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HISTORIA DE LA MÚSICA III – TEÓRICOS/2018

El Nacimiento de la Historia y la Interpretación

Gerardo Guzman

Agamben afirma: “Cada cultura es ante todo una determinada experiencia del tiempo y no
es posible una nueva cultura sin una modificación de esa experiencia.”
(G. Agamben: Infancia e Historia, pag. 129).

En este marco, la Historia es el devenir desde una temporalidad posible. Pero el tiempo
supone también un espacio de actuación.
Las relaciones entre Tiempo y Espacio han sostenido ingentes conflictos a lo largo de
Occidente. La dificultad humana de representar especialmente el tiempo, se ha apoyado en
sustitutos espaciales, concluyentes en una especie de reemplazo encomiable, aunque
también metafórico.
Desde Oriente y la antigüedad griega, al menos hasta Aristóteles, el sentido temporal es
circular y de algún modo inamovible. Las nociones de Ser inmutable, influidas no sólo por
la filosofía presocrática, sino sobre todo por Platón, postulan una autenticidad de lo fijo y
recurrente, a un punto ideal. En esta idea del tiempo, la dirección y la vectorialidad son
procesos cuestionados; al mismo tiempo no tienen principio ni fin.
La Historia así imaginada se revela como un continuo puntual e infinito, cuantificado en
meros accidentes o instantes sucesivos, que siempre se fugan hacia el siguiente.
En esta concepción los problemas de la Historia son equivalentes a los argumentos de la
Física.
Pero es real que también desde la cultura griega, devienen diferentes concepciones del
tiempo.
En la Grecia clásica Aión era la medida del tiempo primordial, originario, especie de fuerza
vital, plena, eterna, mientras que Chrónos aludía a una duración objetiva, mensurable y
continua; el espacio tiempo entre la vida y la muerte.
Kairós, por su parte, divinidad menor, especie de daimon, daba cuenta de un concepto de
alineación y de oportunidad en la fortuna: el tiempo del mejor provecho, el tiempo ganado.
El acontecimiento justo. Como tal, se asociaba a los viajes, a las artes, a la guerra, y a los
emprendimientos diversos. En algún sentido, remitía a la segmentación de Chrónos.
“En un célebre pasaje del Timeo, Platón presenta la relación entre chrónos y aión como una
relación entra copia y modelo, entre tiempo cíclico medido por el movimiento de los astros,
y temporalidad inmóvil y sincrónica.
Lo que nos interesa no sería tanto que, en el curso de una tradición todavía persistente, se
haya identificado aión con eternidad y chrónos con el tiempo diacrónico, sino más bien el
hecho de que nuestra cultura contenga desde sus orígenes occidentales una escisión entre
dos nociones diferentes de tiempo, correlativas y opuestas.”
(G. Agamben, op. cit. pag. 105).

Entre otros tantos legados del pensamiento clásico, las cuestiones del tiempo cursaron un
espeso núcleo de contenidos, asimilados y reorganizados en el estatuto medieval.
Para la Edad Media, glosa gigante del pensamiento antiguo, la temporalidad no se aparta en
muchos casos de las concepciones griegas, especialmente las de Platón, Plotino o
Aristóteles.
“Lo que importa a los hombres de la Edad Media no es lo que cambia, sino lo que perdura.”
(Guido Indij (ed.): Sobre el Tiempo, pag. 219).

Por otro lado, es un argumento habitualmente aceptado que el Cristianismo y su relato del
Génesis, con el consiguiente recorrido emprendido por la humanidad hasta el Juicio Final,
implantan en Europa una dimensión lineal, reacia a aceptar la concepción circular
grecoromana. De esta forma se observa como este modelo afecta de manera diversa,
continua y progresiva el sentido temporal del Occidente postcristiano.
El temprano y ambiguo tópico medieval fuga mundi, así como los reinstalados beatus ille y
carpe diem, confluyen en la noción de movimiento vectorial hacia un punto inexorable,
acción que deja atrás a la felicidad y a la juventud. El primero de estos axiomas se vincula
directamente con la salvación del alma y la huida del tiempo hasta la consumación del
Apocalipsis, y luego la Resurrección.
Por otra parte, la circularidad y recurrencia de los procesos temporales verificados en las
estaciones del año, las acciones comunitarias efectuadas de acuerdo a estos calendarios
naturales, y la casi ausencia de objetos otorgantes de procesualidad temporal, confieren al
individuo medieval esa “inmovilidad” o “repetición”, aseverativas de un universo que sólo
se modificaba, en tanto éste se promovía como gestor desenmascarante de ciertos
fenómenos físicos.
Por ello y dentro de esta perspectiva, Hannah Arendt infiere que la cuestión de la linealidad
medieval no se estatuye como una concepción absolutamente hegemónica. Según la autora,
el criterio rectilíneo parecería más bien un asunto principalmente cercano a la esfera de lo
religioso, y no tan evidente en el devenir profano.
En consecuencia, sobre la nueva promoción de un tiempo largo, la circularidad procesual
continuaría estableciendo ciertas convenciones y dualidades históricas, afines con el
pasado.
Por su parte, en La Ciudad de Dios (c. 426), San Agustín inaugura el sentido lineal hacia el
fin y la salvación. De hecho, como afirma el teólogo, Cristo no volverá a morir jamás, y la
extensión del tiempo, es la extensión hacia una finalidad recta, que se fundirá en el
encuentro del alma humana con el espíritu santo y redentor de aquél.
No obstante, el resto de los acontecimientos humanos, sus contingencias y acciones diarias,
no merecen en el escritor una formulación de relato, sino la caducidad de una simple
crónica.
Por ende y una vez más, la referencia al modelo grecoromano se percibe latente y fuerte.
En este ámbito, el tiempo es una dimensión interior, ambigua, entre pasado, presente y
futuro. El paso del tiempo implica un perpetuo dejar de ser ante un futuro incierto
ontológicamente. La única certeza de futuro es la linealidad que propone Cristo.
Comenta Arendt:
“Lo realmente importante es que tanto la historiografía griega como la romana, por mucho
que difieran entre sí, dan por sentado que el significado o, como dirían los romanos, que la
lección de cada acontecimiento, acción o suceso se revela en sí misma y por sí misma. Lo
cual, por supuesto no excluye ni la causalidad ni el contexto en el que algo ocurre; la
antigüedad es tan consciente de éstos como nosotros.
Pero causalidad y contexto son contemplados bajo la luz que proporciona el propio
acontecimiento, y que ilumina un segmento específico de los asuntos humanos.
Éstos no se conciben con una existencia independiente, de la cual, el acontecimiento sería
sólo una expresión, más o menos accidental, y, a pesar de ello, adecuada.
Todo lo hecho u ocurrido contiene y revela su cuota de significado “general” dentro de los
límites de su forma individual, y no necesita de un proceso de desarrollo total o de
sumergimiento para ser significativo.”
(H. Arendt: De la Historia a la Acción, pags. 47 - 48).

Los anteriores argumentos se inscriben dentro de lo señalado en la Primera Parte, respecto a


los problemas entre lo uno y lo múltiple. Bajo estos contextos, el de los antiguos y el de los
medievales, debe siempre recordarse que los hechos de los hombres y mujeres, se
contrastaban con una teogonía y mitología de orden superior a sus entidades particulares o
comunitarias. Estos mapas gigantes de historicidades, destinos y proverbios, configuraban
no sólo las bases históricas de un territorio y una cultura, sino que reducían las acciones de
los humanos a meras operaciones factuales e inocuas, efectuadas por seres desvalidos, de
inferior consistencia ontológica y vida endeble.
Los actos humanos estaban enmarcados por su porción de libertad o su libre albedrío; la
llama divina de su existencia era leve y frágil, y se enfrentaba a un permanente conjunto de
dogmas, mandatos o caprichos de las deidades.
Tal vez por ello, los hechos de estos pasados encarnados por hombres, nunca tuvieron para
sus contemporáneos, el valor monumental, digno o modélico que alcanzaron luego, en las
interpretaciones de la Modernidad.

En este sentido, la actitud de San Agustín resulta clara cuando sostiene que la idea de la
Historia religiosa tiene acabada significación, por fuera de los eventos particulares contados
en una narración cronológica y profana.
El filósofo permanentemente masculla dudas relativas al tiempo circular de los antiguos y
la nueva linealidad que propone para Occidente, la puja entre entre aión y chrónos.
Por ello su concepto temporal se afirma en la más grande y abigarrada Historia de este
mundo, la llegada y la promesa de Cristo: “…. cuando la eternidad, por así decirlo
interrumpió el curso de la mortalidad humana.”
De este modo: “Nunca dio por supuesta tal unicidad para los acontecimientos seculares
ordinarios, como hacemos nosotros (…).”
“Para los cristianos, así como para los romanos, el sentido de los acontecimientos seculares
descansa en su carácter de ejemplos que probablemente se repitan, de modo que la acción
podría seguir determinados modelos estandarizados.”
(H. Arendt, op. cit. pag. 49).
“La historia profana se repite a sí misma, y el único relato (story) en el que los
acontecimientos únicos e irrepetibles tienen lugar acaba con el nacimiento y la muerte de
Cristo. Después de lo cual, los poderes seculares surgen y decaen del mismo modo que el
pasado y surgirán y declinarán hasta el fin del mundo, pero ningún hecho, ninguna verdad
fundamental será ya revelada. En toda la filosofía verdaderamente cristiana el hombre es un
“peregrino en la tierra”, y este simple hecho lo separa de nuestra conciencia histórica.”
(H. Arendt, op. cit. pag. 50).
Ciertos hitos europeos como el crítico tránsito de la humanidad hacia el año mil, hicieron
reflexionar a los historiadores medievales: monjes y clérigos, respecto a esta linealidad.
Duby habla de un renovado interés por la Historia, luego de la caída definitiva del
renacimiento carolingio y el posterior período casi oscurantista, en el que se retraen el
interés por la lectura y escritura.
A partir del décimo milenio, cartas, anales, crónicas, libros de milagros e historias, resurgen
como las formas escritas, redactadas en monasterios y órdenes eclesiásticas en Francia,
Italia o Alemania. En ellas, quedan plasmados diversos testimonios, en acuerdo a tres
principales historiadores y filósofos latinos: Tito Livio, Tácito y Cicerón. De todas formas,
estos relatos guardan siempre una expectación diríase pasiva y confiada en un tiempo en el
que la comunidad cristiana, “el pueblo de Dios”, se desenvuelve, lenta, tranquila y
entregada a un destino trascendente a cumplir. El interés por lo cotidiano, es prácticamente
inexistente, salvo hechos insólitos o importantes atribuidos y/o efectuados por los reyes,
señores o monjes, tal el caso de las Cruzadas.
“Porque el cristianismo sacraliza la historia, la transforma en teofanía. En los monasterios,
que fueron los principales focos culturales de la época de Carlomagno y que volvieron a
serlo en el Año Mil, la práctica de la historia se integraba con toda naturalidad en los
ejercicios religiosos.”
(G. Duby: El Año Mil, pag. 15).

Sin embargo, en el hombre medieval puede presumirse una incorporación internalizada de


sus propios actos, en un recorrido que puede denominarse temporalidad, especie de germen
de un subjetivismo psicológico, respecto a un tiempo cronológico.
Esta idea, crecerá en Occidente de modo manifiesto, especialmente a partir del siglo XII,
una vez más con la llegada del mundo gótico (recuérdense las nociones de ser y estar).
Tal como se viene señalando, dicha subjetividad se acercará indistintamente a un tiempo
lineal, o se refugiará en circularidades remitentes de pasados, auxiliada por figuras
metafóricas; así los casos de la “fertilidad” y la “emanación” de Meister Eckhardt o “la
oscuridad del alma”, presente en la mística de San Juan de la Cruz. 136
136 La linealidad histórica implicará casi inmediatamente la voluntad de escandir y organizar el tiempo, de
buscar fechas, ordenar calendarios y determinar con ellos los acontecimientos trascendentes.
La necesidad de segmentar y periodizar la historia es un proceso moderno, que se instala tomando como
partida una primera y clave indicación, que en algún punto no sólo pauta el comienzo de la historia, sino de
todo Occidente, esto es, la fecha ya concebida por la Patrística del nacimiento de Cristo.

Ya en la Modernidad asumida y fraguada de los siglos XVIII y XIX, Agamben declara:


“La concepción del tiempo en la edad moderna es una laicización del tiempo cristiano
rectilíneo e irreversible, al que sin embargo se le ha sustraído toda idea de un fin y se lo ha
vaciado de cualquier otro sentido que no sea el de un proceso estructurado conforme al
antes y el después.
Esa representación del tiempo como homogéneo, rectilíneo y vacío surge de la experiencia
del trabajo industrial y es sancionada por la mecánica moderna, que establece la primacía
del movimiento rectilíneo uniforme con respecto al circular.”
“El antes y el después, nociones tan inciertas y vacuas para la Antigüedad y que para el
cristianismo sólo tenían sentido con miras al fin del tiempo, se vuelven ahora en sí y por sí
mismas el sentido, y dicho sentido se presenta como lo verdaderamente histórico.”
(G. Agamben, op. cit. pags. 137 - 138).
En la Primera Parte, se reflexionaba también acerca del proceso de paulatina secularización
que realiza Occidente, en relación al atajo generado en el campo profano, como destitución
del principio epistemológico del cosmos religioso medieval.
El movimiento de secularización se vuelca sobre el nacimiento de la política moderna, en
tanto imposición estatal, como régimen regulatorio de las cronologías sociales, y a partir de
la concepción y aplicación de leyes, códigos, modos laborales y relaciones generales de la
vida pública y privada. Este hecho fragua ciertamente como un elemento medular, atento a
destacar e interpretar el cambio en las condiciones de temporalidad, perpetuidad e
historicidad que rodea a las nuevas sociedades, y que Agamben recién describe.
En la Edad Media, la eternidad se concebía como la permanencia de los humanos en su
camino hacia Dios, estampados sobre un mundo y vida temporal perecederos.

En la Modernidad (luego de las asunciones dogmáticas y escépticas de la ciencia, la


futilidad de la vida personal, la desesperanza y la muerte absoluta consagradas por una
desconfianza metódica, clínica, laica y racional), la esperanza de la eternidad reposa en el
proceso político de la Historia.
Se cambia así la eternidad de la vida por la eternidad de la Historia: su destino llevado a
cabo en forma totalizante, se encabalga una vez más por sobre lo personal. La eternidad,
concebida inicialmente desde la religión y luego la política, pasa definitivamente a la
Historia. Pero esta historia laica también necesita de un origen, de un comienzo. El planteo
de los mitos de la ciencia, de la evolución y el progreso se relaciona con ésto.
Arendt reflexiona al respecto y asimismo explicita:
“El concepto moderno de proceso, dominante tanto en la historia, como en la naturaleza y
la ciencia, separa, mucho más profundamente que cualquier otra idea, la época moderna del
pasado.
Para nuestra moderna manera de pensar nada es significativo en sí mismo y por sí mismo,
ni la historia ni la naturaleza tomadas como un todo, ni tampoco los sucesos particulares en
el orden físico o los acontecimientos históricos específicos.”
(H. Arendt, op. cit. pag. 47).

El nacimiento de la Historia en los tiempos modernos y en particular en el siglo XIX, se


afirma de esta manera como un nuevo humanismo, obligado a mirar al pasado no en
términos de imitación o respetuosa advocación, sino para comprobar que éste,
definitivamente está superado. Lo que queda de él puede perderse o validarse en el
renovado modo de plantear los acontecimientos históricos, a fin de interpretarlos y darles
oportuna y pertinente eternidad.
El dispositivo escrito e histórico supuesto por Kant y Hegel, constituye el elemento por el
cual la permanencia de la Historia se condensa; esta narración es el testimonio
hermenéutico que garantiza causalidades, continuidades o rupturas, pero siempre incluidas
en una vectorialidad que trasciende los hechos individuales.
Ambos autores desconfían aun de la política y de las acciones aisladas de los hombres, a
veces discontinuas, incoherentes y fútiles, por fuera de un manto general de comprensión y
significado. La narratividad discursiva visibiliza así en el marco de la Historia, la condición
de la perpetuidad.
Esta visión será esencialmente dialéctica, dado que para asumir lo eterno, el proceso del
tiempo histórico deberá apoyarse y reconciliarse en alguna forma con el pasado.
En este contexto, el Romanticismo del arte y el mito, serán llamados a ubicarse como
exponentes y contenidos de lo eterno; la eternidad del cambio sobre un pasado superado, en
medio de una existencia individual condenada a la extinción.

Finalmente, y en lo que concierne al campo metodológico, la Historia Moderna conducirá


al artista o al especialista, diríase por primera vez (o en todo caso como inédita
perspectiva), a establecer y dimensionar una panorámica mirada del completo pasado de
Occidente, construida entonces, no sólo como negación conciente del principio ritual y
sincrónico, sino, además, alejada de la crónica que sólo anuda actos y acontecimientos. En
su reemplazo se fortalecerá el relato retrospectivo, y al mismo tiempo diacrónico,
teleológico, causal y selectivo, encarnado en un historiador. Como señala Agamben, este
relato se incluye en un extenso y panorámico proceso, por lo cual ningún evento, en su
diacronía o sincronía, de hecho, instancias no excluyentes, podrá observarse y entenderse
por fuera de un movimiento general, y nunca sólo como un ahora puntual; en todo caso
este ahora constituirá un camino transicional, racional y continuo (Agamben, 2011). 137
137 El discurso de la música, sus niveles formales asociados a la recuperación, o a la continuidad perpetua, se
ponderarán como formas vinculantes de estos aspectos históricos de lo eterno, a su estructura cronológica. En
correspondencia con los relatos míticos, no sólo como contenido argumental sino esencialmente en su
estructura propia, la temporalidad material y argumentativa de la música, visualizada en sus niveles
diacrónicos y sincrónicos, aportará a su narratividad rasgos de valor paradigmático.

Es interesante advertir empero, que, como afirman Lévi - Strauss o el mismo Agamben, los
procesos opuestos no desaparecen. En el mismo momento de emergencias de originalidad,
establecidas en los ámbitos de la producción, las ritualidades se fijan en varias instancias
anexas: en la búsqueda de precisión sincrónica de los textos, en la eliminación voluntaria
del azar en las interpretaciones, en los espacios y acciones de la performatividad, o en todo
caso en las visiones poéticas múltiples, tal el caso de la estética wagneriana.
En esta mirada, las experiencias académicas del siglo XIX resultan modélicas.

Acerca de la Interpretación

Comenta Foucault: “La gran obsesión que atravesó el siglo XIX, como se sabe, fue la
historia: temas del desarrollo y de la detención de procesos políticos y culturales, temas de
la crisis y de los ciclos, temas de la acumulación del pasado, gran sobrecarga de muertos,
enfriamiento amenazador del mundo. El siglo XIX encontró en el segundo principio de la
termodinámica lo esencial de sus recursos mitológicos.”
(M. Foucault: El Cuerpo Utópico. Las Heterotopías, pag. 63).

El problema de la temporalidad, vector principal del dinamismo de la Europa moderna, se


visibiliza en este relato que empieza a construirse con proyectos interpretativos del “ayer” y
anuncios fulgurantes del futuro.
Al mismo tiempo tiende a sistematizarse una inexplorada noción de Interpretación (al igual
que se cristalizan los principios burgueses de la Cultura y del Arte), realizada a partir de los
propios postulados del Romanticismo, y más tarde del Positivismo, promotora de los
conceptos de afectivización, sublimidad estética y progreso tecnológico, así como de la
propiedad intelectual de la obra, generadores a su vez de un trabajo de ediciones y
revisiones de estilos anteriores, efectuados con los criterios normativos del siglo XIX.
Por esta razón Foucault distingue claramente explicación de comprensión.

Para la Modernidad clásica, la búsqueda reduccionista del mundo al plano de la ciencia,


radicaba en encontrar explicaciones matemáticas que convirtieran las múltiples otredades a
identidades, las diferencias fenoménicas a similitudes epistemológicas. El axioma que
parecía regular las investigaciones era: “esto se explica así.”

En el siglo XIX la comprensión del mundo se instala como una nueva manera de acceder a
él. No importa tanto el lenguaje o el método empleado, como el grado de profundidad,
penetración, ambigüedad, agudeza y hasta laceración del objeto en pos de su asimilación y
reverberación subjetiva. La transparencia entre el humano, el objeto y un método implica
ahora un involucramiento racional, pero también anímico y espiritual. No hay conocimiento
sin una debida apropiación, intelectiva, discursiva, corporal o afectiva, incluso pragmática o
trascendente. La ética será alcanzada con rudimentarios discursos, que a menudo la
trasgredirán.

El mundo no pretende ser clasificado o analizado sólo en términos taxonómicos y


especulativos. La demanda comprensiva es proyectual o cercana, epidérmica o estructural,
pero siempre atenta a una participación integral y abisal del individuo.
Lo que la explicación es para Descartes o Kant, la comprensión lo será para Nietzsche o
Freud.
El “esto se explica así” muta posiblemente a “esto se comprende cómo”.
Se deduce que, para este tema, la figura de Hegel será detonante y determinante.
En una concisa explicitación, el pensador alemán postula en su filosofía, la “pérdida” de la
autonomía aristotélica del Ser, un ser definido por sus esencias y accidentes, y en algún
sentido inmóvil, aislado y absolutamente propio.

La dialéctica hegeliana (ya previamente expresada a propósito del tratamiento de la forma


sonata), impelirá a este Ser a una dimensión racionalmente móvil, continua, redefinida y
proyectiva, formulada en sus tres instancias estructurales: tesis, antítesis y síntesis. En este
circuito, el Ser ya no será su sólo Ser, sino que para devenir tal, deberá enfrentarse a una
refutación cognitiva.
El Ser se definirá por la reconciliación ocurrida entre su afirmación y su negación; en este
juego de espéculos y comparaciones, todo establecimiento a priori deberá ser contrastado
con un argumento opositor. El Ser, será siempre producto de un contacto dinámico con
otro. Como es sabido, este proceso es vectorial hacia el infinito.
Para Hegel, lo infinito es lo ideal, ya que la síntesis especulativa de ambos términos
previos, se concibe a sí misma luego, como origen o tesis de otro proceso a iniciar. De este
modo, la linealidad del proceso está configurada por rulos dialécticos que se encadenan
indefinidamente. La interpretación, a partir de este principio hegeliano como proceso
explicativo del mundo, cobrará en el siglo XIX, un recorrido que no se detendrá en su
abarcabilidad hacia todos los procesos del hombre, sean estos filosóficos, lingüísticos,
políticos, religiosos, sociales o culturales.
Respecto al tiempo, en la concepción del filósofo alemán, el ahora se postula como una
noción tomada paradojalmente, según Agamben, de Aristóteles: el ahora como punto.
Ese ahora no es más que el pasaje de su ser a la nada y de la nada a su ser; es la eternidad
como presente verdadero. Hegel concibe de este modo al tiempo como negación y
superación dialéctica del espacio.
“Mientras que el punto espacial es simple negatividad indiferente, el punto temporal, o sea
el instante, es la negación de esa negación indiferenciada, la superación de la “inmovilidad
paralizada” del espacio en el devenir. En tal sentido, es negación de la negación.”
(G. Agamben, op. cit. pag. 140).

Es evidente que este proceso aparece como impulsor definitivo de una historicidad “hacia
adelante”. Pero es un proceso, tenso, inquieto y penoso. Es el proceso de la angustia
moderna.
Los desarrollos de Hegel y Marx y luego de Comte, reflejan desde perspectivas diferentes,
este proceso de encabalgamiento del hombre en la historia, una especie de construcción
volitiva, conciente y continua de un mecanismo complejo y abarcativo que “se mueve
solo”, pero que el individuo y las sociedades manipulan y conforman.
Al referir al Progreso, se indicaron las diferencias entre Hegel y Marx, respecto a la
transferencia de éste último del plano eidético y diríase teórico del concepto hegeliano, a la
visión propedéutica y fabril de la historia, como finalidad y fin de la acción humana, al
decir de Arendt, de la acción a la fabricación.
“Lo que distingue la teoría de Marx de todas las demás en las que la idea de “construir la
historia” ha encontrado un espacio, es sólo que fue el único en darse cuenta de que, si
tomamos la historia como objeto de fabricación o de construcción, llegará el momento en
que este “objeto” estará acabado, y que, si imaginamos que podemos “construir la historia”,
no podemos evitar que, en consecuencia, se dé un final de la historia.”
(H. Arendt, op. cit. pag. 62).

Final y paradojalmente, la historia no puede captarse en el momento sino sólo como


proceso global, como un relato inteligible y hermenéutico de una serie de acontecimientos
que validan y dan cuenta, no tanto de su devenir, como de su cambio dialéctico, de su
desarrollo y progreso hasta un supuesto infinito; de otro modo, la angustia sería
insoportable. Bajo la influencia de las ciencias biológicas, las nociones de progreso,
evolución y desarrollo se imponen como categorías rectoras del saber histórico. De allí el
recorte fundacional de la disciplina, que deja afuera otro saber, otro posible progreso que no
sea el verificado dentro de las instancias consagradas como propedéuticas a aquél. El
Positivismo y el Pragmatismo se estatuyen como paradigmas de esta concepción. Otras
argumentaciones conexas contribuyen a comprender las ideas históricas e interpretativas,
desde un tiempo posterior al decimonónico.

Se retoman las ideas de Saussure, ya consideradas en el tratamiento del mito que se hiciera
igualmente la Primera Parte y también recién, al señalar las temporalidades planteadas en el
Timeo platónico, o en San Agustín.
Aplicados a los procesos históricos, los principios diacrónicos y sincrónicos saussurianos se
descorren a una idea procesual por la que la temporalidad lineal, continua o segmentada se
implica desde un lenguaje - historia ligado al nivel de la diacronía; el espacio, en su
apariencia fija y simultánea, a la sincronía.
Por ello, a partir del siglo XIX, el relato mítico, referido en el rito en espesor, inmóvil,
circular, autoreflexivo y sincrónico, “deja paso” en términos hegemónicos, al relato
histórico, en todo caso al decir de Agamben, al juego, como interpretación diacrónica de un
nuevo modo de “narrar”, impulsado en un vector cambiante, modificable e imparable. Se
aludía en secciones previas a la capacidad historizante de las sociedades, toda vez que sus
nociones de relato podían implantarse sobre una diacronía y una estructura lógica -
racional, hecho ciertamente moderno, aunque asimismo recorrido por dudas y quiebres
conceptuales y pragmáticos.

En las oposiciones siempre dinámicas entre sincronía y diacronía comenta Agamben:


“Si tal como es aceptado por todos los antropólogos, cosa que los historiadores no tendrían
dificultades en admitir, la historia no es el patrimonio exclusivo de algunos pueblos, frente
a los cuales otras sociedades se presentarían como pueblos sin historia, no es porque todas
las sociedades estén en el tiempo, estén en la diacronía, sino porque todas las sociedades
producen distancias diferenciales entre diacronía y sincronía; en todas las sociedades lo que
aquí hemos llamado rito y juego, están funcionando para instituir relaciones significantes
entre sincronía y diacronía.”
“Si se representa el devenir histórico como una pura sucesión de acontecimientos, como
una absoluta diacronía, se está obligado, para salvar la coherencia del sistema, a suponer
una sincronía oculta que actúa en cada instante puntual (sea que se la represente como ley
causal o como teleología), cuyo sentido sin embargo se revela sólo dialécticamente en el
proceso global.”
(G. Agamben, op. cit. pags. 107- 108). 138

138 Para los tiempos de Hegel estas cuestiones de historicidad mundialmente irradiada, eran todavía materia
de seria duda y discusión. Se mencionarán más adelante algunas de sus opiniones al respecto.

Si el mito es palabra, el rito es acción resguardante y estática de lo hablado y vivido.


Por su parte, el juego actúa como una mediación incompleta que destituye y altera tal
fijeza, y reemplaza en performatividad creativa, móvil, imaginante y en cierta forma
ficcional e ilusoria, la condición sagrada inicial de este circuito (ludus e ilusión provienen
de la misma raíz).

El rito y el juego tendrán entonces una importancia fundamental, dado que, en sus
estructuras operativas, se verificarán las transacciones correspondientes a la futura
interpretación. Ellas impregnarán procesualmente tanto a los miembros de una sociedad,
como específicamente en otros contextos, a los artistas intérpretes, a las audiencias, y a las
acciones públicas que las mismas efectúen alrededor de un objeto - juguete estético.
Desde esta mirada dinámica, el paradigma moderno y hegemónico de Europa favorece a las
obras y autores que detentan caracteres de novedad, originalidad, progreso y vanguardia.
Esta cuestión de lo original, como uno de los índices preferidos del progreso, representa
nada más y nada menos que la posibilidad de performativizar, en última instancia de jugar
con un objeto - código - regla, que la sociedad impone como modelo a seguir.
Sus posibles desvíos, la presencia del rompimiento de ciertas reglas por el azar, los avances
y contraimágenes propuestos, resultan de la factibilidad de la capacidad varacional de dicho
modelo, redundante en el proceso de hacer sucumbir el rito estático y sincrónico, a fin de
transformarlo en juego, dinámico, eventual y diacrónico.
Dichos aspectos, proponen la retroalimentación del sistema político, social, económico y
cultural en formas articuladas con el pasado desde tres perspectivas posibles: como planteo
de una búsqueda de superación, como vivencia y excedencia de contenidos de orden mítico
supuestos sobre el rigor racional, y como transparencia de los niveles tensionantes entre
discursos estables tradicionales, y novedosos y vacilantes, a modo de una totalizante
entropía.
Las cuestiones remitentes a las prácticas culturales en los ámbitos de las ritualidades o
juegos, definirán también, posibles estrategias o procesos de detenimiento o modificación.
Teatros, museos, conservatorios, recitales, óperas, conciertos, instancias deportivas,
exposiciones, performances, happenings, entre otras tantas actividades, ámbitos y
manifestaciones culturales comunitarias, propiciarán los espacios posibles de emergencia
de actividades rituales o lúdicas.
Las nociones de interpretación de un elemento ritual, o de un objeto juguete, confirmarán
en mayor o menor medida la primacía de lo sincrónico o diacrónico.
Las apropiaciones que los artistas en general y músicos en particular tengan de estas
acepciones, encarnadas en autores, partituras o modelos heredados, articularán fatalmente
el lugar ocupado en el campo interpretativo. Desde el anonimato y la inmovilidad códica de
la Edad Media, hasta la afanosa búsqueda de yoicidad y cambio de la Modernidad, podría
verificarse una tendencia generalizada del juego - diacronía.

Para Foucault, en el ya comentado texto Nietzsche, Marx, Freud, el problema histórico


actual, se enraiza y ramifica en la obra, y a partir sustancialmente de estos tres autores.
Obviando especificaciones, seguramente excesivas para este trabajo, se comenta
brevemente que lo que aportan aquéllos para una visión inédita del mundo es el sentido
inacabado, permanente, y hasta “eterno” del problema interpretativo.
Tal hecho es por una parte, implicante de una duda hacia las palabras, hacia el lenguaje
como estructura ínsita, opaca para con un “afuera” más allá de su propia entidad, y por otra,
este acaecer resulta entrevisto como peligro expectante hacia un camino que de extenderse
sin fronteras, nos llevaría al terreno de la locura, bien por una pérdida de sentidos
originales, bien por esta eterna obligatoriedad del lenguaje de especular consigo mismo,
anulando toda posibilidad de referencialidad para con un mundo por fuera de su propia
transparencia óntica.
En el fondo, se introducirá lentamente desde aquellos pensadores y según Foucault, la
compleja idea por la cual la interpretación tenderá a centrarse en el sujeto de la
interpretación más que en el objeto, los hechos o aun en ciertos casos, en el algo a
interpretar. Una vez más, la diferencia entre explicación y comprensión, pero aun en un
paso más avanzado: la propia interpretación. Para la música, esta cuestión decanta
específica y esencial.
Una cita de Jürgen Habermas, contribuye a estas consideraciones:
“El mundo del sentido transmitido se le ofrece al intérprete sólo al tiempo que le ilustra
sobre su propio mundo.”
(en P. Bürger: Teoría de la Vanguardia, pag. 33).

La emergencia del Sujeto en el Romanticismo, al menos en sus etapas iniciales, será fuente
verificadora del comienzo, tan vital en nuestros días, de esta actuación vinculante de las
relaciones humanas para con el mundo y sus producciones naturales y artificiales.
De este modo las inferencias inermes o dinámicas, vinculadas a los cambios, progresos o
quiebres de los movimientos sociales, políticos y culturales, se mostrarán evidentes toda
vez que puedan comprenderse en la esfera de una temporalidad discursiva y sucesiva.
Y de allí nuevamente, que el tiempo haya sido entendido y percibido como una
procesualidad y cualidad positiva y abarcativa de los mayores desvelos para la Europa
moderna; en ella y a través de ella, podía comprobarse y medirse la consecución y el logro
de avances o retrocesos, de vectores y proyectos.
El espacio en esta concepción resulta inerte y casi consecuente de la lógica de la
temporalidad. El espacio da cuenta, es el exponente del tiempo.
La narratividad de los procesos artísticos, de la literatura, la ciencia o la música, incluso de
las artes visuales, asumió esta continuidad y percepción temporal, como un rasgo
identificatorio, como un signo progresista de toda una época. Por esta razón, el espacio fue
tan admitido en América, Asia, África, incluso la Edad Media como la contrapartida del
progreso, como la no historia, como el no movimiento, como el bloque estático natural o
artificial que se mantenía en el territorio de lo inconmovible. 139
139 Nuestras percepciones del espacio ciertamente no son éstas. En particular en el mundo contemporáneo,
los permanentes desplazamientos del mundo, su enajenación y cambios de dirección y de multidirección,
informan continuamente de otra espacialidad, al menos de otra afinidad para con ella.

De “La Condición Romántica del Arte”, Tesis de Doctorado.


Gerardo Guzman, La Plata Edulp, 2016.

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