialis- ta en trastornos del suefio. Pedi una cita con el médico, que tenia un con- sultorio oscuro en un edificio del centro. En la sala de espera habia dos hombres y una mujer, palidos y con ojeras. Tres cuadros pintados por algin aficio- nado adornaban las paredes: mostraban mujeres diminutas durmiendo en camas gigantescas. Las durmientes parecian sepultadas por el tremendo peso de las mantas que se acumulaban sobre ellas. 9 10 Las otras entrevistas fueron breves y pronto lleg6 mi turno. El doctor Volta me hizo sentar en un sillén de dentista. Frente a mi habia un aparato que hacia girar un circulo blanco con una espiral negra: una maquina para hipnotizar. Le dije al mé- dico que no queria nada de eso. —Es para los sondmbulos —dijo el doctor Volta—. Pero ya no quedan: son una raza en ex- tincién. Hace afios, en cambio, como usted recor- dara, la ciudad estaba Ilena de sondmbulos: era comun ver gente caminando dormida a cualquier hora de la madrugada. En invierno, un camién de la municipalidad salia a recorrer las calles y cuan- do veia a un sondmbulo le ponia una frazada en- cima, para que no se congelara. ;Cual me dijo que era su problema? —No puedo dormir de noche. —{Qué le pasa con la noche? —Cuando me acuesto, siento que me voy a mo- rir. Oigo los latidos del corazén, como un reloj a punto de pararse. A mi alrededor la oscuridad se cierra como un atatd. El doctor Volta se quedd pensativo unos segun- dos y luego anoté algo en un papel. —Si lo asusta la noche, tiene que cambiar de habitos. Venga a verme el martes. Quiza para en- tonces haya encontrado la solucién. El martes siguiente no tuve que esperar nada, porque estaba solo. Volta me hizo pasar al consul- torio y me tendio una tarjeta. —No le propongo medicamentos ni hipnosis, sino un nuevo trabajo. Se lo explico en pocas pa- labras. Acepté hacer la prueba, porque no tenia nada que perder. Mi negocio —una ferreteria— iba de mal en peor, y cerrarlo seria un alivio. No podia comprar mercaderia nueva; los clientes me pedian los pro- ductos que veian en la television y de los que yo nun- ca habia ofdo hablar. Como no dormia de noche, de dia estaba muerto de suefio y eso era fatal para mi negocio, ya que debia mantener en orden las cajas de clavos, tornillos y tuercas. Una falla en la clasifica- cién y no habria forma de encontrar nada. El sefior Raval -el hombre que me contrataria— me cité a las nueve de la noche en las afueras de la ciudad. Sus instrucciones eran precisas y sugerian alguna clase de peligro. Una de ellas era no comen- tar con nadie mi nuevo trabajo. Pensé que tal vez aa a2 me habia puesto en contacto con alguna organiza- cion criminal. Me gusté la idea de saber algo que no podia decir a nadie; hacia mucho que no tenia ningun secreto para guardar. Nos encontramos en una estacién de tren. El sefior Raval me habia advertido que usaba sobretodo y sombrero, pero lo hubiera reconocido de todas ma- neras, porque éramos los tnicos. Estaba sentado en el banco de la estacién, con un paraguas en la ma- no. Cuando se quité el sombrero dejé ver una cabeza afeitada. Usaba unos lentes redondos, de arco de oro. —E] museo esta aqui cerca. Vamos caminando —dijo. Cruzamos un terreno donde se oxidaba una montafia de autos, luego un descampado, y lle- gamos al museo. La luna era una lampara que al- guien se habia olvidado de apagar. Apenas entramos al hall himedo del museo el sefior Raval me dio sus instrucciones. Las oi con atencién y tomé nota en una libreta; desde enton- ces las he cumplido. 13 14 Ala noche siguiente ocupé mi lugar. Cuando uno se instala en un nuevo trabajo, evita modifica las cosas que lo rodean, como si fuera un intruso. Pero de a poco, como suele ocurrir, me apropié de la ofi- cina, y traje mis revistas de crucigramas, un abrigo de lana que dejo siempre aqui, por si refresca de im- proviso, alguna foto familiar, la radio Spica. Sélo muy de tanto en tanto vuelvo a ver a Raval. En esas raras visitas recorre el museo, pero a oscu- yas, sin linterna. Antes de conocer personalmente a Lenz yo le pedia que me hablara de él, pero Raval no venia al museo para hablar conmigo; sdlo le intere- saban los objetos reunidos en la oscuridad. Una vez que insist{, prometié acercarme un catélogo que in- cluyera, junto al nombre de las piezas, la historia de como Lenz habia encontrado cada una de las cosas. Pero ala siguiente vez, cuando le recordé el catalogo, me dijo que no sabia de qué le hablaba, que no habia ningun catalogo, que el museo era un rompecabezas sin sentido, que alguna vez se completaria y cuando eso ocurriera entonces él se iria de alli para siempre. Cuando lo veo a Raval recorrer el museo en me- dio de la noche, pienso: hay sonambulos que ni si- quiera estan dormidos. ALenzloconocien medio delanochey deimproviso. Llovia. Los pastizales estaban inundados y me ha- bia embarrado los zapatos. Los puse a secar junto a la estufa eléctrica. Queria escuchar un programa de radio, pero me habia olvidado de comprar pilas, y la voz del locutor se apago entre susurros de in- terferencias. A las dos de la mafiana golpearon a la puerta. Los golpes me sobresaltaron; saqué una vieja escopeta que me habia dejado Raval y abri la puerta sin quitar la cadena. Vi al hombre, palido y tiritando, tan empapado como si hubiera estado caminando a la intemperie de toda la noche. Tenia un vendaje alrededor de la cabeza. Llevaba en sus manos una caja de carton. La humedad habia de- formado la caja, apenas sostenida por el hilo que la ataba. —Soy Lucas Lenz —dijo. 15 16 Abrila puerta. Tenia un teléfono en la oficina y, por primera vez desde que habia entrado a traba- jar, llamé a Raval. Atendié con naturalidad, como si estuviera acostumbrado a recibir llamadas a esa hora. Me dijo que no podria venir antes del ama- necer. Pidid que lo esperaramos. Hice café y le dia Lenz una taza. Tuve que in- sistirle: se aferraba a la caja de carton y no queria soltarla ni para tomar el café. Al final lo convenci y dejo de tratarme como a un enemigo. Se quité el impermeable y le alcancé una toalla y una manta. Ademis de la cabeza tenia una herida superficial en el hombro derecho. —Es mejor que llamemos a un médico —le dije. —No, estoy bien asi. El dolor esta cediendo. Durante el resto de la noche, mientras espera- bamos a Raval, me hablo de la caja de cartén que traia en sus manos. Lenz ttrabajaba para el museo desde hacia tres afios, pero lea historia del museo habia comenzado mucho antes, . En el pasado, un grupo de excéntricos se ha- bia retunido para fundar un museo que albergara toda cclase de rarezas, y cuyas piezas, sin aparente conexiion entre si, formarian, a través de los afios, una figura secreta. Pero antes de que el rompecabe- zas huubiera sido completado, un traidor —uno de los fundaadores- se ocupé de desmantelarlo. Los funda- dores } se dispersaron y el museo quedo abandonado. Duramnte arios, el edificio vacio fue invadido por male- zas, innsectos y murciélagos; los chicos de los alrededo- res se: entretenian en tirar piedras contra los vidrios. Raaval, el mas joven de los fundadores, decidi6 vol- ver a! armar el museo. Para conseguirlo contraté a Lenz, , el tinico buscador de objetos perdidos de la ciu- dad. /Asi, los pabellones, antes desiertos y cubiertos 17 18 de vidrios rotos y hojas secas, empezaron a ser ocu- pados por las piezas del museo. Cuando gran par- te de los objetos de la coleccién original regresaron, Raval le dio a Lucas Lenz un largo descanso. Una Mafiana —una semana después de que Saus, uno de los fundadores, hubiera aparecido muerto en la calle, atropellado por un automovilista borracho o por un asesino discreto— Raval volvié a lamarlo. Lenz habia aprovechado el tiempo de la mejor manera posible: perdiéndolo. Habia gastado el dine- ro de sus tiltimos trabajos, habia apostado en vano contra un viejo campeon de ajedrez en el tablero de Piedra de una plaza, y habia tenido algunos proble- mas amorosos. En sus noches vacias, atacado por el insomnio, Lenz solia pensar que sdlo se pueden en- contrar las cosas que pierden los demas. Cuando lo Ilamé por teléfono a su oficina, Raval no le dio explicaciones, ni le pregunté qué habia hecho en ese tiempo. Le dio una direccion, un dia y una hora. Apenas corté, Lenz pensé en lo Poco que conocia a Raval: no sabia dénde vivia, ni cual era su nombre completo. Se encontraron en la esquina de un banco. “El lugar adonde vamos estd a tres cuadras de aqui. Necesito esas tres cuadras para explicarle la raz6n de nuestra visita”. Caminaron por un barrio comercial, entre me- sas llenas de juguetes a pila y relojes de contraban- do, y luego se desviaron a una calle tranquila. Raval explicé: —Vamos a la casa de Saus. ;Se acuerda? Fernando Saus, uno de los fundadores del museo. —Supe que muri6, Lei la noticia en el diario. —Lo encontraron muerto en la calle, con un golpe en la cabeza. Puede haber sido un accidente, alguien que lo atropellé y huy6. Pueden haberlo matado, —éY por qué me Ilamé a mi? —Saus estaba buscando algo antes de morir, una pieza nueva para el museo. Hacia dos sema- nas que les habia prometido a los otros miembros, a los pocos que quedan vivos, aparecer con una de las obras mayores. No quiso adelantar de qué se trataba, Habian lIlegado al pie de un edificio bajo. La puerta de calle estaba abierta; subieron tres tra- mos de escaleras hasta llegar a una puerta con un Iamador de bronce en forma de pun. Raval gol- peo. Le costaba respirar por el esfuerzo. 20 La mujer que abrié llevaba un vestido negro y en el cuello, un dije con la forma de una mano. Era mas joven de lo que Lenz habia imaginado. Los invité a pasar y a sentarse, pero los visitan- tes, acostumbrados a la luz de la calle, no podian dar un paso en aquella oscuridad. La mujer corrié las cortinas. En la claridad se dibujaron muebles macizos de madera negra. Lenz miré el cuello, el dije, el vestido. —EI negro no es por el luto. Siempre visto asi. Y esta mano de plata es un regalo de mi marido. De quién mas podria ser. Lenz miré a su alrededor. Paredes y repisas multiplicaban una tnica figura. Laminas que mos- traban manos abiertas, dibujos de pufios cerrados, imagenes de tratados de acupuntura abarrotados de caracteres chinos, manos talladas en madera 0 modeladas en metal. Sobre el escritorio habia una copia en cera exacta hasta la repulsién. —La quiromancia era el vicio secreto de mi ma- rido. Nunca le leyé a nadie las manos, porque decia que eso era cosa de gitanas, pero investigé todo lo que pudo sobre el tema. — Desde cuando le interesaron las manos? —Desde siempre, que yo sepa. Su padre, un che- co, habia perdido la mano derecha en una fabrica. Se la llev6 una sierra mecdnica. Con el dinero que pagé el seguro la familia viajé hasta aqui y luego hizo una fortuna. La madre decia que sin esa ma- no cortada hubieran seguido siendo pobres, y no se habrian salvado de la guerra. Pero el padre estaba obsesionado con recuperarla: compraba maquinas ortopédicas que siempre fallaban, se quedaba des- pierto hasta el amanecer dibujando planos de ma- nos mecanicas que nunca lleg6 a construir. —éNo sabe si su marido se cité con alguien los dias anteriores a su muerte? —Mire, Raval, lo recibi porque usted es del museo, y mi marido lo conocia desde hacia veinte atios. Pero no creo que a Fernando lo hayan ma- tado por buscar algunas de las cosas inttiles que ustedes se entretienen en juntar. Algunas noches tomaba de mas y regresaba a casa al amanecer; ha- bra cruzado la calle sin mirar. —Por teléfono me prometié unos papeles —di- jo Raval. La mujer lo miré con fastidio y buscé en el es- critorio una carpeta de cuero. Cuando se la tendié 22 a Raval, la carpeta se le resbalé de las manos y los papeles se dispersaron por el suelo. El incidente quebré la tranquilidad de la mujer, que comenzé a sollozar en silencio. Lenz se apuré a juntar los pa- peles, pero le parecia que cuanto mayor era su pri- sa, mas tendian los papeles a escaparse debajo de los muebles, como si la sala estuviese recorrida por corrientes de viento a ras del piso. Bajo un archivo de madera encontré una pagina de una guia telefé- nica; sin saber si habia escapado de la carpeta o si estaba desde antes, la guardé con las demas hojas. —Esas manos, todas esas manos —dijo la mu- jer cuando se iban—. Mientras Fernando vivia, es- taban quietas y no me importaban, pero ahora me quieren atrapar. Lenz vivia en un edificio de oficinas, en el centro. Por las noches era el unico habitante; a veces, cuando le costaba dormir, recorria los pasillos de- siertos como si fuera el duefio de todo. Muy de vez en cuando se encontraba con un empleado de limpieza, o con el sereno, y, con menos frecuen- cia, todavia con algan empleado condenado a ha- cer horas extra hasta la madrugada. Una vez, en un ascensor, habia oido la conversacién casual de dos secretarias, que comentaban el rumor de que habia un fantasma en el edificio: Lenz sospechaba que él mismo era el fantasma. Después de su entrevista con la viuda de Saus, Lenz entré a su oficina con la sensacién —que ha- cia tanto tiempo no tenia~ de tener trabajo pen- diente. Abrié la carpeta sobre la mesa y encontré dibujos, fotocopias de catalogos y apuntes sueltos. 23 24 Saus se habia dedicado a juntar datos perdidos y curiosidades que tuvieran a las mas como pro- tagonistas. Durante la construccién de la muralla china, se convocé a numerosos caligrafos para que tomaran no- ta de los avances de la obra infinita. En el momento de contratarlos se les marcaba a fuego la mano de- recha, para que se supiera que la mario pertenecia al emperador. Quince arios después de su muerte, el cadaver del fil6- sofo francés René Descartes fue exhumado de su tumba en Estocolmo y trasladado a Paris. Antes de que el cuerpo emprendiera el viaje, el embajador de Francia en Suecia le hizo cortar el dedo indice derecho.“Esé fue el dedo que escribid Cogito, ergo sum’, explicé el ertbajador. Sabien- do que los huesos eran un tesoro, el capitan de la guar- dia sueca encargado del traslado sustituty6 el crdneo por otro. El verdadero fue pasando de mano en mano por co- lecciones privadas, hasta que lo compré el quimico sueco Berzelius, quien se lo ofreci6 al naturaliista Cuvier. Y ast finalmente el cerebro de Descartes fue restituido. Del de- do indice de la mano derecha, nada se salbe. El doctor Murvel, de la Universidad de Bonn, hizo en 1958 un relevamiento de combatientes que habian su- frido la pérdida de una mano durante la guerra. Recogié numerosas historias de “manos fantasmas’” que se revela- ban contra sus duefios. A pesar de que los pacientes eran perfectamente conscientes de la pérdida de su mano, ésta reaparecia a través de dolores punzantes ubicados en la palma o en los dedos inexistentes, o a través de'sorpresi- vos ataques. Un diez por ciento de los pacientes asegura- ba que, durante algunas noches, la mano faltante trataba de ahorcarlos. El excéntrico millonario estadounidense Howard Hughes permaneci6 encerrado en un piso alto durante afios por propia voluntad, sin bafarse ni cortarse el pe- lo ni las ufias. Una de sus obsesiones era que sus urias de mas de quince centimetros —que a causa de su tamario se habian vuelto extremadamente fragiles—no se quebraran cuando levantaba el teléfono negro a través del cual con- trolaba su imperio. El fabricante de guantes Viktor Huppen usé durante toda su vida un par de guantes de cuero de vibora que, se- gun era fama, no se quitaba ni para dormir. Durante afios 25 26 circulé la leyenda de que una de sus manos escondia una horrible cicatriz. que Huppen no queria mostrar a nadie. Asu muerte, el médico que lo habia atendido durante los Liltimos veinte arios intento quitarle los guantes, pero los intentos resultaron infructuosos. Como los conocidos de Huppen habian hecho grandes apuestas (unos se inclina- ban por la cicatriz, otros por la perfecta juventud de las manos), le pidieron al médico que insistiera hasta arran- carle los guantes. Es imposible, dijo el médico. No son guantes en absoluto. No tenia modo de comprobar si esos apuntes per- tenecian a la historia o si habian sido invenciones de Saus. Probablemente los habia sacado de libros de curiosidades vagamente cientificas, entre noticias de platillos voladores, mamuts hallados intactos en el hielo, pacientes bajo hipnosis que recordaban sus vidas anteriores como faraones egipcios. Al mirar de nuevo los papeles, Lenz encontr6 la pagina arranca- da dela guia, que se habia deslizado bajo un mueble. En la hoja estaba sefialada en rojo una casa de rema- tes: Casa de subastas Bujer. Llamé por teléfono. El ntimero solicitado no corresponde a un abonado en servicio. La casa Bujer estaba en un local subterraneo; una ventana permitia ver las piernas de los transetn- tes. El sétano era humedo y helado; los clientes se frotaban las manos y procuraban entrar en calor repitiendo movimientos espasmédicos. En una ta- rima de madera, ajeno al frio, estaba el martille- ro: alto, vestido con un saco negro gastado en los codos y en la solapa, parecia querer preservar, a través de sus gestos, una dignidad que la pobreza de la sala y de sus ropas desmentia. Bujer usaba el martillo con un gusto teatral por el efecto, como si dictara, con cada golpe, un veredicto. El martillo era de hierro y tenia una moneda de cobre incrus- tada en la cabeza. Lenz se senté en la ultima fila. Los largos ban- cos de madera habian sido comprados o robados a alguna iglesia, y la madera oscura, los hombres 27 28 congelados en sus abrigos y la poca luz daban a la subasta el aire de una ceremonia prohibida. Esa mafiana se remataban antiguas piezas quirtirgicas alemanas: sierras, martillos de plata, tijeras para cortar tejidos, pinzas para extirpacion. Como habia pocos postores, los precios apenas superaban la base. Cuando el ultimo articulo -una trepanadora fabricada en Leipzig a fines del siglo xIx- fue subastado, la sala qued6 vacia. Lenz se acercé a Bujer. — Por qué el martillo tiene esa moneda? Bujer miré la cabeza de hierro y recorri6 con el dedo la superficie casi borrada. —Una supersticion de los rematadores. Un mo- do de convocar al dinero, a la suerte. —2Y hoy le dio suerte la moneda? —Un mal dia, pero no esperaba otra cosa. Los coleccionistas de material médico son detestables. Aun peores que los de animales embalsamados. —No soy coleccionista. Trabajo para el Museo del Universo. Hablé con la viuda de Saus y me dijo que su marido estaba interesado en algo que usted tenia. — Saus? Uno de los fundadores. A veces ve- nia, si. Le interesaban las manos. Se llevé una mano ortopédica de 1867, una Braumen en buen estado, También las laminas de un tratado de al- quimia. Entre nosotros, y ya que esta muerto y no me puede demandar, sospecho que era una falsificacion. —jNo le pidié nada en especial en el ultimo tiempo? —Nada. Nunca volvid. Y ahora disculpe, pe- ro tengo que cerrar. Vuelva cuando quiera. Quiz4 tenga alguna de esas cosas que la gente del museo busca desde hace afios. Mientras el rematador ponia en un portafolio las planillas con las listas de los objetos subastados y los nombres de sus nuevos duejfios, Lenz se acer- c6 ala biblioteca. Habia viejas enciclopedias de las que faltaban tomos, manuales de medicina, restos de lotes que a nadie habian interesado. Le extrahé ver entre los libros viejos un volumen nuevo, edi- tado pocos afios atras. Y era un libro de aventuras, con tapas de colores brillantes. Los cinco enviados del emperador. Antes de que se decidiera a tomar- lo, sus manos de buscador se habian adelantado y pasaban las paginas. El rematador cerré su porta- folios y le arrancé el libro de las manos. 29 30 —jEsta a la venta? —pregunté Lenz—. Necesi- to algo para leer en el subte. —No es mio. Lo olvidé un cliente. Antes de volver el libro a su lugar se detuvo un instante, como si no le fuera tan facil abandonar- lo. Lenz se dio cuenta en ese segundo que era men- tira, que ningun cliente se lo habia olvidado. El libro ocupé de nuevo su lugar en la biblioteca, pero de alguna manera ya no estaba del todo alli. Co- mo pasa a menudo con los libros —que estan fuera del mundo hasta que una palabra o un gesto los in- vitan a volver-— Los cinco enviados del emperador ya habia sido arrancado de ese rincén de cosas muer- tas y conducido de regreso a la vida. Miré la hora en un reloj de pared. Las tres menos cinco de la mafiana. Faltaban tres horas para que llegara Raval. —@¥ encontré ese libro? —le pregunté a Lenz. Tuvo un ataque de tos, le costé recuperar el aire. —Lo consegui —dijo—. Pero no era un solo li- bro. Eran cinco. jLe gusta leer? La préxima vez se los traigo todos. La caja de cartén estaba hinchada por la hume- dad. Senti el impulso de abrirla, pero no me ani- mé. Sospechaba que, por primera vez, asistia al momento en que una nueva pieza pasaba a formar parte del museo. —@Y esta caja? gEs importante? —Hace meses que la busco. La buscaba antes de saber qué era. 31 32 —(Va a abrirla? —Cuando llegue Raval. sQué hora es? Le sefialé el reloj. —Dijo que no llega antes del amanecer. Lenz volvié a toser. —No tiene algo mas fuerte que café? —No. Como puede imaginar, mientras trabajo tengo terminantemente prohibido... —Vamos, convideme algo. Prometo no decirle nada a Raval. En un cajén del escritorio guardaba una petaca de ginebra de la que muy de tanto en tanto proba- ba alguna gota. Se la tendi a Lenz. —Cuando llegue Raval, hagame acordar que le tengo que cobrar el precio de los libros. Estaban editados en tapa dura, y gasté en ellos todo lo que Ilevaba encima. Lenz fue a una libreria del centro y pidié Los cinco enviados del emperador, de Martin Gamma. Le di- jeron que no era un solo libro, sino una serie de cinco, cada uno protagonizado por uno de los en- viados del titulo. Lenz no habia pensado en gas- tar tanto, pero decidié comprar la obra completa. Guard6 la factura, para que el museo se encargara del gasto. Ley6 las contratapas de los volimenes: los cin- co enviados del titulo tenian la misién de traer objetos raros desde los confines del mundo. Los objetos pasaban a formar parte del gabinete de las maravillas del emperador, que funcionaba en un intrincado trazado de salas subterraneas. Durante el fin de semana Lenz fue de bar en bar leyendo los libros. Hacia tiempo que no leia nada y al principio le cost6 concentrarse; pero luego, una 33 34 vez que ese mundo —vagamente ubicado en el si- glo Xvil, a mitad de camino entre la historia y la leyenda- se le hizo familiar, las paginas pasaban con velocidad; como si el galope de los jinetes le contagiara esa urgencia secreta que siempre acom- pafia a la aventura. Los enviados le traian tesoros al emperador, y Lenz esperaba que tuvieran la gen- tileza de traerle, desde paises remotos, algo para él. El primer libro —Vladimir- contaba la busca de una de las cosas que habian obsesionado a los fisicos y mateméaticos de la antigtiedad: un perpetuum mobile, una maquina de movimiento perpetuo. Al palacio de Praga -donde reside el emperador- llega el ru- mor de que un mateméatico italiano, profesor de Fi- sica en la Universidad de Turin, logr6é construir la maquina imposible. Vladimir parte rumbo al norte de Italia para apoderarse del perpetuum mobile antes de que los hombres del Papa le arrebaten al inventor su obra. Durante una larga cena, Vladimir trata de comprar la maquina, pero el inventor se niega. “Al menos tengo que saber cémo es, qué tiene dentro. Le ofrezco estas monedas por el secreto”. El inventor rechaza el dinero, pero le muestra una caja de metal, aparentemente inmovil. “No se mueve’”, dice Vladimir. 35 36 “Acerque el oido”, le dice el profesor, que son- rie con cautela, como si temiera, también él, serun farsante. Vladimir oye entonces el mecanismo, menos parecido a un reloj que a los latidos de un corazon o al golpe de las olas en el mar. “Es el movimiento de la Tierra lo que la hace gi- rar: le di forma de corazon, del tamario de mi pro- pio corazén, porque el corazén humano tiene la misma inclinacién que la Tierra sobre su eje”. Esa noche, aprovechando una tormenta y el desconcierto que provoca la llegada a la ciudad de los hombres del Papa, Vladimir roba el invento. El regreso al palacio es accidentado: se pierde en un cruce de caminos, elude una emboscada de los hombres del Papa, uno de sus servidores lo traicio- na y casi lo mata. Pero finalmente la maquina lle- ga a manos del emperador, que la ubica en una camara silenciosa. Asi oye, amplificado por la ar- quitectura de la c4mara, el ruido del mecanismo eterno. A los tres meses el emperador, que se ha des- pertado sacudido por una pesadilla silemciosa, se acerca a la maquina y la encuentra muda. Sus mecAnicos tratan de repararla durante meses en- teros, pero no logran abrir mas que una parte: el centro de la maquina permanece cerrado. El empe- rador le encarga a Vladimir que le lleve la maquina a su duefio para que la repare, aunque el precio sea alto: una fortuna y el deshonor. Pero ya es tarde: la maquina habia dejado de funcionar en el mismo momento en que se habia detenido el corazén del inventor. 37) La segunda novela -Gabriel- es la busqueda de una pintura tan horrible que quien la ve muere de panico. Esta en una capilla de piedra, en una isla griega. Gabriel va en su busca. Logra entrar en la capilla; un tosco confesionario esconde la entrada a una gruta. Gabriel paga una fortuna por la tela al cui- dador de la capilla; éste le recomienda que nunca la mire, que no se deje tentar durante el viaje. Le cuen- ta historias de monjes y peregrinos muertos al pie del lienzo, con una mueca de terror en la cara. Gabriel regresa con la pintura; el emperador or- dena que dos sirvientes ciegos la escondan en una de las galerias mds profundas del gabinete de las maravillas. No llega la luz del dia ni hay candela- bros a mano, para evitar que algiin invitado dis- traido se pierda en las galerias subterraneas, vea el horror y caiga muerto. Bg) 4o Pero también el miedo se gasta. Con el tiempo algunos invitados, tentados por el peligro, se acer- can de lejos con una vela para mirar la tela escon- dida en el fondo. De regreso cuentan que basta un ligero resplandor para que el lienzo cobre vida: ha- blan de ojos, alas cartilaginosas, las caras de los muertos que quieren regresar, simbolos trazados con sangre. Uno de los testigos vuelve palido, con el coraz6n agitado: “No miramos el cuadro”, dice, “el cuadro nos mira”. Uno de los guardianes muere en el gabinete y le atribuyen su muerte ala pintura. Dos afios después de su hallazgo, mientras se prepara para otra aventura, Gabriel decide bajar a ver el cuadro. Los otros lo han visto de lejos: él lo mirara de cerca. Los otros lo vieron gracias a una luz remota: él leva dos teas con buena llama. Pien- sa: “Si no es tan horrible, la principal pieza que le traje al emperador no vale nada, y mi vida no va- le nada. Si la obra es verdadera, y es tan horrible como para provocar la muerte, entonces sabré que traje un tesoro”. Condenado a uno u otro destino, Gabriel baja los escalones de piedra y se acerca a la pintura. [lumina entonces una tela vacia, mancha- da por el tiempo, el musgo, las ararias. Niclaus, el tercer enviado, busca la cabeza de un legendario santén de la India, al que las cronicas que llegan de ese pais suponen muerto diez afios an- tes. Después de peripecias y peligros, lo encuentra, pero vivo. Paciente, espera la muerte del santo. Asi se convierte en su discipulo. Una noche le confiesa la verdad. Piensa que su maestro va a liberarlo de su espera, que lo hard echar del pueblo, o que quiza lo haga matar por alguno de sus numerosos fanéticos. Se equivoca: el maestro le ordena que a su muerte le corte la cabeza, y que huya pronto, antes de que los otros discipulos lo descubran y lo maten. Una majiana el hombre santo amanece muerto. Niclaus aprovecha la confusion que la noticia pro- voca entre sus seguidores para cortar la cabeza y llevarla consigo. Atraviesa el vasto pais desconoci- do, gasta fortunas en encontrar proteccién contra 41 42 sus perseguidores. Durante la larga fuga, la cabeza del santo sigue sangrando como si hubiera sido re- cién cortada. En la oscuridad, el ruido de las gotas le impide dormir: plic, plic. Espera que sus perse- guidores le den alcance, que le arrebaten el terrible tesoro, pero la suerte -o la maldicién- siempre lo acompafia. Cerca de la frontera, uno de sus enemi- gos lo sorprende: ya esta por cortarle el cuello cuan- do la cabeza del santén lo distrae con algo parecido a un silbido: Niclaus aprovecha para matarlo. Llega al palacio y entrega la cabeza al empera- dor. La reliquia gotea sobre el piso del gabinete; el emperador ordena que limpien, pero la sangre, mo- notona, sigue cayendo y Ilena las jarras de plata. El emperador hace que tapien la camara donde esta la cabeza, pero la sangre se filtra por las rendijas. Fi- nalmente ordena que se deshagan de ella, que la quemen, que la Ileven de regreso. Los sirvientes cumplen, pero es inutil. En las noches, un ruido se abre paso en las pesadillas del emperador: plic, plic, plic. El cuarto enviado, Jonds, busca, en un cementerio del sur de Irlanda, una lapida tallada por un tal Caspar, célebre por sus losas con forma de libros. Jonas no busca una ldpida cualquiera, sino la que Caspar comenzé a tallar desde su juventud, y que destiné a su propia tumba. Jonas oye que Caspar corté el marmol en hojas tan delgadas que podian pasarse y leerse como las paginas de un libro. En el interior, Caspar habia escrito la historia de su vida hasta el momento en que la muerte lo interrumpi6. Jonas entra de noche a un cementerio prohibi- do. Abre el libro inmortal y, bajo la Iluvia, alcanza a leer algunas palabras. La lluvia moja cada una de las paginas. Antes de cerrar, lee una ultima frase: nunca dejes un libro abierto bajo la lluvia. Finalmente arranca la lapida de la tumba. La hace llevar a Praga y la entrega al soberano. 43 44 El emperador trata en vano de abrir las paginas de marmol; el libro ha quedado cerrado para siempre. De los cincos enviados, el ultimo es el tnico que regresa con las manos vacias. Se llama Dario. El emperador le encarga la bus- queda de una mujer que posee los poderes de la luna. Cada vez que se acerca al agua, crece la marea. Dario sigue la pista de la mujer a través de in- formaciones sobre inexplicables crecientes. Cruza Rumania y luego Grecia central. En una remota provincia turca Dario contempla los cadaveres de un pueblo arrasado por la brusca crecida de un la- go. En una isla se deja engafiar por un rabdoman- te que le promete sefialar el sitio exacto donde se halla la mujer, con ayuda de una horquilla de ma- dera, un mapa y algunas monedas de oro. Las pa- labras del rabdomante, que sabe falsas, lo llevan al norte, a una gruta. Un herrero forja para él un martillo que tiene en la cabeza una moneda dorada; 45 46 con esa herramienta se abre paso entre el hielo. Espera encontrar a la mujer en el fondo de la gru- ta, helada, alcanzada por su propia maldicién. Pe- ro tampoco esta alli. Sélo una vez, en todo su largo camino, llega a ver, a lo lejos, en la noche, a una mujer que resplandece. Cansado, regresa con las manos vacias. Los sir- vientes que lo reciben le dicen que el gabinete es- ta clausurado y que nunca mas se abrira. Pregunta por el emperador. Ha muerto, le responden. Tiempo atras, le explican, el emperador vio desde su habita- cin en la casa del lago a una mujer que paseaba por la orilla. Resplandecia. Cuando se acercé, el agua — bruscamente subié y arrastr6 al emperador. Dario pregunta por los otros enviados y le di- cen que se han dispersado por el mundo. Entonces él también se va. Y en Praga -termina la ultima novela de la se- rie- nadie volvié a saber nada de los cinco enviados. Lenz decidié buscar a Martin Gamma, el autor de Los cinco enviados del emperador. Una coincidencia lo empujaba por ese camino: cuando los cinco en- viados debian llevar un tesoro al gabinete de las maravillas, lo hacian en una caja cuya superficie estaba marcada por un sello. El signo que identifi- caba el destino de los envios era una mano abier- ta, con un anillo en uno de los dedos: la sortija en forma de serpiente advertia que era la mano del emperador. A Lenz le vino ala memoria la colecci6n de manos que habia obsesionado a Saus. En la segunda novela -donde habia una des- cripcién minuciosa de la organizacién burocra- tica del gabinete de las maravillas- se dejaba en claro el sentido del signo: los enviados eran como las manos mismas del soberano, extendidas hacia tierras lejanas. Para que supieran que su labor no 47 48 era un trabajo, sino una misién que duraba toda la vida, cada uno de los cinco enviados Ilevaba una mano tatuada en el brazo derecho. Lenz busco en la guia telefonica el numero de la editorial que habia publicado los libros de Martin Gamma. Pidié que le dieran la direcci6n o el telé- fono del autor. Le dijeron que era imposible, que Gamma era un seuddnimo, que ni ellos mismos sabian su nombre y menos atin dénde vivia. Decidié ir en persona. Acodadoenelescritorio dela editorial Juramento, insistid con sus preguntas, frente a una emplea- da que, agotada, limpiaba una vez mis sus lentes, a punto de desintegrarlos, como si Lenz fuera una mancha en el cristal que podia limpiarse con un po- co de emperfio. Recibi6 un no y otro no y otro no; pero después un quizas. —Cada mes nos visita una mujer que viene de parte de Gamma. Cobra sus liquidaciones y se Ile- va la correspondencia que recibimos de los lecto- res. Faltan quince dias para que el plazo se cumpla. El dia indicado Lenz se senté en un bar frente a la editorial a esperar a la desconocida. A las cuatro golped ala puerta de la editorial una mujer muy al- ta. Lenz cruzé la calle antes de que la mujer entra- ra en el edificio y le pregunté si venia de parte de Gamma. La brusquedad de Lenz la asusté. Alcan- z6 a responder “no” y subié apurada las’ escaleras de la editorial. Lenz volvié a su lugar de vigia, al cuarto café y la quinta medialuna. Se distrajo un momento porque dos: hombres discutian en el fondo del local; cuando volvié a mirar la puerta de madera —de la que y’a conocia cada moldura- supo que alguien acababa de en- trar. Dejé unas monedas sobre la mesa y cruz6 la calle corriendo, esquivando por centinnetros un taxi. La puerta de la editorial no se halbia cerra- do del todo. En el hall, sentada en un bianco, a la espera de que algun empleado apareciera, habia una mujer delgada y palida: pero no ulna delga- dez que delatara enfermedad o encierro’ sino otra clase de salud. Llevaba un vestido rojo y nin- guin abrigo a pesar del frio. El rojo, conttra su piel blanca; le hizo pensar a Lenz en alguna clase de violencia secreta: una gota de sangre esttrellando- se contra una hoja de papel o contra un piso de 49 50 marmol. Lenz miré los hombros desnudos y blan- cos y sintié un absurdo deseo de protegerla contra el frio y contra el antiguo poder del color rojo. Cuando la mujer terminé con sus trdmites, Lenz la siguid. Antes de que ella entrara en la boca del subte, la detuvo. —Estoy buscando a Martin Gamma. La mujer lo miré con irritaci6n contenida, como si la hubiera interrumpido en medio de un pensa- miento cuyo hilo ya no podria recuperar. —Un lector? Gamma no quiere dejarse ver. Es- cribale a la editorial. —No soy solamente un lector. Trabajo para el Museo del Universo. Busco algo que no sé lo que es. —2¥ sino sabe qué es, como sabe que Gamma puede ayudarlo? —Alguien lo buscé antes que yo. Ahora esta muerto. En una casa de remates encontré el nom- bre de Gamma. La mujer no pregunté nada sobre la casa de re- mates. Lenz supo que la conocia, que sabia de qué se trataba. Lenz le tendié una tarjeta con su nom- bre y su direcci6n, una tarjeta un poco arrugada y amarillenta en los bordes, que la mujer no tomé. Antes de alejarse, ya estaba lejos, como si habitara un pais extranjero y portatil. Lenz iba a levantar su tarjeta del suelo, pero la pis6 un zapato y luego otro, hasta que su nombre fue borrado por los pasos de los desconocidos. 51 52 heal un mes. Durante esos dias, Raval lo llamé con insistencia para pedirle novedades. Para tran- quilizar a Raval, Lenz volvi6 a visitar a la viuda de Saus; queria hablarle de los libros de Gamma. La mujer le dijo que nunca los habia visto yloinvité a buscar en la biblioteca. Los libros no estaban alli. Desorientado, Lenz quiso probar suerte con Bujer, pero la casa de remates habia cerrado. Habia es cartel que decia “En venta”. Entonces volvié al café a acechar ala mujer. Esta vez llevaba un vestido verde. No se cruzé en su camino; prefirio seguirla, para ver si la con- ducia hasta Gamma. La mujer entré, como la vez anterior, en la bo- ca del subte. Lenz se apuré a subir al tren que ya partia. La miré a través de las cabezas y los brazos de los pasajeros, esa estructura viviente que servia para ocultarlo, pero que amenazaba a la vez con escamotear a la mujer. Ella intentaba en vano leer un libro entre empujén y empujéon. Bajé en la cuarta estacion, camind dos cuadras y entr6 en un hotel. Desde el cristal de la entrada Lenz alcanz6 a ver que le tendian la lave 433. Es- peré a que la mujer subiera, y fue a la recepcién. El recepcionista, que vestia una ajada chaqueta con el nombre del hotel en el bolsillo, lustraba con una gamuza una campana de bronce. —;Podria decirle a la sefiora de la habitacién 433 que la espero abajo? —pidid Lenz. El recepcionista terminé de lustrar la campana y lo miré con fastidio, pero de todos modos buscé el teléfono y marcé el nimero. Lenz se senté en uno de los sillones del hall. El hotel contagiaba una tristeza antigua, asentada en cada habitacién, en cada objeto. Era victima de ese lujo provisorio que, al desaparecer, deja por afios una huella de deterioro en cada cosa. Los pasajeros que entraban y salian parecian turistas que habian Iegado por unos pocos dias y que por distraccién o por error se habian quedado para siempre. La mujer bajo furiosa. 53 54 —éComo se atrevid a seguirme? —Usted es el tinico camino que tengo para lle- gar a Gamma. Hablele de Saus. Digale que Bujer me llevé a él. Le tendié una tarjeta y esta vez la mujer la aceptd. —Pase mafiana al mediodia —dijo ella—. Pro- métame que si la respuesta es negativa, no volvera a molestarme. Lenz dijo que si, que lo prometia. Al dia siguiente pasé a buscarla y caminaron hasta el centro. Ella no tenia una respuesta defini- tiva, pero al menos no era un no, —Lo esta pensando. —éGamma me va a llamar por teléfono? —No. Le responderd a través de mi. —Entonces tengo que tratarla bien. —Claro que si. Lenz le pregunt6 como se Ilamaba. “Diana’, di- jo la mujer, en voz baja, pero con tanta gravedad que Lenz pens6 que era mas que un nombre: era un secreto. En los dias siguientes volvieron a encontrarse. Lenz la invitaba al cine, a restaurantes, a museos; pero ella preferia dar largas caminatas. Diana ele- gia el camino con exactitud, como si ir por una calle en lugar de otra significara una falta o a peligro. Lenz empezaba a sentir esa creciente in- diferencia por todo (por todo lo que no fuera ella) que anuncia el amor. Un dia la invité a almorzar en su oficina, que era también su casa. Traté de ordenar, pero los objetos, acumulados durante meses, se rebelaban, multipli- caban y escondian. Le molest6 el desorden, la sucie- dad; tuvo ganas de vivir en otra parte, de dedicarse a otra cosa. ? —No te parece horrible el lugar donde vivo? —le pregunté. Ella le dio un beso. Después le respondis: 55 56 —Estoy acostumbrada a vivir en hoteles. Una casa comun me parece una rareza. —Pero esto no es una casa comun. Las casas comunes no son asi. —Cuando estas acostumbrado a vivir en hote- les, todas las casas, comunes 0 no, se parecen. Es- tan hechas para vivir, no para pasar. Lenz le pregunté por qué vivia en un hotel, pe- ro ella no respondi6. La curiosidad lo atormenta- ba; aproveché un momento de distraccién para revisar su cartera. No encontré nada de interés, excepto unos papeles que tenian un membrete en tinta azul donde se leia, bajo el dibujo de una luna: Instituto de Estudios Selenitas. Dos dias después llevé a Diana al museo. Después de pasearla por las salas, ella le dijo que jams habia visto semejante desperdicio de tiempo y de dinero. Todo era un montén de cosas intitiles. Y agreg6: —Me trajiste porque yo también soy una rare- za. La rareza de las rarezas. Pero no me podés en- cerrar en un museo, porque es imposible que me quede quieta. Lenz hacia cada pregunta con miedo; temia que la respuesta fuese una despedida. —,Por qué vivis de hotel en hotel? —Siempre me estoy mudando. Un mes en un departamento, después un hotel, otro departa- mento... Una vez vivi un invierno entero en una misma casa. —Solamente los que se escapan de algo cam- bian de sitio en una misma ciudad. a 58 —No me escapo de nadie. Viajo por la ciudad. Tengo mi érbita. —Y cuanto mas puedo tenerte aqui? —Dos semanas. —Y después? —Tengo que seguir. —Vivir en hoteles y departamentos alquilados semana a semana es muy caro. gCémo pagas todos esos gastos? ¢Gamma? —Gamma me paga una parte a cambio de que me ocupe de sus contactos con el mundo. No es mucho. Vivo también de trabajos que hago para una institucion. Soy una rareza. Y las rarezas no deben perderse. Lenz seguia buscando pistas del objeto que habia obsesionado a Fernando Saus en los ultimos dias, y que tal vez resolviera el misterio de su muerte, pero lo hacia con cierta eficacia profesional, que se termi- naba con el dia. Por las noches, en cambio, se pre- guntaba quién era la mujer que, a veces, estaba a su lado, qué misterio escondia, por qué cambiaba de lu- gar como si obedeciera a una ley superior. De noche, tendido en la cama, miraba el cielo raso, modesta su- cursal del cielo verdadero, encargada de recibir todas las preguntas sin dar a cambio ninguna respuesta. Si existia alguna contestacion, estaba en el Instituto de Estudios Selenitas. No figuraba en la guia de teléfonos. Lenz probé con otra guia, im- presa varios afios atr4s, que reunia a las institucio- nes cientificas de la ciudad. Alli estaban los datos que necesitaba. 59 60 Llamé por teléfono; dijo su verdadero nombre e inventé que el Museo del Universo lo enviaba a recoger informacién sobre un mapa de la luna fir- mado por un astrénomo Ilamado Julio Fauber en 1887. Habia encontrado el dato en una enciclope- dia: el verdadero mapa habia permanecido guar- dado en un museo de Florencia hasta que en los afios sesenta la inundacion més grande de la his- toria de la ciudad lo arruin6 por completo. La voz que lo atendié lo invité a visitar el instituto y le indicé que preguntara por el doctor Nosech. El frente del edificio estaba cubierto por pin- tadas antiguas, que nadie habia limpiado nunca: asi superpuestas formaban una especie de disefio que no dejaba adivinar ninguno de los mensajes originales. En el hall una sefiora muy vieja aten- dia el teléfono, que también era antiguo; sobre su cabeza flotaba un globo de papel, luna imagina- ria invadida por arafias reales. Lenz pregunto por el doctor Nosech. Apenas pronuncié el nombre se abrio la puerta y aparecié un médico de guarda- polvo con unos papeles en la mano, que de inme- diato le entrego. —Folletos —le dijo. Estaban impresos con cui- dado y mostraban complicados aparatos y habita- ciones blancas; en todas partes se repetia la imagen de la luna. Los folletos no coincidian con la realidad: el instituto se cafa a pedazos. La tnica semejanza del edificio y la luna eran los crateres de las paredes. Lenz mencioné el falso motivo que lo habia Ile- gado hasta alli. —Después hablamos de eso —dijo Nosech—. Permitame que le muestre el instituto. Abandonaron el hall hacia un pasillo donde se ex- ponian fotografias de principios de siglo. Aunque en ninguna fotografia aparecia la luna, el satélite era de algan modo el hilo que unja todas las imagenes: a ve- ces presente en un dibujo, en un reflejo en la superfi- cie de un lago, en la blancura irreal de una cara. —Somos una fundaci6n destinada a investigar todos los trastornos vinculados con la luna, tan- to mentales como fisicos —explicé Nosech—. Se- guimos las huellas que la luna deja en cuerpos, en almas, en el sistema de las ciudades y en el movi- miento del mundo. jFolletos! Caminaron por terrazas, por salas circulares, ba- jaron a sdtanos oscuros donde plantas semejantes 61 62 a enredaderas reptaban por los pasillos como si quisieran atrapar a los incautos. Tenfan espinas y grandes flores blancas. Llegaron a un salén que pa- recia el centro del edificio: las paredes reproducian a la luna en laminas, pinturas, discos de plata. El doctor Nosech habia sacado de un cajén un nuevo folleto donde mujeres hermosas eran bafiadas por Ta luz lunar. —En las terrazas nuestros pacientes reciben la luz de la luna ampliada por potentes cristales que la concentran en los cuerpos. En los invernaderos subterraneos, cultivamos plantas que sdlo crecen de noche. jFolletos! Lenz ya no sabia cémo llevar los papeles que le Ilenaban los bolsillos. Resolvié decir casi la verdad. —Soy amigo de Diana. Me dijo que era su pa- ciente. —jQue nadie lo sepa! Diana no es una pacien- te: es una joya, el grial de los expertos selenitas. Ella es la encarnacién misma de la luna. Pero el se- creto profesional me obliga a no decirle nada que ella no le haya dicho. Entre las cosas que la luna nos ensefia, también esta el silencio. —La conoci hace poco y me preocupé por ella. Pensé que sufria alguna enfermedad. No le diga que estuve aqui. a —;Que no se lo diga? Ella nos estuvo siguiendo. Diana entré en la sala. Tenia en las manos una hoja arrancada a una de las plantas oscuras que cre- cian en los sétanos. Se pinché un dedo con una es- pina y la gota de sangre cay sobre el suelo blanco. —No sélo tengo mi érbita. Hay algo mas. Una enfermedad en la piel me hace brillar cuando la lu- na me ilumina. No puedo salir de noche, no puedo arriesgarme a que me descubran. i —,Una enfermedad? Un prodigio —dijo el doc- tor Nosech. F —Un prodigio que no se cura. Un prodigio que quiza me mate. —jEso no lo sabemos! —grité Nosech. —Pero los casos anteriores... —Casos que ocurrieron hace muchos afios, cuando la medicina no tenia armas. Casos docu- mentados por la leyenda, no por la ciencia. Diana se acercé a Lenz. — Por qué me buscaste aqui? —Los misterios me cansan. 63 64 —Hay por lo menos uno que ya no te cansara. Gamma acepté verte. Dentro de tres dias. —jEn dénde? Diana puso en su mano derecha un Ilavero. —Estas son las llaves de un departamento. Alli esta la direccién. El miércoles, a las once y media de la noche. —¥ el otro misterio? —{Cudl? —Saber cuando te veré de nuevo. —Una cosa por vez. —jFolletos! —dijo el doctor Nosech, mientras Lenz trataba de seguir a Diana, que ya cerraba la puerta—. jFolletos!—. Y le puso en las manos un papel tras otro, tantos que ya Lenz no pudo soste- nerlos y resbalaron hacia el suelo. Lenz esperé inquieto que el plazo se cumpliera. Mientras duraba la espera, se preguntaba si la ci- ta con Gamma era una prueba de que ella estaba dispuesta a volver a verlo 0 si, por el contrario, era una despedida. Esperé hasta las diez y media de la noche en un bar. Seguia atento las agujas del reloj de la pared. El mozo que lo atendia, al verlo concentrado, le ad- virtié que atrasaba diez minutos. Lenz tuvo que salir corriendo y llegé al edificio agitado; subié las escaleras a los saltos. Por las dudas, antes de usar lallave, tocé el timbre. Nadie respondié. Era un departamento de tres ambientes. Cubria las paredes un empapelado viejo que se despegaba en los rincones. En la sala, habia una mesa pinta- da de verde con tres sillas que no ofrecian ningu- na solidez, y una biblioteca con unos pocos libros. 65 66 En el dormitorio, una cama de una plaza, con una mesa de luz cubierta de frascos de medicamentos vacios. Miré en el interior de un armario y vio mas frascos de vidrio, todos de color Ambar, todos va- cios. Por qué habrian guardado todo aquello? Revisé el departamento en busca de alguna se- fial de Gamma. Podia ser la casa de cualquiera; es- taba enferma de vacio, de falta de identidad. Era un lugar impersonal, como una sala de espera 0 una casa para alquilar durante el verano. No po- dia ser la casa de un escritor; no, al menos, la casa de Gamma. En su departamento tenia que haber necesariamente restos de su mundo imaginario: Lenz estaba seguro de que el escritor guardaba en alguna parte su propio gabinete de las maravillas. A su alrededor, en cambio, no habia mAs que res- tos de una obsesién por los medicamentos. Si la imaginacion habia pasado por alli, no habia dejado ninguna huella. Lenz se acercé a la ventana, que daba a un patio interno. Mas alla se vefa el corazon de la manzana, el lado oscuro de los edificios. Cables, antenas, ropa colgada. Record6 que el hotel de Diana estaba en la misma manzana y traté de encontrarlo. Logré ubicarlo; sus ojos ya se acostumbraban a la oscuri- dad exterior. Entonces la vio. Se dio cuenta de que habia caido en una trampa. En alguna parte, entre las nubes de la noche, los cables y las antenas brillaba la luna. Su luz pegaba en el cuerpo de Diana, y ella resplandecia. Be le- jos, parecia una extrafia divinidad que se ae tomado el trabajo de despedirse. Ese trabajo triste que nunca aparece en las mitologias. Lenz entendié que tenia que elegir entre espe- rar a Gamma y asi conocer la verdad sobre el obje- to que Saus habia buscado antes de morir 0 correr hacia la mujer, antes de que el ciclo de la luna la alejara. Ya estaba cruzando la sala para salir cuando oy6 los pasos en las escaleras. 67 68 Lenz habia dejado la Ilave en la cerradura y desde afuera intentaban en vano abrir. Lenz gird la lave. Antes de entrar el otro le tendié la mano. —éLenz? Soy Martin Gamma. —Me dijeron que ése no era su verdadero nombre. —Digo siempre que es un seudénimo. Pero es mi nombre verdadero. Uso mi nombre como seu- dénimo por comodidad: evita confusiones. Gamma era alto y encorvado y mas joven de lo que Lenz habia esperado. Encendié un cigarrillo y se sent6 en una de las tres sillas. Acercé de una re- pisa un pesado cenicero de vidrio azul, donde se leia: grappa Valle Santo. —¢Para qué me buscaba? —Lei sus historias. —Mucha gente las lee, pero el unico al que veo aca es a usted. En general me escriben. —jMe hubiera respondido? —Respondo cada una de las cartas que me llegan. Después mezclo las respuestas. De todos modos, cuando uno recibe una carta, la gente ya olvid6 qué era lo que habia preguntado, de mane- ra que aceptan con naturalidad la respuesta. —Entonces hice bien en venir. Si le hubiera es- crito, habria recibido la respuesta equivocada. —Y algun chico de trece afios hubiera recibi- do la respuesta a la pregunta que nunca hizo: qué buscaba Saus antes de morir. Lenz miré hacia la ventana. Diana ya no esta- ba. La ventana donde antes habia brillado ahora era un cuadrado negro. Durante un instante se en- cendié una luz débil, y luego se apago. —Qué buscaba Saus antes de morir? —pre- gunto Lenz. —Buscaba la mano del emperador. La mano mecdnica que trazaba con tinta indeleble, sobre la piel de los enviados, el Signo. Y mostr6 una hoja de papel con el signo de una mano abierta y el anillo con forma de serpiente. 69 7o Gamma apag6 el cigarrillo. —Para qué guarda los frascos? —quiso saber Lenz. —Algunas colecciones se basan en la variedad. Otras en la monotonia. —Pensé que le gustaria coleccionar objetos. —No. Los dejo para las novelas. Sdlo me gusta contemplar estos frascos. Los miro y pienso: Todo esto tomé. Todo esto flota en mi cuerpo. —Por qué buscaba Saus algo que no existia salvo en su imaginacién? sQuién lo convencié de que la mano era real? ;Fue Bujer? Gamma se sirvié un vaso de agua mineral. To- mé dos pildoras rojas. —La mano es real. Yo mismo la vi. —Dénde? —Me la mostré uno de los enviados. Lenz penso que Gamma estaba loco. Habla- ba de sus novelas como si fueran algo real. Sintié fastidio por el derroche: tal vez habia perdido la posibilidad de ver a Diana, a cambio de nada. Gamma se dio cuenta del disgusto de Lenz. Explicé: —El emperador tenia cinco agentes que viaja- ban por el mundo. —Ya lo sé. Lei sus libros. —Le estoy hablando de ese otro libro, tan lar- go, tan dificil de leer: el mundo real. Cuando uno de los enviados no volvia, o moria en las calles de Praga, o se retiraba, cansado de los viajes por el mundo, los cuatro restantes debian encontrar su reemplazo. Eran cuidadosos en su eleccién: el can- didato tenia que pasar por una serie de pruebas. A veces 6] mismo se postulaba para el cargo; otras veces los enviados elegian a alguien que no sabia nada del asunto. Lo seguian, dia tras dia, lo en- frentaban a pruebas, lo observaban, redactaban informes. Lo obligaban a seguir pistas en la ciudad, lo rodeaban de peligros inventados. Cuando pasa- ba la ultima prueba, marcaban al iniciado con la mano del emperador. Era una maquina fabricada 7a 72 por Von Knuldes, el inventor de automatas de la corte. Ninguno de los siete autématas de Von Knuldes sobrevivid, salvo la mano del emperador. La maquina estaba armada con una pluma aguza- da y escribia el signo en el brazo derecho. Deje de mirar la ventana. Ella ya no esta. La sacrificé por lo que ahora voy a contarle. Lenz miraba por la ventana, quizas esperando a Raval, quizd con la esperanza de descubrir, alla le- jos, algan resplandor dificil de explicar. Aunque estaba tapado por la frazada, todavia temblaba. Hice mas café. Le dije que no siguiera hablando, a pesar de que sabia que una vez que lle- gara Raval, no podria oir nada mas de la historia. Pero Lenz insistié. Ahora hablaba del fabricante de la mano del emperador, Von Knuldes, famoso por un pequerio escribiente mecanico que habia Ilevado a Paris, y que escribia dieciocho frases en latin, y por un pajaro de juguete que movia las alas y graznaba. —Segin me explicé Gamma esa noche, la ma- no mecdnica fue heredada a través de los siglos por nuevos agentes que buscaban rarezas por el mundo —dijo Lenz—. Con el tiempo, ya no hubo S 74 corte ni gabinete de las maravillas; los enviados eran contratados por millonarios excéntricos, por ferias de curiosidades, por instituciones cientifi- cas. Improvisaban unicornios con huesos de ca- ballos, inventaban reliquias de santos, envejecian espadas gastandolas con dcidos y quebraban es- tatuas imitando con delicadeza la brutalidad del tiempo. A pesar de que su arte, con los afios, quedé marcado por la falsificacién, la tradicion siguié, y siguio el secreto. Pero el ntimero de agentes, cin- co, que habia permanecido intacto a través de los siglos, se redujo. Fueron cuatro, y pronto tres y dos. Y luego quedé uno solo, un hombre a pun- to de extinguirse, que guardaba, como un teso- ro imposible, como una culpa por el fracaso de su misién, como un monumento a la extincidn de los mensajeros, la mano del emperador. —{Y¥ sabe quién es ese hombre? —pregunté Gamma mientras encendia otro cigarrillo con un encendedor a bencina—. Mi padre. —Dé6nde lo encuentro? —El es un buscador. No esta acostumbrado a que lo encuentren, sino a encontrar. Eso tiene en comtn con usted: también es un buscador de ob- jetos perdidos. No trate de ubicarlo por el apellido Gamma. Usa otro nombre. Gamma bostez6 y se tendié en un sofa. La ma- no, indolente, dejaba caer la ceniza en el suelo. Lenz volvié a preguntarle por la pista. —Para qué quiere la mano? Es un objeto horrible, que marca la piel de los hombres con un signo inttil. Digale a Raval que no encontré nada. No hay mayor placer que volver de la aventura con las manos vacias. 75 76 Gamma bostez6, empez6 una frase —Lenz escu- ché, con una mezcla de celos y tristeza, el nombre de Diana~ y se quedé dormido, la cabeza apoyada sobre la mesa. Antes de marcharse, Lenz le sacé el cigarrillo encendido de los dedos y lo apagé. En los dias siguientes rondé el departamento de Gamma, con la esperanza de verlo. Lo aceché en un café hasta que una maiiana lo vio abrir la puerta de calle con ademanes de sonambulo. Lo siguio durante un recorrido irregular. Gamma se detenia en cualquier vidriera, se quedaba mi- rando un automévil viejo o un Arbol, tropezaba con la gente como si estuviera borracho. La luz del dia lo encandilaba. Parecia sufrir una sensi- bilidad extrema ante la luz, pero no usaba lentes para el sol. Cuando estaban por llegar al zoolégico Gamma acelero el paso. Pagé la entrada, compré un paque- te de galletitas con forma de animales que empez6 a comer y se detuvo frente al oso polar. Desde la zona reservada para el oso, Ilegaba aire frio y olor a pescado. El oso descansaba. 77 78 Lenz se acercd. Gamma no se dio vuelta a mi- rarlo, pero tal vez lo habia visto en el reflejo en el agua azul, porque dijo: —Vive en una isla en medio de la ciudad. To- do inventado para él. Habria que decirle la ver- dad. —{jLa verdad? —Que no estd en el polo norte. Que todo lo que lo rodea es falso, inventado para él. éPor qué me siguié? —Necesito que me guie hasta su padre. —Le dije que él lo encontraria. —Estoy apurado. Quiero terminar. —No sabe cuantas veces le pedi a mi padre que me entregara la mano. Queria ser uno de los en- viados. El ultimo. Volver a fundar la casta. Pero no me acept6. “Un buscador no puede escribir”, me dijo. “Los que escriben sdlo sirven para catalo- gar lo que ya esta perdido”. —@Vio la mano alguna vez? —Es como una garra. En uno de los libros la describi lacerando la carne. Pero no sé si es tan cruel. En realidad, mi padre nunca me la mostro. A veces pienso que todo es una mentira, que la mano no existié nunca: hizo una isla a mi alrede- dor, para que escribiera la historia imposible. —Digame dénde estd su padre. —Si es un buen buscador, un buscador digno de mi padre, lo encontrara. — Donde tengo que buscar? Una pista, una sola pista. Hizo un ademan de despedida hacia el oso. 79 —Busque en los libros. Uno de los enviados es él. 80 Lenz pasé dos dias encerrado en su oficina leyendo los libros. A su alrededor el polvo se acumulaba sobre las cosas, como si la casa fuera un reloj de arena que acabaria por marcar un plazo: el ins- tante del descubrimiento. Tenia dos lapices a los que sacaba punta con un cortaplumas y un block de paginas amarillentas donde tomaba anotacio- nes de los rasgos de los personajes y los inciden- tes que enfrentaban en su camino. Se concentré en el ultimo, porque era el tinico que regresaba de su aventura con las manos vacias: recorrio de nuevo su peripecia hasta llegar al momento en que se abria paso con un martillo de hierro en una gruta de hielo. Record6 el martillo de Bujer, que caia con fuerza para adjudicar cada una de las tristes piezas de su colecci6n a compradores fantasmas. Volvié ala casa de remates, para preguntar a los vecinos si tenian noticias de Bujer. Nadie sabia na- da, nunca habia hablado con ellos. Fue a la inmobi- liaria que habia puesto en venta el local. Lo atendié un hombre bajo, en el fondo de una oficina. —Bujer le dijo que era el duefio? Era inquili- no. Y se marché debiendo cinco meses. No sé dén- de encontrarlo, ojalé supiera. gUsted también es un acreedor? Lenz se fue desalentado. Pasé por ultima vez frente al local y se quedé mirando el interior va- cio, buscando con la mirada alguna pista. Bujer se habia ido de golpe, olvidando algunas cosas: ahi estaban todavia la mesa, y los bancos de iglesia, y los libros pesados, polvorientos, que ya no dirian nada a nadie. Sélo un libro faltaba: el que pertene- cia al ciclo de Los cinco enviados. 81 82 Lenz se miré la frente en el espejo del bafio. Retiré el vendaje: la herida de la frente ya no sangraba. —4¥ lo encontré? —pregunté. —A quién? —A Bujer. —Si, pero no inmediatamente. Empecé a pre- guntar a los anticuarios y coleccionistas si sabian donde estaba. Todos me respondian mas o menos lo mismo: que corria el rumor de que Bujer esta- ba enfermo, que se habia retirado definitivamente de la actividad. Algunos mencionaban un hospi- tal apartado, pero no sabian el nombre ni el lugar. Sélo uno logré darme un dato preciso: se llamaba Martoy y era un coleccionista de mufiecos de ce- ra. Me dijo que recordaba haber visitado un gal- pon, en las afueras de la ciudad. Alli acumulaba las cosas inservibles, que nunca venderia a nadie, y también las cosas prohibidas que nunca podria vender publicamente. Pero Bujer esta envejeciendo, dijo el coleccionista, cada vez se resiste mds a vender las mejores piezas. El también es un coleccionista, pe- ro sin orden, su coleccién esta hecha de retazos de su pasado. Acumula un tesoro inservible, a la espera de que alguien lo libere de su coleccién. Yo le ofreci una fortuna por unos mufiecos de cera que a nadie mds in- teresartan, y se nego. Bujer esta viejo, ya no sirve mas. 83 84 Elcoleccionista, Martoy, no recordaba exactamente el lugar del galpon; sdlo sefialé una zona aproxi- mada y describié un gran portén verde y, a la de- recha, una pequefia puerta de hierro, cubierta de 6xido. Lenz recorrié la zona hasta que lo sorpren- dio el atardecer; vio, a lo lejos, el edificio del Museo del Universo. Ya caian las primeras gotas cuando encontro el portén verde y, a su lado, la pequefia puerta de hierro. Golpeo hasta cansarse. A través de una venta- na que estaba en lo alto del portén Ilegaba una luz débil. No pudo mover el portén, pero la pequefia puerta cedid. Una lamparita perdida flotaba en el fondo de un pasillo. Avanzé a tientas hasta un interruptor. Se encendié un tubo fluorescente; la luz intermi- tente lo puso mas nervioso. Sabia que lo estaban esperando, que en ese barrio nadie hubiera dejado la puerta sin llave. En un punto de su recorrido, el pasillo le dio a elegir entre una escalera que subia, otra que bajaba, y una puerta que comunicaba al galpon. Eligié la puerta. El galpén estaba Ileno de objetos dificiles de iden- tificar en la penumbra. Algunos estaban cubiertos con lonas. Lenz, tan acostumbrado a estar rodeado de objetos, tan acostumbrado a visitar casas de anti- cuarios y altillos y todo lugar donde se acumulaban las cosas intitiles que dejaban atras los desconocidos y los muertos, esta vez sintio temor. Habia una vi- da oscura detras de aquellas formas: una rueda de bicicleta, un oso de juguete al que le faltaban los ojos, un par de zapatos de payaso. Avanz6 hacia el fondo, hacia donde estaba la luz, sin mirar hacia los costados. Las estanterias formaban angostos pasillos; desde la penumbra los objetos se engan- chaban en la tela de su impermeable. No pudo evi- tar el contacto con telas apolilladas que le rozaban la cara como telarafias. Anzuelos y alambres Jo rete- nian, bultos pesados lo hacian tropezar. Luego de atravesar la zona de las estanterias el terreno quedaba despejado: en el fondo habia 85 86 una mesa, y en la mesa, sentados frente a él, tres mutiecos de cera. El de la izquierda representaba a una victima de una ejecucion: tenia una bolsa de lona que le envolvia la cabeza. El de la derecha era el verdugo: la tela negra dejaba ver los ojos de cristal. El del medio, vestido con ropa negra y la peluca blanca, era el juez. Empufiaba un martillo. Junto a su mano, habia una caja de carton, ata- da con hilo. El martillo golpe6 con fuerza contra la madera. —jLenz! —grité Bujer—. Hace dias que lo es- pero. gPor qué tardé tanto? Lenz se habia sobresaltado. No pudo decir nada. —Siéntese —orden6 Bujer. Del otro lado de la mesa, frente al juez, habia una silla. Bujer se arrancé la peluca blanca y Ja arrojé lejos. La lluvia, que hasta ese momento habia sido un ru- mor tranquilo, estallé contra el techo de chapa del galpon. Una gota cayé sobre la caja de carton. Aqui est la mano mec4nica que buscaba Saus —dijo el rematador—. Supongo que mi hijo le habra dicho que soy el tiltimo enviado. Conmigo se acaba la estirpe. —Y Saus? {Usted lo maté? —Saus averigué que yo la tenia. Era un hombre de ideas fijas: lo guiaba la obsesion pero lo perdia el descuido. Me ofrecié mucho dinero por la mano, y se enojé cuando no acepté. Hizo una investiga- cién paciente y al final encontré el galpon. Entré de noche y rompié la cerradura. Nunca quise ma- tarlo, ni siquiera sabia que era él. Pero a veces, el martillo del juez golpea mas que uno. —¢Puedo verla? —Todavia no. Dio un suave golpe con el martillo sobre la ca- ja. Otra gota de agua cayé sobre el cartén. 87 88 —gComo la consiguid? —Es largo de explicar. ;Tiene tiempo? Bueno, de todas formas, en una noche tan horrible no hay nada mejor que hacer—. El rematador empe- z6 a hablar con el tono tranquilo del que quiere llenar con una historia una larga espera—. Cuan- do era joven trabajé durante dos afios, cuatro me- ses y cinco dias para un viejo excéntrico, el sefior Griswold, que habia ejercido durante treinta afios el cargo de Investigador Mayor del Museo Britani- co. Después de la guerra se estableci6 aqui y puso una casa de antigiiedades. Al principio le compra- ba pinturas, objetos decorativos y muebles de es- tilo a familias distinguidas que entraban en de- cadencia 0 a herederos que recibian legados que no sabian dénde ubicar. Después empezé a tra- tar con ladrones; creo que lo hacia mas por pla- cer que por ambicion. Era como decir: alguna vez trabajé en el Museo Britanico y ahora estoy aqui, traficando con ladrones, hundido hasta el cue- Ilo. Yo entré a trabajar a su servicio en la déca- da del cincuenta. Griswold me ensefié a recono- cer el valor de las obras y también a presionar, a mentir, a robar. Fue una educacién completa. Me pagaba una miseria, me humillaba en publico, me trataba como al peor de los sirvientes. Que- ria irme, pero era su prisionero: habia descubierto el secreto para retenerme de por vida. Me habia hablado de la mano del emperador. Durante una fiesta de fin de afio me prometio, borracho, que al- gun dia seria mfa. Asi resisti a su lado, esperan- do el momento de heredarlo. Un dia le pregunté cuando me la daria. Entonces respondio: “Cuan- do descubras el instante”. Traté de preguntarle a qué se referia, pero no dijo una palabra mas. Y ca- da vez que volvia a mencionar la mano, el sefor Griswold respondia: “el instante”. —,V cual era el instante? —Tardé en descubrirlo. Me cansé de la espera y decidi abandonarlo a pesar de todo. Le dije que volveria cuando hubiera encontrado el instante. En los meses siguientes sobrevivi como pude, ro- bé, me arrestaron dos veces. En un sétano de una casa del Bajo compré un revolver que le habian robado a un marinero holandés. Era un arma her- mosa. Todavia la conservo. Una noche regresé a la casa de Griswold y golpée a la puerta. Me recono- cid, y a pesar de haberme reconocido, me abrié la 89 90 puerta. Entonces supe que habia planeado todo y que habia esperado paciente que mis pasos me lle- varan hasta alli, en esa o en otra noche cualquie- ra. Me hizo pasar a la sala y se sirvid un vaso de whisky, sin ofrecerme nada. Me pregunt6 si habia encontrado el instante. “Si”, respondi. “;Enton- ces?”, “El instante es éste”. Desenfundé el revolver del holandés. Lo miré sin miedo, con curiosidad. Mentalmente lo ubicé en catdlogos de armas que yo no conocia. “Veo que entendiste”, dijo. Terminé de beber y dejé el vaso sobre la mesa. Entonces, con la mano que me temblaba, le disparé al hom- bre que no temblaba, que nunca habia temblado. Sobre la mesa, en una caja de madera, estaba la mano del emperador, junto a un frasco de tinta. —{Y ahora? —pregunté Lenz. —Ahora hay que abrir la caja. —4Qué quiere a cambio? —Nada. Su valor es incalculable. Ningun pre- cio seria suficiente. Tiene que abrirla, asi podra saber si le dije la verdad. Después sera suya. Aho- ra es el ultimo enviado. Lenz sac6 su cortaplumas del bolsillo. La hoja mellada cort6é con algun trabajo el hilo de algodén. Sacé la tapa de la caja. La mano estaba cubierta con un patio que sélo dejaba ver un des- tello de metal. Cuando quiso quitar el patio, Bujer lo golpe6 en la frente con el martillo. Lenz arras- tré la caja en su caida. gi g2 Cuando Lenz desperté, la lluvia seguia. Estaba en la calle, junto a un Arbol que apenas lo defendia de la Iluvia. Se Hevo la mano a la frente y descubrié el vendaje, la sangre. Recordé la escena del golpe: no sabia si habia sido hacia diez minutos, horas, o dias. A su lado estaba la caja de cartén. Vio a lo lejos la luz de mi oficina. Todo el mu- seo estaba a oscuras, excepto mi ventana. Si yo hu- biera mirado hacia fuera, quizds hubiera visto al hombre que se acercaba a través de los pastizales, iluminado por los relampagos. Pero estaba tratan- do de lograr que la radio, con sus pilas agonizan- tes, funcionara, y sdélo lo descubri cuando oi los golpes en la puerta y tomé del armario la vieja es- copeta, que seguramente no dispara. Ya lo conté: “Soy Lenz”, dijo el hombre, y entré temblando, empapado y herido. Lenz terminé de contar su historia y se quedé dormido en el sillon. Afuera ya no llovia, pero ha- cia aun mas frio. —Por qué lo golpeé Bujer, si de todos modos queria entregarle la caja? Lenz no llegé a contestar; nos distrajo un coche que se acercaba al museo. Reconoci el auto de Raval. Bajé a abrirle la puerta. —Dénde esta? —pregunto, sin saludarme. —Arriba —respondi. Cuando entr6 a mi oficina, Raval miré a Lenz sin detenerse demasiado, apenas lo suficiente para observar que respiraba, y cay6 con avidez sobre la caja. Lenz desperté. Raval arrancé los hilos y sacé el patio, ya hime- do. Luego descubrié la mano del emperador. Pensé que era hermosa pero también horrible. Los dedos, 93 92 Cuando Lenz desperté, la Iluvia seguia. Estaba en la calle, junto a un Arbol que apenas lo defendia de la Iluvia. Se llevé la mano a la frente y descubrié el vendaje, la sangre. Record6 la escena del golpe: no sabia si habia sido hacia diez minutos, horas, o dias. A su lado estaba la caja de carton. Vio a lo lejos la luz de mi oficina. Todo el mu- seo estaba a oscuras, excepto mi ventana. Si yo hu- biera mirado hacia fuera, quizds hubiera visto al hombre que se acercaba a través de los pastizales, iluminado por los relampagos. Pero estaba tratan- do de lograr que la radio, con sus pilas agonizan- tes, funcionara, y solo lo descubri cuando oi los golpes en la puerta y tomé del armario la vieja es- copeta, que seguramente no dispara. Ya lo conté: “Soy Lenz”, dijo el hombre, y entré temblando, empapado y herido. Lenz terminé de contar su historia y se quedé dormido en el sillén. Afuera ya no llovia, pero ha- cia aun mas frio. —4Por qué lo golped Bujer, si de tados modos queria entregarle la caja? Lenz no Ilegé a contestar; nos distrajo un coche que se acercaba al museo. Reconoci el auto de Raval. Bajé a abrirle la puerta. — Donde esta? —pregunté, sin saludarme. —Arriba —respondi. Cuando entr6 a mi oficina, Raval miré a Lenz sin detenerse demasiado, apenas lo suficiente para observar que respiraba, y cayé con avidez sobre la caja. Lenz desperto. Raval arrancé los hilos y sacé el pafio, ya hime- do. Luego descubrié la mano del emperador. Pensé que era hermosa pero también horrible. Los dedos, 93 94 réplicas perfectas de los dedos humanos, soste- nian una pluma aguda. Por el dorso de la mano se dibujaban venas y tendones de metal. En la mutie- ca quedaban al descubierto diminutos engranajes y poleas. El dedo anular Ilevaba un anillo de oro, con forma de serpiente; las ufias eran de marmol. Las lineas de la palma, hilos de oro que cumplian, quiza, con un disefio basado en los tratados de quiromancia. Me estremeci imaginando el trabajo lacerante de esa garra sobre la piel desnuda. —¢Quieén se la dio? —pregunto Raval. —Bujer. Bujer era el ultimo enviado. —Y donde esta? —No sé. Los coleccionistas dicen que esta por morir, Quiza por eso me dejé la mano. Me dijo que la conservara. Que ahora yo era el tiltimo enviado. —gEn qué sala la pondremos? Tengo que estu- diarlo bien. —Déjela donde quiera, pero ahora sAquela de mi vista. Empezaba a amanecer y terminaba mi trabajo. Busqué mi abrigo, ordené un poco el escritorio, guardé en un cajon las revistas de crucigramas y la radio, Fui hasta el fondo para apagar las luces de la cocina. Cuando volvi a mi oficina, Raval guardaba con cuidado la mano en su caja. —Es extrafio —dijo Raval—. En toda esa his- toria que duré siglos, nunca tuvo la mano alguien que no Ilevara la marca de la mano del emperador. ¢Por qué lo eligié a usted? Bujer debe haberlo en- gafiado. Esa mano no puede ser la verdadera. —Bujer decia la verdad —dijo Lenz. Dej6 caer la frazada y se arrancé la manga de la camisa, manchada de sangre. Sobre el brazo de Lenz, la mano del emperador habia trazado el Signo. D5 Pablo De Santis Autor Nacié en Buenos Aires, en 1963. Es licenciado en Letras (Universidad de Buenos Aires). Ha trabajado como periodista y guionista de historietas. Publicé varias novelas para adolescentes, entre ellas, Desde el ojo del pez, La sombra del dinosaurio, Enciclopedia en Ia hoguera, Paginas mezcladas, Lucas Lenz y el Museo del Universo y Las plantas carnivoras (estas dos ulti- mas en Santillana). También es autor de las novelas para adultos Filosofia y Letras, La traduccién, El teatro de la memoria y El caligrafo de Voltaire, publicadas en la Argentina y Espafia, y traducidas a ocho idiomas. ae Lucas Lenz y la mano del emperador 7 Biografia del autor 97

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