Rápido e imprevisto es como se presenta siempre lo inesperado. Si alguna persona
había de quien el editor de este libro no se acordara ni creyese volver a saber más de ella, era seguramente de Ludovico Horacio Holly, sencillamente porque creía que éste había muerto hacía varios años. Cuando recibí la última carta de Holly, muchísimos años antes, con el manuscrito que la acompañaba y que no era otro que la interesantísima narración de ELLA, me anunciaba que él y su ahijado Leo Vincey, el bienamado de la divina Ayesha, partían para el Asia Central con la esperanza, según creo, de que allí se les volvería a aparecer ELLA, llena de dulces promesas. Muchas veces he pensado sobre la suerte que ambos corrieran. Después de tantos años llegué a suponer que habrían muerto o ingresado en alguna de las comunidades de monjes tibetanos, o tal vez se hallasen estudiando y practicando la magia o la nigromancia, bajo la tutela de algún maestro oriental, esperando encontrar algún medio de acercarse a la adorada inmortal. Ahora, cuando ya ni me acordaba de ellos ni pensaba. volver a saber más, hete aquí que de improviso vuelven a aparecer en mi vida. Me encontré con un montón de manuscritos, sucios y medio quemados, acompañados de dos cartas. A pesar del tiempo transcurrido y de los muchos eventos que han trastornado mi cabeza en estos últimos años, conocí, en seguida, la escritura. Rompí el sobre' y, efectivamente, al pie de la carta estaba la firma tan conocida para mí de Ludovico H. Holly. Ni qué decir que devoré su contenido. Decía así: «Mi distinguido amigo: "Tengo la seguridad de que usted todavía vive, y aunque le parezca extraño, también vivo yo, si bien mi fin se acerca. "Tan pronto como entré nuevamente en contacto con la civilización, cayó en mis manos su libro ELLA, o mejor dicho, mi libro. Volví a leerlo con verdadera admiración. La primera vez lo leí en una traducción a la lengua indostánica. Mi anfitrión, ministro de una secta religiosa, hombre de