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Tenía dieciocho años y había ido a predicar ante una pequeña congregación
en uno de los suburbios más pobres de la ciudad. Con el impulso propio de la
edad dije algunas palabras muy fuertes, amonestando a los hermanos. Uno
de ellos, anciano, interrumpió mi sermón y, puesto en pie, me dijo: «Usted es
un mentiroso y un hipócrita». No supe qué hacer ni qué decir. En ese
momento todos guardaron silencio y yo me sentí impulsado a abandonar el
púlpito. Pero no lo hice. Con los ojos nublados por las lágrimas traté de
terminar mi mensaje sin referirme al incidente, agregué algunas frases más o
menos incoherentes, e inmediatamente regresé a mi casa. Me sentía
profundamente herido, humillado, agraviado, y lloré largamente. No quise
reconocer que en mi mensaje yo había sido injusto con la congregación.
Tampoco pensé que la reacción del anciano que me había reprendido era
comprensible, pues había sido provocada por mi propia altivez. Además,
considerándome lastimado por una grave ofensa, no tenía la menor intención
de perdonar al culpable de esa agresión verbal. Comencé a cultivar
pensamientos tan extravagantes como: «Esto me pasa por ser líder. Es el
precio que tengo que pagar por el liderazgo. Soy una víctima de la agresión
del pueblo, como Moisés en el desierto», etcétera. Hay muchos líderes que se
sienten víctimas. En esos días me sentí un líder víctima. Es más cómodo
sentirse víctima de una injusticia ajena que reconocer la injusticia propia.
Abusando de mi condición de «líder incipiente» yo había prejuzgado a un
grupo de fieles cristianos. Ser líder no significa ser juez. Gracias a Dios, muy
poco tiempo después el anciano y yo pudimos llegar a una genuina
reconciliación y a comprender mejor los valores del pasaje de Mateo 7:1-5.
Cuarta lección: «El líder cristiano no da órdenes, sino que las recibe del
gran Jefe y las obedece»
En los primeros años de mi liderazgo pretendía hacer todas las cosas solo. No
sabía trabajar en equipo. A veces me sentaba ante la máquina de escribir
hasta la madrugada. Viajaba por la noche a Buenos Aires (o a otra ciudad),
tenía reuniones todo el día, y regresaba a Rosario viajando otra vez durante la
noche siguiente. Generalmente eso ocurría los sábados. Cuando llegaba a mi
casa ya era la mañana del domingo y debía ir a predicar a la iglesia, además
de enseñar en una clase de la escuela dominical. Después comía velozmente,
dormía una breve siesta e iba a ocupar nuevamente el púlpito. Durante la
semana también trabajaba con un ritmo acelerado y obsesivo. Así se veía
afectada mi vida familiar y se deterioraba mi salud física, emocional y
espiritual. En lo físico, porque no tenía suficiente descanso. En lo emocional,
porque vivía preso de toda clase de tensiones. En lo espiritual, porque era mal
mayordomo del tiempo y eso me llevaba a abandonar responsabilidades en el
hogar y a descuidar muchos aspectos de la misión de la iglesia. Muchas
veces mi esposa tenía que reemplazarme. Pero un día, durante los momentos
humorísticos de un campamento evangélico, unos jóvenes imitaron
risueñamente mi manera de ser. Lo hicieron con mucha sabiduría. Esa hora
amena me trajo un mensaje del cielo. Fue como la voz de Jetro diciéndole a
Moisés: «No está bien lo que haces. Desfallecerás del todo… No podrás
hacerlo tú solo» (Ex. 18:17,18). Y el consejo de Jetro seguía: «Además
escoge tú de entre todo el pueblo varones de virtud, temerosos de Dios,
varones de verdad, que aborrezcan la avaricia; y ponlos sobre el pueblo por
jefes de millares, de centenas, de cincuenta y de diez. Ellos juzgarán al pueblo
en todo tiempo; y todo asunto grave lo traerán a ti, y ellos juzgarán todo
asunto pequeño. Así aliviarás la carga sobre ti, y la llevarán ellos contigo» (vv.
21,22). Hasta entonces Moisés contaba con el apoyo de «los ancianos de
Israel» (Ex. 3:16), pero en el ejercicio concreto del liderazgo y la atención del
pueblo, él estaba completamente solo (Ex. 18:13-16). Necesitaba tener un
equipo bien organizado, un grupo de colaboradores con quienes compartir el
liderazgo. Jetro le mostró el camino. Y a mí también. Un líder debe trabajar en
equipo.
Sexta lección: El líder sabe ganar y perder sus batallas
El tercer paso es orar por los que ganaron la batalla y brindarles nuestro amor
fraternal. Un predicador latinoamericano dice: «no ores a los santos; ora por
los santos, por tus hermanos en la fe». La oración favorece la unidad. En mi
congregación hay un equipo de 56 líderes fieles, hombres y mujeres que
sirven al Señor y trabajan en la iglesia. No todos piensan igual. No todos
tienen los mismos criterios. Pero ellos saben ganar y, sobre todo, saben
perder batallas. Permanecen unidos en sus respectivos ministerios, sin
magnificar sus diferencias de opinión. Eso es lo que Pablo pidió a Evodia y a
Síntique (Flp. 4:2). Así la iglesia de Filipos podía regocijarse en el Señor.
Un buen líder no debe limitarse a aceptar las críticas. También tiene que
investigar si las críticas son fundadas y cambiar lo que haya que cambiar. No
es extraño que algunas veces los líderes oigamos ciertas críticas asumiendo
una actitud de tolerancia y benevolencia, para después echarlas en saco roto
sin analizarlas seriamente. Por supuesto, no sería sano rasgarnos las
vestiduras y mesarnos los cabellos si creemos que las críticas son injustas (tal
vez no sean tan injustas). Pero tampoco es sano actuar con indiferencia ante
las críticas razonables. Es obvio que todo líder está expuesto a la crítica,
porque cumple su ministerio ante la mirada de muchos. Pero no debe ignorar
la opinión de sus críticos. Jesús preguntaba: ¿Quién dice la gente que soy
yo?» (Lc. 9:18). Había distintas respuestas en cuanto a su identidad. También
había personas que lo admiraban y otras que lo rechazaban. A veces caemos
en el error de citar al Quijote cuando dice: «¿Ladran, Sancho? Señal que
cabalgamos». Es mejor dejar a Cervantes y averiguar si las críticas pueden
ayudar a mejorarnos y crecer. Hay líderes que imaginan que cada crítica es
un ataque. Es mejor reconocer que cada crítica es un desafío, un reto que nos
impulsa a seguir perfeccionando nuestro ministerio. Yo agradezco a mis
críticos. Unos corrigieron mis errores en el púlpito. Otros señalaron mis
defectos en el ministerio. Algunos me dieron nuevas ideas. Hubo cosas que
me dolieron, y otras me hicieron sonreir. Pero todas las críticas son y siguen
siendo útiles. Pienso que, en última instancia, las críticas son herramientas en
las manos del Gran Alfarero.