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Pese a que sólo había tenido dos hijas, Yrith era una mujer sabia, y
adivinaba las mejores formas de orientar a los jóvenes. Días atrás había
estado preparando la fiesta de incorporación de uno de sus sobrinos a la
mayoría de edad, pues ya cumpliría los trece años, como era la costumbre
en su ciudad. Su hermana, la madre del chico, rebosaba de alegría y
orgullo, las niñas de la vecindad estaban felices y se alistaban con velos
blancos y coronas de flores para acompañar el desfile, rico en juegos,
sonrisas y regalos, con el que el joven llegaría a su casa. Los niños
menores también estaban expectantes y soñaban con el día en que
recibirían ese aval que los acreditaba como miembros activos y
responsables de su sociedad.
Yrith observó a su sobrino: era un mozo con grandes ojos negros y mirada
ensoñadora, siempre sonriente y dispuesto. – Mañana será nuestro día,
¿estás preparado? - El chico asintió con un gesto de suficiencia y la abrazó.
Todo era desilusión y amargura para Yrith y sus hijas, el patriarca había
tomado una decisión definitiva y era preciso acompañarlo. Con lágrimas, sin
tiempo para despedirse de sus familiares, y especialmente de los niños, las
tres mujeres salieron, cada una con su hatillo, siguiendo los apresurados
pasos de los guías y de su empecinado jefe de hogar.
Yrith murió sin adivinar esa ignominia, tal vez el destino le deparó la
blandura de una muerte dolorosa pero corta, para para que, siendo de sal o
de piedra, alcanzara a ver solamente la destrucción de Sodoma, pero no la
de su familia.
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Génesis 19 7-8
“Hermanos míos, yo les ruego no cometer tal maldad. Yo tengo aquí dos
hijas mías, que no han conocido varón. Voy a sacarlas, y ustedes podrán
hacer con ellas lo que mejor les parezca; pero a estos varones no les hagan
nada, pues han venido a refugiarse bajo mi tejado.”