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LA MESITA DE METAL

“Vos ponete eso y vamos a la sala de partos”, dijo el médico. Dos pujos más y coronaba. Me había
sentido algo frustrado cuando un par de horas antes nos tuvimos que pegar la vuelta, pero
francamente, ansiedad a cuestas y todo, no esperaba semejante aceleración en el curso de los hechos.
Imaginaba que llegado el tiempo estaría enfocado, tranquilo, mas ni siquiera puedo decir que haya
estado allí. Bueno, estaba, pero no estaba, todo le ocurría a otro. Al aturdimiento que me asaltó
respondí reflejamente apoyándome en la puerta, pretendiendo que la realidad no me abandonara del
todo. En segundos la sala se atestó de gente y cuando se las llevaron entendí que no habría tiempo
para más vacilaciones. Antes de seguirlas por el pasillo y aprovechando la súbita ausencia de médicos
y enfermeras, me asomé al hall: “Nos vamos a la sala de partos”. A través de una lágrima involuntaria
le entreví el alma a mi viejo como nunca había sido capaz de hacerlo; todos dijeron cosas que no
puedo recordar y me palmearon el hombro; entré.
La intensidad del momento me arrebató definitivamente y me fundí con el entorno: yo era la luz, la
sangre, el valor, los dientes apretados, los pujos, las arengas, la respiración profunda, un cráneo
estrechándose, alivio, el peso de un cuerpo minúsculo, el llanto. No era yo, pero nunca había sido tan
real. Toda ingenuidad, toda novedad y desconcierto, la pusieron sobre el pecho de mamá. Con su
parpadeo tímido parecía interrogarme: “¿Y ahora qué hago?” ¿Qué iba yo a saber, si estaba tanto o
más perplejo que ella? Me percaté con vehemencia de que era alguien, otra, no-yo; “está acá, me
necesita”. ¡Cuánto nos necesitamos! El otro se desvanecía y de a poco volví en mí. Ya en primera
persona, la contemplé absorto. La habían puesto sobre una mesita de metal. “Somos parecidos.”
Quería alzarla. Vacilante, pregunté a una enfermera si podía hacerlo. “Por supuesto, es tuya”, me
dijo. Ella, por haberlas dicho tantas veces, no habrá sido consciente de la fuerza de esas palabras,
pero a mí, que me las decían por primera vez, me abrasaron feroz aunque dulcemente.
“Tengo una hija, es mía.” Su amanecer fue el ocaso de todos mis egoísmos. Por fin puedo desechar
las comodidades banales, los quehaceres inocuos, el ocio en exceso, los silencios irrompibles, la siesta
indefinida y el sueño porque sí; ya no hay perdón imposible, ilusiones sin rostro, antojos infundados,
ni miedo al desamor; basta de pasiones caprichosas, de conformismo exacerbado, de esfuerzo sin
motivo, de miradas impasibles y de oído indiferente; ya olvidé los abrazos tibios y el temor a la
renuncia, ya hice a un lado el altruismo de juguete y demás holguras viciosas. ¡Menudo y bendito
alboroto! “Es mía y para mí”, puedo pensar, y vanagloriarme un rato, pero tanto confort declinado,
¿no sugiere, más bien, que soy suyo y para ella?

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