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NECROPOLÍTICA

EN LA MUERTE, EL FUTURO SE DESVANECE EN EL PRESENTE.

Achille Mbembe, Necropolítica.

A veces las palabras se vuelven obsoletas, las usamos para decir cosas que ya no son capaces
de representar, quizás por hartazgo, por cansancio o por abuso. A veces insistimos en llamar
"mesa" a algo que usamos para sentarnos, y a veces insistimos en sentarnos en la mesa. Los
nombres de las cosas se agotan en estos usos necesarios –e inevitables– pero inadecuados.

Quizás nunca dejemos de llamar "mesa" a una tabla con cuatro patas, por más que apoyemos
en ella los platos, la televisión o nuestros cuerpos, pero hay palabras que tienen ya muchos
años y para sostener su uso (para justificar nuestra insistencia en llamar "mesa" a todo lo que
tenga una tabla y cuatro patas, aunque tenga cinco o tres) hemos tenido que embarcarnos en
interminables etimologías y juegos de referencias, llenando la necesidad de prescindir (o
actualizar) una palabra con investigaciones que logren volver a conectar el significado de la
palabra con aquello que supuestamente lo representa (habría que imaginar el diccionario
como un cuadro eléctrico en constante corto-circuito, y pensar esta tarea como una búsqueda
incansable por una reconexión adecuada de los cables; una verdadera utopía).

La lista es interminable, pero Achille Mbembe (Camerún, 1957) encontró varios corto-circuitos,
todos en la corriente de un término que usamos cada vez más y, quizás por ello, se parece
cada vez menos a eso que dice el diccionario: "Política", ¿sigue valiéndonos este término para
lo que vemos en nuestro mundo? ¿Hasta qué punto nuestra necesidad de adecuación entre
palabras y significados justificaría renovar, destruir o maquillar la palabra "política"?

Necrosis y política: necrosis de la política y política necrofílica. Mbembe, recorriendo los


circuitos que ya revisó Foucault, encuentra una insistencia en la política actual, un nodo en la
maraña de cables que se conectan en "política" y que exige revisar la caja de luces. Si para
"creer" que una mesa es algo con una tabla y unas patas (la cantidad de ellas será cuestión de
consenso), para creer en la conexión entre "política" y lo que representa, tenemos que
observar su fenómeno más representativo: el poder (si bien la Real Academia Española no
conecta los "cables" entre "poder" y "política", ambos términos están ausentes de sus
definiciones respectivas; la RAE parece soñar con una política desconectada del poder, y
viceversa).

Foucault veía el ejercicio del poder en su expresión más básica en la potestad del soberano
sobre la vida de sus súbditos: es decir, una de las patas de la mesa se encuentra en esa relación
asimétrica que se establece en la política: unos mandan, otros obedecen, pero otro, el
soberano, dispone y dicta. El soberano es aquel que decide y establece el estado de excepción,
sostenía Carl Schmitt, es aquel que traza los límites entre unas cosas y otras, y sitúa dentro o
fuera de la ley lo que considere apropiado a su régimen. De todas esas decisiones, Foucault
veía en la disposición sobre la vida de los demás el ejercicio más genuino del poder soberano,
ya que decide quién vive y bajo qué condiciones alguien debe morir. El término "poder",
observa Foucault, ya no es tan preciso, ya no dice todo lo que debería decir, y por eso lo
actualiza denominándolo "biopoder", ya que considera que el fundamento del poder soberano
es la potestad para decidir quiénes viven y quiénes pueden o deben morir (decisión justificada
en la salvaguarda del mismo poder que decide sobre todo ello, y así lo que parece castigo
quizás no sea sino un sacrificio).

Así, Foucault nos hace viajar al pasado reciente de los fenómenos de esta palabra, del ejercicio
de la política bajo el poder del soberano. Asistimos a la tortura y "sacrificio" de Damiens,
acusado de regicidio, en la Place de la Grève en 1757, su cuerpo atenazado y maltratado,
desmembrado y repartido por los lugares de su crimen, termina siendo algo más que un
castigo ejemplar. Mejor dicho, lleva el sentido de "ejemplar" a un plano absoluto, y convierte
el cuerpo destrozado de Damiens en un símbolo del poder, de la capacidad del soberano para
disponer de la vida de sus súbditos hasta el punto de reducirlos a puro signo, piernas, manos y
brazos clavados en estacas en los caminos para recordar quién manda.

Achille Mbembe en Necropolítica (Melusina, 2011) plantea algo similar y nos hace viajar a un
pasado todavía demasiado reciente, desde los inicios del colonialismo y la esclavitud a su
actualidad, ejemplos que muestran, de forma terrorífica, que algunas palabras y algunas ideas
a veces se resisten a cambiar, a abandonar ciertas corrientes en esa caja de luces del
diccionario, ¿cómo explicar sino que llamamos "política" a la situación en los territorios
ocupados de Palestina? Junto con los vergonzosos eufemismos que pueblan el diccionario de
la economía global (llamar "trabajo muy rentable" a "esclavitud", por ejemplo), muchas veces
nos pasa esto con algunas palabras: las tenemos en tan alta estima que vemos en ellas y sus
fenómenos un signo de atraso.

Uno de los ejemplos más claros es el de "democracia", que usamos a diestro y siniestro para
denominar la gestión de algunos estados, planteando "estándares de calidad" que ni siquiera
cumplen los países que, erigidos en soberanos, deciden sobre el estado de excepción de esa
misma palabra. Los que nos consideramos verdaderamente demócratas sabemos que la
democracia es más que lo que digan sus paladines más sonados, y tratamos, al menos, de
situarla en horizontes utópicos que, como decía Eduardo Galeano, sirven para caminar (y
tratan de evitar que cualquier político pueda erigirse en uno de sus representantes, tal vez eso
es lo bueno de las utopías, son para todos pero no puede apropiárselas nadie).

En este corto-circuito, Mbembe termina detectando algo así como un eufemismo en eso de
llamar al poder como "biopoder", ¿si el poder soberano es la capacidad de decidir sobre la vida
de los súbditos, por qué no decir las cosas como son? Si el gesto genuino del poder es su
capacidad de decidir quién debe morir, ¿por qué no llamarlo simplemente "necropoder"?

Lo que plantea Achille Mbembe de esta manera es transformar lo que entendemos por
soberanía a partir de la experiencia colonial. Siempre que el poder soberano ha conocido
nuevas forma de extender sus infinitos tentáculos, a pesar del avance democrático de las
sociedades, ha buscado formas de conservar sus poderes. Quizás esa era una enseñanza
velada en la conocida cita de Carl Schmitt: "todos los conceptos políticos modernos son
conceptos teológicos secularizados", es decir, el poder político apenas cambia de disfraz, pero
toda vez que aprende una forma de aplicarse, de enraizarse en las sociedades y sus cuerpos,
buscará desesperadamente conservar las formas de su aplicación.

Un buen ejemplo de ello es la pena de muerte, casi extinguida a nivel mundial e incluso criterio
rector para la definición de una democracia en tanto que tal: ya no está "bien visto" asistir a
ejecuciones en las plazas de los pueblos y, como mostraba Foucault en Vigilar y castigar, sus
prácticas se modificaron, se volvieron cada vez más limpias e íntimas (pero siempre
necesitarán un público, reconociendo quizás cierta insistencia humana en el viejo dicho "ver
para creer", para creer que el reo ha recibido su castigo, que la ley se aplica incluso en la
intimidad y la reclusión, y que el poder soberano no teme matar para protegerse –y
protegernos–). Y en esta necropolítica los restos de un poder que hoy estaría "mal visto"
perviven de forma velada en la actualidad, o se los justifica por razones culturales o incluso
democráticas. Ello sirve también para comprender ciertas insistencias en nuestras sociedades,
como el racismo, que es más que un problema entre ciudadanos, y que visto desde la óptica
del poder soberano es, como lo definía Foucault, una «condición de aceptabilidad de la
matanza». Todo lo peor de la soberanía colonial lo encuentra Mbembe en la ocupación de
Palestina, donde se aúnan el necropoder justifica sus abusos, y motiva en buena medida
formas de resistencia que solo suben la apuesta mortal al desafío del soberano: frente a la
disposición soberana sobre el relato histórico, el martirologio suicida aparece como única
respuesta y como único gesto de la soberanía sobre la propia vida.

Necropolítica es más que un concepto necesario para comprender las políticas de la


globalización, es el nombre adecuado para aquello que Mbembe sustrae al vergonzoso silencio
–tanto académico como mediático– de todo aquello que vive en los márgenes de nuestras
burbujas primermundistas. Necropolítica: el estado en el que queda la política a su paso por
las periferias del mundo globalizado, necrosis lenta y dolorosa de aquellos conceptos
(democracia, dignidad, justicia) con los que se llenan la boca la casta dirigente postcolonial
(antes "civilizaban", hoy "democratizan").

Muerte lenta del tejido que rodea las utopías europeas, y que se cierne a su alrededor,
encerrándola en sí misma mientras los tumores antidemocráticos atacan desde dentro.
Necropolítica es más que un libro sobre lo que pasa fuera de nuestro "aquí" es, antes bien, la
cuenta del precio que pagamos por una economía global que no intenta ser justa (pero sí
rentable), aunque las Naciones Unidas se bañen en lágrimas que, a posteriori, siempre son de
cocodrilo. Así, el ensayo de Mbembe es como un paso a través del espejo, o como una de esas
visiones de ciencia ficción en las que vemos las dimensiones invisibles que habitan nuestra
vida: más que un ensayo sobre lo que pasa "ahí fuera", necropolítica es un libro sobre lo
somos, sobre aquello en lo que nos hemos convertido.

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