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Dogmatismo, Fe y Libre Albedrío

Apoyándose en el aforismo de San Agustín que reza “Quien inviste la lucidez inviste la tristeza”, Ikram
Antaki, comenzaba su “Manual del Ciudadano Contemporáneo” diciendo que “comprender es un triste
oficio” y que para comprender la realidad es necesario observar la “Gran Historia” y no conformarnos
con la sola información que se nos filtra, que cada vez es más fragmentada. “Hemos pasado de la gran
historia a las historias y anécdotas, y estamos hoy en plenas fábulas” decía Antaki agregando “La gente
más peligrosa es la que rehace la historia, la que desempolva los ritos para renovarlos en su provecho”.
Y eso es tan aplicable a la historia de la humanidad como a su presente, que pueden ser interpretados
como la historia del conflicto entre quienes defienden la libertad de pensar, creer y expresarse y quienes
la combaten.

Dogmatismo, Fe y Libre Albedrío, tres temas controvertidos e íntimamente imbricados, han sido
tratados infinitas veces. Pero dejando de lado anécdotas y fábulas, buscando desentrañar la “Gran
Historia”, y apelando para ello a la concepción de Fromm respecto de que “el Hombre es el resultado de
un proceso de diferenciación histórica que hace de él algo específico de una época, una cultura y un
grupo social determinado”, el desafío es abordarlos desde una perspectiva antropo-ontológico-
pragmática.

“Arrancado del paraíso y de la unidad original con la naturaleza” que “protegía” al homo pre sapiens de
los cuestionamientos propios del ser humano, plantea Fromm en “El Arte de Amar”, el Hombre ya no
puede retornar al estado original porque le es imposible involucionar. Sólo le queda entonces la
posibilidad de escapar hacia adelante desarrollando su razón en busca de una nueva armonía “humana”
que sustituya la pre-humana irremediablemente perdida.

“En la toma de conciencia de sí mismo como entidad separada, de que nace sin que intervenga su
voluntad y que ha de morir en contra de ésta, está el origen de la angustia de su soledad y el
sentimiento de “separatidad”, sentimiento que sólo puede superar –según Fromm- a través de la re-
unión con “el otro”.

Ese hombre primitivo se aferra a sus vínculos originales, deificando a la naturaleza y sus fenómenos. Al
evolucionar y adquirir habilidades humanas “deifica” sus nuevas capacidades adorando ídolos a los que
posteriormente “antropomorfiza” para hacerlos “a su imagen y semejanza”.

Los dota luego de los atributos femenino y masculino que caracterizan a las religiones primigenias: el
matriarcal caracterizado por el incondicional amor materno; el patriarcal por la imposición de principios
y normas, (la palabra y ley divina), que el hombre debe cumplir para “pertenecer” y no ser excluido
nuevamente.

En ulteriores estadios la religión evolucionará hacia un “monoteísmo absoluto” en el que Dios deja de
ser persona para convertirse en el “Principio de Unidad” que nos subyace. Pierde Dios entonces su
nombre propio, porque nombrarle denotaría una finitud y aprensibilidad que le serían impropias.

Este “monoteísmo puro”, según lo denomina Fromm, no espera dádivas ni perdón de dios, no lo tiene
por padre y reconoce que podemos saber lo que dios no es, pero no lo que es, excepto como símbolo de
los valores que el hombre se esfuerza por alcanzar: el mundo espiritual, el amor, la verdad y la justicia.
Alcanzado este punto, considera que la vida es valiosa como oportunidad para un desarrollo cada vez
mayor de estos “poderes humanos” que incluyen a dios dentro de cada quien, y “amar a dios” se hace
entonces “anhelo de realizar lo que de Dios existe en uno mismo”.

Como la Humanidad filogénicamente, Freud sostiene que cada individuo conserva en sí,
ontogénicamente, iguales etapas. Por ello el problema filosófico de conocer al hombre es similar al
problema teológico de conocer a Dios. Tal vez y a mi juicio la diferencia es que el “conocer a Dios” es un
acto de Fe y por lo tanto indemostrable -o en todo caso irracional a pesar del “Argumento Ontológico”
que postula que si podemos “pensar” un dios éste debe existir- mientras que el conocerse a sí mismo es
posible y -sobre todo- “experimentable”. A este conocimiento concurre la experiencia personal, (y se
quiere hasta mística e iniciática), si convenimos que no podremos conocer el secreto del Hombre ni de
Dios por el solo pensamiento.

El pensamiento, dice el Rig Veda, el texto –escrito en Sánscrito- más antiguo de la India, es sólo un más
sutil horizonte de ignorancia. Por eso en las religiones orientales lo central no es el pensamiento o la
creencia correcta sino la acción correcta, cuya consecuencia directa es la tolerancia, ya que si “la idea”
no constituye verdad última ni forma de alcanzar la salvación no hay motivos para oponerse a quienes
tienen concepciones diferentes.

El pensamiento occidental por el contrario, prioriza la verdad fundamental –la creencia correcta- en el
pensamiento correcto, lo que predispone a la formulación de dogmas, a la intolerancia frente al hereje,
el apóstata y el infiel, y considera la fe en el “dios correcto” el objetivo de la actitud religiosa.

Así, la religión, además de suplir necesidades trascendentes del hombre, fue imponiéndose como
sistema de control social y del pensamiento, instituyendo una autoridad superior materialmente
indemostrable como pilar del poder. Los sacerdotes se erigieron –en toda latitud y religión que los
permitió- en casta de poder incuestionable dada su “cualidad” de intérpretes privilegiados de tal
autoridad.

La “Palabra Sagrada” de la deidad, a través del filtro de sus intérpretes se convirtió en “Verdad
Suprema” y paradigma incuestionable -por lo tanto dogma- dictado por un ente omnisciente,
omnipotente e incognoscible, interpretada por embajadores humanos cuando menos falibles, las más
de las veces interesados, aprovechándose de la realidad y posibilidades de conocimiento de ese
“hombre histórico y social” al que impusieron el “código moral” de su religión diseñada para hacerlo
vivir de acuerdo a sus designios.

Para aceptar esa verdad que buscaba y se le ofrecía revelar, el hombre recurrió a la Fe. “Fe” tiene por
sinónimos esperanza, confianza, convicción, creencia y afirmación; pero también religión, infalibilidad y
dogma.

El Dogmatismo implica creer en verdades que se postulan como inmutables e incuestionables, cuando
hemos aprendido y llegado a aceptar que lo único permanente, al menos desde la perspectiva humana,
es el cambio -y el continuo cuestionar que a través de la ciencia y la filosofía la razón hace de la
“realidad”- que da lugar al libre albedrío y la responsabilidad concomitante.

Es así que es el elemento humano quien establece y utiliza el dogma –celestial o terreno, religioso o
político- en su provecho.
El hombre debió haber sido capaz de discernir entre “palabra sagrada” e “interpretación oportunista”.
Deberíamos ser capaces de darnos cuenta también que la manipulación de las mentes ha conseguido
extrapolar el objeto del dogma de lo religioso a lo ideológico con similares resultados: oscurantismo,
censura del pensamiento, recortes a la libertad y conversión del individuo en “masa falta de dignidad”,
definiendo “dignidad” como el valor inherente al ser humano en cuanto “ser racional dotado de poder
creador que le permite modelar su vida mediante la toma de decisiones y el ejercicio de su libertad y de
su responsabilidad”. O sea, de su Libre Albedrío.

La histórica conculcación de todo cuestionamiento y la lucha de las religiones e ideologías contra la


libertad de pensar guarda por objeto la preservación de sus dogmas.

Quienes creemos en el libre pensamiento y el poder de la razón como camino al conocimiento,


aceptamos la idea y la definición de “Fe” en casi todas sus acepciones, salvo la de infalibilidad y dogma
pues contradicen la naturaleza cuestionadora del homo que quiere llegar a sapiens, a la ciencia y la
búsqueda de la verdad inherentes al pensamiento libre y discriminan entre los hombres que dictan –
arrogándose poderes superiores- y los que acatan -por carecer de formación o de carácter y por lo tanto
tener menos “grados de libertad”- y precisamente por ello no ser capaces de ejercer su libre
pensamiento ni la responsabilidad de ser.

Para afinar ese concepto Fromm invita a distinguir entre dos tipos de fe: la fe irracional, que invita al
dogma, y la fe racional. Fe irracional es la creencia y sumisión a una cosa, idea o persona más allá del
alcance de la razón e imposible de conocer por ella. Es la aceptación de algo como verdadero sólo
porque así lo afirma un poder, la tradición, la opinión pública, un paradigma social o religioso o
simplemente un tercero. Y naturalmente implica credulidad a distintos grados. Fe racional en cambio es
la cualidad de certeza y firmeza que atribuimos a nuestras convicciones. Arraiga en la propia producción
intelectual y emocional, es condición de la existencia humana, y esencial al pensamiento racional: Fe en
el poder del pensamiento y la razón, la observación y el juicio, bases del libre albedrío.

La fe en el potencial de las capacidades humanas -propias o ajenas- es lo que diferencia educación de


adoctrinamiento. La fe en uno mismo es la base de la capacidad de prometer, tanto por la convicción de
la propia identidad: (yo creo y tengo fe en que seguiré siendo quien soy, y por tanto en que honraré lo
que pienso y digo manteniendo mi palabra); como por la fe en el otro, en la estabilidad de sus valores y
actitudes esenciales, o sea, en su integridad.

La confianza pasa a ser entonces, Fromm mediante, “una hipótesis sobre la conducta futura del otro”.
Por eso la pérdida de la fe, sea en una pareja, un amigo, un familiar o un socio, irremediablemente
implica la pérdida de la persona, que deja de ser quien creíamos era y nos enluta y “separatiza” porque
ya no podemos volver a lo que creíamos tener.

Por otro lado, la pérdida de la Fe en nosotros mismos nos hace débiles y manejables al hacer de la
aprobación ajena la base de nuestra autoestima. Todos sabemos que mantener las propias opiniones
cuando las ajenas soplan en contra requiere fe y coraje. (Ser parte del “Nucleo duro” de Noelle Neuman
no es para cualquiera). Pero entender que cada traición a nuestra fe nos debilita y que actuar
cobardemente nos lleva a un círculo vicioso de nuevas traiciones es entender por qué no debemos
abdicar de nuestra integridad, que es el pensar, decir y actuar coherentemente, cualesquiera sean
nuestras opiniones, valores y principios.

Nuestra tarea por tanto depende de ser capaces de asumir la vida con integridad. Como una única,
excepcional y disfrutable aventura. Una infinita sucesión de desafíos ante los que tenemos la libertad de
rendirnos o superarlos, erigiéndonos, más que en lo que somos, en lo que queremos hacer de nosotros
mismos gracias a nuestra voluntad e inteligencia, en el tiempo del que dispongamos.

Pensar como algunos filósofos –Sartere incluido- sostienen, que la vida es una lucha en que el hombre
siempre va a perder porque inevitablemente llegará a su fin es lo mismo que creer que no se puede
ganar un partido de fútbol porque al final de los 90 minutos el árbitro sonará su silbato.

Habrá o no ulteriores partidos o vidas, no lo sabemos. Y sólo podemos creer que sí “irracionalmente”.
Pero el vencer o perder no depende de morir, sino de que con las reglas marcadas cada quien juegue y
haga lo mejor que puede y sea capaz, dejando todo –hasta el envoltorio terrenal- en la cancha.

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