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EL UMBRAL

No podía haberme imaginado jamás que ese verano iba a ser distinto. Tan
distinto.
La casa estaría allí mirando, hacia abajo, la Playa de las Conchitas y, al frente,
la quieta bahía azul. Era hermosa nuestra casa, entre eucaliptos y sicomoros, con su
primer piso de piedra canteada, la aparente fragilidad de los altos de tablas de pino y
su techumbre de tejuelas de alerce oscuras y levantiscas. Pintadas de blanco las
maderas tingladas y las franjas de cemento que unían las piedras con un brochazo
errático, y de azul las ventanas y los postigos. Era muy fría, sobre todo cuando la
neblina desmadejaba sobre Quintero un manto denso y abrazador, y por cierto durante
las noches. La sala de estar y el comedor conformaban un solo gran ámbito presidido
por una chimenea que iba de muro a muro. Sin embargo, de ese fogón no podía
esperarse una temperatura satisfactoria; el tiraje era excesivo, se llevaba consigo
buena parte de la calidez y, además, no siempre era posible estirar el presupuesto
para disponer generosamente de leña. Teníamos que cuidarla, hacerla durar. La tía
Olga, menos friolenta que mi madre, se encargaba de racionar los troncos y enviamos
a la cama si después de comida nos hacíamos los demorosos frente a la chimenea. "Si
quieren calentarse, a acostarse", nos decía. Claro está que no era lo mismo ponerse a
conversar arriba, tapados y a oscuras, que hacerlo ante las llamas que bailaban en sus
juegos de luz y movimiento, donde de vez en cuando hasta podíamos tomarnos el
corcho de alguna botella de pisco reservada a mi padre.
Ese año llegamos a la estación de Quintero al atardecer. Como siempre, hicimos
trasbordo en el ramal de San Pedro, después de tres horas de viaje desde Santiago.
Ahí estaban a la espera la pequeña y negra locomotora a carbón y sus dos o tres
carros azules, antiquísimos, desvencijados, venidos algún día directamente de la belle
époque a traquetear aquí, en la costa de finis terrae, con sus coloridas ventanucas de
vitreaux, sus farolitos acampanados y el cielo de semibóveda ribeteado de una
reiterada flor de lis.
El trasbordo era cosa harto turbulenta. Los pasajeros que iban a Quintero excedían
sobradamente la capacidad del par de carros, y éstos eran abordados por un gentío
que luchaba frenético por conseguir un asiento. Llevábamos varias maletas y, llenos a
reventar, aquellos saco

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