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El problema del Mal en un mundo sin Dios

Carlos L. Alvear

“Los ojos que han contemplado Auschwitz e Hiroshima nunca podrán contemplar a dios”
(Hemingway).

“No fue hasta el advenimiento del Príncipe de la Paz [Cristo] cuando hemos oído hablar de la manida idea del castigo y
el tormento posterior de los muertos. [...] que condenará a los desobedientes al fuego eterno si no acatan directamente
sus palabras más dulces”
(Hitchens)

DIFERENTES VISIONES DEL MAL

¿Qué es el mal? ¿Es únicamente un vacío, una ausencia? ¿Tiene existencia propia? ¿Es un accidente
que descansa sobre el ser? ¿Es sólo una apreciación, una idea? ¿Es una invención? ¿Dónde se
origina? ¿Cuál es su poder sobre nosotros? Independientemente de especulaciones de orden
filosófico, nos enfrentamos a él como a un monstruo informe de mil rostros macabros: miedo, dolor,
enfermedad, desamparo, desdicha, muerte. Es zona de espanto, penumbra, confusión y angustia.

El mal se experimenta convirtiendo el hecho cotidiano en acontecimiento trágico; eso es lo que nos
aterra, su irrupción en medio de la belleza de un día soleado, destruyendo la inocente sonrisa de un
niño, resquebrajando la vida en medio de un beso de amor. Y nos sentimos débiles, vulnerables.
Viene entonces la pregunta, cargada de impotencia: ¿Por qué?

Todas las religiones han propuesto una visión, sencilla o compleja, acerca del origen y naturaleza del
mal. Perspectiva vinculada con la narrativa del hecho religioso, donde el mal es contrario al orden
establecido por la divinidad. Y de este enfoque ha surgido, asimismo, una lógica de justicia de
restauración o de redención, de tal manera que la religiosidad ha llevado aparejada, históricamente,
una postura moral. Esta conceptualización ética, sustentada en la trascendencia, ha acompañado a la
humanidad hasta ahora. Fue siempre una guía para el creyente, quien contaba con la solidez de lo
universal, pues la aplicaba a todo su mundo, y con objetividad, pues no estaba sujeta a las opiniones
de los hombres, sino a la sabiduría de los dioses.

En los últimos siglos, sin embargo, comenzó a gestarse un cambio, sobre todo dentro del ámbito de
la cultura occidental, que ha procurado eliminar esta postura. Se afirma que no había tal objetividad,
porque las normas no eran criterios divinos, sino imposiciones de una clase dominante que las
establecía a su conveniencia; y que no había tal solidez, pues no hay posibilidad de conocer verdades
absolutas. Estos dictámenes, empero, en cuanto análisis históricos, carecen de validez objetiva pues
juzgan acontecimientos del pasado con criterios modernos adoptando, desde un inicio, una visión
particular, habitualmente ideologizada o politizada. Se alejan así, de los hechos en tanto tales y en
buena medida, de lo que los propios creyentes piensan de sí mismos y de su cosmovisión, e
invalidan todo el desarrollo socio cultural surgido de civilizaciones que se han acompañado de la fe,
como si esto simplemente no tuviera ningún valor o no existiera.

El giro ha pretendido caminar de la mano del desarrollo científico, calificando la visión religiosa de
la vida, del mal y del bien, como fruto de la ignorancia y la superstición, como error frecuentemente
inducido para manipular conciencias. De manera especial, las teorías sobre el origen y evolución del
hombre, y el psicoanálisis freudiano, son las que se esgrimen para sustentar este distanciamiento. No
obstante, sería un error grave pensar que la ciencia por sí misma ha desplazado a la fe, y que es
imposible su convivencia; o creer, erróneamente, que no hay científicos creyentes, y creyentes de
mentalidad científica.

Los cambios más fuertes y radicales que ha sufrido la sociedad contemporánea, no vienen de la
ciencia y la tecnología, sino de determinadas ideologías en que pueden estar sumergidas la ciencia y
la tecnología; tendencias que aquilatan sólo lo material, sólo lo utilitario, lo positivo, lo que se puede
calcular, manejar, clasificar, comprar y vender, desechar y destruir. Es una nueva manera de mirar la
realidad, en la que no hay lugar para el espíritu, únicamente para aquello que puede ser demostrado
empíricamente.

“La ciencia es la regla, el cálculo y el gramo, todo en pequeño y bien emasculado. Ciencia es lo que
está más cerca, con intestinos y con vibraciones, bajo la lupa siempre. Jamás sobre el telescopio. La
ciencia tiene fórmulas para todo, pero de nada conoce la clave. Sabe lo que ve pero ignora lo que
está detrás de la vista (…), no sabe que lo demostrable no es más que un infeliz pedazo de lo arcano,
de lo que no tiene espalda”1.

Y como los medios con los que contamos, son limitados y pobres, las verdades descubiertas tienen
siempre fecha de caducidad, hasta que se encuentra un medio más amplio o potente de
aproximación, o una nueva teoría, que deja fuera la “verdad” antes encontrada. Esto ha dado por
resultado, la creencia de que la verdad, como tal, es un imposible. Y se afirma, con absoluta certeza,
que la verdad absoluta no existe. Pero, independientemente de las verdades que se van derrumbando
en el camino, se asumen algunas certezas, no ya de lo que sí es, como de lo que no es. De esta
manera, muchos científicos creen poder arrogarse, cuando menos, la seguridad de lo que no existe.
Cierto que es un deber de la ciencia descartar ideas y teorías falsas, encontrar el error, combatir la
ignorancia y distinguir lo real de lo aparente, con una demostración objetiva; sin embargo, en
muchos casos, no hay realmente tal demostración, sino sólo la imposibilidad de la demostración. Así
que algunos dicen: Dios no es demostrable, entonces Dios no existe. Y, por otra parte, se afirma del
universo, comprendido al margen de Dios, que es una realidad producto del azar, inacabada, que ha
ido evolucionando con una dinámica interna y propia; por lo que se concluye que no existió nunca
una voluntad creadora que le diera un sentido y una intención; tan solo la fría respuesta de lo
meramente eventual. Y la misma lógica hace imposible pensar en una pareja originaria, ni siquiera a

1
Marín, Rubén. El Diablo y algo más. Editorial Jus. México 1967. Pag. 6.
guisa de metáfora; no hay tentación, ni pecado original ni subsecuente. En resumen, el mal (moral),
como se le ha entendido hasta ahora, es una mera invención; y el más grande tentador, el Diablo,
únicamente es un cuento para espantar niños, con el consiguiente riesgo de causarles un trauma
irreparable. Y la sociedad se va polarizando, entre aquellos que se mofan de cualquier cosa que no
haya transitado por un laboratorio científico, y aquellos que terminan por despreciar lo que provenga
de la ciencia, por la falta de amplitud y miras de los positivistas, incluyendo todas las posturas
intermedias.

La ciencia no puede pretender explicarlo todo, pero tampoco puede aceptar, con ese pretexto,
cualquier idea. Con todo, es un hecho el que hay una cantidad cada vez mayor de personas sin credo
alguno, y aunque siguen constituyendo un número mucho menor que quienes profesan una fe
religiosa, culturalmente han logrado imponer una visión desacralizada del mundo. Igualmente cierto
es que las explicaciones seudoreligiosas y seudocientíficas sobre el mundo y cuanto acontece en él
se multiplican a diario. Pero resulta curioso que la mayoría de estos caminos, con ciencia o sin ella,
han centrado su enfoque en el individuo mismo como parámetro único para la ética; provocando un
relativismo moral que prohíbe, de entrada, designar cualquier cosa como mala, pues cada cual
determina lo que considera adecuado o no. Se puede permitir así, prácticamente todo, salvo atentar
contra la libertad individual, único valor reconocido para alcanzar la autosatisfacción, sustituto
moderno de la felicidad.

Lo que se va afianzando es la ideología del individuo. Y, como garantía para que cada quien haga lo
que le venga en gana, la tolerancia se declara valor absoluto.

“Me celebro y me canto a mí mismo… (escribe con entusiasmo inigualable Walt Whitman) / ofrezco
mi pecho lo mismo al bien que al mal, / dejo hablar a todos sin restricción / y abro de par en par las
puertas a la energía original de la naturaleza desenfrenada.”

Cuando Armin Meiwes, conocido como el Caníbal de Rotemburgo, fue arrestado en el año 2002 y
su caso salió a la luz como homicida y antropófago, hubo quienes en foros, redes sociales y medios
masivos de comunicación, se mostraban incapaces de determinar si el asesinato, descuartizamiento y
consumo de partes de un ser humano, había sido o no un crimen, puesto que la víctima se había
prestado voluntariamente para ello. Incluso en un primer juicio, la misma confusión se presentó, y la
sentencia fue tan sólo de 5 años por homicidio asistido. No fue sino hasta más tarde, que un juez
distinto estableció cadena perpetua. El caso no es únicamente llamativo por el horror que implica,
sino por la falta de criterios de orden moral para abordarlo por parte del público y del mismo sistema
judicial.

La ética se desliga de la fe, precisamente con el argumento de que hay muchas creencias o muchos
no tienen fe alguna. Las respuestas, entonces, no deben quedar religadas a lo trascendente, sino
centradas tan sólo en lo imperativo inmanente.

En este transitar cultural de lo sagrado a lo profano, ¿cómo entonces se entiende el mal? ¿Cómo lo
afrontamos? ¿Cómo se plantea ahora este problema y qué soluciones se le dan? Porque
independientemente de pecado o no pecado, existen la criminalidad, el sufrimiento y la desdicha, en
un grado tal, que parece insoportable para la sociedad actual. Reflexionar sobre el problema del mal,
fue siempre un asunto que transitaba entre la teología y la filosofía. Sin embargo, ahora nos vemos
en la necesidad de hacerlo sin el marco de la religiosidad. Y, aunque muchos creyentes se sientan
terriblemente incómodos con esta perspectiva, la deben afrontar como una oportunidad maravillosa
para profundizar en la cuestión. No es ya factible afirmar simplemente: esto está mal porque es
pecado, es necesario encontrar las razones por las cuales asumimos que está mal; el creyente se ha
de exigir mayor agudeza y profundidad.

Pero no es ajeno a esta exigencia el propio científico, como lo señala con puntualidad Carl Sagan:

“A veces se castiga a los científicos por hacer el mal y a veces por advertir de los malos usos a que
se puede aplicar la ciencia. Es más frecuente la crítica de que tanto la ciencia como sus productos
son moralmente neutrales, éticamente ambiguos, aplicables por igual al servicio del mal y del bien.
Es una vieja acusación. Probablemente se remonta a la época de la talla de herramientas de piedra y
al dominio del fuego. Puesto que la tecnología se ha encontrado en nuestra línea ancestral desde
antes del primer humano, puesto que somos una especie tecnológica, no es tanto un problema de
ciencia como de naturaleza humana. No quiero decir con esto que la ciencia no tenga
responsabilidad por el mal uso de sus descubrimientos. Tiene una responsabilidad profunda y,
cuanto más poderosos son sus productos, mayor es su responsabilidad”2.

TOMAR DISTANCIA

El proceso de laicismo social, ha llegado a identificar cualquier cosa que limite la libertad como algo
que de suyo es negativo; de tal manera que las normas éticas preestablecidas se ven, cuando menos,
como sospechosas, y las instancias que las reconocen y promueven, como peligrosas; ésta es, en
parte, la razón por la cual la cultura secularizada actual, le declara la guerra a la fe religiosa y de
manera especial al cristianismo, al que se acusa de imponer una visión parcial y reducida de la
felicidad humana, de extender una perspectiva (en términos freudianos) castrante de la vida, de
sojuzgar a sus adeptos obligándoles al temor perpetuo de sus propias fuerzas vitales. Además se la
incrimina porque en la búsqueda de dar sentido trascendente al sufrimiento, se cree que promueve la
adhesión a una cultura de resignación ante el dolor y la pobreza, ideales enteramente contrarios a los
del placer y la prosperidad que se preconizan con el egocentrismo reinante.

Pero también se le acusa (sustentándose en casos concretos) de hipocresía, de intransigencia, de


producir seres serviles y de alentar la represión, hasta la violencia, individual y colectiva. La
religión, se llega a afirmar, es un atraso, un estorbo, una limitación sin sentido. ¿Qué es lo que se
propone en su lugar?: la ley, la ciencia, el consenso; o ninguna de las anteriores, optando

2
Sagan, Carl. El mundo y sus demonios. SEP. Biblioteca para la actualización del maestro. México 1997. Pag. 309.
simplemente por abrir de par en par las puertas a la energía original de la naturaleza
desenfrenada.

“(Los ateos) no creemos en el cielo ni en el infierno, (afirma Hitchens, en su libro „Dios no es


bueno‟), y ninguna estadística demostrará jamás que sin este tipo de lisonjas y amenazas cometemos
más delitos de codicia o violencia que los creyentes. De hecho, si se pudiera realizar alguna vez el
oportuno estudio estadístico, estoy seguro de que la evidencia fuera la inversa”3.

Siguiendo la lógica de su obra, en la que el mismo Hitchens asevera que el pecado original es la
propia Iglesia, se supone que la culpa y los prejuicios morales están siendo erradicados y la idea del
pecado camina hacia el olvido; pero entonces, cabría plantearse por qué, sin embargo, la violencia,
las adicciones y las prácticas autodestructivas van en aumento, lo que contradice el singular
silogismo que hemos citado. Igual que la promesa del progreso ilimitado, la promesa de la libertad
absoluta, no ha llevado al ser humano a la felicidad.

¿TIENE EL SUFRIMIENTO ALGÚN SENTIDO?

Otro aspecto que resulta ajeno y contrario a la sociedad actual, casi al punto del escándalo, es la
aceptación cristiana del dolor y el sufrimiento; no la simple aceptación, sino el “aprovechamiento”
con un sentido de oblación. En una época en la que la comodidad es el parámetro de la calidad de
vida, en que el placer es la primera necesidad a satisfacer, la palabra sacrificio está proscrita. Es
verdad que muchos cristianos pueden haber dado una idea errónea sobre el sentido del sufrimiento, e
incluso pareciera que lo promueve de manera masoquista, como si Dios fuera la contraparte sádica
que goza viendo abatidas a sus creaturas. Esto, sin lugar a dudas ha alejado a muchas personas, y es
una de las principales causas del ateísmo: no la falta de pruebas sobre la existencia de Dios, sino las
excesivas pruebas de la existencia del dolor y la injusticia, sin la aparente intervención de Dios.

“Un Dios que produjese el mal o que lo permitiese para acercarnos a él es un Dios del que no se
puede desear sino que se aleje de nosotros.

“(…) El mal es siempre negativo, no positivo; otorgar al mal un valor positivo es desarrollar en el
hombre una psicología dolorista y provocar neurosis con comportamientos de autosacrificio inútiles.

“(…) El mal es atroz: nos mina y nos destruye día a día más y más. Es un sinsentido. No tiene razón
de ser, ni de existir, es negativo para el ser humano y carece de cualquier tipo de valor. Es un
antivalor, es destructivo, cruel e inhumano, pero con él vivimos y no cabe, de ninguna forma, la mal
entendida resignación, ni es un sacrificio expiatorio que tenga valor de redención”4.

3
Hitchens, Christopher. Dios no es bueno. Debate. Random House Mondadori. Pag. 8. 2008
4
García López de la Cuadra, Carlos. El laberinto del mal. Ediciones la Rana. Guanajuato 2000. Pp. 404-406.
Dios no es un caballero, exclama uno de los personajes de Arturo Pérez Reverte, ante la visión de la
injusticia reinante. Lo curioso es que, defendiéndose la libertad como valor absoluto, se le pida a
Dios que anule la libertad para que no entre el sufrimiento al mundo.

El mal moral, es el mal que a diario produce el hombre por libre elección. Y su alivio también está al
alcance de esa misma libertad.

Al mal lo identificamos con su resultado aplicado a nosotros, con el sufrimiento que nos provoca; la
visión egocéntrica y hedonista no ve el mal que no tiene al dolor inmediato como resultado. Por eso,
al que no sufre hambre, le cuesta trabajo entender la pobreza; el que tiene un buen empleo tacha de
inútiles a los que se encuentran desocupados. ¿Puede ser el sufrimiento la medida del mal? Es en
efecto, un factor innegable y una forma de aquilatarlo.

Esta realidad que nos parece evidente, nos introduce un nuevo problema para entender el mal: visto
así, el mal tiene un elemento importante en la percepción. Es malo aquello que a mí me hace sufrir.
Y si no me hace sufrir o no percibo la consecuencia directa entre la causa y el efecto, entonces no lo
considero malo. ¿Habrá quien juzgue algo como malo que para otro es incluso un bien? En una
sociedad acomodaticia, superficial y hedonista, cualquier sacrificio es un mal. Ya Viktor Frankl,
advierte como un extravío del pensamiento psiquiátrico el buscar a toda costa, como sumo bien, un
estado de no sufrimiento, el rechazo de lo que se califica de displacer; asumiendo que la persona es
un ser que únicamente se mueve hacia la satisfacción de sus necesidades y que ha de evitar cualquier
tipo de tensión, tendiendo hacia un estado de equilibrio, hacia la homeostasia.

En la física, el calor se define como el desplazamiento de energía entre dos cuerpos con diferente
temperatura, para conseguir un equilibrio térmico. Si el sufrimiento se equiparara de alguna manera
con este concepto, veríamos que una parte importante de lo que calificamos como mal, depende de
la capacidad de adaptación de los individuos; así como los beduinos de los desiertos visten de negro
y beben café, provocando un aumento de temperatura corporal que los hace sentir menos calor por la
menor diferencia con el calor exterior y por la sudoración que se provoca, de esta manera, podría
decirse que la mejor manera de evitar el sufrimiento y el dolor, es provocar cierto nivel de
sufrimiento y dolor. Ese es, en parte, el sentido de la práctica ascética, del entrenamiento atlético,
endurecer el cuerpo y el espíritu. No se trata de una búsqueda masoquista del sufrimiento, sino de
una forma de aprendizaje y fortalecimiento, una forma de restar al sufrimiento su poder destructivo
sobre nosotros. Pero, de manera especial, esto sucede si se aprende a entender que en la vida, no
todo sucede conforme a la idea que nosotros tenemos de lo que debe ser la vida. La visión
egocéntrica y hedonista que prevalece, produce personas poco tolerantes a la frustración; se dice
ahora, con poca capacidad de resiliencia.

Nos horroriza el dolor, más que el mismo mal que lo provoca. Nos preocupa más el efecto que la
causa. Ya decía Epicteto que lo que más afecta al hombre no son los hechos en sí, sino lo que él
piensa acerca de los hechos. La escuela estoica (que influyó en el cristianismo y se vio influenciada
por éste), no promueve tanto la aceptación del dolor, como la aceptación de que el ser humano está
por encima del dolor, que la persona no está simplemente avasallada por él, sino que puede
levantarse en el dolor y ante el dolor y por el dolor.

Hemos sacrificado la noción del sacrificio, en aras del placer.

El hombre moderno, que asesinó a Dios, y el posmoderno, que intenta hacer de sepulturero, buscan
una salida al problema del mal, pero en este panorama hay pocas esperanzas para la esperanza, vista
como expresión del sentido trascendente, de un rumbo hacia el cual todo camine y adquiera
coherencia y significado; por ello, si no se quiere admitir ningún sentido en el universo, ni en la
sociedad, más allá de la satisfacción de las necesidades, la esperanza no es más que un vocablo que
se traduce en el deseo infantil de que todo tenga un final feliz.

LA NARRACIÓN DEL MAL

En efecto, la narrativa misma (literaria, cinematográfica, televisiva, etc.), se ha visto afectada por
este transitar ideológico, donde el terror sobrenatural, comienza a dejarle su lugar a nuevos géneros
de narraciones macabras, sustentadas ya en trastornos mentales, como en el terror psicológico y la
novela negra, ya en la explicación científica de la existencia de los monstruos, como en el caso de
los actuales zombies, que no son fruto de la brujería vudú, sino del contagio de un virus.

La literatura de terror, que surgió en su forma actual como acto de rebeldía ante la ilustración y el
entronamiento de la diosa razón, va cediendo ante la visión desacralizada del mundo. Cuando se
estaba publicando la primer enciclopedia, entre 1751 y 1765, apareció también “El Castillo de
Otranto”, de Horace Walpole, primer novela gótica (1764). Nació entonces, cierta rivalidad entre la
luz del vitral, y la que posteriormente se produjo por la bombilla, o su versión más fría de neón. A
partir del Siglo de las Luces, se pretendió terminar con la idea de una sola Luz de la fe y de su lucha
contra el mal. La novela de terror implica la penumbra y no hay penumbra sin luz. Lo que se quería
enfatizar es que el mundo es mucho más complejo que lo que puede afirmar la razón, que la razón
sola, desposeída, no salva a nadie, por ello decía Chesterton que loco no es el que ha perdido la
razón, sino el que lo ha perdido todo, todo menos la razón.

Son ahora frecuentes las versiones de vampiros y hombres lobo que no tienen una explicación
sobrenatural, sino “científica”; igual que los zombies, sólo son unos infectados. Contaminados o no,
también es factible ahora, encontrar narraciones en las que vampiros, licántropos e incluso las brujas
(perseguidas, en efecto, hasta la crueldad, durante el término de la edad media y el renacimiento), ya
no son presentados como monstruos malvados, sino como seres incomprendidos a los que la moral
caduca había arrinconado, pero superada aquella, aguardan su liberación.

La narración del mal, no se restringe a las historias fantásticas, de manera especial, llena los titulares
noticiosos.
La sociedad moderna suele reírse de la idea del hombre pecador, pero no pierde la oportunidad de
acusar al cristiano que es encontrado culpable de pecado, y exhibirle en público, como un
espectáculo morboso. Lo que importa más, no es la falta, sino la oportunidad de atacar a la
institución inventora del pecado y de la culpa. Y, en tanto espectáculo público, es importante la
capacidad de la noticia de convertirse en escándalo mediático. La falta moral y el crimen,
convertidos en producto de distribución masiva y altamente rentables. El mal no es ya un asunto de
teología, no es el nudo que hay que desbaratar en la Historia de la Salvación, es una anécdota para la
nota roja, el motor en las historias del periodismo negro. “En las redacciones policiacas se exhuman
fantasías o escriben obituarios, sin permiso de los deudos (…). En las redacciones policiacas se
inventa, difama o divaga, el adjetivo viaja en patineta (…). En la nota roja los muertos son fastidio o
recompensa”5.

Los asesinos seriales y el terrorismo contemporáneo no son entendibles sino en un entorno


mediático. Y muchas han sido las discusiones sobre el derecho a informar y la conveniencia de
publicar las atrocidades como productos para aumentar la audiencia. No ha faltado quien afirme que
la edad moderna inició cuando Jack el Destripador utilizó los periódicos como escaparate personal.

UNA CLAVE DE INTERPETACIÓN

Vemos la manifestación del mal, a través del acto perverso de un criminal y quisiéramos sentirnos
totalmente ajenos a él, pero sabemos que, aunque sea en potencia, la misma semilla germina en
nuestro interior, percibimos sus aguas oscuras bullir en nuestras entrañas; en el acto libremente
elegido, de manera importante o trivial, pero de forma clara, como la intención de rehuir al otro, de
mentirle, de utilizarle, de causarle algún daño o, simplemente, marginarlo y abandonarlo al olvido.
El mal también está en nuestro interior, ¿desde siempre o lo hemos aprendimos?

Lo que puede quedar claro, es que el acto destructivo, el mal moral provocado se origina en la
intención de degradar a una persona, mirándola como cosa. La cosificación es indispensable,
ineludible, para que se pueda gestar el acto malvado. Este es el factor común, la clave de
interpretación del mal: La persona cosificada.

La violencia intrafamiliar, el abuso laboral, el crimen, se pueden concretar sólo cuando se ha


efectuado un proceso de despersonalización. Cuando no es así, cuando el ser humano percibe que
tiene ante sí a otra persona, se inhibe la intención del mal. El violento, al trasgresor, tiene que llevar
a cabo primero, un procedimiento de despersonalización de su posible víctima, para luego poder
hacerle daño. En muchos casos, debe incluso intoxicarse pues de otra manera resulta difícil ejecutar
la agresión. La consciencia clara de estar ante una persona, con todo lo que ello implica, frena la
violencia o la malogra. Un ejemplo claro de esto son las ejecuciones legales que se han mecanizado,
precisamente para evitar el frecuente fallo humano, pues los métodos en han dependido de verdugo,

5
Monteverde, Eduardo. Lo peor del horror. Ediciones B. México 2004 Pp. 63 y 64.
han demostrado una y otra vez, su falta de eficacia. En la pena capital, ejecutada por fusilamiento, se
estableció como norma un pelotón de doce hombres; doce profesionales de las armas, ¿por qué?
Porque en el último instante, a diez metros de distancia, ante un ser humano indefenso, una persona
en la desnudez de su vulnerabilidad (sin importar que sea el peor de los criminales), los tiradores
suelen fallar.

¿Qué ocurre con los sicarios, con los matones a sueldo, con los asesinos seriales? Ellos también
tienen que transitar por un proceso para despersonalizar a su víctima.

Que la clara consciencia de estar ante una persona inhibe la violencia, es algo tan radical y fuerte,
queda de manifiesto en múltiples documentos publicados sobre lo que se debe hacer en caso de
haber sufrido un secuestro. En ellos, se apuntan como algunas de las primeras y más importantes
directrices, que la víctima debe hacer todo lo posible por mantenerse sereno, callado y hasta donde
sea posible mantener su dignidad; y tratar, por todos los medios, de establecer ante el agresor una
relación en que se le reconozca como persona, si esto se logra, las oportunidades de salir bien
librado aumentan exponencialmente.

Pero el psicópata, figura prototípica del monstruo moderno, es una persona que puede ser capaz de
los actos más crueles y atroces, precisamente por no poder ver a los seres humanos como personas y
por ello, su incapacidad para establecer cualquier tipo de vínculo. Su figura se envuelve en cierto
halo de misterio, pues no sabemos con certeza cómo surge, qué motivaciones tiene, qué lo lleva a
romper de una manera tan destructiva, oscura y turbadora, con la sociedad y, sin embargo, no
presentar los rasgos tradicionales de la locura. Puede provocar nuestra curiosidad y hasta resultar
morbosamente llamativa por su autocontrol, por su desapego, por su aparente rebeldía ante todo lo
establecido, por su minuciosidad, su perseverancia, por su disciplina, por su creatividad. Según
algunas teorías, el principal rasgo que califica a un psicópata es, como apuntamos ya, la
imposibilidad total de empatía y, por ello, de sentir culpa alguna por sus actos.

Podemos reflexionar entonces, ¿qué sucede si tenemos una sociedad que sistemáticamente
promueve la despersonalización? ¿Qué pasa cuando nos hemos imbuido en un egoísmo que nos roba
la capacidad de empatía, de compasión; un egoísmo tal que nos inmoviliza para la solidaridad?
¿Vamos por ello teniendo todos, en mayor o menor grado, algunos rasgos psicopáticos? ¿Cómo se
construye nuestro propio transitar hacia la despersonalización? ¿Cómo se abre la libertad al mal?
Una manera segura, es cuando el mal nos muerde de manera directa y no hay manera alguna de
darle sentido; entonces, luchamos con toda nuestra energía para deshacernos de él, sin importar que
sea otro al que le caiga encima. Incluso puede ser, que eso precisamente sea lo que pretendamos.

“Y si el primer efecto del mal es el sufrimiento, el segundo, o el inmediatamente ulterior, el


reactivamente subsiguiente, es implorar que cese el sufrimiento (...) y a cualquier precio cuando no
podemos soportarle ya más”6. Cualquier cosa es válida, con tal de quitárnoslo de encima. Una
primera opción es endosarlo a otro, no importa cuán ajeno sea al problema que me aqueja. En el

6
Díaz Hernández, Carlos. Op, cit. Pag. 153.
sistema educativo de México, hay maestros que, cobijados por un sindicato muchas veces inmoral y
corrupto, causan daño en las escuelas y, como resulta imposible despedirlos, se promueve
simplemente su cambio de escuela. No importa quién cargue con el mal, con tal de que no seamos
nosotros. Pero si el mal nos sigue afectando, si el sufrimiento parece intransferible, “(...) el mal tiene
que ser expiado, pide castigo y culpable. Y lo pide sin dilación, aquí y ahora. No hacerlo así sería
por paradoja colaborar con el mal, permitiendo su libre juego y expansión (…) He de reaccionar,
pues, contra el padecimiento con la misma prontitud, tratando de hacer mal al mal, destruyendo al
mal que destruye, agrediendo la agresión (…).

“El mal, por ende, ha de ser expiado, pide la cabeza de ese culpable que tanto me lastima. La lógica
de la vindicta parece aliarse contra el mal al tratar de negarle”7. De tal manera que cometeré un mal,
si me niego a hacer el mal.

“(…) La apelación a la justicia no puede ejercerse más que perpetuando la iniquidad, justificándola.
Lo peor en el mal no es, con todo, el sufrimiento, ni siquiera el terrible sufrimiento del inocente, sino
que sólo la venganza parezca poder remediarlo; en cierto sentido, lo peor del mal no es el mal, sino
la lógica de la venganza que triunfa incluso en el restablecimiento (aparente) de la justicia”8.

Cada cual velando por sí mismo, sin compromiso alguno con el otro. Muy al contrario, dispuestos
siempre para depositar sobre él todas las culpas. De pronto se vuelve a creer en la expiación, pero
siempre que sea el vecino el inmolado. “En todos los casos existe un denominador común, una
especie de pseudoescatología subterránea, cuya formulación podría ser la siguiente: Una vez matado
todo (prójimo, padres, estructuras, Dios, yo mismo, etc.) comenzaremos a amar, todo brotará ancho
y verde donde estuvo angosto y angostado. La dialéctica del cuanto peor mejor siempre incurre en la
misma falacia: Pensar que ganará necesariamente la carrera ulterior aquel que ha perdido la anterior,
por el mero hecho de haberla perdido. Pero no. Hay finales sin finalidad, y la muerte es sin retorno:
La pretensión de ir al amor por la muerte sólo conduce a la muerte del amor”9.

Con mucha frecuencia, no se llega siquiera a la pretensión del amor o la restauración, únicamente a
un parcial descanso del dolor. Cuando se ha entrevistado a las víctimas de un crimen, después de que
el criminal ha sido juzgado y condenado (incluso en casos de pena capital), afirman que si bien
consiguieron lo que buscaban, nada les repondrá lo que han perdido. No hay paz en la venganza. Así
transitamos hacia la despersonalización. Es incluso más importante el castigo que el castigado. Se
piensa que esta es la única y exclusiva oportunidad para la restauración. Pero el ojo por ojo nunca es
tal. En la lógica del mal y su expiación, nunca se busca el equilibrio. Lo que tenemos es un ojo por
nariz y ojo; el agredido no se conforma con regresar el mal recibido, el castigo rebasa la ofensa; si el
ofendido ha recibido un insulto, busca regresar dos y ante una audiencia más numerosa, para que la
humillación sea mayor.

7
Ibid. Pag. 154.
8
Ibid. Pag. 158.
9
Ibid. Pp. 163, 164.
El sufrimiento podría haber terminado, ya no hay una causa que lo sostenga, pero queda la
determinación de preservarlo para justificar el castigo. El resentimiento, paradójicamente, custodia
la ofensa, alimenta el dolor recibido. Por eliminar el dolor, se le perpetúa hasta el momento de la
venganza, así se cree cuando menos; pero para entonces, el resentido se percata, ya demasiado tarde,
que los lazos con que se ha ligado a su sufrimiento son casi irrompibles. Si el sufrimiento que hemos
recibido es muy grande, y el tiempo que lo hemos alimentado es largo, el perdón resulta casi
imposible. Siempre sospecharemos del criminal que dice que se ha rehabilitado, del alcohólico que
asegura que no bebe más, del golpeador, del infiel, del adicto; podremos constatar que sus acciones
parecen responder a una verdadera enmienda, pero creeremos que en cualquier momento volverán a
actuar como lo hicieron antes. Es más fácil entregarse a la venganza. El rencoroso, en realidad,
reduce su vida a un solo día: aquel en el cual fue dañado. El mal sufrido adquiere una categoría de
acontecimiento definitivo. El mal aniquila el alma buena y niega cualquier dignidad al agresor o al
chivo expiatorio, lo que se encuentre primero. En los dos casos hay un doble homicidio. La víctima
y el victimario están condenados, unidos en un mismo destino: la muerte en el odio.

SEMILLA DE ESPERANZA

“En el ámbito del sufrimiento, la desdicha es algo aparte, específico, irreductible; algo muy distinto
del simple sufrimiento. Se adueña del alma y la marca hasta el fondo, con una marca que sólo a ella
pertenece: la marca de la esclavitud‟.

“La desdicha es inseparable del sufrimiento físico y, sin embargo, completamente distinta (...).
Incluso en la ausencia o la muerte de un ser amado, la parte irreductible del pesar es algo semejante
a un dolor físico, una dificultad para respirar, un nudo que aprieta el corazón, una necesidad
insatisfecha, un hambre, o el desorden casi biológico originado por la liberación brutal de una
energía hasta entonces orientada por un apego y que deja de estar encauzada. Un dolor que no está
concentrado de esta forma, en torno a un núcleo irreductible es simple romanticismo, mera literatura.
La humillación es también un estado violento de todo el ser corporal, que quiere saltar ante el
ultraje, pero debe contenerse, forzado por la impotencia o por el miedo.

“(…) La desdicha es un desarraigo de la vida, un equivalente más o menos atenuado de la muerte,


que se hace presente en el alma de manera ineludible”10.

Simone Weil, conoce la desdicha; tiene un alma especialmente sensible para empatizar con el que
sufre, y ella misma la ha padecido; ese fue parte del camino de su conversión al cristianismo. Sabe
que detrás de la desdicha está el horror de un alma que se queda vacía, la insondable soledad que se
descubre en la nada. La desdicha es una de las más terribles manifestaciones del mal en nuestra vida.
Y se sufre en soledad, pues no se percibe su presencia. Pese a todo, la persona puede, debe,
conservar la capacidad de amar, incluso cuando no parezca quedar en el universo entero nada digno
10 10
Weil, Simon. Escritos esenciales. Ed Sal Terrae. Bilbao 2000. Pp. 53 y 54
de amor. Sólo el amor tiene el poder para hacer girar el rostro del hombre hacia Dios; eso es estar
perdido y haber sido hallado, estar muerto y volver a la vida. Para Simon Weil, la única esperanza
está en Dios.

“(…) Pero cuando un hombre se separa de Dios, se abandona simplemente a la gravedad. Podrá
pensar entonces que es un ser que quiere y elige, pero no es más que una cosa, una piedra que cae. Si
con una mirada atenta se miran de cerca las almas y las sociedades humanas, se verá que, allí donde
la virtud de la luz sobrenatural está ausente, todo obedece a las leyes mecánicas tan ciegas y precisas
como la ley de la caída de los cuerpos. Este saber es beneficioso y necesario. Aquellos a los que
llamamos criminales no son más que tejas arrancadas de un tejado por el viento que caen al azar. Su
única falta es la elección inicial que los ha convertido en tejas”11.

¿Es factible comunicar un mensaje de esperanza fuera del ámbito de la fe? ¿Hay alguna posibilidad
de encontrar un sentido sin hablar de Dios? ¿El hombre moderno que ha crecido en una sociedad sin
fe, tiene únicamente el camino de la desesperación? En un principio comentamos, que uno de los
aspectos que ha quedado fuera, al negar a Dios, es la idea de la redención. Sin embargo, han surgido
en diversas partes del mundo, fuertes iniciativas que la retoman. Es verdad que, en muchos casos,
detrás de estas iniciativas hay personas de fe; pero hay que aclarar que han trabajado sin dar a sus
opciones una visión confesional, lo que permite aplicarlas en ámbitos enteramente laicos. Un
ejemplo notable y hermoso, es lo que ha venido sucediendo en Colombia con las Escuelas de Perdón
y Reconciliación; vistas en un principio como una locura, están demostrado que son una locura
inteligente y bien planteada.

Lo fundamental es romper la absurda lógica del combate a la maldad con más maldad, el escape de
la cárcel del rencor, la renuncia total a la seudojusticia de la revancha. En muchos países ha
comenzado a tener buena acogida la llamada justicia restaurativa o restitutiva, sustentada en la
intención clara de salvar tanto a la víctima como al victimario. Los programas incluyen: mediación
entre víctimas y delincuentes; reuniones de restauración; asistencia a víctimas y a exconvictos;
servicio comunitario.

Los resultados no dejan de sorprender y abren puertas a la esperanza en una real y palpable
posibilidad de redención para todos los involucrados. Pero sin perdón no hay futuro, no hay
esperanza sin que se le tenga como tesoro para la paz y para la justicia, ya que:

 “con el perdón (porque todo es distinto tras la ofensa), nos enfrentamos con el otro, pero
también con nosotros mismos en tanto que otro.
 “El perdón nos devuelve al presente vivo, nos libera del pasado y de la angustia del futuro,
porque rompe la ley de la deuda.
 “Perdonar es perder el derecho por amor ganado en amor sin derecho.
 “Perdonar es no matar nada, sino revitalizar por el amor lo que estaba muerto por el odio.

11
Ibid. Pag. 62.
 “Perdonar es quererse a sí mismo para querer a los demás (…) ¿Cuántos se han visto
reducidos a la desesperación a la vista del daño causado? Tomar conciencia del daño
causado es terrible, no en vano se ha dicho que hacer el mal resulta peor que soportarle”12.

En la Universidad de Columbia, el psiquiatra forense Michael Stone, ha investigado por años a los
peores criminales conocidos, y algo que le ha intrigado siempre es si existe o no la posibilidad de
redención, a partir de un cambio profundo y radical. En esta misma rama de estudio, son muchas
más las voces que proclaman que el asesino lo será por siempre, que la impronta de haber quitado
una vida, no desaparece nunca. Por eso resulta interesante y alentador el estudio sobre la redención
entre asesinos.

Billy Wayne Sinclair, asaltó un comercio y disparó en contra del empleado, luego permaneció en el
lugar, sin hacer nada, sólo para verlo morir. Por eso lo halló la policía; fue capturado, juzgado y
condenado. En los muchos años que pasó en la cárcel, hizo amistad con el recluso de la celda que
tenía a un lado. Su amigo, no puede soportar la vida en la cárcel por lo que decide anunciar un
intento de suicidio; se lesionó a sí mismo, pero siguió hablando con Sinclair. Éste, pudo evitar la
muerte de su amigo, pero no lo hizo. Ese acontecimiento lo transformó por dentro. No es un muerto
cualquiera, es un conocido, es un amigo, es una persona: “lo dejé morir; se puede decir que siendo
yo parte de ese suicidio, yo ayudé a matar a Billy Ray, y no hay nada en este mundo que pueda
corregir eso (…) en ese momento me di cuenta de lo que había hecho”. La toma de conciencia y el
enfrentamiento ante algo irreparable, le ayuda a iniciar un cambio, otro paso importante se da
cuando conoce a una reportera que le impacta por su forma de ver el mundo, por su amabilidad y
desinterés para ayudar a otros, para ayudarlo a él. Se casaron mientras él todavía estaba en prisión y
ella emprendió una lucha legal para liberarlo; lo logró después de 20 años. El empeño, la
generosidad, la sinceridad de ese amor, lo sobrecogen, se siente conmovido, y saberse el destinatario
de ese amor, le provoca un sano temor a no fallar, a ser capaz de responder a lo que ella cree de él, y
se obliga a sí mismo a cambiar. El tercer factor para su transformación, fue enfrentar la
responsabilidad por sus actos. Esto sucedió en una audiencia para su posible liberación, ahí tuvo la
oportunidad de ver al padre del joven a quien él había asesinado, estaba desolado y lo incriminaba:
„él mató a mi hijo‟; este encuentro es un hecho definitivo para Sinclair, quien se perturbó
profundamente: „el padre (…) estaba ahí, en una silla de ruedas, fue la primera vez que lo vi como
un ser humano real, y estaba llorando (…), fue en ese momento que me di cuenta de lo que había
hecho (…) maté al hijo de ese hombre. No maté a un empleado. Por primera vez en mi vida, y es
una lástima, es una vergüenza que haya necesitado 25 años para comprender de verdad en términos
humanos concretos, en términos morales lo que hice la noche del 5 de diciembre de 1965 (…).
Aunque yo asuma toda la responsabilidad nada será suficiente para que alivie lo que ese hombre
sufre‟.13.

12
Díaz Hernández, Carlos. Op, cit. Pag. 169.
13
Tomado de la serie de documentales Índice de Maldad, sobre el trabajo del Dr. Stone, producido por Discovery
Channel entre 2006 y 2008. http://www.youtube.com/watch?v=nTr_CSlqY3U
Se dice que no hay fuerza más poderosa que el amor, y el perdón es una manifestación del amor que
no tiene sustituto en el camino de la redención.

Esta última anécdota me parece especialmente clarificadora para el tema que nos ocupa. Un hombre
marcado por el egoísmo, en una sociedad despersonalizada y despersonalizante, hace de Caín
asesinando a su prójimo y no siente, en un principio, ningún remordimiento, porque este próximo
está demasiado lejano. Pero su situación cambia en un primer momento cuando muere junto a él, su
primer contacto verdaderamente humano y él sabe, ahora sabe, que la ignorancia del dolor ajeno
también mata; muerto su amigo, escucha quedo como un murmullo el cuestionamiento eterno, y el
susurro pasa a convertirse en una voz potente que le cimbra: ¿dónde está tu hermano? Viene la toma
de conciencia y percibe su pequeñez y su miseria, exaltada en el contraste del amor gratuito e
incondicional de una mujer que, ante su asombro, lo dignifica con su mirada. Por último viene la
confrontación (que hubiera sido inútil antes, por no haber estado él preparado), con un nuevo
hermano, con su consciencia, con su pecado. Finalmente, la redención, insólita en esta época, pero
posible, real, cuando se transita el camino completo.

Hemos realizado un recorrido muy rápido y a trompicones, para aproximarnos al problema del mal,
en un mundo sin Dios. Un mundo de contrastes, con sobras pesadas y densas, pero con ases de luz
brillante que se filtran e iluminan nuestro entorno con tonos de esperanza. Son cada vez más
numerosas las voces que se alzan cantando en favor de la persona, voces que proclaman la belleza
de la dignidad, del amor y la comprensión, de la fraternidad que nos debemos, que nos hace
responsables unos de otros, no como una carga terrible, sino como una alegre vía de liberación de la
cárcel de nuestro egoísmo.

Puede ser que la sociedad actual no crea en Dios, pero a Él no le hace falta, porque Él sigue
confiando en el hombre y en su corazón ha colocado la semilla del amor y del perdón.

Para el creyente, para el cristiano, el sentido redentor del dolor no está únicamente en ofrecer el
sufrimiento para unirlo al sufrimiento de Cristo, sino, sobre todo, en trabajar por erradicar las causas
del sufrimiento, en tenerlo como acicate para tender manos, convirtiéndolas en instrumentos en las
manos de Cristo, para salvarnos, salvando a otros.

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