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Constantino, el creador de la Iglesia

católica fue un emperador pagano que


gobernó con mano de hierro
El mayor legado de Constantino: la Iglesia católica romana, le ha
sobrevivido hasta nuestros días con escasos cambios y constituye el
último vestigio del antiguo Imperio Romano de Occidente

Antonio Pérez Omister


@esapo1
Martes, 3 de mayo de 2011, 07:18 h (CET)
http://www.diariosigloxxi.com/texto-diario/mostrar/70438/constantino-creador-iglesia-
catolica-emperador-pagano-goberno-mano-
hierro?fbclid=IwAR0ofHSoeTC9AW9a0Mf8ZRCH64dmuBQHCtXrfMTFY0WjrT5sCUo4lHfYtzc

Para muchos historiadores modernos, algunas de las decisiones que adoptó


el emperador Constantino marcaron el tránsito del mundo antiguo al
medieval. Constantino gobernó el Impero Romano durante treinta años,
hasta su muerte en Nicomedia (actual Izmir, Turquía) el 22 de mayo de 337.
Fundador de Constantinopla en lo que era la antigua ciudad griega de
Bizancio, en la Iglesia ortodoxa se le venera como santo, y la Iglesia romana
le considera un gran benefactor de los cristianos, religión que legalizó
promulgando un edicto de tolerancia en el año 313 (Edicto de Milán).

No obstante, cuando la capital del Imperio se trasladó de Roma a


Constantinopla, en Oriente, se inició una larguísima decadencia económica
que marcaría buena parte de la Edad Media. A los europeos les llevaría casi
un milenio recuperar su protagonismo político e influencia económica en el
mundo. Ésta no se produciría hasta la era de los grandes descubrimientos
geográficos y la posterior colonización de América y otros continentes.
Otra de las decisiones que determinaron la historia de Occidente en los
siglos venideros, fue la refundación del cristianismo como una religión de
Estado adaptada a las necesidades del Imperio, y bajo la apariencia de una
nueva Iglesia institucionalizada, católica y romana. Los cristianos, en
adelante, no sólo deberían obediencia a Dios, sino al emperador.
Paradójicamente, con el devenir de los siglos, acabaron siendo los
monarcas cristianos quienes tuvieron que rendir obediencia a los papas,
herederos de los antiguos césares, y someterse a su voluntad.

Tras haberse desembarazado de todos sus rivales políticos,


Constantino convocó el primer concilio ecuménico en la ciudad asiática
de Nicea (Bitinia, hoy en Turquía) en 325, que legalizó la práctica del
cristianismo en el Imperio Romano y puso fin a las persecuciones. Se
considera que esto fue esencial para la expansión de esta religión por toda
la cuenca mediterránea, y los historiadores, desde Lactancio y Eusebio de
Cesarea, hasta nuestros días, presentan a Constantino como el primer
emperador cristiano, aunque vivió como pagano y no se bautizó hasta
encontrarse en su lecho de muerte. Se dice que sus colaboradores y
allegados le temían tanto, que nadie se atrevió a tocar el cadáver hasta que
hubieron transcurrido siete días desde el óbito.

A lo largo del siglo III el Imperio Romano había sufrido diversas crisis de
variada índole –económicas, demográficas, pandémicas, políticas y
militares– que a punto estuvieron de destruirlo. A principios del siglo IV, tras
alcanzarse una solución de compromiso, el Imperio estaba dividido en dos
mitades, una oriental y otra occidental, y gobernado por dos emperadores
mayores o augustos, y dos emperadores menores o césares, que eran a su
vez los sucesores reconocidos de los primeros.
Diocleciano y Maximiano eran los augustos, y Constancio Cloro (padre de
Constantino) y Galerio, compartían el poder como césares. El joven
Constantino sirvió en la corte de Diocleciano en Nicomedia tras el
nombramiento de su padre como uno de los dos césares de la tetrarquía en
293. El año 305 marcó el final de la primera tetrarquía con la renuncia de los
dos augustos, Diocleciano y Maximiano. De esta forma los dos césares
accedieron a la categoría de augustos y dos oficiales ilirios fueron
nombrados nuevos césares. La segunda tetrarquía quedaba así formada:
Constancio Cloro y Severo II, como augusto y césar respectivamente, en
Occidente, y Galerio y Maximino en la parte oriental del imperio, también
como augusto y césar cada uno.

Sin embargo, Constancio Cloro cayó enfermo durante una expedición


punitiva contra los pictos en Caledonia (actual Escocia), muriendo el 25 de
julio de 306. Su hijo Constantino se encontraba junto a él en su lecho de
muerte en Eburacum (actual ciudad de York, Inglaterra), en la Britania
romana, donde su leal general Croco, de ascendencia germana, y las tropas
leales a su padre le proclamaron augusto. Simultáneamente, el césar
occidental, Severo II, era a su vez proclamado augusto por Galerio. Ese
mismo año el Senado –según la vieja fórmula republicana– nombró césar a
Majencio, hijo del anterior tetrarca Maximiano, y éste último regresó también
a la escena política reclamando para sí el título de augusto.

Comenzó otro largo periodo de conflictos y guerras civiles que se prolongó


por espacio de veinte años. Severo fue traicionado por sus tropas;
entretanto Constantino y Maximiano concertaban una alianza. Al final del
año 307 había 4 augustos: Constantino, Majencio, Maximiano y Galerio, y
un solo césar: Maximino.

A pesar de la mediación de Diocleciano, que se mantuvo neutral intentando


actuar como árbitro en la disputa, al final del año 310 la situación era aún
más confusa con 7 augustos: Constantino, Majencio, Maximiano, Galerio,
Maximino, Licinio –al que había introducido en la pugna el propio
Diocleciano rompiendo su neutralidad– y Domicio Alejandro, vicario de
África que se había proclamado augusto. Los vicarios eran lugartenientes
designados por el emperador, que les enviaba en su representación a las
provincias que no estaban regidas por un gobernador. Después de las
reformas administrativas de Constantino, se dio el nombre de vicario a los
gobernadores de la mayoría de las diócesis, y ejercían su autoridad en
ausencia de sus titulares, los prefectos del Pretorio.

En medio de este entorno convulso comenzaron a desaparecer candidatos:


Domicio Alejandro fue asesinado por orden de Majencio; Maximiano se
suicidó asediado por Constantino, y Galerio falleció por causas naturales.

Majencio fue relegado por los tres augustos restantes y finalmente vencido
por Constantino en la decisiva batalla del Puente Milvio, en las afueras de
Roma, el 28 de octubre de 312. Una nueva alianza entre Constantino y
Licinio selló el destino de Maximino que se suicidó tras ser vencido por éste
en 313.

A partir de este punto el Imperio quedaba dividido entre Licinio, en Oriente,


y Constantino en Occidente. Tras los enfrentamientos iniciales, ambos
firmaron la paz en Sárdica en 317. Durante este periodo ambos nombraron
césares según su conveniencia entre los miembros de su familia y círculo
de confianza. En el 324, nuevos enfrentamientos terminaron con la victoria
de Constantino sobre Licinio en Adrianópolis y Crisópolis.

Constantino representa el nacimiento de la monarquía absoluta,


hereditaria y por derecho divino, algo hasta entonces inusual en el Imperio
Romano que siempre conservó sus estructuras republicanas. Es más, el
título de “Imperator” equivalía al de Generalísimo o Comandante en Jefe de
los Ejércitos, no era un título monárquico. Los primeros emperadores, desde
César, fueron dictadores vitalicios por acumulación de cargos. César y
Augusto se convirtieron en dictadores tras ser reconocidos por el Senado
como únicos cónsules. El consulado estaba compartido por dos cónsules
elegidos por el Senado.

En cualquier caso, la formula monárquica absolutista, sancionada por la


Iglesia, e inaugurada por Constantino el Grande, tendría su continuidad tras
la desaparición del Imperio, a lo largo de toda la Edad Media y, en muchos
casos, hasta el siglo XX. Así, los monarcas medievales lo eran “Por la
Gracia de Dios” y los títulos “káiser” y “zar” eran transcripciones derivadas
de la palabra “césar”. Asimismo, durante el Medievo hubo varios intentos de
restaurar el viejo imperio bajo la apariencia de un Sacro Imperio Romano.

Durante el reinado de Constantino se introdujeron importantes cambios que


afectaron a todos los ámbitos de la sociedad del Bajo Imperio. Reformó la
corte, las leyes y la estructura del Ejército. Las legendarias legiones
romanas desaparecieron y fueron substituidas por cuerpos de infantería
pesada muchos más reducidos, y unidades de caballería principalmente.

Pero, seguramente, Constantino sea más conocido por ser el primer


emperador romano que permitió el libre culto a los cristianos. Su
conversión al cristianismo, de acuerdo con las fuentes oficiales cristianas,
fue el resultado inmediato de un presagio antes de su victoria en la batalla
del Puente Milvio (312). Tras esta visión extática, Constantino adoptó un
nuevo estandarte para marchar a la batalla al que llamaría Lábaro. La visión
de Constantino se produjo en dos partes: en primer lugar, mientras
marchaba con sus soldados vio la forma de una cruz frente al Sol (Apolo).
Tras esto, tuvo un sueño en el que se le ordenaba poner un nuevo símbolo
en su estandarte, ya que vio una cruz con la inscripción «In hoc signo
vinces» («Con este signo vencerás»). Mandándolo pintar de inmediato en
los escudos de sus soldados, venció a Majencio. En los siglos venideros las
cruces figuraron en los escudos de casi todos los ejércitos cristianos. Se
dice que tras estas visiones, y por el resultado de la batalla del Puente
Milvio, Constantino se convirtió de inmediato al cristianismo. Pero, tal vez
fue así por razones políticas.

Una buena parte del ejército romano seguía el culto mitraico, de origen
oriental, aunque es cierto que el cristianismo también había ganado muchos
conversos entre los soldados y oficiales. Había una buena razón para ello:
ambas religiones prometían una vida después de la muerte. Aspecto éste
que siempre despertaba el interés de los militares, que arriesgaban la vida
constantemente en el combate.

Se cree que la influencia de Elena, su madre, que era una devota cristiana,
fue decisiva. No obstante, Constantino, siguiendo una extendida costumbre
de la época, no fue bautizado hasta estar cerca de la muerte (337), y fue un
obispo arriano, Eusebio de Nicomedia, que no católico, quien le bautizó.
Posiblemente, la elección del obispo de Nicomedia fuese un guiño político
hacia los arrianos. El arrianismo había sido condenado por la nueva Iglesia
católica surgida tras el Concilio de Nicea (325), pero eran muchos los
soldados y oficiales, de origen germánico sobre todo, que profesaban esta
doctrina cristiana. Eusebio, además, era amigo de la hermana de
Constantino, lo que probablemente facilitó el indulto y su vuelta desde el
exilio para bautizar al agonizante emperador.

Poco después de la batalla del Puente Milvio (312), Constantino entregó al


papa Silvestre I un suntuoso palacio que había pertenecido a Diocleciano,
perseguidor de los cristianos, con el encargo de construir una gran basílica
dedicada al culto cristiano.

El nuevo edificio se construyó sobre los antiguos cuarteles de la Guardia


Pretoriana, y actualmente se la conoce como Basílica de San Juan de
Letrán. En 324 el emperador hizo construir otra magnífica basílica en la
colina Vaticana, en el mismo lugar donde, según la tradición cristiana,
martirizaron a san Pedro: ésta fue la Basílica de San Pedro.

El Edicto de Milán despenalizó la práctica del cristianismo y se devolvieron


las propiedades confiscadas a la Iglesia. Tras el edicto de tolerancia se
abrieron nuevas vías de expansión para los cristianos, incluyendo el
derecho a competir con los paganos en el tradicional “cursus honorum” para
acceder a las altas magistraturas del Estado, y también ganaron una mayor
aceptación e influencia dentro de la sociedad civil en general. Se permitió la
construcción de nuevas iglesias y los líderes cristianos alcanzaron una
importancia decisiva.

Envalentonados por las nuevas prerrogativas concedidas por el emperador,


los obispos nicenos (católicos) adoptaron unas posturas agresivas hacia
otros grupos cristianos a los que consideraban heréticos –especialmente los
arrianos– y empezaron a mostrar un carácter abiertamente revanchista
hacia los paganos que prefirieron seguir fieles a los antiguos dioses y no
aceptaron bautizarse.

Aunque el cristianismo no se convertiría en “única” religión del Imperio hasta


que Teodosio así lo dispuso con la promulgación del Edicto de Tesalónica
en el año 380, Constantino dio un gran poder económico a los cristianos: les
concedió numerosos privilegios y exenciones fiscales, e hizo importantes
donaciones a la Iglesia procedentes de las propiedades confiscadas a sus
enemigos políticos, algunos de ellos paganos. Asimismo, apoyó la
reconversión de muchos templos paganos en iglesias, y dio preferencia a
los cristianos en los puestos preeminentes de la administración del Estado.

Como resultado de todo esto, las controversias que habían existido entre los
cristianos desde mediados del siglo II, eran ahora aventadas en público, y
frecuentemente de una manera violenta. Constantino consideraba que su
deber como emperador designado por Dios, era acabar con los desórdenes
religiosos, y convocó el Concilio de Nicea (325) para, según él, terminar con
los cismas doctrinales que dividían a la Iglesia, especialmente el arrianismo.

Los historiadores señalan, no obstante, que su principal preocupación era la


unidad del Imperio, recientemente restituida, y que se podía ver
nuevamente resquebrajada debido a estas divergencias religiosas. Muchos
consideran que Constantino «creó» la Iglesia católica confiriéndole su
impronta personal, y que ésta perduraría mucho tiempo después de su
muerte. Los papas lucharon por la unidad de la Iglesia con tanto ahínco y
determinación, como Constantino lo hizo por mantener la integridad
territorial del Imperio Romano, en el que ya habían empezado a
manifestarse los primeros síntomas de la enfermedad que habría de ponerle
fin un siglo y medio después.

En Nicea, el emperador impuso el dogma de la Santísima Trinidad


presionado por los obispos reunidos en el concilio partidarios del mismo.
Uno de los principales motivos de discordia entre los cristianos, aunque no
el único. Por otra parte, los defensores de la Iglesia católica sostienen que
las bases del dogma ya se daban en la iglesia primitiva, unos 200 años
antes de celebrarse el concilio. Así como la definición de «católico», término
que proviene del griego καθολικός (katholikós) y que significa “universal”.
Varias creencias que serían luego consideradas dogmas de fe en la Iglesia
romana, se forjaron durante las discusiones teológicas habidas en el
Concilio de Nicea. Y, aunque la intervención del emperador haciendo valer
su posición fue determinante, el análisis de las cartas escritas por
Constantino, evidencia en ellas una acusada carencia de formación
teológica, por lo que algunos estudiosos descartan la posibilidad de que el
emperador pudiese haber influido en la posterior doctrina de la Iglesia
debido, justamente, a su profundo desconocimiento en la materia.

Asimismo, muchos se preguntan por qué el papa Silvestre I no asistió a


dicho concilio ecuménico, siendo él el más adecuado para presidirlo. Por
esto algunos especialistas sostienen que el motivo de su ausencia fue que
Constantino estableció en Nicea una nueva religión sincretizada, mezclando
elementos paganos y cristianos, y rompiendo definitivamente con las
fuentes judías de las cuales procedía el cristianismo original. El resultado
final de esta fusión de elementos paganos y judeocristianos habría sido,
según esta teoría, la Iglesia católica romana que ha perdurado, con
escasísimos cambios, hasta nuestros días.

Constantino inauguró el Concilio de Nicea vestido pomposamente, como un


auténtico rey-sacerdote, algo totalmente ajeno a los sobrios usos y
costumbres romanos, y más propio de los reyes orientales. El emperador
abrió el concilio con un solemne discurso pronunciado en griego, y ataviado
con unos pesados y vistosos ropones talares adornados con lujosos
brocados hechos en oro y plata. Una imagen que se corresponde más con
la de un papa medieval, que con la de un clásico emperador romano.

Entre los títulos que solían ostentar los emperadores –aunque no todos–
estaba el de “pontifex maximus” o sumo pontífice, un vestigio honorífico de
la época republicana a la que los césares jamás concedieron demasiada
importancia. Pero en Nicea, durante el concilio, Constantino ejerció de sumo
pontífice a todos los efectos, tal vez, por primera y única vez en la dilatada
historia del Imperio Romano.

Varios años después, el emperador Graciano el Joven (muerto en 383)


influenciado por Ambrosio, obispo de Milán, prohibió definitivamente los
antiguos cultos paganos en todo el Imperio. Acto seguido, renunció al título
de “pontifex maximus” por considerarlo incompatible con la fe cristiana,
apagó el fuego sagrado del templo de Vesta, y retiró el altar de la Victoria
del Senado, a pesar de las protestas de los últimos miembros paganos del
Senado. Como represalia, Graciano confiscó sus propiedades; prohibió las
donaciones materiales a las Vestales; y abolió otros privilegios que poseían
los sacerdotes y sacerdotisas paganos. En apenas dos generaciones, los
cristianos pasaron de ser perseguidos, a convertirse en implacables
perseguidores de los paganos. El edicto de tolerancia, convirtió a los
cristianos en intolerantes que persiguieron a los paganos con la misma saña
con la que éstos les habían perseguido a ellos.

Habían existido otros concilios antes que el de Nicea, pero éste fue el
primero con carácter ecuménico universal y contó con la participación de
alrededor de 300 obispos, lo que supuso una minoritaria participación si
tenemos en cuenta que a lo largo del Imperio había alrededor de 1000
obispos.

La importancia de aquel histórico concilio residió en la confección del


llamado credo niceno (redactado en griego, no en latín) que, esencialmente,
permanece inmutable en su contenido casi 1700 años después de su
celebración. Por otra parte, la comunión entre el Estado y la Iglesia
remozada surgida del concilio, favoreció enormemente la expansión del
nuevo cristianismo católico a través del Imperio con una fuerza inusitada.
En parte, esta espectacular expansión del catolicismo se debió a razones
políticas, pues, al trasladar la capital del Imperio a Oriente, muchas familias
senatoriales romanas vieron en el nuevo clero católico que se estaba
pergeñando, la posibilidad de recuperar en Roma una influencia política que
habían perdido, a veces, varias décadas o siglos antes. Fue el nacimiento
de una nueva casta política: el alto clero romano que después
desempeñaría un destacado papel en la política europea medieval.

En sus últimos años de vida, Constantino también ejerció como


predicador, dando sus propios sermones en el palacio imperial ante la
corte y los invitados extranjeros. Sus reconvenciones pregonaban el
principio de armonía y coexistencia entre paganos y católicos, aunque
gradualmente se volvieron más intransigentes hacia los primeros y, también,
hacia los cristianos que no aceptaron la ortodoxia católica o nicena.
Paralelamente, Constantino fue eliminando a los funcionarios paganos de
los principales puestos de la administración, sobre todo en Oriente, lo que
favoreció un considerable incremento del poder y la influencia del clero
católico, en detrimento de los paganos y las restantes confesiones
cristianas.

En el año 314, inmediatamente después de su legalización, la Iglesia atacó


sin cuartel a los paganos. Envalentonados por la actitud del emperador,
muchos templos paganos fueron destruidos por las turbas cristianas y sus
sacerdotes brutalmente asesinados. Entre los años 314 y 326 miles de
paganos fueron asesinados y se promulgaron una serie de disposiciones
que favorecieron al cristianismo católico-niceno (exclusivamente) frente a
las demás confesiones cristianas. Asimismo, los cultos paganos tales como
la aruspicina, el arte de adivinar por medio de las entrañas de las víctimas, y
los sacrificios privados de animales, fueron rigurosamente prohibidos.
La magia también fue perseguida por los cristianos. Los romanos toleraban
ciertas artes consideradas “mágicas” por los cristianos, como las prácticas
abortivas, por ejemplo. Sin embargo, la magia con carácter pernicioso –
magia negra– también estaba proscrita por los romanos. De facto, una de
las primeras acusaciones a las que tuvieron que hacer frente los primitivos
cristianos fue la de practicar la magia negra.

En la antigüedad resultaba difícil establecer la frontera entre “magia” y


“ciencia” de la época. Entre los célebres magos egipcios había desde
astrónomos a físicos, al igual que entre los magos persas, babilónicos o
caldeos, que solían dominar varias disciplinas “científicas” según los
conocimientos de la época. Las propias Escrituras nos hablan de unos
“magos” de Oriente que acudieron a Belén para adorar al Salvador.

Otra de las razones que favorecieron la espectacular ascensión de la nueva


Iglesia católica surgida al amparo del emperador, fueron las generosas
donaciones y exenciones fiscales concedidas al clero niceno, varios años
antes de que el cristianismo católico se convirtiera en la “única” religión
oficial del Imperio. Lo que se consumó con la promulgación del Edicto de
Tesalónica por orden del emperador Teodosio en el 380. Acto seguido, en
Dídima, Asia Menor, fue saqueado e incendiado el oráculo del dios Apolo y
torturados hasta la muerte los sacerdotes paganos. También fueron
desahuciados todos los sacerdotes paganos del monte Athos, y destruidos
sus templos y santuarios. En vísperas de la inauguración oficial de
Constantinopla (330), el propio Constantino mandó saquear todos los
templos paganos de Grecia y trasladar sus más preciados tesoros a la
nueva capital imperial. Muchos de los bellísimos templos de la época clásica
fueron destruidos por la férula de los cristianos, no por la ira de los
bárbaros, como a menudo se ha hecho creer.
Aquella actitud partidista hacia los cristianos por parte de Constantino,
tuvo efectos negativos para los que vivían más allá de las
fronteras orientales de Imperio. Los reyes sasánidas que gobernaban el
Imperio Parto, enemigo secular de Roma, y que hasta entonces habían
dispensado refugio a los cristianos cuando eran perseguidos, empezaron a
verlos como quintacolumnistas cuando la actitud del emperador romano
comenzó a favorecerles. Por este motivo, los cristianos fueron perseguidos
también en Partia. Sin embargo, estos cristianos orientales eran
considerados herejes por los nicenos, y su recibimiento en tierras del
Imperio no fue precisamente caluroso.

Entretanto, Constantino retiró su estatua de los templos paganos, la


reparación de éstos edificios fue prohibida y los fondos procedentes de
donativos desviados a las arcas de la Iglesia. Se suprimieron todas las
formas de culto y adoración paganos que los cristianos consideraron
“ofensivos” por considerarlos obscenos e idolátricos. No obstante, en la
espectacular reinauguración de Constantinopla celebrada en la primavera
del 330, se efectuó una ceremonia híbrida, mitad pagana y mitad cristiana,
en la plaza del mercado y se impuso la cruz de Cristo sobre el carro del dios
solar Apolo.

Constantino fue también conocido por su falta de piedad para con sus
enemigos políticos. Ejecutó a Licinio, su cuñado, por estrangulamiento en
325, a pesar de que había prometido públicamente no hacerlo si accedía a
rendirse. Un año después, Constantino ejecutó también a su hijo mayor,
Crispo, y unos meses después a su segunda esposa, Fausta. Crispo era el
único hijo que tuvo con su primera esposa, Minervina, pero circularon
rumores sobre una presunta relación incestuosa entre Crispo y su
madrastra, lo que pudo ser la causa de la ira de Constantino, que vivió el
resto de sus días atormentado por haber ordenado matar a su hijo.

Algunas leyes de Constantino, por recomendación de los obispos católicos,


mejoraron considerablemente muchos aspectos de aquella época violenta.
Por ejemplo: se estableció la pena de muerte para todos aquellos
recaudadores de impuestos que abusaran recaudando más de lo
autorizado; no se permitía mantener a los prisioneros en completa
oscuridad, sino que era obligatorio que pudieran ver la luz del día; a un
hombre condenado se le podía llevar a morir a la arena, pero no podía ser
marcado en la cara, sino en los pies; los padres que prostituían a sus hijas,
o hijos, eran quemados vivos introduciéndoles plomo fundido por la boca.

Además, los combates de gladiadores fueron eliminados en el 325,


aunque esta prohibición tuvo poco efecto. Se limitaron los derechos de los
propietarios de los esclavos: podían azotar a un esclavo de su propiedad,
pero no podían mutilarle o matarle. La terrible pena de muerte por crucifixión
fue abolida por razones de piedad cristiana, aunque el castigo fue sustituido
por la horca “para demostrar que todavía existía la implacable justicia
romana”.
El domingo fue declarado día de reposo sustituyendo al sábado y los
mercados permanecían cerrados, así como las oficinas públicas (excepto
para la manumisión de esclavos). Debido a la escasez de alimentos, no
hubo restricciones para el trabajo en el campo y en las granjas. Todas estas
innovaciones también tuvieron una inspiración política y económica que
pretendía deliberadamente perjudicar a los comerciantes judíos ortodoxos, y
a los judíos cristianos, que seguían celebrando su día preceptivo de fiesta el
sábado. Así, al trasladar el día de descanso semanal al domingo, se les
obligaba a cerrar dos días en lugar de uno. Cosa que benefició a los
comerciantes romanos, tanto a los paganos como a los católicos.
Constantino continuó con la reforma introducida por Diocleciano que
separaba el poder civil del militar. Como resultado, generales y
gobernadores poseían menos poder que durante la época de la anarquía
militar. Criterios tanto económicos como de seguridad llevaron a la
modificación de la política de defensa del Imperio durante la primera mitad
del siglo IV. Constantino convirtió el viejo sistema de fronteras fortificadas
en un sistema de defensa en profundidad con la formación de una gran red
de acuartelamientos en el interior de la Galia principalmente. Los motines y
levantamientos de tropas, provocados a menudo por el descontento
derivado de las largas separaciones familiares, se redujeron
considerablemente. Por otra parte, los soldados destacados en los puestos
avanzados ponían mayor interés en la defensa de los territorios asignados
al ser conscientes de que la seguridad de sus familias estaba en juego.

Constantino disolvió la vieja y temible Guardia Pretoriana, y en su lugar


estableció los “Scholae Palatinae” (escolares); reclutó cuerpos de caballería
de élite, principalmente de origen germánico, y redujo de 5000 a 1000
infantes el número de efectivos de la legión tradicional, la principal unidad
de combate del Ejército romano.

Este cambio en la política militar, ahora predominantemente defensiva,


perduró hasta la desaparición del Imperio de Occidente (476) y, quizá, fue
otra de sus causas: el Ejército romano se fue reduciendo y debilitando
paulatinamente. Ya en el siglo V, tanto los emperadores occidentales como
los de Oriente, prefirieron subcontratar a mercenarios germanos, o sobornar
a los pueblos invasores que amenazaban las fronteras, en lugar de financiar
el reclutamiento y adiestramiento de tropas regulares. El servicio militar
obligatorio para los ciudadanos romanos fue abolido. Pero, a la larga, los
tributos exigidos por los caudillos bárbaros para no invadir los territorios del
Imperio fueron más onerosos que lo hubiese sido el mantenimiento de las
tropas imperiales.

La cada vez más poderosa jerarquía eclesiástica entendía que era más útil
y perentorio emplear los recursos del Estado en la construcción de
iglesias y monasterios, y en la celebración de interminables sínodos, que
en mantener ejércitos para defender el Imperio. La Iglesia creía, o hizo creer
a los débiles emperadores del siglo V, que a través de su conversión al
catolicismo, los reyes germanos se convertirían en fieles súbditos del
Imperio sin necesidad de someterles por la fuerza de las armas. Los
cristianos siempre antepusieron los intereses de la Iglesia a los del Imperio.
En consecuencia, éste estaba abocado a su extinción.

La falta de recursos en la que se vio sumida Roma al trasladarse la


metrópoli a Constantinopla, en Oriente, donde estaban las provincias más
ricas, influyó también en su decadencia política y en la posterior irrupción de
los pueblos invasores.

Roma fue saqueada en el año 410 por el rey visigodo Alarico, que se llevó
de las bodegas del templo de Júpiter Capitolino el tesoro que a su vez los
romanos habían tomado en el templo de Jerusalén tras saquearlo y
destruirlo en el año 70. En el 453, Atila, el legendario rey de los hunos, se
presentó a las pertas de la indefensa Roma al frente de sus hordas. El
emperador había huido y no había tropas para defender la ciudad. El papa
León I se presentó ante el caudillo bárbaro y le disuadió para que levantase
el asedio y retirase sus tropas. Dos años después (455) fue el vándalo
Genserico el que saqueaba Roma, pero por intercesión del mismo papa, se
contentó con el botín y no tomó esclavos entre la desamparada población
romana.

Los papas se convirtieron, por derecho propio, en los auténticos soberanos


de Roma puesto que los césares, de hecho, habían abdicado renunciando a
sus obligaciones como gobernantes. El papa Simplicio, sucesor de León I,
vivió el fin del Imperio de Occidente (476) cuando el rey de los hérulos,
Odoacro depuso al emperador Rómulo Augústulo y envió las insignias
imperiales a Constantinopla. Sin embargo, el Imperio Romano no
desapareció completamente. Continuó en Oriente, y en Occidente su legado
perduró bajo otra apariencia: a partir de entonces Roma fue la ciudad de los
papas, y el Imperio se transformó en la Cristiandad.

Puede decirse que Constantino logró reunificar el Imperio Romano bajo el


signo de la Cruz para alargar su existencia. Su victoria sobre Majencio en la
batalla del Puente Milvio (312) le convirtió en dueño de todo el Imperio
occidental. Gradualmente fue consolidando su superioridad militar sobre sus
rivales de la desmenuzada tetrarquía.

En 320, Licinio, augusto de Oriente, renegó de la libertad de culto


promulgada en el Edicto de Milán y reinició la persecución de los cristianos.
Esto supuso una clara contradicción, ya que su esposa Constancia,
hermanastra de Constantino, era una devotísima cristiana. El asunto derivó
en una agria disputa con Constantino en el oeste, que desembocó en una
nueva guerra civil en 324.

Los ejércitos implicados en la contienda fueron tan grandes que no se tiene


constancia documentada en Europa de una movilización similar hasta el
siglo XIV, al inicio de la Guerra de los Cien Años. Licinio, ayudado por
mercenarios godos, representaba el pasado y la antigua fe del paganismo.
Constantino y sus francos marcharon bajo el estandarte cristiano del lábaro,
y ambos bandos concibieron el enfrentamiento como una lucha entre
religiones. Supuestamente rebasados en número, aunque enaltecidos por
su celo religioso, los ejércitos de Constantino resultaron finalmente
victoriosos, primero en la batalla de Adrianópolis (324), y más tarde en la
batalla naval de Crisópolis.

Aquélla fue la primera guerra de religión europea, y supuso también el fin


de la vieja Roma helenística y pagana. El Imperio Oriental se consolidó
como centro del poder, del saber, de la prosperidad y de la preservación de
la cultura clásica. Constantino reconstruyó la ciudad de Bizancio, cuyo
nombre procedía de los colonos griegos que, bajo el mando de Bizas, la
fundaron en el siglo VII a.C. procedentes de la polis de Megara. Constantino
renombró la ciudad como su «Nueva Roma» (Nova Roma), otorgando a
ésta un Senado propio a semejanza del romano. Luego puso la ciudad bajo
la protección de la supuesta Vera Cruz, la Vara de Moisés, los Clavos de
Cristo y otras reliquias sagradas que, “milagrosamente”, fueron descubiertas
durante su reinado.

Las imágenes de los viejos dioses fueron reemplazadas o asimiladas con la


nueva simbología cristiana. Sobre el lugar donde se levantaba el bello
templo de Afrodita se construyó la nueva Basílica de los Apóstoles. Varias
generaciones más tarde se difundió una historia sobre la visión divina que
llevó a Constantino a reconstruir la ciudad, según la cual un ángel que nadie
más que él podía ver, le condujo en un circuito a través de los nuevos
muros. Tras su muerte, la ciudad volvió a cambiar su nombre por el de
Constantinopla, «la Ciudad de Constantino», y lo mantuvo hasta que el 29
de mayo de 1453 la ciudad fue tomada por los turcos otomanos y pasó a
llamarse Estambul.

La leyenda cuenta que el mismo ángel que varios siglos antes se le había
aparecido a Constantino, reapareció en la basílica de Santa Sofía mientras
los defensores, seguros de que iban a morir en el próximo asalto de los
turcos, celebraban su última misa. El evanescente ángel, concluida la
ceremonia, tomó el cáliz con el que se había oficiado el servicio religioso y
desapareció entre los muros de la basílica, después de prometer que
regresaría para devolver el santo cáliz cuando la basílica volviese a ser un
templo cristiano y se celebrase la primera misa.

Constantino pasaría también a la historia por las leyes que convirtieron los
oficios de carnicero y panadero en hereditarios, lo que en la Edad Media
serían los gremios de artesanos, y más importante aún, por convertir a los
colonos de las granjas en siervos, sentando las bases de la sociedad feudal.
Estos colonos, a su vez, eran libertos o extranjeros (“bárbaros”) que habían
sustituido gradualmente a los esclavos durante el siglo anterior. La escasa
productividad de la mano de obra esclava (no remunerada) había terminado
por imponer su lógica a los terratenientes romanos, que, influidos también
por el cristianismo –religión muy extendida entre los libertos– no tuvo más
remedio que variar su sistema de explotación agraria. Las terribles
hambrunas y las consiguientes pestes del siglo III, que diezmaron la
población, tuvieron un efecto demoledor sobre la sociedad romana de la
época y debilitaron considerablemente el Imperio occidental. Muchos
colonos abandonaron sus tierras de labranza para emigrar al este, y en las
fronteras muchos se convirtieron en bandidos errantes que se aliaron con
los pueblos bárbaros que esperaban su oportunidad para invadir el Imperio.

En épocas de abundancia, era fácil negociar con los puebles que habitaban
al otro lado del limes (frontera) y favorecer los intercambios comerciales.
Cuando el grano y los animales de granja escaseaban, los campesinos
hambrientos a ambos lados del Rin no tardaban mucho en trocarse en
hordas de salvajes dispuestos a tomar por la fuerza lo que antes podían
comprar u obtener mediante trueques.

Por otra parte, los acuartelamientos y puestos avanzados en la frontera,


cumplían un doble cometido: como elementos de defensa, desde luego,
pero también como dinamizadores de la actividad económica. A medida que
las tropas romanas se fueron replegando sobre sus propias fronteras, la
economía de las zonas fronterizas entró en una profunda crisis económica.
Otro problema añadido fue que, como ya no había tropas imperiales para
protegerles del pillaje de los bandidos, los colonos abandonaron muchas de
las tierras de cultivo en las zonas próximas a la frontera. A la postre, la falta
de grano y otros productos precedentes del campo, se dejó sentir también
en la metrópoli, y la carestía de los alimentos y las hambrunas fueron
problemas comunes durante el Bajo Imperio (ss. III-V).

A lo largo de su reinado, Constantino introdujo un importante número de


cambios en el sistema monetario. El tradicional áureo dio paso a una nueva
moneda, el sólido de 4,50 gramos, como moneda del Imperio Romano. Esta
moneda sobrevivió al propio Imperio de Occidente, y fue la divisa del
Imperio Bizantino hasta que perdió influencia como divisa internacional
frente al dinar árabe de los Omeyas allá por el siglo X.

Las monedas acuñadas por los emperadores revelan con frecuencia su


iconografía personal. Durante la primera parte del gobierno de Constantino,
las representaciones de Marte y posteriormente de Apolo como dios solar,
aparecen de forma constante en el reverso de las monedas. Marte había
sido asociado con la tetrarquía, y Constantino quiso con este simbolismo
enfatizar la legitimidad de su gobierno.

Dos años antes de su victoria en el Puente Milvio (312), Constantino


experimentó una visión extática en la que Apolo se le apareció con
presagios de victoria. Tras este asombroso episodio, el reverso de sus
monedas estuvieron dominados durante muchos años con la leyenda «al
aliado Sol Invictus» (SOLI INVICTO COMITI). La descripción representa a
Apolo con un halo solar al modo del dios griego Helios y con el mundo en
sus manos. En 320, el mismo Constantino aparece con un halo solar.
También existen monedas mostrando a Apolo conduciendo el Carro del Sol
sobre un escudo que Constantino sostiene y en otras se muestra el símbolo
cristiano del lábaro sobre la coraza de Constantino.

Los grandes ojos abiertos y fijos son una constante en la iconografía de


Constantino, aunque no era un símbolo específicamente cristiano. Esta
iconografía muestra cómo las imágenes oficiales cambiaban desde las
convenciones imperiales de los retratos realistas hacia representaciones
más esquemáticas: Constantino como rey–sacerdote y sumo pontífice, no
sólo como emperador a la vieja usanza, con su amplia y característica
barbilla. Esos grandes ojos abiertos y fijos se harían aún más grandes a
medida que avanzara el siglo IV, como si los nuevos emperadores
barruntasen el peligro que se cernía ya sobre el Imperio.

Además de haber sido llamado «El Grande» por los historiadores cristianos
tras su muerte, Constantino podía presumir de dicho título por sus éxitos
militares. No sólo reunificó el Imperio bajo su mando, sino que obtuvo
importantes victorias sobre los francos y los alamanes (306–308), de nuevo
sobre los francos (313–314), los visigodos en 332 y sobre los sármatas en
334. De hecho, sobre 336, Constantino había recuperado la mayor parte de
la provincia de Dacia, que Aureliano se había visto forzado a abandonar en
271. Al morir Constantino, planeaba una gran expedición para poner fin a la
rapiña de las provincias del este por parte del imperio sasánida.

Fue sucedido en el Imperio por los tres hijos habido de su matrimonio con
Fausta: Constantino II, Constante y Constancio II, quienes aseguraron su
posición mediante el asesinato de cierto número de partidarios de
Constantino. También nombró césares a sus sobrinos Dalmacio y
Anibaliano. El proyecto de Constantino de reparto del Imperio era
exclusivamente administrativo. El mayor de sus hijos, Constantino II, sería el
destinado a mantener a los otros tres supeditados a su voluntad. El último
miembro de la dinastía fue su yerno Juliano, quien trató de restaurar el
paganismo a mediados del siglo IV y murió en extrañas circunstancias
cuando se aprestaba a presentar batalla a los partos. Se cree que fue
asesinado por los cristianos, a los que Juliano, apodado El Apóstata,
llamaba despectivamente “galileos”.

En sus últimos años, los hechos históricos se mezclan con la leyenda. Se


consideró inapropiado que Constantino hubiese sido bautizado en su lecho
de muerte y por un obispo de dudosa ortodoxia (Eusebio de Nicomedia era
arriano), y de este hecho parte una leyenda según la cual el papa Silvestre I
habría curado al emperador pagano de la lepra. También según esta
leyenda, Constantino habría sido bautizado tras haber donado unos
palacios al papa. Entre ellos, uno que había pertenecido al emperador
Nerón, considerado un anticristo por la Iglesia. En el siglo VIII aparece por
primera vez un falso documento conocido como «Donación de
Constantino», en el cual, un recientemente convertido Constantino entrega
el gobierno temporal sobre el Imperio de Occidente, incluida la misma
Roma, al papa.

En tiempos del imperio carolingio, este documento se usó para aceptar las
bases del poder temporal del papa de Roma, aunque fue denunciado como
apócrifo por el emperador Otón III, y mostrado como la raíz de la
decadencia del Papado por el poeta Dante Alighieri. En el siglo XV nuevos
expertos en filología demostraron la falsedad del documento.

De cualquier modo, el mayor legado del emperador pagano Constantino: la


Iglesia católica romana, le ha sobrevivido hasta nuestros días con escasos
cambios, y constituye el último vestigio del antiguo Imperio Romano de
Occidente fenecido en el año 476, cuando todavía no existía ninguna de las
actuales naciones europeas.

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