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Anatomia del "gag"

Para orientarnos, puede ser útil recurrir a los propios cómicos. En El Aventurero
(The Adventurer, 1917), perseguido por los policías, Charlot entra en un salón, echa
mano de la pantalla de una lámpara, se la pone en la cabeza y se convierte en la más
perfecta y verosímil lámpara de pie que pueda soñarse. En El rey de los cowboys (Go
West, 1925), Buster Keaton conduce un enorme rebaño de vacas por una ciudad y,
buscando algo rojo que pueda atraerlas y obligarlas a cumplir sus órdenes, entra en
unos almacenes y sale... vestido de demonio: su estratagema tiene tanto éxito que
provoca una estampida. En El terror de los bosques (Boobs in the Woods, 1925),
Harry Langdon hace parar a un grupo de caballistas para que no caiga sobre ellos el
arbol que acaba de talar... y que resulta ser un minúsculo arbusto. En El hombre
mosca (Safety Last, 1923), Harold Lloyd, despúes de increíbles penalidades y
sufrimientos, llega sano y salvo a lo alto de un rascacielos, pero respira por inadver-
tencia un frasco de cloroformo... y vuelve a.caer. En Dos entrometidos (Busy Bodies,
1933), completada su obra de destrucción en un aserradero, Laurel y Hardy em-
prenden la marcha sin darse cuenta de que su coche pasa a traves de una sierra
mecánica, que lo parte en dos mirades. W. C. Fields, a lo largo de dieciocho
angustiosos minutos, trata inútilmente de golpear una bola de golf, y abandona
cuando estaba a punto de lograr su objetivo (The Golf Specialist, 1930). Harpo entra
provisto de unas tijeras y expresión de pocos amigos en un camarote, donde duermen
juntos en la misma cama tres aviadores hermanos y barbudos; al tomar la barba de
uno de ellos para cortarla, sale volando de su interior una mariposa, que Harpo
persigue feliz como un niño (Una noche en la Opera). En un Salón del Automóvil,
-Tráfico (Trafic, 1970)- Hulot se introduce en un prototipo expuesto... que da una
brusca vuelta sobre sí mismo, porque no es mas que una sección giratoria de una de
las mitades del coche. Jerry Lewis, en Un espía en Hollywood (The Errand Boy,
1961) sale corriendo de un plató y choca contra una armadura, que en su caída
arrastra toda una serie de ellas puestas en fila; al cabo de una larga pausa, ve con
horror extraños movimientos entre el informe amasijo de piernas y de brazos
metálicos al que ha reducido la fila de armaduras... porque hay personas dentro.

Todos estos gags tienen en común la calidad de ser esencialmente visuales, de


sorprendernos y divertirnos con un golpe inesperado sin necesidad de palabras.
Según esto, cabra definir el gag como una acci6ón dada que se desarrolla en un
escenario concreto, dentro del cual dicha acción llega a un desenlace inesperado.
Fuera de estas condiciones no es posible la existencia de un gag. Todos los gags
citados, por otra parte, tienen la virtud de ser plenamente representativos de los
cómicos que los han inventado. En los caracteres del gag, influye decisivamente la
personalidad del cómico, siendo como es la expresión de sus relaciones con el
mundo que le rodea. Dicho en otras palabras, antes de hacernos reir, los cómicos nos
proponen un universo, del cual nace su comicidad específica. Los gags que la
insolente agresividad de Charlot provoca en su enfrentamiento con el mundo no
tendrían el menor sentido aplicados al personaje indefenso y perpetuamente atónito
que creó Harry Lagdon. Buster Keaton era muy consciente de ello, al declarar en una
entrevista (1958): “Si se saca a Harold Lloyd de su granja y se le mete en una planta
de la Ford en Detroit, tendrá miedo de tocar cualquier cosa, a menos que le obliguen
los capataces o alguien. En mi caso, seguiria teniendo miedo, pero tendría por seguro
que mi obligación es saber lo que estoy haciendo e intentar llevarlo a cabo
inmediatamente. Y, desde luego, me metería en un lío, eso es lo que me ocurriría,
porque no sé lo que estoy haciendo, pero me arriesgo a intentarlo.
Esto explica, además, el hecho de que podamos recordar gags de Chaplin,
Keaton, Lloyd o Langdon, pero que nos sea virtualmente imposible recordar uno solo
en las enloquecidas cintas cómicas de Mack Sennett o de Larry Semon. Y ello por la
sencilla razón de que en esas cintas no aparece un solo personaje dotado de la más
elemental psicología, sino móviles deshumanizados cuya úinica motivación es la
búsqueda del gag por el gag mismo y provocar, sin ninguna preocupación por la
1ógica, las carcajadas del público. En cualquier caso, por su caracter eminentemente
visual, el gag es la pieza maestra de la comedia clásica, y es 1ógico que alcanzara su
momento de mayor esplendor durante el cine mudo. Nacido de los viejos múmeros
del burlesque y del music-hall, puesto a punto por incontables representaciones y un
contacto continuo con el público, el gag cinematográfico es un acto de imaginación
tan estricto como pueda serlo una imagen poética, y por reunir la doble condición de
arte y técnica ha llegado a desarrollar una leyes bastante complejas. Sus
características se pueden ordenar, clasificar y etiquetar, a la manera en que -si se nos
permite la imagen- al degustar un buen vino o un guiso bien condimentado cabe
determinar y valorar la calidad, el sabor y el aroma. Mas allá, encontraremos la
barrera de ese misterioso equilibrio de todos sus ingredientes en el cual reside la
bondad lo mismo de los vinos y guisos que de los gags, y que pertenece al secreto
inaccesible de toda manifestación creativa. Mas allá aún, ya no nos queda sino el
goce del saboreo y disfrute.

El cine comico tradicional y supervivencias nostálgicas

Pero antes de analizar más detenidamente .las singulares y casi pudiéramos decir
amorosas relaciones que unen al comico con el gag, conviene sentar algunas ideas
generales sobre la comedia cinematográfica muda. Determinar los origenes del cine
có-mico sería una empresa aún más ardua y delicada que estudiar los manuscritos del
Mar Muerto, hasta tal punto se confunden con los del mismo cine -la mención de la
primera escena cómica de los Lumiere, El regador regado (L'arroseur arrosé, 1896),
se hace aquí inevitable-, aparte de que faltan los testimonios directos de la inacabable
legión de cómicos hoy en día fallecidos y de películas que han desaparecido. Con
todo, la comicidad elementalísima de El regador regado no tardó en evolucionar
hacia formas más ingeniosas y dinámicas, según puede apreciarse en una vieja
película francesa que Robert Youngson utiliza para abrir su excelente montaje de
viejo cine cómico Risas y sensaciones de antaño (Days of Thrills and Laughter,
1960). E1 protagonista de esta película, que Youngson fecha en 1904, consigue un
empleo como enfermero de un parálitico y, en pleno ejercicio de esta función,
sorprende en la calle a su mujer con su amante y sale en su persecución, empujando
como es natural el cochecito del paralítico, por esquinas, escaleras y tejados, hasta
una caída general en la inmensa tina de unas lavanderas, que a golpes de pala dejan
la cabeza del infeliz marido plana como un papel de fumar... Persecución, carreras,
golpes, una cierta y alegre crueldad, aquí se dan y a los elementos que harían el
encanto y la fortuna de las cintas cómicas americanas de una decada más tarde, en las
cuales es perceptible también el aprovechamiento de los hallazgos del primer cómico
del cine qne supo crearse una personalidad original: el francés Gabriel Leuvielle, más
conocido como Max Linder. Gran parte de la obra de Linder -que rodó más de cien
peliculas desde su debut en 1905 hasta 1914- se ha perdido, pero queda lo suficiente
de ella como para valorar debidamente su aportación. Su silueta de joven
boulevardier, de impertinente bigote y elegancia algo rebuscada, contrasta con la
apariencia de los cómicos de su época, más cercana a la tradicional del payaso
grotesco y mal vestido; justamente fueron esa elegancia personal y su contraste con
las situaciones ridículas en que se veía envuelto los elementos que Linder utilizó
como base de su comicidad. Al mismo tiempo, fue el que mejor intuyó las
posibilidades expresivas del cine y supo condicionar su estilo de pantomima,
reposado y bien medido, a las exigencias de la cámara.

Aunque supo beneficiarse de todas estas aportaciones, el cine cómico hubiera


sido muy distinto sin Mack Sennett. Canadiense de origen irlandés, Sennett formó en
1912 su propia productora, la Keystone, para sorprender al mundo con una nueva y
vigorosa fórmula. Sus cintas cómicas estaban hechas a partes iguales de persecución,
riesgo constante, golpes, ritmo acelerado, un cierto sadismo y un considerable gusto
por la destrucción, como más adelante veremos. Sus constantes exigencias y su
espíritu autoritario -hizo construir en el centro de sus estudios una alta torre, desde la
cual podia vigilar constantemente todo cuanto se estuviera rodando- confluyeron en
un nuevo concepto del montaje cinematográfico, que adquirió un ritmo y una fluidez
inéditos hasta entonces. En la Keystone dieron sus primeros pasos futuras estrellas
como Chaplin, Lloyd y Langdon y se formaron cómicos populares como Roscoe
Fatty Arbuckle y Ben Turpin, entre muchos otros. Poeta de la anarquía -Dreiser dijo
de él que «la interpretación burlesca que obtiene en sus películas no difiere de la que
Shakespeare, Voltaire, Shaw o Dickens consiguen al proponerse satirizar a la
humanidad»-, Sennett logró que su fórmula cristalizase en varios cientos de
peliculas particularmente sardónicas, antes de llegar a su lógico desgaste y verse
superada por la comicidad más observadora y penetrante de un Chaplin o de un
Keaton. Sennett fue un primitivo, el fundador o codificador de un nuevo género cine-
matográfico, y por esa razón sus películas poseen tanta lozanía e ingenuidad a la vez.
Podría decirse que Sennett fue en cierto modo el Cine Cómico por excelencia, en el
que introdujo o llevó a la perfección elementos que luego más tarde se han hecho
consus-ranciales con el género, hasta el punto de pervivir en él muchos años. Veamos
más de cerca algunos de ellos.

El mejor amigo de la policía

¿Qué hubiera sido del cine cómico sin los policías? Encarnación de la mala conciencia de los
ciudadanos, éstos siempre observaron con regocijo al guardián del orden en apuros, entre otros
motivos porque siempre hacen reir más los infortunios de la autoridad que los de un individuo
normal y corriente. John Bunny, la primera estrella cómica del cine americano, fue también el
primero en presentar un tipo de agente estulto y bonachón, luego imitado por muchos de sus colegas,
como Oliver Hardy, policía que se distinguió por su afición a caerse siempre en el mismo barrizal...
Esta apoteosis policíaca al revés conquistó la más surrealista de sus representaciones en las peliculas
cómicas de la Keystone, donde docenas de agentes del todo incompetentes se caían por las escaleras,
salían disparados por las ventanas, eran proyectados en todas las direcciones por la fuerza centrífuga
en cuanto los furgones tornaban las curvas a gran velocidad o desaparecían con sus coches por
terraplenes sin fondo, si antes no habían acabado con ellos trenes expresos lanzados a toda
velocidad. Parece ser que los Keystone Cops (policías de la Keystone), una de las más gloriosas
instituciones del cine cómico, fueron inventados por azar: al organizar un rodaje, Sennett se
encontró con que Griffith había vaciado los almacenes de vestuario y solamente podíia disponer de
un montón de uniformes de policía. Si fue así, la casualidad hizo bien las cosas, en cuanto sus
criaturas policiales significan el atropello más feroz y sistemático de la autoridad y de sus repre -
sentantes que el cine ha consumado, y terminan de configurar ese peculiar universo de anarquía y de
destrucción orgiásticas que Mack Sennett convirtió en alarmante realidad.

Desde entonces -era inevitable- los grandes cómicos de la pantalla han tenido
problemas con la policía, y sólo han mostrado buenas relaciones con ella en los
momentos de apuro: no sin cinismo, Larry Semon suele confraternizar con el primer
agente que halla en su camino cuando sus rivales le persiguen... No es, sin embargo, el
único caso de connivencia casual de los cómicos con la autoridad: en Charlot, licenciado
de presidio ( Police, 1916), Charlot está desvalijando una caja y se enfada porque su
compañero no le pasa las herramientas, sin darse cuenta de que éste se ha esfumado ante
la llegada de un policía, el cual, tomando al impasible ladrón por un técnico, le entrega
los útiles requerídos... Pero el mejor gag en esta línea que recuerdan los anales se da en
Con apuros pero a tiempo (From Hand to Mouth, 1920), donde Harold Lloyd, para salvar
a su amada, no halla recurso mejor que provocar a cuantos guardias encuentra en su
camino, injuriándoles, bombardeándoles con proyectiles de todas clases, tirándoles al
suelo de un empujón, haciéndoles formar una auténtica estampida que sale en su
persecución... hasta el refugio de los malhechores. Buster Keaton, confundido con un
peligroso terrorista, es perseguido por regimientos enteros de policías en La mudanza
(Cops, 1922), a los que encierra en su propia jefatura.
Los gags de este tipo serían incontables, como incontable es el número de cómicos
que han encarnado siluetas de agentes de policía a lo largo de su carrera, casualmente
todos con el común denominador de una casi definitiva incompetencia: recordemos a
Lloyd en Chop Suey and Co. (1919), a Stan Laurel y Oliver Hardy en Patrulla de
medianoche (Midnight Pa-trol, 1933), o Jerry Lewis en Delicado Delincuente (The
Deliquate Delinquent, 1956), antes de diversos conflictos con la autoridad en Qué me
importa el dinero (It's Only Money, 1962) o La otra cara del gángster (The Big Mouth,
1966-67). Es de justicia señalar una sola pero memorable excepción con el agente
minúsculo, pero astuto como una ardilla, creado por Chaplin en Char-lot en la calle de la
paz (Easy Street, 1917), que constituye una de las muy raras treguas que el genial vaga-
bundo firmó con los representantes del orden. Aunque el équivoco no es posible; no es la
Ley que triunfa con él, sino únicamente Charlie Chaplin...

Nostalgia de la tarta de crema

Cabe afirmar que en el cine cómico la tarta de crema jamás fue utilizada para comer.
Lanzada con astucia y discreción, pero sobre todo con oportunidad, una tarta de crema
podía derrotar al villano, dejar en ridículo a la dama presuntuosa, poner mo-
mentáneamente a salvo la virtud de la heroína. Pretender descubrir quién, cómo, dónde y
cuando se disparó la primera tarta de crema en el cine seria una labor arqueológica tan
incierta como situar exactamente la aparición de los dinosaurios sobre la Tierra. Con
todos los años que pesan sobre ella, susceptibles de equipararla a la dama más venerable
y digna de respeto, la tarta de crema sigue ejerciendo una singular fascinación no sólo
sobre el público, sino también sobre los cineastas, y no hace mucho se le tributó un
homenaje en toda regla en una de las más espectaculares secuencias de La carrera del
siglo (The Great Race, 1964), de Blake Edwards, en la que se emplearon cientos y cientos
de ellas, sin recuperar -hecho sintomático- la alegre espontaneidad que tenían las batallas
de tartas de antaño. Algo similar ocurría también en dos dudosos homenajes del cine
sonoro a la tarta de crema tradicional: Keystone Hotel (1935), un cortometraje de Ralph
Staub, e In the Sweet Pie and Pie, una de las películas de los Three Stooges, trío de
clowns de escasa entidad. Pese a lo afirmado por la leyenda, conviene añadir que no es
cierto que en las cintas cómicas mudas abundasen las batallas de tartas; se disparaban de
una en una, y por lo general servían simplemente para pautar el comienzo o el término de
una acción, o de una secuencia de persecución.

De ahí el esplendor de las dos grandes batallas de tartas de crema que han quedado
escritas con letras de oro en la historia del cine mudo. La primera tuvo lugar en Charlot,
tramoyista de cine (Behind the Screen, 1916). Promovido a actor, lo mismo que su gran
enemigo, el jefe de tramoyistas (Eric Campbell), Charlot lanza sobre éste verdaderos
diluvios de tartas, que no tardan en caer también sobre el director (Lloyd Bacon).
Conforme la batalla se generaliza, Charlot convierte la guerra de tartas en guerra de
trincheras, se refugia tras una mesa y con unos gemelos improvisados inspecciona las
posiciones enemigas; cual si fueran granadas en sus manos, arroja las tartas tan lejos que
caen sobre el plató vecino, donde se rueda una película histórica: el rey las recibe en
plena cara, la reina en su busto opulento, el obispo que bendice a la corte en el báculo...
La segunda, sin duda la obra maestra de la especialidad, fue La batalla del siglo (The
Battle of the Century, 1927), una de las mejores películas de Laurel y Hardy. Un
dependiente que lleva una bandeja de tartas resbala sobre una piel de plátano y cae al
suelo. Esta caida provoca una ruptura de hostilidades que, por contagio, se extiende a
todos los viandantes hasta que un barrio entero aparece enzarzado en la más furiosa de las
luchas. El sabio crescendo de los efectos, el ingenio con que hasta los ciudadanos más
pacifícos y menos implicados en principio en el conflicto acaban por verse envueltos en
él, hacen de esta secuencia uno de los momentos más brillantes de la comedia de todos
los tiempos. No en vano Henry Miller considera La batalla del siglo como «la mejor
película de la historia del cine»...

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