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Por: David Mayorga
Colombia es un país dual: en sus 205 años de historia republicana se ha debatido entre
la guerra fratricida y el deseo de hacer un alto en la pelea, hablar y perdonar. A
continuación, un ejercicio para volver a mirar aquellos momentos en que decidimos que
valía más escucharnos como hermanos que condenarnos como enemigos.
Este recorrido continúa en los años 50, en los días de la violencia fratricida entre
“godos” y “chusma”. En el piedemonte llanero, los liberales que se armaron para
proteger sus vidas de los ataques conservadores, decidieron un día escuchar al gobierno
del general Rojas Pinilla que venía con una propuesta de amnistía.
***
El sonido vino del otro lado de las montañas. Por instinto, todos los hombres cogieron
sus fusiles, tomaron posiciones y miraron al cielo. Todos en silencio. Los perros
ladraban con fuerza, las vacas corrieron por los potreros, todo el campamento liberal en
La Uriría suspendió su vida mientras el ruido de los motores se hizo más fuerte. Cuando
reaccionaron, el avión verde militar estaba sobre sus cabezas. Y en ese momento los
bombardeó con volantes de papel.
Buena parte de esas hojas se atascó en las copas de los árboles; otras fueron recogidas
por los combatientes. Aún hoy, a 61 años de ese ‘bombardeo’, Álvaro Fula no puede
ocultar la misma mueca que sintió cuando leyó el trozo de papel: “Era una propaganda
ahí que decía que nos entregáramos… Bueno, las mentiras de siempre del Gobierno…
Como no se sabía a qué venía, ahí se le hizo unos tiros. Ya cogimos los papeles y sí: era
insinuando eso”.
Con ese gesto comenzó a escribirse la paz en los Llanos Orientales. Eran los años 50,
conocidos tristemente como los de La Violencia: los días que le siguieron al asesinato
de Jorge Eliécer Gaitán, el candidato presidencial por el Partido Liberal, cuando el
Gobierno conservador les ordenó a la Policía y al Ejército hacer operativos para tomarse
pueblos de mayoría liberal, cuando los grupos de extremistas conservadores (conocidos
como “pájaros”) masacraban municipios y veredas rojas, violaban mujeres, les abrían
los vientres, los ocupaban con cadáveres de gatos y los cosían. Cuando los liberales se
armaron para defender la vida y los principios políticos que heredaron de sus padres.
Fue la época que según el libro La violencia en Colombia, de Orlando Fals Borda,
Eduardo Umaña y monseñor Germán Guzmán, quizás el estudio académico más
profundo realizado en Colombia para encontrar las causas de esa violencia partidista tan
visceral, dejó más de 300.000 muertos en todo el país.
Hoy, las razones de esa guerra están poco presentes en la memoria colectiva. Las
masacres de mitad del siglo XX fueron opacadas por las de los años 90 a manos de los
paramilitares, los partidos Liberal y Conservador se desmembraron en agrupaciones
más pequeñas con la llegada del nuevo milenio, y los sobrevivientes de La Violencia ni
siquiera se cuentan entre los casi 7 millones de víctimas reconocidas por el Estado entre
1985 y 2014. Los estudiantes poco saben de la vida de Jorge Eliécer Gaitán, de su
asesinato, de la guerra fratricida que se generó en su nombre.
Quienes se niegan a olvidarlo son quienes se alzaron en armas. Como Benjamín Mateus,
un campesino de las montañas de Páez, Boyacá, que se crió en el piedemonte llanero.
Benjamín Mateus posa frente al monumento que hicieron las autoridades de Monterrey,
Casanare, para conmemorar el desarme de la guerrilla liberal en 1953. Foto por Felipe
Abondano
Écheme el cuento…
El cuento es así: estábamos en plena paz. Nosotros éramos gente trabajadora, de
alquilarnos por ahí a desyerbar cementeras. Y entonces se formaron unas elecciones…
unos votos, que llaman. A votar unos por Laureano Gómez y los otros por … ¿Cómo se
llamaba? El presidente liberal que iba a haber por ese entonces…
¿Gaitán?
Sí, era Jorge. Jorge Eliécer Gaitán. Él era liberal y el otro, conservador. Y vivían en
gran enemistad por eso no más, por la política. Y la gente… Antes de eso, la gente se
ponía a tomar guarapo y peliaban por política.
¿Quién vino?
Los más pesados, los más duros del Llano. Que nos teníamos que ir con ellos a peliar. Y
ese pantalón que se nos hacía música de miedo… ¿Cómo sería ir a peliar a tiros? Jamás
nos enseñaron a matar a nadie ni a que nos dieran plomo.
Quienes organizaron la resistencia fueron los Bautista: Pablo, Tulio, Manuel, Roberto y
Rubén, los hijos de un hacendado liberal de Miraflores, Boyacá, que decidieron frenar la
violencia conservadora. Para evitar su entrada a los Llanos Orientales se concentraron
en la margen oriental del río Upía, en la frontera entre Boyacá y Casanare, y se armaron
con las herramientas con las que trabajaban: escopetas, revólveres, palas, peinillas
(machetes), azadones…
Esas anécdotas aún perduran en la zona: las contaron los revolucionarios a sus hijos y
después a sus nietos. “Atacaban muy duro al Ejército y a la Policía, les daban unos
golpes contundentes de 50, 60 hombres asesinados. Les quitaban los fusiles, se armaban
y se fortalecían. Ya, cuando llegó el gobierno del general Rojas Pinilla en el 53, tras el
golpe de Estado a Laureano Gómez, lo que hizo fue mano tendida contra las
revoluciones, contra las guerrillas de los Llanos Orientales y del país”, narra Nelson
Barreto Vaca, periodista de Monterrey, Casanare, quien ha venido recogiendo los
relatos de los sobrevivientes para preservar esa historia.
***
El piedemonte llanero, esa región donde se armaron liberales como los Bautista, los
Fonseca o los Perilla, es una zona cuya vida la define el agua. Ríos como el Upía, el
Túa, el Lengupá o el Guavio bajan de las montañas con fuerza, crean autopistas
caudalosas que favorecen la vegetación, la cual varía en todos los tonos posibles de
verde.
Para llegar desde la capital a esta zona, bautizada como la Puerta del Llano por sus
habitantes, hay que atravesar dos cordilleras. Hoy es posible por carreteras en ruinas que
bordean abismos, que lo llevan a uno por 17 túneles oscuros, fríos, en los que cae agua
todo el tiempo y hay señales que advierten de derrumbes, que lo conducen al embalse de
Chivor, un cañón de agua tranquila, de sonidos relajantes, vigilado por soldados que se
abrazan a sus fusiles. Un viaje que, dependiendo de la fuerza de la lluvia, la firmeza de
la tierra o la espesura de la niebla, puede completarse entre seis y ocho horas.
Pero en los años 50 había que tener paciencia. De Bogotá hasta Campohermoso, en
Boyacá, el viaje en bus duraba un día, más otro adicional a caballo hacia cualquier
punto de la región. Por esas trochas pasaban las bandadas de “pájaros” y los guerrilleros
liberales haciendo su propia guerra en nombre de la política. Deshumanizando al
adversario. Peleando a pie limpio porque la violencia expulsó a los artesanos y no había
nadie que fabricara cotizas (las alpargatas de fique propias de los campesinos en la
época).
En esos días, ¿qué era ser liberal y qué era ser conservador?
Eran dos partidos que se distinguían hasta por el color: uno era rojo, el otro era azul.
Los conservadores, por ejemplo, venían de San Luis, de Santa María, de
Campohermoso, de Macanal, de Los Cedros, a robar, a matar la gente liberal. Del río
para acá todos eran liberales; también había conservadores, pero sanos.
Y todos en el Llano sabían que los Fonseca mandaban en Cusiana, los Calderón en el
río Meta, los Plazas en Tame, los Parra en Cumaral, los Perilla en Páez o los Roa en
Chámeza. El nombre de Guadalupe Salcedo, al que apodaban ‘El terror de los llanos’,
se escuchaba en Arauca.
Pero en el campamento de La Uriría el alma era María del Carmen Casallas, una
muchacha de Miraflores, Boyacá, a quien el propio Manuel Bautista incluyó en las
tropas después de ver los maltratos a los que era sometida por su madrina.
María del Carmen Casallas fue la cocinera de la revolución en los Llanos y la
confidente de los comandantes. Foto por Felipe Abondano
¿Para dónde la llevaron?
Para el monte. A cocinar para más de 4.000 hombres.
Lo que siguió solo ha sido narrado a partir de los protagonistas. O de quienes han
venido recogiendo su legado. “La Revolución Llanera tuvo pecados. Y grandes. Los
mismos integrantes mataron a sus jefes y ha habido cierta mezquindad por contar la
verdad. Lo que sabemos es porque otros lo han contado, pero los reales protagonistas
están callados. Hubo una serie de intrigas que hicieron que a los Bautista los mataran a
la misma hora, el mismo día. Un golpe de Estado”, comenta Nelson Barreto.
Sin dar muchas señas, María del Carmen Casallas también lanza un par de pistas sobre
lo sucedido: “Se unió todo el compañerismo contra los capitanes, se podría decir. Que
cómo ellos estaban urdiendo esto, que tenían que matar a todos los viejos y quedar los
muchachos. Todos se unieron”.
El nuevo mando acogió la propuesta del gobierno militar de dejar las armas.
Escucharon, negociaron, aceptaron la oferta de indulto. Uno de ellos era Quinto Barreto.
***
“Todo lo que nos dieron por los fusiles fue, a cada soldado, una pala, un vestidito que
era un pantalón, una camisa maluquita, alguna peinilla, una ancheta… Y nos ofrecieron
una plata que en esa época eran 2.000 pesos. Fui a Villavo y me los dieron; después
saqué una platica en la Caja Agraria y ahí me los cobraron, con intereses y todo. Tocó
pagarlos y ponerse a trabajar, porque no había más que hacer”, recuerda hoy, a sus más
de 80 años, Quinto Barreto. Su primer trabajo al regresar del monte fue haciendo hierros
para marcar reses.
Para usted, que le tocó vivir la guerra, ¿es fácil vivir en paz?
Lo más lindo que hay de todo lo que les digo, y les dejo advertido, es vivir en paz. Vivir
en amistá con todos los amigos y vivir bien como he hecho yo en mi vida. Sin yo
conocer un enemigo. Así me hagan males.
Para otros, como Álvaro Fula, el experimento de la paz costó un poco más.
Para alguien como usted que le tocó pelear con fusil al hombro, disparar y tomarse los
pueblos de los conservadores, ¿fue fácil vivir en paz?
Sí, pero siempre con tristeza.
Con el paso de los años, Monterrey se fue ampliando. El pueblo es hoy un centro
urbano en expansión que, según cifras oficiales, ronda los 13.000 habitantes. Pero no
todos ellos son regiomontunos: al ser uno de los principales departamentos de
producción petrolera del país, el municipio es escogido como el punto de residencia
para los migrantes que buscan nuevas oportunidades en los proyectos mineroenergéticos
de la zona.
Se estima que el 90% de los habitantes vienen de otras regiones del país, toda una ironía
para un pueblo que no recibe regalías por la extracción de petróleo en su zona y que se
opone cívicamente a los proyectos de sísmica que quieren hacer dentro de sus límites.
La bendición de Monterrey se llama Ocensa, el oleoducto que lleva el petróleo de la
zona hasta Coveñas y que le deja a las arcas municipales un porcentaje por cada barril
transportado (al día se mueven unos 450.000).
En ese pueblo del progreso hay muy poco lugar para los combatientes que firmaron la
paz en los 50. “Son personas de entre 80, 85 años. Muchos tienen familia, muchos están
por ahí abandonados, a la deriva. No es gente a la que el Gobierno Nacional les haya
dado la mano. Los que están bien es porque, de pronto, en su juventud hicieron algo o
los hijos ven por ellos. O porque, cuando había tierras sin propietario, se adueñaron de
ellas y se hicieron dueños de fincas. Pero la mayoría está en el abandono total”, cuenta
Nelson Barreto, quien desde la emisora Violeta, en Yopal, y en sus escritos personales
trata de mantener vivos esos días.
También lo confirma María del Carmen Casallas, sentada todos los días en la puerta de
su casa a ver pasar la gente: “Algunos me gritan groserías, me dicen loca, le tiran
piedras a la casa. Yo no digo nada. Por eso siempre me alegro cuando vienen a
visitarme mis hijos”, nos dice mirándonos a los ojos, sonriéndonos, dando las gracias
con sus manos arrugadas por tanto trabajo en el monte, por tantos recuerdos de sus
guerras.