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Hispanoamérica 1825

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J. Alberto Navas
Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (Campus Guadalajara)
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Hispanoamérica: 1825
“Una, probablemente la más definitiva consecuencia de la independencia de las antiguas
colonias americanas de España fue la irreversible diáspora política de los nuevos Estados
americanos emergentes”

Artículo de Jesús Alberto Navas Sierra para la Enciclopedia Británica publicado el 1 de noviembre de 2007
en el sitio web “La historia con mapas” (última revisión: noviembre, 2015 con la revisión de Judith López
Estrada).

En 1825, Hispanoamérica en conjunto era muy superior a los


Estados Unidos de América, no sólo cuanto a población y territorio
como en poderío militar. No obstante, su diáspora territorial,
política y económica subsiguiente a la emancipación de España, la
dejó –hasta el día de hoy– a merced de los emergentes
imperialismos, inglés y estadounidense.
1825 fue un año emblemático en la historia de la naciente
Hispanoamérica. Tanto interna como externamente, todo parecía
presagiar, no sólo la consolidación del proceso emancipador del
Continente, sino el nacimiento de un nuevo y sólido epicentro
político mundial. Las previsibles consecuencias de esto último
habría de afectar la geoestrategia del momento,en especial el
inevitable y definitivo ocaso de los centenarios imperios coloniales
europeos en América.

A las alturas del primer cuarto del siglo XIX, luego de la hegemonía
asumida por los EEUU., tras la Declaración Doctrina Monroe y el
inicio del reconocimiento de los nuevos gobiernos americanos
(marzo de 1822 y diciembre de 1823, respectivamente), el mundo
Occidental parecía definitivamente dividido en dos esferas de poder, político y económico: América, el
Nuevo Mundo, revolucionario, liberal y republicano; y Europa, el Viejo Mundo, legitimista, autoritario y
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monárquico. Respecto al subcontinente hispanoamericano, 1825 impuso una doble perspectiva: una, que
miraba al conjunto de los nuevos países iberoamericanos; y otra, que singularizaría el inmediato pasado y
presente de cada uno de ellos.

Situación exterior

En 1825, la nueva realidad hemisférica hispanoamericana comprometía de manera insoslayable la


confrontación de las principales potencias europeas, Inglaterra, y Francia. Para entonces, una y otra
rivalizaban –diplomática y comercialmente– con los jóvenes Estados Unidos de América para repartirse el
vasto mercado sudamericano. Dicha lucha, abierta o soterrada, implica imponer en Hispanoamérica uno de
los modelos políticos entonces predominantes, monárquico, republicano o mixto.

Un intento de cuantificar la masa crítica -territorio y población del continente americano-, según las cifras
más fiables manejadas entonces, permite imaginar la ponderación de los nuevos Estados americanos dentro
del conjunto americano en dichas fechas. Hacía 1825, los nuevos Estados iberoamericanos, surgidos de los
antiguos imperios español y portugués, representaban en conjunto una posición dominante en el conjunto
del Nuevo Mundo. La nueva Hispanoamérica independiente y Brasil congregaban el 85% del territorio y
casi el 70% de la población americana. A su vez, territorialmente juntos eran 8,5 veces más extensos y 2,6
veces más poblados que los EEUU., de entonces.

En lo que respecta al subconjunto hispanoamericano, las ocho reparticiones administrativas coloniales


(cuatro virreinatos y cuatro Capitanías Generales), con la excepción de los casos, siempre singulares, de
Cuba, Puerto Rico, Santo Domingo español; Paraguay y la entonces disputada Banda Oriental (Uruguay), los
ex dominios españoles había logrado reagruparse políticamente en siete nuevas entidades políticas: la
República Federal de México y la Confederación Centroamericana en el Norte y Centro de América; la
centralista Unión colombiana (Venezuela, Nueva Granada, Quito y Guayaquil y Panamá) en el cono norte
sudamericano; las repúblicas del Perú y del Alto Perú (luego Bolivia), en el centro de los Andes y Pacífico
sudamericanos; la república de Chile y la Federación de las Provincias Unidas del Río de la Plata en el cono
Sur sudamericano.

Este primer empeño reintegrador parecía superar la inicial dispersión hispánica que caracterizó el comienzo
de la emancipación hispanoamericana continental. Según las cifras de entonces, el territorio y población de
estos nuevos Estados americanos era el siguiente: tres de los nuevos Estados –México, Colombia y Río de la
Plata–, representaban el 70,3% del territorio y el 63,2% de la población hispanoamericana. Sin embargo,
individualmente ninguno de ellos superaba ni el territorio ni la población de los EEUU (3,9 millones de km2
y 10,2 millones de habitantes, respectivamente). Quedaba pues en 1825 patente el gran desequilibrio de base
que propiciaría la hegemonía norteamericana en el continente; posición que habría de acentuarse mucho más
a lo largo del siglo XIX. Esto último en virtud de los crecientes flujos migratorios europeos que optó por
dirigirse hacia el Norte anglosajón; proceso demográfico que correría aparejado con la expansión territorial
de los EEUU, hacia el Sur, Norte y Oeste a costa de México, Inglaterra y comunidades indígenas
norteamericanas.

Hacia mediados de 1825, la situación militar, política y diplomática aparentaba ser más sólida y halagüeña
para los nuevos países iberoamericanos. El último ejército español en América había sido derrotado en
Ayacucho (Alto Perú, 9 de diciembre de 1824) y la antigua metrópoli apenas resistía en las fortalezas del
Castillo de San Juan de Ulúa (México), Callao (Perú) y la isla de Chiloé (Chile) por lo que “…ni un palmo
de terreno reconocía ya al gobierno español, ni una sola bayoneta sostenía su causa en el continente…”.

No obstante, pese su manifiesta impotencia militar y diplomática, España se empecinaba en desatender los
buenos oficios, consejos y ofertas de mediación de sus aliados europeos y de los mismos EEUU, destinadas
a conserva al menos sus dos últimas posesiones insulares de Cuba y Puerto Rico. En realidad ambas líneas
caribeñas eran utilizadas por tales potencias como un socorrido comodín diplomático para, inhibir las
pretensiones de las emergentes repúblicas de México y Colombia para anexar o emancipar tales islas; esto
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último, como improvisado recurso dirigido a anular cualquier nueva tentativa de reconquista por parte de
España desde Cuba y Puerto Rico. Finalmente, tras involucrar al Zar de Rusia, los EE. UU., lograron
hábilmente desarticular ambas pretensiones hispanoamericanas imponiéndose un ‘consenso tripartito tácito’
para garantizar a España el dominio indefinido de ambas posesiones caribeñas.

Paralelamente, Colombia, México, Río Plata y Chile auspiciaron la proliferación de fuerzas corsarias –casi
en su totalidad a base de armadores de EE. UU., y Francia– que azotaron indiscriminadamente el comercio
ultramarino en el Caribe, en especial las costas de Cuba, luego sobre Cádiz e islas Canarias y que en algún
momento visualizaron “caer” sobre las posesiones españolas en Asia. La depredación indiscriminada del
tráfico naviero –no sólo español, sino británico, francés y estadounidense–,determinaron que Inglaterra
asumiera el liderazgo para perseguir y erradicar la acción de los corsarios ‘patriotas’. Dicha iniciativa
británica fue paralela a su lucha contra el tráfico internacional de esclavos (Tratado impuesto a España en
1817 y suspendido por las Cortes del Trienio) que directamente afectaba la creciente demanda de mano de
obra africana por parte de los plantadores isleños del tabaco y azúcar.

Desde Lima, a comienzos de diciembre de 1824, siguiendo los lineamientos del tucumano Bernardo de
Monteagudo –antiguo ministro del Protector José de San Martín–, Simón Bolívar convocó el Congreso de
Panamá, inicialmente ideado por el Precursor caraqueño Francisco de Miranda. A dicha cita apenas
concurrieron Perú, Colombia, México y PP. UU., de Centro América, Sus preparativos y negociaciones se
llevaron a lo largo del primer semestre de 1825, sin que finalmente se hubiera podido concretar la formación
de esa gran Confederación, Liga y Alianza Hispanoamericana. Durante dicho año, Bolívar rechazó las ofertas
entusiastas que se le hicieron desde Chile, Buenos Aires y México para capitanear las expediciones que
debían capturar Chiloé, reconquistar la Banda Oriental y liberar o anexionar las islas Cuba y Puerto Rico;
como también, muy previsiblemente, y a continuación de esto último, taponar las pretensiones anexionistas
norteamericanas sobre Texas y otros territorios al Este del septentrión mejicano.

De haberse cumplido los inejecutables Tratados III y IV pactados en Panamá el 15 de julio de 1826, el ejército
de tierra combinado de Colombia, México, Centroamérica y Perú habría contado con 60 mil hombres en
tierra y una marina de 22 naves consistente en 3 navíos de línea, 7 fragatas, 7 corbetas y 5 bergantines, con
un total de 214 cañones. Tales fuerzas eran muy similares a los mismos 60 mil hombres de a pie, 15 navíos,
25 fragatas, 4 goletas y 4 bergantines que se suponía poseía entonces España. A nivel americano este virtual
poderío confederado resultaba muy superior a los 10 mil hombres del ejército regular, los 7 navíos, 8 fragatas,
2 corbetas y 10 bergantines y goletas que se decía poseían, en dichas fechas, los Estados Unidos de América
presididos por James Monroe. El traslado del Congreso a la villa de Tacubaya (cerca de la capital mexicana)
permitió al activo agente estadounidense, Jöel R. Poinsett –con la tolerancia del poderoso ministro de RR.EE.,
mexicano Lucas Alamán– sepultar con éxito este primer esfuerzo de unión hispanoamericana pos
independiente.

Para 1825, recientes acontecimientos internacionales parecían favorecer la consolidación de los nacientes
Estados hispanoamericanos. Casi dos años antes, el 8 de marzo de 1822 en tanto la Santa Alianza europea
parecía inclinada a apoyar la reconquista española de América, el presidente estadounidense, James Monroe
y el Congreso norteamericano habían decidido el reconocimiento pleno de los gobiernos de Colombia y
México, a lo cual siguió el de Buenos Aires, Chile (1823), Provincias Unidas de Centroamérica e Imperio
del Brasil (1824). Perú lo sería en 1826. En agosto de 1822, el ministro plenipotenciario de la recién
constituida República de Colombia, suscribió en la City el primer préstamo externo contraído por los nuevos
Estados americanos. Al anterior siguió un segundo empréstito colombiano contratado en París en febrero de
1822. Ambas operaciones abrieron el camino para los subsiguientes créditos suscritos por Perú, Río de la
Plata, Brasil y México.

Igualmente, con la negativa de Inglaterra, el 22 de noviembre de 1822, las potencias legitimistas continentales
europeas reunidas en Verona habían confiado a Francia el restablecimiento absolutista de Fernando VII en
la Península. Durante dicho año habían fracasado en Madrid las negociaciones conciliarías entre Colombia y
la España del Trienio. Igualmente, fueron abortados en las Cortes liberales varios proyectos para crear un
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nuevo imperio hispánico bajo preminencia de España. A finales de diciembre de 1824, el gobierno inglés de
la mano de G. Canning, decidió el reconocimiento de los gobiernos de México, Colombia y Buenos Aires,
lo que protocolizó formalmente Jorge IV ante el Parlamento a finales de marzo de 1825. Con ello, apartado
de sus socios europeos, Inglaterra había resuelto disputar a los EEUU., la hegemonía comercial y política en
Iberoamérica. A comienzos de octubre de 1824, Colombia se convirtió en el primero de los países
hispanoamericanos en suscribir con una tercera potencia, los EEUU., de América, un tratado de Amistad,
Comercio y Navegación haciendo así irreversible el reconocimiento internacional de los nuevos gobiernos
americanos.

Entre comienzos de febrero y mediados de abril de 1825 nuevos tratados de Amistad, Comercio y Navegación
fueron suscritos entre los gobiernos de Buenos Aires, México y Colombia con Inglaterra. A partir de agosto
de 1825, gracias a la persistente –a veces coordinada– acción diplomática de los ministros y agentes
diplomáticos de Colombia, México, Buenos Aires y Chile en Europa, indujeron a que Francia, cansada de
soportar la irresoluta política de Fernando VII hacia Hispanoamérica, decidiera iniciar el ‘reconocimiento de
hecho’ de los nuevos gobiernos americanos. Para ello, permitió el ingreso en sus puertos, con bandera propia,
de los navíos y mercancías de México, Colombia y Buenos Aires. Esta decisión fue secundada más tarde por
los reinos de los Países Bajos, Suecia y autoridades de las Ciudades Hanseáticas.

A finales de octubre de 1824, León XII eximió a los nuevos Prefectos Apostólicos y Obispos designados para
América de jurar su plena fidelidad al rey de España. Entonces pudieron más la reiteradas amenazas y el
temor a un inminente cisma cristiano americano Con ello, la Silla Apostólica dio por concluido el privilegio
de nominación de tales prelados previsto en el ‘patronato regio’ que durante tres siglos le ligaba a la corte
española para el gobierno espiritual de sus dominios ultramarinos americanos.

Igualmente intensa había sido la actividad diplomática intra hispanoamericana. Liberadas Nueva Granada
(1819 y 1820) y Venezuela (1821), protocolizada la anexión de las Provincias de Panamá y Veraguas a la
Unión colombiana y antes de iniciar su ‘campaña del Sur’, Bolívar había desplegado una intensa carrera de
alianzas políticas y militares en todo el ex continente español. Sus ministros plenipotenciarios firmaron
tratados de ‘Unión, Liga y Confederación Perpetua’ con Perú (julio de 1822); Chile (octubre de 1822); uno
más de Amistad y Alianza con Buenos Aires (marzo de 1823) al que siguieron los de Unión, Liga y
Confederación con la república de México (octubre de 1823) y Provincias Unidas de Centroamérica (marzo
de 1825). Tras la rendición de la fortaleza de San Juan de Ulúa (Veracruz), Colombia y México pactaron una
primera Convención naval (agosto de 1825), a la que siguió una adicional para el ataque de Cuba y Puerto
Rico (marzo de 1823). Como ya se adujo, tales acuerdos llenaron de prevención y recelo a la Secretaría de
Estado norteamericana y al Foreign Office inglés.

Quizás la única nube oscura que a finales de 1825 parecía amenazar el amplio horizonte internacional
hispanoamericano lo constituía la frágil situación hacendística y, sobre todo, la crónica incapacidad financiera
y crediticia externa de los nuevos Estados, en especial para atender los vencimientos de los primeros créditos
contratados en el mercado de capitales londinense. Buena parte de dichos préstamos se gastaron
prioritariamente en la misma Inglaterra y se destinaron a la compra de armamentos y provisiones militares –
a veces exóticos, como fue la fracasada compra del primer submarino del mundo por parte de México–,
compra de maquinaria, equipos y contratación de expertos europeos, no siempre se constituyeron
oportunamente las reservas para el pago de la misma deuda.

En vez de ello, parte de tales fondos se destinaron a subsidiar, como lo hizo México, la supervivencia de
buena parte del exilio liberal español. Paradójicamente, cuando los dos más prometedores Estados
americanos –entonces anunciados como las nuevas potencias del hemisferio, México y Colombia–,
acapararon en 1825 el 76% de los préstamos negociados en Londres por un monto de casi 14 millones de
libras, España difícilmente logró obtener un crédito de 10 millones de libras. Curiosamente, el espectro de
un ‘nuevo Dorado americano’ lo primó a los ojos de las principales casas financieras inglesas (Barclay,
Herring, Baring, Goldschmidt, y en algún momento Roschild, entre otros), para asumir el riesgo de financiar
empréstitos e inversiones de tal magnitud.
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No obstante, la inexperiencia financiera internacional de los nuevos gobiernos americanos, la lenta y a veces
retenida recuperación económica interna que desembocaron en las insuperadas crisis de las Haciendas
hispanoamericanas, desde finales de 1824, hicieron tambalear varias veces la estabilidad del mercado
financiero londinense antes de arrastrar a la quiebra a más de uno de dichos prestamistas. Todo ello quedó
manifiesto en la patética crisis financiera internacional de 1825-1826, que aún hoy forma parte de la historia
negra de la City londinenese. A partir de entonces, la duda sobre la seriedad y sobre todo solvencia de los
nuevos Estados fue la causa de las recurrentes caídas –a veces dramática desvalorización y sobre todo
especulación–, a que quedaron expuestos los títulos de la deuda hispanoamericana. La recurrente morosidad,
incluso insolvencia hispanoamericana en Europa a lo largo del siglo XIX, se arreglaría en más de una ocasión
a punta de cañoneras y bombardeos de sus principales puertos por parte de las flotas de las potencias
acreedoras (Francia e Inglaterra).

Situación interna

Conforme a lo acontecido desde 1810 al estallido de la emancipación hispanoamericana –caracterizado por


un caudillismo militar y provincial anárquico–, para 1825 seis jefes de Estado, cinco de ellos militares,
forjados en la Guerra de Independencia, concentraban en sus manos el mando político y militar en todo el
sub-continente hispanoamericano. Sostenían dicho entorno unos experimentados ejércitos cuyos generales,
mal que bien habían aprendido a manipular los hilos del emergente poder político nacional. Este último,
sustentado en principio en los nuevos principios constitucionales liberales y un sistema representativo
censatarios (propiedad territorial o nivel de educación) de por sí excluyente de las grandes masas de los
pueblos, mestizos, indios y afro-americanos.

En 1825, Bolívar era el Presidente de Colombia, Dictador de Perú y Padre de Bolivia. Su mando militar
abarca una extensión geográfica jamás soñada en la Hispanoamérica pos colonial. Su ejército y poder se
extendía desde las extremidades de la desembocadura del Orinoco hasta la cima del Potosí y el desierto de
Atacama, entonces perteneciente al Alto Perú. Los generales y presidentes Guadalupe Victoria (México),
Manuel José Arce (Provincias Unidas de Centroamérica), Ramón Freire (Director Supremo chileno) y Gaspar
Rodríguez de Francia (Dictador paraguayo) completaban el cuadro de gobiernos presididos por militares. En
las Provincias Unidas del Río de la Plata, un Congreso Constituyente, convocado en diciembre de 1824, y un
gobierno Ejecutivo en Buenos Aires, conducido en 1825 por Bernardino Rivadavia, eran apenas un referente
hegemónico frente al resto de las Provincias; gobierno capitalino al que había quedado reservado el encargo
militar y diplomático de recuperar la Banda Oriental y Provincia de Chiquitos anexadas años atrás por el
Imperio de Portugal, Brasil y Algarve.

De todas maneras, luego de concluida la lucha emancipadora en el Sur de América, los no menos de 15 mil
hombres de Colombia, Perú y Bolivia eran un poderío militar suficientemente disuasorio en todo el continente
americano. Este ejército, unido a los otros 10 a 12 mil efectivos de Buenos Aires, México o Chile, en su
momento habrían podido frustrar definitivamente cualquiera de las dos grandes pretensiones de expansión
territorial intentadas a costa del antiguo Imperio español, ahora hispanoamericano. Para 1825 eran ya
manifiestas en el hemisferio americano dos dinámicas de apropiación territorial. En el Norte, por parte de los
EEUU., sobre Texas y territorios anexos (Nuevo México, Arizona, Utah, Oeste de Colorado y Nevada),
California, Cuba y Puerto Rico; y en el Sur por parte de Brasil sobre la Banda Oriental y la Provincia de
Chiquitos en el Alto Perú

Una de las consecuencias más importantes de la independencia de España fue la pérdida de la unidad política.
La América española pos colonial dio paso a un variado mosaico de nuevos Estados. Para 1825 estos eran:

México

La abdicación (marzo de 1823), expatriación como traidor, regreso clandestino y posterior fusilamiento por
decreto de Iturbide I en la villa de Padilla (julio de 1824) concluyó el efímero Ier Imperio mexicano. En
interregno se había iniciado la conformación de la primera república federal mexicana cuya constitución fue
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aprobada el 4 de octubre de 1824. Como fórmula de transacción, la misma parecía asegurar la unidad y
gobernabilidad de tan vasto y rico, pero fragmentado país. Para 1825, un activo Congreso Federal y un no
menos eficiente Ejecutivo central, presidido por el general Guadalupe Victoria (electo el 10 de octubre de
1824), compartieron el encargo de lograr la recuperación económica interna a nivel minero, agrícola,
comercio y de la hacienda pública. Durante dos legislaturas, las dos grandes facciones ideológicas y sus
respectivos grupos de intereses, conservadores (partido escocés) y liberales (yorquinos) iniciaron una intensa
batalla por el dominio político territorial, tanto en la esfera federal como a través delas legislaturas y
gobernaciones estatales.

No obstante, la nueva república federal debió afrontar varios desafíos externos pendientes. Militarmente
quedaba aún por conquistar el Castillo de San Juan de Ulúa, el último reducto español en México. Desde
dicha fortaleza su comandante, apoyado desde Cuba, el general español José Dávila, auspiciaba la discordia
interna y la revancha de importantes grupos pro-hispánicos, todo ello a la espera de una inminente invasión
de reconquista española de Nueva España. Menos claros se perfilaban entonces la defensa y mantenimiento
de la integridad territorial mexicana, cuyos inmensos y despoblados territorios del Norte, las antiguas
Provincias Internas españolas, eran ya el ‘objeto deseado’ de las aspiraciones expansionistas de los EEUU.
A tal objetivo trabajó con admirable y dañina eficiencia el primer Ministro Plenipotenciario norteamericano,
Jöel R. Poinsett, entre otras cosas reconocido fundador y manipulador del partido Yorkino, dentro y fuera del
gabinete ministerial.

Provincias Unidas del Centro de América

Concordante con la desaparición del fugaz imperio iturbidista, las cinco provincias de la antigua Capitanía
General de Guatemala (Guatemala, Salvador, Nicaragua, Panamá y Costa Rica) proclamaron su
independencia de España, México y de toda otra nación. (1de julio de 1823). Dicha declaración fue
promovida por el General español, Vicente Físola, artífice de la primera declaratoria de Independencia de
1821 y posterior adhesión al Imperio. Al día siguiente, 2 de febrero de 1823, un auto constituido Asamblea
Nacional Constituyente, además de poner en vigencia temporal la Constitución de Cádiz, eligió un
triunvirato para regir el naciente Estado.

Entre octubre de 1823 y noviembre de 1824 estuvieron vigentes las ‘bases constitucionales’ hasta que
fueron luego sustituidas por la definitiva Constitución de la República Federal de Centro América. Un
retrato de Bolívar presidió el nacimiento político de la que pasó a llamarse República Federal de Centro
América; para algunos una mala mezcla de los modelos norteamericano y gaditano. No obstante, la
provincia de Chiapas fue retenida como integrante de la república mexicana.

A finales de abril de 1824, las originales Provincias Unidas de Centroamérica habían sido uno de los
primeros Estados americanos en abolir la esclavitud (no había más de mil esclavos dedicados al servicio
doméstico) y en establecer la libertad religiosa y de imprenta. Externamente, para 1825, las buenas
relaciones de vecindad con México y el Tratado de Alianza con Colombia (marzo de 1825) parecían
suficientes garantías externas para estimular un futuro político, casi modélico frente al resto de países
hispanoamericanos.

Otra fue la dinámica interna centroamericana. Aunque en las elecciones presidenciales de 1825 había salido
electo el conservador hondureño, José Cecilio del Valle, la mayoría liberal del Congreso federal lo
sustituyó por el General Salvadoreño, Manuel José de Arce y Fagoaga. Ni el citado Del Valle ni Juan
Barrundia aceptaron asumir como vicepresidentes. Cerrado el Congreso y con el apoyo del clero y partido
conservador, la primera república centroamericana inició un largo y cruento proceso de guerra intestina
(1827-1839). Autoritarios caudillos militares, liberales y conservadores, alentaron la nueva diáspora
hispanoamericana pos independiente y final surgimiento de los cinco nuevos Estados centroamericanos.

Colombia
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La ‘Unión’ (Angostura, diciembre de 1819) y luego República de Colombia (Villa del Rosario, agosto de
1821) –jamás llamada oficialmente ‘Gran Colombia’–, inicialmente amalgamó por casi 10 años la antigua
Capitanía General de Venezuela, Virreinato de la Nueva Granada y Presidencia de Quito. A la misma se
habían unido las Provincias de Panamá, Veraguas, Guayaquil y fugazmente el Santo Domingo español
(noviembre-diciembre de 1821 y julio de 1822, respectivamente).

Como ningún otro ex dominio español americano, la nueva república que adoptó el nombre y bandera
tricolor ideada por el Precursor Francisco de Miranda, en 1825 aparentaba una sólida perspectiva de
consolidación política e institucional. Unos activos Congreso y Ejecutivo centrales trabajaban por cicatrizar
las heridas de una larga y ruinosa lucha intestina (1810-1819). No fue tarea menor buscar conjuntar y
conciliar tan diversos y dispersos intereses regionales. El gobierno central, fue asumido por el
vicepresidente neogranadino, General Francisco de Paula Santander, en ausencia de S. Bolívar, por
entonces en su ‘campaña del Sur’. Ambiciosas fueron las reformas iniciadas, tanto políticas (libertad de
prensa, abolición de la Inquisición y reforma religiosa); económicas (contribución directa, protección
aduanera y de la marina mercante) como sociales (reforma educativa, exención de tributo indígena y
libertad de partos de los esclavos).

Si bien la campaña militar colombiana en el Sur estuvo inicialmente dirigida a la liberación del ya
denominado ‘Departamento de Quito’, Bolívar logró sustituir al Protector, General José de San Martín
(‘Entrevista de Guayaquil’, julio de 1822), en la conclusión de las independencias del Perú y Alto Perú. La
prolongada ausencia de Bolívar (1821-1826) y avasalladora presencia militar y política colombiana en el
Sur, no sólo minaron el ambicioso proyecto de Confederación y alianza militar hispanoamericana de 1825
(Congreso de Panamá) sino que además erosionaron la frágil hacienda pública colombiana. La posterior
Constitución Boliviana (1826) –de clara estirpe monarquista– y la pretendida ‘Federación de los Andes’
ideada por Bolívar (los actuales Venezuela, Colombia, Ecuador, Panamá, Perú y Bolivia), además de
socavar la unidad política colombiana (1826-18230), provocaron la primera guerra peruano-colombiana por
la posesión de las provincias de Tumbes, Jaén y Maynas (1828-1829) adscritas al Departamento de
Ecuador.

Perú y Alto Perú

Complejo y vacilante fue el inicio republicano del Perú. Después del golpe militar que impuso al Congreso
Constituyente al coronel José de la Riva Agüero como primer presidente (Motín de Balconcillo de finales de
febrero de 1823), se aprobó la primera constitución (13 de noviembre de 1823). La agudizada crisis política
que enfrentó al Congreso y un cesado presidente Riva Agüero provocaron la suspensión de la aludida
constitución. Un cesado presidente acuartelado en Trujillo y un impotente sustituto en Lima, Marqués de
Torre Tagle, alentaron la deserción de parte del gobierno limeño hacia el aún supérstite bando realista. Dicha
anarquía cedió con la llegada del nuevo contingente de las tropas colombianas al mando del general
venezolano, Antonio José de Sucre, quien con su influencia logró controlar el caos local hasta el subsiguiente
ingreso de Bolívar (1 de septiembre de 1823); uno y otros llamados por el Congreso peruano. Después de
haberse aclamado a Bolívar como Libertador, se le otorgó el mando unificado político y militar a comienzos
de septiembre de 1824; y más tarde, el título de Dictador (comienzos de febrero de 1824).

Investido Bolívar con el poder absoluto –a lo que estuvo acostumbrado durante la campaña venezolana y
neogranadina–, le bastaron 14 meses al Libertador y sus ejércitos combinados (peruanos, colombianos y
argentinos) para consumar la derrota definitiva española en el contiene americano: Junín (6 de agosto);
retoma de Lima (7 de diciembre) y Ayacucho (9 de diciembre de 1824). Pese tales victorias quedó
pendiente la recuperación de la fortaleza del Callao, donde se habían atrincherado (comienzos de febrero de
1824), los sublevados sargentos argentinos Oliva y Moyano, quienes la entregaron al brigadier español
Rodil. Dicha fortaleza caería en manos peruanas a comienzos de agosto de 1826.

Por su parte, después de Junín y Ayacucho, el territorio del Alto Perú había quedado bajo protección de las
tropas colombianas al mando del General A. J. de Sucre. A mediados de enero de 1825, una Junta de notables
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bajo la inspiración del jurista Casimiro Olañeta, proclamó la independencia de la antigua Audiencia de
Charcas. Tal acto tuvo por objeto asegurar la independencia del Alto Perú, tanto respecto del Perú como de
las Provincias Unidas del Río de la Plata cuyas pretensiones habían sido reafirmadas recientemente por una
ley del Congreso del 9 de mayo de 1825. Bolívar y Sucre patrocinaron la inmediata convocatoria de una
Asamblea Constituyente (mediados de febrero) la que, con ocasión del aniversario de la victoria de Junín,
concluyó reafirmando la total independencia y constitución de la nueva ‘República de Bolívar’, luego Bolivia
(Chuquisaca, 6 de agosto de 1825).

Pese lo anterior, en octubre de dicho año, los enviados del Congreso federal rioplatense, General José María
Alvear y José Miguel Díaz Vélez, ofrecieron a Bolívar renunciar formalmente a la soberanía sobre Charcas,
y finalmente sobre los reclamados territorios de Tarija (como perteneciente a la Provincia de Salta) y Atacama
(en poder de las tropas colombianas). A cambio, pidieron al Libertador asumir el mando único militar de los
laureados ejércitos colombianos y tropas rioplatenses para recuperar la Banda Oriental en poder del Imperio
del Brasil desde 1816. En tal virtud, las ahora Provincias Unidas del Río de la Plata, sumidas en su ‘anarquía
de los años 20’, dejaron de ser por siempre un Estado Pacífico.

A finales de octubre de 1826, en la cumbre del cerro del Potosí, en el apogeo de su máxima gloria militar y
política, preso de uno de sus esporádicos delirios dionisíacos, ante las banderas libres sudamericanas, Bolívar
decretó el final del imperio español en América. De seguro, el Libertador por fuerza tuvo que evocar su
supuesto juramento en el romano monte Aventino de 20 años atrás (15 de agosto de 1805). Muy a
continuación, la Asamblea boliviana proclamó a Bolívar ‘Padre de la Patria’, encargándole, además, la
redacción de la primera Constitución. Desde Lima, el 25 de mayo de 1826, Bolívar envió al Congreso
Constituyente su proyecto, que luego de acotados debates fue aprobado no sin reticencias. A continuación el
partido bolivariano impuso arbitrariamente tal constitución en el Perú. El designio de Bolívar de implantar
su constitución en Colombia fue una de las causales de división y caos político en el Norte suramericano.

Chile

Desde las batallas de Chacabuco (12 de febrero de 1817) y Maipú (5 de abril de 1818) que sellaron la
reconquista patriota de Chile, la primera república chilena no estuvo exenta de agudos conflictos ideológicos
y lucha de intereses locales y de clase. La modélica constitución republicana de Manuel Egaña (1823) chocó
con la lucha política reiniciada por las facciones de turno que afianzaron temporalmente el gobierno
centralista y personalista del General Bernardo O’Higgins. Sin embargo, a mediados de julio de 1823, un
pronunciamiento cívico capitalino impuso su renuncia, a lo cual siguió su voluntaria expatriación al Perú,
donde murió.

El general Ramón Freire sucedió a O’Higgins como Director Supremo. Se le recuerda por ratificar la
abolición de la esclavitud, la expropiación de los bienes eclesiásticos y la destitución del arzobispo de
Santiago. No obstante, ante la inminencia de una nueva anarquía política derivada del agudo enfrentamiento
entre los jóvenes y exaltados ‘pipiolos’ (liberales) y los tradicionales ‘pelucones’ (conservadores), Freire
decidió clausurar el nuevo Congreso Constituyente, recién convocado. Acto seguido decretó la expatriación
de sus principales miembros (comienzos de octubre de 1825). Freire asumió el gobierno dictatorial centrando
sus principales esfuerzos y recursos en la recuperación de la isla de Chiloé, reducto español al mando del
coronel Antonio Quintanilla, lo que apenas logró tras una segunda expedición (enero de 1826). A pesar de
un inicial interés, Chile se negó a asistir al Congreso de Panamá, puesto que su gobierno desconfiaba de una
eventual hegemonía colombiana en la inspiración y el manejo de la Confederación propuesta.

Paraguay

Poco o nada extraordinario había sucedido desde 1814 en el recóndito Paraguay, año en el que un Congreso
proclamó la dictadura perpetua del Dr. Gaspar Rodríguez de Francia, cuyos principales opositores fueron
eliminados gradualmente. Encerrado en su extraño ‘reino’, el que aisló físicamente de las Provincias Unidas
del Río de la Plata, Brasil y Alto Perú, el Dr. de Francia se proclamó Jefe de la Iglesia y estableció por decreto
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la igualdad de las clases sociales. Tampoco dudó en ordenar el fusilamiento de los 60 conspiradores que en
el año 1820 trataron de derrocarlo, entre los que figuró el obispo de Asunción, a quien había encarcelado
durante 18 meses.

En su momento (1820), De Francia dio generoso asilo a José G. Artigas, derrotado por las tropas brasileñas
luego de ser traicionado por sus amigos y Generales del Río de la Plata. En 1825, Bolívar, que en algún
momento pensó invadir Paraguay y derrocar al temido dictador, no tuvo éxito en conseguir de la libertad del
sabio, médico y naturalista francés, Aimé Bonpland, compañero de Humboldt en su periplo
hispanoamericano de finales del XVIII y comienzos del XIX. Dicho sabio francés, previamente contratado
por el gobierno del Río de la Plata, imprudentemente se había localizado en la frontera con Paraguay. El
receloso Dr. Francia quien se ufana de proclamar ‘jamás debes creer a los Europeos, ni fiarte de ellos de
cualquier Nación que sean…’ lo declaró conspirador y ordenó su captura y prisión que se prolongó por 10
años.

Paraguay fue el único gobierno hispanoamericano que no fue invitado a participar en el Congreso de Panamá.
Aunque el doctor de Francia murió en julio de 1840, el auto enclaustramiento de Paraguay se prolongó hasta
mediados de 1864 cuando los vencedores de la Guerra de la Triple Alianza (Brasil, Uruguay y Argentina) le
impusieron abrir sus fronteras.

Río de la Plata.

La consolidación política de las Provincias Unidas de Sud América surgidas del Congreso Constituyente de
Tucumán de 1816, fue todavía más compleja y singular respecto del resto de los Estados hispanoamericanos.
Con la excepción del Alto Perú, el resto de su territorio no fue nunca reconquistado por tropas españolas. No
obstante, lo anterior no impidió que desde la Revolución de Mayo, el antiguo y rico virreinato quedara sumido
en interminables cruentos y ruinosos enfrentamientos militares intestinos que de hecho se prolongaron hasta
la pacificación general de 1880.

El eje común de tales conflictos tuvieron por eje dialéctico imponer/resistir la sumisión a los poderes,
dirigentes e intereses de la capital Buenos Aires. Durante casi 70 años, se sucedieron innumerables invasiones
interprovinciales, cesiones políticas regionales (república independiente de Entre Ríos y autonomías de
Santiago, Santafé y Catamarca), invasión y pérdida de la Banda Oriental y renuncia del Paraguay y provincias
del Alto Perú.

En virtud del peso dominante de la provincia y gobierno de Buenos Aires, tanta anarquía política y militar ni
impidió que el Río de la Plata jugara una alta actividad diplomática. Durante el interregno de los ‘Directores
Supremos’ (1815-1820) tales acciones estuvieron en alto grado dirigidas a implantar en el cono sur americano
una monarquía constitucional. Inicialmente, mediante la entronización de un príncipe europeo (misiones de
Sarratea, Belgrano y Rivadavia) y luego proclamación de una monarquía incaica (Congreso de Tucumán)
presidida por un descendiente del último Inca, como en su momento lo había pretendido el precursor
Francisco de Miranda; proyecto al que se adhirió José de San Martín.

Sin embargo, tal caos interno tampoco impidió que el General San Martín hubiera comandado el ‘Ejército de
los Andes’ (1817) y luego ‘Expedición Libertadora del Perú’ (1819-1820) cuyas tropas lograron la
independencia de Chile y Perú. En ambos países San Martín fracasó en extrapolar el proyecto monarquista
rioplatense.

Superadas las revueltas, batallas y ‘tratados de paz’ entre los caudillos provinciales que caracterizó la llamada
‘anarquía del año XX’, en diciembre de 1824, gracias a las gestiones del gobernador de Buenos Aires, Martín
Rodríguez y su ministro Bernardino Rivadavia, todas las provincias –incluyendo Tarija y la [Banda]
Oriental– se reunieron en Buenos en un ‘Congreso General’ constituyente. La perspectiva de un
inminentemente reconocimiento por parte de Gran Bretaña, como la declaratoria del imperio del Brasil que
además de continuar la ocupación de la Banda Oriental amenazaba invadir las Provincias del Litoral, forzaron
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la convocatoria y deliberación de la ‘representación nacional’ cuya mayoría capitalina –de vocación


centralizadora– amenazó con aparcar nuevamente toda iniciativa federalista.

Una mínima (7 artículos) y provisional ‘ley fundamental’, aprobada en dicho año, mantuvo la organización
e instituciones provinciales hasta entonces adoptadas, todo ello sujeto a lo que se pactara definitivamente en
la constitución en ciernes. La declaratoria de guerra por el Imperio del Brasil (diciembre de 1825) forzó la
creación de un ‘poder ejecutivo nacional permanente’ que sustituyó el ‘provisorio’ creado meses atrás. El 6
de febrero siguiente, Bernardino Rivadavia asumió como primer ‘Presidente de las Provincias Unidas del
Río de la Plata’ quien debería permanecer en el cargo hasta la aprobación de la constitución definitiva.
Anteriormente, desde 1821, B. Rivadavia, en calidad de ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de
Buenos Aires presidido por Martín Rodríguez, en asocio al presbítero Valentín Gómez –enviado especial en
Francia– habían gestionado en Europa la entronización en el Río de la Plata del Príncipe de Luca. Tales
acciones coincidieron con las llevadas a cabo en Europa en igual sentido por el guatemalteco al servicio del
gobierno de Chile, Antonio José de Irisarri. Fracasada de nuevo esta intentona monarquista y sustituido M.
Rodríguez por Juan Gregorio de las Heras, durante el mismo año de 1825 –bajo inspiración de Rivadavia–,
se concretó la firma de un primer tratado de Amistad, Comercio y Navegación con Inglaterra (comienzos de
febrero de 1825). El mismo protocolizó el reconocimiento del nuevo Estado americano del Río de la Plata
que, paradójicamente, aún no terminaba–y demoraría varios años más– en constituirse plenamente. Dicha
interinidad político-institucional rioplatense –como aconteció con las repúblicas de Colombia, México, Perú,
Chile y Centroamérica– no fue óbice para que, julio de 1824, el gobierno interino de Buenos Aires, con la
intervención previa del Ministro Rivadavia, hubiera suscrito con la casa bancaria londinense, Baring &
Brothers, un primer empréstito por £1 millón.

Posesionado de su cargo, el ahora presidente Rivadavia obtuvo del Congreso la aprobación de la ley de
‘capitalización’ por la que Buenos Aires y una gran área circundante fueron segregadas de la provincia del
mismo nombre. En tal virtud, las rentas –principalmente los recaudos de aduana de su principal puerto–
fueron declaradas como propias del Estado general. En tal virtud, el nuevo Ejecutivo pudo actuar –al menos
nominalmente– como gobierno general del país. En el mismo fueron delegadas facultades para implementar
las resoluciones del Congreso, el manejo de las relaciones exteriores y la conducción de la guerra con Brasil.

También durante el mismo año de 1825, el citado Congreso Provisional dejó en libertad a las Provincias del
Alto Perú (Charcas, Potosí, Cochabamba y La Paz) para constituirse en república independiente. Muy a
continuación, el gobierno provisional boliviano presidido por el venezolano, A. J. de Sucre, ordenó la
ocupación de las provincias de Atacama y Tarija, dando origen a un diferendo limítrofe que quedó insoluto
hasta 1889. En dicho año de 1825, pese a los buenos oficios del bolivarianista cordobés, deán Gregorio Funes,
el presidente Rivadavia se opuso a la convocatoria y planes de alianza militar de Bolívar negándose a asistir
al Congreso de Panamá, aceptando a medias una alianza meramente defensiva con Colombia. En
contrapartida, no tuvo reparo en acoger el plan gestado en Lisboa para reunir en Washington un congreso
paralelo de ‘Confederación armada contra la Santa Alianza’; pacto que además de los países sudamericanos
estaría integrado por España, Portugal, Grecia y los EE.UU.

A nivel interno, en un corto plazo, Rivadavia sacó adelante la supresión del diezmo y fuero eclesiástico, la
reforma de los conventos, un nuevo régimen de alquiler de tierras, la creación de la Universidad de Buenos
Aires y la contratación de un primer empréstito en Londres. En 1826, Rivadavia presionó al Congreso a
expedir la prometida constitución definitiva. Seis provincias (Entre Ríos, Santa Fe, Santiago del Estero,
Córdoba, San Juan y Mendoza) se pronunciaron por la federación en tanto otras cuatro (Salta, Jujuy, Tucumán
y La Rioja) lo hicieron por el sistema centralista y unitario y el resto lo dejaron a decisión del Congreso. El
24 de diciembre de 1826 se aprobó un sistema de gobierno republicano unitario-centralista, representativo
con tres poderes independientes; decisión que fue rechazada por todas las provincias. B. Rivadavia renunció
el 27 de junio de 1827 acusado de haberse entregado al Brasil tras la firma del llamado ‘tratado deshonroso’
firmado en Río de Janeiro por su agente, Manuel José García. El 3 de julio, antes de su disolución, el Congreso
nombró a Vicente López y Planes presidente provisional, convocó una nueva convención constituyente
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nacional para el 1828 y restableció la Provincia de Buenos Aires derogando la mencionada ‘Ley de
Capitalización’.

La conducción de la guerra con Brasil fue confiada al gobierno de Buenos Aires. Presionados ambos
contendientes por Inglaterra que actuó como mediadora. Mediante una Convención Preliminar de Paz (27
de agosto de 1828), la hasta entonces Provincia brasileña Cisalpina (Banda Oriental) fue dejada en libertad
para constituirse en un nuevo Estado, luego República Oriental del Uruguay. Se impuso la decisión
británica de crear un Estado ‘tapón’ en la desembocadura del Plata entre el expansionista Imperio del Brasil
y futura república argentina.

La diáspora bolivariana

Durante 1825, las reiteradas amenazas de Bolívar a renunciar a la dictadura y la arbitraria implantación de la
constitución boliviana, entre otros factores, sirvieron de caldo de cultivo del nuevo caos político peruano.
Viejos intereses regionales y de clases entraron de nuevo en juego, en particular los comerciantes del litoral
y hacendados propietarios de esclavos; estos últimos responsables de haber frustrado la abolición de la
esclavitud. Por otra parte, la aguda penuria fiscal, como la parálisis del antiguo comercio con la Península,
coincidieron con el regreso de Bolívar a Colombia (septiembre de 1826) donde era urgentemente requerido
para apagar la llama cesionista que amenazaba la República de Colombia.

Durante su largo y pausado regreso hasta Bogotá –lo que hizo a caballo desde Guayaquil–, además de
corresponderse con los caraqueños que lo animaban a instaurar una monarquía, Bolívar aprovechó para
auscultar el ánimo y predisposición de sus más cercanos allegados de Guayaquil, Quito, Pasto, Popayán y
Neiva para implantar la constitución de Bolivia en Colombia. La adhesión colombiana resultaba pieza clave
para poner en marcha su proyecto más íntimo de ‘Federación de los Andes’ conformada por Colombia, Perú
y Bolivia.

Bolívar ignoraba entonces el desmonte de dicha Carta iniciada en Perú y Bolivia, nada más abandonar el
Perú y expulsión del ministro colombiano, Cristóbal Armero (junio de 1827). Siguió la rebelión de las tropas
colombianas de la guarnición de Chuquisaca que motivó la invasión del General peruano, Agustín Gamarra,
quien pretendía la restitución del antiguo Alto Perú al Perú (mayo de 1828). El derrocamiento del presidente
A. J. de Sucre fue continuado con la expulsión de las tropas colombianas, primero de Bolivia (Tratado de
Piquiza, julio de 1828) y luego del Perú; sucesos que reportó con júbilo el cónsul estadounidense en el Perú,
William Tudor. La enérgica reacción de Bolívar por los sucesos de Bolivia, anudada a la expulsión del
ministro peruano en Bogotá, José Villa, por sus evasivas sobre múltiples reclamaciones colombiana
(restitución de las provincia de Jaén y la parte de Maynas –pertenecientes al Departamento del Ecuador y
ocupadas por Perú; expulsión del ministro colombiano Armero y la deuda militar peruana) fueron los
prolegómenos de la declaratoria de guerra al Perú por parte Colombia (julio de 1828).

A lo largo de 1825, el predecible fracaso de la Asamblea de Panamá, las apetencias expansionistas y


hegemónicas estadounidenses y del Imperio del Brasil (sobre México y fronteras suramericanas,
respectivamente), las crecientes amenazas de reconquista por parte de España y sus aliados europeos
continentales y la indomable anarquía que rebrotara a lo largo de los países andinos bajo su mando, motivaron
a Bolívar a pensar en un ‘protectorado inglés’. La concertación de una alianza militar y política con Inglaterra,
además de alejar todas las asechanzas externas, permitiría el licenciamiento de los costosos ejércitos
nacionales, caldo de cultivo y fortalecimiento de los ancestrales caudillismos comarcales. A su turno, la
inversión productiva externa, la recuperación económica y la reforma social de los cada vez más
empobrecidos países hispanoamericanos, sería una inmediata consecuencia de tal pacto externo.

Desde Lima, a mediados de marzo de 1825, así se lo describió el Libertador al Vicepresidente Santander;
cosa que luego repitió expresamente al Capitán de Navío inglés, Thomas Mailing. Meses después, desde el
Cuzco (julio de 1825), volvió a decírselo a Santander. A comienzos de diciembre de 1825, Bolívar
expresamente ordenó plantear tal pedido al jefe del F.O., inglés, G. Canning; cosa que debía hacerse a través
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de ministro colombiano en Londres. En los primeros días de febrero de 1826, en Lima, Bolívar pidió el
protectorado de manera más detallada al Cónsul General inglés en el Perú, C. Rickets. Lo haría con más
ahínco al forzar al Gobierno de Bogotá para que Inglaterra fuera invitada a participaren en el Congreso de
Panamá. E. J.Dawkins, enviado de Canning jugó un activo papel en sus sesiones para evitar una alianza
americana encabezada por los EE.UU., hegemonía prepotente en el Nuevo Mundo de la que Bolívar recelaba
tanto como el ministro inglés. A mediados y finales de abril de 1827, en Caracas, el Libertador reiteró por
última vez su pedido de protectorado ante A. Cockburn, designado recientemente como primer Ministro
inglés ante el gobierno colombiano, ahora presidido por el Libertador. En el que fue su último viaje en vida
a su patria, Bolívar trataba de evitar una irreversible secesión venezolano encabeza por el General
venezolano, José Antonio Páez; movimiento conocido como La Cosiata.

El fracaso de la Convención de Ocaña (abril a junio de 1828) que no pudo dominar el partido bolivariano, la
subsiguiente e inmediata proclamación de Bolívar como ‘dictador’, su ‘decreto orgánico’ suspendiendo la
constitución y desconociendo las decisiones de Ocaña y subsiguiente ‘conspiración septembrina’ –frustrado
intento de asesinato del Libertador–, precipitaron la ruina de la República de Colombia que se consumó dos
años después.

El inicio de la dictadura de Bolívar coincidió con la llegada a la capital de Bogotá del enviado especial
francés, Charles Bresson, acompañado del duque de Montebello –joven hijo del mariscal Lannes– quien
dentro de sus instrucciones de verificación del estado político de Méjico (donde no pudo llegar) y Colombia
previos a su reconocimiento por Francia. Bresson tenía el encargo confidencial de propiciar la entronización
de un descendiente de la casa de Orleans como monarca de Colombia. Fascinado con la personalidad de
Bolívar, no dudo en sugerir el apoyo francés al plan monárquico que en Bogotá gestionaban varios de los
más cercanos ministros y allegados del Libertador. Tales intrigas alarmaron a los ministros de Inglaterra y
EUA., cuyos gobiernos de manera alguna estaban interesados en propiciar la erección monárquica en una
Colombia que marchaba a su naufragio final.

Bibliografía

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