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YRITH

Empezó a sentir que se convertía en estatua. Aunque fue solo un instante,


ella sintió que era un larguísimo instante que empezaba a escalar por sus
talones y la sembraba en la tierra. Pero el terror de sentir ese frío
petrificador que la trepaba, era inferior al que le causaba el caos en que se
hundía su ciudad amada, la voracidad del fuego y el desaforado torbellino
que envolvía cada lugar y cada ser, y destrozaba todo cuanto encontraba a
su paso, arrastrando como innumerables marionetas todas las cosas que
algún día tocó, todos los lugares que vivió y todos los seres que amó.
Alcanzó a extender su mano angustiada, señalando hacia el ya inexistente
centro de reuniones diarias de las gentes, intuyendo que era su última forma
de grito, su último gesto de comunicación. En el instante ínfimo, cuando sus
ojos se cristalizaban, guardó la última imagen de los cientos de niños que
corrían hacia sus casas y se calcinaban violentamente antes de alcanzar los
desesperados brazos de sus madres.

Ni siquiera estamos seguros de su nombre. Hay un halo de misterio y a la


vez de desdén frente a su memoria, que es herencia de las viejas actitudes
patriarcales, pero en su comunidad era reconocida como una de las
personas más atentas y colaboradoras y por su carácter siempre festivo y
fraternal. Nadie habría jamás imaginado un fin tan lejano a sus
presentimientos y a su cotidiana sonrisa.

Pese a que sólo había tenido dos hijas, Yrith era una mujer sabia, y
adivinaba las mejores formas de orientar a los jóvenes. Días atrás había
estado preparando la fiesta de incorporación de uno de sus sobrinos a la
mayoría de edad, pues ya cumpliría los trece años, como era la costumbre
en su ciudad. Su hermana, la madre del chico, rebosaba de alegría y
orgullo, las niñas de la vecindad estaban felices y se alistaban con velos
blancos y coronas de flores para acompañar el desfile, rico en juegos,
sonrisas y regalos, con el que el joven llegaría a su casa. Los niños
menores también estaban expectantes y soñaban con el día en que
recibirían ese aval que los acreditaba como miembros activos y
responsables de su sociedad.

La ciudad, pese a ser muy pequeña, era en realidad un lugar festivo y


alborotado, atravesado por un intercambio muy frecuente de inmigrantes y
por una actividad comercial que crecía considerablemente. El lugar de
encuentro de los vecinos, a manera de plazoleta, era el escenario ideal para
la celebración.

Yrith observó a su sobrino: era un mozo con grandes ojos negros y mirada
ensoñadora, siempre sonriente y dispuesto. – Mañana será nuestro día,
¿estás preparado? - El chico asintió con un gesto de suficiencia y la abrazó.

– No olvides ninguna de mis recomendaciones, ¿eh?

-Claro que no. Todo está aquí –respondió él tocándose la frente.

Estaba todo preparado, pero, al regresar a su casa, Yrith recordó las


reiteradas preocupaciones de Lot, su esposo, sobre un acontecimiento fatal
y catastrófico que se había anunciado. Esperaba que no hubiera nada que
interfiriera con el festejo, pero Lot mostraba en esta oportunidad unos
afanes mucho más apremiantes: visitaba a sus amigos y vecinos
alertándolos sobre la necesidad de abandonar la ciudad, so pena de
perecer bajo el fuego divino que se anunciaba como castigo, con lo que
llegaba a exasperarlos y a distanciarlos.

Dos hombres misteriosos habían llegado ese día a su casa, despertando


sospechas por parte de los vecinos, quienes exigieron a Lot que explicara
su presencia. Al caer la noche, algunos de ellos, supuestamente
preocupados por la seguridad, exigieron que los forasteros les fueran
entregados. Cuando un grupo de exaltados trató de forzar la puerta y de
obligar a los visitantes a salir, Lot se opuso decididamente, pero la presión
fue tal que, viéndose vencido, suplicó a los enardecidos vecinos que dejaran
a sus invitados en paz. Salió de la casa y se dirigió hacia ellos, cerrando la
puerta detrás de sí y diciéndoles que hasta estaría dispuesto a entregarles a
sus hijas, para que hicieran con ellas lo que mejor les pareciera, con tal de
que no molestaran o agredieran a sus refugiados.

Sucedió que los invitados de Lot no estaban desprevenidos, tenían


conocimientos especiales y utilizaron misteriosos procedimientos para
disuadir a los reclamantes, produciéndoles atontamiento y ceguera
temporal, de tal manera que, finalmente, la noche transcurrió en medio de
los alborotos y la borrachera de los vecinos.

Yrith, ocupada en los menesteres de la futura celebración, no se enteró de


los pormenores del incidente. En la mañana, aunque atormentada por la
ansiedad de Lot, se disponía a coordinar todo el festejo de su sobrino, sin
embargo, su esposo le comentó que, los dos visitantes que habían
pernoctado en su casa, le advirtieron que debían dejar enseguida la ciudad,
pues el desastre anunciado, que era un hecho cierto, sería ese mismo día.

Yrith miró a sus hijas, quienes, consternadas al no hallar ningún apoyo,


simplemente obedecían a su padre, pero aún esperaban que algo pudiera
hacer su madre para disuadirlo. Hubo reclamos, reproches, llantos, pero de
nada valieron. La decisión estaba tomada. De inmediato saldrían hacia una
ciudad cercana llamada Zoar, donde, según los viajeros misteriosos, no
llegaría la catástrofe, que sí arrasaría otras ciudades vecinas.

Todo era desilusión y amargura para Yrith y sus hijas, el patriarca había
tomado una decisión definitiva y era preciso acompañarlo. Con lágrimas, sin
tiempo para despedirse de sus familiares, y especialmente de los niños, las
tres mujeres salieron, cada una con su hatillo, siguiendo los apresurados
pasos de los guías y de su empecinado jefe de hogar.

Yrith estaba consternada y llena de ansiedad, pero su desolación le había


dado paso al temor. Había percibido la excepcional personalidad de los
visitantes, su carisma, su sabiduría y su extraordinario poder de convicción,
y no podía menos que admirar el magnetismo que irradiaban. Sin embargo,
le infundían miedo. Ellos habían advertido que un cataclismo inevitable y
definitivo arrasaría la ciudad y la región, y que nadie podría hacer nada para
evitarlo, de modo que, lo único viable era escapar sin espera para tomar
distancia.

Yrith creyó finalmente en el vaticinio de los sabios, pero no en la conjetura


de su fanático esposo, que atribuía el desastre a la ira divina por los
pecados de esa ciudad y de otras igualmente pecadoras. Resignadamente
había emprendido ya el camino a su nuevo e incierto destino, pero decidió
hacer un último esfuerzo por convencer a su hermana para que saliera
también con sus hijos y pudieran escapar. Como los viajeros que guiaban
la huida apremiaban el paso y habían advertido que no podía haber ningún
retraso, Lot les había dado orden, a ella y a sus hijas, de no dar ni un paso
atrás ni volver la mirada a la ciudad donde Dios haría su tarea justiciera,
advirtiendo que la desobediencia sería severamente castigada.
Yrith corrió el riesgo y consideró que alcanzaría a salir con su hermana,
miró al grupo que se alejaba y pensó en que sus hijas estarían a salvo, lo
que la animó más a confiar en sus fuerzas y a persistir en su empeño. Su
hermana la escuchó extrañada pero también angustiada, pues confiaba en
ella como en nadie más en el mundo. Le dijo que la seguiría después de
contarle a su esposo y preparar algunos aperos. Yrith le insistió en que no
había tiempo para eso, pero la mujer no podía tomar esa determinación por
su cuenta, ni siquiera para encomendarle a su hijo, como le rogó Yrith.

Llegó a pensar en llevar a su sobrino a hurtadillas, aprovechando la extrema


confianza y el afecto que él sentía por su tía, pero no pudo hallarlo en medio
del bullicio del día festivo ni tuvo oportunidad de preguntar por su paradero.

Su familia apenas se divisaba como puntos lejanos en la loma cercana, de


modo que Yrith apretó el paso para darles alcance. Casi palpó la angustia
de sus hijas y su tensión ante el adusto gesto de su esposo y el paso firme
de sus dos acompañantes.

De pronto, sintió un desesperante temblor de la tierra y un inimaginable


estruendo que ensordecía, como si el mundo entero se viniera encima. Miró
la loma, los caminantes casi desaparecían y supo que no volvería a verlos
jamás, sintió en su boca un áspero y sofocante sabor de sal y volvió su
mirada a su amada Sodoma, para retratar, en su último segundo, el
holocausto más enloquecedor, que la abrasó y la fundió con el dolor y con la
piedra.
Yrith era un recuerdo perenne, casi un modelo y un ideal, pero sus hijas
fueron condenadas a una vida miserable porque su padre decidió vivir con
ellas en una cueva, solitarios y lejos de cualquier contacto social. Él se
resignaba y agradecía todos los días el haber salvado su vida, pero sus
jóvenes hijas padecían a diario el suplicio de la soledad y la desesperanza.

Pasó el tiempo y el virtuoso Job, casi anciano, en medio de unas


borracheras que propiciaron sus hijas, se acostó con ellas y procreó a sus
hijos-nietos, que fueron patriarcas de pueblos con mal destino.

Yrith murió sin adivinar esa ignominia, tal vez el destino le deparó la
blandura de una muerte dolorosa pero corta, para para que, siendo de sal o
de piedra, alcanzara a ver solamente la destrucción de Sodoma, pero no la
de su familia.

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Génesis 19 7-8

“Hermanos míos, yo les ruego no cometer tal maldad. Yo tengo aquí dos
hijas mías, que no han conocido varón. Voy a sacarlas, y ustedes podrán
hacer con ellas lo que mejor les parezca; pero a estos varones no les hagan
nada, pues han venido a refugiarse bajo mi tejado.”

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