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Según Anthony D. Smith, «en sus inicios, el nacionalismo era una fuerza inclusivista y
liberadora. Acabó con regionalismos locales basados en el dialecto, la costumbre o el clan y
contribuyó a crear Estados-nación poderosos y extensos, con mercados centralizados y
sistemas de administración, impositivos y educativos. Apelaba a lo popular y democrático.
Atacaba las prácticas feudales y a las tiranías imperialistas opresivas y proclamaba la soberanía
del pueblo y el derecho de todos los pueblos a determinar sus propios destinos, en Estados
propios, siempre que fuera esto lo que desearan».17
En Asia, a finales del siglo XIX las ideas nacionalistas habían comenzado a expandirse. En la
India, el nacionalismo incentivó el fin del dominio británico. En China, el nacionalismo justificó
al Estado chino, que se encontraba enemistado con la idea de un imperio universal. En Japón,
el nacionalismo fue combinado con el excepcionalismo japonés.
El siglo XX estuvo marcado por la lenta adopción del nacionalismo por todo el mundo con la
destrucción de los imperios coloniales europeos, la Unión Soviética y varios otros Estados
multinacionales menores.19 Simultáneamente, particularmente en la segunda mitad del siglo,
fuertes tendencias antinacionalistas han tenido lugar, siendo en general destacables las
manejadas por élites. La actual Unión Europea está actualmente transfiriendo poder del nivel
nacional a entidades locales y continentales. Acuerdos de comercio, tales como NAFTA y GATT,
y la creciente internacionalización productiva debilitan también la soberanía del Estado-
nación.