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Blake, Michael - Danza Con Lobos
Blake, Michael - Danza Con Lobos
Blake, Michael - Danza Con Lobos
BAILANDO CON
LOBOS
Michael Blake
EDITORES
Al final, la inspiración lo es
todo.
Esto es para
Exene Cervenka.
Título original: Dances with Wolves
Traducción: José Manuel Pomares
Traducido de la edición de Faweett Gold Medal Books,
Ballantine Books, Nueva York, 1988
© 1988, Michael Blake
© 1991, Ediciones Grijalbo, S. A.
© RBA Editores, S. A., 1993, por esta edición
Pérez Galdós, 36 bis, 08012 Barcelona
Proyecto gráfico y diseño de la cubierta: Hans Romberg
ISBN: 84-473-0139-7
Depósito Legal: B. 12.437-1993
Impresión y encuademación:
Printer industria gráfica, S. A.
Ctra. N-II, km 600. Cuatro Caminos, s/n.
Sant Vicenc deis Horts (Barcelona)
Impreso en España - Printed in Spain
1
El teniente Dunbar no se sentía realmente ahogado, pero
ésa fue la primera palabra que acudió a su mente.
Allí, todo era inmenso.
El enorme cielo sin nubes. El océano de hierba ondulante.
Mirara a donde mirase, no había nada más. Ningún camino.
Ningún rastro de rodadas que pudiera seguir el gran
carromato. Sólo espacio puro y vacío.
Se hallaba abandonado a su suerte. Eso hacía que el
corazón le latiera con fuerza, de un modo extraño y pro-
fundo.
Mientras permanecía sentado en el pescante plano, de-
jando que su cuerpo se bamboleara al compás de la prade-
ra, los pensamientos del teniente Dunbar se centraron en
los latidos de su corazón. Se sentía estremecido y, sin em-
bargo, la sangre no le corría desbocada en las venas, sino
que fluía serenamente. La confusión que eso le producía
mantenía su mente ocupada de una forma encantadora.
Las palabras giraban constantemente en su cabeza, al
tiempo que intentaba conjurar palabras o frases capaces de
describir lo que sentía. Y era difícil acertar.
Al tercer día, la voz que resonaba en su cabeza pronunció
las palabras: «Esto es religioso», y ese concepto pareció el
más correcto. Pero el teniente Dunbar nunca había sido un
hombre religioso, de modo que, aun cuando la frase le
pareció correcta, no supo muy bien qué hacer con ella.
Si no se hubiera sentido tan excitado, probablemente
habría encontrado una explicación, pero en la ensoñación
en que se encontraba, se lanzó sobre la frase.
El teniente Dunbar se había enamorado. Se había ena-
morado de este país salvaje y hermoso y de todo lo que
contenía. Se trataba de la clase de amor que las personas
sueñan con sentir por otras: desinteresado y libre de toda
duda, reverente y eterno. Su espíritu acababa de elevarse y
el corazón le saltaba en el pecho. Quizá fuera ésa la razón
por la que el anguloso y elegante teniente de caballería
había pensado en la religión.
Por el rabillo del ojo, vio a Timmons echar la cabeza a un
lado y escupir por enésima vez hacia la hierba, que
alcanzaba la altura de la cintura de un hombre. El escupi-
tajo surgió en forma de una corriente desigual, como suce-
día con tanta frecuencia, que luego obligaba al conductor
de la carreta a limpiarse la boca. Dunbar no decía nada,
pero los incesantes escupitajos de Timmons le hacían enco-
gerse interiormente.
Se trataba de un acto inofensivo, pero de todos modos le
irritaba, como si tuviera que ver a alguien meterse el dedo
en la nariz.
Habían estado sentados el uno junto al otro durante toda
la mañana. Pero sólo porque el viento soplaba en la
dirección correcta. Aunque sólo le separaban un par de
pasos, la brisa soplaba hacia donde debía, y el teniente
Dunbar no podía oler a Timmons. En sus poco menos de
treinta años había olido mucho a la muerte, y no había
nada peor que eso. Pero la muerte siempre era alejada, o
enterrada, o soslayada, mientras que con Timmons no po-
día hacer ninguna de esas cosas. Cuando la corriente de
aire cambiaba de dirección, el olor hediondo de Timmons
envolvía al teniente Dunbar como una nube apestosa e
invisible.
Así que cuando la brisa no soplaba correctamente, el
teniente se levantaba del asiento y prefería subirse a la
montaña de provisiones apiladas en el piso del carro. A
veces, permanecía allí durante horas. Otras veces, saltaba
sobre la alta hierba, desataba a «Cisco» y exploraba el te-
rreno, adelantándose uno o dos kilómetros.
Ahora, se volvió a mirar a «Cisco», que avanzaba con
lentitud tras el carro, con el hocico enterrado en el saco de
forraje y la piel brillándole bajo el sol. Dunbar sonrió
mientras contemplaba a su caballo y, por un momento,
deseó que los caballos pudieran vivir tanto tiempo como
los hombres. Con un poco de suerte, «Cisco» estaría con él
durante diez o doce años más. Luego le seguirían otros
caballos, pero este animal era de los que sólo se presentan
una vez en la vida. Una vez que hubiera desaparecido, no
habría forma de sustituirlo.
Mientras el teniente Dunbar lo observaba, el animal
levantó los ojos de color ámbar sobre el borde del saco de
forraje, como si quisiera comprobar dónde estaba el te-
niente. Luego, satisfecho con lo que había visto, continuó
mordisqueando su grano.
Dunbar se acomodó en el asiento y deslizó una mano en el
interior de la guerrera, sacando un papel doblado. Se sentía
preocupado por esta hoja de papel del ejército, porque en
ella estaban escritas sus órdenes. Sus ojos oscuros y sin
pupilas habían recorrido el contenido del documento en
media docena de ocasiones desde que abandonara Fort
Hays, pero eso no había logrado que se sintiera mejor.
Su nombre estaba escrito de forma equivocada en dos
ocasiones. El mayor de aliento alcohólico que lo había fir-
mado había pasado descuidadamente una manga sobre la
tinta, antes de que ésta se secara, y la firma oficial aparecía
emborronada. La orden no tenía fecha, de modo que el
teniente Dunbar la escribió una vez que emprendieron el
camino. Pero lo hizo con un lápiz, que contrastaba con los
garabatos de la pluma del mayor y con las letras de im-
prenta del formulario.
El teniente Dunbar suspiró ahora, a la vista del documento
oficial. Aquello no parecía ninguna orden del ejército. Más
bien parecía basura.
Ahora, mientras la miraba, pensó en cómo se había
producido, y eso aún le hizo sentirse más preocupado.
Todo había ocurrido durante aquella extraña entrevista con
el mayor de aliento alcohólico.
En su avidez para que se le asignara una misión, en cuanto
descendió del tren, en el apeadero, se dirigió directamente
al cuartel general. El mayor fue la primera y única persona
con la que habló entre el momento de su llegada y el de su
partida, aquella misma tarde, cuando subió al pescante del
carro para sentarse junto al maloliente Timmons.
Los ojos inyectados en sangre del mayor le habían sos-
tenido la mirada durante largo rato. Cuando finalmente
habló, su voz sonó francamente sarcástica.
—Conque un luchador contra los indios, ¿eh?
El teniente Dunbar nunca había visto a un indio, y mucho
menos había luchado con ninguno.
—Bueno, no en este momento, señor. Pero supongo que
podría suceder y en ese caso puedo luchar.
—Conque un luchador, ¿eh?
El teniente Dunbar prefirió no decir nada. Se quedaron
mirando en silencio durante lo que pareció un largo rato
antes de que el mayor se pusiera a escribir. Lo hizo
furiosamente, ignorando el sudor que le resbalaba por las
sienes. Dunbar observó otras gotas aceitosas que
empezaban a formarse en la parte superior de su cabeza
casi calva. Los jirones grasientos del escaso cabello que le
quedaba al mayor aparecían pegados sobre la calva. Era un
estilo que al teniente Dunbar le hizo pensar en algo
insalubre.
El mayor sólo interrumpió una vez su escritura. Tosió,
arrancó una flema y escupió hacia la escupidera de feo
aspecto situada en el suelo, junto a un costado de la mesa.
En ese momento, el teniente Dunbar deseó que la entre-
vista ya hubiera terminado. Todo lo que rodeaba a este
hombre le producía una sensación de náusea.
El teniente Dunbar se habría preocupado aún más de haber
sabido que, durante algún tiempo, la cordura de este
mayor había estado pendiente de un delgado hilo, y que
ese hilo había terminado por romperse apenas diez minu-
tos antes de que el teniente Dunbar entrara en el despa-
cho. El mayor había permanecido tranquilamente sentado
ante su mesa, con las manos entrelazadas delante de él, y
en esos breves instantes se había olvidado de toda su vida.
Había sido una vida impotente, alimentada por las misera-
bles limosnas que reciben aquellos que sirven obediente-
mente, pero que no dejan huella. Pero de pronto, como por
arte de magia, se desvanecieron todos los años de indi-
ferencia, de soledad, de lucha con la botella. La amarga
rutina de la existencia del mayor Fambrough había sido
sustituida por un acontecimiento inminente y maravilloso.
Sería coronado rey de Fort Hays en algún momento antes
de la cena.
El mayor terminó de escribir y le tendió la hoja de papel.
—Le destino a Fort Sedgewick; se presentará directamente
al capitán Cargill.
El teniente Dunbar miró el documento garabateado.
— Sí, señor. ¿Cómo llegaré allí, señor?
— ¿Acaso cree usted que no lo sé? —replicó el mayor
mirándolo con intensidad.
—No, señor, en modo alguno. Lo que sucede es que soy yo
el que no lo sabe.
El mayor se reclinó en el asiento, descendió las dos manos
sobre las perneras del pantalón y sonrió con presunción.
—Me siento generoso y le voy a hacer un favor. Dentro de
poco saldrá un carro lleno de vituallas. Encuentre a un
campesino que se hace llamar Timmons y vaya con él. —Se
detuvo y señaló la hoja de papel que el teniente Dunbar
sostenía en la mano—. Mi sello le garantiza un salvo-
conducto para atravesar doscientos kilómetros de territo-
rio pagano.
Desde el principio de su carrera, el teniente Dunbar había
aprendido a no cuestionar las excentricidades de sus
oficiales superiores. Así que saludó con viveza y dijo:
—Sí, señor.
Luego, giró sobre sus talones. Localizó a Timmons y
después regresó apresuradamente al tren para recoger a
«Cisco». Media hora más tarde salía de Fort Hays.
Ahora, mientras contemplaba las órdenes, después de
haber recorrido ciento cincuenta kilómetros, se dijo que
todo terminaría por salir bien.
Notó que el carro ralentizaba su marcha. Timmons estaba
observando algo que fue apareciendo entre la hierba a
medida que se acercaban, hasta que se detuvieron.
—Mire ahí.
A menos de veinte pasos de distancia del carro había una
mancha de blanco tendida sobre la hierba. Los dos
hombres saltaron al suelo para investigar.
Era un esqueleto humano, con los huesos totalmente
blancos y la calavera mirando al cielo.
El teniente Dunbar se arrodilló junto a los huesos. La hierba
crecía a través del costillar. Y un montón de flechas surgía
como si estuvieran clavadas en un cojín. Dunbar extrajo
una de la tierra y la hizo girar entre sus manos. Mientras
pasaba uno de los dedos por la flecha, Timmons dijo por
encima de su hombro:
—Allá en el este habrá alguien preguntándose por qué no
escribe.
Aquella noche llovió a cántaros. Pero lo hizo por oleadas,
como suele suceder con las tormentas de verano, que de
algún modo no parecen tan húmedas como en otras épocas
del año, y los dos viajeros durmieron acurrucados bajo el
carro cubierto por la lona.
El cuarto día transcurrió de una forma muy parecida a
todos los anteriores, sin que sucediera nada. Y el quinto y
el sexto. El teniente Dunbar se sintió desilusionado ante la
ausencia de búfalos. No había visto un solo animal.
Timmons dijo que, a veces, las grandes manadas
desaparecían de pronto. También le dijo que no se
preocupara por ello porque, cuando aparecieran, lo harían
en tal número que tendría la impresión de estar viendo una
nube de langostas.
Tampoco vieron a ningún indio y Timmons no encontró
ninguna explicación para eso. Dijo que no tardarían en ver
a alguno y que, de todos modos, era mucho mejor no verse
acosados por los ladrones.
Al séptimo día, Dunbar apenas si escuchaba ya lo que le
decía Timmons.
Mientras recorrían los últimos kilómetros, no hacía más
que pensar en llegar a su destino.
El capitán Cargill se metió los dedos dentro de la boca,
tanteando, con la mirada fija y la atención concentrada.
Tuvo un destello de comprensión, seguido inmediatamente
por un fruncimiento del ceño.
«Se me ha vuelto a aflojar otro —pensó—. Maldita sea.»
Con una expresión de desconsuelo, el capitán miró primero
hacia una pared y luego hacia otra de su húmedo y malsano
acuartelamiento. Allí no había absolutamente nada que
ver. Era como una celda.
«El acuartelamiento —pensó con sarcasmo—. El maldito
acuartelamiento.» Ya hacía más de un mes que todo el
mundo utilizaba esa misma expresión, incluso el propio
capitán, que la empleaba desvergonzadamente, delante de
sus hombres. Y ellos lo hacían delante de él. Pero no se
trataba de una cuestión interna, de una broma ligera entre
camaradas. No, se trataba de una verdadera maldición.
Y era una mala época.
Se habían detenido.
Eran seis.
Se trataba de pawnees, la más terrible de todas las tribus.
El cabello fuerte, las arrugas prematuras y un estado
mental colectivo similar a la máquina en que podía llegar a
convertirse ocasionalmente el teniente Dunbar. Pero en la
forma como los pawnee veían las cosas no había nada de
ocasional. Ellos veían las cosas con ojos nada sofisticados,
sino despiadadamente eficientes; ojos que, una vez fijados
en un objeto, decidían como el rayo si éste debía vivir o
morir. Y si se había determinado que el objeto dejara de
existir, el pawnee se ocupaba de su muerte con una preci-
sión psicótica. Cuando había que tratar con la muerte, los
pawnee eran automáticos, y todos los indios de las prade-
ras les temían como a ninguna otra tribu.
Lo que había hecho que estos seis pawnee se detuvieran
fue algo que habían visto. Y ahora estaban sentados a
lomos de sus escuálidos caballos, contemplando una serie
de barrancas suaves. Un diminuto hilillo de humo se en-
sortijaba en el aire de la mañana, a poco menos de un
kilómetro de distancia.
Desde su ventajosa posición, sobre una ligera elevación del
terreno, podían ver el humo con claridad. Pero no podían
ver la fuente de la que procedía, ya que esa fuente estaba
oculta en la última de las barrancas. Y como no podían ver
todo lo que deseaban ver, los hombres empezaron a hablar
del humo y de lo que podía ser, haciéndolo en tonos bajos
y guturales. Si se hubieran sentido más fuertes, habrían
descendido inmediatamente, pero llevaban mucho tiempo
fuera de casa, y todo ese tiempo había sido un desastre
para ellos.
Habían empezado siendo un pequeño grupo de once que
emprendió el camino hacia el sur para robar a los co-
manches, ricos en caballos. Después de cabalgar durante
casi una semana, fueron sorprendidos por una fuerza más
numerosa de kiowas en el momento de cruzar un río. Tu-
vieron mucha suerte de haber podido escapar sólo con un
muerto y un hombre herido.
El herido resistió una semana, con un pulmón gravemente
perforado, y la carga que representaba retrasó mucho la
marcha de todo el grupo. Finalmente, cuando murió y los
nueve pawnee que quedaban pudieron reanudar su
búsqueda sin verse obstaculizados, no tuvieron nada más
que mala suerte. Los grupos comanches andaban siempre
un paso o dos por delante de los desventurados pawnee, y
durante más de dos semanas no hicieron otra cosa que en-
contrar huellas frías.
Finalmente, localizaron un gran campamento donde había
muchos y buenos caballos y se alegraron al ver que se
había levantado la nube negra que les había seguido
durante tanto tiempo. Pero lo que no sabían los pawnee
era que su suerte no había cambiado en modo alguno. De
hecho, era precisamente la peor de las suertes la que había
guiado sus pasos hasta aquel poblado, ya que aquel grupo
de comanches había sido duramente golpeado unos pocos
días antes por una fuerte partida de utes, que habían mata-
do a varios buenos guerreros y se habían apoderado de
treinta caballos.
Así que, ahora, todo el grupo comanche se encontraba
alerta y con el ánimo vengativo. Los pawnee fueron des-
cubiertos en cuanto empezaron a introducirse a escondidas
en el poblado, y se vieron obligados a huir, seguidos muy
de cerca por la mitad de los hombres del campamento,
desorientados en medio de una oscuridad desconocida y
sobre sus poneys cansados. Sólo en la retirada volvieron a
encontrar la suerte, porque aquella noche debieron de
haber muerto todos. Al final, sin embargo, sólo perdieron a
otros tres guerreros.
Así que, ahora, los seis hombres descorazonados, sentados
en este solitario altozano, con sus escuálidos poneys
demasiado cansados para moverse bajo ellos, se pregunta-
ron qué debían hacer con respecto a aquel pequeño hilillo
de humo que se elevaba a poco menos de un kilómetro de
distancia.
Debatir la conveniencia o no de efectuar un ataque era una
costumbre muy india. Pero debatir durante más de media
hora a causa de un simple hilillo de humo ya era otra
cuestión, lo cual no hacía más que demostrar hasta qué
punto se había hundido la confianza de estos pawnee en sí
mismos. Los seis se dividieron: una parte era favorable a la
idea de retirarse; la otra prefería investigar. Mientras se
entretenían con esta discusión, sólo uno de los hombres, el
más feroz de ellos, se mantuvo impertérrito desde el
principio. Deseaba dirigirse de inmediato hacia el lugar de
donde procedía el humo, y a medida que se iba dilatando la
discusión, su ánimo se mostraba más y más hosco.
Después de treinta minutos se apartó de sus hermanos y
empezó a bajar en silencio del altozano. Los otros cinco se
le acercaron, preguntándole qué se proponía hacer.
El guerrero hosco les contestó cáusticamente diciéndo-les
que no parecían pawnee, y que él no cabalgaría en
compañía de mujeres. Dijo que debían atarse los rabos
entre las piernas y regresar a casa. Dijo que no eran paw-
nee, y que él preferiría morir antes que discutir con hom-
bres que no eran hombres.
Y tras decir esto empezó a cabalgar hacia el lugar de donde
procedía el humo.
Los otros le siguieron.
Tte. John J.
Dunbar, EE.UU.
27 de abril de 1863
He tenido mi primer contacto con un indio salvaje.
Uno vino al fuerte y trató de robarme el caballo. Cuando
aparecí, se asustó mucho y huyó. No sé cuántos más puede
haber por las cercanías, pero supongo que donde hay uno
seguro que hay muchos más.
Estoy tomando medidas para prepararme para otra visita.
No puedo organizar una defensa adecuada, pero intentaré
causar una gran impresión cuando vuelvan otra vez.
Sin embargo, sigo estando solo, y es posible que todo esté
perdido, a menos que las tropas vengan rápidamente.
El hombre con el que me encontré era un tipo de un
aspecto magnífico.
29 de abril de 1863
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17 de mayo de 1863
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Todos se marcharon.
El campamento junto al río quedó virtualmente desierto
cuando la gran caravana partió al amanecer.
Se enviaron exploradores en todas direcciones. La mayor
parte de los guerreros montados cabalgaron al frente.
Luego iban las mujeres y los niños, algunos montados y
otros no. Los que iban a pie marchaban junto a los poneys
que tiraban de las parihuelas con las que transportaban sus
instrumentos. Algunos de los más viejos se habían sentado
en los bordes. Cerraba la marcha la enorme manada de
poneys.
Había muchas cosas de las que sentirse asombrado. El gran
tamaño de la columna, la velocidad con la que se
desplazaba, el increíble estrépito que producía, lo maravi-
llosa que era aquella organización que asignaba un lugar y
una tarea a cada cual.
Pero lo que le pareció más extraordinario fue la forma en
que lo trataban. Literalmente en un abrir y cerrar de ojos
había pasado de ser alguien a quien toda la tribu miraba
con recelo o indiferencia, a una persona de verdadera
posición. Ahora, las mujeres le sonreían abiertamente, y los
guerreros llegaban incluso a compartir con él sus bromas.
Los niños, de los que había muchos, buscaban cons-
tantemente su compañía, y a veces se convertían incluso
en una molestia.
Al tratarle de esta manera, los comanches revelaban un
aspecto totalmente nuevo de sí mismos, dando la vuelta a
la actitud estoica y recelosa que le habían presentado en el
pasado. Ahora se comportaban de un modo desenfadado y
alegre, y eso hacía que el teniente Dunbar se sintiera del
mismo modo.
De todas formas, la llegada del búfalo habría levantado el
ánimo reservado de los comanches, pero, mientras la
columna avanzaba por la pradera, el teniente sabía que su
presencia añadía ahora un cierto brillo a la empresa y, sólo
de pensarlo, cabalgaba un poco más erguido.
Bastante antes de que llegaran a Fort Sedgewick, los
exploradores trajeron la noticia de que se había encon-
trado un gran rastro allí donde el teniente había dicho que
estaría. Inmediatamente, se despachó a más hombres para
localizar la zona de apacentamiento del rebaño principal.
Cada uno de los exploradores se llevó consigo varias
monturas de refresco. Cabalgarían hasta que encontraran
al rebaño, y luego regresarían hacia la columna para infor-
mar de su tamaño y de la distancia a la que se encontraba.
También informarían de la presencia de cualquier enemigo
que pudiera estar al acecho alrededor de los territorios de
caza de los comanches.
En el momento en que la columna pasó junto al fuerte,
Dunbar hizo una breve parada y recogió un buen suminis-
tro de tabaco, su revólver y el rifle, una guerrera, una bue-
na ración de grano para «Cisco» y después se reincorporó a
la columna, situándose en cuestión de minutos al lado de
Pájaro Guía y sus ayudantes.
Después de haber cruzado el río, Pájaro Guía le hizo señas
para que le siguiera, y los dos hombres cabalgaron más allá
de la cabeza de la columna. Fue entonces cuando Dunbar
pudo echar el primer vistazo al rastro que había dejado el
rebaño de búfalos a su paso: un camino gigantesco de
terreno aplastado de casi un kilómetro de anchura, que
ondulaba sobre la pradera como si se tratara de una
inmensa autopista salpicada de estiércol.
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Los días siguientes fueron eufóricos para Bailando con
Lobos y En Pie con el Puño en Alto.
Había sonrisas constantes alrededor de sus bocas, sus
mejillas aparecían arreboladas por el amor, y fueran a don-
de fuesen, sus pies no parecían tocar el suelo.
En compañía de los demás se mostraban discretos, y
llevaban cuidado de no mostrar ningún signo externo de
afecto. Llevaron tanto cuidado de ocultar lo que sentían,
que sus sesiones de aprendizaje del lenguaje se desarrolla-
ron de un modo más profesional que nunca. Si se encon-
traban a solas en la tienda, corrían el riesgo de tomarse de
las manos, haciendo el amor con el simple contacto de los
dedos. Pero eso era todo lo lejos que se atrevían a llegar.
Intentaron encontrarse en secreto por lo menos una vez al
día. Era algo que ambos deseaban. Y cuanto antes mejor.
Pero la viudez de ella constituía un impedimento
insuperable. En el estilo de vida comanche no existía nin-
gún período de luto prescrito, y la liberación del mismo
sólo podía proceder del padre de la mujer. Si no tenía pa-
dre, quien se hacía cargo de esa responsabilidad era el gue-
rrero que se ocupara de ella. En el caso de En Pie con el
Puño en Alto, sólo podía confiar en que fuera Pájaro Guía
quien le diera la dispensa. Sólo él determinaría a partir de
qué momento ya no sería una viuda. Y eso podía durar aún
mucho tiempo.
Bailando con Lobos intentó tranquilizar a su amante,
diciendole que las cosas saldrían bien y que no tenía de qué
preocuparse. Pero, de todos modos, ella se sentía preocu-
pada. En un momento de depresión a causa del tema, ella
llegó a proponer que escaparan juntos. Pero él se limitó a
echarse a reír y la idea ya no volvió a plantearse.
Corrieron riesgos. En los cuatro días transcurridos desde la
primera vez que estuvieron juntos junto al río, ella
abandonó dos veces la tienda de Pájaro Guía en la oscuri-
dad de la madrugada y se deslizó a hurtadillas en el tipi de
Bailando con Lobos. Allí permanecieron juntos hasta las
primeras luces del alba, hablando en susurros, sostenién-
dose el uno al otro, desnudos, bajo las mantas.
En conjunto, se comportaron todo lo bien que cabía
esperar de dos personas que se han rendido por completo
al amor. Se mostraron dignos, prudentes y disciplinados.
Y no engañaron prácticamente a nadie.
En el campamento, todo aquel que tuviera edad suficiente
para saber lo que es el amor entre un hombre y una mujer
parecía como si pudiera leerlo en los rostros de En Pie con
el Puño en Alto y Bailando con Lobos.
La mayoría no encontró en sus corazones motivo alguno
para condenar el amor, fueran cuales fuesen las circuns-
tancias. Los pocos que pudieron haberse sentido ofendidos,
contuvieron sus lenguas por falta de pruebas. Y, lo más
importante de todo, la atracción que sentían ambos no
constituía ninguna amenaza para el conjunto de la tribu.
Hasta los miembros más ancianos y conservadores tuvieron
que admitir que aquella unión potencial no dejaba de tener
cierto sentido.
Después de todo, los dos eran blancos.
En la quinta noche después de su encuentro en el río, En
Pie con el Puño en Alto tuvo que verle de nuevo. Había
estado esperando a que se quedaran durmiendo todos en
la tienda de Pájaro Guía. Bastante después de que el sonido
de ligeros ronquidos llenaran el tipi, ella aún seguía
esperando, deseando asegurarse de que nadie se daría
cuenta de su partida.
Acababa de percibir el fuerte olor de la lluvia en el aire
cuando el silencio de la noche se vio roto de pronto por los
ladridos de unas voces excitadas. Las voces sonaron lo bas-
tante fuertes como para despertar a todo el mundo y se-
gundos más tarde arrojaban las mantas a un lado para salir
al exterior.
Algo había ocurrido. Todo el poblado estaba alarmado. Ella
corrió por la avenida principal, junto con un grupo de
personas que se dirigía hacia un gran incendio que parecía
ser el centro de atención. Envuelta en aquel caos, buscó en
vano a Bailando con Lobos, pero no pudo verle hasta que
no se acercó lo suficiente al fuego.
Al desplazarse el uno hacia el otro, en medio de la gente,
ella observó a nuevos indios amontonados junto al fuego.
Había media docena de ellos. Otros aparecían tendidos
sobre el suelo, algunos muertos y otros horriblemente
heridos. Eran kiowas, amigos desde hacía mucho tiempo de
los comanches y compañeros de caza.
Los seis hombres que no habían sido tocados parecían
frenéticos y temerosos. Gesticulaban ansiosamente, ha-
blando por señas con Diez Osos y dos o tres de sus más
cercanos consejeros. Los que miraban permanecían calla-
dos y expectantes, observando cómo explicaban su historia
los kiowas.
Ella y Bailando con Lobos ya casi estaban el uno al lado del
otro cuando las mujeres empezaron a gritar. Un momento
más tarde, la asamblea se deshizo cuando las mujeres y los
niños echaron a correr hacia sus tiendas, atrepellándose los
unos a los otros en su pánico. Los guerreros hervían
alrededor de Diez Osos y una sola palabra surgía de las
bocas de todos. Una palabra que se extendía por todo el
poblado del mismo modo que si la tormenta hubiera
empezado a retumbar a través de los cielos oscuros.
Era una palabra que Bailando con Lobos ya conocía bien,
pues la había escuchado muchas veces en conversaciones e
historias.
«Pawnee.»
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«Pawnee.»
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