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Aquel pensador de la Grecia decadente puede constituir un poderoso remedio contra la apatía que invade el
mundo actual: buscar salidas no es tarea de ningún salvador exterior, sino de cada uno de nosotros
MICHEL ONFRAY 26 ABR 2014 - 00:00 CET
EVA VÁZQUEZ
Me encuentro en Madrid, en una visita cuyo propósito expreso es ver la exposición La Villa de
los Papiros,en la Casa del Lector, a la que dediqué un curso de mi Universidad Popular. Y,
desde luego, no me arrepiento de haber venido.
Fue necesario que se produjeran el triunfo del cristianismo y la sumisión de los filósofos
conocidos como Padres de la Iglesia a aquella empresa de colonización de las conciencias
para que la definición milenaria de la filosofía se transformara de manera radical: dejó de ser
la construcción de una existencia auténtica, asociada a una ética rigurosa, para convertirse en
una disciplina de clérigos dedicados a discutir minucias en interminables debates bizantinos
cuyas huellas permanecen en los libros resultado de 1.000 años de escolástica. Del agora y el
foro abierto, la filosofía se trasladó a los anfiteatros cerrados de las universidades. Pasó de
ser una práctica al aire libre, al alcance de todos, a estar enclaustrada en interiores, donde no
la ejercía más que un puñado de clérigos parlanchines. Dejó de ser algo que interesaba a todo
el mundo para convertirse en competencia exclusiva de unos pocos.
Con el cristianismo, la filosofía dejó de ser algo que interesaba a todos para
ser cosa de pocos
Sin embargo, antes de que el cristianismo dominara el imperio romano en su totalidad, un
filósofo era, ante todo y sobre todo, alguien que seguía y encarnaba en su vida cotidiana los
principios de un maestro: un pitagórico, un estoico, un epicúreo, un cínico, un cirenaico, un
escéptico. A cada discípulo de esos maestros era posible reconocerlo por su práctica
existencial, su forma de vestir, su actitud, su forma de alimentarse, cómo llevaba cortado el
cabello, si llevaba barba o era lampiño, de qué accesorios se rodeaba (un bastón, una alforja,
una escudilla en el caso de los discípulos de Diógenes); pero también por su manera de
comportarse respecto a los honores, las riquezas, el dinero, el poder y los bienes de este
mundo.
La Villa de los Papiros muestra que, en concreto, allí reinaba la amistad, con el proyecto
común de ser la encarnación de las enseñanzas de un maestro. Y lo que enseña Epicuro es
algo muy claro y sencillo: lo único que existe es la materia, los átomos dispuestos de distintas
maneras en el vacío. Una física en la que no hay hueco para ningún dios vengador ni
malvado, ningún juicio final después de muertos; una física que desemboca en una moral
sencilla y que se presenta como un tetrafármaco, un remedio cuádruple.
Primero: los dioses no son unos entes a los que debemos temer, sino unas composiciones
materiales que deben servirnos de modelo, porque saben lo que es la felicidad del pluro placer
de existir. Segundo: el sufrimiento es soportable. Si es verdaderamente terrible, acaba por
derrotarnos, y, si no acaba por derrotarnos, es que no es tan terrible, por lo que, en ese caso,
debemos recurrir a nuestra fuerza de voluntad para descomponerlo. Tercero: no debemos
tener miedo a la muerte porque, si estoy aquí, quiere decir que ella no está, y, si aparece la
muerte, yo ya habré dejado de estar. Cuarto: la felicidad es alcanzable, consiste en la
satisfacción de los únicos deseos naturales y necesarios (beber y comer para saciar la sed y
el hambre, que son los verdaderos sufrimientos) y la negativa a satisfacer todos los demás
(tanto los deseos naturales y no necesarios —la sexualidad— como los deseos no naturales ni
necesarios: los honores, el poder, el dinero, las riquezas).
En la Villa de los Papiros, los filósofos no daban lecciones a nadie. Se negaban a tener poder
sobre otra persona, a dominarla, porque lo que buscaban era la capacidad de dominarse a sí
mismos. Su filosofía era una práctica, y no un discurso. Su sabiduría era una tensión, y no un
trofeo de esos de los que, cuantos más defectos tienen, más se alardea. Su existencia era un
secreto, y no una exhibición publicitaria de sus extravagancias mundanas.
Epicuro nació en una Grecia decadente que ofrece grandes paralelismos con nuestra Europa
abatida. El epicureísmo fue, ante todo, una filosofía de combate contra el apoltronamiento de
la civilización helenística. Después, durante la era cristiana, el epicureísmo fue una eficaz
máquina de guerra contra las ilusiones, contra esas fábulas infantiles que son, en definitiva,
las religiones y las ideologías que impiden pensar. Sin Epicuro no habrían existido el
Renacimiento, ni Montaigne, ni el pensamiento libertino del siglo XVII, ni la filosofía de la
Ilustración, ni la Revolución Francesa, ni el ateísmo, ni las filosofías de la liberación social.