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Jaime Andrés Loyola Hausmann

LET-1002
I
En este ensayo se tratará el tema del conflicto entre lo humano y lo divino. Lo que nos
interesa, particularmente, es la vetusta e inagotable cuestión sobre la existencia de algo así
como una “ley natural”, que aquí nombraremos directamente como “ley”, y la importancia
que ella podría tener en contraste con la “ley positiva”, que aquí llamaremos “norma”,
creada por los humanos desde su experiencia y desde los fines particulares que estos se
hayan propuesto (y hayan sido capaces de avizorar desde su lugar de enunciación). La ley,
siguiendo a Cicerón, se entenderá como “razón suprema implantada en la naturaleza, que
ordena lo que ha de hacerse y prohíbe lo contrario. Esa misma razón, cuando se reafirma y
perfecciona en la mente humana, es ley.” (43). Si es así, es de la ley de donde se debe tomar
el principio del derecho. La ley es “propiedad esencial de la naturaleza, el espíritu y la
razón del hombre inteligente; la norma de lo lícito y lo ilícito” (44). No se comprenderá ley,
entonces, como una decisión técnico-racional escrita para definir los contornos de lo legal
(a eso corresponde la “norma”), sino en el sentido más bien metafísico que se ha
mencionado.

II
Antígona quiere dar sepultura a su hermano Polinice a la manera que se hace
tradicionalmente, lo que implica desobedecer el decreto de Creonte, según el cual, a uno de
los hermanos, Eteocles, se le sepultará con los honores correspondientes, mientras que a
Polinice se lo dejará fenecer en el oprobio. Ante el intento de Ismena por hacerle desistir de
su proyecto, Antígona responde:

“Yo, por mi parte, enterraré a Polinice. Será hermoso para mí morir cumpliendo ese deber. Así
reposaré junto a él, amante hermana con el amado hermano; rebelde y santa por cumplir con todos
mis deberes piadosos; que más cuenta me tiene dar gusto a los que están abajo, que a los que están
aquí arriba, pues para siempre tengo que descansar bajo tierra” (Sófocles 5).

Antígona vive en la ciudad de Dios, para usar un concepto de San Agustín. Vive como si el
planeta fuera un lugar de paso, de un peregrinaje a la espera de que llegue el momento de
encontrarse con lo divino, con lo que es Verdadero. Algunos habitan el mundo como si

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fuera lo único existente y como si ellos fueran el centro (tal es la subjetividad del tirano),
decretando normas que se ajustan a sus preferencias, ignorando aquello que es eterno e
invariable; Antígona, justamente, quiere estar en paz con esto. Su idea de justicia es una de
ser con y para la naturaleza, o, lo que es lo mismo, lo divino. Por eso, cuando es capturada
y llevada ante Creonte, y se le pregunta si, conociendo el decreto que impedía honrar a
Polinice, optó deliberadamente por desobedecer, dice:

“Sí, porque no es Zeus quien ha promulgado para mí esta prohibición, ni tampoco Niké,
compañera de los dioses subterráneos, la que ha promulgado semejantes leyes a los
hombres; y no he creído que tus decretos, como mortal que eres, puedan tener primacía
sobre las leyes no escritas, inmutables de los dioses. No son de hoy ni ayer esas leyes;
existen desde siempre y nadie sabe a qué tiempos se remontan. No tenía, pues, por qué yo,
que no temo la voluntad de ningún hombre, temer que los dioses me castigasen por haber
infringido tus órdenes” (Sófocles 12).

La posición de Creonte es abiertamente contraria. Para él, lo justo es lo convenido por las
leyes, las que supone como la expresión diáfana de la voluntad popular. Por lo mismo,
afirma que “… se debe obediencia a aquel a quien la ciudad colocó en el trono, tanto en las
cosas grandes como en las pequeñas; en las que son justas como en las que pueden no serlo
a los ojos de los particulares” (Sófocles 17). La obediencia, así, sería la garantía de
bienestar de una ciudad; hacer lo contrario sería invocar al caos y la disolución de cualquier
armonía mantenida hasta el momento.

En Profanaciones, Giorgio Agamben define la religión como “aquello que sustrae


cosas, lugares, animales o personas del uso común y los transfiere a una esfera separada”
(98). Lo interesante del análisis filológico que desarrolla en su ensayo es que deshecha la
hipótesis de que religio vendría de religare,

“según una etimología tan insípida como inexacta […], si no de relegere, que indica
la actitud de escrúpulo y de atención que debe imprimirse a las relaciones con los dioses, la
inquieta vacilación (el “releer”) ante las formas -las fórmulas- que es preciso observar para
respetar la separación entre lo sagrado y lo profano” (99).

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Es justo aquella figura la que viene a consumar Antígona. Creemos que el rol que ella juega
(como obra y como personaje) es uno de advertencia ante el pensamiento que se basa en
legados históricos reificados (como el uso insustancial que hace Creonte de “las leyes” para
su propio interés) y la reproducción de lo político en términos meramente humanos. Es
decir, la prudencia que alaba el Corifeo al término de la obra es justamente la atención ante
los límites de lo humano con lo divino que, nos dice Agamben, está en la médula misma del
concepto de religión. Tal reparo ante esa frontera es la que nos permite leer “Antígona”
como una precursora del pensamiento republicano romano que inaugurará Cicerón un par
de siglos después. Quienes pueden razonar, pueden razonar rectamente, y la ley
corresponde, según Cicerón, a la razón recta. Acá se descubre la posibilidad de vincularse
directamente con los dioses, con el bien supremo. Cuando Antígona es capturada y llevada
a la fuerza ante Creonte, esa es la fuente de su entereza y fuerza, pues se sabe aliada de lo
más Alto, cuyo reino celeste es eterno e inmutable y cuyo reino terrestre está siendo
obstaculizado por una autocracia ensimismada en su orgullo. Para gobernar, nos
permitimos afirmar, se necesita pensar lo político religiosamente. Se debe pensar, como
hiciera Cicerón a lo largo de Las leyes, desde la médula misma de lo que significa ser
humano, sobre los límites que esto tiene y las raíces divinas que lo constituyen.

III
La advertencia que se encuentra en esta obra, nos parece, tiene que ver con los peligros que
implica el gobernar suponiendo a las leyes heredadas como la expresión de un consenso
ciudadano cuya legitimidad parece innegable y suficiente para regir un Estado, que es lo
que hace Creonte. En realidad, proponemos, lo político se debe pensar religiosamente:
pensar desde la fractura causada por la separación entre lo humano y lo divino. Es de ese
límite de donde se saca la potencia misma de la Ley, ya no limitada por el contexto
histórico y las expectativas que tengan los legisladores en un determinado momento, sino
obediente a lo inmutable y superior, a las leyes que, como dice Antígona, “no son de hoy ni
ayer […]; existen desde siempre y nadie sabe a qué tiempos se remontan” (Sófocles 5). La
reproducción de lo político será tan frágil como lo es el material en el que se centra.
Cuando se hace desde el ensimismamiento humano, no hace más falta que ver las
consecuencias que de ello sacó Creonte: destruyó toda relación significativa posible por

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enfrascarse en su orgullo y no considerar, razonando rectamente, prudentemente, las
advertencias constantes que le hicieron Antígona, Hemón, Tiresías, etc..

Bibliografía

Agamben, Giorgio. Profanaciones. 1ra ed. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2015. Web. 10
de septiembre 2019.

Cicerón. Las Leyes. Gredos, 2009. Web. 10 de septiembre 2019.

Sófocles. Antígona. Pehuén editores, 2001. Web. 10 de septiembre 2019.

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